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ArribaAbajo- II -

Daniel ocupaba una construcción de ladrillos agregada a la pared del fondo de la Casa Grande. Daba a un claro del naranjal, que se extendía varias hectáreas. Un níspero volcaba su follaje sobre el techo de cinc. Eran tres piecitas sobre una plataforma, a lo largo de un estrecho corredor sin barandillas, con el alero sostenido por horcones en bruto. En la primera se guardaban cachivaches y arreos. En un rincón de la misma, colgada de una roldana, una regadera hacía de ducha. Funcionaba el aparato tirando, con los dedos del pie, de un tiento atado por su cogote. Hasta el mismo von Stauffemberg había calificado de genial aquel invento.

-¡Oh, ho, ho! Típicamente paraguayo -había exclamado el alemán haciendo sonar la lata con la fusta-. Encuentra la solución más sencilla e ingeniosa para cualquier problema. Pero soluciones provisorias, mi amigo, como si pensara mandarse a mudar al día siguiente.

Sin embargo, la misma regadera seguía allí desde hacía años.

La habitación del centro, la más espaciosa, era el dormitorio. Había en ella un catre de lona al que sólo en invierno se agregaba una colchoneta. Daniel lo prefería por la facilidad de trasladarlo al corredor o al patio en las noches calurosas. O al naranjal, por la siesta, aunque cuando no había mosquitos prefiriera la hamaca para tales peregrinaciones. Adonde iba la cama, la acompañaba una especie de horca para sostener el mosquitero. Un armario labrado, una silla y un cajón de embalaje que oficiaba de mesa de   —118→   luz con la lámpara encima, hacían el resto. Como trofeo de guerra, cuidadosamente enfundado, un catre de campaña que había pertenecido a un coronel boliviano, se ubicaba en un rincón sobre bastidor de madera para que no le alcanzara la humedad del piso de ladrillos. Lo había usado Sotelo mientras estuvo en Loma Verá, sin acabar de aprender a armarlo nunca. Noche por medio podía oírse el batifondo del catre que se descuajaringaba, las maldiciones de Sotelo y la risa de Daniel, que lo trataba de arruinado. La habitación no tenía ventanas. Solamente una puerta que dejaba pasar la claridad de la noche, y que de día estaba resguardada por cortinas de estera. Dicha puerta carecía de hoja en razón de que, como el marco no estaba en escuadra, no había manera de encajarla en sus goznes. Para explicar tal desajuste, contaba don Rosendo que la construcción era obra del mismo Daniel, ayudado por unos cuantos prisioneros, cuando volvió del Chaco convaleciente de tifus, con unas ganas tremendas de hacer algo que no fuera meterle bala al prójimo.

La última pieza, la más chica seguramente porque se acabó el ladrillo, ya que en parte era de adobe, tenía una ventanita sombreada por el níspero. Las paredes estaban cubiertas por estantes de libros y por una biblioteca con vitrinas cuyos adornos labrados de la parte superior se guardaban bajo las patas, porque de otro modo el armatoste hubiera rebasado el cielorraso. Contenía, además, una mesa, un taburete de piano y un sillón de mimbre en el que estaba sentado Daniel cuando entró Miguelí.

Por lo visto le había bastado un día para instalarse. Estaba leyendo diarios atrasados, metódicamente, uno por uno, sacándolos de un cajón de frutas, subrayando por aquí, fechando por allá, para recortar después. Desde el taburete, un globo terráqueo parecía mirarlo con cara de zonzo. A veces Daniel se inclinaba para clavarle, con cuidado, como si temiera lastimarlo, alfilercitos con cabeza de colores. En el suelo,   —119→   sobre un calentador apagado, la pava de agua para el mate. Nadie hubiera dicho que acababa de llegar de Buenos Aires.

Para Miguelí estos encuentros habían sido siempre un problema. No sabía si abrazarlo, besarlo, tenderle la mano o, simplemente, darle los buenos días. Porque Daniel, aunque parecía desear que lo creyeran como todos, era muy diferente. Mercedes Fernández había dicho que era como un ánima que usara su cuerpo como pretexto. «Sí, es un general sin ejercito -le había contestado Marcial, que era hombre de frases que no se olvidan-. Medio loco, como todo paraguayo de talento». Esto último lo había dicho bajando la voz para que no lo oyera Miguelí. Pudo oírlo sin embargo, y le dolió, aunque sabía que los Fernández querían mucho a Daniel y que Marcial hablaba mal de todo el mundo. Pero esto pasó mucho tiempo después, poco antes del desastre. Miguelí recordaba que su hermano mayor, al verlo entrar, tuvo como un sacudimiento.

-Qué tal, compañero -había exclamado-, ¿así que te mandaron confinado?

Y sacándolo de dudas, se levantó a estrecharle la mano y palmearle afectuosamente la espalda.

-Siéntate -le dijo, sacando al mundo del taburete-. Supe de tus andanzas. Te felicito: ya eres célebre. No te aflijas, no voy a reprochártelo. A un hombre puede ayudársele dos veces.

Y soltó esa risa que tanto alborotaba a las mujeres. Miguelí obedeció, sin saber qué hacer con las manos. Daniel era el de siempre, aunque se le hubiera ido ese color a cuero sobado que da el sol a los paraguayos. Después de bromear un rato para sacarle la timidez, le preguntó:

-¿Cómo anda Sotelo?

-Preso, si no lo largaron.

-No me extraña. En un país donde gobiernan ladrones públicos y traidores a la Patria, es lógico que la gente honrada esté en la cárcel -se detuvo como   —120→   dándose cuenta de con quién estaba hablando. Se echó a reír y agregó-. De cualquier modo, estará encantado de la vida. Es un optimista. El optimismo ayudaría a vivir si no nos hiciera un poco irresponsables. Me imagino el susto de Garcete cuando encontró los panfletos. Se desahogó dándote una paliza brutal. Mamá está furiosa porque, según ella, cuando viniste se te veían marcas de cintarazos. Las madres son injustas, como todos los fanáticos. Para mí los palos no tienen importancia, como seguramente para ti tampoco. Sólo lamento que perdieras el año. La ira es la reacción bestial frente al miedo. Lo mismo hace la dictadura. La dictadura no solamente tiene miedo sino que es producto del miedo, es el miedo institucionalizado; el miedo es su substancia -concluyó, juntando los dedos, satisfecho de su frase-. Como yo no tengo miedo, no voy a castigarte. Comprendo que la cosa te resultara divertida. Admito que descubrieras algo de ese goce legítimo que se experimenta al jugarse por lo que se cree noble y justo. Todos pasamos por esos trajines. Hasta diría que es una escuela indispensable, la única que ha formado el espíritu público en nuestro país. Pero ya estás grande, Miguelí. A tu edad tendrías que estar en cuarto o quinto grado. No tienes toda la culpa. El pobre papá, como siempre, ha ido dejando las cosas de un día para el otro... ¿qué me dices?

Miguelí alzó la cabeza. Daniel lo miraba con sus ojos severos, penetrantes, con esa especie de estupor que tanto desconcertaba. No contestó, pero el hermano mayor había comprendido.

-No quieres volver a la Asunción, ¿es eso?

-No -confesó Miguelí, asustado ante la perspectiva de que le preguntara por qué.

Daniel no lo hizo.

-Anda a calentar la pava en la cocina mientras yo cambio la yerba. Alguien usó mi calentador, está atascado.

  —121→  

Cando Miguelí hubo cumplido el encargo, Daniel se cebó unos mates, pensativo.

-Ésta es una tierra sabrosa, ¿sabes? Desde la yerba hasta la mujer tienen algo de vital, de religioso. Una sensualidad profunda, sublimada. Aquí una naranja no la tomas, se te entrega como gozando el sacrificio, como tal vez los frutos del Paraíso... En fin, algo que no se encuentra en todas partes... ¿Quieres ir a Buenos Aires?

A Miguelí le saltó el alma a los ojos.

-¡Ah, paraguayo! La sola idea de irte, a cualquier parte, le da cosquillas a tus pies... Bueno, te irás, pero no enseguida. Como sabes, Buenos Aires no está ahí nomás, pasando las lomadas. Hay que escribir a Raúl, arreglar tus papeles, poner un poco de orden en el lío que hizo papá en mi ausencia y juntar el dinero para el pasaje. Todo esto lleva tiempo. Además, tamaño matungo no va a ir a entrar al primer grado... ¿O quieres que te digan paraguayo bruto?

Miguelí, que ya estaba en la Argentina, mostró un puño:

-Al que me lo diga le rompo la cara. Los curepí son gallinas y arruinados. Cuando le pegue bien a uno, los otros ya no se van a animar a tentarme.

-Bravo. Pero con eso no dejará de ser cierto lo de bruto. Al contrario. Yo, en tu lugar, preferiría que dijeran, con su chabacanería característica: «manyá, pibe, que bocho tiene el paragua». Lo que significa, creo, «mira, qué paraguayo inteligente».

-Es cierto -admitió Miguelí.

-Me alegra que lo comprendas. Quiere decir que valoras la inteligencia y el saber por encima de la fuerza bruta. Por lo demás, los argentinos están más adelantados. Ya no hacen un culto del valor físico, que expresa una mentalidad feudal. Pero, te advierto, para que no te lleves un chasco, que, cuando el caso se presenta, son tan valientes como nosotros. Son   —122→   hombres, y en general el hombre es un animal muy valeroso.

Miguelí ya no lo oía. En Buenos Aires hay casas de treinta pisos desde cuya terraza tendría un horizonte más amplio que desde la copa del yvapovó de los Garcete. No está lejos del mar, que podría conocer de una escapada.

-Trataré de arreglar para que te den por aprobado el tercero o cuarto grado -continuaba Daniel-, pero harías un papelón si no llevaras una preparación equivalente. Para esto te propongo que estudiemos juntos, dejando de lado los programas, procurando adquirir el gusto de aprender. Un buen libro de viajes, acompañado del mapa, podría enseñarnos geografía. Podríamos comentar la historia universal hojeando a Wells. La historia Paraguaya con unos apuntecitos míos y consultando las fuentes en la biblioteca de papá, para que sepas que eres hijo de un pueblo extraordinario y no te hagan desertar las candilejas... ¿La aritmética te gusta?

-No.

-Natural. Piensas que sólo sirve para sacar cuentas de bolichero. Es mucho más que eso. Con ella puedes hacer de la tierra un punto y ubicarlo con exactitud en el espacio infinito. Yo te lo voy a demostrar una noche de éstas. Con mis prismáticos verás que las manchas de la luna no son la Virgen y el Niño montados en un burrito. También te mostraré los anillos de Saturno, los satélites de Júpiter, el trazado genial de las constelaciones.

¿Qué bicho le había picado a Daniel en Buenos Aires? Y eso que, por aquel entonces, no tomaba, salvo de vez en cuando, en la villa. Conmovido, sin saber qué decirle, cuando acabó de hablar, Miguelí se levantó para irse.

-Espera -le dijo Daniel-, ¿qué apuro tienes? Ahora te toca hablar a ti. Cuéntame algo de Sotelo, de Marcial, de Santiviago. Apenas pude ver a alguien. Sólo permitieron que me quedara un día en la Asunción, con pyragüé en los talones... ¡Idiotas! Solamente   —123→   consiguieron crearme la ilusión de que podía hacer algo: «¡Jaque! -me dije- a Daniel Domínguez todavía se le teme... aunque sea inofensivo como un tigre bichoco». Esto es muy estimulante para el tigre, te aseguro. Por ahí da el zarpazo, ¿quién te dice? La trama del destino nadie la sabe.

Por lo visto estaba alegre, borracho de esperanza. Se movía por la pieza, contra su costumbre, de tanta buena voluntad como tenía. Parecía un muchachón, y eso le quitaba a Miguelí su timidez. Nunca lo había sentido tan hermano como entonces. En eso sonaron pasos en el corredor. De tacos altos, raros de oír por esos valles. Alguien apartaba con sigilo la cortina del dormitorio.

-¿Quién va? -preguntó Daniel.

Le respondió una voz dulzona, que adulaba.

-¿Estás muy ocupado? Te traigo tu cocido.

-¡Adelante! -tronó él, en tono cuartelero.

-¡Jesús, qué susto pa que me diste! -exclamó Ofelia, entrando toda azorada, con una bandeja de plata en sus manos finas, regordetas, recargadas de sortijas. Estaba muy paqueta, de vestido verde ajustado a sus formas rellenitas. La melena de choclo le hacía un arco, sostenida por hebillas, para dejar al descubierto las orejas adornadas con pendientes de fantasía. El colorete y la pintura de labios acentuaban el parecido con esas muñequitas de porcelana rococó que se veían por todas partes, hasta en los pesebres de la Navidad.

-¡A la pucha, mi ama! -exclamó Daniel-. ¿Adónde será la fiesta?

Ofelia se rió como si le hicieran cosquillas.

-¿Adónde pa iba a ser? Aquí nomás, para halago del patrón que vuelve de Buenos Aires y apenas le saluda a las que nos recordábamos por él todos los días.

Daniel, que era muy cortés, le sacó la bandeja de las manos y la puso sobre la mesa al tiempo que le ofrecía su sillón. Ofelia se sentó en el bordecito, con   —124→   las rodillas juntas, tirándose las faldas con coquetería. Miguelí ya se levantaba para irse cuando sintió una mano que, como al descuido, lo atajaba del hombro. Su hermano mayor tiró la colilla por el ventanuco y endulzó el cocido.

-Casi nunca desayuno -dijo, revolviendo la taza-. Me estoy volviendo viejo, comencé a engordar.

Ofelia lo miró como para comérselo.

-No te creas. Te sentó muy bien el viaje. Seguramente las porteñas te trataron muy bien.

-Las porteñas, mi hijita, no pierden el tiempo con secos como yo. Tienen para elegir.

-¡No me digas! -exclamó Ofelia con la más sincera envidia-. Y pensar que aquí dicen de nosotras que no nos casamos con la víbora porque no podemos distinguir al macho... ¡y también! Ellas no tienen tanta tierra, tanta revolución, tanta política y qué se yo, que siempre pagamos nosotras las mujeres.

Daniel se rió.

-Al contrario: cada bochinche que se arma en el mundo les pone en el puerto una tropa de valientes en edad de merecer... Pero vos no te podés quejar, estás hecha un pimpollo.

Ofelia suspiró, resignada:

-¿De qué me vale? Hoy quería estrenar los aros que me trajiste y me tuve que disfrazar para el espejo... No hay nadie para mirar un poco por una.

-¡Jha'é! -protestó Daniel, con esa seriedad jocosa que daba tanta risa-. Hace rato que lo vi. Me callaba nomás por delicadeza -y sonriendo como para disculparse por una confidencia, agregó-. No me vas a creer, pero busqué mucho hasta encontrar el que me pareció que te quedaría mejor... ¡acerté, había sido!

-¡Mentiroso! -gimió Ofelia, largándole un pellizco.

-¡Ay na, icht! Tenés las uñas largas, se ve que no trabajas.

Aquello pareció alarmar a Ofelia.

-¡Qué esperanza! Me enseñaron a trabajar sin   —125→   estropearme las manos. ¿Qué pa te creés? ¿Que soy una cualquiera de la calle? No hay que no sepa hacer. Hoy mismo te voy a cocinar un pato relleno que te vas a chupar los dedos.

-¿Pato relleno? ¡La gran siete! Con tal que no le pongas algún payé y después me salgan lagartos por la barriga.

-¿Payé? -repitió Ofelia, agresiva- ¡Ojalá te pudiera sacar el que ya tenés por vos!

Daniel se detuvo con una galleta en la mano como si fuera a arrojársela. Después tomó un sorbo de cocido y dijo, mirando a Miguelí como para indicarle que también hablaba para él:

-No me hagas caso, Ofelia. Lo que pasa es que estoy contento. Verdaderamente feliz de estar de nuevo con ustedes. Desde lejos se envuelve con un manto de afecto hasta lo penoso y deplorable que tiene nuestro país. Por allá no sabía en qué pata pararme como caballo en la iglesia. Me pasaba soñando en lo que puede hacerse por aquí si uno no se pasa la vida aguardando que ocurra algo. Algo que nadie sabe lo que es, para remangarse y poner en orden por lo menos la propia casa. Aquello que está a nuestro alcance, en los modestos límites de cualquier hombre y que constituye su deber elemental: granarse el pan de cada día. Esto no puede hacerse si se plantea cualquier zoncera en términos de estadista. Me daban envidia esos campos reventando trigo; esas vacas que parecen chanchos, no ciervos guampudos como las nuestras. En la Argentina abundan también los charlatanes, no te creas. Pero, por cada tarambana hay un gringo que pone el hombro, al que sólo le interesa su barriga pero que da de comer al lírico que canta a la bandera y se permite despreciarlo... A propósito, ¿cómo anda tu estanzuela?

Ofelia se encogió de hombros.

-«Caput» me manda papeles para firmar. Me imagino que bien, aunque no hay plata. Él dice que conviene más tener tierras y vacas, porque el dinero   —126→   no sirve en estos tiempos de... ¿cómo pa que era? ¡Ah, sí! ¡De «inflacción»!

-¡Bravo! Te salió la palabreja. Pero no te aflijas, el gringo sabe lo que hace. Me consta que es honrado. Los bayonetazos que le dieron los franceses en el estómago le han quitado las ganas de tragar.

-Igual hace falta un patrón -suspiró Ofelia, desvalida-. «Caput» es bueno, pero a veces me quebranto. Un administrador es un administrador, por zonzo y honrado que parezca. Y es lo único que me queda, Daniel. ¿Qué va a ser de mí si eso también se me pierde? Te parece poco que la guerra me quitara mi novio, mi único hermano y matara de pena a mi pobre papá?

Daniel le tocó el hombro para atajarla.

-¡Chist! Lo pasado ya pasó, no te pongas trágica. Lo que tenés que hacer es ir de vez en cuando, hacer parada de que revisás las cuentas, quedarte un par de días y se acabó.

Ofelia bajó la cabeza, ruborizada.

-No voy casi nunca, y menos sola... No se deja la carne con el gato...

Daniel soltó una carcajada.

-¿Quién es el gato? ¿El gringo o vos?

-¡Estúpido!

Ni el propio Miguelí pudo disimular la risa al imaginar haciendo de gato a aquel cincuentón sarmentoso que sólo sabía decir cuando se le preguntaba de Alemania: «¡Oh, allá guerra! ¡Caput! ¡Caput!», apantallándose las orejas con sus manazas coloradotas como para defender el oído de un mosquito de esos que, una vez que están adentro, zumban que te zumban taladrando el cerebro.

-Reíte si querés -decía Ofelia, amoscada-, pero una vez que estaba yo durmiendo la siesta en una estera, lo pillé mirándome desde el corredor. Después hasta en sueños lo veía. Era espantoso. Unos ojitos chiquitos, azulados, con una desesperación tan grande que daban ganas de llorar a gritos, daban vueltas   —127→   y vueltas alrededor de mi cuerpo desnudo como buscando un lugar para bajarse... ¡Oh, Daniel, vos no te podés figurar lo que era eso! Me despertaba ahogada de sudor, atajándome para no aullar como una loca...

El rostro de Daniel se había puesto sombrío. Ofelia se dio cuenta.

-Bueno, ya me voy -dijo, levantándose-. Ya sé que te digo zonceras. No todas podemos ser tan inteligentes como algunas.

-No es eso, mi hija -le decía Daniel, acompañándola hasta la puerta-, es que tengo que arreglar un asunto con este conspirador. Después nos comeremos el pato con un vinito que traje, y mañana o pasado daré una vuelta por tu estanzuela para ver cómo anda eso...

Pero, cuando Ofelia se hubo ido, apartó irritado la bandeja y se sentó en su sillón. Estuvo largo rato en silencio, como si hubiera olvidado a Miguelí. De pronto levantó bruscamente la cabeza y lo quedó mirando como asombrado.

Miguelí conocía esa extraña costumbre de los mayores que de repente lo miraban como si vieran en él a otra persona o no acabaran de convencerse que realmente estaba allí.

-Así es la cosa -dijo el hermano mayor, pasándose la mano por la frente como para olvidar un sueño-. En la vida de un hombre suele haber ciertas constantes. Como novillo mañero uno quiere soslayarlas, apartarse del señuelo. No hay caso. A eso le llaman casualidad, suerte, destino, necesidad histórica, y qué sé yo de cuantas otras maneras. Lo cierto es que, cuando menos te imaginas, la más grande zoncera te viene a recordar que está allí, mojonando tu existencia, aunque nadie sabe en qué acabará la cosa si descontamos el remate. Desde este punto de vista vivimos por curiosidad. Procuramos encontrar razón a aquello que en realidad no tiene otra que la de ser un hecho. Un hecho que se piensa a sí mismo,   —128→   que tiene la vanidad de sentirse responsable de otros hechos que le circundan o le siguen... La pobre Ofelia tuvo razón en espantarse; hay miradas que salen desde el fondo mismo de la turbia conciencia de los hombres... No me hagas caso, lo que digo es incoherente, de nada te serviría... ¿De qué hablábamos cuando vino esa cotorra?

-De Sotelo.

-¡Ah, de ese tipo! Él sí que tiene una conciencia envidiable, absolutamente honrada, que todo lo explica y acaba por darle la razón cargando sus culpas a la burguesía... así tiene que ser, porque está en guerra...

Observó atentamente al hermanito y se rió hacia adentro.

-Te interesa la palabra, ¿eh? Es natural. Pues bien, mi amigo: si te toca ir a la guerra no se te ocurra pensar en lo que estás haciendo, salvo en la mejor manera de reventar a tu contrario y de evitar que tu contrario te reviente a ti. Deja para ello que te inspire el sano, el vigoroso instinto de la tribu. Emborráchate con símbolos tales como la bandera, el himno, el número de tu regimiento. Pero no busques sentido último a tus actos, porque tal sentido último no existe. Solamente conseguirías, en el peor de los casos, trasponer un límite indefinible que te aislaría de tus semejantes en un reino que no es el de la verdad sino el de la locura, un espacio sin tiempo donde ya no es posible la acción. Entonces, compañero, te dejarías matar estúpidamente o acabarías pegándote un tiro.

Cosa rara, Daniel extendió la mano y le acarició la cabeza.

-No me hagas caso, te repito... ¿Cómo anda Sotelo? ¿Eres su correligionario?

-Soy liberal -replicó Miguelí, con altivez-. Sotelo es mi aliado.

La respuesta pareció devolver a su hermano el buen humor.



  —129→  

ArribaAbajo- III -

-Daniel está cambiado -solía decir don Rosendo con ese tonito entre irónico y resentido que usaba para referirse a su hijo mayor-. Ahora anda con el Emilio bajo el brazo, parece que ha tomado muy en serio la educación de Miguelí.

-Dios se ha apiadado de él -agregaba tía Zoraida-. Vamos a ver cuanto le dura.

-Lo que a ese muchacho le hace falta -terciaba Ofelia, que en aquel tiempo todavía era peleadora- es librarse de esa mujer y formar para su familia.

Doña Lucía, que solía escuchar estos decires con desprecio soberano, murmuraba su frase favorita.

-Las gallinas no vuelan.

La tía Zoraida, que por su oficio de fisgona tenía un oído extraordinario, saltaba en defensa de su amiga Ofelia.

-¿Qué querrás decir con eso? ¿La defendés a esa adúltera? ¡Es posible! Si fuera por vos hasta podría llegar a nuestra casa. ¡Antes me voy a un asilo! La que traiciona a su sangre es una chusma.

Nadie como la tía para decir la palabreja, le saltaba de la boca como rana de un charco.

Alguien arrugaba la frente indicando la proximidad de Miguelí, y todos se callaban. Era sapo de otro pozo desde que se mudó a la casita de Daniel. La propia doña Lucía afirmaba no entender la razón por la cual un niño tuviera que vivir con un hombre en lugar de estar cerca de sus padres. Pero, ni siquiera don Rosendo se atrevía a contradecir a Daniel, y se desquitaba mandando carpir a un peón que estaba arando, haciendo sembrar sandías en lugar de algodón, o cosas por el estilo, aunque supiera de antemano que sólo fingirían obedecerlo. Y cuando lo veía desmontar con alguna vacilación al regresar de la villa, gruñía tan alto como para que se lo entendiera:

-Allá viene el monje borracho. Seguro que de casa de esa pécora.

  —130→  

Se refería a Esperanza Almirón, que vivía, con una hija boba, en las afueras del pueblo, en una casona de piedra rodeada de naranjos corpulentos mandados plantar por don Carlos Antonio López. Miguelí nunca había llegado hasta la casa, que se le antojaba poblada de poras y misterios, pero sí había visto muchas veces al caballo de Daniel suelto en el patio. A Esperanza sólo una vez la tuvo cerca, en la Iglesia, cuando se acercó a recibir la comunión de Pascua. Se miraron, y la imagen se le grabó imborrable. El rostro bellísimo enmarcado en mantilla de luto, juntas las cejas, los labios entreabiertos como para pedir perdón. Le habían enseñado a detestarla, pero, desde entonces, se dolió por ella cuando la nombraban con desprecio.

Una tardecita, pasando por el corredor a obscuras, había escuchado a los mayores que tomaban fresco en el patio.

-No me quejo, mi patrón -decía el compadre Britos, que estaba de visita-. Usted sabe que voy a hacer todo lo que me diga, como si fuera mi padre. Pero da rabia la ingratitú. Dígame un poco, ¿le negué algo alguna vez?

-Nunca, hijo, nunca. Y te repito: no sabía nada. Desde que volvió de Buenos Aires se ha hecho cargo de todo.

-Aunque tenga negocio -prosiguió el compadre- no me gusta que me traten de ladrón. En este país somos todos honrados porque todos robamos un poquito, como en el cuartel, hasta que la cosa se empareja. Con el perdón de la señora, ya decía José Gil que es tan chico el Paraguay que hemos de cogernos todos. Yo por ejemplo casi todo doy fiado. Por cada uno que me paga, dos me dicen, «vuelvo el lunes». Así que, si no quiero fundirme, al que tiene la desgracia de tener plata efectivo y el antojo de pagar, le tengo que cobrar por los tres. Es decir, robarle lo que me robaron, que no es robo y es eso que le dicen el justicia social. Daniel no entiende estas cosas que todo   —131→   el mundo sabe. Nunca va a progresar. Lo que más rabia me dio fue lo que dijo por la semilla, que decía en inglés por la bolsa: «no apta para la siembra». En mi chacra prendió lo más bien. No hay cosa buena o mala que no prenda por aquí. Y encima, si apenas hablo el castellano, ¿cómo pa quería que sepa lo que dice en inglés por una bolsa? Esa semilla me la consiguió uno mi pariente que está en Tierras Colonias, esos que joden con la reforma agraria para tapar la boca a los comunisto. La semilla era para regalar, pero a mí me costó mis buenos pesos... Ya te digo a usté, voy a cerrar el negocio. Nadie está conforme después de que ya comió.

-Un momento -lo atajó don Rosendo-, tenía entendido que con las carradas de maíz que te mandé la cuenta estaba saldada.

Britos lanzó una exclamación:

-¡Pero, don Rosendo, cómo pa va a decirme eso! ¿Y las provistas? ¿Y los vueltos en efectivo? La galleta está carísima y dura como la piedra. Del azúcar mejor no hablar, porque no se consigue. Y dígame un poco, la señora, ¿no hubo siempre para usté galleta con grasa, y azúcar suficiente para hacer esos dulces tan ricos? Mi patrona dice luego que usté ha de tener payé por su mano... ¡Que no se diga!

-No sabía nada -arguyó don Rosendo-, ¿por qué no me lo dijiste?

-¿Para qué le iba a decir? ¿Para quebrantarle de balde? Esperaba a Daniel, como todo el mundo. Pero resúltase que viene, revisa las cuentas, suma por aquí, resta por allá, se rasca la cabeza, se ríe solo y después viene y pega con la guacha en el mostrador para decirme: «Sos un nene, querido compadre. Dividí esta historia por la mitad, que si no vas a cobrar por donde sabemos». Eso me dijo: «Nene». ¡Nene a mí! ¿Qué pa les parece?

Como rompieran a reír, coreó el compadre:

-¡Nene, nene! -repetía aflautando la voz, estremecido de risa, lanzando una especie de balido-. Ahora ni mi patrona me dice más Telésforo... «Nene»   —132→   por aquí, «Nene» por allá... ¡Hasta marcante me puso ese individuo mi compadre! Como nunca falta un buey corneta, los otros días el tilingo Vitó viene y me dice, delante de todo el mundo: «Fíame na un trago, don Nenito». Para qué les voy a contar que lo saqué a patadas.

-Bueno -dijo don Rosendo, cuando se hubieron calmado-, bien dices que Daniel no entiende estas cosas. Como es al ñudo contradecirlo, te voy a pasar unas vaquitas que dejé de invernada en el campo de Montero. Lo que sí tendrás que pagar es el pastaje y unos pesitos que debo por ahí, porque no tengo un centavo.

-¡Jho, don Rosendo Domínguez! -exclamó el compadre, entusiasmado-. Yo sabía luego que su palabra vale más que cualquiera documento. Daniel será doctor, pero no sabe que negocio de paraguayo no hay libro grande que lo explique. Nunca va a entender que un rollizo tronceado por el medio son dos rollizos que pueden valer el doble aunque tengan la mitad de la madera...

-Sí -le interrumpió don Rosendo-, por eso, para hacerme un favor, me serruchaste las vigas que te mandé para embarcar.

-¡Claro, pues! Ahora se pasea por el pueblo con el muchacho, ¡quién diría! ¡Las vueltas que da la vida, la señora!

-¿Siempre va a casa de «ésa»? -preguntó Ofelia.

-Yo decía luego que era un hombre de gran corazón, a pesar de su carácter, ¿cómo pa les voy a decir? Un poco revirado...

-Es cierto -admitió don Rosendo-, a lo mejor lo dejó así el tifus que contrajo en la guerra. Yo lo dejo hacer para que salga de dudas.

Días después, mientras cebaba mate para quitar el indio a su hermano mayor, se había atrevido a comentarle estas cosas. Daniel mostró alguna sorpresa   —133→   en su rostro malhumorado. Al rato, encogiéndose de hombros, dijo, chupando la bombilla:

-Es natural.

Quedó callado de una forma que indicaba que no quería seguir hablando. Se levantó, hizo su cuarto de hora exacto de gimnasia, se bañó con la regadera y, ya perfectamente vestido y afeitado, entró al cuartito donde Miguelí, que entre tanto había tomado el desayuno, lo aguardaba para empezar el estudio. La tarea se desarrolló como de costumbre, amena y estrictamente. Tras de leer algunos párrafos, miraron en el globo por dónde andaban los hijos del capitán Grant. El mundo tenía clavada en la frente una banderilla de papel de seda rojo. Según había dicho Daniel, en ese lugar se estaba librando la más colosal y decisiva batalla de la historia. A Miguelí le hubiera gustado hablar de ella, oír explicar de nuevo lo que sospechaba su hermano tramaban los cowboys para cercar a los bandidos. Pero, era contrario a las normas apartarse del tema de trabajo: «Acostúmbrate a ir al grano, a obligar a tu cabeza a volcar toda su energía en lo que estás haciendo», solía enseñarle su maestro. Sin embargo esa vez, olvidando la lección de aritmética, le dijo:

-Con respecto a lo que me contaste, has de saber que una persona consciente y responsable cumple con su deber sin hacer caso de lo que digan o piensen los demás. Nunca esperes el reconocimiento de aquellos a quienes, de una manera u otra, obligas a obrar racionalmente, aunque sea en su beneficio, porque para ello no te quedará otro remedio que contrariar sus caprichos, la natural tendencia de dejarse conducir ciegamente por el instinto o por el hábito. Es decir, oprimirlos de algún modo, y a nadie le gusta que lo opriman. Tú me has dado una sorpresa muy agradable que, francamente, no esperaba. Estudias en serio, haces con gusto y diligencia todo cuanto se te indica. Eres leal. Te lo agradezco. Pero te ruego que en adelante no vuelvas a traerme chismes de la Casa. Nada   —134→   vamos a ganar con ellos, salvo envenenar el espíritu con mezquindades.

Abrió la puerta para irse y agregó.

-No te quebrantes por las vacas que regaló papá. Son suyas. Tiene derecho a fundir la hacienda si se le da la gana. Yo solamente trato de ayudarlo.

Dicho lo cual, salió para sus quehaceres. Así era Daniel, aunque parecía que para ello ejerciera sobre sí mismo la opresión que predicaba. Porque a veces, de regreso de la villa, tenía el rostro abotagado, ensombrecido. Se quedaba entonces tumbado en el catre, fumando y mirando al techo, hasta que, a los dos o tres días, volvía a ser el de siempre, como si lo hubiera abandonado un mal espíritu.

A Miguelí le daba mucha pena su hermano mayor.

Mucho tiempo antes de que Miguelí viajara a la Asunción para entrar a la escuela, había vuelto Daniel de una tropeada trayendo del cabestro a un potrillo alazán de media sangre: «Se lo gané a Montero en el poker -había explicado-. Es hijo de Dalila y de un padrillo de los Vargas». Otra novedad, porque Daniel casi nunca jugaba a las cartas, aunque cuando lo hacía ganara siempre. «Con la suerte que tienes yo me hubiera desplumado al pueblo entero», le reprochaba don Rosendo, con verdadera envidia. «No es suerte, y no soy un tahúr», replicaba Daniel. Como se le había muerto su montado favorito, puso en el alazán esa parte del corazón que se tiene reservada para querer a los caballos, que solamente puede llenarla «el noble bruto», según el decir de don Rosendo. Comenzó a educarlo el mismo día, y así, cuando al cabo se hizo un potro hecho y derecho, se dejó montar sin corcoveos. Aprendió a marcar el paso, a bailar polcas, a embretar toros, a no asustarse siquiera de los tiros. Volaba por encima del más alto alambrado, saltaba cualquier zanja, vadeaba cualquier río. Podía galopar de un tirón leguas enteras. Era rojo anaranjado, con largas crines rubias. Envidia de estancieros, Montero ahogaba en copas el haberlo perdido, y una vez, viendo a   —135→   Daniel ensartar una sortija de un limpio salto largo, con lágrimas en los ojos, puso en el suelo toda la plata que tenía, ofreciendo de yapa una tropilla y una montura repujada. «No te lamentes, hombre -lo consolaba Daniel, envanecido-. Es tu potrillo más de dos años de paciencia. Ya el general Paz había anotado que el paraguayo no cuida a su caballo. No tiene, pues, derecho a esperar mucho de él. Nube no tiene precio. No se vende a un amigo».

Hay recuerdos que no son de uno, pertenecen a la familia, cualquiera sea la cabeza en que se guarden. Así Miguelí creía tener en la memoria casos que acontecieron antes de que naciera. Veía presente al tío Ramón agonizando en Rubio-ñú. Apareciendo su pora a don Críspulo Insaurralde, que lo abandonara moribundo en el campo de batalla, hasta que volvió, ya viejo, a buscar los huesos de su hermano en el inmenso osario de niños sacrificados para darles cristiana sepultura. Era imposible que conociera al tío Críspulo, pero él estaba seguro de haber cabalgado en sus rodillas en la penumbra del alero, escuchando historias trágicas, siempre repetidas. O, por el contrario, aparecer como protagonista de hechos recientes, de los que no se acordaba en absoluto pero que se le atribuían como la cosa más cierta. Decían que estando la familia reunida en torno al picadero para buscarle nombre al potrillo de Daniel, Miguelí había mostrado un alazán galopando entre las nubes rosadas del crepúsculo: «¡Allá va, pónganle Nube!», contaban que gritó. Y que fue así como aquel caballo de rara estampa tuvo un nombre tan raro, y un jinete más raro todavía.

A poco de mudarse con Daniel, éste sacó de los Samudio una yegüita overa de buen paso y largo aliento para que Miguelí pudiera acompañarlo en cabalgatas sin quedar regazado. Era un animalito intrépido y feroz, lleno de mañas, casi tan pintoresco como sus célebres criadores. Un pasito sesgado, rápido, nervioso; un cazurro balanceo de su cogote erguido. Coceaba a dos pastas, a lo mula. Mordía al primer descuido al apretarle   —136→   la cincha. Giraba sobre sí mismo para esquivar la montada, galopaba al punto de pisarle el estribo. Bellaqueaba con cualquier pretexto. Fingía asustarse de su sombra pero era muy capaz de tumbar novillos a pechazos, de atropellar espinos persiguiendo avestruces. Era forzoso domarla de nuevo cada día a fuerza de tirones, látigo y espolazos. Mas éstos nomás eran encantos de manceba arisca. Miguelí la amaba. El hecho que se la dieran era motivo de orgullo, prueba de confianza. ¡Ah, si lo hubiera visto Olga Fernández rayando en la plazoleta! Hubiera sabido que era un hombre, no un cajetilla ni un cualquiera de la calle.

El cuidado de los caballos era parte sagrada de la diaria tarea. La caballeriza de Daniel, en medio del naranjal, parecía una pajarera por el alambre tejido que cubría las aberturas. Desde allí, yendo por caminito, se llegaba al tajamar, que era un embalse grande del arroyo que, por nacer de las surgentes de las lomas, nunca se agotaba. Lo rodeaba un terraplén bastante alto, protegido por alambres de púa. Era profundo. En algunas partes asomaban juncos cubiertos por rosados huevecillos de rana. Entre esas matas anidaban peces que limpiaban el agua de larvas de mosquito y que a veces crecían lo suficiente para una buena fritura. Un chorro cristalino caía por la compuerta a un embalse abierto donde se abrevaba el ganado en tiempos de sequía y se bañaban los caballos. Los suyos solían mordisquear el pasto tierno mientras ellos se zambullían en el tajamar bajo las largas sombras de los sauces, trepando después por la compuerta para volver a tirarse, porque el terraplén bajaba a pique y era difícil escalarlo. Quinientos metros aguas abajo, ya en pleno monte, otra represa conservaba los restos de una rueda hidráulica. Todo era obra de Daniel, con la ayuda de prisioneros bolivianos, que tenían fama de grandes cavadores. Ya entraba el sol cuando volvían, llevando a los montados del cabestro, por la senda del naranjal que salía directamente a la vivienda. Se ponían   —137→   decentes y salían para entrar por la picada con rumbo al cañadón. Esto ocurría una o dos veces por semana, cuando hacía buen tiempo.

Al llegar a Tayhy-punta, el camino doblaba por capricho nomás para darse el gustazo de saludar a Basilio, quien, a esa hora, era una sombra borrosa junto al ranchito blanco.

-¡Adiós, Basilio! -gritaban, levantando la zurda.

-¡Maiteipa, mi capitán! -respondía el mariscador con un grito profundo. Entonces a Miguelí se le antojaba marchar al frente de un largo ejército mandado por su hermano mayor.

Al salir a la pradera, una bandada de avestruces los observaba alerta. La yegüita cabeceaba por correrlos, tirando de las riendas hasta arquear el cuello como un ganso. Miguelí la apaciguaba a rebencazos y los ñandúes huían raudos hacia los bañados, levantando chajaes y alborotando teros. El caserón de los Samudio aparecía hinchado de música a esa hora de guitarras. A uno mismo la polca le sonaba por dentro como subiendo de la tierra por las patas del caballo. A veces, como una nube quieta colgada del horizonte, se divisaba una caravana de alzaprimas. O, como la súbita animación de un mundo quieto, llegaba una tropilla de yeguarizos repuntada al galope por los hermanos Samudio, sonando como tiros los largos arreadores, gritando como pájaros en un baile de crines, de sombreros, de pañuelos colorados sobre el campo amarillo con largas lonjas verdes bajo el cielo naranja.

Hasta el propio Daniel, tan serio como era, empezaba silbando despacito para luego largarse con un vozarrón que parecía sonar dentro de un balde.

-¡Como los usa'aaa el ranchero'ooo!

Una legua más allá, en un parque con árboles puntiagudos, aparecía el castillo almenado de don Jorge Federico Carlos von Stauffemberg, también llamado «El Cerdo Rojo» por los lugareños. Frau Cristina servía chucrut con costeletas ahumadas y una cerveza tan fría que quemaba los dientes. Daniel cabeceaba   —138→   al son de lieder. Hasta don Jorge, tieso y servicial, hablaba poco a esa hora en que el campo piensa. Fraulein cambiaba los discos en la victrola de enorme bocina, mirando a Daniel con la suave tristeza de una estampa. Cuando ya Miguelí se iba durmiendo, pasaban al salón del reloj con pájaro, de la cajita de música con muñecos bailarines, de los muebles negros, torneados, brillando de puro limpios, aunque con algo así como el recuerdo del insípido olor de la salchicha. También estaban el piano de Fraulein y la radio Telefunken. Don Jorge la encendía y comenzaban a dar las campanadas. Cada una era un barco hundido por los submarinos alemanes. Miguelí los veía cayendo en un abismo verde, transparente, apenas rizado por el redoble por los muertos. Extraños muertos con ojos de pescado y cabellos de junco. Daban y daban, como campanas del reloj del Tiempo Inacabable. Era asombroso que hubiera tantos barcos, tanta gente para morir hasta que un gringo ladrara a lo perro y don Jorge juntara los talones bajo el sillón.

Daniel procuraba entender lo que decía el alemán de los ladridos. En una ciudad de Rusia los hombres se mataban como hormigas disputando un hormiguero. Tanto al hermano mayor como a don Rosendo, les quebrantaba aquella pelea interminable hasta el extremo de que casi no hablaban de otra cosa, y de poner una botella a refrescarse en el cántaro para cuando se definiera: «Stalingrat... Stalingrat... Stalingrat», repetía la radio, cada vez más asustada. «Stalingrat, masacrat», aullaba al fin, y por los ojos de Stauffemberg comenzaban a asomar los lagrimones para bajar, como cebo fundido, por el rostro rubicundo e ir a amontonarse, temblorosos, en la mata de los bigotes. Hasta que una noche rompió a llorar amargamente. Daniel se levantó sin hacer ruido. En el corredor se despidió de las mujeres que se secaban las lágrimas con pañuelitos bordados. Algo les dijo en alemán, y ellas se enderezaron como plantas socorridas por el riego. Pero, una vez en la llanura,   —139→   salió al galope y al llegar a Tayhy-punta descargó en el aire su revólver.

-¡Pipu'uuu! ¡Ahora sí cagaron fuego, hijos del diablo! ¡Pe potí ma, pêé añamemby!

Gritaba loco de contento, riendo a carcajadas de los apuros de Miguelí por sujetar a su caballo, asustado por los tiros. Siguieron galopando hasta la Casa Grande. Salió a recibirlos don Rosendo, en calzoncillos, con una linterna en una mano y un máuser en la otra.

-Cien mil alemanes se rindieron en Stalingrado -anunció Daniel, saltando de su cabalgadura-. El Mariscal von Paulus con todo su ejército.

Miguelí vio con asombro cómo los hombres se abrazaban. Y cuando destapaban la botella de champagne para brindar por la victoria, se acordó del pobre gringo llorando lágrimas de grasa junto al reloj cucú, en el castillo negro.




ArribaAbajo- IV -

Los periódicos que hablaban de la guerra venían por encomienda una vez por semana. Según supo Miguelí, regularidad tan portentosa era debida a la buena y constante voluntad de Mercedes Fernández. Ella se encargaba de juntarlos, de hacer el paquete, y entregárselo al capitán del vapor, quien los dejaba en el puerto de la villa al compadre Britos. Daniel hacía sus escapadas con el pretexto de irlos a buscar. A veces, cediendo a los ruegos del hermanito, lo llevaba consigo para abandonarlo, junto con los tarros de dulce y las memorias que mandaban las mujeres, en casa de su compadre. Daniel daba pocas órdenes, pero Miguelí se daba cuenta de que a la primera falla se vería privado para siempre de tomar los naranjines que Britos anotaba en un cuaderno, de bañarse en el río, de subir a los vapores, de ver armar   —140→   jangadas y de ponderar cómo los flacos guinches de los barcos levantaban tan tremendos rollizos.

Daba gusto ver pasar la cañonera repleta de reclutas para las guarniciones del Chaco. Con la cabeza rapada parecían monitos asustados o una sarta de bichos jugando entre los cañones que, de tan grandotes, a uno se le antojaba que iban a comérselos. También ocurrían cosas, como cuando sacaron del agua a un hombre acribillado a tiros, con la cara comida por las pirañas. La gente se acercaba a mirar y al punto retrocedía como yeguarizo espantado. Hasta que las vendedoras de aloja se pusieron a gritar que era un delegado obrero de Puerto Pinasco. El comisario, sin saber qué hacer en medio de tanto barullo, mandó que lo tiraran al agua para no tener problemas en su jurisdicción. Los tuvo lo mismo, porque jangaderos y estibadores dejaron el trabajo y volvieron a pescar al muerto para llevarlo a la iglesia. El párroco no quiso dejar entrar a un anarquista a la casa de Dios. El pueblo estuvo convulsionado, a punto de irse a las manos, hasta que todo se aclaró al atardecer cuando se averiguó que el finado era un cuatrero a quien seguramente balearon sus compinches y el cura consintió en rezarle. Otro día se descompuso un vapor que llevaba presos a Peña Hermosa. Como casi todos eran estudiantes, las muchachas de la villa acudieron en bandada a traerles regalitos. Hasta el tilingo Vitó vino llegando con una barra de hielo de parte del almacén de Britos. Por la noche, en la cancha que da sobre la misma barranca, la Misión Norteamericana pasó cine gratis y la oficialidad del barco bajó a consolar a las chicas mientras los prisioneros miraban el espectáculo desde techos, mástiles y chimeneas. Al promediar la función un marinero avisó que ya estaba reparada la avería. Se interrumpió la guerra que mostraba la película para que todo el público fuera a la despedida. Los presos armaron un alboroto tremendo, dando vivas y mueras hasta quedarse roncos.

-¡Tres hurras piripipí con zapateo y grito salvaje   —141→   a la gloriosa Villa Asayé! -proponía alguno, y empezaba-. ¡Pi-ri-pi-pí!

-¡Ra, ra, ra! -coreaban los demás zapateando en el puente.

-¡Pi-ri-pi-pí!

-¡Ra, ra, ra!

-¡Pipu'uuu! -estallaba el «grito salvaje» saliendo de cien gargantas.

Ya levantaban la planchada cuando llegaron dos canastos de provisiones de parte del almacén de Britos, que ese día había vendido toda su cerveza. La algazara fue enorme.

-¡Tres hurras «tren lechero» al gran demócrata Telésforo Britos!

-¡Shish, pum! ¡Shish, pum! ¡Shish, pum!

-¡Que viva la burguesía nacional!

Un oficial que se daba corte parado de punta en blanco en la saliente de la proa, se cayó al agua no se sabe cómo y fue a subir por la popa cubierto de camalotes.

Pero, cuando el barco zarpó, cayó como una tristeza. Había sido muy hermoso escuchar la «Madelón con letra tonta», como dijo Daniel, a los muchachos que se iban a la cárcel por un río de estrellas:


Patria querida, somos tu esperanza,
somos la flor de un bello porvenir...

Eran voces timbradas, vigorosas, que apagaban el ruido de los motores; que empujaban al barco como vela invisible hacia un puerto donde todo era glorioso, que algún lado ha de quedar puesto que uno lo siente cuando canta.

Al final de sus vagabundeos, Miguelí regresaba a casa de Britos. Le daban de comer y lo ponían a dormir en cualquier parte. Daniel reaparecía de madrugada, listo para emprender la cabalgata de regreso.

  —142→  

Pero aquellos paseos pronto se terminaron. Como siempre, Miguelí no tardó en meter la pata.

El viaje a la villa era como para deslomar a cualquiera, sobre todo en verano, con el sol quemando desde el amanecer, aunque escondiera el encanto de cruzar el riacho por el atajo con los estribos en cruz, dejando que la correntada refrescara los pies. Cuando estaba crecido, la operación era algo más complicada. Primero se pasaban ropas y aperos por el puente, que nomás era un tronco de palma tendido de barranca a barranca en el gollete del remanso. Después, sacando el bocado del freno a los caballos para facilitarles la respiración, nadar aferrados a los jopos para montar en el momento justo en que aquéllos hacían pie. Al rato ya se estaban secando en la arena, a la sombra de los árboles, comiendo las butifarras del avío, saludando a las mujeres que, con cántaros o canastos equilibrados sobre la cabeza, cruzaban el puente con paso de danza. Daniel prendía un cigarro de los buenos para echarse a pitarlo silencioso, con el rostro distendido. Al verlo así, sin botas, bombachas ni sombrero panamá, sin otra vestidura que un pantaloncito para no asustar a las mujeres, Miguelí se daba cuenta de lo aindiado que era su hermano. Aunque no muy alto, su cuerpo parecía estirado, como si el cuero le quedara chico, marcándole los nudos de los huesos y los músculos largos, fibrosos, transparentes, tirando al color del palosanto. Los labios gruesos, que se antojaban finos por estar siempre apretados como si algo le doliera, se perdían en los bigotes ralos donde la cara se hundía para saltar en los pómulos, violenta. Lo más notable eran los ojos pardos que parecían mirar de muy adentro, que eran temibles cuando se entrecerraban, como suelen ser los ojos de los indios cuando asoma en ellos la fiereza de los hijos del monte.

En acabando de comer, a Miguelí le entraban ganas de hablar. Pero no se atrevía a interrumpir los pensamientos de aquel hombre de palo que se pasaba   —143→   la vida meditando la historia; como decía don Rosendo, para burlarse. Más que pensar, parecía que recordaba, como si por su alma viera pasar las sombras de un acontecer interminable.

Era un hombre con huella, que marcaba caminos: «itaperé», como se dice en ese guaraní de imponderables como el lenguaje de la misma tierra. La gente lo nombraba como se nombra a un muerto que anda por ahí en boca de compuesteros, atribuyéndole hazañas, muertes y seducciones, hombradas increíbles al menos para Miguelí que creía conocerlo.

Algunos lugareños en vez de «mi patrón» le decían «mi capitán». Hasta Basilio, tan parco en ponderaciones, contaba que nunca saludó a las balas, es decir, que jamás encogía la cabeza cuando pasaban silbando aguijones candentes. En Alihuatá se dieron cuenta de que estaba herido recién cuando se desplomó en las posiciones, al regresar de una descubierta: «Para no molestar no dijo nada. A nosotros que lo hubiéramos cargado como a un hijo. Éste sí que era oficial, no cucaracha. No era de esos chimbos de carrera a los que se tiraba una granada en su agujero para que salga su fotografía en el diario: «caído heroicamente». No es que mi capitán Domínguez fuera más corajudo o militar. Los cobardes no se quedan en la línea: hay muchas maneras de emboscarse. Sino que pensaba que la vida del soldado valía lo mismo que la suya, y esto, mi amigo, es cosa que se agradece. Sabía que igual que él podíamos estar cansados, medio locos de sed, desesperados por esa matanza que nunca se acababa y que seguíamos por el monte como tigres hambrientos, rastreando al sol para topar la muerte».

Miguelí estaba orgulloso de su hermano mayor.

Cuando regresaba de la villa, Ofelia procuraba que Miguelí le contara las andanzas de Daniel. Sabía muy poco en realidad, y ese poco trataba de callarlo, aunque Ofelia era artista para estirar la lengua al prójimo. Estaba desesperada, ya no tenía vergüenza,   —144→   le celaba hasta a Nube. Los recibía como furiosa, besaba a Daniel al saludarlo. Miguelí la sorprendió poniéndole yuyos trenzados en cruz en la pava del mate. Otra vez la vio en el naranjal espiando la casita con los ojos agrandados y la boca torcida en una mueca de hambre. Daniel parecía no darse cuenta y a Miguelí le estaba prohibido llevarle chismes de la Casa. Pero Ofelia le dijo algo terrible acerca de la niña boba. Miguelí solía verla en las afueras de la villa persiguiendo a su sombra como las mariposas, o vestida de blanco, calzada de charol, las trenzas renegridas sujetas con moñitos celestes, sentada, quietecita, frente al portón de su casa, sonriendo dulcemente como si oyera voces. Los chicos de los alrededores le rehuían temerosos sin explicar por qué. Una tarde Miguelí la saludó al pasar. Le respondió una risa estúpida, como cacareo de gallina. Miguelí escapó corriendo, con los pelos en punta: en la niña había una vieja procaz, envilecida... Daniel estaba dando la última pitada cuando a Miguelí se le escaparon las palabras malditas.

-Tengo que decirte una cosa.

Si allí se hubiera callado no pasaba nada, porque Daniel no lo había oído. Insistió sin embargo como obedeciendo al dictado de un abogado maligno.

-Te escucho -dijo Daniel sin mirarlo.

-Cuando volvemos, Ofelia me pregunta.

Daniel lo miró como pidiéndole que se callara.

-Quiere saber si sigues viendo a la Esperanza -prosiguió su lengua maldecida.

-Mira, compañero -le dijo entonces Daniel, tirando el pucho con ademán violento-, eso ya lo sabía. Que se lo digas o no es asunto tuyo. A mí me importa un pito.

-Ya sé -balbuceó Miguelí, más muerto que vivo-, ¡pero me dijo que la boba es hija tuya!

Daniel volvió la cara como si le hubieran pegado. Se serenó enseguida.

  —145→  

-Sí, es mi hija.

Miguelí no sabía dónde meterse.

-No te aflijas, compañero -le dijo Daniel, con la voz algo forzada-, te comprendo, me compadeces. Tienes razón, también en esto he fracasado. Ahora voy a decirte una cosa para que la entiendas de una vez para siempre, sea lo que fuere lo que averigües de mí o lo que te digan. No tengo nada que ocultar, pero tampoco tengo por qué confesarme. Soy responsable de todos y cada uno de mis actos, por ellos me puedes estimar o detestarme; puedo aguantar todos los golpes que me toquen en la vida. De los demás sólo exijo una cosa: el respeto. ¿Has comprendido?

Se levantó para vestirse. Miguelí fue a buscar los caballos.

-Mira, hermano -le dijo Daniel, que se ajustaba el cinturón con movimientos bruscos-, no vamos a ensillar el tuyo. Llévalo al otro lado, yo te voy a pasar la montura por el puente.

El agua estaba fría, quería llevárselo. En la otra orilla, Daniel le ayudó a apretar la cincha.

-Ahora te vuelves para casa -le dijo-. Lamento mucho que no puedas seguir acompañándome al pueblo.

Al rumbear la querencia, la yegua galopó de gusto. A Miguelí le iba sonando aquella frase del compadre Britos: «Con Daniel Domínguez no se juega, y menos con ese asunto».

Al verlo regresar solo, al galope tendido, Ofelia salió corriendo, desmelenada.

-¿Y Daniel? -gritó-. ¡Qué le pasó a Daniel!

Miguelí por poco la lleva por delante.

-¡Fuera pues, vaca vieja! -le gritó, restallándole el arreador en las orejas, pasando de largo hacia los fondos.

-¡Socorro! -imploró Ofelia-. ¡Este chico es un salvaje!



  —146→  

ArribaAbajo- V -

Daniel tardó días en regresar. Llegó de noche, en caballo ajeno. Tendió la mano a Ofelia, que se adelantaba para besarlo. Abrazó a doña Lucía cuando ella iba a darle la bendición. Saludó con una venia a don Rosendo y ambos se encerraron en el escritorio.

La cadena de lenguas que difunde las noticias en el campo, ya había informado que Daniel perdió en la mesa de poker todo el dinero de la casa, a Nube, los aperos y hasta su revólver Colt cacha de hueso. Que estuvo raro, riendo y chanceando, apostando con despreocupación tan temeraria que parecía que le estorbaba lo que llevaba encima. Que al acabarse la partida los demás estaban tristes, como si le hubieran robado, mientras que él, lo más campante, pedía fiado una vuelta de whisky para todos.

Aunque los mandaron llamar varias veces y se los esperó más de una hora, don Rosendo y Daniel no vinieron a cenar. Las mujeres suspiraban. Miguelí sentía una rabia creciente contra Ofelia, que miraba su plato como si se asombrara de que fuera de comida y que estuviese comiendo. Las dejó con el rosario y se fue a acostar. Refugiado bajo el mosquitero, el zumbo de los mosquitos no lo dejaba dormir. Era una de esas noches calientes, enervantes, en las que ni siquiera vale la pena sacar el catre afuera. La luna entraba sin el alivio de una brisa. De pronto tuvo miedo, como si hubiera un ánima mirando. El reloj de la Casa dio doce campanadas, transmitidas por la humedad espesa. Miguelí sudaba. En el marco de la puerta había una figura blanca, de larga cabellera.

Iba a persignarse cuando reconoció a Ofelia.

Sonámbula, con la mirada fija, la respiración acompasada, las manos sobre el pecho, el camisón cayéndole sobre los tobillos, entró y se quedó parada   —147→   en el centro de la habitación. Levantó después el mosquitero y se deslizó a la cama de Daniel.

¿Qué hacer? ¿Despertarla? No, eso estaba prohibido. ¿Avisar? Miguelí sintió que le picaban dos cuernitos de diablo. Esperó. Oyó pasos. Mordiendo de risa la almohada se sintió el más cachafaz de los traidores.

Daniel era muy considerado. Entró sin hacer ruido. Se desvistió hasta quedar en calzoncillos. Llenó un vaso con agua de la cantimplora, fue a lavarse los dientes en el corredor, escupiendo en el patio, limpiándose de aguas y de vientos y tornando a entrar tan silencioso como había salido. Bostezó, estiró los brazos y se metió en la cama.

-¡Mamita'aaa! -gimió, pero ya Ofelia se le había encaramado, clavándole las uñas, lanzando una especie de estertor.

Se vino abajo el palo del mosquitero, hubo enredo de tules y cobijas de los cuales salió al cabo el hermano mayor, trastabillando, para incorporarse y salir por la puerta como llevado por el diablo. Ofelia, sentada en la cama, se frotaba los ojos. De pronto, ahogando un grito, salió corriendo hacia la blanca noche. Al rato reaparecía Daniel como piel roja al acechó. Primero metió una mano, luego un pie, la cabeza, maldiciendo por lo bajo, mientras el hermanito roncaba lo más fuerte que podía. Con la cabeza escondida en la almohada, Miguelí sintió que encendían la lámpara, la alzaban por encima de su cabeza y volvían a dejarla en su lugar. De pronto se sintió agarrado del cuello, arrancado de la cama y levantado hasta el techo de una patada en el trasero.

-¡Arriba, badulaque! ¡Anda a hacerte con otro el zorro muerto!

-¡Ay na, icht! -lloriqueó Miguelí, procurando hacerse el tonto-. ¡Qué pa lo que pasa!

Daniel reía en silencio, abatatado.

-¡Fementido traidor! ¿Por qué no me avisaste?

  —148→  

-¿Qué cosa? ¡Yo no sé nada!

Daniel se sentó en el borde de su cama y lo quedó mirando como si lo ponderara.

-Bueno, mejor así... Anda a llenar la guampa. Tengo una sed terrible.

Se apresuró a obedecer. Daniel tomó, una tras otra, varias cebadas de tereré. Parecía otro allí sentado en calzoncillos, con la barba crecida que apenas si eran pelillos amontonados en las mejillas hundidas y en los bordes de la pera.

-De esto ni una palabra a nadie, ¿entendido? La más ligera alusión hará que me enoje contigo para siempre.

Miguelí no contestó.

-De todo hombre puede contarse algo ridículo, yo no soy una excepción... Lo decía nada menos que Montaigne... No interesa... ¿Por qué no me avisaste? No me vayas a decir que no te diste cuenta.

Miguelí soltó la risa.

-¡Ajá!, me hiciste una cochinada, ¿eh? Dejaste que me diera el más tremendo susto... ¡Chist!, no rías tan fuerte, van a oírte... Lo único que me faltaba es que te burles de mí... ¡Que calles, digo!

Se levantó, sacó una llave del bolsillo de la bombacha, abrió un cajón de la cómoda y sacó una botella tapada con un vasito.

-No son horas de beber -explicó, sirviéndose unos dedos-, pero me hace falta un traguito...

En los meses que llevaban juntos era la primera vez que lo veía hacer eso. Ni siquiera sabía que existiera tal botella. Daniel parecía desmoronado.

-Así es, compadre -dijo, sentándose-, uno se forja una imagen de sí mismo, la alimenta y sostiene todo cuanto puede, hasta que de repente se te borra. No siempre es ilusoria. Es real mientras la voluntad pueda sustentarla. Es una de las tantas formas de reflejo del espíritu del hombre.

Miró a trasluz el vaso, lo sacudió como para ver si se enturbiaba la caña amarilla.

  —149→  

-Claro... no entiendes un pito... es muy difícil...

Se echó un trago y continuó:

-La pasión de Ofelia se nos figura ridícula porque no la sentimos. Es como ver un baile sin escuchar la música. Si no participas de la vida ella te parecerá siempre una comedia, una farsa de muñecos maniáticos movidos por un titiritero loco -miró la hora en su reloj, que estaba junto a la lámpara, y agregó-. Es muy tarde. Es hora de que duermas.

-No tengo sueño.

No insistió. En realidad no parecía con ganas de quedarse solo. Se levantó para servirse más de la botella, y, sonriendo, se puso a declamar en gringo con la copa en alto.

-¿Sabes quién era Ofelia?

-Sí, la novia de Hamlet.

-¡Bravo! -exclamó-, ¡eres un mozo de una gran cultura!

Y tomándose el trago, soltó una risa amarga.

-Sin embargo, Miguelí, es saludable idealizarse un poco. Sería horrible que aceptáramos nuestra propia realidad. La naturaleza humana se redime por su capacidad de concebir.

Ya se escuchaba en la cocina el trajinar de los peones que madrugaban para aprovechar la fresca. Daniel seguía bebiendo, soltando de tanto en tanto frases sueltas de sentido incomprensible. Estaba medio tumbado en el catre, con la espalda apoyada en la pared.

-Cuando volví de la guerra, enfermo de tifus, vino a verme una mujer a la que no tenía derecho, a la que creía haber perdido para siempre. Recuerdo que en mi delirio se me antojó que era la Patria... Yo sólo pude darle una hija boba.

Amanecía. Balaban los terneros. Las mujeres salían   —150→   para el ordeño. Refrescaba. La lámpara había acabado de extinguirse.

-Voy a hacer mate -dijo Miguelí.

Daniel no contestó. Dormía profundamente, con la cabeza inclinada sobre el pecho hundido.

Lo despertaron gritos y lamentaciones que venían de los corrales. Un tropel acudía a la desbandada llevando por delante al chico que juntaba las vacas.

-¿Qué pasa? -preguntó Daniel, saliendo al corredor.

-Una gran desgracia, mi patrón -dijo el muchacho-, la señorita Ofelia se ahogó en el tajamar.

Corrieron por la senda del naranjal. La cabeza de Ofelia asomaba entre los juncos. Daniel se tiró al agua, seguido por varios peones. Uno de éstos fue el primero en llegar.

-No está muerta -avisó-, todavía está gimiendo.

Dio trabajo sacarla por el terraplén a pique, resbaladizo. Varias veces se les cayó, casi se ahoga de veras. Hasta que la enlazaron por la cintura, y mientras unos tiraban de la cuerda otros la empujaban por las rollizas nalgas. Los mirones, alineados como pájaros sobre el terraplén, acabaron por celebrar con risas las distintas incidencias. Taparon con un poncho el cuerpo que se veía desnudo bajo el camisón mojado. Respiraba débilmente, lanzando a ratos lánguidos quejidos. La tía Zoraida apareció dramáticamente y se puso a dar órdenes como un general en la batalla. Siguiendo sus instrucciones, trajeron un catre de lona y en él se llevaron a Ofelia para adentro.

-¡Déjenla! -gritaba don Rosendo, furioso, viendo ir y venir por café y agua caliente-. Ya se va a curar sola. Lo que le hace falta son unos buenos rebencazos, para no decir cosas peores.

Y al notar que la servidumbre se reía, se volvió vociferando:

-¿Qué les hace gracia a ustedes, zanguangos? ¡A   —151→   trabajar! Y que vayan preparando una carreta para llevarla a su casa. Bastantes líos tenemos para que vengan a hacernos melodramas.



Pero, claro, Ofelia no se fue. Estuvo unos días en cama para guardar las apariencias y curarse el resfrío, y volver después a lo de siempre.

-¡Qué país es éste, zambomba! -gruñía el viejo al verla cuando prendía sus velas a San Antonio.




ArribaAbajo- VI -

Días después del frustrado ahogo de la pobre Ofelia, vino llegando un peón de don Cornelio Prado trayendo a Nube del cabestro. El patrón hacía decir que era mucho caballo para un obrajero, amén de que ahora la mula se empacaba porque estaba celosa. Daniel quedó pestañeando.

-Dios me ha perdonado -decía, enredando los dedos en las crines rubias del alazán, que se frotaba las narices en el pecho de su amigo y doblaba una pata como si fuera a arrodillarse.

Era cierto, había sido: el corazón tiene una mancha que sólo sirve para querer a los caballos. Así como hay gente mutilada, hay quienes no saben del olor de la nobleza, de la sangre y el vigor multiplicados subiendo desde la espuela hasta el ala del sombrero. Pobrecitos, no saben galopar por la pradera persiguiendo el horizonte, la tricolor de la distancia, la polca de los vientos. Daniel pareció resucitado, curado de la mala piel. Volvió al trabajo como si creyera que se puede apurar a la semilla, comentaban los peones, contentos de verlo así, como un chico entusiasmado con su juguete.

Pasaron meses. El viaje a Buenos Aires se seguía postergando porque, según escribía Raúl, las cosas no andaban bien en la Argentina, donde la gente suponía que nunca pasaba nada. Daniel habló a la   —152→   directora de la escuela de la villa para que hiciera pasar de grado a Miguelí. A pesar de los dulces que le mandó doña Lucía, dijo que ella no podía hacer nada. Aconsejó esperar a la inspectora del Ministerio de Educación que vendría a tomar exámenes en marzo junto con las muchachas del último curso de la Escuela Normal. Don Rosendo se enojó porque Chiquita Orué era ahijada suya y debía el cargo a una recomendación que le diera cuando mandaba su partido. Daniel opinó en cambio que la educación primaria era una de las pocas cosas tradicionalmente serias que restaban al país, y que por tanto, la respuesta de Chiquita era la digna de una maestra paraguaya.

-Si no fueran así de testarudas cualquiera pasaría de grado sin estudiar en un país donde todos somos parientes y nos debemos favores. Que rinda en marzo y se acabó. Estoy seguro de que Miguelí va a dejarlas con la boca abierta.

Porque Miguelí se había convertido en un personaje muy formal y estudioso, que en todo imitaba a su hermano mayor. Se le antojaban tontos los juegos de los peoncitos. Adoptaba ante ellos una actitud benevolente, cordial, aunque distante, que mostraba a las claras quién era el patrón. Claro que a ellos parecía no importarles y una vez un boyero le hizo sonar las costillas de un lazazo por haber dejado la tranquera abierta. No podía quejarse a nadie. Se hubieran reído de él, dando de yapa la razón al peoncito. «Te estás volviendo un intelectual hecho y derecho», le dijo un día Daniel, al verlo con un libro, mientras los chicos jugaban en la plazoleta. Ellos iban a la escuelita situada a medio camino hacia la villa. Salían de madrugada, con avíos de mandioca, enracimados en matungos, enancados en borricos, o simplemente a pie, colgando los tinteros de la punta de una liña, sin ponderar del frío, del sol ni las tormentas por el largo camino que baja de las lomas. En otro tiempo Miguelí los envidiaba. Había   —153→   algo de potente, de viril en sus expediciones. Pero nunca quisieron que se fuera a esa escuela, tal vez porque allí enseñaba Esperanza Almirón.

En pleno verano, cuando la tierra se resquebraja boqueando y se casa el diablo lloviendo sudores sin esconder el sol, vino llegando de visita el doctor Marcial Fernández. Le dieron la pieza que había desocupado Ofelia para mudarse al cuarto de la tía Zoraida. Como no tenía ganas de sancocharse los sesos, cuando Daniel se iba a trabajar, se quedaba en una esquina del corredor, bajo el alero, mirando hacia la plazoleta. Era el lugar más fresco de la casa por la sombra que echaba el paraíso. Tendido en silla-catre, fingía leer o tomaba el tereré que Miguelí le cebaba después de terminar con sus deberes. En la mesa nunca se olvidaba de ponderar a su asistente.

-Asombra lo que sabe este chico -decía-. Es toda una promesa.

Miguelí había observado que a los mayores les gustaba hablar con él, decirle cosas que callaban entre ellos. Por ejemplo, era el único que sabía que Marcial escribía versos. Eran largos poemas en los que las palabras se movían como siguiendo el lánguido vaivén de las hamacas. Los recitaba sin quitarse el cigarro, con un guiño burlón y resignado en la arruga de los ojos, la cara ardiendo bajo la negra barba de alambre que no había navaja que afeitara al ras.

-Si se supiera que escribo versos -comentaba-, perdería mi clientela, me tendrían por loco. Porque, decime, ¿quién se va hacer cortar las hemorranas por un poeta? Por otro lado, Mercedes es muy capaz de pensar que la rubia de ojos glaucos a quien los dedico, es la mujer del farmacéutico y no la personificación del ideal de la belleza clásica como la Elena de Goethe.

Cuando Miguelí le preguntó «qué clase de ojos pa eran ésos», el doctor recurrió modestamente al diccionario, donde vinieron a averiguar que nomás eran   —154→   los verdes. A pesar del desencanto, para no romper la rima, la novia de Marcial siguió siendo hija de gringo. No obstante, lo había pillado pellizcando a Chipela, que era una de esas morochas anchas, revoltosas, con algo de sandía fresca y aroma de lechiguana.

Otra de las aficiones del doctor Marcial Fernández, quien, según la tía Zoraida, de tan haragán ni se rascaba, era la historia de la Patria. Tenía acerca de ella una opinión que escandalizaba a la gente.

-Es un trágico disparate -decía, mordiendo su cigarro.

A Miguelí le confiaba además, seguro de su probada discreción:

-Somos un país de hijos de puta.

Alarmado por el sobresalto de su interlocutor, se apresuraba a explicar.

-No, mi amigo, no te asustes. Los clásicos llamaban a cada cosa por su nombre. El eufemismo es francés, no castellano. Puedo decir la palabra que te escandaliza citando a Cervantes o calificando al más linajudo de nuestros compatriotas sin más que remontarme una o dos generaciones. «Mancebos de la tierra», se llamaron los primeros paraguayos, que fueron unos tipos con toda la barba, peritos en saltar cercos ajenos y en reptar hasta la alcoba mejor guarnecida. El yacaré es la más antigua, castiza y fecunda de nuestras instituciones. Sin él esta raza hace rato que se hubiera extinguido.

Se entretenía en chupar la bombilla del tereré, haciendo bailar sus ojos de diablo en la cara alargada, como gozando del efecto de lo que decía.

-Provenimos del vientre de viudas, quién sabe si fecundadas por postrer aliento de los héroes o por el azúcar que los libertos del Conde D'Eu les echaban por el pecho al aho-ryé22... De algún lado han   —155→   de venir las motas que suelen encrespar las lacias melenas guaraníes...

Miraba entonces a Chipela, soltando tal carcajada, que a Miguelí no le quedaba otro remedio que reírse a pesar de la rabia que sentía.

-¡Cómo se divierten ustedes!, ¿eh? -decía Daniel, que aparecía todo sudado, abanicándose con el sombrero, haciendo sonar las espuelas al sacudir las botas en la escalinata-. ¿Puede saberse de qué hablaban?

-Le decía a tu discípulo que el Paraguay nació de la quimera, del fracaso de todas las empresas, que hoy mismo es poco más que eso, que una idea.

-A ver, cómo es la cosa -se reía Daniel, sentándose con ellos, cebándose hasta el borde la guampa del tereré.

-Los guaraníes buscaban el Maitití -explicaba Marcial, inclinando hacia adelante su cabeza canosa-, cuando llegaron los españoles en procura de El Dorado. Al no encontrar un pito, los sobrevivientes de aquellas tremendas expediciones, el caballero Alcántara y el avá-payé, se sentaron en sendos apycaes a parar cuál de ellos era más macaneador. Las indias, entre tanto, les cebaban el mate. Así, charla que te charla, mientras el uno se obscurecía y el otro se aclaraba, pasaron siglos. Nos dejaron una herencia de sueños, la instintiva preferencia por lo descabellado, por lo absurdo, como fue fundar una nación en el rincón perdido de un gran continente. Así llegó a ser el Paraguay una especie de Dulcinea con una punta de Quijotes que andamos por ahí sueltos invocando su nombre para hacer locuras, mientras gobiernan Sanchos; Sanchos apócrifos, siempre viles, repugnantes...

-Lo que dices es pintoresco pero falso -replicaba Daniel, acercando la silla como para defender a su hermanito-. La nación paraguaya es el resultado de un proceso histórico complejo. Un proceso que debemos   —156→   estudiar para descubrir el secreto de su fuerza, por qué ha sobrevivido, por qué ha de perdurar.

-Mira, compañero -lo interrumpía Fernández-, aquí, entre nosotros, te diré que somos como esas familias ilustres venidas a menos. A algunos nos queda todavía energía suficiente como para guardar cierto decoro y trabajar, a pesar de las prostitutas que enlodan el honor de la Casa Solariega. Tal es el mérito de nuestra famosa fuerza de carácter, aunque sería de más provecho mandar al diablo el apellido y dejar de ser pobres de solemnidad.

-Te equivocas. Hay que salvar la Casa, pagar a los acreedores; la humanidad espera nuestro aporte a la civilización y a la cultura.

Fernández se reía.

-¿Con ésos? -preguntaba, señalando hacia la plazoleta con su barbilla puntiaguda.

En los palenques del galpón desensillaban los arrieros. Bromeaban rudamente con sus voces guturales. Se oía tintinear de espuelas, frotar de polainas y tiradores de fleco, moviéndose en la sombra de los grandes sombreros.

-Sí, con ésos. También el Paraguay es morada del Hombre.



Al despedirse de la familia, Marcial Fernández se había dirigido especialmente a Miguelí para decirle:

-Si no vas a Buenos Aires, te espero en mi casa. Voy a cederte la piecita donde suelo refugiarme del mundanal ruido.

Tuvo que ser la tía Zoraida la que le diera un empujón.

-¡Da las gracias al doctor, mal educado!

-Gracias -dijo Miguelí.

-Y un beso -agregó la tía, sumándole un pellizco.

Obedecer era tonto, negarse era agraviar. Besó pues las duras barbas del doctor Marcial Fernández, impregnadas   —157→   del olor de su cigarro. Como los mayores rompieron a reír, Miguelí se figuró que la escena debió resultar bastante cómica.




ArribaAbajo- VII -

Siguió pasando tiempo, tiempo que no se mide como agua de río. Así debió seguir, Miguelí estaba contento. Lo dejaban cazar con la escopeta para librar las siembras de loritos y palomas. Una vez, viendo a un carayá escapar con una caña dulce, le disparó un tiro al rumbo, sin ánimo de acertarle. El mono dio una voltereta, se levantó para correr, pero, a poco, como si le faltara aire, dobló una rodilla y lo quedó mirando, con las manos en el pecho, como un hombrecito suplicante, desencajada de terror su carita de vieja, saliéndole la sangre por la comisura de los labios. Con fría resolución, Miguelí cargó un balín en la escopeta y le hizo estallar como un huevo la cabeza de un balazo a quemarropa. «Para que no sufra», se dijo, pero durante semanas lo vio en sueños, y no faltó quien le dijera que en adelante debía cuidarse de tormentas. Nunca, jamás, volvería a tirarle a un mono. También solía arrear vacas del estero, enlazar toritos para las marcaciones. Dos veces acompañó a su hermano a embarcar tropa en el brete, no de simple mirón, sino como ayudante. Supo del primitivo placer de dormir al descampado con jergas de colchón y montura de almohada, mirando a Antares, la estrella de su signo, que Daniel le enseñara una noche para que tuviera una amiga en el cielo.

Hasta que por fin Chiquita Orué mandó avisar que la inspectora del Ministerio había llegado, y que al día siguiente, por la tarde, tendría lugar para examinar a Miguelí. Daniel releyó pensativo la esquela de Chiquita.

-Tendrás que vértelas con Concepción Martínez -le dijo, preocupado-. Es una gran maestra, amiga de nuestra familia, tratará de ayudarte. Pero si no   —158→   la conformas no te van a valer santos abogados -sacudió la cabeza como espantando dudas, para acabar sonriendo, dándole una palmada-. No me ha de fallar mi gallo, estoy seguro. Lo principal es que te mantengas tranquilo, que pienses bien antes de contestar.

Cuando Daniel tomaba una resolución, rara vez se desdecía. No había vuelto a llevar a Miguelí a la villa desde que lo mandara regresar desde el riacho, aunque jamás mencionó el incidente. Por eso el viaje fue todo un acontecimiento. Y un apurón, porque ninguna ropa decente ya le entraba. De zapatos, ni hablar: hacía más de un año que no se calzaba. Tenía los pies negros, duros, como los pies de un campesino. Las mujeres no durmieron armándole un pantalón y una campera de los restos de un frac. Salieron antes del amanecer, bostezando de gusto. Miguelí llevaba su elegancia en la gurupa y los pies raspados con piedra pómez para poder meterlos en los zapatos que pensaban comprar. Soplaba un viento frío anunciando un glorioso día otoñal.

Era media mañana cuando entraron a la villa por una calle ancha, sombreada por la arboleda de los patios, pisando arena suave como de lecho de arroyo. De pronto un ruidazo tremendo de tambores y trompetas encabritó a la yegua de Miguelí. Apenas pudo sujetarla con doble ración de rebencazos.

-¿Qué es eso? -preguntó. Había olvidado muchas cosas.

-Es el progreso -replicó Daniel, soltando una carcajada.

La música se interrumpió para dar lugar a un vozarrón que proclamaba:

«Bailen y diviértanse en las amplias instalaciones de la Escuela Número Tal. Kermesse organizada por las beneméritas y distinguidas damas de la cooperadora... ¿Está cansado? ¡Duerma en el Hotel Britos! ¿Tiene hambre? ¡Coma en el Restaurante Britos! ¡Siempre vuelvo bien «provito», compro en almacén-brito!».

  —159→  

Los caballos reconocieron los aires de una polca y se pusieron a trotar arqueando el cuello.

«¡Sopa-paraguay, chipa y caburé! ¡Orquesta y banda-ocara con organillo y todo! ¡Bailes típicos y cuadros vivos a cargo de las hermosas niñas normalistas que visitan nuestro populoso municipio! ¡Caballeros, diez pesos; damas, gratis! ¡Hagan callar a ese perro, carajo!».

En efecto, el parlante se había puesto a difundir frenéticos ladridos que eran coreados por todo el gremio perruno. Se oyó un aullido lastimero, el barullo de un jazz y otra vez al locutor:

«Bufete a cargo de la confitería nai-clú de nuestro cortés compueblano... ¡don Telésforo Britos!».

En eso pasó corriendo el tilingo Vitó, agazapado para esquivar las balas, bordeando cercas, listo para arrojarse cuerpo a tierra. Al llegar a la esquina, sacó la cabeza para enseguida encogerla como una tortuga. Llevaba un desteñido sombrero de paño verdeolivo de soldado del Chaco, y en las manos, listo para disparar, un fusil imaginario.

-¡Eh Vitó!, ¿hay mucho enemigo? -le preguntó Daniel, alegremente pero sin reírse.

Como tocado en una fibra, el loco se volvió para cuadrarse.

-No se ve a esos indios, mi capitán. Por ahí andan escondidos. No vayes que a descuidarte.

-¡Qué esperanza, mi hijo, qué esperanza! -le respondió Daniel, con la voz cálida, haciéndole la venia.

La cara de Victorio pareció iluminarse. Los ojos grises, astutos, le brillaban. La ancha boca atajaba una sonrisa cómplice. Dio media vuelta y se alejó, marcando el paso. En la vereda opuesta, el turco Abú, sentado a la puerta de su tienda que rebosaba baratijas, se reía silencioso como un pato, sobando su enorme panza.

-Fue un buen soldado -comentó Daniel-, pero la guerra se le metió en el alma y la sigue jugando como un niño.

  —160→  

Eran dignas de verse las mejoras del negocio del compadre Britos. El primer patio, donde antes se ataban los caballos, ahora estaba embaldosado, con mesitas repartidas bajo los mangos, de cuyas ramas pendían parlantes de grandes bocinas. De construcción reciente, todavía sin revocar, oliendo a cemento fresco, estaba el comedor. Nada de esto, claro, era novedad para Daniel, quien mandó a un dependiente a que llevara los montados a la caballeriza, y se dirigió directamente a un patio interior donde estaban las habitaciones de primera categoría. Se toparon con muchachas agraciadas de blusa blanca y pollera azul, que salían en tropel, riendo como atolondradas.

-¡Adiós, churro! -piropearon a Daniel, que, todo azorado, sonreía sin saber qué hacer con el estorbo de las gurupas que no le dejaban ni sacarse el sombrero.

-Son normalistas -explicó, después de trancar la puerta del cuartito que les dieron.

Tras de asearse un poco, pasaron a los fondos, donde había sido relegado el almacén, con el propósito de saludar a los compadres y comprar zapatos a Miguelí. Recostados en el mostrador, torvos arrieros tomaban su cañita mientras esperaban turno para aprovistarse. Britos dejó la caja y acudió a recibirlos. Estaba gordo, relamido, rebosando satisfacción. Los hizo pasar al depósito donde, señalando cajas de cartón alineadas en flamante estantería de cedro, y un gran cajón de embalajes repleto de pares de zapatos unidos por los cordones, le dijo a Miguelí:

-Elegí el que más te guste, es regalo de la casa. Mientras tanto nosotros vamos a saludar a la patrona y a tomarnos unos whisky a la salud de mi compadre.

Miguelí hubiera preferido unas botas de caña corta que se habían puesto de moda últimamente, pero, por espíritu de modestia, eligió del montón un par de zapatos comunes entre los que dieron menos trabajo a sus talones endurecidos. De vuelta al cuarto,   —161→   se vistió la ropa nueva. Aunque carecía de espejo, comprendió que el pantalón del frac cortado a media pierna y la campera negra, de enormes solapas, con una manga más larga que la otra, eran atuendo algo estrafalario. Esperó resignado, sin atreverse a salir. Daniel, al verlo, encogió la nariz.

-Con esa facha no creo que te pasen degrado -dijo-. Volvamos al almacén, a ver si hay algo que te convenga.

Esta vez los acompañó doña Rosario de Britos. No encontraron pantalones cortos que le vinieran bien.

-¡Jesús, María y José! -ponderaba la señora-. ¡Cómo pa ha crecido este muchacho! Yo que vos, mi compadre, le ponía pantalón largo. Los cortos ya le parecen los calzones de su hijito.

Antes de que Daniel pudiera contestar ya la patrona estaba deshaciendo paquetes. Su ojo experto dio con la medida exacta. Al rato ya estaba Miguelí calzado y con medias, con pantalones de brin, camisa de hilo, corbata y campera de popelín celeste, mirándose a un espejo de cuerpo entero.

-¡Dios nos guarde! -repetía doña Rosario, persignándose.

Daniel, sentado en una silla, con las piernas cruzadas, lo miraba de una manera extraña soltando lentamente el humo del cigarrillo.

-Ahora mismo te me vas a la peluquería -dijo la mujer, como inspirada por súbito entusiasmo-. Decile a don Segundo, de mi parte, que te deje un lindo jopo, nada de recorte cuartelero... No, ya lo veo, no vas a decirle nada. Y ese viejo sinvergüenzo es muy capaz de jugar por tu cabeza. Yo misma te voy a acompañar. Ahora sacate la ropa, voy a mandar que te aseguren los botones.

Daniel ya no estaba. Un momento después, descalzo y de calzones cortos, seguía a doña, Rosario por las calles de la villa. Se sentía humillado. Una vez más, le parecía, habían visto en él a otra persona.

  —162→  

En el comedor habían juntado varias mesas para servir a los principales que habían acudido para la fiesta de la noche desde estancias y obrajes de los alrededores. Como era de esperar, en una de las cabeceras se sentaba Montero, el más rico, y en la otra Daniel, su amigo y contrario de siempre. Montero era un gigante moreno, de rasgos finos, con una especie de ferocidad oculta. Frente a él, Daniel parecía chico. Pero nadie que los conociera iba a apostar por Montero en ningún mano a mano, cualquiera fuera el terreno o el arma que eligieran. Porque Daniel siempre ganaba. Contaban que desde niños habían rivalizado, y que el sueño dorado de aquel hombrón era hacer morder el polvo a Daniel Domínguez. Por eso eran tan amigos. También se decía que fue Montero quien salvó a Daniel de las consecuencias de una hombrada que hizo en su juventud. Un asunto de mujeres del que Miguelí nunca llegó a enterarse del todo; la gente de campo es muy chismosa pero sabe callarse cuando debe. Varias veces le prestó dinero. Con las quinientas cabezas de engorde que le facilitó el año pasado se había enderezado en parte la finca de Loma Verá. Nunca pasaba una tropa sin que Montero se olvidara unas vaquitas en el potrero grande. Sin embargo, el muy ingrato de Daniel lo hacía rabiar cuanto podía. Le había ganado Nube jugando al poker, y, con el mismo caballo, humilló en las cuadreras a los mejores parejeros de la grande y famosa estancia de su amigo.

-Montero tiene fuerza -había oído decir a los troperos en los fogones del brete-, pero don Daniel es tan duro que se rompe por él cualquier machete.

-Sí, pues -decía otro-. Es como el guarañirá, te jode con su corteza blanda y su tronco delgado.

-Hay claro; caraí Montero sabe que por lo menos hay uno que puede por él. Por rabia que le da reniego, le respeta, le quiere, aunque allá en el fondo ha de gustarle verlo tumbado aunque sea una sola vez.

  —163→  

-¡Cierto! -remataba un arriero levantando una mano de dedos mutilados como si fuera a bendecir-. Mi capitán Domínguez no le reza luego a los santos. Él mismo nomás es su propio abogado.

De éstas y otras habladurías se acordaba Miguelí viendo a los mayores disputar en la mesa. A él lo habían puesto en rancho aparte, con otros chiquilines azorados que se comían los mocos de timidez en medio de tantos lujos, aturdidos por los valses que tocaba la victrola.

El mozo iba y venía con jarras de vino rebosando hielo. Las risas se iban haciendo destempladas, brutales. Por lo visto estaban azuzando una disputa. De pronto Montero se levantó, congestionado, dando trompadas en la mesa.

-¡Les paro! -gritó-. ¡Les paro lo que quieran! Este loco es capaz de rechazar cualquier oferta. Es un sentimental, va acabar carpiendo liños. Nunca va aprender a cuidar por sus intereses.

-¡Que diga cuánto! ¡Que diga cuánto!

-¡Qué te va a decir, si carga su cachimbo con puchos de sus cigarros!

El restaurante Britos trepidó de risa.

-Claro, cuido por mi plata. Por eso no la guardo ni en el banco. En canastos la tengo y a veces la saco a tomar sol.

-Dejate de hacer parada y decí cuánto pagás. Todo tiene su precio.

-Diez mil pesos -dijo Montero-. Diez mil pesos te pago por tu caballo.

Todos se volvieron hacia Daniel.

-No está en venta -dijo, riendo.

-¿No les decía? -exclamó Montero, mirando a su alrededor como buscando apoyo-. Está loco angá el pobre. Una noche, aquí mismo, lo perdió por una parada de mil pesos. ¡Haber sabido yo que lo tenía ese idiota de Cornelio! Me lo hubiera vendido antes de devolverlo al mismo que le rompió la cabeza.

La alusión provocó otro estallido de hilaridad que duró un buen rato.

  —164→  

-Doblale la oferta para ver si aguanta -dijo el compadre Britos, que había abandonado la caja, arrimando una silla cerca de Montero y sirviéndose un vaso de vino-. Todo tiene su límite, como dijo el que se cayó en el excusado.

-¡Listo ma! -aceptó Montero-. Veinte mil pesos más mi mejor parejero, a tu elección.

-No vale tanto -replicó Daniel, paladeando su vino. Se veía que gozaba mostrando a todos que tenía algo más valioso que toda la plata que Montero guardaba en sus canastos.

Montero soltó una risa maliciosa.

-Eres un imbécil y vas a serlo mucho tiempo porque todavía eres joven -se secó la frente con la servilleta y continuó-. Vendí esta temporada cinco mil cabezas de engorde a un precio inmejorable. Puedo permitirme una locura. No me contestes ahora. Piensa primero en la situación de tu casa, en la hipoteca... y en otras cosas que tú y yo sabemos tienes la obligación de pensar... Y no pongas esa cara, no me asustas ni un poquito. ¿Qué te crees? ¿A mí también vas a pegarme? Oye primero: te doy cien mil pesos por tu caballo. La oferta sigue en pie hasta mañana a medio día. Que los señores presentes sean testigos.

Un «¡ah!» de admiración recorrió toda la mesa. Montero llenó otro vaso y se lo bebió de un trago. Miguelí se dio cuenta de que su hermano mayor estaba pálido.

-Bien sabes, compañero -dijo con voz ligeramente temblorosa-, que jamás, abusando de tu capricho, aceptaría semejante suma por un caballo. Ahora bien, si tanto lo deseas, te lo regalo. Te debo favores que valen mucho más que un parejero.

El compadre Britos se desplomó sobre la mesa y rompió a llorar a moco tendido.

-¡Y pensar que es mi pariente! -repetía, sollozando.

Montero se levantó, arrojó la servilleta y se mandó a mudar dando un portazo.

  —165→  

-Bueno, señores -dijo Daniel-, supongo que el almuerzo ha terminado.

Miguelí jamás iba a olvidarse de las caras de aquellos estancieros pensativos.




ArribaAbajo- VIII -

Tras de dormir la siesta se dieron una ducha en el «baño moderno» del hotel. Era un cobertizo de madera donde se alineaban duchas alimentadas por un flamante molino de viento. Al lado había una piecita con percheros y sillas para colgar la ropa y cambiarse. Daniel contó que no obstante esa comodidad, muchos huéspedes se olvidaban de la muda, y, para no volver a vestir ropa sudada, después de mirar si no había moros en la costa, cruzaban el patio a la carrera sin más protección que una toallita para cubrir las indecencias. Contra tan fea costumbre estaba el cartel que decía, en toscos caracteres: «Prohibido salir del baño en pelotas. Lo cortés no quita lo valiente».

-El compadre es realmente un hombre progresista -comentaba Daniel, mientras se ataba los cordones de los zapatos que, por la ocasión, reemplazarían a las botas-. No sé por qué vericueto viene a resultar nuestro pariente. Se crió en casa, ejerció todos los oficios, y ahora no le cortas la cabeza por menos de un millón de pesos.

Como parecía de buen talante, Miguelí le preguntó:

-¿Regalaste a Nube?

Daniel se echó a reír.

-Quién sabe. Esperemos a ver qué hace Montero. No te peines con raya, échate el pelo para atrás, va a quedarte mejor.

Lo que significaba, en el idioma que habían perfeccionado en más de un año de convivencia, que Daniel prefería no hablar de aquel asunto.

  —166→  

Cuando Miguelí estuvo totalmente vestido su hermano mayor lo examinó con ojo crítico.

-Te has echado unos cuantos años encima con esta ropa -le dijo, arreglándole el nudo de la corbata-. Si hoy no pasas de grado te quedará ridícula.

Salieron a la hora en que la gente recién se levanta de la siesta. El sol estaba fuerte pero soplaba brisa fresca. Las calles tenían aspecto deslumbrado, adormecido en resolanas. Subieron hacia la villa alta divisando franjas reverberantes de río color de plomo. La escuela estaba en un caserón ruinoso de altas rejas en los ventanales y un escudo en la puerta. En la punta de una tacuara flameaba una tricolor desteñida y remendada pero dando como siempre un toque vivo, vigoroso, al paisaje.

No era época de clases. Salvo algunos aplazados del año anterior, había pocos escueleros en los corredores. Algunas muchachas colgaban adornos para el baile de la noche.

Doña Concepción Martínez era una mujer baja, rellena, de tez mate, rostro oval y agraciado. Llevaba el peinado alto y la expresión de bondad enérgica que sólo suele verse en las personas de provecho. Después de enterarse de la salud de todos y cada uno de los miembros de la familia Domínguez, de recibir el tarro de mermelada que le mandaba doña Lucía, de escuchar atentamente la exposición que le hizo Daniel de sus ideas pedagógicas, mandó que la dejaran, junto con una maestra y una normalista, examinar a Miguelí que esperaba, muy compuesto, sentado en un pupitre. En el bolsillo de la campera le brillaba la lapicera de oro de su hermano mayor. Ésta y los pantalones largos le habían insuflado no poca arrogancia. Tanta, que se atrevió a sostener la mirada de la normalista que, desde que entró, no le había sacado de encima un par de ojos traviesos, angustiados, que le llenaban la cara. Miguelí sintió que una corriente tibia le aceleraba el pulso.

-El examen va a ser oral y escrito -explicó la inspectora, cruzando las manos sobre la mesa de su   —167→   estrado-. Pero, bajo mi responsabilidad, no vamos a ajustarnos del todo al reglamento. Éste es un caso muy, pero muy especial... ¿Conformes? -sin esperar respuesta, tomó de una pila un papel de oficio y le puso una rúbrica.

-Nelly -ordenó a la normalista-, tomá y explicale lo que tiene que hacer.

Dicho lo cual se volvió hacia la maestra y ambas se pusieron a cuchichear.

La chica se sentó al lado de Miguelí.

-Aquí le ponés la fecha. Abajo, tu nombre y apellido completos... ¡Qué linda lapicera! ¿Es tuya?

-No, es de mi hermano Daniel.

La respuesta pareció hacerle mucha gracia, porque se mordió los labios atajando la risa, espiando con un ojo a la inspectora.

-¿Nunca mentís? Podrías haberme dicho que era tuya.

-¿Para qué?

-Pues para enamorarme, para que te creyera dueño de una Parker.

Miguelí se hizo el tonto.

-Tengo otra igual en casa -dijo-, pero está descompuesta.

A ella le dio como un hipo y se tapó la boca con la mano.

-¿Daniel es ese churro que te acompañó? ¿Es casado? ¡Oh, así que te llamás Miguel! Un nombre para amar, te queda justo...

-¡Nelly, venite para acá, no perturbes al chico! -la retó la inspectora, y volviéndose a la maestra agregó, riendo-. Estas chicas son el diablo, ¡qué responsabilidad el haberlas traído!

Se abrió la puerta y entró otra normalista, toda sofocada. Era rubia, con la cara llena de granitos.

-¿No te decía? ¿Son horas de venir? ¿Dónde has estado?

-Perdóneme, doña Concepción. Fuimos al río con la señora Graciela y se hizo tarde -mientras hablaba espiaba a Miguelí con el rabillo del ojo.

  —168→  

-Bueno, sentate -dijo la inspectora, sacando una libreta y anotando-. Tenés una amonestación.

La chica no pareció afligirse, porque de paso nomás le sacó la lengua a Miguelí.

-No seas na tan severa, Concepción -le decía la maestra, por lo bajo-. Hoy están alborotadas por el baile de esta noche.

Doña Concepción soltó una risa plácida.

-Peor van a estar después. Creo que voy a tener que dormir con las trenzas de estas mis hijas agarradas en la mano, como nuestras abuelas en la Guerra Grande -dio una palmada en la mesa y agregó-. Vamos a comenzar. Vamos a ver qué pa lo que sabe este buen mozo que ya está enamorando a mis alumnas...

El examen duró toda la tarde. Fueron pasando asignatura por asignatura. A veces las respuestas de Miguelí hacían llorar de risa a las muchachas, que sólo se callaban ante la sonriente severidad de la inspectora. Cuando esto pasaba, se abría la puerta y asomaba Daniel a preguntar si la cosa había acabado. Lo echaban sin contemplaciones. Parecía muy entretenido con las normalistas que preparaban el baile y que a veces armaban tal barullo que doña Concepción bajaba de su estrado para salir a retarlas.

Hasta que al fin las examinadoras se pusieron a deliberar en voz baja. Miguelí pudo escuchar algunas cosas.

-No vayas na a ser mala, Concepción.

-Es tan inteligente.

-Y tan buen mozo

-Más a mi favor -argüía la inspectora-. Para hacer el bien la compasión es mala consejera. No lo olviden, hijitas.

Llamaron a Daniel. Lo hicieron sentar en un pupitre de modo que él también pareciera un escuelero. Doña Concepción comenzó a hablar:

  —169→  

-Está, en algunas cosas, muy adelantado. Es natural. Estudió contigo, se crió entre libros, oyendo a personas ilustradas. La generalidad de los niños no tiene tanta suerte. Muchos entran a la escuela sin saber el castellano -esto ya lo dijo mirando a Miguelí-. Sin embargo aprenden pronto porque son modestos y hacen todo lo posible, inspirados por viejas tradiciones de respeto por la sabiduría y por las letras, y el deseo que tiene nuestro pueblo de vivir con dignidad. De entre ellos salieron y siguen saliendo la mayoría de los hombres ilustres que tuvo y tiene el Paraguay. Porque aunque vos no lo creas, el Paraguay tuvo y tiene muchos hombres y mujeres ilustres, aunque muy pocos se acuerden de ellos, aunque casi nadie sepa siquiera que existieron, y que existen. Por ellos aún palpita el corazón de la patria, mi querido. Perdoname que te hable así, pero yo soy una maestra y es mi obligación procurar que se enciendan en tu pecho los más nobles ideales. Mi trabajo es arar y sembrar en el espíritu para que la vida sea mejor. Para eso me pagan, es un decir -se rió como para justificarse, y continuó, volviendo a dirigirse a Daniel-. Este joven tiene muy mala ortografía, no distingue el sujeto del predicado, un verbo de un adjetivo... Pero el señor le critica a los próceres, ¡qué pa me decís! Cita al padre Lozano, a Azara, al coronel Centurión, pero no supo decir en qué Congreso se declaró la independencia de la primera república de América. Me contó cuantos anillos ndayé23 tiene Saturno, pero no sabe calcular una circunferencia, desconoce la superficie de su país y en cuántos departamentos está dividido. Sabe sacar la raíz cuadrada y se ofreció a demostrarme el teorema de Pitágoras, pero cuando le pregunté qué era una razón me salió dando una lección de filosofía. En resumen: ¡zonceras! ¡hojarasca! Lo siento, mi querido, te hace falta escuela. La ayuda de   —170→   unas tontas ignorantes como somos nosotras las maestras, con nuestros métodos anticuados. No puedo hacer por vos otra cosa que reconocerte el segundo grado, que no pudiste terminar, y esto para que no digas por mí, como estas pícaras, que soy una vieja bruja.

De nada valieron las argumentaciones y promesas de Daniel. Doña Concepción era muy terca.

-La escuela, che mi hijo -decía-, tiene que dar conocimientos sistematizados, exactos, que sirvan de base a otros estudios. Pasar de grado significa que el alumno sabe tales y cuales cosas muy concretas que le permitirán aprender tales y cuales otras, también concretas. No te creas que no sé que muchos opinan lo contrario. Pero se van por las ramas, hablan de la yapa. ¿Qué pa te creés? No estamos aquí para formar charlatanes -la inspectora decía «sharlatanes», como la gente guaranga-, sino ciudadanos útiles, que dominen su oficio, que sepan aplicar en el trabajo y en la vida con seguridad y provecho lo que aprendieron en la escuela.

Pegó con la regla, como el juez de paz, indicando que estaba dictada la sentencia. Después, endulzándose, agregó.

-Yo, en tu lugar, lo mandaba a un buen colegio a cursar el tercero y el cuarto grado. Los reglamentos permiten, en algunos casos, hacer libre el quinto. Puede hacerlo, si quiere. Más tiempo va a perder si lo aprobamos.

Salieron cabizbajos. Ni Daniel miraba a Miguelí, ni Miguelí miraba a Daniel. Nadie hubiera podido decir cuál de los dos era el aplazado. En eso pasó Vitó, con las alas de su sombrero-chaco bajadas sobre las orejas, absorto en un patrullaje. De tanto en tanto, apoyando una rodilla en el suelo, miraba a su alrededor con una mano en pantalla y la otra descansando en la invisible trompetilla de su máuser. De súbito se agachaba, prendía un terrón de tierra y se lo comía presuroso, como si lo hubiera robado.

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-¡Sombrero burro'ooo! -le gritó un chiquilín, tirándole una bosta.

-Eso va por nosotros -comentó Daniel.

Victorio rodaba hecho un ovillo como para esquivar una granada, para luego incorporarse y perseguir al agresor corriendo calle abajo.



-¡Arto! ¡Arto! -gritaba el loco, perdiéndose detrás del chico en las barrancas del río.

El compadre Britos estaba sacando cuentas detrás del mostrador del hotel. Al verlos entrar los llamó aparte.

-Montero se fue, llevándose tu caballo -le dijo a Daniel, y se calló, espiando el efecto con sus ojillos astutos. Pero el hermano mayor ni se rascó el bigote.

-Te dejó el suyo y este sobre -agregó, pasándole uno abultado, sin cerrar. Daniel levantó la solapa y se quedó mirando un fajo enorme de billetes de mil.

-Te manda decir que no es un pago... que no jodas más, que está aburrido de oír zonceras... que va a mandarte confinar al Chaco, que te va hacer sablear en el cepo... -recitaba el compadre, demudado, con la voz entrecortada.

Daniel seguía mirando el sobre, pasando los dedos por los bordes de los billetes de plata-pirirí, relucientes como barajas nuevas.

-Dijo también que si no querés la plata te limpies con ella lo que sabemos -continuaba Britos, ya en guaraní, para hacer a su expresión más gráfica.

-Basta -lo atajó Daniel-. Miguelí, anda a mudarte. Salimos enseguida.

-¿Adónde?

-A Loma Verá, para que te despidas. Vas a ir a la Asunción, al mejor colegio.

-¿La agarrás? -preguntó el compadre, temblando, sin dar crédito a sus ojos. Miguelí lo comprendía:   —172→   nadie podía saber cómo iba a reaccionar Daniel en un caso semejante. Él mismo había temido que sacara los fósforos y fuera quemando los billetes uno por uno, mientras el compadre Britos y sus parroquianos se revolcaban por el suelo disputando las cenizas. En cambio ahora reía como si aquel asunto no lo sorprendiera en absoluto.

-No, señor -dijo-, no lo agarro.

-¡Nde bárbaro! -gimió Britos-, ¿qué vas a hacer entonces?

-Lo recibo -replicó Daniel, metiendo el sobre en el bolsillo.

-¡Ah! -exclamó el compadre, embobado, abriendo tamaña boca-. Upeva otra cosa, ¿ayé?24