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Yvypóra

Juan Bautista Rivarola Matto



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Yvypóra1es el fantasma de la tierra o la mano del mundo. Nombra al campesino sin tierra. Es también la designación genérica del hombre.



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ArribaAbajoPrólogo

Don Rosendo había vivido tanto que algunas veces se le enredaba el tiempo. Le pasaba al despertar, o dormitando en su sillón, bajo el alero de la Casa Grande que de por sí estaba llena de gente que sólo podía hablar y moverse en los recuerdos. Es común desatinarse en tales casos, pero, por miedo a la chochera, solía fingirse dormido hasta comprobar que lo que tenía delante no era una sombra:

-Papá...

Lucía no podía ser, ya estaba vieja, la pobre. Seguramente andaría trajinando en la cocina, bordando en el comedor o rezándole a la virgen por los hijos ausentes. Ésta ¿quién sería entonces? Caracoles, no se acordaba. Aunque sí reconocía esos pies flexibles como el lomo de un gato y esos tobillos levemente arqueados que daban al andar el vaivén de la danza. Y esa carne dura, morena, larga, que sabía deshacerse entre sus manos, como la chirimoya. Y esa boca jugosa, con regusto de menta, que se paladeaba a la distancia lamiéndose los labios como si se llevara el dulzor en el ánima.

-Papá, te traigo tu remedio...

Pero claro. Era nomás María Rosa, la hija de la vejez que cabalgara algunos años sobre sus rodillas hasta que un día, en la fiesta del Santo, cuando se acercó a curiosear y a repartir aloja, los mozos se arremolinaron sedientos de cañaverales y los muchachones de la peonada, arrinconados, ausentes, se   —8→   azotaron las polainas sofrenando el impulso del galope.

-¡Jho, mi hija morena! -exclamó don Rosendo, volviendo a la juventud; envidiando en un acceso de celos seniles y temerosos al hombre que habría de morder aquel fruto de su árbol.

Pero... ¿cómo podía estar ella aquí? Volvió a cerrar los ojos, alarmado.

-No ven que está durmiendo -decía una voz enérgica, extrañamente cálida-. Déjenlo descansar, no ha pegado los ojos en toda la noche.

De ése sí que se acordaba. Era Daniel. Don Rosendo, agradecido, dejó que el sueño otra vez lo dominara. Oía algo así como susurros de velorio. Qué notable: a tantos enterró que, por lo visto, el ruido se le había grabado en la cabeza.



María Rosa creció al viento y al sol. La tierra trasvasó a sus venas la vitalidad ardiente de los troncos quemados. Se acariciaba los senos asombrada de su cálido bullir, de su sopor hormigueante; de aquel aroma de siesta y bosque que escapaba de los poros abiertos, clamantes por la semilla. Le gustaba el campo. Ociosidad amodorrada, sedienta. Murmurar misterioso, inacabable, de los elementos en gestación y muerte que la hacían percibir, confundirse, con las voces ocultas de la carne. La sacaron de La Providencia y la devolvieron a su reino de frondas. Así vivió unos años, siempre esperando ¿qué? No lo sabía, pero gozosa enarcaba los brazos cuando arreciaba el viento. Esperaba quizá que le trajera el soplo fecundante de los montes o, simplemente, le agradaba sentir la caricia del ímpetu.

Una tarde llegó tropa forastera:

«¡Tropa, tropa, tropa'aaa!», volaba la canción de los hombres sobre el aluvión del ganado. Entre tiros de arreadores, carajadas, brutas arremetidas, bárbaras frenadas espumantes arando la tierra roja, entró la novillada a los corrales con las guampas alzadas   —9→   como sables en furioso entrevero. Bajaron hombres duros, con sudores de macho y de caballo, oliendo a pasto, a bosta, a cuero sin curtir.

-Qué tal, mi patrón, ¿no se acuerda de mí? Francisco Cárdenas, a su orden. Llevo la tropa al brete de Tayhy-caré2.

-Así que eres el mentado Panchito -exclamó don Rosendo, abrazando al arribeño-. Estás hecho un hombrazo. ¿Cómo anda el gotoso de tu padre?

Francisco se echó a reír:

-Siempre con sus filosofías, combatiendo el uti possidetis mientras los bolivianos siguen avanzando fortines. Entré a ocuparme de la estancia antes que los administradores acabaran de fundirnos.

-Bravo, hijo. Pero llega, llega nomás, estás en tu casa -y volviéndose al mujerío que espiaba alborotado, gritó abarcando con el ademán a los troperos-. ¡A ver las mujeres!, que camine el tereré para que se refresquen estos mozos... No sea que esta noche vaya a salirles un grano...

Tronaron las carcajadas:

-¡Joke, eso está con nosotros!

-¡Jho, don Rosendo Domínguez, hijo del diablo!

María Rosa huyó a su cuarto. Se revolcó como una gata en la frescura de la colcha. Se miró tristemente los pies, las uñas romas. Avergonzada, los ocultó bajo las faldas sentándose a la turca. Vio en el espejo su imagen picaresca. Se calzó unas sandalias y salió a espiar al legendario Pancho Cárdenas. No lo encontró por ningún lado. Saltando como un potrillo avanzó a lo largo del corredor del fondo. Cayó sentada al encontrase con Francisco, que reía. Y allí quedó, desamparada, tapándose la boca, mirando con ojos espantados, mudos y suplicantes de venado herido. Sin dejar de reír, él la ayudó a levantarse. María Rosa juzgó la endeblez de su personita   —10→   en la firme presión de aquellas manos curtidas.

-¡Oh, me caí! -dijo, sintiéndose pichoncito que descubre que las garras que lo aprisionan dan calor y no hacen daño. Pero, cuando sus ojos se toparon con los severos y angustiados de don Rosendo, ahogó el grito y huyó.

Los hombres rieron a carcajadas. La risa persiguió a la niña hasta su cuarto. Se echó llorando en la cama. Pero, cuando el espejo le devolvió su imagen, se adivinó encantadora y se besó las manos, impetuosa.

-Qué chiquilina más agraciada -comentaba Francisco.

-Es mi hija -explicó don Rosendo, afligido-, pavota todavía, la pobre -y apresurándose a retomar la conversación interrumpida, exclamó-. La guerra estallará. Daniel se equivoca al desearla, no sabe lo que dice. Sobre este desdichado país pesa una maldición.

-Un encanto...

-¿Qué dices?

Francisco se rió:

-Nada, patrón -le dijo, confianzudo, poniéndole una mano en el hombro y mirándolo a los ojos como azorado-. Pensaba nomás que quedan todavía en el Paraguay algunas cosas por las que vale la pena morir.



Después de cenar salieron a tomar fresco frente a la casa. Los troperos, cantaban en la plazoleta del pozo.

-Cantan muy bien mis muchachos -comentaba Francisco- y al verlos ¡quién diría!

-¿Y usted? Dicen que es cantor sin segundo -le dijo doña Lucía Insaurralde, que sabía cuántas vacas tenían los Cárdenas- Por qué no nos canta un cantito. No deje todo a las mozas, que también las viejas nos pican los talones.

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Francisco, maliciando la intención, pescó la pulla:

-¡Jho, ña Lucía! ¿Usted qué sabe? ¡Zonceras, que por mí se dicen, la señora!

-Sí, pues... habladuría de balde, seguramente -dijo, tirándose el rebozo con coquetería y riendo con esa jovialidad inteligente de las viejas paraguayas.

-Puras macanas, la señora -protestó Francisco, riendo a carcajadas. Pero enseguida, poniéndose tristón, se lamentó quejumbroso, paladeando las palabras-. El que se pasa la vida a caballo deja cuentos en el camino. Y si no deja cuentos ¿qué va a dejar? Todo concluye el tiempo pero los cuentos quedan. Se agrandan, se achican, pero se quedan. Fíjese en lo que hay en nuestro país, ¿algún rastro, una piedra que recuerde el paso de los hombres por sus siglos de historia? Nada. Sólo cuentos. Es notable, no hay un pique sin su pora. Hoy nomás, al entrar al cañadón, los peones saludaban al lapacho de la punta del monte. Éste es un país de cuentos, la señora, el consuelo del hombre desposeído son los recuerdos.

-Y la esperanza -terció don Rosendo, como despertando del éxtasis de la música.

-¿Usted lo dice, patrón? -exclamó Francisco, volviéndose-. ¡La esperanza! La mandioca del cuento, atada a un palo para que el burro volee el trapiche. El presente es la vida, don Rosendo, y el futuro la muerte, el broche trágico de la comedia humana, el justo precio a tanta jodienda.

El viejo sonrió. Seguía creyendo en la esperanza.

Cárdenas se rió entre dientes:

-No me interprete mal, don Rosendo -le dijo, conciliador-. Me limito a aceptar la realidad, no se crea que me gusta.

-La potencia del hombre está en negarla, hijo.

Francisco se indignó:

-Macanudo, patrón, y a atropellar molinos.

El tema le interesaba pero se le antojó que no valía la pena. No estaba de humor para filosofías.   —12→   Era más divertido seguirle el tren a la vieja. Aprovechó la pausa para volverse a ella y decirle, confidencial:

-En otro tiempo quise hacer cuentos en el papel como todo paraguayo con primer grado superior. Fallé, como los demás. No nací para escribir cuentos sino para vivirlos.

-Daniel dice de usted que tiene mucho talento -intervino María Rosa, como asustada de hablar.

Francisco hizo un gesto de auténtica sorpresa:

-¿Daniel ha dicho eso? Francamente, me halaga; aunque el elogio provenga de mi futuro cuñado. Daniel es un gran hombre, llegará a presidente. Su defecto es sentirse responsable de todo como si fuera de esa especie de santos cargosos a los que llaman profetas, o un agente del destino que pretende usarnos como simples instrumentos de altos fines imponderables. Y esto, señorita, es demasiado para hombres comunes y corrientes como yo. La vida es un jarro de remedio que ha de beberse hasta el fondo. No entiendo por qué uno ha de tragarlo para aliviar a los vecinos.

-Son caprichos de mozo, Panchito -interrumpió doña Lucía-. Ya sentarán cabeza cuando se casen... si la sientan... -remató riendo, y agregó en guaraní, con los índices en la frente a guisa de cuernos-. ¡Por ahí nomás hay un viejo que así me ha puesto hasta quedar bichoco!

Rieron mirando a don Rosendo quien, para complacerlos, ponía cara de santo. En la carcajada de Francisco había algo de ausente, como si se riera pensando en otra cosa o escuchando su risa: «En todo calavera hay un monje frustrado, un contemplador», pensaba don Rosendo, observándolo.

-¡Eh, Polí! -gritó de pronto, enardecido, poniéndose de pie, transfigurado-. Préstame tu guitarra y que Sapó traiga el acompañamiento.

-¡Listo, mi patrón! -replicó alegre Policarpo desde la blanca plazoleta.

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Francisco volvió a sentarse y se puso a templar mientras decía con voz grave, pillamente burlona, acompañada de un punteo regalón:

-¡Jha, Paraguay! Así nomás es la vida, ña Lucía, la vida del tropero. Se va y se viene, se viene y se va -hizo la prima y remató en guaraní-. Yendo y viniendo, yendo y viniendo, se pasa y pasa la vida. ¿No es así, Sapó Mesa?

-¡Cierto, mi patrón! -replicó el acompañante, con los ojos saltones relamidos de entusiasmo3.

Francisco vio tan solo al pobre viejo que le tuvo lástima. Le haría sentir que existía:

-Ésa fue su deligencia, don Rosendo. Usted lo sabe muy bien.

Don Rosendo miró a su hija y suspiró, sin responder. Estaba como encandilada, estremecida de piedad. Francisco advirtió el gesto del anciano.

-Soy abogado -continuó, dirigiéndose a doña Lucía-, podría quedarme en la Asunción, tener mi estudio... En fin, quizás lo haga alguna vez si encuentro lo que busco o deja de darme el cuero para tanto trajín. Por ahora, me gusta esta vida.

El cimbrar del cordaje parecía posesionarse de él, dando a sus ojos un brillo casi siniestro de enajenación diabólica:

-Daniel dice que la guerra estallará, que será sangrienta, pero que devolverá a nuestro pueblo la fe que necesita para realizar su destino. Esto, claro está, si no vuelven a molernos a patadas -se rió de su gracia y continuó-. Los intelectuales dicen las cosas más tremendas como si solamente tuvieran que reventar las letras... ¡La guerra!... La espero con impaciencia por muy otros motivos. Igual tenemos que morir y en la guerra se sabe el enemigo. Aquí uno no sabe dónde apuntar. Yo no hago caso. Voy y vengo, vengo y voy.

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Y hablaba la guitarra.

-Voy y vengo. Tal vez no vuelva jamás. Quién sabe. Quién sabe nada. El hombre sigue su estrella hasta que Dios le hace el milagro y encuentra un lugar donde vivir con su mujer y sus hijos. Algún día hay que parar, sobre la tierra o debajo, ¿no es así, Sapó Mesa?

-¡Cierto, mi patrón!

Francisco soltó seca carcajada, y poniéndose de pie, apoyó una de sus botas en la silla. Se encrespó la guitarra como dique desbordado. En armonioso contraste retozaba la ironía del rasgueo acompañador.



Cerró la noche. La luna se ocultó tras de los montes. Una sombra pasó. Un gemido, un lamento, y una sombra que vuelve. Un tropel que galopa en la madrugada. Gusto a menta en la boca, miel de savia: «En esta tierra el hombre lanza su semilla al viento y la tierra fecunda la recoge y la guarda».

María Rosa guardó el germen perdido y brotó una pequeña planta, anónima.



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ArribaAbajoIntroducción

-¿La ves? -preguntó el viejo.

-No, no la veo.

-Allá está, nos mira. Vamos a felicitarla.

La mocha-jú se irguió presta al ataque, pero, al reconocerlos, bajó la cabeza y esperó, entre desconfiada y satisfecha. Don Rosendo desmontó pesadamente. La mocha amagó la embestida.

-¡Mocha, ten, ten!

La mocha, con la lengua afuera, bajó el romo testuz agobiada por la lucha interior entre la ley del monte y su prestigio de gran dama. Don Rosendo alzó al ternerito. Tímido, rosado, vacilante, sacudido por azogadas convulsiones de frío. Miguelí acarició la suave piel del animalito. La mocha mugió afligida y se acercó a lamerlo.

-¡Mocha, mocha! ¡Jho, mocha-jú! -decía Miguelí sacando pecho, alzando altiva su cara de cera enmarcada en sombrero de paja con barbijo de tiento, sonriendo con esa mezcla de familiaridad y de ironía con que el resero habla a los animales. Don Rosendo mostraba su dentadura roma y amarillenta entre los gruesos labios, erizando su ralo bigotazo gris. Los ojos arrugados daban a su fisonomía aindiada una ternura infantil y enérgica. Don Rosendo experimentaba emociones de abuelo ante su buena vaca, la única sobreviviente del lote de aberdeen-angus traído del extranjero.

-¡Qué linda ternerita! -ponderó Miguelí.

-¿Te gusta? Te la regalo. ¿Cómo la llamarás?

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-Estrella, ¿ves la estrellita? Estrella Domínguez, eso es.

Parpadeó don Rosendo. En los ojos del niño ardía una llama confiada, rotunda: «Francisco Cárdenas, a su orden. Llevo la tropa al brete de Tayhy-caré». Volvió la cara y dijo, suspirando:

-Lindo nombre. ¡Estrella Domínguez!

No escapó del niño aquel suspiro, vio la herida abierta que sangraba.

-Cuando salga el sol ya estará fuerte para llevarla a nuestro potrero -decía don Rosendo, con la voz algo tomada, subiendo a su caballo-. La pobre mocha no sabe que ya no está en su querencia.

Miguelí no contestó. Se le antojaba que le dirigían algún reproche. Dejó pues que su yegüita guacha se retrasara con su tranco remolón hasta que al viejo se le pasara la chochera.

Don Rosendo no doblaba el lomo a sus noventa años. Su arrugada y poderosa alzada de hidalgo criollo le daba esa prestancia triste y sobria de quijotazo patriarcal, de paraguayo viejo. Relucían los pastos mojados de rocío y el urutaú espaciaba su llanto desde la rama más alta de algún quebracho muerto. El monte hacía un arco penetrando en punta por el llano. En el vértice se alzaba un poderoso lapacho. Don Rosendo se detuvo a contemplarlo.

-Cada día está más alto -dijo, cuando Miguelí lo hubo alcanzado-. ¿Hasta dónde llegará si es que sigue subiendo?

El chico se dio cuenta de que don Rosendo buscaba hacer las paces.

-No hay nada más alto que el Tayhy -declaró-. Ni siquiera las casas de Asunción.

-Sí, es un árbol para viga de templo. Sin embargo, te equivocas. Hay muchas cosas más altas que el Tayhy. Por mucho que se suba, siempre hay algo más arriba.

Miguelí quedó pensando. El árbol no podía hablar y él quería defenderlo. ¿Qué más alto que el Tayhy? ¿Cuánto más alto? ¿Un jeme, una cuarta, cuarta con   —17→   apoyo? ¿Y quién más alto? Tal vez un eucalipto, pero el Tayhy era su padre. Sí, en verdad, un eucalipto flojo podría subir más arriba que el lapacho de la punta del monte, pero detrás de una lomada o cubriéndose con otros. Nunca en el descampado, dando pecho al nordeste, parando con la zurda a la sudestada. Si hasta al rayo, cuando se le liaba como un diablo rabioso, lo sepultaba en la tierra aunque sangraran en el tronco heridas negras.

-¡Al Tayhy nadie lo tumba! -dijo, entonces.

-Es fuerte, sí. Pero vuelves a errar. También al Tayhy pueden tumbarlo. No hay nada que no se tumbe: «estrella yepé joá»4, como dice nuestra gente, aunque lo que ven caer no son estrellas sino aerolitos.

-Eso ya sé -declaró Miguelí-, pero se dice que el que jashea por él se queda empayenado.

-Se «hachea» no se «jashea», y menos «por él». Eso es guaraní, aunque creas estar hablando en castellano. En cuanto a «empayenado», es un híbrido espantoso que habrás oído a algún correntino. Aprende a hablar con propiedad ambos idiomas y a usarlos en su lugar, como cuadra a un señor... ¿qué me decías?

Miguelí titubeó. No sabía cómo expresar en español lo que quería decir. Por fin, decidiéndose, replicó arrastrando las agudas para remarcar el son de talla, como hacían los peones:

-Aipó ndayé i'payé ja upé tayhy.5

Don Rosendo se rió:

-Bien, pero no es verdad. Lo que ocurre es que la gente quiere al árbol. Es fuerte. Florece rosado en primavera anunciando la época de la siembra. Es la primera sombra viniendo desde el norte por leguas de cañadón. Está a un paso de la fuente, para llenar la cantimplora. Se lo divisa desde lejos, con su promesa de frescura, como nube de ocaso sobre el verdor   —18→   negruzco que parece seguirlo. Un indio viejo me contó en mi juventud que allí solían reunirse en consejo los ancianos de una confederación de tribus guaraníes. Era parte de un bosque hasta quedarse solo. Fue tal vez entonces cuando esta gente, que ni siquiera es dueña de la sombra, le inventó una historia para defenderlo de la codicia desbastadora de los hombres. Mucha plata me ofrecieron por el rollo, pero aquí se ha de quedar mientras yo viva, si Dios es servido. Daniel quiso hacerlo cortar en mi ausencia para pagar un documento. No lo dejaron. Todo el pueblo se alzó en defensa del árbol.

-Me recuerdo -exclamó Miguelí, entusiasmado-. Nadie lo quiso voltear. Entonces Daniel, tomando el hacha, dijo: «Si ninguno se anima, yo lo corto. Es necesario». Todos lo seguimos, hasta el locro se quemó. Ña Francisca lloraba. Serafín Cañete, sentado en el suelo, tocaba la guitarra diciendo querer morir aplastado por las flores, como envuelto en un poncho colorado. Se reían de él y algunos hasta paraban para adónde iba a saltar cuando el árbol se cayera. Pero, cuando Daniel levantó el hacha, Basilio le sujetó la mano, diciendo: «¡Añí na, mi capitán!»6. Daniel lo quedó mirando, y cuando ya todos creíamos que iba a romperle la cabeza, se subió a su caballo y se fue para la villa, a casa de Esperanza Almirón.

Al oír ese nombre, don Rosendo frunció el ceño y miró para otro lado.

-Volvió como a los ocho días, oliendo a caña -continuaba Miguelí-. Se encerró con sus libros. Ofelia, que lo anduvo espiando, contó que hablaba solo. Dice que le han hecho un daño y le pone ruda en el mate. Lo tiene enfermo una desgracia que le va subiendo, como espina de coco hacia el corazón... A lo mejor se cura en Buenos Aires...

-No me gusta que andes con chismes, ¿oyes? Deja eso a las mujeres. Y, sobre todo, no creas lo que te   —19→   digan. «Cuña» es «cû-añá», lengua mala, lengua del diablo. «Cuimbaé», el varón, es el dueño de su lengua, ¿has entendido?

-Sí, papá.

Siguieron andando. Miguelí iba preocupado:

-No será pa que le pasó como a Chirí-corô.

-¿A quién?

-A Daniel.

Don Rosendo resopló como aliviado:

-¡Cipriano Coronel! -exclamó-. Cómo persiste esa historia. Y es una buena historia.

-Contámela.

-Para qué, si ya la conoces.

-Me gusta oírla.

-Es una respuesta -asintió-. Pues bien: sería allá por el doce, cuando yo andaba corriendo detrás de Albino Jara, que un tal Chirí-corô, hachero infatigable que no trabajaba solo, es decir, que lo hacía secundado por el diablo, aceptó echar el lapacho por una gruesa suma ofertada por un gringo. Nunca me pudieron decir cuál era el gringo que hubiera por aquí en aquel entonces que pudiera interesarse por el rollo. Pero, como la gente insiste, he llegado a persuadirme de que el gringo, como el diablo, conviene a la historia.

El viejo se detuvo, pensativo.

-¿Y después?

-¡Ah sí! Como te iba diciendo, fue tarea inacabable. Cuando el hachero se detenía a tomar resuello, o a escupirse las manos, el lapacho restañaba sus heridas lenta y resueltamente. Empecinado, poseído de loca furia, golpeó días y noches sin hacer caso a los signos y visiones aterradoras que trataban de ahuyentarlo. A veces llegaba hasta el corazón de la madera, pero entonces el suyo flaqueaba y tenía que detenerse para después recomenzar su inútil carrera con la vida. Sus parientes tuvieron que sacarlo a la fuerza. Poco vivió el desdichado, presa de horrendas pesadillas, provocando sapos y lagartos por la boca descompuesta. El cura, que trató de salvarlo, daba fe   —20→   de que el agua bendita, al tocarle la piel, se convertía en aceite... Hay quienes afirman haber visto al ánima de Chirí-corô persistiendo en su tarea en las noches de luna...

-¿Es cierto eso?

-No, no es verdad.

-Cuando lo cuentas parece de veras.

-Porque los cuentos hay que contarlos como si fueran ciertos. La buena gente rústica no distingue muy bien entre la realidad y la fantasía. Por eso cree en los casos que ella misma inventa y produce tan notables narradores.

-Y vos ¿nunca viste al ánima de Chirí-corô?

El viejo levantó la cabeza con sobresalto. Pasaban junto al árbol que, agarrado a la tierra con su pata de loro, alzaba el tronco recto hasta esconder la noche en su ramaje poderoso. El caballo apuró el paso con las orejas tiesas. Miguelí chicoteó a la yegüita. Un crujir de mástiles rechinó a sus espaldas dándole escalofríos.

-Cuántas veces he de repetirte que no digas «vos» sino «tú» -corrigió tardíamente don Rosendo-. Resta energía y dignidad al lenguaje.

Anduvieron un trecho, hasta que, seguro de que el árbol ya no oía, insistió Miguelí.

-Para serte franco -repuso don Rosendo, tras de alguna vacilación-, también a mí me pareció ver al fantasma de Cipriano Coronel. Claro que no era el fantasma, porque los fantasmas no existen.

-¿Cómo lo sabes?

Don Rosendo frenó su montado.

-Porque he estudiado, pensado y vivido muchísimo más que tú.

Pero Miguelí era temible preguntón:

-¿Qué son entonces los fantasmas?

-Según Daniel, que ha acabado ocupándose de estas zonceras, los fantasmas, o más concretamente, las poras, son ideas sin brazos que mendigan una mano que las realice. Lo deduce de una supuesta etimología y del hecho actual de que al ver aparecidos la   —21→   gente les pregunta «cuál es tu necesidad». En mi opinión, todo esto tiene escasa importancia y fundamento. Lo único cierto es que las poras son antojos que, algunas veces, claro está, expresan preocupaciones colectivas. Se dice, por ejemplo, que cuando en las noches de tormenta se escuchan fragores de batalla, son los soldados de la Guerra Grande que apelan a los vivos para que reconstruyan la grandeza de la Patria.

-¿Tú los oíste?

-Los oigo siempre, hijo. No te olvides que yo también estuve en esa guerra, aunque tuve la suerte de sobrevivir, y de sobrevivirme.

-¿Cómo era la pora de Chirí-corô?

-Te repito que no fue más que un antojo... En fin, allá tú. Era una noche de luna llena. Al llegar más o menos por aquí, sentí unos golpes apagados pero inconfundibles y vi como una sombra, tal vez de la misma luna al pasar por el follaje movido por el viento, que asemejaba la figura de un hachero. Eso fue lo que pensé, hasta que creí distinguir los ojos de brasa de su guaino, el diablo... Nunca bebo, y con mis años no preciso anteojos ni siquiera para leer... «Cuál es tu necesidad», le grité entonces. Se oyó un crujir de ramas y un quejido como el de la onza...

-Si no era la pora, ¿por qué le preguntaste «cuál es tu necesidad»?

El viejo se echó a reír:

-Porque hasta yo puedo hacer chiquilinadas. Por lo mismo mandé rezar misa por Cipriano, quien probablemente ni existió.

-¿Y después?

-Claro, me asusté. Esperé un buen rato para derrotar al miedo, que miedo que no se vence se imprime en el carácter y deja al hombre como lisiado. Luego traté de pasar al tranco, pero el caballo galopó. No le contuve las riendas porque el galope era de su voluntad.

-Entonces era la pora -concluyó Miguelí.

-¿Por qué?

-El caballo no sabía el cuento.





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ArribaAbajoPrimera parte

Pies Dobles


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ArribaAbajo- I -

Llegaban mineros por el piquete del fondo, que venía del yerbal, repuntando mulas o cargando sobre sus espaldas fardos enormes de hojas que, tras de pesar en la romana, apilaban en los galpones. Otros armaban el barbacuá, un emparrillado para tostar la yerba previamente chamuscada en fogatas donde se producían fuertes estallidos en medio de una humareda de enervante perfume. A pesar del calor y del enjambre de tábanos, predominaba el ambiente festivo que suele acompañar al esfuerzo violento, a la descarga brutal de la energía en el trabajo. Daniel vigilaba entre severo e indolente mientras don Rosendo andaba de aquí para allá diciendo agudezas. A cien metros de allí, en plena plazoleta, varios peoncitos, sentados en el césped, rodeaban a un muchacho tan espigado que los pantalones cortos le quedaban como ajenos. Tenía la cabeza rapada y estaba descalzo. Se distinguía de los demás por la ausencia de callos en la planta de los pies.

-Ayer, en la picada, vi las huellas de Pies Dobles -declaró, fumando gravemente.

-¿De veras? ¿Y qué hiciste?

-Eran dos pisadas. Una que se iba, otra que venía. Una para aquí, otra para allá. Un vyrá-i-tapé me toreó delante. Malicié que el pajarito me tentaba, pero, sin poder aguantar más, le jugué tres honditazos. Nadie nunca le acertó a ese arriero, por eso es que es tan zafado.

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-Y también, con el abogado que tiene -dijo alguno, haciéndose el entendido- cualquiera saca alma grande.

Como si hubieran estado esperando un pretexto, los peoncitos se echaron a reír.

-Así es -asintió Miguelí, muy serio, sin dejarse turbar por esas caras redondas de ojitos talladores. Había estado ausente mucho tiempo, todavía no lo aceptaban. Como si fuera recluta, arribeño en su valle. Cuando se callaron continuó:

-El pajarito saltaba, se esquivaba, se escondía, y me salía otra vez para tentarme... Mirando por él no me di cuenta que ya lo estaba siguiendo en el monte.

-¡Imposible! -exclamaron a coro.

-Cierto.

-¡Nde bárbaro!

-Se escondió, lo encontré, se me fue. Vi un kaí que me mangueaba desde un tarumá. Se puso a chillar y a hacer morisquetas, brincando de mata en mata. En eso volvió a aparecer el pajarito. El mono saltó de la rama y lo espantó... Justito allí seguían las huellas de Pies Dobles.

Escupió, graduando el suspenso como los narradores de velorio. Por fin los peoncitos parecían impresionados. Encogidos, se miraban los pies. Iba a echar otra pitada cuando una mano enorme le sacó el cigarro de la boca. Paralizado de susto ni sintió el coscorrón. Primero vio las botas, subió por las bombachas y el revólver hasta llegar a un rostro pálido con una arruga irónica en la comisura de los labios.

-¡Daniel!

El hombre se echó a reír.

-Veo que te has convertido en un gran macaneador. A ver, acaba el caso, pero sin fumar. ¿Encontraste o no a Pytá-yovai?

-No soy un mentiroso, es la pura verdad.

-¡No me digas! Pero ahora anda para casa, te hizo llamar mamá.

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Daniel se volvió para marcharse. Miguelí lo atajó de la manga.

-No dije que vi a Pies Dobles sino que encontré sus huellas -dijo, desesperado, sintiendo que embarraba más-. Vamos ahora mismo a la picada y te las mostraré. Allí han de estar todavía si el mono no las borró.

Rió Daniel, rieron los peoncitos. Miguelí estaba solo, acorralado.

-¿Por qué me dijiste mentiroso? -gritó, desafiante-. Contaba un cuento ¡qué joder!

Daniel lo quedó mirando.

-¿En qué quedamos? ¿No ibas a mostrarme las pisadas?

Giró en redondo, a lo soldado, y se marchó con el semblante ensombrecido, la frente ensimismada.

«¡Oh Daniel, antes eras mi amigo!», decía Miguelí, parado en medio de la plazoleta mientras los peoncitos se alejaban, «¿qué habré hecho de tan malo que me trates así?».



Las mujeres rezaban el rosario frente a la Casa Grande. Doña Lucía, en el fondo, invisible su rostro tallado, guiaba las oraciones. Hablaba a la Virgen como a una vieja amiga, compartiendo dolores pulidos por el tiempo. Le respondía un murmullo apresurado. Miguelí aguardaba rascándose la cabeza, parándose en uno u otro pie. Sacó la lengua a la tía Zoraida, que lo miraba indignada con sus ojos hinchados. Compadeció a ña Francisca, que rogaba para que su hijo, desaparecido en el Chaco, según papel que le mandaron en tiempos de la guerra, saliera de su desatino y acertara la recta que lo tornara al valle. Le dio risa Ofelia, la sonámbula. Se había vuelto gorda y bonachona. Oraba con las manos juntas y los ojos parados. «Ésta le pide a San Antonio», pensó Miguelí, bostezando aburrido porque todas aquellas plegarias de mujeres tenían un solo objeto: los varones.

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De súbito las manos divagaron en el rito.

-Por la Señal de la Santa Cruz...

-¡Ay na! -chilló Miguelí, saltando a un lado, por el traidor pellizco de la tía.

-Este chico es un guarango que ni a Dios le respeta -cacareó la Zoraida amenazando con el puño.

Lo socorrió la risa tolerante de doña Lucía.

-¿Por qué pico angá el pobrecito?7 ¿Dónde estabas, mi hijo? Te anduvimos buscando para que pagues la promesa que hicimos por tu salud.

-¿Dónde pa iba a estar? -volvió a cargar la tía-, ¡juntado con la chusma! Mirá na un poco la mugre que tiene. Ni pelado se le van los piojos y se rasca como un perro.

-Callate, Zoraida, no quebrantes al chico -le dijo doña Lucía-. Los hombres son para el rigor, hay que tenerles paciencia.

-Alguien le tiene que corregir, por Dios, Lucía -se encocoró Zoraida-. Ahora que ni Daniel se ocupa más de él, hace lo que se le antoja, no tiene miedo a nada. Si sigue así saldrá un bandido... Y también -respingó-, ¿qué se puede esperar? ¡Hijo de tigre, overo ha de ser!... ¡Zanguango! -aulló, jugando con el rosario a Miguelí, quien, con los dedos, le hacía un signo zafado.

Ofelia soltó una risita boba. Doña Lucía aguardó, resignada, a que Zoraida acabara su diatriba apoyando su fría mano en el brazo de Miguelí, que se había refugiado junto a ella.

-Bueno, bueno -dijo cuando la tía se detuvo a tomar resuello- no se peleen por galletas... Los chicos buenos han de ser como las ovejitas del niño Jesús, que vuelven derechito para los corrales cuando el sol se va a dormir, allá, en el fondo del Chaco, en su hamaca de nubes. Si no, pueden salirte las abuelas de los juegos; o las ánimas del Purgatorio, si no   —29→   pedís por ellas, pobrecitas, una noche de éstas han de darte un gran susto. Andá entonces a lavarte como para hablar con Dios, y vení a rezar con esta pobre vieja que te quiere tanto, que pronto se va a morir, y que quiere llevar tus oraciones en un canasto grande para decirle a Jesús en la tranquera del cielo: «Esto te manda mi hijito Miguelí. Déjame entrar por ellas al Paraíso que yo no merezco por mis grandes pecados...».

-Sí, mamá -dijo Miguelí, completamente amansado, enternecido.

Pero, una vez en el baño, el diablo que vivía allí, con sus infames tentaciones lo persuadió de que un rosario completo era superior a sus fuerzas. Las ánimas del Purgatorio podrían pasarse sin él, teniendo a la tía Zoraida. Por lo demás, si penan por sus pecados, que se jodan. Ñandeyara Guazú, que mandaba por ahí, tenía todo el aspecto de un severo patrón y no iba, por cierto, a ir a ablandarse por las plegarias de unas tías. No era de la mansedumbre de su hijo Kiritó, quien se había dejado apalear y crucificar impunemente, y que, en el Huerto de los Olivos, hasta había parado la mano de San Pedro, que era un macho, cuando sacó su cuchillo para pelear la comisión. Antes, cuando era un niño, ésa era la parte que más rabia le daba cuando en Semana Santa se iba a ver la película. Pero ¡jaque! Por ahí Ñandeyara Guazú perdía la paciencia y ponía en fuga a los bandidos con terremotos, rayos y centellas. Mucho tiempo después, en el colegio, el padre Lutin había tratado de explicarle el sacrificio de Jesús. Sea como fuere, eso de los rosarios era cosa de mujeres. El mismo don Rosendo solía decir que los hombres rezan con el corazón y las mujeres con la lengua. Y Miguelí era un hombre. Hasta había estado preso, recordó jabonándose la cabeza rapada. Conoció tiempos mejores, ahora estaba en la mala.

«Suele pasarle a los arrieros, dijo el perro quemado en el fogón. Ahora nomás me he de curar y calentarme otra vez».

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El dicho le hizo acordar de Basilio el Mariscador, su amigo. Pensar en él reconfortaba porque Basilio era un hombre de aquellos, de sangre fuerte, que todo lo recibía parejo como si no le entraran balas. Era el mismo que decía que el varón, como la mula, puede hacer lo que quiere si sabe aguantar palos.

Antes de la desgracia también Daniel era su amigo. Ahora, aunque no le hacía reproches, lo trataba con desdén. Pensaba, seguramente, que su hermano le falló. Él no quiso fallarle, pero hay cosas que no se pueden explicar, que pasan nomás porque las sopla el diablo. ¿De dónde había sacado, por ejemplo, esa historia de Pies Dobles?, ¿cómo se le antojó decir que un mono pudo borrar las huellas? Qué obscuro estaba el baño. ¿Quién tendría la culpa de lo que pasó en casa de Marcial Fernández? ¿Olga? La sangre le saltó a la cara, se detuvo temblando, ahogado de vergüenza. No, señor, no iría a rezar, ni a sentarse en la mesa. Si fuera hombre de veras tendría que marcharse, irse muy lejos, perderse para siempre en los desiertos del mundo. El baño le había despertado el apetito. Un hambre crujiente le encogía el estómago. Ya se arreglaría. Se ajustó el cinto y salió.



Los mensuales, sentados en bancos en torno a una mesa larga, se servían, cada cual con su cuchara, de fuentones enlozados puestos en el centro. Gastaban bromas pesadas entre sí y a costa de la cocinera, una negra gordinflona famosa por su estupidez, que, cuando entró Miguelí, estaba friendo tortas de harina en una olla de hierro. Al descubrirlo, echó mano a una paila.

-Qué te pa está haciendo otra vez acá, chiquilín sinvergüenzo. Vaye, o te rompo tu cabeza.

Miguelí avanzó unos pasos, listo para la esquivada, aguantando la risa, sin responder a la algazara con que lo recibían los peones.

-Ña Candé, dame na un chipaí -suplicó, humilde- vos que sos linda como el lucero cuando llueve.

La cocina retumbó de risa.

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-Ni sin esperanza. Váyase de acá -aulló, paila en alto, reculando hacia el nido, mostrando los dientes como comadreja acorralada.

-No vayas a enojarte, ña Candé, vas a quedar todo negra.

Esquivó el pailazo que fue a dar sobre la mesa provocando desparramos.

La farra era frecuente porque la cocinera de los peones tenía prohibición terminante de darle de comer, y Miguelí, por eso mismo, le hurtaba cuanto podía. Empezó a girar en torno a su víctima como cuzquito tigrero, esquivando mandobles de cucharón, retrucando con burlas la lluvia de improperios que le lanzaba la mujer, que, por lo demás, nunca lo delataba.

-¡Siga pues, negra de bosta, molde de chancho!

-¡Pipu'uuu! -aullaba la peonada.

-Venime pues, negra hedionda, ojo de sapo, sudor de grasa.

Así, hasta que la cocinera, ciega de ira, se lanzó a perseguirlo en torno a la mesa, soportando en las nalgas pellizcos de sus comensales. Era lo que esperaba Miguelí para apoderarse de las tortillas y escapar a la carrera. Doña Candelaria, más furiosa que nunca, salió al patio agitando el cucharón.

-¡Guacho! -gritó-. ¡Guacho, hijo de puta!

Pero Miguelí ya estaba lejos, repicándole en el alma aquel insulto inédito.

-¡Guacho, guacho!

Porque Miguelí sabía muy bien lo que era un guacho y la negra le tocó la llaga. Guacho él, Miguel Domínguez Insaurralde, el hijo preferido del patrón, de un gran señor, de un gran héroe. Negra bosta, negra hedionda, cara de breque, lengua de sapo. Tiró al diablo las tortillas y siguió corriendo. Corriendo con toda el alma, los labios prietos, huyendo de su angustia y su desdén por el mundo. Nunca iba a volver a Casa Grande. Se iría al Chaco, en el fondo, para hacerse cacique de una tribu de moros.



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ArribaAbajo- II -

Árboles que retiemblan, crujen, abren los brazos como exhalando espíritus. Alertas, voces graves, chistidos sigilosos de un mundo al acecho. Croar de bichos feos asomados del barro. Farras de grillo, rondas de murciélago, zumbos de mosquito. Un bulto blanco se sobresalta y trota. Se vuelve, se detiene. Miguelí cree ver la torva mirada del cebú, el aleteo severo de sus orejas enormes. Vuelve a sentirse allende el alambrado como soplado por el toro que ahí nomás cabecea como burlándose.

-Fuera toro -le grita, tirándole unas bostas.

El cebú excava bufando como para afirmar su señorío y se aleja al trote, con la cabeza levantada, ofendido por tan infamantes proyectiles.

Miguelí tuvo ganas de llamarlo para que no lo dejara solo entre tanto silencio, entre tanta cosa obscura. Caraí Pyjaré, agazapado en las penumbras, iba abriendo su bolsa cargada de luciérnagas. De las praderas llegaba el bramido del toro guampa de bronce que rondaba a su manada olfateando al tigre. Sin duda no eran horas para fugarse al Chaco. Para eso hacía falta un avío, caramañola, winchester, cuchillo, varias cajas de bala, machete para abrir picadas en maciegas de espino. Mañana, con calma, podría alzarse con todo lo necesario. Se iría en Wampa, el tordillo, que como todos los de su pelo era bueno para el agua y las tormentas. Es claro que mejor sería una mula, pero no estaba seguro de que fuera capaz de cruzar a nado el río. Tendría que consultarlo con su amigo Basilio el Mariscador. No era el caso de salir a la bartola a plegarse a los moros. Se contaba que esos indios usan dobles talones hechos de cuero, imitando a Pies Dobles, para confundir sus huellas. Sería cuestión de verlo: son tantas las cosas que se cuentan de esos indomables señores del desierto.

Miguelí siguió un buen rato con estas reflexiones para eludir el problema principal: volver significaba   —33→   seguir por la picada transfigurada por la luna, pasar Tayhy-punta cuando el urutaú solloza su nostalgia del sol y el alma empecinada de Cipriano Coronel se aparece con el hacha, seguido por su guaino, el diablo, a tantear otra vez derribar el lapacho de la punta del monte. O cruzar de nuevo el potrero grande. Y por ahí nomás, escondido, al acecho como buen orejano, debía estar el bayo, el terrible toro chaqueño. Lo conocía muy bien. Lo había visto destripar al malacara de Santiago y romperle la pierna al jinete, quien si no fuera por el pechazo con que Daniel le sacó la fiera de encima, hoy tendría su cruz en la boca del estero. «Con estos toros no se juega -había dicho don Rosendo mientras a Santiago, sujetado por los hombros y más pálido que un muerto, le estiraban la pierna-. Libres de nacimiento, cada cual tiene su ley. No se desbravan aunque los capen; no se domestican por más sal que les den». Pero una cosa es pelear con un toro, y otra, muy distinta, pelear con el miedo. Las poras son el miedo mismo. No se las puede vencer, eludir sus cornadas. Se trataba de elegir o quedarse allí clavado.

Quien mucho piensa se pita su coraje. Hay que rumiar el «cómo», nunca el «jaque». La decisión no es naco para darle tantas vueltas: se escupe y listo. Estas cosas solía decirlas Basilio el Mariscador, su amigo, mientras sobaba un cuero de tigre o aceitaba su fusil. Él hubiera pasado por delante del toro sin mirarlo siquiera. Basilio era un bravo que siempre estaba manso porque tenía la sangre fuerte. Trataba a Miguelí de igual a igual, como trataba a todos, hasta a su perro. Al mismo Miguelí que ahora estaba sentado en un poste, vacilando.

Como el potrero estaba en una loma, podía verse muy lejos. Sobre el horizonte se iba obscureciendo una mancha amarilla olvidada por el sol. La luna se   —34→   achicaba en tanto que subía galopando entre nubes. Las guitarras acompañaban a un dúo de braceros sin fatiga en las voces a esta altura de la jornada que, para algunos, duraría toda la noche y proseguiría sin descanso al día siguiente en la función del aporreo. Es que el cantar del yvypóra, al revés del de los pájaros, nunca se extingue.

En eso largó el bayo un bruto bramido. Miguelí cayó sentado, y allí mismo se rió a carcajadas de su propio susto. El toro estaba, había sido, allí cerquita, escondido en la sombra de un espinillo, aguardando a que se decidiera. No lo iba a defraudar. Se santiguó tres veces y cruzó el alambrado. «Mba, no lo alcanzaré», pensó el bayo, viéndolo pasar a la carrera. Miguelí se detuvo. Así no vale.

-¡Jhea, toro! ¡Jhea, jhea, icht!

El bayo se irguió asombrado y retrocedió buscando cancha. Dio la cara bufando, abanicando la cola.

-¿Qué te crees? ¿Que vas a correrme con la vaina?

Bayo sacudió con impaciencia la cabeza combada, el semicírculo perfecto de sus pequeños cuernos agudos.

-¡Neike, toro!

El bayo reculó nervioso, excavando con sus patas ágiles. Sabía que estos bichos sin guampa, aunque temibles, lo respetaban. Que para salirle se juntaban varios, tras ponerse cuatro patas y armarse de lazos y arreadores; y que aun así le disparaban apenas amagaba la embestida. Este chiquito, sin embargo, no hacía nada de eso. ¿Por qué? ¡Cuidado! Ya no era ternero para andar topetando cualquier cosa. Mejor dejarlo ir. ¿Qué querrá ahora? ¿No será una de esas sombras que desbandan al rebaño en los esteros? «¡Fuera'aaa!» bramó. Pero el bulto no se iba, aunque parecía estar temblando. «Cuando se mueva, lo mato», bufó el toro, indignado.

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-Esperas que te dé la espalda -le dijo Miguelí-. ¡Cobarde! ¡Has de ser un bolí, no un paraguayo!

Dio media vuelta y se echó a andar, listo para la sacada. Oyó el trote que preludia la embestida. Giró en redondo. El bayo se detuvo. Quedaron frente a frente. A Miguelí le vibraba todo el cuerpo.

-¡Güepa, nde vyro! -estalló, amagando un cascotazo. El bayo salió corriendo con la cola entre las piernas. Miguelí se largó a perseguirlo, ebrio de triunfo.

-¡Pipu'uuu, nde añamemby!

Hasta que el toro, embretado en una esquina, se dio vuelta y embistió. Miguelí se hizo a un lado. La tromba pasó bufando y ya caliente giró en redondo largando una cornada de mandoble que si lo agarra lo vuela destripado. Miguelí pasó el cerco de una zambullida yendo a rodar al otro lado al tiempo que retumbaba el topetazo y el chasquido de alambres que se sueltan.

Enredado en los hilos el bayo se retorcía bramando. Miguelí esgrimió un palo y lo golpeó en el hocico y en los ojos como para desbravar a un chúcaro, gritando envalentonado por la fuerza que le estaba sometida. El bayo forcejeaba balando como res en el degüello. Miguelí, compadecido, se detuvo a acariciarlo.

-¡Toro, torolindo, ten, ten! -le dijo, cariñoso e irónico, tocándole las astas convulsivas. Pero, en eso, sintió una humedad viscosa, cálida. Sangrándose las manos con las púas lo ayudó a desasirse.

El bayo galopó cabeceando. Embistió un árbol, rodó, se levantó corcoveando, tratando de desmontar la noche que, encaramada como una bruja loca, le clavaba en los ojos sus uñas de loro.

-¡Está ciego! -gimió Miguelí, horrorizado, cayendo de rodillas.



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ArribaAbajo- III -

Solito en el potrero grande lloraba Miguelí su gran pecado.

-¡Ay na, Tupá, vuélveme pájaro para siempre llorar, como Carâu, lo que le hice al toro bayo!

Mientras allá en la plazoleta cantaban los braceros:

«¡Ay, mi valle del Pirayú! ¡Ay mi valle del manantial, donde las piedras hablan!».

Oía la música como si viniera de lejos y le llegara muy hondo, como si le tañeran adentro las guitarras. Ya no era el mismo. Se pasó las manos por los hombros, por la cara; se miró los dedos, que sangraban, para ver si no le iban saliendo plumas, pico, garras; que no tendría que gemir eternamente pegado por la copa de los quebrachos muertos.

«¡Trinos de zorzal, trinos de zorzal! ¿Los oyes ahora, morenita mía?».

¡Ah, la fiesta! Allá se canta, allá se olvida. Se acercó como duende a los galpones. Un grupo de braceros escuchaba a los músicos. El barbacuá expandía un calor seco, metálico. Como un demonio negro, el urú extinguía con su vara las llamas que se alzaban del brasero y apagaba las hojas que se inflamaban en la alta parrilla. Un hombrecito esmirriado y señorial pulsaba una hermosa guitarra. Dos mocetones hacían el acompañamiento y cantaban con voz profunda, concertada, dulcísima. Miguelí sentía admiración envidiosa por aquellos hombres libres, esgrimidores del machete, que pasaban la vida de hacienda en hacienda sin detenerse nunca. Los espiaba acuclillado en la sombra, listo para escapar. Se le antojaba estar marcado. Que apenas lo viera alguno, se levantaría señalándolo con un dedazo enorme, gritando con la boca desgarrada de horror: «¡Yaguareté-avá! Es ése el hombre-tigre, el monstruo que le arrancó los ojos al cebú del potrero». Tendría entonces que escapar, esconderse en el monte, perseguido por cuzquitos carachentos,   —37→   tenaces, que acabarían por obligarlo a trepar, acorralado, a la mata de un timbó, hasta que llegaran los cazadores a ultimarlo a tiros. Recién entonces irían a darse cuenta de que era nomás él, Miguelí, el hijo preferido del patrón. Asustados, se apresurarían a enterrarlo en la cintura del pique, abriendo la tumba con sus machetes, tapándola con hojas, sin ponerle una cruz. Pero, allí mismo, con el tiempo, brotaría una planta sin nombre que, como el niño-azoté, al llegar la primavera abriría sus pétalos gimiendo: «Che co Miguelí, che co Miguelí»8. Claro, al principio la gente pasaría de largo creyendo que eran antojos o uno de esos millares de ruidos ignotos que susurran en la selva. Después, con miedo, apurarían el paso silbando polcas que las alondras llevarían de valle en valle. Hasta que pasados muchos años, Basilio el Mariscador, viejo y enfermo, reconocería por fin la palabra de su amigo. Cavando sacaría su corazón, arraigado en la tierra, intacto entre la calavera, viviendo todavía para contar que nunca quiso mal al toro bayo; que el pasado fue desgracia imputable al destino; que de las hojas podía hacerse un cocido capaz de volver la visión a todos los ciegos que hubiera en el mundo... Conmovido por su trágica historia, Miguelí fue cerrando los oídos a la letra del canto y atendiendo al virtuosismo del punteador. Resplandores fugaces del barbacuá iluminaban su rostro reseco, concentrado, y unas manos largas, negras, quietas, que, con aleteo imponderable, transportaban al alma a milagrosos parajes de leyenda. Los hombres escuchaban en silencio. De tanto en tanto, lanzaban gritos prolongados:

-¡Pipu'uuu!

-¡Jho, Serafín Cañete, la añamemby!

Circulaba la caña. Una mano emergió con el jarro. Miguelí se apoderó de él, tomó un trago, hizo   —38→   una mueca y se lo pasó a un viejito que lo miraba relamiéndose. Recién notaba su presencia, ¿quién sería? Sentado a la turca, echado hacia adelante, apoyado en los nudillos. Bajo las alas bajadas de su sombrero de fieltro le brillaban ojitos pestañudos reflejando el fuego. Al darle el jarro notó que tenía las manos redondas, hinchadas en el lomo, y los dedos cortones y ganchudos. Al darse cuenta de que era observado, sonrió pegando los labios a la cara peluda, erizando bigotes de cucaracha, y dejando escapar una suerte de soplido que le salía de la garganta. Como si notara que Miguelí le tenía miedo, se levantó mirando a su alrededor en tanto que se incorporaba, y se alejó con paso encorvado, cauteloso, como estudiando adónde poner cada pisada. Miguelí se acordó entonces que era el correntino que había llegado esa tarde a pedir posada montado en una mula negra. ¿Sería acaso el hombre-tigre? O la Muerte, que también solía venir con esa facha dejando a su paso larga estela de lutos. Se acercó reptando al jarro de caña y se bebió de un trago lo que restaba de él.

El mundo entero pareció rodar a barquinazos. Las caras a hacer muecas, las voces a retumbar. El urú, que había crecido a dimensiones colosales, iba y venía absorto en su rito demoníaco. Las guitarras parecían rasgueadas por perros rascando pulgas. Cerró los ojos: el bayo galopaba bajo la luz ausente de la luna llena, de la luna blanca, tropezando, cayendo, destrozándose en el espinillar. Volvió a abrirlos: el urú descansaba apoyado en el asta como un guerrero antiguo. Una llama como soplada por la música se levantaba del brasero. Quiso avisar, pero, como en pesadillas, no le salieron las palabras. Tomó entonces un palo y revolvió el fuego con movimiento brusco, incontrolado. Una llamarada enorme, como un estallido, deslumbró la noche.

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-¡Okai barbacuá!9

Poco después, lo que fuera una sólida parrilla era un montón informe de cenizas de donde se elevaba, como de un holocausto, una perfumada, humareda.




ArribaAbajo- IV -

Miguelí encontró en su cuarto un plato de tortillas. Sintió remordimientos. Por su culpa don Rosendo había pegado al pobre urú. El urú aguantó los golpes como si no le dolieran, y sacando su cuchillo lo tiró al suelo, diciendo: «Por ser quien eres, patrón». ¿Y el bayo? ¿Correría aún, o ya la angustia reventó su corazón salvaje? Mañana lo matarían si no se desnucaba esta noche. Los hombres de su valle sabían compadecer el sufrimiento pero la muerte parecía importarles poco: «Ya no sufre», decían, y se mandaban a mudar como si hubieran hecho un gran favor. Pero el bayo, ciego y todo, no iba a querer morir. Miguelí lo sabía desde que vio degollar al colorado, un toruno cerril que no pudo ser buey por su alma bravía. Como si venteara el peligro se apartó del rebaño y escapó por la pradera perseguido por jinetes que voleaban el lazo lanzando feroces alaridos entre nubes de polvo. Lo trajeron con tres cuerdas tirantes. Echaba espuma, jadeaba, hacía trastabillar a los caballos a cada cimbronazo. Le torcían la cola, lo azotaban, trataban de aturdirlo a gritos, pero el toruno, silencioso, con los músculos hinchados como si fueran a reventarle el cuero, clavaba las pezuñas, hacía toda su fuerza. Lo pialaron en la plazoleta tumbándolo en la gramilla. Le sujetaron los cuernos y caraí León, una máscara de sudor y de polvo, bajó de su caballo y le clavó una puñalada. Entonces el colorado, alzándose de pronto, derribó a   —40→   los que lo atajaban y lanzó un bramido horrendo en el que la vida y la muerte parecían trabadas. Como si se le derramara el aliento, tras de un instante tenso de equilibrio supremo, cayó a los pies del capataz que, bañado en sangre, lo pateaba furioso. Poco después era el toruno un miserable despojo. La panza hinchada, el cogote estirado, la lengua afuera; y en los ojos estupor, desolación, vacío del mundo. Y los hombres que como cuervos se posaban junto a él saltando de sus cabalgaduras, riendo y chacoteando para ahogar esa obscura sensación morbosa que asalta al que da muerte por más que esté curtido. A lo lejos el rebaño mugía su responso y la tarde de súbito se tornó rosada. Miguelí, que desde muy pequeño había visto carnear, quedó esa vez como alunado, como si hubiera descubierto algo muy raro, pavoroso, que no se podía decir porque no tenía palabra. Sin embargo Daniel le puso un nombre: «A éste ¿qué le pasa?», había preguntado el doctor Marcial Fernández, que estaba de visita. «Déjalo -le respondió Daniel, tras de observar atentamente a su hermanito-, Miguelí ha percibido la Fatalidad».

Probó apenas la comida. Le dolía la cabeza, sentía náuseas, y una especie de vacío que lo hacía divagar. Se había zambullido varias veces en una palangana. Bebió jarradas de agua fresca del cántaro del corredor. Todo inútil. Qué bárbara que había sido la caña. Con razón ponía violentos a los hombres hasta el extremo de reñir a puñaladas. Decían que mezclada con un poco de pólvora da un coraje tremendo a los soldados. Basilio lo negaba. En toda la guerra, según él, la tropa no gustó de un trago, que buena falta hacía para entonar el corazón en aquellos desiertos. Según el mariscador, la caña muestra la verdadera laya del hombre que suele estar oculta por miedo o por vergüenza. Quien tenga un alma sola puede beberla tranquilo, y él mismo solía hacerlo tragándola de un sorbo, soplando para sacarse el fuego, alzando el jarro para exclamar, sonriendo: «Esta gracia de Dios, ¡qué rica!».

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En cambio a Daniel lo ponía huraño. Apenas se le notaba en la vacilación en el andar, en la pesadez de la lengua. Pero, cuando se le iba la mano hablaba mucho, como si se destapara. Don Rosendo la tomaba como remedio de una especial curada por doña Lucía con presas de pollo, guaviramí y una sarta de yuyos. El viejo solía decir que la costumbre de emborracharse, así como la de pelear con el cuchillo, había venido con la Guerra Grande: «En mis tiempos solamente los gringos se embriagaban», declamaba amenazando. «Esa bendita guerra -le replicaba Daniel con voz algo pastosa- está lejos pero se hace presente como un tajo, como una herida que cada tanto vuelve a abrirse, supurando, en la vida de todos. Mientras no la curemos no hemos de ser un pueblo sano». Y ahí nomás se trenzaban en una discusión interminable en el trascurso de la cual el mismo don Rosendo le daba a su medicina hasta ponerse colorado.

Miguelí esperaba a que se le aliviara el malestar sentado en una silla, con la cabeza en la mano y el codo sobre la mesa. Multitud de bichitos venían a desgraciarse contra el tubo de la lámpara cayendo sobre el mantel inmaculado que, seguramente, había extendido la negra Candelaria. La pobre, sin duda, se había arrepentido. Aunque no era culpable. El mismo Miguelí no había tenido la intención de hacerle daño a nadie; pero, de un tiempo a esta parte, cualquier cosa que hiciera provocaba desastres. Hubiera tenido que avisar para que fueran a despenar al toro. Ya era tarde. Y, más seguro que la muerte, sus huellas no escaparían a los ojitos sagaces de caraí León. Además conocían la insensatez de sus travesuras, aquellos sus arranques de temeridad suicida: «Francisco Cárdenas semilla-ré»10, había oído decir a los antiguos meneando la cabeza como vaticinando su destino... ¿Por qué dirían eso? Al principio   —42→   creyó que lo comparaban con el protagonista de un compuesto. Pero después... Miguelí se pasó la mano por la frente para ahuyentar un problema que le quebraba el sueño.

Al levantarse para armar el mosquitero, vio la sombra de una cruz tendida sobre la cama. Quedó en suspenso hasta que se dio cuenta de que provenía del crucifijo colgado de la cabecera mediante un capricho de la luz reflejada en el espejo del ropero. Entonces movió la lámpara y la sombra se deslizó por todo el cuarto. Pensó dormir con la luz prendida, pero comprobó que restaba muy poco kerosene. Miró por la ventana dudando de si debía cerrarla o no. Daba a una alameda de eucaliptos que era como un sendero de la luna. No le gustaba el cuarto. En un principio había dormido en la sala, cerca de los viejos. Después lo acomodaron con Daniel, en la casita del fondo. Hasta que, ya en desgracia, lo instalaron aquí, en reemplazo de Ofelia que se había mudado a la habitación de la tía Zoraida. Ofelia caminaba en sueños. Más de una vez había salido por la ventana en camisón, largándose por la alameda como un blanco fantasma. Una noche casi mató de susto a un peón que volvía medio borracho de un velorio.

Esta pieza tuvo siempre su misterio. Una sirvienta había visto a una mujer llorando y a un tropero reflejado en el espejo. Don Rosendo, furioso, se puso a gritar que tales antojos eran el resultado de tanta habladuría y mandó que despidieran inmediatamente a la muchacha. Con esto se acabaron las apariciones pero el miedo se quedó, flotando por ahí, pescando cualquier descuido para mostrar su cara de leproso.

En otro tiempo el crucifijo hubiera tranquilizado a Miguelí, pero ahora mirarlo daba angustia. Lo llamaban el Cristo de la Residenta porque doña Lucía lo había salvado del incendio de la iglesia de Curuguaty cuando ella acompañaba a los despojos del ejército de López. Miguelí había escuchado muchas veces la historia de esta reliquia chamuscada de la   —43→   tragedia nacional. Doña Lucía tenía en aquel entonces cuatro años y había marchado con su pequeña cruz a cuestas hasta el calvario de Cerro Corá. Ella misma, sin decirle una palabra, lo había puesto en sus manos cuando regresó de la Asunción afligido por la enfermedad, la vergüenza y el fracaso. Le hacía acordar de un amigo inolvidable. Tallado por los indios, tenía los brazos largos, retorcidos, torturados. Era demasiado flaco para una cabeza tan grande y de expresión tan dolorida que a Miguelí se le antojaba que estaba llorando la madera. Pero el alma de Jesús estaba firme, padeciendo el dolor sin una queja, para redimir los pecados de este mundo y alcanzar el perdón para los mismos que lo habían martirizado. Era lo que le explicara el padre Lutin con tanta compasión en el acento y tal chispita en los ojos que a uno le parecía que el buen cura pensaba, allá en el fondo, que tanto Jesús, como él mismo, hubieran hecho mejor en dedicarse a algo de más provecho. Sin embargo, Miguelí estaba seguro de haberlo visto andar de carne y hueso, padecer y morir, pero nunca del todo. Porque hay cosas que no se mueren, aunque parezca mentira.

La luz comenzó a parpadear y acabó por extinguirse. La luna entró de lleno, corriendo por la alameda, moviendo extrañas formas en la pared blanqueada. Ahora sí estaba seguro de que un ánima se agazapaba en la habitación como un grito sin garganta. Miguelí cerró los ojos, resignado.




ArribaAbajo- V -

Pero el sueño no perdonó a Miguelí. Se vio a sí mismo sentado en la cama, restregándose los ojos. Saltó por la ventana. Se sentía ligero, flotando en la noche. «Qué liviano me siento. Volaré». Se afirma sobre los talones, salta. Como semilla de samuú ondea en el aire, se eleva sobre los eucaliptos, sobrevuela el bosque, el estero, los palmares. «¡Oh, qué lindo es volar! ¿Adónde iré?». Al río, cuatro leguas,   —44→   un momentito. El viento agita su larga cabellera lacia. Miguelí se sujeta la vincha y planea sobre el río. Yparaguay se extiende entre los negros montes. Las islas navegan como quietos camalotes. Una lucecita avanza, Miguelí desciende: «¡Ah, una barcaza bananera!». El barquero canta en la popa, solitario:


Yacy morotí re mañá mombyryva che rejé rejovo,
Pyá tarová'gui maró ne re'keiva cheicha'ité, aveí,
Ja, cheicha re moñava aracaové ya jupyty'yva,
Nde co che reindy, yacy morotí, mañá asy mi...11

-Qué hermosa es tu canción, hermano -le dice Miguelí, posándose en la borda. El hombre lanza un alarido de espanto y retrocede mostrando un crucifijo. Miguelí levanta las manos y alza vuelo. El corazón le tabletea de angustia: «¡Oh, he asustado a ese hombre! ¡Ah, soy un niño que vuela, los niños no vuelan, he asustado al hombre!».

Fue a posarse en la ribera, en el claro de un brete abandonado, junto a un lapacho torcido, y se puso a llorar. Lloraba como si el río fuera una larga lágrima que le brotara de los ojos. Si se callaba, la pobre gente, los peces y los pájaros se morirían de sed por culpa de Miguelí que no los sustentaba con su llanto. Estaba muy aburrido, sin sentir pena ninguna, pero seguía llorando para que no se secara la humedad en el mundo.

Reflejado en el agua, un indiecito lo miraba con asombro:

  —45→  

-Hola, ¿quién eres tú?

-¿Me lo preguntas? ¿No me reconoces?

-No, indiecito, ¿quién eres tú?

-Yo soy tú, y tú eres yo.

-Mientes. Yo soy yo y tú eres tú.

-¡Ja, ja, ja! -se rió el indiecito y se borró en la marejada.

-¡Tú'uuu! ¡Yo'ooo! ¡Ven'nnn!

-¿Me llamabas? -le dijo una luciérnaga, posándose en el índice.

-¿Qué tal, hermano muá? ¿Quién eres tú?

-Yo soy tú, y tú eres yo.

-No, yo no soy un muá. Soy Miguel Domínguez Insaurralde.

-¡Ja, ja, ja! -se rió la luciérnaga y se fue en un arco de chispa.

-¡Muá, hermano muá! -clamaba Miguelí.

Un conejito se le acercó saltando.

-¿Qué tal, hermano tapití? ¿Quién eres tú?

-Yo soy tú, y tú eres yo.

Miguelí miró a su alrededor. Multitud de animales lo bichaban asomando del agua, atisbando entre los juncos, posados sobre los troncos de palma de los derruídos corrales del brete.

-¡Oh! -exclamó-. Moreví, yacaré, yaguareté, mboi, ñacurutú...12 ¿Cómo están, hermanitos? ¿Quiénes son ustedes?

-Nosotros somos tú, tú eres nosotros -respondieron a coro, como obedeciendo a un bastonero-. Oré nde, ja nde oreavé.

Miguelí se rió de tamaña animalada. Los bichos olfatearon inquietos y se desbandaron.

-¡No se enojen, hermanos! -les gritó, pero en eso, oyó una voz desdentada y aguadentosa que cantaba con tonada de mamá-cumandá:

  —46→  
Antoño retoño
repique pombero
caracará macho
teyú parejero13

Un indio vejete y panzón avanzaba enrollando su cola al revés, larga como un lazo y que solía usar para preñar a las mujeres:

-¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Pipu'uuu!

-¡Curupí! -exclamó asustado Miguelí, pero no huyó. Sonriendo con helada cordialidad le dijo, amable-. ¿Qué tal, hermano Curupí?

-Yo no soy tu hermano ¡ni tu pariente! -replicó el curupí, y volviéndose hacia su compañero, un enano embadurnado en miel, le preguntó-. ¿Éste es?

-¡Éste es, éste es! -chilló el pombero, dando saltitos en torno a Miguelí.

-¡Jum! Es y no es -dijo Curupí-, mejor si le preguntamos a la Abuela del Tiempo.

Caraí Pombero, ladeando su mascada, lanzó el silbido largo que le es característico.

-¡Ara-yaryi, Ara-yaryi! -evocaba en tanto Curupí, hasta que se apareció una viejita encorvada, avanzando trabajosamente, apoyada en su bastón de guayabo.

-¿Quién me llama? ¡Jha, ya lo veo todo! -refunfuñó-. ¡Tú otra vez, viejo chismoso!

-¡Éste es, éste es! -chillaba haciendo gallitos el idiota Pombero.

-¡Cállate ya, diablo zumbón! ¡Jaque pora!

-¡Aní, aní, Ara-yaryi! -aulló aterrado Pombero, que el pombero es un duende que tiene pavor a los fantasmas, vaya uno a saber por qué.

-¿Es éste, Ara-yaryi? -preguntó el curioso Curupí, sin hacer caso al tilingo.

-Déjame verlo -dijo, súbitamente interesada, poniéndose   —47→   los anteojos porque el tiempo pasa hasta para su abuela.

Miguelí retrocedió de un salto.

-No temas -lo tranquilizó Ara-yaryi levantando la mano como para bendecir-. Soy la abuela de todos, soy la Abuela del Tiempo.

Miguelí se acuclilló encogido. La anciana lo quedó mirando, pensativa.

-Es y no es -concluyó-. Consultaré a las poras.

-¡Aní, aní, Ara-yaryi! -gimió Pombero, y huyó derramando el estiércol amarillo que los puebleros creen que es un hongo.

La Abuela del Tiempo se sentó en cuclillas frente a Miguelí, y evocando a un taú-taú, a un fuego fatuo, luminaria de las poras, lo hizo oscilar ante sus ojos. Miguelí se fue sumiendo en un sueño aún más profundo y se quedó durito como santo de palo. Como de lejos, oyó a la Abuela del Tiempo que cantaba, igual que doña Lucía para hacerlo dormir:


Ymá guaré caguaré
paí kaí...

La bruma se hizo espesa. Imágenes remotas tomaron forma y eco como las sensaciones en el entresueño. Una indiada silenciosa apareció trotando, trotando sin ir. Un guerrero de alto penacho de plumas habló a la Abuela del Tiempo.

-Ara-yaryi, ¿por qué interrumpes nuestra marcha? Vamos hacia las nacientes del Araguay, del río que viene del día.

-¡Siempre estás yendo, guaraní! -gruñó la Abuela del Tiempo, y agregó-. Nomás quiero que me digas si conoces al muchacho.

El tuvichá se inclinó para observarlo, hasta que, levantando los brazos, exclamó.

-¡Cuánto se le parece! Pero no... es y no es. Preguntaremos al poeta.

Etiguará palpó la frente del niño, y alzando sus angustiados ojos sin luz, dijo, salmodioso:

  —48→  

-Veo la sombra que nació de una semilla traída de la mar por un pez desatinado que se comió a una virgen que se bañaba en el río para calmar sus calores. Ahijado de la luna que asistió a su alumbramiento. Fantasma de la tierra: hombre; pájaro, luciérnaga, bosque, río, y también un niño con la inquietud de hombres lejanos...

Siguió así por un buen rato hasta que la Abuela del Tiempo, impacientada, hizo danzar el fuego fatuo. Un hornerito se le posó en la mano.

-E'yevy nde recó eté pe, Alonso García -le dijo, igual que los peoncitos cuando encuentran al pájaro. El hornero torció de un lado a otro la cabeza como si no la comprendiera.

-Vuelve a tu ser verdadero, Alonso García -repitió entonces la Abuela del Tiempo, esta vez en castellano.

El hornerito se transformó en modesto soldado español.

-Míralo bien, Alonso, ¿lo reconoces?

-Sí, por cierto. Vive por las lomadas, no mata horneros ni destruye sus nidos.

-¿Qué hace por aquí, entonces? -intervino Curupí-. Llegó volando.

-¿Cómo puedo saberlo? Desde que me convertí en pajarillo para vivir un amor humano con una hija de estas tierras, nunca abandono el nido a estas horas.

Alonso volvió a su condición de hornero. Ara-yaryi levantó los brazos. Vibró la llama azul del fuego fatuo y una música maravillosa se expandió en las ondas del río lunado. Un sacerdote, de pie en una piragua, ejecutaba en el rabel un villancico. Lo seguían centenares de indios nadando suavemente para no apagar las voces del araguá, del hombre que llegó del día. El monte se agitó en murmullos de protesta. Los grillos se estremecieron y tocaron a coro: «E'mboty nde roké chake oú paí; cierra tu puerta que viene un cura; e'mboty nde roké chake oú paí; cierra tu puerta que viene un cura». Las sensitivas   —49→   hojas de los yuqueríes se plegaron presurosas y los grillos se escondieron en sus cuevitas. El ygá embicó en la arena. Siguiendo al sacerdote surgió un pueblo con la frente inclinada. El avaré del Dios de los Blancos iba a hablar a la Abuela del Tiempo cuando fantasmas comuneros se arrojaron sobre él. Los indios lo defendieron y se entabló una curiosa batalla de sombras que no pueden morir. Ara-yaryi apagó de un soplo el fuego fatuo. Las ramas flamearon victoriosas y los grillos siguieron con su alegre y monótono cric-cric. Curupí se reía tapándose la boca. Ara-yaryi lo miró severa y encendió su cigarro. Miguelí dormía profundamente con el espíritu flotando sobre el alma del río.

La noche era radiante, pero tensa, electrizada. Hacia el nordeste, sobre el horizonte, un grumo negro ardía y se apagaba como atajando al trueno. Ara-yaryi pensaba, y el humo de su cigarro hacía volutas que pugnaban como buscando forma. Poco a poco, como si se condensaran los vapores de la tierra, sombras famélicas, rotosas, mutiladas, rodearon a la Abuela del Tiempo.

-Alférez Ñanduvá, a la orden -dijo un soldado manco, haciendo la venia con sus muñones-. Mañana habrá tormenta y nos estamos concentrando para atacar al invasor. Aunque hace tiempo hemos muerto, nos gusta todavía, de vez en cuando, bailar cielitos con los cambaes.

Al ver a Miguelí se detuvo bruscamente y se inclinó para observarlo. El Alférez Ñanduvá, como se sabe, usaba las jinetas cosidas en el trasero y el morrión sobre los ojos, a ley de retobado.

-Y a éste, ¿qué le pasa? -preguntó.

-Duerme.

-¿Estás segura?

Ara-yaryi no le hizo caso y el Alférez prosiguió con su pesquisa.

-Ya está crecido para llevar lanza -concluyó-. Si lo agarra el batallón pombero seguro que lo recluta.

  —50→  

-¿Lo conoces? -preguntó Curupí.

Ñanduvá se encogió de hombros.

-Es de los nuestros y no morirá en su cama. Para mí eso basta: necesitamos refuerzos. Mientras se acuerden de nosotros podremos pelear, y últimamente el olvido está raleando nuestras filas. Yo seguiré en la brecha mientras haya cuarteles, porque en ellos nunca falta un suboficial que se pavonee como avestruz y lleve las jinetas en el trasero. Ni tampoco algún reclutón atrevido para gritarle: «¡Ñanduvá'aaa!» en plena formación, desde el fondo de la fila, aunque después los tengan «descuereando» todo el día. Cuando eso ocurre, me vienen cosquillas y puedo levantarme de la tumba... A según dicen -agregó, entre confidencial y vanidoso- más de uno Ñanduvá ya llegó a Presidente... ¿Es cierto eso, compadre Curupí?

-No me meto en políticas -gruñó el duende, largando un salivazo-, lo único que falta es que también a mí salga a correrme la comisión.

Pero, en eso, bramó la sirena de un vapor. Preparando los fusiles, los soldados corrieron a parapetarse entre las ruinas del brete. Poco después aparecía un remolcador destartalado, forcejeando en la boca de un riacho. Curupí rompió a reír a carcajadas.

-Vamos nomás, muchachos -ordenó Ñanduvá, tratando de mantener la compostura-. No era, había sido, un acorazado brasilero.

El melancólico son de la diana-mbayá quebró la noche. Una larga columna pasó, bordeando el río, rumbo a la tempestad.




ArribaAbajo- VI -

El Panchita-C. navegaba refunfuñando aguas arriba. En la chata y los lanchones amarrados a su borda, dormían o velaban humildes pasajeros. Rudecindo Fretes movía el aro sin pensar en nada. Hacía cuarenta años que subía y bajaba por el río. Don   —51→   Rudé iba contento esa noche. Estaba ancho su río, estaba inmenso su hogar. Porque aunque dejaba mujer e hijos en la Asunción y Puerto Casado, Frete-carapá sólo reconocía por hogar aquella extensión inacabable donde transcurrían sus horas y sus días, donde se realizaba la prolongación humana de su espíritu.

Frete-carapá, como su marcante lo indica, era retorcido de espaldas, brazos y piernas. Adaptaba todo su cuerpo al timón. Caminaba con los pies flexibles aferrados a los cantos de la borda y hubiera podido decir, como Heráclito, que nadie puede navegar dos veces por el mismo río. Cada recodo, cada remanso, guardaba su secreto cambiante. Pero sus ojos, habituados al matiz, al detalle, no concebían tan vastas generalizaciones. Era su misión realizar el movimiento, adivinar la lenta acción del agua y prevenir sus repentinos desenlaces. Por eso, inmutable, severo, contemplaba el río e interrogaba su curso.

Don Rudecindo conocía los alcances limitados de la previsión humana y procuraba discernir los límites entre lo probable y lo maravilloso. Sabía que el río no siempre corre aguas abajo; que un banco que ayer estuvo aquí, hoy puede estar allá y mañana extinguirse. Que de las riberas pueden venir retumbos, carcajadas, fuegos fatuos. Ahora navegaba tranquilo. La creciente lo elevaba por encima de la tierra, podía elegir los brazos menos correntosos, navegar las cañadas, y aliviar al cansado corazón de su barco.

A su lado, cayéndose de sueño, le cebaba mate el grumete Kili-í.

Aunque lo trataba mal, caraí Rudé lo quería mucho. Veía en el espíritu concentrado del muchacho, en la elaboración profunda de las percepciones que se filtraban por sus ojos quietos, el barro clarividente de un futuro baqueano. Por eso, y porque era viejo y caprichudo, lo obligaba a aguantarse las horas perdidas junto a él, mientras que, con irritado monólogo, le iba transmitiendo la topografía y la lenta historia del gran río.

  —52→  

-Vamos a pasar por detrás del banco Fermín-cué, donde Pantaleón Samudio escondía el ganado que cuatrereaba en el Chaco. Así agarramos la canchada del brete de Tayhy-caré. El agua llega hasta la mata del timbó.

Silencio.

-El agua, con las crecientes, se mete por las cañadas -continuó don Rudecindo-. Cava una zanja con el tiempo y se queda con una parte del monte. Vienen entonces las enredaderas, las más hediondas y crueles, de esas que crían mosquitos y escuenden a las víboras, para encaramarse por la mata de los árboles y apretar por ellos hasta ahogarlos, como si fueran curiyúes. Las calaveras de cedros y timboes, de curupay y ñanduvai, quedan así como están, como pidiendo socorro, o con esos moldes raros que parecen de diablos o bichos del infierno. Qué bárbaro ha de ser el espanto del árbol que, sin poder moverse, siente cuando le comen vivo, cómo le roban lo que saca de la tierra y le tapan el sol...

Don Rudecindo se calló por un buen rato, sorbiendo a conciencia el contenido de su mate, como si dudara de lo que iba a decir.

-Muchas veces -continuó- me pareció oír cómo lloraban... ¡Qué pa uno va a saber! Desde aquí se oyen tantas cosas que al final uno no sabe si le suenan de adentro para afuera o de afuera para adentro. Lo mejor, entonces, es mirar bien por la seña que te marca la hoya del canal y seguirla derecho sin apartarse del rumbo si no lo aconseja la sonda. Así y todo vas a ver que no hay baqueano que no tenga un raspón o una varada de vez en cuando.

Silencio y otro mate. Caraí Rudé reflexionaba.

-Sí pues, sí -dijo, al rato-. Así nomás pasan los años, y cuando ya no hay nadie para comerse, se secan las enredaderas y los troncos podridos se vienen abajo. Entonces, para que sepas cómo pa son las cosas, vuelven a salir los hijos de los árboles, pero esta vez para vivir llenos de pájaros. Son esas islas que parecen una gracia de Dios, donde el yvypóra   —53→   hace su capuera sin que nadie venga a reclamarle liños.

El remolcador entraba por el riacho flanqueado por la vegetación fabulosa de los bancos. Árboles muertos se retorcían en actitudes torturadas o grotescas envueltos en sudarios de lianas. El agua refluía lenta hacia sus nacientes como se vuelve un hombre a sus recuerdos. El lamento del urutaú emergía del murmullo íntimo, cauteloso, de la noche. En largas pausas, el silbido del carpincho ponía su nota casi humana de melancolía profunda. Meciendo el camalotal, el Panchita-C. salió a la canchada. Una melodía tenue, como de un clarín soplado por el viento, pasó vibrando el aire.

-¡Jhum! -replicó el viejo a la insinuación del misterio-. Allá en Brete-cué se desgració el finado Pancho Cárdenas. Hombre de provecho, murió en su ley, por mujeres.

-Dicen que era un gaucho14 de aquéllos -aventuró Kili-í. Como no le replicaron, aprovechó para estirar la lengua, que la tenía como acalambrada de tanto estar callado.

-El hijo de Pancho Cárdenas es mi socio -dijo, con la formalidad de un hombre hecho y derecho-. Vive por las lomadas. Una vez vino a pescar a bordo. Me preguntó si conocía la mar. Cuando sea grande dice que va a tener un velero para darle vuelta al mundo. Me convidó a irme con él para ser «pirá», «piratá», «pirâi»15 o qué sé yo. Vamos, dice, a sacarle a los ricos para darle a los pobres, pero que a las mujeres vamos a respetar. Yo le dije que si respetamos a las mujeres no va a dar gusto, y si repartimos la plata van a decir por nosotros que somos comunisto y va a salir a corrernos la comisión. Entonces me dijo que si tenía miedo deje nomás, que ya iba a encontrar otro para su contramaestre.

  —54→  

-¡Zonceras! -lo interrumpió don Rudecindo, anarquista de los viejos, moviendo una mano como para espantarse moscas-. Los hijos de los ricos tienen humo en la cabeza y nuestro sudor por su barriga. ¡Qué te pa va a respetar mujeres el hijo de Francisco Cárdenas!

-Dicen que no sabe que es hijo del finado -informó Kili-í-. A uno que le dijo le rompió la boca en la bajada del puerto.

Don Rudecindo escupió al agua.

-Esas cosas siempre se saben, aunque no se quiera saber, aunque ninguno te cuente -dijo, y continuó:

-Mucha tropa le embarqué a Panchito. Guapo como ninguno, hacía de todo y trabajar con él era una farra... ¡Pobre angá! Todos le querían por su corazón lleno de alas. Lo mimaban como si fuera un chico. Todo se le perdonaba y él creía poder seguir siempre su antojo. Era raja de buen palo, porque otro en su lugar hubiera sido un cajetillo, un haragán sin de provecho. Él, en cambio, era muy militar. Mostraba al varón de ley hasta en las macanas que hacía y cuando tocaba la guitarra eras capaz de olvidarte que durmió con tu mujer. El que lo mató era su amigo y quedó liquidado. Porque una cosa es matar a un hombre -cualquiera puede tener una desgracia, un minuto de ceguera y un revólver en el cinto- pero otra cosa es matar a Pancho Cárdenas. Es como matar a un hijo, como matarse... Quién sabe qué abogado tendría, pero cuando le llegó la hora le llegó, como a cualquiera...

Don Rudé se sonó la nariz y siguió hablando, más ronco todavía:

-Pensar que después de tantos años, de tantas cosas que pasaron; de tantas muertes como para llenar de ánimas la memoria de cualquiera, se lo sigue recordando, se siguen cantando compuestos con sus casos... Si el hijo es igual a él, asegún dicen, ha de tener marcada la desgracia. Los hombres como panchito tienen pora desde que nacen. Vayen donde   —55→   se vayen, siempre están en otra parte. El alma les rebosa el cuero, y así llegan a creer, de tantas como se salvan, que sólo les entran balas de plata bendecidas... hasta que los desengaña el plomo...

-Dicen que desde entonces el brete tiene pora -remató Kili-í, aprovechando la pausa-. Novillada que allí subía se apestaba al llegar a Ceballos-cué.

-Así dicen -asintió don Rudecindo, para luego gruñir como irritado por la condescendencia del diálogo-. ¡No tiene espuma tu mate, mitaí arruinado, caracho!

Kili-í revolvió el mate sin objetar que lo cebó espumoso, pero que el viejo lo retuvo largo tiempo en la mano, absorto en la evocación de los hombres que quedaron, jalonando con su memoria, buena o mala, de matices vivientes las riveras dormidas.

La correntada se precipitaba furiosa, como irritada por su devaneo momentáneo. El Panchita-C. se estrechó a la costa, forcejeando. El nordeste soplaba brisa en la canchada. Como el lamento ignoto de los árboles muertos, se oyó la voz de un órgano:

«Socorro'ooo... socorro'ooo... socorro'ooo».

Kili-í escuchaba temblando, sin atreverse a decir nada. Don Rudecindo no se metía con los fantasmas: «Dejadme en paz», decía su rostro impasible, «ya llegará la hora de vagar junto a vosotros por las riveras y camalotales». La luna galopaba entre nubes que confundían el firmamento con las aguas. El Panchita-C. parecía navegar en las alturas, tosiendo, trepidando, en su incansable lucha contra aquella fuerza ciega, tenaz, profunda y formidable que le acortaba el paso con tozudez tranquila. El lamento se hacia próximo, distinto.

-¡Na amó, na amó, caraí Frete! -musitó de pronto Kili-í.

Una barcaza bananera bogada a la deriva. Una cruz solitaria, clavada sobre la carga, elevaba su clamor a la noche transparente:

-¡Socorro'ooo! ¡Socorro'ooo! ¡Socorro'ooo!

  —56→  

-¡Jho, Brete-cué, la añamemby!16 -exclamó don Rudecindo, tirando tres veces de la campanilla. El Panchita-C. se agitó como buey hostigado y aumentó la marcha quieta en su elemento celeste.

Bramó la sirena. De la chata y los lanchones comenzó a elevarse un inquieto rumor. El maquinista subió al puente, miró hacia la barcaza y dijo:

-Aquélla es la Yvopemí. Apura, caraí Rudé. Algo le pasó otra vez a Timoteo Yapú17.

El Panchita-C. se acercó a la barcaza. Manos hábiles y vertiginosas la amarraron al remolcador. Instantes después subían a un hombre poseído de un susto fenomenal.

-¡Qué te pa te pasó otra vez, Timó, che compañero!

Timoteo pudo contar, tras de un cuarto de caña, que, como la noche estaba blanca y él se venía recordando «por su la reina», se había puesto a cantar Yacy-morotí sin hacer caso de que es canto con pora. Así fue como de pronto, en una llamarada como de avión bolí que cae incendiado, bajó un indiecito de plata, de melena de oro y vincha de coral. «Timoteo -había dicho- es tan linda tu voz que tu canto se escucha, lo mismito que la radio, allá en mi valle que está en la luna. Cantá un poco otra vez, que así te voy a dejar el collar de perlas chinas que me regaló uno mi tío por mi cumpleaños». Ya iba a complacerlo cuando vino bajando un indiazo guaicurú que tenía unas alazas de murciélago tan grandes que dejó todo a oscuras; unos aros de madera como rollos de timbó de dos brazadas; el labio atravesado por un tembetá que era la tibia de una vaca, y un collar que en vez de dientes de tigre eran las puras y completas calaveras...

Tripulación y pasajeros ya lloraban de risa. Pero   —57→   Timoteo seguía hablando atropellado, curándose de escalofríos con formidables buches.

Menos mal que tenía a su abogado: un crucifijo de Olivos del Calvario que le vendiera un turco en la función de Santa Rita, aquella misma en la que los hermanos Samudio metieron en el cepo al comisario y don Tito Quiñones le encajó cinco tiros a la radio porque tocaba el «colorado». «Brotege gontra guchillo, balas, boras y bomberos. Gombra que te conviene», le había dicho el «bobre turco»... ¡Y era cierto, había sido! Porque o si no seguro que el Malavisión lo aplasta del garrotazo que le jugó con una macana de por lo menos veinte metros, «por esta cruz que beso, y no dijo el doble para que no se vayen a figurar que miento».

Poco después, reconfortado por el desahogo y por los tragos, Timoteo el Embustero desamarraba la barcaza para seguir, aguas abajo, desafiando a tan descomunales apariciones sin más compañía que su abogado y la necesidad de llegar a la Asunción con sus modestos cachos.



Frete-carapá torna a su puesto. Tira de la campanilla. Cimbran los cables de remolque y el vapor reanuda su refunfuño cadencioso. El viejo vuelve una vez más los ojos hacia el brete.

-¡Jho, brete-cué, la añamemby!




ArribaAbajo- VII -

Miguelí despertó asustado en la rivera, lejos de su casa. Un negro grandote, recostado en un árbol, lo miraba bondadoso, pitando en su cachimbo.

-¿Qué tal, Miguelí?

-¿Quién eres tú?

-¿No me reconoces? Si ayer nomás me seguiste. Un pajarito trató de guiarte pero un mono entrometido lo espantó. Cuando volviste a encontrar mis huellas te interrumpió Daniel, diciéndote mentiroso. Tú, enojado, abandonaste la búsqueda.

  —58→  

-¡Pies Dobles!

-Sí, señor, Pytá-yovai, a su orden -dijo el negro, mostrando cuatro talones.

-Pero... anoche estaba mintiendo...

-Qué sabrás tú de la verdad y la mentira.

-No me acuerdo.

-¿Que no te acuerdas? ¡Vamos, si lo sabes muy bien! Pero dejemos eso y no te estés allí como perro mojado. Tengo fama de malo pero son macanas. Defiendo al perseguido confundiendo sus huellas. A veces asusto al cazador que mata sin necesidad. Nadie puede seguirme sin ayuda del vyrá-i-tapé. Mis pies van y vienen, vienen y van, pero conozco como nadie los caminos del bosque. Sigo el rastro del tigre, la senda del venado y el barrero del anta. Pocos me han visto, salvo los muy discretos. Me muestro a ti porque, aunque lo cuentes, nadie te creerá.

-¿Eres un fantasma, entonces?

-¡Nde bárbaro! Soy un duende con toda la barba. Los fantasmas son ideas sin brazos que vagan suplicando una mano que cumpla con su voluntad. El problema de los fantasmas es que la gente se asusta cuando los ve. Yo quisiera ayudarlos, pero siempre pretenden disparates. Un avaro amigo mío me joroba pidiendo que desentierre su tesoro. ¿Qué voy a hacer con la plata? ¿Tirarla? ¿Enterrarla de nuevo?

-¿Por qué no se la repartes a los pobres?

-¡Nde bárbaro! Ahí si que no me valdrían ni los dobles talones para esconderme de ellos que, a más de pobres, se harían mendigos... ¡Qué esperanza! Déjame vivir tranquilo.

-Podrías hacer como Robin Hood, que sacaba a los ricos para darle a los pobres...

-¿Robin-Jû18? No lo conozco. No ha de ser de este valle. Ha de ser algún gringo cuatrero que regala una vaca por cada diez que roba. ¡A mí con esos cuentos!

  —59→  

Pytá-yovai rompió a reír a carcajadas, dándose grandes palmadas en los muslos, la cabeza para atrás, mostrando hasta la campanilla, como se ríen los negros, hecho un tizón de risa. De pronto se puso serio, y acuclillándose, adoptó pose de pensador.

-Esa vieja Ara-yaryi para ser la abuela del tiempo no ha aprendido un carajo -dijo, y remató-, ¡vieja zonza!

Miguelí paró la oreja.

-Entonces... no fue un sueño...

-¿Qué sabes tú de sueños? Sueña y basta.

-¿Por qué es tonta Ara-yaryi?

-Porque no me llamó a mí -dijo Pies Dobles, ofendido-. Llamó a todos, menos a mí. Hasta llamó al poeta antes que llamarme a mí. Etiguará dio muchas vueltas tratando de decir cómo eras pero no supo decir quién eras. Yo sé muchas cosas porque voy y vengo, vengo y voy; y además, porque soy bueno... Claro, ¿quién se iba a acordar de mí? ¿Quién se acuerda de un negro bondadoso?

-Entonces ¿quién soy yo? -preguntó Miguelí, esperanzado.

-Miguelí.

-¿Eso nomás?

-Las palabras son chiquitas, hermano, y las cosas muy grandes.

Miguelí no entendió, pero tenía mucho sueño.

-Llévame a casa, Pies Dobles. Hoy me dio por volar y me perdí.

-A eso vine. Súbete a mis hombros que en dos patadas te llevaré hasta el potrero grande.

-No, allí no. Allí está el bayo, el toro cebú.

Pies Dobles meneó negativamente la cabeza.

-No puedo. Si paso el alambrado los perros armarán un alboroto bárbaro. Además, el toro ya no puede hacerte daño, ¿acaso no está ciego? Y ya no puede correr, se le ha quebrado una pata... ¡Anda, súbete de una vez! Hay que ser macho, mi amigo.

No quedaba otro remedio. En un santiamén llegaron   —60→   y Pies Dobles se fue. Miguelí se acercó al pobre toro bayo.

-¡Bayo, bayo! -le dijo, sollozando- ¡perdóname, hermano toro!

-¿Por qué? Me has sacado los ojos, te has sacado los ojos. Yo soy tú y tú eres yo... Che nde, ja nde cheavé.

Miguelí se fue llorando, entró a su cuarto, se metió en la cama y despertó.

El canto de los gallos ya subía por la loma del mundo.





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