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Zaragoza

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

Me parece que fue al anochecer del 18 cuando avistamos a Zaragoza. Entrando por la puerta de Sancho, oímos que daba las diez el reloj de la Torre Nueva. Nuestro estado era excesivamente lastimoso en lo tocante a vestido y alimento, porque las largas jornadas que habíamos hecho desde Lerma por Salas de los Infantes, Cervera, Agreda, Tarazona y Borja, escalando montes, vadeando ríos, franqueando atajos y vericuetos hasta llegar al camino real de Gallur y Alagón, nos dejaron molidos, extenuados y enfermos de fatiga. Con todo, la alegría de vernos libres endulzaba todas nuestras penas.

Éramos cuatro los que habíamos logrado escapar entre Lerma y Cogollos, divorciando nuestras inocentes manos de la cuerda que enlazaba a tantos patriotas. El día de la evasión reuníamos entre los cuatro un capital de once reales; pero después de tres   —6→   días de marcha, y cuando entramos en la metrópoli aragonesa, hízose un balance y arqueo de la caja social, y nuestras cuentas sólo arrojaron un activo de treinta y un cuartos. Compramos pan junto a la Escuela Pía, y nos lo distribuimos.

D. Roque, que era uno de los expedicionarios, tenía buenas relaciones en Zaragoza; pero aquella no era hora de presentarnos a nadie. Aplazamos para el día siguiente el buscar amigos, y como no podíamos alojarnos en una posada, discurrimos por la ciudad buscando un abrigo donde pasar la noche. Los portales del Mercado no nos parecían tener las comodidades y el sosiego que nuestros cansados cuerpos exigían. Visitamos la torre inclinada, y aunque alguno de mis compañeros propuso que nos guareciéramos al amor de su zócalo, yo opiné que allí estábamos como en campo raso. Sirvionos, sin embargo, de descanso aquel lugar, y también de refectorio para nuestra cena de pan seco, la cual despachamos alegremente, mirando de rato en rato la mole amenazadora, cuya desviación la asemeja a un gigante que se inclina para mirar quién anda a sus pies. A la claridad de la luna, aquel centinela de ladrillo proyecta sobre el cielo su enjuta figura, que no puede tenerse derecha. Corren las nubes por encima de su aguja, y el espectador que mira desde abajo, se estremece de espanto, creyendo que las nubes están quietas y que la torre se le viene encima. Esta absurda fábrica bajo cuyos pies ha cedido el suelo   —7→   cansado de soportarla, parece que se está siempre cayendo, y nunca acaba de caer.

Recorrimos luego el Coso desde la casa de los Gigantes hasta el Seminario; nos metimos por la calle Quemada y la del Rincón, ambas llenas de ruinas, hasta la plazuela de San Miguel, y de allí, pasando de callejón en callejón, y atravesando al azar angostas e irregulares vías, nos encontramos junto a las ruinas del monasterio de Santa Engracia, volado por los franceses al levantar el primer sitio. Los cuatro lanzamos una misma exclamación, que indicaba la conformidad de nuestros pensamientos. Habíamos encontrado un asilo, y excelente alcoba donde pasar la noche.

La pared de la fachada continuaba en pie con su pórtico de mármol, poblado de innumerables figuras de santos, que permanecían enteros y tranquilos como si ignoraran la catástrofe. En el interior vimos arcos incompletos, machones colosales, irguiéndose aún entre los escombros, y que al destacarse negros y deformes sobre la claridad del espacio, semejaban criaturas absurdas, engendradas por una imaginación en delirio; vimos recortaduras, ángulos, huecos, laberintos, cavernas y otras mil obras de esa arquitectura del acaso trazada por el desplome. Había hasta pequeñas estancias abiertas entre los pedazos de la pared con un arte semejante al de las grutas en la naturaleza. Los trozos de retablo podridos a causa de la humedad, asomaban entre los restos de la   —8→   bóveda, donde aún subsistía la roñosa polea que sirvió para suspender las lámparas, y precoces yerbas nacían entre las grietas de la madera y de la piedra. Entre tanto destrozo había objetos completamente intactos, como algunos tubos del órgano y la reja de un confesonario. El techo se confundía con el suelo, y la torre mezclaba sus despojos con los del sepulcro. Al ver semejante aglomeración de escombros, tal multitud de trozos caídos sin perder completamente su antigua forma, las masas de ladrillo enyesado que se desmoronaban como objetos de azúcar, creeríase que los despojos del edificio no habían encontrado posición definitiva. La informe osamenta parecía palpitar aún con el estremecimiento de la voladura.

D. Roque nos dijo que bajo aquella iglesia había otra, donde se veneraban los huesos de los Santos Mártires de Zaragoza; pero la entrada del subterráneo estaba obstruida. Profundo silencio reinaba allí; mas internándonos, oímos voces humanas que salían de aquellos misteriosos antros. La primera impresión que al escucharlas nos produjo fue como si hubieran aparecido las sombras de los dos famosos cronistas, de los mártires cristianos, y de los patriotas sepultados bajo aquel polvo, y nos increparan por haber turbado su sueño. En el mismo instante, al resplandor de una llama que iluminó parte de la escena, distinguimos un grupo de personas que se abrigaban unas contra otras en el hueco   —9→   formado entre dos machones derruidos. Eran mendigos de Zaragoza que se habían arreglado un palacio en aquel sitio, resguardándose de la lluvia con vigas y esteras. También nosotros nos pudimos acomodar por otro lado, y tapándonos con manta y media, llamamos al sueño. D. Roque me decía:

-Yo conozco a D. José de Montoria, uno de los labradores más ricos de Zaragoza. Ambos somos hijos de Mequinenza, fuimos juntos a la escuela y 1 juntos jugábamos al truco 2 en el altillo del Corregidor. Aunque hace treinta años que no le veo, creo que nos recibirá bien. Como buen aragonés, todo él es corazón. Le veremos, muchachos; veremos a D. José de Montoria... Yo también tengo sangre de Montoria por la línea materna. Nos presentaremos a él; le diremos...

Durmiose D. Roque y también me dormí.




ArribaAbajo- II -

El lecho en que yacíamos no convidaba por sus blanduras a dormir perezosamente la mañana, antes bien, colchón de guijarros hace buenos madrugadores. Despertamos, pues, con el día, y como no teníamos que entretenernos en melindres de tocador, bien pronto estuvimos en disposición de salir a hacer   —10→   nuestras visitas. A los cuatro nos ocurrió simultáneamente la idea de que sería muy bueno desayunarnos; pero al punto convinimos con igual unanimidad, en que no era posible por carecer de los fondos indispensables para tan alta empresa.

-No os acobardéis, muchachos -dijo D. Roque-, que al punto os he de llevar a todos a casa de mi amigo, el cual nos amparará.

Cuando esto decía, vimos salir a dos hombres y una mujer de los que fueron durante la noche nuestros compañeros de posada, y parecían gente habituada a dormir en aquel lugar. Uno de ellos, era un infeliz lisiado, un hombre que acababa en las rodillas y se ponía en movimiento con ayuda de muletas o bien andando a cuatro remos, viejo, de rostro jovial y muy tostado por el sol. Como nos saludara afablemente al pasar, dándonos los buenos días, D. Roque le preguntó hacia qué parte de la ciudad caía la casa de D. José de Montoria, oyendo lo cual repuso el cojo:

-¿D. José de Montoria? Le conozco más que a las niñas de mis ojos. Hace veinte años vivía en la calle de la Albardería; después se mudó a la de la Parra, después... Pero ustés 3 son forasteros por lo que veo.

-Sí, buen amigo, forasteros somos, y venimos a afiliarnos en el ejército de esta valiente ciudad.

-¿De modo que no estaban ustés aquí el 4 de Agosto?

  —11→  

-No, amigo -le respondí-, no hemos presenciado ese gran hecho de armas.

-¿Ni tampoco vieron la batalla de las Eras? -preguntó el mendigo sentándose frente a nosotros.

-Tampoco hemos tenido esa felicidad.

-Pues allí estuvo D. José de Montoria; fue de los que llevaron arrastrando el cañón hasta enfilarlo... pues. Veo que ustés no han visto nada. ¿De qué parte del mundo vienen ustés?

-De Madrid -dijo D. Roque-. ¿Con que Vd. nos podrá decir dónde vive mi gran amigo D. José?...

-Pues no he de poder, hombre, pues no he de poder -repuso el cojo, sacando un mendrugo para desayunarse-. De la calle de la Parra se mudó a la de Enmedio. Ya saben ustés que todas las casas volaron... pues. Allí estaba Esteban López, soldado de la décima compañía del primer tercio de voluntarios de Aragón, y él solo con cuarenta hombres hizo retirar a los franceses.

-Eso sí que es cosa admirable -dijo D. Roque.

-Pero si no han visto ustés lo del 4 de Agosto, no han visto nada -continuó el mendigo-. Yo vi también lo del 4 de Junio, porque me fui arrastrando por la calle de la Paja, y vi a la Artillera cuando dio fuego al cañón de 24.

-Ya, ya tenemos noticia del heroísmo de esa insigne mujer -manifestó D. Roque-. Pero si Vd. nos quisiera decir...

-Pues sí; D. José de Montoria es muy amigo del   —12→   comerciante D. Andrés Guspide, que el 4 de Agosto estuvo haciendo fuego desde la visera del callejón de la Torre del Pino, y por allí llovían granadas, balas, metralla, y mi D. Andrés fijo como un poste. Más de cien muertos había a su lado, y él solo mató cincuenta franceses.

-Gran hombre es ese; ¿y es amigo de mi amigo?

-Sí señor -respondió el cojo-. Y ambos son los mejores caballeros de toda Zaragoza, y me dan limosna todos los sábados. Porque han de saber ustés que yo soy Pepe Pallejas, y me llaman por mal nombre Sursum Corda, pues como fui hace veinte y nueve años sacristán de Jesús y cantaba... pero esto no viene al caso, y sigo diciendo que yo soy Sursum Corda y pue que hayan ustés oído hablar de mí en Madrid.

-Sí -dijo D. Roque cediendo a un impulso de amabilidad-; me parece que allá he oído nombrar al señor de Sursum Corda. ¿No es verdad, muchachos?

-Pues ello... -prosiguió el mendigo-. Y sepan también que antes del sitio yo pedía limosna en la puerta de este monasterio de Santa Engracia, volado por los bandidos el 13 de Agosto. Ahora pido en la puerta de Jerusalem, donde me podrán hallar siempre que gusten... Pues como iba diciendo, el día 4 de Agosto estaba yo aquí, y vi salir de la iglesia a Francisco Quílez, sargento primero de la primera compañía del primer batallón de fusileros, el cual   —13→   ya saben ustés que fue el que con treinta y cinco hombres echó a los bandidos del convento de la Encarnación... Veo que se asombran ustés... ya. Pues en la huerta de Santa Engracia, que está aquí detrás, murió el subteniente D. Miguel Gila. Lo menos había doscientos cadáveres en la tal huerta, y allí perniquebraron a D. Felipe San Clemente y Romeu, comerciante de Zaragoza. Verdad es que si no hubiera estado presente D. Miguel Salamero... ¿ustés no saben nada de esto?

-No, amigo y señor mío -dijo D. Roque-, nada de esto sabemos, y aunque tenemos el mayor gusto en que Vd. nos cuente tantas maravillas, lo que es ahora, más nos importa saber dónde encontraremos al D. José mi antiguo amigo, porque padecemos los cuatro de un mal que llaman hambre y que no se cura oyendo contar sublimidades.

-Ahora mismo les llevaré a donde quieren ir -repuso Sursum Corda, después de ofrecernos parte de sus mendrugos-. Pero antes les quiero decir una cosa, y es que si D. Mariano Cereso no hubiera defendido la Aljafería como la defendió, nada se habría hecho en el Portillo. ¡Y que es hombre de mantequillas en gracia de Dios el tal D. Mariano Cereso! En la del 4 de Agosto andaba por las calles con su espada y rodela antigua y daba miedo verle. Esto de Santa Engracia parecía un horno, señores. Las bombas y las granadas llovían; pero los patriotas no les hacían más caso que si fueran gotas de agua.   —14→   Una buena parte del convento se desplomó; las casas temblaban y todo esto que estamos viendo parecía un barrio de naipes, según la prontitud con que se incendiaba y se desmoronaba. Fuego en las ventanas, fuego arriba, fuego abajo: los franceses caían como moscas, señores, y a los zaragozanos lo mismo les daba morir que nada. D. Antonio Quadros embocó por allí, y cuando miró a las baterías francesas, se las quería comer. Los bandidos tenían sesenta cañones echando fuego sobre estas paredes. ¿Ustés no lo vieron? Pues yo sí, y los pedazos del ladrillo de las tapias y la tierra de los parapetos salpicaban como miajas de un bollo. Pero los muertos servían de parapeto, y muertos arriba, muertos abajo, aquello era una montaña. D. Antonio Quadros echaba llamas por los ojos. Los muchachos hacían fuego sin parar; su alma era toda balas, ¿ustés no lo vieron? Pues yo sí, y las baterías francesas se quedaban limpias de artilleros. Cuando vio que un cañón enemigo había quedado sin gente, el comandante gritó: «¡Una charretera al que clave aquel cañón!» y Pepillo Ruiz echa a andar como quien se pasea por un jardín entre mariposas y flores de Mayo; sólo que aquí las mariposas eran balas, y las flores bombas. Pepillo Ruiz clava el cañón y se vuelve riendo. Pero velay 4que otro pedazo de convento se viene al suelo. El que fue aplastado, aplastado quedó. D. Antonio Quadros dijo que aquello no importaba nada, y viendo que la artillería de los bandidos   —15→   había abierto un gran boquete en la tapia, fue a taparlo él mismo con una saca de lana. Entonces una bala le dio en la cabeza. Retiráronle aquí; dijo que tampoco aquello importaba nada, y expiró.

-¡Oh! -dijo D. Roque con impaciencia-. Estamos encantados, señor Sursum Corda, y el más puro patriotismo nos inflama al oírle contar a Vd. tan grandes hazañas; pero si Vd. nos quisiera decir dónde...

-Hombre de Dios -contestó el mendigo- ¿pues no se lo he de decir? Si lo que más sé y lo que más visto tengo en mi vida es la casa de D. José de Montoria. Como que está cerca de San Pablo. ¡Oh! ¿Ustés no vieron lo del hospital? Pues yo sí: allí caían las bombas como el granizo. Los enfermos viendo que los techos se les venían encima, se arrojaban por las ventanas a la calle. Otros se iban arrastrando y rodaban por las escaleras. Ardían los tabiques, oíanse lamentos, y los locos mugían en sus jaulas como fieras rabiosas. Otros se escaparon y andaban por los claustros riendo, bailando y haciendo mil gestos graciosos que daban espanto. Algunos salieron a la calle como en día de Carnaval, y uno se subió a la cruz del Coso, donde se puso a sermonear, diciendo que él era el Ebro y que anegando la ciudad iba a sofocar el fuego. Las mujeres corrían a socorrer a los enfermos, y todos eran llevados al Pilar y a la Seo. No se podía andar por las calles. La Torre Nueva hacía señales para que se supiera cuándo   —16→   venía una bomba; pero el griterío de la gente no dejaba oír las campanas. Los franceses avanzan por esta calle de Santa Engracia; se apoderan del hospital y del convento de San Francisco; empieza la guerra en el Coso y en las calles de por allí. Don Santiago Sas, D. Mariano Cereso, D. Lorenzo Calvo, D. Marcos Simonó, Renovales, el albéitar Martín Albantos, Vicente Codé, D. Vicente Marraco y otros atacan a los franceses a pecho descubierto; y detrás de una barricada hecha por ella misma, les espera llena de furor y fusil en mano, la señora condesa de Bureta.

-¿Cómo, una mujer, una condesa -preguntó con entusiasmo D. Roque- levantaba barricadas y apuntaba fusiles?

-¿Ustés no lo sabían? -dijo Sursum-. ¿Pues en dónde viven ustés? La señora doña María Consolación Azlor y Villavicencio, que vive allá por el Ecce-Homo, andaba por las calles, y a los desanimados les decía mil lindezas, y luego haciendo cerrar la entrada de la calle, se puso al frente de una partida de paisanos, gritando: «¡Aquí moriremos todos, antes que dejarles pasar!».

-¡Oh, cuánta sublimidad! -exclamó D. Roque bostezando de hambre-. ¡Y cuánto me agradaría oír contar hazañas de esa naturaleza con el estómago lleno! Conque decía Vd., buen amigo, que la casa de D. José cae hacia...

-Hacia allá -repuso el cojo-. Ya saben ustés   —17→   que los franceses se enredaron y se atascaron en el arco de Cineja. ¡Virgen mía del Pilar! Aquello era matar franceses, lo demás es aire. En la calle de la Parra, en la plazuela de Estrevedes, en la calle de los Urreas, en la de Santa Fe y en la del Azoque los paisanos despedazaban a los franceses. Todavía me zumban en las orejas el cañoneo y el gritar de aquel día. Los gabachos quemaban las casas que no podían defender y los zaragozanos hacían lo mismo. Fuego por todos lados... Hombres, mujeres, chiquillos... Basta tener dos manos para trabajar contra el enemigo. ¿Ustés no lo vieron? Pues no han visto nada. Pues como les iba diciendo, aquel día salió Palafox de Zaragoza para...

-Basta, amigo mío -dijo D. Roque perdiendo la paciencia-; estamos encantados con su conversación; pero si no nos guía al instante a casa de mi paisano o nos indica cómo podemos encontrar su casa, nos iremos solos.

-Al instante, señores, no apurarse -repuso Sursum Corda echando a andar delante de nosotros con toda la agilidad de sus muletas-. Vamos allá, vamos con mil amores. ¿Ven ustés esta casa? Pues aquí vive Antonio Laste, sargento primero de la compañía del cuarto tercio, y ya sabrán que salvó de la tesorería los diez y seis mil cuatrocientos pesos, y quitó a los franceses la cera que habían robado.

-Adelante, adelante, amigo -dije, viendo que el incansable hablador se detenía para contar de un   —18→   modo minucioso las hazañas de Antonio Laste.

-Ya pronto llegaremos -repuso Sursum-. Por aquí iba yo en la mañana del 1.º de Julio, cuando encontré a Hilario Lafuente, cabo primero de la compañía de escopeteros del presbítero Sas, y me dijo: «Hoy van a atacar el Portillo». Entonces yo me fui a ver lo que había y...

-Ya estamos enterados de todo -le indicó don Roque-. Vamos aprisa, y después hablaremos.

-Esta casa que ven ustés toda quemada y hecha escombros -continuó el cojo volviendo una esquina- es la que ardió el día 4, cuando D. Francisco Ipas, subteniente de la segunda compañía de escopeteros de la parroquia de San Pablo, se puso aquí con un cañón, y luego...

-Ya sabemos lo demás, buen hombre -dijo don Roque-. Adelante, y más que de prisa.

-Pero mucho mejor fue lo que hizo Codé, labrador de la parroquia de la Magdalena, con el cañón de la calle de la Parra -continuó el mendigo deteniéndose otra vez-. Pues al ir a disparar, los franceses se echan encima; huyen todos; pero Codé se mete debajo del cañón; pasan los franceses sin verle, y después, ayudado de una vieja que le dio una cuerda, arrastra la pieza hasta la bocacalle. Vengan ustés y les enseñaré.

-No, no queremos ver nada: adelante, adelante en nuestro camino.

Tanto le azuzamos, y con tanta obstinación cerramos   —19→   nuestros oídos a sus historias, que al fin, aunque muy despacio, nos llevó por el Coso y el Mercado a la calle de la Hilarza, donde la persona a quien queríamos ver tenía su casa.




ArribaAbajo- III -

Pero ¡ay!, D. José de Montoria no estaba en ella y nos fue preciso buscarle en los alrededores de la ciudad. Dos de mis compañeros, aburridos de tantas idas y venidas, se separaron de nosotros, aspirando a buscar con su propia iniciativa un acomodo militar o civil. Nos quedamos solos D. Roque y un servidor, y así emprendimos con más desembarazo el viaje a la torre de nuestro amigo (llaman en Zaragoza torres a las casas de campo) situada a poniente, lindando con el camino de Muela y a poca distancia de la Bernardona. Un paseo tan largo a pie y en ayunas no era lo más satisfactorio para nuestros fatigados cuerpos; pero la necesidad nos obligaba a tan inoportuno ejercicio y por bien servidos nos dimos encontrando al deseado zaragozano, y siendo objeto de su cordial hospitalidad.

Ocupábase Montoria cuando llegamos en talar los frondosos olivos de su finca, porque así lo exigía el plan de obras de defensa establecido por los jefes   —20→   facultativos ante la inminencia de un segundo sitio. Y no era sólo nuestro amigo el que por sus propias manos destruía sin piedad la hacienda heredada: todos los propietarios de los alrededores se ocupaban en la misma faena y presidían los devastadores trabajos con tanta tranquilidad como si fuera un riego, un replanteo o una vendimia. Montoria nos dijo:

-En el primer sitio talé la heredad que tengo al lado allá de Huerva; pero este segundo asedio que se nos prepara dicen que será más terrible que aquel, a juzgar por el gran aparato de tropas que traen los franceses.

Contámosle la capitulación de Madrid, lo cual pareció causarle mucha pesadumbre, y como elogiáramos con exclamaciones hiperbólicas las ocurrencias de Zaragoza desde el 15 de Junio al 14 de Agosto, encogiose de hombros y contestó:

-Se ha hecho todo lo que se ha podido.

Acto continuo D. Roque pasó a hacer elogios de mi personalidad, militar y civilmente considerada, y de tal modo se le fue la mano en este capítulo, que me hizo sonrojar, mayormente considerando que algunas de sus afirmaciones eran estupendas mentiras. Díjole primero que yo pertenecía a una de las más alcurniadas familias de la baja Andalucía en tierra de Doñana, y que había asistido al glorioso combate de Trafalgar en clase de guardia marina. Le dijo también que la junta me había concedido un   —21→   destino en el Perú y que durante el sitio de Madrid había hecho prodigios de valor en la Puerta de los Pozos, siendo tanto mi ardor, que los franceses, después de la rendición, creyeron conveniente deshacerse de tan terrible enemigo, enviándome con otros patriotas a Francia. Añadió que mis ingeniosas invenciones habían proporcionado la fuga a los cuatro compañeros refugiados en Zaragoza, y puso fin a su panegírico asegurando que por mis cualidades personales era yo acreedor a las mayores distinciones.

Montoria en tanto me examinaba de pies a cabeza, y si llamaba su atención mi mal traer y las infinitas roturas de mi vestido, también debió advertir 5 que este era de los que usan las personas de calidad, revelando su finura, buen corte y aristocrático origen en medio de la multiplicidad abrumadora de sus desperfectos. Luego que me examinó, me dijo:

-¡Porra! No le podré afiliar a Vd. en la tercera escuadra de la segunda compañía de escopeteros de D. Santiago Sas, de cuya compañía soy capitán; pero entrará en el cuerpo en que está mi hijo; y si no quiere Vd., largo de Zaragoza, que aquí no admitimos gente haragana. Y a Vd., D. Roque amigo, puesto que no está para coger el fusil ¡porra!, le haremos practicante de los hospitales del ejército.

Luego que esto oyó D. Roque, expuso por medio de circunlocuciones retóricas y de graciosas elipsis la gran necesidad en que nos encontrábamos y   —22→   lo bien que recibiríamos sendas magras y un par de panes cada uno. Entonces vimos que frunció el ceño el gran Montoria, mirándonos de un modo severo, lo cual nos hizo temblar, y parecionos que íbamos a ser despedidos por la osadía de pedir de comer. Balbucimos tímidas excusas y entonces nuestro protector con rostro encendido, nos habló así:

-¿Con que tienen hambre? ¡Porra, váyanse al demonio con cien mil pares de porras! ¿Y por qué no lo habían dicho? ¿Con que yo soy hombre capaz de consentir que los amigos tengan hambre, porra? Sepan que no me faltan diez docenas de jamones colgados en el techo de la despensa, ni veinte cubas de lo de Rioja, sí señor; y tener hambre y no decírmelo en mi cara sin retruécanos, es ofender a un hombre como yo. Ea, muchachos, entrad adentro y mandar 6 que frían obra de cuatro libras de lomo, y que estrellen dos docenas de huevos, y que maten seis gallinas, y saquen de la cueva siete jarros de vino, que yo también quiero almorzar. Vengan todos los vecinos, los trabajadores y mis hijos si están por ahí. Y ustedes, señores, prepárense a hacer penitencia conmigo. ¡Nada de melindres, porra! Comerán de lo que hay sin dengues ni boberías. Aquí no se usan cumplidos. Vd., Sr. D. Roque, y Vd., Sr. de Araceli, están en su casa hoy y mañana y siempre, ¡porra! José de Montoria es muy amigo de los amigos. Todo lo que tiene es de los amigos.

La brusca generosidad de aquel insigne varón   —23→   nos tenía anonadados. Como recibiera muy mal los cumplimientos, resolvimos dejar a un lado el formulario artificioso de la corte, y vierais allí cómo la llaneza más primitiva reinó durante el almuerzo.

-Qué, ¿no come Vd. más? -me dijo D. José-. Me parece que es Vd. un boquirrubio que se anda con enjuagues y finuras. A mí no me gusta eso, caballerito; me parece que me voy a enfadar y tendré que pegar palos para hacerles comer. Ea, despache Vd. este vaso de vino. ¿Acaso es mejor el de la corte? Ni a cien leguas. Con que, porra, beba Vd., porra, o nos veremos las caras.

Esto fue causa de que comiera y bebiera mucho más de lo que cabía en mi cuerpo; pero había que corresponder a la generosa franqueza de Montoria, y no era cosa de que por una indigestión más o menos se perdiera tan buena amistad.

Después del almuerzo, siguieron los trabajos de tala, y el rico labrador los dirigía como si fuera una fiesta.

-Veremos -decía- si esta vez se atreven a atacar el castillo. ¿No ha visto Vd. las obras que hemos hecho? Menudo trabajo van a tener. Yo he dado doscientas sacas de lana, una friolera, y daré hasta el último mendrugo.

Cuando nos retirábamos a la ciudad, llevonos Montoria a examinar las obras defensivas que a la sazón se estaban construyendo en aquella parte occidental. Había en la puerta del Portillo una gran   —24→   batería semicircular que enlazaba las tapias del convento de los Fecetas con las del de Agustinos descalzos. Desde este edificio al de Trinitarios corría otra muralla recta, aspillerada en toda su extensión y con un buen reducto en el centro, todo resguardado por profundo foso que se abría hacia el famoso campo de las Eras o del Sepulcro, teatro de la heroica jornada del 15 de Junio. Más al Norte y hacia la puerta de Sancho, que da paso al pretil del Ebro, seguían las fortificaciones, terminando en otro baluarte. Todas estas obras, como hechas a prisa, aunque con inteligencia, no se distinguían por su solidez. Cualquier general enemigo, ignorante de los acontecimientos del primer sitio y de la inmensa estatura moral de los zaragozanos al ponerse detrás de aquellos montones de tierra, se habría reído de fortificaciones tan despreciables para un buen material de sitio; pero Dios ha dispuesto que alguien escape de vez en cuando a las leyes físicas establecidas por la guerra. Zaragoza, comparada con Amberes, Dantzig, Metz, Sebastopol, Cartagena, Gibraltar y otras célebres plazas fuertes tomadas o no, era entonces una fortaleza de cartón. Y sin embargo...



  —25→  

ArribaAbajo- IV -

En su casa, Montoria se enfadó otra vez con don Roque y conmigo, porque no quisimos admitir el dinero que nos ofrecía para nuestros primeros gastos en la ciudad, y aquí se repitieron los puñetazos en la mesa y la lluvia de porras 7 y otras palabras que no cito; pero al fin llegamos a una transacción honrosa para ambas partes. Y ahora caigo en que me ocupo demasiado de hombre tan singular sin haber anticipado algunas observaciones acerca de su persona. Era D. José un hombre de sesenta años, fuerte, colorado, rebosando salud, bienestar, contento de sí mismo, conformidad con la suerte y conciencia tranquila. Lo que le sobraba en patriarcales virtudes y en costumbres ejemplares y pacíficas (si es que esto puede estar de sobra en algún caso), le faltaba en educación, es decir, en aquella educación atildada y distinguida que entonces empezaban a recibir algunos hijos de familias ricas. D. José no conocía los artificios de la etiqueta, y por carácter y por costumbres era refractario a la mentira discreta y a los amables embustes que constituyen la base fundamental de la cortesía. Como él llevaba siempre el corazón en la mano, quería que asimismo lo   —26→   llevasen los demás, y su bondad salvaje no toleraba las coqueterías frecuentemente falaces de la conversación fina. En los momentos de enojo era impetuoso y dejábase arrastrar a muy violentos extremos, de que por lo general se arrepentía más tarde.

En él no había disimulo, y tenía las grandes virtudes cristianas, en crudo y sin pulimento, como un macizo canto del más hermoso mármol, donde el cincel no ha trazado una raya siquiera. Era preciso saberlo entender, cediendo a sus excentricidades, si bien en rigor no debe llamarse excéntrico el que tanto se parecía a la generalidad de sus paisanos. No ocultar jamás lo que sentía era su norte, y si bien esto le ocasionaba algunas molestias en el curso de la vida ordinaria y en asuntos de poca monta, era un tesoro inapreciable siempre que se tratase con él un negocio grave, porque puesta a la vista toda su alma, no había que temer malicia alguna. Perdonaba las ofensas, agradecía los beneficios y daba gran parte de sus cuantiosos bienes a los menesterosos.

Vestía con aseo, comía abundantemente, ayunando con todo escrúpulo la Cuaresma entera, y amaba a la Virgen del Pilar con fanático amor de familia. Su lenguaje no era, según se ha visto, un modelo de comedimiento, y él mismo confesaba como el mayor de sus defectos lo de soltar a todas horas porra y más porra, sin que viniese al caso; pero más de una vez le oí decir, que conocedor de la falta, no la podía remediar, porque aquello de las   —27→   porras le salía de la boca sin que él mismo se diera cuenta de ello.

Tenía mujer y tres hijos. Era aquélla doña Leocadia Sarriera, navarra de origen. De los vástagos, el mayor y la hembra estaban casados y habían dado a 8 los viejos algunos nietos. El más pequeño de los hijos llamábase Agustín y era destinado a la Iglesia, como su tío del mismo nombre, arcediano de la Seo. A todos les conocí en el mismo día, y eran la mejor gente del mundo. Fui tratado con tanto miramiento, que me tenía absorto su generosidad, y si me conocieran desde el nacer no habrían sido más rumbosos. Sus obsequios, espontáneamente sugeridos por corazones generosos, me llegaban al alma, y como yo siempre he sido fácil en dejarme querer, les correspondí desde el principio con muy sincero afecto.

-Sr. D. Roque -dije aquella noche a mi compañero cuando nos acostábamos en el cuarto que nos destinaron-, yo jamás he visto gente como esta. ¿Son así todos los aragoneses?

-Hay de todo -me respondió- pero hombres de la madera de D. José de Montoria, y familias como esta familia abundan mucho en esta tierra de Aragón.

Al siguiente día nos ocupamos en mi alistamiento. La decisión de aquella gente me entusiasmaba de tal modo, que nada me parecía tan honroso como seguir tras ella, aunque fuera a distancia, husmeando   —28→   su rastro de gloria. Ninguno de Vds. ignora que en aquellos días Zaragoza y los zaragozanos habían adquirido un renombre fabuloso; que sus hazañas enardecían las imaginaciones y que todo lo referente al sitio famoso de la inmortal ciudad, tomaba en boca de los narradores las proporciones y el colorido de una leyenda de los tiempos heroicos. Con la distancia, las acciones de los zaragozanos adquirían dimensiones mayores aún, y en Inglaterra y en Alemania, donde les consideraban como los numantinos de los tiempos modernos, aquellos paisanos medio desnudos, con alpargatas en los pies y un pañizuelo enrollado en la cabeza, eran figuras de coturno. Capitulad y os vestiremos -decían los franceses en el primer sitio, admirados de la constancia de unos pobres aldeanos vestidos de harapos-. No sabemos rendirnos -contestaban- y nuestras carnes sólo se cubren de gloria.

Esta y otras frases habían dado la vuelta al mundo.

Pero volvamos a lo de mi alistamiento. Era un obstáculo para este el manifiesto de Palafox de 13 de Diciembre, en que ordenaba la expulsión de forasteros mandándoles salir en el término de veinticuatro horas, acuerdo tomado en razón de la mucha gente que iba a alborotar sembrando discordias y desavenencias; pero precisamente en los días de mi llegada se publicó otra proclama llamando a los soldados dispersos del ejército del Centro, desbaratado   —29→   en Tudela, y en esto hallé una buena coyuntura para afiliarme, pues aunque no pertenecí a dicho ejército, había concurrido a la defensa de Madrid, y a la batalla de Bailén, razones que con el apoyo de mi protector Montoria, me valieron el ingreso en las huestes zaragozanas. Diéronme un puesto en el batallón de voluntarios de las Peñas de San Pedro, bastante mermado en el primer sitio, y recibí un uniforme y un fusil. No formé, como había dicho mi protector, en las filas de mosén Santiago Sas, fogoso clérigo, puesto al frente de un batallón de escopeteros, porque esta valiente partida se componía exclusivamente de vecinos de la parroquia de San Pablo. Tampoco querían gente moza en su batallón, por cuya causa ni el ni mismo hijo de D. José de Montoria, Agustín Montoria, pudo servir a las ordenes de Sas, y se afilió como yo en el batallón de las Peñas de San Pedro. La suerte me deparaba un buen compañero y un excelente amigo.

Desde el día de mi llegada, oí hablar de la aproximación del ejército francés; pero esto no fue un hecho incontrovertible hasta el 20. Por la tarde una división llegó a Zuera, en la orilla izquierda, para amenazar el arrabal; otra mandada por Suchet acampó en la derecha sobre San Lamberto. Moncey, que era el general en jefe, situose con tres divisiones hacia el Canal y en las inmediaciones de la Huerva. Cuarenta mil hombres nos cercaban.

Sabido es que impacientes por vencernos, los   —30→   franceses comenzaron sus operaciones el 21 desde muy temprano, embistiendo con gran furor y simultáneamente el monte Torrero y el arrabal de la izquierda del Ebro, puntos sin cuya posesión era excusado pensar en someter la valerosa ciudad; pero si bien tuvimos que abandonar a Torrero, por ser peligrosa su defensa, en el arrabal desplegó Zaragoza tanto y tan temerario arrojo, que es aquel día uno de los más brillantes de su brillantísima historia.

Desde las cuatro de la madrugada, el batallón de las Peñas de San Pedro fue destinado a guarnecer el frente de fortificaciones desde Santa Engracia hasta el convento de Trinitarios, línea que me pareció la menos endeble en todo el circuito de la ciudad. A espaldas de Santa Engracia estaba la batería de los Mártires: corría luego la tapia, aspillerada hasta el puente de la Huerva, defendido por un reducto: desviábase luego hacia Poniente, formando un ángulo obtuso, y enlazándose con otro reducto levantado en la torre del Pino, seguía casi en línea recta hasta el convento de Trinitarios dejando dentro la puerta del Carmen. El que haya visto a Zaragoza, comprenderá perfectamente mi ligera descripción, pues todavía existen las ruinas de Santa Engracia, y la puerta del Carmen ostenta aún no lejos de la Glorieta su despedazado umbral y sus sillares carcomidos.

Estábamos, como he dicho, guarneciendo la extensión descrita, y parte de los soldados teníamos   —31→   nuestro vivac en una huerta inmediata al colegio del Carmen. Agustín de Montoria y yo no nos separábamos, porque su apacible carácter, el afecto que me mostró desde que nos conocimos, y cierta conformidad, cierta armonía inexplicable en nuestras ideas, me hacían muy agradable su compañía. Era él un joven de hermosísima figura, con ojos grandes y vivos, despejada frente y cierta gravedad melancólica en su fisonomía. Su corazón, como el del padre, estaba lleno de aquella generosidad que se desbordaba al menor impulso; pero tenía sobre él la ventaja de no lastimar al favorecido, porque la educación le había quitado gran parte de la rudeza nacional. Agustín entraba en la edad viril con la firmeza y la seguridad de un corazón lleno, de un entendimiento rico y no gastado, de un alma vigorosa y sana, a la cual no faltaba sino ancho mundo, ancho espacio para producir bondades sin cuento. Estas cualidades eran realzadas por una imaginación brillante, pero de vuelo seguro y derecho, no parecida a la de nuestros modernos geniecillos, que las más de las veces ignoran por dónde van, sino serena y majestuosa, como educada en la gran escuela de los latinos.

Aunque con gran inclinación a la poesía (pues Agustín era poeta), había aprendido la ciencia teológica, descollando en ella como en todo. Los padres del Seminario, hombres de mucha ciencia y muy cariñosos con la juventud, le tenían por un prodigio en las letras humanas y en las divinas,   —32→   y se congratulaban de verle con un pie dentro de la Iglesia docente. La familia de Montoria no cabía en sí de gozo y esperaba el día de la primera misa como el santo advenimiento.

Sin embargo (me veo obligado a decirlo desde el principio), Agustín no tenía vocación para la iglesia. Su familia, lo mismo que los buenos padres del Seminario, no lo comprendían así ni lo comprendieran aunque bajara a decírselo el Espíritu Santo en persona. El precoz teólogo, el humanista que tenía a Horacio en las puntas de los dedos, el dialéctico que en los ejercicios semanales dejaba atónitos a los maestros con la intelectual gimnasia de la ciencia escolástica, no tenía más vocación para el sacerdocio que la que tuvo Mozart para la guerra, Rafael para las matemáticas o Napoleón para el baile.




ArribaAbajo- V -

-Gabriel -me decía aquella mañana-, ¿tienes ganas de batirte?

-Agustín, ¿tienes tú ganas de batirte? -le respondí. (Como se ve nos tuteábamos a los tres días de conocernos.)

-No muchas -dijo-. Figúrate que la primera bala nos matara...

  —33→  

-Moriríamos por la patria, por Zaragoza, y aunque la posteridad no se acordara de nosotros, siempre es un honor caer en el campo de batalla por una causa como esta.

-Dices bien -repuso con tristeza-; pero es una lástima morir. Somos jóvenes. ¿Quién sabe lo que nos está destinado en la vida?

-La vida es una miseria, y para lo que vale, mejor es no pensar en ella.

-Eso que lo digan los viejos; pero no nosotros que empezamos a vivir. Francamente, yo no quisiera ser muerto en este terrible cerco que nos han puesto los franceses. En el otro sitio también tomamos las armas todos los alumnos del Seminario, y te confieso que estaba yo más valiente que ahora. Un fuego particular enardecía mi sangre, y me lanzaba a los puestos de mayor peligro sin temer la muerte. Hoy no me pasa lo mismo: estoy medroso y el disparo de un fusil me hace estremecer.

-Eso es natural -contesté-. El miedo no existe cuando no se conoce el peligro. Por eso dicen que los más valientes soldados son los bisoños.

-No es nada de eso. Francamente, Gabriel, te confieso que esto de morir sin más ni más me sabe muy mal. Por si muero voy a hacerte un encargo, que espero cumplirás con la solicitud de un buen amigo. Atiende bien a lo que te digo. ¿Ves aquella torre que se inclina de un lado y parece alongarse hacia acá para ver lo que aquí pasa u oír lo que estamos diciendo?

  —34→  

-La Torre Nueva. Ya la veo; ¿qué encargo me vas a dar para esa señora?

Amanecía, y entre los irregulares tejados de la ciudad, entre las espadañas, minaretes, miradores y cimborrios de las iglesias, se destacaba la Torre Nueva, siempre vieja y nunca derecha.

-Pues oye bien -continuó Agustín-. Si me matan a los primeros tiros en este día que ahora comienza, cuando acabe la acción y rompan filas, te vas allá...

-¿A la Torre Nueva? Llego, subo...

-No hombre, subir no. Te diré: llegas a la plaza de San Felipe, donde está la Torre... Mira hacia allá: ¿ves que junto a la gran mole hay otra torre, un campanario pequeñito? Parece un monaguillo delante del señor canónigo, que es la torre grande.

-Sí, ya veo al monaguillo. Y si no me engaño, es el campanario de San Felipe. Y ahora toca el maldito.

-A misa, está tocando a misa -dijo Agustín con grande emoción-. ¿No oyes el esquilón rajado?

-Pues bien, sepamos lo que tengo que decir a ese señor monaguillo que toca el esquilón rajado.

-No, no es nada de eso. Llegas a la plaza de San Felipe. Si miras al campanario, verás que está en una esquina: de esta esquina parte una calle angosta: entras por ella y a la izquierda encontrarás al poco trecho otra calle angosta y retirada que se llama de Antón Trillo. Sigues por ella hasta llegar a espaldas   —35→   de la iglesia. Allí verás una casa: te paras.

-Y luego me vuelvo.

-No; junto a la casa de que te hablo hay una huerta, con un portalón pintado de color de chocolate. Te paras allí...

-Me paro allí, y allí me estoy.

-No hombre: verás...

-Estás más blanco que la camisa, Agustinillo. ¿Qué significan esas torres y esas paradas?

-Significan -continuó mi amigo con más embarazo cada vez-, que en cuanto estés allí... Te advierto que debes ir de noche... Bueno; llegas, te paras; aguardas un poquito; luego pasas a la acera de enfrente, alargas el cuello y verás por sobre la tapia de la huerta una ventana. Coges una piedrecita y la tiras contra los vidrios de modo que no haga mucho ruido.

-Y en seguida saldrá ella.

-No, hombre, ten paciencia. ¿Qué sabes tú si saldrá o no saldrá?

-Bueno: pongamos que sale.

-Antes te diré otra cosa, y es que allí vive el tío Candiola. ¿Tú sabes quién es el tío Candiola? Pues es un vecino de Zaragoza, hombre que según dicen, tiene en su casa un sótano lleno de dinero. Es avaro y usurero y cuando presta saca las entrañas. Sabe de leyes, y moratorias y ejecuciones más que todo el Consejo y Cámara de Castilla. El que se mete en pleito con él está perdido. Es riquísimo.

  —36→  

-De modo que la casa del portalón pintado de color de chocolate será un magnífico palacio.

-Nada de eso: verás una casa miserable, que parece se está cayendo. Te digo que el tío Candiola es avaro. No gasta un real aunque lo fusilen, y si le vieras por ahí, le darías una limosna. Te diré otra cosa, y es que en Zaragoza nadie le puede ver, y le llaman tío Candiola por mofa y desprecio de su persona. Su nombre es D. Jerónimo de Candiola, natural de Mallorca, si no me engaño.

-Y ese tío Candiola tiene una hija.

-Hombre, espera. ¡Qué impaciente eres! ¿Qué sabes tú si tiene o no tiene una hija? -me dijo, disimulando con estas evasivas su turbación-. Pues como te iba contando, el tío Candiola es muy aborrecido en la ciudad por su gran avaricia y mal corazón. A muchos pobres ha metido en la cárcel después de arruinarlos. Además en el otro sitio no dio un cuarto para la guerra, ni tomó las armas, ni recibió heridos en su casa, ni le pudieron sacar una peseta, y como un día dijera que a él lo mismo le daba Juan que Pedro, estuvo a punto de ser arrastrado por los patriotas.

-Pues es una buena pieza el hombre de la casa de la huerta del portalón color de chocolate. ¿Y si cuando arroje la piedra a la ventana, sale el tío Candiola con un garrote y me da una solfa por hacerle chicoleos a su hija?

-No seas bestia, y calla. ¿No sabes que desde que   —37→   oscurece, Candiola se encierra en un cuarto subterráneo y se está contando su dinero hasta más de medianoche? ¡Bah! Ahora va él a ocuparse... Los vecinos dicen que sienten un cierto rumorcillo o sonsonete como si estuvieran vaciando sacos de onzas.

-Bien; llego, arrojo la piedra, espero, ella sale y le digo...

-Le dices que he muerto... no, no seas bárbaro. Le das este escapulario... no, le dices... no, más vale que no le digas nada.

-Entonces, le daré el escapulario.

-Tampoco: no le lleves el escapulario.

-Ya, ya comprendo. Luego que salga, le daré las buenas noches y me marcharé cantando La Virgen del Pilar dice...

-No: es preciso que sepa mi muerte. Tú haz lo que yo te mando.

-Pero si no me mandas nada.

-¿Pero qué prisa tienes? Deja tú. Todavía puede ser que no me maten.

-Ya. ¡Cuánto ruido para nada!

-Es que me pasa una cosa, Gabriel, y te la diré francamente. Tenía muchos, muchísimos deseos de confiarte este secreto, que se me sale del pecho. ¿A quién lo había de revelar sino a ti, que eres mi amigo? Si no te lo dijera, me reventaría el corazón como una granada. Temo mucho decirlo de noche en sueños, y por este temor no duermo. Si mi   —38→   padre, mi madre o mi hermano lo supieran, me matarían.

-¿Y los padres del Seminario?

-No nombres a los padres. Verás: te contaré lo que me ha pasado. ¿Conoces al padre Rincón? Pues el padre Rincón me quiere mucho, y todas las tardes me sacaba a paseo por la ribera o hacia Torrero o camino de Juslibol 9. Hablábamos de teología y de letras humanas. Rincón es tan entusiasta del gran poeta Horacio que suele decir: «Es lástima que ese hombre no haya sido cristiano para canonizarlo». Lleva siempre consigo un pequeño Elzevirius, a quien ama más que a las niñas de sus ojos, y cuando nos cansamos en el paseo, él se sienta, lee y entre los dos hacemos los comentarios que se nos ocurren... Bueno... ahora te diré que el padre Rincón era pariente de doña María Rincón, difunta esposa de Candiola, y que este tiene una heredad en el camino de Monzalbarba, con una torre miserable, más parecida a cabaña que a torre, pero rodeada de frondosos árboles y con deliciosas vistas al Ebro. Una tarde, después que leímos el Quis multa gracilis te puer in rosa, mi maestro quiso visitar a su pariente. Fuimos allá, entramos en la huerta, y Candiola no estaba. Pero nos salió al encuentro su hija, y Rincón le dijo: -Mariquilla, da unos melocotones a este joven y saca para mí una copita de lo que sabes.

-¿Y es guapa Mariquilla?

  —39→  

-No preguntes eso. ¿Que si es guapa? Verás... El padre Rincón le tomó la barba, y haciéndole volver la cara hacia mí, me dijo: «Agustín, confiesa que en tu vida has visto una cara más linda que esta. Mira qué ojos de fuego, qué boca de ángel y qué pedazo de cielo por frente». Yo temblaba, y Mariquilla, con el rostro encendido como la grana, se reía. Luego Rincón continuó diciendo: «A ti que eres un futuro padre de la Iglesia, y un joven ejemplar sin otra pasión que la de los libros, se te puede enseñar esta divinidad. Joven, admira aquí las obras admirables del Supremo Creador. Observa la expresión de ese rostro, la dulzura de esas miradas, la gracia de esa sonrisa, el frescor de esa boca, la suavidad de esa tez, la elegancia de ese cuerpo, y confiesa que si es hermoso el cielo, y la flor, y las montañas, la luz, todas las creaciones de Dios se oscurecen al lado de la mujer, la más perfecta y acabada hechura de las inmortales manos». Esto me dijo mi maestro, y yo, mudo y atónito, no cesaba de contemplar aquella obra maestra, que era sin disputa mejor que la Eneida 10. No puedo explicarte lo que sentí. Figúrate que el Ebro, ese gran río que baja desde Fontibre hasta dar en el mar por los Alfaques, se detuviera de improviso en su curso, y empezase a correr hacia arriba volviendo a las Asturias de Santillana: pues una cosa así pasó en mi espíritu. Yo mismo me asombraba de ver cómo todas mis ideas se detuvieron en su curso sosegado, y volvieron   —40→   atrás, echando no sé por qué nuevos caminos. Te digo que estaba asombrado y lo estoy todavía. Mirándola sin saciar nunca la ansiedad tanto de mi alma como de mis ojos, yo me decía: «La amo de un modo extraordinario. ¿Cómo es que hasta ahora no había caído en ello?». Yo no había visto a Mariquilla hasta aquel momento.

-¿Y los melocotones?

-Mariquilla estaba tan turbada delante de mí como yo delante de ella. El padre Rincón se puso a hablar con el hortelano sobre los desperfectos que habían hecho en la finca los franceses (pues esto pasaba a principios de Setiembre, un mes después de levantado el primer sitio) y Mariquilla y yo nos quedamos solos. ¡Solos! Mi primer impulso fue echar a correr, y ella, según me ha dicho, también sintió lo mismo. Pero ni ella ni yo corrimos, sino que nos quedamos allí. De pronto sentí una grande y extraña energía en mi cerebro. Rompiendo el silencio, comencé a hablar con ella. Dijimos varias cosas indiferentes al principio, pero a mí me ocurrían pensamientos que según mi entender, sobresalían de lo vulgar, y todos, todos los dije. Mariquilla me respondía poco; pero sus ojos eran más elocuentes que cuanto yo le estaba diciendo. Al fin, llamonos el padre Rincón, y nos marchamos. Me despedí de ella y en voz baja le dije que pronto nos volveríamos a ver. Volvimos a Zaragoza. ¡Ay! Por el camino, los árboles, el Ebro, las cúpulas del Pilar, los campanarios   —41→   de Zaragoza, los transeúntes, las casas, las tapias de las huertas, el suelo, el rumor del viento, los perros del camino, todo me parecía distinto; todo, cielo y tierra habían cambiado. Mi buen maestro volvió a leer a Horacio, y yo dije que Horacio no valía nada. Me quiso comer, y amenazome con retirarme su amistad. Yo elogié a Virgilio con entusiasmo, y repetí aquellos célebres versos:


       Est mollis flamma medullas
interea, et tacitum vivit sub pectore vulnus.



-Eso pasó a principios de Setiembre -le dije-. ¿Y de entonces acá?

-Desde aquel día ha empezado para mí la nueva vida. Comenzó por una inquietud ardiente que me quitaba el sueño, haciéndome aborrecible todo lo que no fuera Mariquilla. La propia casa paterna me era odiosa, y vagando por los alrededores de la ciudad sin compañía alguna, buscaba en la soledad la paz de mi espíritu. Aborrecí el colegio, los libros todos y la teología, y cuando llegó Octubre y me querían obligar a vivir encerrado en la santa casa, me fingí enfermo para quedarme en la mía. Gracias a la guerra, que a todos nos ha hecho soldados, puedo vivir libremente, salir a todas horas, incluso de noche, y verla y hablarle con frecuencia. Voy a su casa, hago la seña convenida, baja, abre una ventana con reja, y hablamos largas horas. Los transeúntes pasan; pero como estoy embozado en mi capa hasta   —42→   los ojos, con esto y la oscuridad de la noche, nadie me conoce. Por eso los muchachos del pueblo se preguntan unos a otros: «¿Quién será el novio de la Candiola?». De algunas noches a esta parte, recelando que nos descubran, hemos suprimido la conversación por la reja. María baja, abre el portalón de la huerta y entro. Nadie puede descubrirnos, porque D. Jerónimo, creyéndola acostada, se retira a su cuarto a contar el dinero, y la criada vieja, única que hay en la casa, nos protege. Solos en la huerta, nos sentamos en una escalera de piedra que allí existe, y al través de las ramas de un álamo negro y corpulento, vemos a pedacitos la claridad de la luna. En aquel silencio majestuoso nuestras almas comprenden lo divino y sentimos con un sentimiento inmenso, que no puede expresarse por el lenguaje. Nuestra felicidad es tan grande que a veces es un tormento vivísimo; y si hay momentos en que uno desearía centuplicarse, también los hay en que uno desearía no existir. Pasamos allí largas horas. Anteanoche estuve hasta cerca del día, pues como mis padres me creen en el cuerpo de guardia, no tengo prisa por retirarme. Cuando principiaba a aclarar la aurora, nos despedimos. Por encima de la tapia de la huerta se ven los techos de las casas inmediatas, y el pico de la Torre Nueva. María, señalándole, me dijo:

-Cuando esa torre se ponga derecha, dejaré de quererte.

  —43→  

No dijo más Agustín, porque sonó un cañonazo del lado de Monte Torrero, y ambos volvimos hacia allá la vista.




ArribaAbajo- VI -

Los franceses habían embestido con gran empeño las posiciones fortificadas de Torrero. Defendían estas diez mil hombres mandados por D. Felipe Saint-March y por O'Neille, ambos generales de mucho mérito. Los voluntarios de Borbón, de Castilla, del Campo Segorbino, de Alicante y el provincial de Soria: los cazadores de Fernando VII, el regimiento de Murcia y otros cuerpos que no recuerdo, rompieron el fuego. Desde el reducto de los Mártires vimos el principio de la acción y las columnas francesas que corrían a lo largo del Canal para flanquear a Torrero. Duró gran rato el fuego de fusilería; mas la lucha no podía prolongarse mucho tiempo, porque aquel punto no se prestaba a una defensa enérgica, sin la ocupación y fortificación de otros inmediatos como Buenavista, Casa-Blanca y el cajero del Canal. Sin embargo, nuestras tropas no se retiraron sino muy tarde y con el mayor orden, volando el puente de América y trayéndose todas las piezas, menos una, que había sido desmontada por el fuego   —44→   enemigo.

Entre tanto sentíamos fuertísimo estruendo que resonaba a lo lejos, y como por allí casi había cesado el fuego, supusimos trabada otra acción en el Arrabal.

-Allá está el brigadier D. José Manso -me dijo Agustín-, con el regimiento suizo de Aragón, que manda D. Mariano Walker, los voluntarios de Huesca, de que es jefe D. Pedro Villacampa; los voluntarios de Cataluña y otros valientes cuerpos. ¡Y nosotros aquí, mano sobre mano! Por este lado parece que ha concluido. Los franceses se contentarán hoy con la conquista de Torrero.

-O yo me engaño mucho -repuse-, o ahora van a atacar a San José.

Todos miramos al punto indicado, edificio de grandes dimensiones, que se alzaba a nuestra izquierda, separado de Puerta Quemada por la hondonada de la Huerva.

-Allí está Renovales -me dijo Agustín-, el valiente D. Mariano Renovales, que tanto se distinguió en el otro sitio, y manda ahora los cazadores de Orihuela y de Valencia.

En nuestra posición todo estaba preparado para una defensa enérgica. En el reducto del Pilar, en la batería de los Mártires, en la torre del Pino, lo mismo que en Trinitarios, los artilleros aguardaban con mecha encendida, y los de infantería escogíamos tras los parapetos las posiciones que nos parecían más seguras para hacer fuego, si alguna columna intentaba   —45→   asaltarnos. Se sentía mucho frío, y los más tiritábamos. Alguien habría creído que era de miedo; pero no, era de frío, y quien dijese lo contrario, miente.

No tardó en verificarse el movimiento que yo había previsto, y el convento de San José fue atacado por una fuerte columna de infantería francesa, mejor dicho, fue objeto de una tentativa de ataque o más bien sorpresa. Al parecer, los enemigos tenían mala memoria y en tres meses se les había olvidado que las sorpresas eran imposibles en Zaragoza. Llegaron, sin embargo, con mucha confianza hasta tiro de fusil, y sin duda aquellos desgraciados creían que sólo con verlos, caerían muertos de miedo nuestros guerreros. Los pobrecitos acababan de llegar de la Silesia y no sabían qué clase de guerra era la de España. Además como ganaran a Torrero con tan poco trabajo, creyéronse en disposición de tragarse el mundo. Ello es que avanzaban como he dicho, sin que San José hiciera demostración alguna, hasta que hallándose a tiro de fusil o poco menos, vomitaron de improviso tan espantoso fuego las troneras y aspilleras de aquel edificio, que mis bravos franceses tomaron soleta con precipitación. Bastantes, sin embargo, quedaron tendidos, y al ver este desenlace de su valentía, los que contemplábamos el lance desde la batería de los Mártires, prorrumpimos en exclamaciones, gritos y palmadas. De este modo celebra el feroz soldado en la guerra la muerte de   —46→   sus semejantes, y el que siente instintiva compasión al matar un conejo en una cacería, salta de júbilo viendo caer centenares de hombres robustos, jóvenes y alegres que después de todo no han hecho mal a nadie.

Tal fue el ataque de San José, una intentona rápidamente castigada. Desde entonces debieron de comprender los franceses, que si se abandonó a Torrero fue por cálculo y no por flaqueza. Sola, aislada, desamparada, sin baluartes exteriores, sin fuertes ni castillos, Zaragoza alzaba de nuevo sus murallas de tierra, sus baluartes de ladrillos crudos, sus torreones de barro amasado la víspera para defenderse otra vez contra los primeros soldados, la primera artillería y los primeros ingenieros del mundo. Grande aparato de gente, formidables máquinas, enormes cantidades de pólvora, preparativos científicos y materiales, la fuerza y la inteligencia en su mayor esplendor, traen los invasores para atacar el recinto fortificado que parece juego de muchachos, y aun así es poco, todo sucumbe y se reduce a polvo ante aquellas tapias que se derriban de una patada. Pero detrás de esta deleznable defensa material está el acero de las almas aragonesas, que no se rompe, ni se dobla, ni se funde, ni se hiende, ni se oxida y circunda todo el recinto como una barra indestructible por los medios humanos.

La campana de la Torre Nueva suena con clamor de alarma. Cuando esta campana da al viento su lúgubre   —47→   tañido la ciudad está en peligro y necesita de todos sus hijos. ¿Qué será? ¿Qué pasa? ¿Qué hay?

-En el arrabal -dijo Agustín- debe de andar mala la cosa.

-Mientras nos atacan por aquí para entretener mucha gente de este lado, embisten también por la otra parte del río.

-Lo mismo fue en el primer sitio.

-¡Al arrabal, al arrabal!

Y cuando decíamos esto, la línea francesa nos envió algunas balas rasas para indicarnos que teníamos que permanecer allí. Felizmente Zaragoza tenía bastante gente en su recinto y podía acudir con facilidad a todas partes. Mi batallón abandonó la cortina de Santa Engracia y púsose en marcha hacia el Coso. Ignorábamos a dónde se nos conducía; pero era probable que nos llevaran al arrabal. Las calles estaban llenas de gente. Los ancianos, las mujeres salían impulsados por la curiosidad, queriendo ver de cerca los puntos de peligro, ya que no les era posible situarse en el peligro mismo. Las calles de San Gil, de San Pedro y la Cuchillería 11, que son camino para el puente, estaban casi intransitables; inmensa multitud de mujeres las cruzaba, marchando todas a prisa en dirección al Pilar y a la Seo. El estrépito del lejano canon más bien animaba   —48→   que entristecía al fervoroso pueblo, y todo era gritar disputándose el paso para llegar más pronto. En la plaza de la Seo vi la caballería, que con el gran gentío casi obstruía la salida del puente, lo cual obligó a mi batallón a buscar más fácil salida por otra parte. Cuando pasamos por delante del pórtico de este santuario sentimos desde fuera el clamor de las plegarias con que todas las mujeres de la ciudad imploraban a la santa patrona. Los pocos hombres que querían penetrar en el templo eran expulsados por ellas.

Salimos a la orilla del río por junto a San Juan de los Panetes y nos situaron en el malecón esperando órdenes. Enfrente y al otro lado del río se divisaba el campo de batalla. Veíase en primer término la arboleda de Macanaz, más allá y junto al puente el pequeño monasterio de Altabás, más allá el de San Lázaro y a continuación el de Jesús. Detrás de esta decoración, reflejada en las aguas del gran río, la vista distinguía un fuego horroroso, un cruzamiento interminable de trayectorias, un estrépito ronco, de las voces del cañón y de humanos gritos formado, y densas nubes de humo que se renovaban sin cesar y corrían a confundirse con las del cielo. Todos los parapetos de aquel sitio estaban construidos con los ladrillos de los cercanos tejares, formando con el barro y la tierra de los hornos una masa rojiza. Creeríase que la tierra estaba amasada con sangre.

  —49→  

Los franceses tenían su frente desde el camino de Barcelona al de Juslibol, más allá de los tejares y de las huertas que hay a mano izquierda de la segunda de aquellas dos vías. Desde las doce habían atacado con furia nuestras trincheras, internándose por el camino de Barcelona y desafiando con impetuoso arrojo los fuegos cruzados de San Lázaro y del sitio llamado el Macelo. Consistía su empeño en tomar por audaces golpes de mano las baterías, y esta tenacidad produjo una verdadera hecatombe. Caían muchísimos, clareábanse las filas, y llenadas al instante por otros, repelían la embestida. A veces llegaban hasta tocar los parapetos y mil luchas individuales acrecían el horror de la escena. Iban delante los jefes blandiendo sus sables, como hombres desesperados que han hecho cuestión de honor el morir ante un montón de ladrillos, y en aquella destrucción espantosa que arrancaba a la vida centenares de hombres en un minuto, desaparecían, arrojados por el suelo el soldado y el sargento y el alférez y el capitán y el coronel. Era una verdadera lucha entre dos pueblos, y mientras los furores del primer sitio inflamaban los corazones de los nuestros, venían los franceses frenéticos, sedientos de venganza, con toda la saña del hombre ofendido, peor acaso que la del guerrero.

Precisamente este prematuro encarnizamiento les perdió. Debieron principiar batiendo cachazudamente con su artillería nuestras obras; debieron   —50→   conservar la serenidad que exige un sitio, y no desplegar guerrillas contra posiciones defendidas por gente como la que habían tenido ocasión de tratar el 15 de Julio y el 4 de Agosto; debieron haber reprimido aquel sentimiento de desprecio hacia las fuerzas del enemigo, sentimiento que ha sido siempre su mala estrella, lo mismo en la guerra de España que en la moderna contra Prusia; debieron haber puesto en ejecución un plan calmoso, que produjera en el sitiado antes el fastidio que la exaltación. Es seguro que de traer consigo la mente pensadora de su inmortal jefe, que vencía siempre con su lógica admirable lo mismo que con sus cañones, habrían empleado en el sitio de Zaragoza no poco del conocimiento del corazón humano, sin cuyo estudio la guerra, la brutal guerra, ¡parece mentira!, no es más que una carnicería salvaje. Napoleón, con su penetración extraordinaria. hubiera comprendido el carácter zaragozano y se habría abstenido de lanzar contra él columnas descubiertas, haciendo alarde de valor personal. Esta es una cualidad de difícil y peligroso empleo, sobre todo delante de hombres que se baten por un ideal, no por un ídolo.

No me extenderé en pormenores sobre esta espantosa acción del 21 de Diciembre, una de las más gloriosas del segundo sitio de la capital de Aragón. Sobre que no la presencié de cerca, y sólo podría dar cuenta de ella por lo que me contaron, me mueve a no ser prolijo la circunstancia de que son tantos   —51→   y tan interesantes los encuentros que más adelante habré de narrar, que conviene cierta sobriedad en la descripción de estos sangrientos choques. Baste saber por ahora que los franceses al caer de la tarde creyeron oportuno desistir de su empeño, y que se retiraron dejando el campo cubierto de cadáveres. Era la ocasión muy oportuna para perseguirlos con la caballería; pero después de una breve discusión, según se dijo, acordaron los jefes no arriesgarse en una salida que podía ser peligrosa.




ArribaAbajo- VII -

Llegada la noche, y cuando parte de nuestras tropas se replegaron 12 a la ciudad, todo el pueblo corrió hacia el arrabal para contemplar de cerca el campo de batalla, ver los destrozos hechos por el fuego, contar los muertos y regocijar la imaginación, representándose una por una las heroicas escenas. La animación, el movimiento y bulla hacia aquella parte de la ciudad eran inmensos. Por un lado grupos de soldados cantando con febril alegría, por otro las cuadrillas de personas piadosas que trasportaban a sus casas los heridos, y en todas partes una general satisfacción, que se mostraba en los   —52→   diálogos vivos, en las preguntas, en las exclamaciones jactanciosas y con lágrimas y risas, mezclando la jovialidad al entusiasmo.

Serían las nueve cuando rompimos filas los de mi batallón, porque faltos de acuartelamiento, se nos permitía dejar el puesto por algunas horas 13, siempre que no hubiera peligro. Corrimos Agustín y yo hacia el Pilar, donde se agolpaba un gentío inmenso, y entramos difícilmente. Quedeme sorprendido al ver cómo forcejeaban unas contra otras las personas allí reunidas para acercarse a la capilla en que mora la Virgen del Pilar. Los rezos, las plegarias y las demostraciones de agradecimiento formaban un conjunto que no se parecía a los rezos de ninguna clase de fieles. Más que rezo era un hablar continuo, mezclado de sollozos, gritos, palabras tiernísimas y otras de íntima e ingenua confianza, como suele usarlas el pueblo español con los santos que le son queridos. Caían de rodillas, besaban el suelo, se asían a las rejas de la capilla, se dirigían a la santa imagen, llamándola con los nombres más familiares y más patéticos del lenguaje. Los que por la aglomeración de la gente no podían acercarse, hablaban con la Virgen desde lejos agitando sus brazos. Allí no había sacristanes que prohibieran los modales descompuestos y los gritos irreverentes, porque estos y aquellos eran hijos del desbordamiento de la devoción, semejante a un delirio. Faltaba el silencio solemne de los lugares sagrados, y todos estaban allí   —53→   como en su casa, como si la casa de la Virgen querida, la madre, ama y reina de los zaragozanos, fuese también la casa de sus hijos, siervos y súbditos.

Asombrado de aquel fervor, a quien la familiaridad hacía más interesante, pugné por abrirme paso hasta la reja, y vi la célebre imagen. ¿Quién no la ha visto, quién no la conoce al menos por las innumerables esculturas y estampas que la han reproducido hasta lo infinito de un extremo a otro de la Península? A la izquierda del pequeño altar que se alza en el fondo de la capilla, dentro de un nicho adornado con lujo oriental, estaba entonces como ahora la pequeña escultura. Gran profusión de velas de cera la alumbraban, y las piedras preciosas pegadas a su vestido y corona, despiden deslumbradores reflejos. Brillan el oro y los diamantes en el cerquillo de su rostro, en la ajorca de su pecho, en los anillos de sus manos. Una criatura viva rendiríase sin duda al peso de tan gran tesoro. El vestido sin pliegues, rígido y estirado de arriba a abajo 14 como una funda, deja asomar solamente la cara y las manos; y el Niño Jesús, sostenido en el lado izquierdo, muestra apenas su carita morena entre el brocado y las pedrerías. El rostro de la Virgen, bruñido por el tiempo, es también moreno. Posee una apacible serenidad, emblema de la beatitud eterna. Dirígese al exterior, y su dulce mirada escruta perpetuamente el devoto concurso. Brilla en sus pupilas un rayo de las cercanas luces, y aquel artificial fulgor de los ojos remeda   —54→   la intención y fijeza de la mirada humana. Era difícil, cuando la vi por primera vez, permanecer indiferente en medio de aquella manifestación religiosa, y no añadir una palabra al concierto de lenguas entusiastas que hablaban en distintos tonos con la Señora.

Yo contemplaba la imagen, cuando Agustín me apretó el brazo, diciéndome:

-Mírala, allí está.

-¿Quién, la Virgen? Ya la veo.

-No, hombre, Mariquilla. ¿La ves? Allá enfrente junto a la columna.

Miré y sólo vi mucha gente: al instante nos apartamos de aquel sitio, buscando entre la multitud un paso para transportarnos al otro lado.

-No está con ella el tío Candiola -dijo Agustín muy alegre-. Viene con la criada.

Y diciendo esto, codeaba a un lado y otro para hacerse camino, estropeando pechos y espaldas, pisando pies, chafando sombreros y arrugando vestidos. Yo seguía tras él, causando iguales estragos a derecha e izquierda, y por fin llegamos junto a la hermosa joven, que lo era realmente, según pude reconocerlo en aquel momento por mis propios ojos. La entusiasta pasión de mi buen amigo no me engañó, y Mariquilla valía la pena de ser desatinadamente   —55→   amada. Llamaban la atención en ella su tez morena y descolorida, sus ojos de profundo negror, la nariz correctísima, la boca incomparable y la frente hermosa aunque pequeña. Había en su rostro, como en su cuerpo delgado y ligero, cierto abandono voluptuoso; cuando bajaba los ojos parecíame que una dulce y amorosa oscuridad envolvía su figura, confundiéndola con las nuestras. Sonreía con gravedad, y cuando nos acercamos, sus miradas revelaban temor. Todo en ella anunciaba la pasión circunspecta y reservada de las mujeres de cierto carácter, y debía de ser, según me pareció en aquel momento, poco habladora, falta de coquetería y pobre de artificios. Después tuve ocasión de comprobar aquel mi prematuro juicio. Resplandecía en el rostro de Mariquilla una calma platónica y cierta seguridad de sí misma. A diferencia de la mayor parte de las mujeres, y semejante al menor número de las mismas, aquella alma se alteraba difícilmente, pero al verificarse la alteración, la cosa iba de veras. Blandas y sensibles otras como la cera, ante un débil calor sin esfuerzo se funden; pero Mariquilla, de durísimo metal compuesta, necesitaba la llama de un gran fuego para perder la compacta conglomeración de su carácter, y si este momento llegaba, había de ser como el metal derretido que abrasa cuanto toca.

Además de su belleza, me llamó la atención la elegancia y hasta cierto punto el lujo con que vestía; pues acostumbrado a oír exagerar la avaricia del tío   —56→   Candiola, supuse que tendría reducida a su hija a los últimos extremos de la miseria en lo relativo a traje y tocado. Pero no era así. Según Montoria me dijo después, el tacaño de los tacaños no sólo permitía a su hija algunos gastos, sino que la obsequiaba de peras a higos, con tal cual prenda, que a él le parecía el non plus ultra de las pompas mundanas. Si Candiola era capaz de dejar morir de hambre a parientes cercanos, tenía con su hija condescendencias de bolsillo verdaderamente escandalosas y fenomenales; pero aunque avaro, era padre: amaba regularmente, quizás mucho, a la infeliz muchacha, hallando por esto en su generosidad el primero, tal vez el único 15 agrado de su árida existencia.

Algo más hay que hablar en lo referente a este punto, pero irá saliendo poco a poco durante el curso de la narración, y ahora me concretaré a decir que mi amigo no había dicho aun diez palabras a su adorada María, cuando un hombre se nos acercó de súbito, y después de mirarnos un instante a los dos con centelleantes ojos, dirigiose a la joven, la tomó por el brazo, y enojadamente le dijo:

-¿Qué haces aquí? Y Vd., tía Guedita, ¿por qué la ha traído al Pilar a estas horas? A casa, a casa pronto.

Y empujándolas a ambas, ama y criada, llevolas hacia la puerta y a la calle, desapareciendo los tres de nuestra vista.

Era Candiola. Lo recuerdo bien, y su recuerdo   —57→   me hace estremecer de espanto. Más adelante sabréis por qué. Desde la breve escena en el templo del Pilar, la imagen de aquel hombre quedó grabada en mi memoria, y no era ciertamente su figura de las que prontamente se olvidan. Viejo, encorvado, con aspecto miserable y enfermizo, de mirar oblicuo y desapacible, flaco de cara y hundido de mejillas 16, Candiola se hacía antipático desde el primer momento. Su nariz corva y afilada como el pico de un pájaro lagartijero, la barba igualmente picuda, los largos pelos de las cejas blanquinegras, la pupila verdosa, la frente vasta y surcada por una pauta de paralelas arrugas, las orejas cartilaginosas, la amarilla tez, el ronco metal de la voz, el desaliñado vestir, el gesto insultante, toda su persona, desde la punta del cabello, mejor dicho, desde la bolsa de su peluca hasta la suela del zapato, producía repulsión invencible. Se comprendía que no tuviera ningún amigo.

Candiola no tenía barbas; llevaba el rostro, según la moda, completamente rasurado, aunque la navaja no entraba en aquellos campos sino una vez por semana. Si D. Jerónimo hubiera tenido barbas, le compararía por su figura a cierto mercader veneciano que conocí mucho después, viajando por el vastísimo continente de los libros, y en quien hallé ciertos rasgos de fisonomía que me hicieron recordar los de aquel que bruscamente se nos presentó en el templo del Pilar.

-¿Has visto qué miserable y ridículo viejo? -me   —58→   dijo Agustín cuando nos quedamos solos, mirando a la puerta por donde las tres personas habían desaparecido.

-No gusta que su hija tenga novios.

-Pero estoy seguro de que no me vio hablando con ella. Tendrá sospechas; pero nada más. Si pasara de la sospecha a la certidumbre, María y yo estaríamos perdidos. ¿Viste qué mirada nos echó? ¡Condenado avaro, alma negra hecha de la piel de Satanás!

-Mal suegro tienes.

-Tan malo -dijo Montoria con tristeza-, que no doy por él dos cuartos con cardenillo. Estoy seguro de que esta noche la pone de vuelta y media, y gracias que no acostumbra a maltratarla de obra.

-Y el Sr. Candiola -le pregunté- ¿no tendrá gusto en verla casada con el hijo de D. José de Montoria?

-¿Estás loco? Sí... ve a hablarle de eso. Además de que ese miserable avariento guarda a su hija como si fuera un saco de onzas y no parece dispuesto a darla a nadie, tiene un resentimiento antiguo y profundo contra mi buen padre porque este libró de sus garras a unos infelices deudores. Te digo que si él llega a descubrir el amor que su hija me tiene, la guardará dentro de un arca de hierro en el sótano donde esconde los pesos duros. Pues no te digo nada, si mi padre lo llega a saber... Me tiemblan las carnes sólo de pensarlo. La pesadilla más atroz que puede   —59→   turbar mi sueño, es aquella que me representa el instante en que mi señor padre y mi señora madre se enteren de este inmenso amor que tengo por Mariquilla. ¡Un hijo de D. José de Montoria enamorado de la hija del tío Candiola! ¡Qué horrible pensamiento! ¡Un joven que formalmente está destinado a ser obispo... obispo, Gabriel, yo voy a ser obispo, en el sentir de mis padres!

Diciendo esto, Agustín dio un golpe con su cabeza en el sagrado muro en que nos apoyábamos.

-¿Y piensas seguir amando a Mariquilla?

-No me preguntes eso -me respondió con energía-. ¿La viste? Pues si la viste ¿a qué me dices si seguiré amándola? Su padre y los míos antes me quieren ver muerto que casado con ella. ¡Obispo, Gabriel, quieren que yo sea obispo! Compagina tú el ser obispo y el amar a Mariquilla durante toda la vida terrenal y la eterna: compagina tú esto, y ten lástima de mí.

-Dios abre caminos desconocidos -le dije.

-Es verdad. Yo tengo a veces una confianza sin límites. ¡Quién sabe lo que nos traerá el día de mañana! Dios y la Virgen del Pilar me sacarán adelante.

-¿Eres devoto de esta imagen?

-Sí. Mi madre pone velas a la que tenemos en casa para que no me hieran en las batallas; y yo la miro, y para mis adentros le digo: -¡Señora, que esta ofrenda de velas sirva también para recordaros que no puedo dejar de amar a la Candiola!

  —60→  

Estábamos en la nave a que corresponde el ábside de la capilla del Pilar. Hay allí una abertura en el muro, por donde los devotos, bajando dos o tres peldaños, se acercan a besar el pilar que sustenta la venerada imagen. Agustín besó el mármol rojo: beselo yo también y luego salimos de la iglesia para ir a nuestro vivac.




ArribaAbajo- VIII -

El día siguiente, 22, fue cuando Palafox dijo al parlamentario de Moncey que venía a proponerle la rendición: No sé rendirme: después de muerto hablaremos de eso. Contestó en seguida a la intimación en un largo y elocuente pliego, que publicó la Gaceta (pues también en Zaragoza había Gaceta); pero según opinión general ni aquel documento ni ninguna de las proclamas que aparecían con la firma del capitán general eran obra de este, sino de la discreta pluma de su maestro y amigo el padre Basilio Boggiero, hombre de mucho entendimiento, a quien se veía con frecuencia en los sitios de peligro rodeado de patriotas y jefes militares.

Excusado es decir que los defensores estaban muy envalentonados con la gloriosa acción del 21. Era preciso para dar desahogo a su ardor, disponer   —61→   alguna salida. Así se hizo en efecto; pero ocurrió que todos querían tomar parte en ella al mismo tiempo, y fue preciso sortear los cuerpos. Las salidas, dispuestas con prudencia eran convenientes, porque los franceses, extendiendo su línea en derredor de la ciudad, se preparaban para un sitio en regla, y habían comenzado las obras de su primera paralela. Además el recinto de Zaragoza encerraba mucha tropa, lo cual a los ojos del vulgo era una ventaja, pero un gran peligro para los inteligentes, no sólo por el estorbo que esta causaba, sino porque el gran consumo de víveres traería pronto el hambre, ese terrible general que es siempre el vencedor de las plazas bloqueadas. Por esta misma causa del exceso de gente eran oportunas las salidas. Hizo una Renovales el 24 con las tropas del fortín de San José, y cortó un olivar que ocultaba los trabajos del enemigo; por el arrabal salió el 25 D. Juan O'Neille con los voluntarios de Aragón y Huesca, y tuvo la suerte de coger desprevenido al enemigo, matándole bastante gente, y el 31 se hizo la más eficaz de todas por dos puntos distintos y con considerables fuerzas.

Durante el día, en los anteriores, habíamos divisado perfectamente las obras de su primera paralela, establecida como a ciento sesenta toesas de la muralla. Trabajaban con mucha actividad, sin descansar de noche, y notamos que se hacían señales en toda la línea con farolitos de colores. De vez   —62→   en cuando disparábamos nuestros morteros; pero les causábamos muy poco daño. En cambio si se les antojaba destacar guerrillas para un reconocimiento, eran despachadas por las nuestras en menos que canta un gallo. Llegó la mañana del 31, y a mi batallón le tocó marchar a las órdenes de Renovales, encargado de mortificar al enemigo en su centro, desde Torrero al camino de la Muela, mientras el brigadier Butrón lo hacía por la Bernardona, es decir por la izquierda francesa, saliendo con bastantes fuerzas de infantería y caballería por las puertas de Sancho y del Portillo.

Para distraer la atención de los franceses, el jefe mandó que un batallón se desplegase en guerrillas por las Tenerías llamando hacia allí la atención del enemigo, y entre tanto con algunos cazadores de Olivenza, y parte de los de Valencia, avanzamos por el camino de Madrid, derechos a la línea francesa. Desplegadas guerrillas a un lado y otro del camino, cuando los enemigos se percataron de nuestra presencia, ya estábamos encima, veloces como gamos, y arrollábamos la primera tropa de infantería francesa que nos salió al paso. Tras una torre medio destruida se hicieron fuertes algunos, y dispararon con encarnizamiento y buena puntería. Por un instante permanecimos indecisos, pues flanqueábamos la torre unos veinte hombres, mientras los demás seguían por la carretera, persiguiendo a los fugitivos; pero Renovales se lanzó delante y nos llevó, matando   —63→   a boca de jarro y a bayonetazos a cuantos defendían la casa. En el momento en que pusimos el pie dentro del patiecillo delantero, advertí que mi fila se clareaba, vi caer exhalando el último gemido a algunos compañeros; miré a mi derecha temiendo no encontrar entre los vivos a mi querido amigo; pero Dios le había conservado. Montoria y yo salimos ilesos.

No podíamos emplear mucho tiempo en comunicarnos la satisfacción que experimentábamos al ver que vivíamos, porque Renovales dio orden de seguir adelante en dirección hacia la línea de atrincheramientos que estaban levantando los franceses; pero abandonamos la carretera y torcimos hacia la derecha con intento de unirnos a los voluntarios de Huesca, que acometían por el camino de la Muela.

Se comprende por lo que llevo referido, que los franceses no esperaban aquella salida y que completamente desprevenidos, sólo tenían allí, además de la escasa fuerza que custodiaba los trabajos, las cuadrillas de ingenieros que abrían las zanjas de la primera paralela. Les embestimos con ímpetu, haciéndoles un fuego horroroso, aprovechando muy bien los minutos antes que llegasen fuerzas temibles; cogíamos prisioneros a los que encontrábamos sin armas; matábamos a los que las tenían; recogíamos los picos y azadas, todo esto con una presteza sin igual, animándonos con palabras   —64→   ardientes, y exaltados por la idea de que nos estaban viendo desde la ciudad.

En aquel lance todo fue afortunado, porque mientras nosotros destrozábamos tan sin piedad a los trabajadores de la primera paralela, las tropas que por la izquierda habían salido a las órdenes del brigadier Butrón, empeñaban un combate muy feliz contra los destacamentos que tenía el enemigo en la Bernardona. Mientras los voluntarios de Huesca, los granaderos de Palafox y las guardias walonas 17arrollaban la infantería francesa, aparecieron los escuadrones de caballería de Numancia y Olivenza, cautelosamente salidos por la puerta de Sancho, y que describiendo una gran vuelta, habían venido a ocupar el camino de Alagón por una parte y el de la Muela por otra, precisamente cuando los franceses retrocedían de la izquierda al centro, en demanda de mayores fuerzas que les auxiliaran. Hallándose en su elemento aquellos briosos caballos, lanzáronse por el arrecife, destruyendo cuanto encontraban al paso, y allí fue el caer y el atropellarse de los desgraciados infantes que huían hacia Torrero. En su dispersión muchos fueron a caer precisamente entre nuestras bayonetas, y si grande era su ansiedad por huir de los caballos, mayor era nuestro anhelo de recibirlos dignamente a tiros. Unos corrían, arrojándose en las acequias por no poder saltarlas, otros se entregaban a discreción, soltando las armas, algunos se defendían con heroísmo, dejándose matar   —65→   antes que rendirse, y por último no faltaron unos pocos que, encerrándose dentro de un horno de ladrillos cargado de ramas secas y de leña, le pegaron fuego, prefiriendo morir asados a caer prisioneros.

Todo esto que he referido con la mayor concisión posible pasó en brevísimo tiempo, y sólo mientras pudo el cuartel general, harto imprevisor en aquella hora, destacar fuerzas suficientes para contener y castigar nuestra atrevida expedición. Tocaron a generala en monte Torrero, y vimos que venía contra nosotros mucha caballería. Pero los de Renovales, lo mismo que los de Butrón, habíamos conseguido nuestro deseo y no teníamos para qué esperar a aquellos caballeros que llegaban al fin de la función; así es que nos retiramos dándoles desde lejos los buenos días, con las frases más pintorescas y más agudas de nuestro repertorio. Tuvimos aún tiempo de inutilizar algunas piezas de las dispuestas para su colocación al día siguiente; recogimos una multitud de herramientas de zapa, y destruimos a toda prisa lo que pudimos en las obras de la paralela, sin dejar de la mano las docenas de prisioneros a quienes habíamos echado el guante.

Juan Pirli, uno de nuestros compañeros en el batallón, traía al volver a Zaragoza un morrión de ingeniero, que se puso para sorprender al público, y además una sartén en la cual aún había restos de almuerzo, comenzado en el campamento frente a Zaragoza, y terminado en el otro mundo.

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Habíamos tenido en nuestro batallón nueve muertos y ocho heridos. Cuando Agustín se reunió a mí, cerca ya de la puerta del Carmen, noté que tenía una mano ensangrentada.

-¿Te han herido? -le dije, examinándole-. No es más que una rozadura.

-Una rozadura es -me contestó-, pero no de bala, ni de lanza, ni de sable, sino de dientes, por que cuando le eché la zarpa a aquel francés que alzó el azadón para descalabrarme, el condenado me clavó los dientes en esta mano como un perro de presa.

Cuanto entrábamos en la ciudad, unos por la puerta del Carmen, otros por el Portillo, todas las piezas de los reductos y fuertes del Mediodía hicieron fuego contra las columnas que venían en nuestra persecución. Las dos salidas combinadas habían hecho bastante daño a los franceses. Sobre que perdieron mucha gente, se les inutilizó una parte, aunque no grande, de los trabajos de su primera paralela, y nos apoderamos de un número considerable de herramientas. Además de esto, los oficiales de ingenieros que llevó Butrón en aquella osada aventura habían tenido tiempo de examinar las obras de los sitiadores y explorarlas y medirlas para dar cuenta de ellas al capitán general.

La muralla estaba invadida por la gente. Habíase oído desde dentro de la ciudad el tiroteo de las guerrillas, y hombres, mujeres, ancianos y niños,   —67→   todos acudieron a ver qué nueva acción gloriosa era aquella entablada fuera de la plaza. Fuimos recibidos con exclamaciones de gozo, y desde San José hasta más allá de Trinitarios, la larga fila de hombres y mujeres mirando hacia el campo, encaramados sobre la muralla y batiendo palmas a nuestra llegada o saludándonos con sus pañuelos, presentaba un golpe de vista magnífico. Después tronó el cañón, los reductos hicieron fuego a la vez sobre el llano que acabábamos de abandonar, y aquel estruendo formidable parecía una salva triunfal, según se mezclaban con él los cantos, los vítores, las exclamaciones de alegría. En las cercanas casas, las ventanas y balcones estaban llenos de mujeres, y la curiosidad, el interés de algunas era tal que se las veía acercarse en tropel a los fuertes y a los cañones para regocijar sus varoniles almas y templar sus acerados nervios con el ruido, a ningún otro comparable, de la artillería. En el fortín del Portillo fue preciso mandar salir a la muchedumbre. En Santa Engracia la concurrencia daba a aquel sitio el aspecto de un teatro, de una fiesta pública. Cesó al fin el fuego de cañón, que no tenía más objeto que proteger nuestra retirada, y sólo la Aljafería siguió disparando de tarde en tarde contra las obras del enemigo.

En recompensa de la acción de aquel día se nos concedió en el siguiente llevar una cinta encarnada en el pecho a guisa de condecoración; y haciendo   —68→   justicia a lo arriesgado de aquella salida, el padre Boggiero nos dijo, entre otras cosas, por boca del General: «Ayer sellasteis el último día del año con una acción digna de vosotros... Sonó el clarín y a un tiempo mismo los filos de vuestras espadas arrojaban al suelo las altaneras cabezas, humilladas al valor y al patriotismo. ¡Numancia! ¡Olivenza! ¡Ya he visto que vuestros ligeros caballos sabrán conservar el honor de este ejército y el entusiasmo de estos sagrados muros!... Ceñid esas espadas ensangrentadas, que son el vínculo de vuestra felicidad y el apoyo de la patria!...».




ArribaAbajo- IX -

Desde aquel día, tan memorable en el segundo sitio como el de las Eras en el primero, empezó el gran trabajo, el gran frenesí, la exaltación ardiente, en que vivieron por espacio de mes y medio sitiadores y sitiados. Las salidas verificadas en los primeros días de Enero no fueron de gran importancia. Los franceses, concluida la primera paralela, avanzaron en zig-zag para abrir la segunda, y con tanta actividad trabajaron en ella, que bien pronto vimos amenazadas nuestras dos mejores posiciones del mediodía, San José y el reducto del Pilar, por imponentes   —69→   baterías de sitio, cada una con diez y seis cañones. Excusado es decir que no cesábamos en mortificarles, ya enviándoles un incesante fuego, ya sorprendiéndoles con audaces escaramuzas; pero así y todo, Junot, que por aquellos días sustituyó a Moncey, llevaba adelante los trabajos con mucha diligencia.

Nuestro batallón continuaba en el reducto, obra levantada en la cabecera del puente de la Huerva y a la parte de fuera. El radio de sus fuegos abrazaba una extensión considerable cruzándose con los de San José. Las baterías de los Mártires, del jardín Botánico y de la torre del Pino, más internadas en el recinto de la ciudad tenían menos importancia que aquellas dos sólidas posiciones avanzadas, y le servían de auxiliares. Nos acompañaban en la guarnición muchos voluntarios zaragozanos, algunos soldados del resguardo, y varios paisanos armados de los que espontáneamente se adherían al cuerpo más de su gusto. Ocho cañones tenía el reducto. Era su jefe D. Domingo Larripa, mandaba la artillería D. Francisco Betbezé, y hacía de jefe de ingenieros el gran Simonó, oficial de este distinguido cuerpo, y hombre de tal condición que se le puede citar como modelo de buenos militares, así en el valor como en la pericia.

Era el reducto una obra, aunque de circunstancias, bastante fuerte, y no carecía de ningún requisito material para ser bien defendida. Sobre la puerta de entrada, al extremo del puente habían puesto sus   —70→   constructores una tabla con la siguiente inscripción: Reducto inconquistable de Nuestra Señora del Pilar. Zaragozanos: ¡morir por la Virgen del Pilar o vencer!

Allí dentro no teníamos alojamiento, y aunque la estación no era muy cruda, lo pasábamos bastante mal. El suministro de provisiones de boca se hacía por una junta encargada de la administración militar; pero esta junta a pesar de su celo no podía atendernos de un modo eficaz. Por nuestra fortuna y para honor de aquel magnánimo pueblo, de todas las casas vecinas nos mandaban diariamente lo mejor de sus provisiones y frecuentemente éramos visitados por las mismas mujeres caritativas que desde la acción del 31 se habían encargado de cuidar en su propio domicilio a nuestros pobres heridos.

No sé si he hablado de Pirli. Pirli era un muchacho de los arrabales, labrador, como de veinte años y de condición tan festiva, que los lances peligrosos desarrollaban en él una alegría nerviosa y febril. Jamás le vi triste; acometía a los franceses cantando, y cuando las balas silbaban en torno suyo, sacudía manos y pies haciendo mil grotescos gestos y cabriolas. Llamaba al fuego graneado pedrisco; a las balas de cañón las tortas calientes; a las granadas las señoras, y a la pólvora la harina negra, usando además otros terminachos de que no hago memoria en este momento. Pirli, aunque poco formal, era un cariñoso compañero.

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No sé si he hablado del tío Garcés. Era este un hombre de cuarenta y cinco años, natural de Garrapinillos, fortísimo, atezado, con semblante curtido y miembros de acero, ágil cual ninguno en los movimientos e imperturbable como una máquina ante el fuego; poco hablador y bastante desvergonzado cuando hablaba, pero con cierto gracejo en su garrulería. Tenía una pequeña hacienda en los alrededores, y casa muy modesta; mas con sus propias manos había arrasado la casa, y puesto por tierra los perales, para quitar defensas al enemigo. Oí contar de él mil proezas hechas en el primer sitio y ostentaba bordado en la manga derecha el escudo de premio y distinción de 16 de Agosto. Vestía tan mal que casi iba medio desnudo, no porque careciera de traje, sino por no haber tenido tiempo para ponérselo. Él y otros como él, fueron sin duda los que inspiraron la célebre frase de que antes he hecho mención. Sus carnes sólo se vestían de gloria. Dormía sin abrigo y comía menos que un anacoreta, pues con dos pedazos de pan acompañados de un par de mordiscos de cecina, dura como cuero, tenía bastante para un día. Era hombre algo meditabundo, y cuando observaba los trabajos de la segunda paralela, decía mirando a los franceses: gracias a Dios que se acercan, ¡cuerno!... ¡Cuerno!, esta gente le acaba a uno la paciencia.

-¿Qué prisa tiene Vd., tío Garcés? -le decíamos.

-¡Recuerno! Tengo que plantar los árboles otra   —72→   vez antes que pase el invierno -contestaba-, y para el mes que entra quisiera volver a levantar la casita.

En resumen, el tío Garcés, como el reducto, debía llevar un cartel en la frente que dijera: Hombre inconquistable.

Pero ¿quién viene allí, avanzando lentamente por la hondonada de la Huerva, apoyándose en un grueso bastón, y seguido de un perrillo travieso, que ladra a todos los transeúntes por pura fanfarronería y sin intención de morderles? Es el padre fray Mateo del Busto, lector y calificador de la orden de mínimos, capellán del segundo tercio de voluntarios de Zaragoza, insigne varón a quien, a pesar de su ancianidad, se vio durante el primer sitio en todos los puestos de peligro, socorriendo heridos, auxiliando moribundos, llevando municiones a los sanos y animando a todos con el acento de su dulce palabra.

Al entrar en el reducto, nos mostró una cesta grande y pesada que trabajosamente cargaba, y en la cual traía algunas vituallas algo mejores que las de nuestra ordinaria mesa.

-Estas tortas -dijo sentándose en el suelo y sacando uno por uno los objetos que iba nombrando- me las han dado en casa de la Excma. Sra. condesa de Bureta, y esta en casa de D. Pedro Ric. Aquí tenéis también un par de lonjas de jamón, que son de mi convento, y se destinaban al padre Loshoyos 18, que está muy enfermito del estómago; pero él, renunciando   —73→   a este regalo, me lo ha dado para traéroslo. ¿A ver qué os parece esta botella de vino? ¿Cuánto darían por ella los gabachos que tenemos enfrente?

Todos miramos hacia el campo. El perrillo saltando denodadamente a la muralla, empezó a ladrar a las líneas francesas.

-También os traigo un par de libras de orejones, que se han conservado en la despensa de nuestra casa. Íbamos a ponerlos en aguardiente; pero primero que nadie sois vosotros, valientes muchachos. Tampoco me he olvidado de ti, querido Pirli -añadió, volviéndose al chico de este nombre-, y como estás casi desnudo y sin manta, te he traído un magnífico abrigo. Mira este lío. Pues es un hábito viejo que tenía guardado para darlo a un pobre; ahora te lo regalo para que cubras y abrigues tus carnes. Es vestido impropio de un soldado; pero si el hábito no hace al monje, tampoco el uniforme hace al militar. Póntelo y estarás muy holgadamente con él.

El fraile dio a nuestro amigo su lío, y este se puso el hábito entre risas y jácara de una y otra parte, y como conservaba aún, llevándolo constantemente en la cabeza, el alto sombrero de piel que el día 31 había cogido en el campamento enemigo, hacía la figura más extraña que puede imaginarse.

Poco después llegaron algunas mujeres también con cestas de provisiones. La aparición del sexo   —74→   femenino trasformó de súbito el aspecto del reducto. No sé de dónde sacaron la guitarra; lo cierto es que la sacaron de alguna parte; uno de los presentes empezó a rasguear primorosamente los compases de la incomparable, de la divina, de la inmortal jota, y en un momento se armó gran jaleo de baile. Pirli, cuya grotesca figura empezaba en ingeniero francés y acababa en fraile español, era el más exaltado de los bailarines, y no se quedaba atrás su pareja, una muchacha graciosísima, vestida de serrana, y a quien desde el primer momento oí que llamaban Manuela. Representaba veinte o veinte y dos años, y era delgada, de tez pálida y fina. La agitación del baile inflamó bien pronto su rostro, y por grados avivaba sus movimientos, insensible al cansancio. Con los ojos medio cerrados, las mejillas enrojecidas, agitando los brazos al compás de la grata cadencia, sacudiendo con graciosa presteza sus faldas, cambiando de lugar con ligerísimo paso, presentándosenos ora de frente, ora de espaldas, Manuela nos tuvo encantados durante largo rato. Viendo su ardor coreográfico, más se animaban el músico y los demás bailarines, y con el entusiasmo de estos aumentábase el suyo, hasta que al fin, cortado el aliento y rendida de fatiga, aflojó los brazos y cayó sentada en tierra sin respiración y encendida como la grana.

Pirli se puso junto a ella y al punto formose un corrillo cuyo centro era la cesta de provisiones.

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-A ver qué nos traes, Manuelilla -dijo Pirli-. Si no fuera por ti y el padre Busto, que está presente, nos moriríamos de hambre. Y si no fuera por este poco de baile con que quitamos el mal gusto de las tortas calientes y de las señoras, ¡qué sería de estos pobres soldados!

-Os traigo lo que hay -repuso Manuela sacando las provisiones-. Queda poco y si esto dura, comeréis ladrillos.

-Comeremos metralla amasada con harina negra -dijo Pirli-. Manuelilla, ¿ya se te ha quitado el miedo a los tiros?

Al decir esto, tomó con presteza su fusil disparándolo al aire. La muchacha dio un grito y sobresaltada huyó de nuestro grupo.

-No es nada, hija -dijo el fraile-. Las mujeres valientes no se asustan del ruido de la pólvora, antes al contrario deben encontrar en él tanto agrado como en el son de las castañuelas y bandurrias.

-Cuando oigo un tiro -dijo Manuela, acercándose llena de miedo-, no me queda gota de sangre en las venas.

En aquel instante los franceses que sin duda querían probar la artillería de su segunda paralela, dispararon un cañón y la bala vino a rebotar contra la muralla del reducto, haciendo saltar en pedazos mil los deleznables ladrillos.

Levantáronse todos a observar el campo enemigo; la serrana lanzó una exclamación de terror, y el   —76→   tío Garcés púsose a dar gritos desde una tronera contra los franceses, prodigándoles los más insolentes vocablos acompañados de mucho cuerno y recuerno. El perrillo recorriendo la cortina de un extremo a otro ladraba con exaltada furia.

-Manuela, echemos otra jota al son de esta música, y ¡viva la Virgen del Pilar! -exclamó Pirli saltando como un insensato.

Manuela, impulsada por la curiosidad, alzábase lentamente alargando el cuello para mirar el campo por encima de la muralla. Luego al extender los ojos por la llanura, parecía disiparse poco a poco el miedo en su espíritu pusilánime, y al fin la vimos observando la línea enemiga con cierta serenidad y hasta con un poco de complacencia.

-Uno, dos, tres cañones -dijo contando las bocas de fuego que a lo lejos se divisaban-. Vamos, chicos, no tengáis miedo. Eso no es nada para vosotros.

Oyose hacia San José estrépito de fusilería, y en nuestro reducto sonó el tambor, mandando tomar las armas. Del fuerte cercano había salido una pequeña columna que se tiroteaba de lejos con los trabajadores franceses. Algunos de estos corriéndose hacia su izquierda, parecían próximos a ponerse al alcance de nuestros fuegos: corrimos todos a las aspilleras, dispuestos a enviarles un poco de pedrisco, y sin esperar la orden del jefe, algunos dispararon sus fusiles con gran algazara. Huyeron en tanto por   —77→   el puente y hacia la ciudad todas las mujeres, excepto Manuela. ¿El miedo le impedía moverse? No: su miedo era inmenso y temblaba, dando diente con diente, desfigurado el rostro por repentina amarillez; pero una curiosidad irresistible la retenía en el reducto, y fijaba los atónitos ojos en los tiradores y en el cañón que en aquel instante iba a ser disparado.

-Manuela -le dijo Agustín-. ¿No te vas? ¿No te causa temor esto que estás mirando?

La serrana con la atención fija en aquel espectáculo, asombrada, trémula, con los labios blancos y el pecho palpitante, ni se movía, ni hablaba.

¡Manuelilla -dijo Pirli corriendo hacia ella-, toma mi fusil y dispáralo!

Contra lo que esperábamos, Manuelilla no hizo movimiento alguno de terror.

-Tómalo, prenda -añadió Pirli haciéndole tomar el arma-; pon el dedo aquí, apunta afuera y tira. ¡Viva la segunda artillera Manuela Sancho y la Virgen del Pilar!

La serrana tomó el arma, y a juzgar por su actitud y el estupor inmenso revelado en su mirar, parecía que ella misma no se daba cuenta de su acción. Pero alzando el arma con mano temblorosa, apuntó hacia el campo, tiró del gatillo e hizo fuego.

Mil gritos y ardientes aplausos acogieron este disparo, y la serrana soltó el fusil. Estaba radiante de satisfacción y el júbilo encendió de nuevo sus mejillas.

  —78→  

-Ves: Ya has perdido el miedo -dijo el mínimo-. Si a estas cosas no hay más que tomarlas el gusto. Lo mismo debieran hacer todas las zaragozanas, y de ese modo la Agustina y Casta Álvarez no serían una gloriosa excepción entre las de su sexo.

-Venga otro fusil -exclamó la serrana-, que quiero tirar otra vez.

-Se han marchado ya, prenda. ¿Te ha sabido a bueno? -dijo Pirli, preparándose a hacer desaparecer algo de lo que contenían las cestas-. Mañana, si quieres, estás convidada a un poco de torta caliente. Ea, sentémonos y a comer.

El fraile, llamando a su perrillo, le decía: -Basta, hijo; no ladres tanto, ni lo tomes tan a pechos, que vas a quedarte ronco. Guarda ese arrojo para mañana: por hoy, no hay en qué emplearlo, pues, si no me engaño van a toda prisa a guarecerse detrás de sus parapetos.

En efecto, la escaramuza de los de San José había concluido, y por el momento no teníamos franceses a la vista. Un rato después sonó de nuevo la guitarra, y regresando las mujeres, comenzaron los dulces vaivenes de la jota, con Manuela Sancho y el gran Pirli en primera línea.



  —79→  

ArribaAbajo- X -

Cuando desperté al amanecer del día siguiente, vi a Montoria, que se paseaba por la muralla.

-Creo que va a empezar el bombardeo -me dijo-. Se nota gran movimiento en la línea enemiga.

-Empezarán por batir este reducto -indiqué yo, levantándome con pereza-. ¡Qué feo está el cielo, Agustín! El día amanece muy triste.

-Creo que atacarán por todas partes a la vez, pues tienen hecha su segunda paralela. Ya sabes que Napoleón, hallándose en París, al saber la resistencia de esta ciudad en el primer sitio, se puso furioso contra Lefebvre Desnouettes porque había embestido la plaza por el Portillo y la Aljafería 19. Luego pidió un plano de Zaragoza, se lo dieron e indicó que la ciudad debía ser atacada por Santa Engracia.

-¿Por aquí? Pronto lo veremos. Mal día se nos prepara si se cumplen las órdenes de Napoleón. Dime, ¿tienes por ahí algo que comer?

-No te lo enseñé antes, porque quise sorprenderte -me dijo mostrándome un cesto, que servía de sepulcro a dos aves asadas fiambres, con algunas confituras y conservas finas.

  —80→  

-¿Lo has traído anoche?... Ya. ¿Cómo pudiste salir del reducto?

-Pedí licencia al jefe, y me la concedió por una hora. Mariquilla tenía preparado este festín. Si el tío Candiola sabe que dos de las gallinas de su corral han sido muertas y asadas para regalo de los defensores de la ciudad, se lo llevarán los demonios. Comamos, pues, Sr. Araceli, y esperemos ese bombardeo... ¡Eh! ¡Aquí está!... una bomba, otra, otra...

Las ocho baterías que embocaban sus tiros contra San José y el reducto del Pilar, empezaron a hacer fuego; ¡pero qué fuego! ¡Todo el mundo a las troneras, o al pie del cañón! ¡Fuera almuerzos, fuera desayunos, fuera melindres! Los aragoneses no se alimentan sino de gloria. El fuerte inconquistable contestó al insolente sitiador con orgulloso cañoneo, y bien pronto el gran aliento de la patria dilató nuestros pechos. Las balas rasas rebotando en la muralla de ladrillo y en los parapetos de tierra, destrozaban el reducto, cual si fuera un juguete apedreado por un niño; las granadas cayendo entre nosotros reventaban con estrépito, y las bombas pasando con pavorosa majestad por sobre nuestras cabezas, iban a caer en las calles y en los techos de las casas.

¡A la calle todo el mundo! No haya gente cobarde ni ociosa en la ciudad. Los hombres a la muralla, las mujeres a los hospitales de sangre, los chiquillos   —81→   y los frailes a llevar municiones. No se haga caso de estas terribles masas inflamadas que agujerean los techos, penetran en las habitaciones, abren las puertas, horadan los pisos, bajan al sótano, y al reventar desparraman las llamas del infierno en el hogar tranquilo, sorprendiendo con la muerte al anciano inválido en su lecho y al niño en su cuna. Nada de esto importa. A la calle todo el mundo y con tal que se salve el honor, perezca la ciudad y la casa, y la iglesia, y el convento, y el hospital, y la hacienda, que son cosas terrenas. Los zaragozanos, despreciando los bienes materiales como desprecian la vida, viven con el espíritu en los infinitos espacios de lo ideal.

En los primeros momentos nos visitó el capitán general, con otras muchas personas distinguidas, tales como D. Mariano Cereso 20, el cura Sas, el general O'Neilly, San Genis y D. Pedro Ric. También estuvo allí el bravo y generoso y campechano D. José de Montoria, que abrazó a su hijo, diciéndole: «Hoy es día de vencer o morir. Nos veremos en el cielo». Tras de Montoria se nos presentó don Roque, el cual estaba hecho un valiente, y como empleado en el servicio sanitario, desde antes que existieran heridos había comenzado a desplegar de   —82→   un modo febril su actividad, y nos mostró un mediano montón de hilas. Varios frailes se mezclaron asimismo entre los combatientes durante los primeros disparos, exhortándonos con un furor místico, inspirado en el libro de los Macabeos.

A un mismo tiempo y con igual furia atacaban los franceses el reducto del Pilar y el fortín de San José. Este, aunque ofrecía un aspecto más formidable había de resistir menos, quizás por presentar mayor blanco al fuego enemigo. Pero allí estaba Renovales con los voluntarios de Huesca, los voluntarios de Valencia, algunos guardias walonas 21 y varios individuos de milicias de Soria. El gran inconveniente de aquel fuerte consistía en estar construido al amparo de un vasto edificio, que la artillería enemiga convertía paulatinamente en ruinas; y desplomándose de rato en rato pedazos de paredón, muchos defensores morían aplastados. Nosotros estábamos mejor; sobre nuestras cabezas no teníamos más que cielo, y si ningún techo nos guarecía de las bombas, tampoco se nos echaban encima masas de piedra y ladrillo. Batían la muralla por el frente y los costados, y era un dolor ver cómo aquella frágil masa se desmoronaba, poniéndonos al descubierto. Sin embargo, después de cuatro horas de fuego incesante con poderosa artillería apenas pudieron abrir una brecha practicable.

Así pasó todo el día 10, sin ventaja alguna para los sitiadores por nuestro lado, si bien hacia San   —83→   José habían logrado acercarse y abrir una brecha espantosa, lo cual unido al estado ruinoso del edificio anunciaba la dolorosa necesidad de su rendición. Sin embargo, mientras el fuerte no estuviese reducido a polvo y muertos o heridos sus defensores había esperanza. Renováronse allí las tropas, porque los batallones que trabajaban desde por la mañana estaban diezmados, y cuando anocheció, después de abierta la brecha e intentado sin fruto un asalto, aún se sostuvo Renovales sobre las ruinas empapadas en sangre, entre montones de cadáveres y con la tercera parte tan sólo de su artillería.

No interrumpió la noche el fuego, antes bien siguió con encarnizamiento en los dos puntos. Nosotros habíamos tenido buen número de muertos y muchos heridos. Estos eran al punto recogidos y llevados a la ciudad por los frailes y las mujeres; pero aquellos aún prestaban el último servicio con sus helados cuerpos, porque estoicamente los arrojábamos a la brecha abierta, que luego se acababa de tapar con sacos de lana y tierra.

Durante la noche no descansamos ni un solo momento, y la mañana del 11 nos vio poseídos del mismo frenesí, ya apuntando las piezas contra la trinchera enemiga, ya acribillando a fusilazos a los pelotones que venían a flanquearnos, sin abandonar ni un instante la operación de tapar la brecha, que de hora en hora iba agrandando su horroroso espacio vacío. Así nos sostuvimos toda la mañana,   —84→   hasta el momento en que dieron el asalto a San José, ya convertido en un montón de ruinas, y con gran parte de su guarnición muerta. Aglomerando contra los dos puntos grandes fuerzas, mientras caían sobre el convento, dirigieron sobre nosotros un atrevido movimiento; y fue que con objeto de 22 hacer practicable la brecha que nos habían abierto, avanzaron por el camino de Torrero con dos cañones de batalla, protegidos por una columna de infantería.

En aquel instante nos consideramos perdidos: temblaron los endebles muros, y los ladrillos mal pegados se desbarataban en mil pedazos. Acudimos a la brecha que se abría y se abría cada vez más, y nos abrasaron con un fuego espantoso, porque viendo que el reducto se deshacía pedazo a pedazo, cobraron ánimo llegando al borde mismo del foso. Era una locura tratar de tapar aquel hueco formidable; y hacerlo a pecho descubierto era ofrecer víctimas sin fin al furioso enemigo. Abalanzáronse muchos con sacos de lana y paletadas de tierra, y más de la mitad quedaron yertos en el sitio. Cesó el fuego de cañón, porque ya parecía innecesario; hubo un momento de pánico indefinible; se nos caían los fusiles de las manos; nos vimos destrozados, deshechos, aniquilados por aquella lluvia de disparos que parecían incendiar el aire, y nos olvidamos del honor, de la muerte gloriosa, de la patria y de la Virgen del Pilar,   —85→   cuyo nombre decoraba la puerta del baluarte inconquistable. La confusión más espantosa reinó en nuestras filas. Rebajado de improviso el nivel moral de nuestras almas, todos los que no habíamos caído, deseamos unánimemente la vida, y saltando por encima de los heridos y pisoteando los cadáveres, huimos hacia el puente, abandonando aquel horrible sepulcro antes que se cerrara, enterrándonos a todos.

En el puente nos agolpamos con pavor y desorden invencibles. Nada hay más frenético que la cobardía: sus vilezas son tan vehementes como las sublimidades del valor. Los jefes nos gritaban: «¡Atrás, canallas! ¡El reducto del Pilar no se rinde!». Y al mismo tiempo sus sables azotaron de plano nuestras viles espaldas. Nos revolvimos en el puente sin poder avanzar, porque otras tropas venían a contenernos, y tropezamos unos con otros, confundiendo la furia de nuestro miedo con el ímpetu de su bravura.

-¡Atrás, canallas! -gritaban los jefes abofeteándonos-. ¡A morir en la brecha!

El reducto estaba vacío: no había en él más que muertos y heridos. De repente vimos que entre el denso humo y el espeso polvo, y saltando sobre los exánimes cuerpos, y los montones de tierra, y las ruinas, y las cureñas rotas, y el material deshecho, avanzaba una figura impávida, pálida, grandiosa, imagen de la serenidad trágica; era una mujer que   —86→   se había abierto paso entre nosotros, y penetrando en el recinto abandonado, marchaba majestuosa ¡hasta la horrible brecha! Pirli, que yacía en el suelo herido en una pierna, exclamó con terror:

-Manuela Sancho, ¿a dónde vas?

Todo esto pasó en mucho menos tiempo del que empleo en contarlo. Tras de Manuela Sancho se lanzó uno, luego tres, luego muchos, y al fin todos los demás, azuzados por los jefes que a sablazos nos llevaron otra vez al puesto del deber. Ocurrió esta transformación portentosa, por un simple impulso del corazón de cada uno, obedeciendo a sentimientos que se comunicaban a todos sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían. Ni sé por qué fuimos cobardes, ni sé por qué fuimos valientes unos cuantos segundos después. Lo que sé es que movidos todos por una fuerza extraordinaria, poderosísima, sobrehumana, nos lanzamos a la lucha tras la heroica mujer, a punto que los franceses intentaban con escalas el asalto; y sin que tampoco sepa decir la causa, nos sentimos con centuplicadas energías, y aplastamos, arrojándolos en lo profundo del foso, a aquellos hombres de algodón que antes nos parecieron de acero. A tiros, a sablazos, con granadas de mano, a paletadas, a golpes, a bayonetazos, murieron muchos de los nuestros para servir de defensa a los demás con sus fríos cuerpos; defendimos el paso de la brecha, y los franceses se retiraron, dejando mucha gente al pie de la muralla. Volvieron   —87→   a disparar los cañones, y el reducto inconquistable no cayó el día 11 en poder de la Francia.

Cuando la tempestad de fuego se calmó, no nos conocíamos: estábamos transfigurados, y algo nuevo y desconocido palpitaba en lo íntimo de nuestras almas, dándonos una ferocidad inaudita. Al día siguiente decía Palafox con elocuencia: «Las bombas, las granadas y las balas no mudan el color de nuestros semblantes, ni toda la Francia lo alteraría».




ArribaAbajo- XI -

El fuerte de San José se había rendido, mejor dicho, los franceses entraron en él cuando la artillería lo hubo reducido a polvo, y cuando yacían entre los escombros uno por uno todos sus defensores. Los imperiales, al penetrar, encontraron inmenso número de cuerpos destrozados, y montones de tierra y guijarros amasados con sangre. No podían aún establecerse allí, porque eran flanqueados por la batería de los Mártires y la del Jardín Botánico, y continuaron las operaciones de zapa para apoderarse de estos dos puntos. Las fortificaciones que conservábamos estaban tan destrozadas, que urgía una composición general, y se dictaron órdenes terribles   —88→   convocando a todos los habitantes de Zaragoza para trabajar en ellas. La proclama dijo que todos debían llevar el fusil en una mano y la azada en la otra.

El 12 y el 13 se trabajó sin descanso, disminuyendo bastante el fuego, porque los sitiadores escarmentados, no querían arriesgarse en nuevos golpes de mano, y comprendiendo que aquello era obra de paciencia y estudio más que de arrojo, abrían despacio y con toda seguridad zanjas y caminos cubiertos que les trajesen a la posesión del reducto, sin pérdida de gente. Casi fue preciso hacer de nuevo las murallas, mejor dicho, sustituirlas con sacos de tierra, operación en que además de toda la tropa, se ocupaban muchos frailes, canónigos, magistrados de la Audiencia, chicos y mujeres. La artillería estaba casi inservible, el foso casi cegado, y era preciso continuar la defensa a tiro de fusil. Así nos sostuvimos todo el 13 protegiendo los trabajos de recomposición, padeciendo mucho y viendo que cada vez mermábamos en número, aunque entraba gente nueva a cubrir las considerables bajas. El 14 la artillería enemiga empezó a desbaratar de nuevo nuestra muralla de sacos, abriéndonos brechas por el frente y los costados; mas no se atrevían a intentar un nuevo asalto, contentándose con seguir abriendo una zanja en tal dirección que no podíamos de modo alguno enfilarla con nuestro fuego, ni con los de las baterías inmediatas.

El valeroso, el provocativo fuerte de tierra, iba a   —89→   estar bien pronto bajo los fuegos cubiertos de baterías cercanas que arrojarían a los cuatro vientos el polvo de que estaba formado. En esta situación le era forzoso rendirse más tarde o más temprano, pues se hallaba a merced de los tiros del francés, como un barco a merced de las olas del Océano. Flanqueado por caminos cubiertos y zig-zags, por cuyos huecos discurría sin peligro un enemigo inteligente lleno de fuerza material y con todos los recursos de la ciencia, el baluarte era como un hombre cercado por un ejército. No teníamos cañones servibles ni podíamos traer otros nuevos, porque las murallas no los hubieran resistido.

Nuestro único recurso era minar el reducto para volarlo en el momento en que entraran en él los franceses, y destruir también el puente para impedir que nos persiguieran. Así se hizo, y durante la noche del 14 al 15 trabajamos sin descanso en la mina, y pusimos los hornillos del puente, esperando que los enemigos se echasen encima al día siguiente por la mañana. Con todo, no fue así, porque, no atreviéndose a dar un asalto sin tomar las precauciones y seguridades posibles, continuaron sus trabajos de zapa hasta muy cerca del foso. En esta faena, nuestra infatigable fusilería les hacía poco daño. Estábamos desesperados; sin poder hacer nada, sin que la misma desesperación nos sirviera para la defensa. Era una fuerza inútil como la cólera de un loco en su jaula.

  —90→  

Desclavamos también el tablón que decía Reducto inconquistable, para llevarnos aquel testimonio de nuestra justificada jactancia, y al anochecer fue abandonado el fuerte, quedando sólo cuarenta hombres para custodiarlo hasta el fin y matar lo que se pudiera, como decía nuestro capitán, pues no debía perderse ninguna ocasión de hacer un par de bajas al enemigo. Desde la torre del Pino presenciamos la retirada de los cuarenta a eso de las ocho de la noche, después de haberla emprendido a bayonetazos con los ocupadores y batiéndose en retirada con bravura. La mina del interior del reducto hizo muy poco efecto; pero los hornillos del puente desempeñaron tan bien su cometido, que el paso quedó roto y el reducto aislado en la otra orilla de la Huerva. Adquirido este sitio y San José, los franceses tenían el apoyo suficiente para abrir su tercera paralela y batir cómodamente todo el circuito de la ciudad.

Estábamos tristes, y un poco, un poquillo desanimados. Pero ¿qué importaba un decaimiento momentáneo, si al día siguiente tuvimos una fiesta divertidísima? Después de batirse uno como un frenético, no venía mal un poco de holgorio y bullanga precisamente cuando faltaba tiempo para enterrar los muchos muertos, y acomodar en las casas el inmenso número de heridos. Verdad es que para todo había manos, gracias a Dios; y el motivo de la general alegría fue que empezaron a circular noticias estupendas sobre ejércitos españoles que venían a socorrernos,   —91→   sobre derrotas de los franceses en distintos puntos de la Península y otras zarandajas. Agolpábase el pueblo en la plaza de la Seo, esperando a que saliese la Gaceta, y al fin salió a regocijar los ánimos y hacer palpitar de esperanza todos los corazones. No sé si efectivamente llegaron a Zaragoza tales noticias, o si las sacó de su cacumen el redactor principal, que era D. Ignacio Asso: lo cierto es que en letras de molde se nos dijo que Reding venía a socorrernos con un ejército de sesenta mil hombres; que el marqués de Lazán, después de derrotar a la canalla en el Norte de Cataluña, había entrado en Francia llevando el espanto por todas partes; que también venía en nuestro auxilio el duque del Infantado; que entre Blake y la Romana habían derrotado a Napoleón matándole veinte mil hombres, inclusos Berthier, Ney y Savary, y que a Cádiz habían llegado diez y seis millones de duros, enviados por los ingleses para gastos de guerra. ¿Qué tal? ¿Se explicaba la Gaceta?

A pesar de ser tantas y tan gordas, nos las tragamos, y allí fueron las demostraciones de alegría, el repicar campanas, y el correr por las calles cantando la jota con otros muchos excesos patrióticos que por lo menos tenían la ventaja de proporcionarnos un poco de aquel refrigerio espiritual que necesitábamos. No crean Vds. que por consideración a nuestra alegría había cesado la lluvia de bombas. Muy lejos de eso, aquellos condenados parecían querer   —92→   mofarse de las noticias de nuestra Gaceta, repitiendo la dosis.

Sintiendo un deseo vivísimo de reírnos en sus barbas, corrimos a la muralla, y allí las músicas de los regimientos tocaron con cierta afectación provocativa, cantando todos en inmenso coro el famoso tema:


La Virgen del Pilar dice
que no quiere ser francesa...

También ellos estaban para burlas, y arreciaron el fuego de tal modo, que la ciudad recibió en menos de dos horas mayor número de proyectiles que en el resto del día. Ya no había asilo seguro, ya no había un palmo de suelo ni de techo libre de aquel satánico fuego. Huían las familias de sus hogares, o se refugiaban en los sótanos; los heridos que abundaban en las principales casas eran llevados a las iglesias, buscando reposo bajo sus fuertes bóvedas: otros salían arrastrándose; algunos más ágiles llevaban a cuestas sus propias camas. Los más se acomodaban en el Pilar y después de ocupar todo el pavimento, tendíanse en los altares y obstruían las capillas. A pesar de tantos infortunios se consolaban con mirar a la Virgen, la cual sin cesar con el lenguaje de sus brillantes ojos les estaba diciendo que no quería ser francesa.



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ArribaAbajo- XII -

Mi batallón no tomó parte en las salidas de los días 22 y 24, ni en la defensa del Molino de aceite y de las posiciones colocadas a espaldas de San José, hechos gloriosos en que se perdió bastante gente, pero donde se les sentó la mano con firmeza a los franceses. Y no era porque estos se descuidaran en tomar precauciones, pues en la tercera paralela, desde la embocadura de la Huerva hasta la puerta del Carmen, colocaron 50 cañones, los más de grueso calibre, dirigiendo sus bocas con mucho arte contra los puntos más débiles. De todo esto nos reíamos o aparentábamos reírnos, como lo prueba la vanagloriosa respuesta de Palafox al mariscal Lannes (que desde el 22 se puso al frente del ejército sitiador), en la cual le decía: «La conquista de esta ciudad hará mucho honor al señor Mariscal si la ganase a cuerpo descubierto, no con bombas y granadas que sólo aterran a los cobardes».

Por supuesto en cuanto pasaron algunos días se conoció que los refuerzos esperados y los poderosos ejércitos que venían a libertarnos eran puro humo de nuestras cabezas y principalmente de la del diarista que en tales cosas se entretenía. No había tales   —94→   auxilios, ni ejércitos de ninguna clase andaban cerca para ayudarnos.

Yo comprendí bien pronto que lo publicado en la Gaceta del 16 era una filfa, y así lo dije a D. José de Montoria y a su mujer, los cuales en su optimismo atribuyeron mi incredulidad a falta de sentido común. Yo había ido con Agustín y otros amigos a la casa de mis protectores para ayudarles en una tarea que les traía muy apurados, pues destruido por las bombas parte del techo, y amenazada de ruina una pared maestra, estaban mudándose a toda prisa. El hijo mayor de Montoria, herido en la acción del Molino de aceite, se había albergado, con su mujer e 23 hijo en el sótano de una casa inmediata, y doña Leocadia no daba paz a los pies y a las manos para ir y venir de un sitio a otro trayendo y llevando lo que era menester.

-No puedo fiarme de nadie -me decía-. Mi genio es así. Aunque tengo criados, no quedo contenta si no lo hago todo yo misma. ¿Qué tal se ha portado mi hijo Agustín?

-Como quien es, señora -le contesté-. Es un valiente muchacho, y su disposición para las armas es tan grande, que no me asombraría verle de general dentro de un par de años.

-¡General ha dicho Vd.! -exclamó con sorpresa-. Mi hijo cantará misa en cuanto se acabe el sitio, pues ya sabe Vd. que para eso le hemos criado. Dios y la Virgen del Pilar le saquen en bien   —95→   de esta guerra, que lo demás irá por sus pasos contados. Los padres del Seminario me han asegurado que veré a mi hijo con su mitra en la cabeza y su báculo en la mano.

-Así será, señora; no lo pongo en duda. Pero al ver cómo maneja las armas, no puede acostumbrarse uno a considerar que con aquella misma mano que tira del gatillo ha de echar bendiciones.

-Verdad es, Sr. de Araceli; y yo siempre he dicho que a la gente de iglesia no le cae bien esto del gatillo, pero qué quiere Vd. Ahí tenemos hechos unos guerreros que dan miedo a D. Santiago Sas, a D. Manuel Lasartesa, al beneficiado de San Pablo D. Antonio La Casa, al teniente cura de la parroquia de San Miguel de los Navarros, D. José Martínez, y también a D. Vicente Casanova, que tiene fama de ser el primer teólogo de Zaragoza. Pues los demás lo hacen, guerree también mi hijo, aunque supongo que él estará rabiando por volver al Seminario y meterse en la balumba de sus estudios. Y no crea usted... últimamente estaba estudiando en unos libros tan grandes, tan grandes que pesan dos quintales. Válgame Dios con el chico. Yo me embobo cuando le oigo recitar una cosa larga, muy larga, toda en latín por supuesto, y que debe de ser algo de nuestro divino Señor Jesucristo y el amor que tiene a su Iglesia, porque hay mucho de amorem y de formosa, y pulcherrima, inflammavit y otras palabrillas por el estilo.

  —96→  

-Justamente -le respondí-, y se me figura que lo que recita es el libro cuarto de una obra eclesiástica, que llaman la Eneida 24, que escribió un tal Fray Virgilio de la orden de Predicadores, y en cuya obra se habla mucho del amor que Jesucristo tiene a su Iglesia.

-Eso debe de ser -repuso doña Leocadia-. Ahora, Sr. de Araceli, veamos si me ayuda Vd. a bajar esta mesa.

-Con mil amores, señora mía, la llevaré yo solo -contesté cargando el mueble, a punto que entraba D. José de Montoria echando porras y cuernos por su bendita boca.

-¿Qué es esto, porra? -exclamó-. ¡Los hombres ocupados en faenas de mujer! Para mudar muebles y trastos no se le ha puesto a Vd. un fusil en la mano, Sr. de Araceli. Y tú, mujer, ¿para qué distraes de este modo a los hombres que hacen falta en otro lado? Tú y las chicas ¡porra!, ¿no podéis bajar los muebles? Sois de pasta de requesón. Mira, por la calle abajo va la condesa de Bureta con un colchón a cuestas, mientras sus dos doncellas trasportan un soldado herido en una camilla.

-Bueno -dijo doña Leocadia-, para eso no es menester tanto ruido. Váyanse fuera, pues, los hombres. A la calle todo el mundo, y déjennos solas. Afuera tú también, Agustín, hijo mío, y Dios te conserve sano en medio de este infierno.

-Hay que trasportar veinte sacos de harina del   —97→   convento de Trinitarios al almacén de la junta de abastos 25 -dijo Montoria-. Vamos todos.

Y cuando llegamos a la calle, añadió:

-La mucha tropa que tenemos dentro de Zaragoza hará que pronto no podamos dar sino media ración. Verdad es, amigos míos, que hay muchos víveres escondidos, y aunque se ha mandado que todo el mundo declare lo que tiene, muchos no hacen caso y están acaparando para vender a precios fabulosos. ¡Mal pecado! Si les descubro y caen bajo mis manos, les haré entender quién es Montoria, presidente de la junta de abastos.

Llegábamos al Mercado, cuando nos salió al encuentro el padre fray Mateo del Busto, que venía muy fatigado, forzando su débil paso, y le acompañaba otro fraile a quien nombraron el padre Luengo.

-¿Qué noticias nos traen sus paternidades? -les preguntó Montoria.

-Efectivamente, D. Juan Gallart tenía algunas arrobas de embutidos que pone a disposición de la junta.

-Y D. Pedro Pizcueta, el tendero de la calle de las Moscas, entrega generosamente sesenta sacos de lana y toda la harina y la sal de sus almacenes -añadió Luengo.

-Pero acabamos de librar con el tío Candiola -dijo el fraile- una batalla, que ni la de las Eras se le compara.

-Pues qué -preguntó D. José con asombro- ¿no   —98→   ha entendido ese miserable cicatero que le pagaremos su harina, ya que es el único de todos los vecinos de Zaragoza que no ha dado ni un higo para el abastecimiento del ejército?

-Váyale Vd. con esos sermones al tío Candiola -repuso Luengo-. Ha dicho terminantemente que no volvamos por allá si no le llevamos ciento y veinticuatro reales por cada costal de harina, de sesenta y ocho que tiene en su almacén.

-¡Hay infamia igual! -exclamó Montoria soltando una serie de porras que no copio por no cansar al lector-. ¡Con que a ciento veinticuatro reales! Es preciso hacer entender a ese avaro empedernido cuáles son los deberes de un hijo de Zaragoza en estas circunstancias. El capitán general me ha dado autoridad para apoderarme de los abastecimientos que sean necesarios, pagando por ellos la cantidad establecida.

-¿Pues sabe Vd. lo que dice, Sr. D. José de mis pecados? -indicó Busto-. Pues dice que el que quiera harina que la pague. Dice que si la ciudad no se puede defender que se rinda, y que él no tiene obligación de dar nada para la guerra, porque él no es quien la ha traído.

-Corramos allá -dijo Montoria lleno de enojo, que dejaba traslucir en el gesto, en la alterada voz, en el semblante demudado y sombrío-. No es esta la primera vez que le pongo la mano encima a ese canalla, lechuzo, chupador de sangre.

  —99→  

Yo iba detrás con Agustín, y observando a este, le vi pálido y con la vista fija en el suelo. Quise hablarle; pero me hizo señas de que callara, y seguimos esperando a ver en qué pararía aquello. Pronto nos hallamos en la calle de Antón Trillo, y Montoria nos dijo:

-Muchachos, adelantaos, tocad a la puerta de ese insolente judío: echadla abajo si no os abren, entrad, y decidle que baje al punto y venga delante de mí, porque quiero hablarle. Si no quiere venir, traedle de una oreja; pero cuidado que no os muerda, que es perro con rabia y serpiente venenosa.

Cuando nos adelantamos miré de nuevo a Agustín, y le observé lívido y tembloroso.

-Gabriel -me dijo en voz baja-, yo quiero huir... yo quiero que se abra la tierra y me trague. Mi padre me matará, pero yo no puedo hacer lo que nos ha mandado.

-Ponte a mi lado y haz como que se te ha torcido un pie y no puedes seguir -le dije.

Y acto continuo los otros compañeros y yo empezamos a dar porrazos en la puerta. Asomose al punto la vieja por la ventana y nos dijo mil insolencias; trascurrió un breve rato y después vimos que una mano muy hermosa levantaba la cortina dejando ver momentáneamente una cara inmutada y pálida, cuyos grandes y vivos ojos negros dirigieron miradas de terror hacia la calle. Era en el momento   —100→   en que mis compañeros y los chiquillos que nos seguían, gritaban en pavoroso concierto:

-¡Que baje el tío Candiola, que baje ese perro Caifás!

Contra lo que creímos, Candiola obedeció, mas lo hizo creyendo habérselas con el enjambre de muchachos vagabundos que solían darle tales serenatas, y sin sospechar que el presidente de la junta de abastos con dos vocales de los más autorizados, estaban allí para hablar de un asunto de importancia. Pronto tuvo ocasión de dar en lo cierto, porque al abrir la puerta, y en el momento de salir, corriendo hacia nosotros con un palo en la mano, y centelleando de ira sus feos ojos, encaró con Montoria, y se detuvo amedrentado.

-¡Ah!, es Vd. Sr. de Montoria -dijo con muy mal talante-. Siendo Vd., como es, individuo de la junta de seguridad, ya podría mandar retirar a esta canalla que viene a hacer ruido en la puerta de la casa de un vecino honrado.

-No soy de la junta de seguridad -declaró Montoria-, sino de la de abastos, y por eso vengo en busca del señor Candiola y le hago bajar; que no entro yo en esa casa oscura, llena de telarañas y de ratones.

-Los pobres -repuso Candiola con desabrimiento- no podemos tener palacios como el Sr. D. José de Montoria, administrador de bienes del común y por largo tiempo contratista de arbitrios.

-Debo mi fortuna al trabajo, no a la usura   —101→   -exclamó Montoria-. Pero acabemos, señor don Jerónimo; vengo por esa harina... ya le habrán enterado a Vd. estos dos buenos religiosos...

-Sí; la vendo, la vendo -contestó Candiola con taimada sonrisa-; pero ya no la 26 puedo dar al precio que indicaron esos señores. Es demasiado barato. No la doy menos de ciento sesenta y dos reales costal de a cuatro arrobas.

-Yo no pido precio -dijo D. José conteniendo la indignación.

-La junta podrá disponer de lo suyo; pero en mi hacienda no manda nadie más que yo -contestó el avaro-, y está dicho todo... conque cada uno a su casa, que yo me meto en la mía.

-Ven acá, harto de sangre -exclamó Montoria asiéndole del brazo y obligándole a dar media vuelta con mucha presteza-. Ven acá, Candiola de mil demonios; he dicho que vengo por la harina y no me iré sin ella. El ejército defensor de Zaragoza no se ha de morir de hambre ¡reporra!, y todos los vecinos han de contribuir a mantenerlo.

-¡A mantenerlo, a mantener el ejército! -dijo el avariento, rebosando veneno-. ¿Acaso yo lo he parido?

-¡Miserable tacaño! ¿No hay en tu alma negra y vacía ni tanto así de sentimiento patrio?

-Yo no mantengo vagabundos. Pues qué, ¿teníamos necesidad de que los franceses nos bombardearan, destruyendo la ciudad? ¡Maldita guerra! ¿Y   —102→   quieren que yo les dé de comer? Veneno les daría.

-¡Canalla, sabandijo, polilla de Zaragoza y deshonra del pueblo español! -exclamó mi protector, amenazando con el puño la arrugada cara del avaro-. Más quisiera condenarme, ¡cuerno!, quemándome por toda la eternidad en las llamas del infierno, que ser lo que tú eres, que ser el tío Candiola por espacio de un minuto. Conciencia más negra que la noche, alma perversa, ¿no te avergüenzas de ser el único que en esta ciudad ha negado sus recursos al ejército libertador de la patria? El odio general que por esta vil conducta has merecido, ¿no pesa sobre ti más que si te hubieran echado encima todas las peñas del Moncayo?

-Basta de músicas y déjenme en paz -repuso don Jerónimo dirigiéndose a la puerta.

-Ven acá, reptil inmundo -gritó Montoria, deteniéndole-. Te he dicho que no me voy sin la harina. Si no la das de grado como todo buen español, la darás por fuerza, y te la pagaré a razón de cuarenta y ocho reales costal, que es el precio que tenía antes del sitio.

-¡Cuarenta y ocho reales! -exclamó Candiola con expresión rencorosa-. Mi pellejo daría por ese precio antes que la harina. La compré yo más cara. ¡Maldita tropa! ¿Me mantienen ellos a mí, Sr. de Montoria?

-Dales gracias, execrable usurero, porque no han puesto fin a tu vida inútil. La generosidad   —103→   de este pueblo ¿no te llama la atención? En el otro sitio y cuando pasábamos los mayores apuros por reunir dinero y efectos, tu corazón de piedra permaneció insensible, y no se te pudo arrancar ni una camisa vieja para cubrir la desnudez del pobre soldado, ni un pedazo de pan para matar su hambre. Zaragoza no ha olvidado tus infamias. ¿Recuerdas que después de la acción del 4 de Agosto se repartieron los heridos por la ciudad, y a ti te tocaron dos, que no lograron traspasar el umbral de esa puerta de la miseria? Yo me acuerdo bien: en la noche del 4 llegaron a tu puerta, y con sus débiles manos tocaron para que les abrieras. Sus ayes lastimosos no conmovían tu corazón de corcho; salistes 27 a la puerta, y golpeándoles con el pie les lanzaste en medio de la calle, diciendo que tu casa no era un hospital. Indigno hijo de Zaragoza, ¿dónde tienes el alma, dónde tienes la conciencia? Pero tú no tienes alma ni eres hijo de Zaragoza, sino que naciste de un mallorquín con sangre de judío.

Los ojos de Candiola echaban chispas; temblábale la quijada, y con sus dedos convulsos apretaba en la mano derecha el palo que le servía de bastón.

-Sí, tú tienes sangre de judío mallorquín; tú no eres hijo de esta noble ciudad. Los lamentos de aquellos dos pobres heridos ¿no resuenan todavía en tus orejas de murciélago? Uno de ellos, desangrado rápidamente, murió en este mismo sitio en que estamos. El otro arrastrándose pudo llegar hasta el   —104→   mercado, donde nos contó lo ocurrido. ¡Infame espantajo! ¿No te asombrastes 28 de que el pueblo zaragozano no te despedazara en la mañana del 5? Candiola, Candiolilla, dame la harina y tengamos la fiesta en paz.

-Montoria, Montorilla -repuso el otro-, con mi hacienda y mi trabajo no engordan los vagabundos holgazanes. ¡Ya! ¡Háblenme a mí de caridad y de generosidad y de interés por los pobres soldados! Los que tanto hablan de esto son unos miserables gorrones que están comiendo a costa de la cosa pública. La junta de abastos no se reirá de mí. ¡Como si no supiéramos lo que significa toda esta música de los socorros para el ejército! Montoria, Montorilla, algo se queda en casa, ¿no es verdad? Buenas cochuras se harán en los hornos de algún patriota con la harina que dan los sandios bobalicones que la junta conoce. ¡A cuarenta y ocho reales! ¡Lindo precio! ¡Luego en las cuentas que se pasan al capitán general se le ponen como compradas a sesenta, diciendo que la Virgen del Pilar no quiere ser francesa!

D. José de Montoria que ya estaba sofocado y nervioso, luego que oyó lo anterior, perdió los estribos como vulgarmente se dice, y sin poder contener el primer impulso de su indignación, fuese derecho hacia el tío Candiola con apariencia de aporrearle la cara; mas este, que sin duda con su hábil mirada estratégica preveía el movimiento y se había   —105→   preparado para rechazarlo, tomó rápidamente la ofensiva, arrojándose con salto de gato sobre mi protector, y le echó ambas manos al cuello, clavándole en él sus dedos huesosos y fuertes, mientras apretaba los dientes con tanta violencia cual si tuviera entre ellos la persona entera de su enemigo. Hubo una brevísima lucha, en que Montoria trabajó por deshacerse de aquella zarpa felina que tan súbitamente le había hecho presa, y en un instante viose que la fuerza nerviosa del avaro no podía nada contra la energía muscular del patriota aragonés. Sacudido con violencia por este, Candiola cayó al suelo como un cuerpo muerto.

Oímos un grito de mujer en la ventana alta, y luego el chasquido de la celosía al cerrarse. En aquel momento de dramática ansiedad, busqué en torno mío a Agustín; pero había desaparecido.

D. José de Montoria, frenético de ira pateaba con saña el cuerpo del caído, diciéndole al mismo tiempo con voz atropellada y balbuciente:

-Vil ladronzuelo, que te has enriquecido con la sangre de los pobres, ¿te atreves a llamarme ladrón, a llamar ladrones a los vocales de la junta de abastos? Con mil porras, yo te enseñaré a respetar a la gente honrada y agradéceme que no te arranco esa miserable lenguaza para echarla a los perros.

Todos los circunstantes estábamos mudos de terror. Al fin sacamos al infeliz Candiola de debajo de los pies de su enemigo, y su primer movimiento   —106→   fue saltar de nuevo sobre él; pero Montoria se había adelantado hacia la casa, gritando:

-Ea, muchachos. Entrad en el almacén y sacad los sacos de harina. Pronto, despachemos pronto.

La mucha gente que se había reunido en la calle impidió al viejo Candiola entrar en su casa. Rodeándole al punto los chiquillos que en gran número de las cercanías habían acudido, tomáronle por su cuenta. Unos le empujaban hacia adelante; otros hacia atrás; hacíanle trizas el vestido, y los más tomando la ofensiva desde lejos, le arrojaban en grandes masas el lodo de la calle. En tanto, a los que penetramos en el piso bajo, que era el almacén, nos salió al encuentro una mujer, en quien al punto reconocí a la hermosa Mariquilla, toda demudada, temblorosa, vacilando a cada paso, sin poderse sostener, ni hablar, porque el terror la paralizaba. Su miedo era inmenso y a todos nos dio lástima cuando la vimos, incluso a Montoria.

-¿Vd. es la hija del Sr. Candiola? -dijo este sacando del bolsillo un puñado de monedas, y haciendo una breve cuenta en la pared con un pedazo de carbón que tomó del suelo-. Sesenta y ocho costales de harina, a cuarenta y ocho reales son tres mil doscientos sesenta y cuatro. No valen ni la mitad, y me dan mucho olor a húmedo. Tome Vd., niña; aquí está la cantidad justa.

María Candiola no hizo movimiento alguno para   —107→   tomar el dinero, y Montoria lo depositó sobre un cajón, repitiendo: -Ahí está.

Entonces la muchacha con brusco y enérgico movimiento que parecía, y lo era ciertamente, inspiración de su dignidad ofendida, tomó las monedas de oro, de plata y de cobre, y las arrojó a la cara de Montoria, como quien apedrea. Desparramose el dinero por el suelo y en el quicio de la puerta, sin que se haya podido averiguar en lo sucesivo dónde fue a parar.

Inmediatamente después, la Candiola, sin decirnos nada, salió a la calle, buscando con los ojos a su padre entre el apiñado gentío, y al fin, ayudada de algunos mozos que no sabían ver con indiferencia la desgracia de una mujer, rescató al anciano del cautiverio infame en que los muchachos lo tenían.

Entraron padre e hija por el portalón de la huerta, cuando empezábamos a sacar la harina.




ArribaAbajo- XIII -

Concluida la conducción, busqué a Agustín; pero no le encontraba en ninguna parte, ni en casa de su padre, ni en el almacén de la junta de abastos, ni en el Coso, ni en Santa Engracia. Al fin hallele a la caída de la tarde en el molino de pólvora, hacia San   —108→   Juan de los Panetes. He olvidado decir que los zaragozanos, atentos a todo, habían improvisado un taller donde se elaboraban diariamente de nueve a diez quintales de pólvora. Ayudando a los operarios que ponían en sacos y en barriles la cantidad fabricada en el día, vi a Agustín de Montoria trabajando con actividad febril.

-¿Ves este enorme montón de pólvora? -me dijo cuando me acerqué a él-. ¿Ves aquellos sacos y aquellos barriles todos llenos de la misma materia? Pues aún me parece poco, Gabriel.

-No sé lo que quieres decir.

-Digo que si esta inmensa cantidad de pólvora fuera del tamaño de Zaragoza me gustaría aún más. Sí, y en tal caso quisiera yo ser el único habitante de esta gran ciudad. ¡Qué placer! Mira, Gabriel; si así fuera, yo mismo le pegaría fuego, volaría hasta las nubes escupido por la horrorosa erupción, como la piedrecilla que lanza el cráter del volcán a cien leguas de distancia. Subiría al quinto cielo; y de mis miembros despedazados al caer después esparcidos en diferentes puntos no quedaría memoria. La muerte, Gabriel, la muerte es lo que deseo. Pero yo quiero una muerte... no sé cómo explicártelo. Mi desesperación es tan grande, que morir de un balazo, morir de una estocada no me satisface. Quiero estallar y difundirme por los espacios en mil inflamadas partículas; quiero sentirme en el seno de una nube flamígera y que mi espíritu saboree, aunque sólo sea   —109→   por un instante de inconmensurable pequeñez, las delicias de ver reducida a polvo de fuego la carne miserable. Gabriel, estoy desesperado. ¿Ves toda esta pólvora? Pues supón dentro de mi pecho todas las llamas que pueden salir de aquí... ¿La viste cuando salió a recoger a su padre? ¿Viste cuando arrojó las monedas...? Yo estaba en la esquina observándolo todo. María no sabe que aquel hombre que maltrató a su padre es el mío. Viste cómo los chicos arrojaban lodo al pobre Candiola? Yo reconozco que Candiola es un miserable; pero ella, ¿qué culpa tiene? Ella y yo, ¿qué culpa tenemos? Nada, Gabriel, mi corazón destrozado anhela mil muertes; yo no puedo vivir; yo correré al sitio de mayor peligro y me arrojaré a buscar el fuego de los franceses, porque después de lo que he visto hoy, yo y la tierra en que habito somos incompatibles.

Le saqué de allí llevándole a la muralla, y tomamos parte en las obras de fortificación que se estaban haciendo en las Tenerías, el punto más débil de la ciudad después de la pérdida de San José y de Santa Engracia. Ya he dicho que desde la embocadura de la Huerva hasta San José había 50 bocas de fuego. Contra esta formidable línea de ataque ¿qué valía nuestro circuito fortificado?

El arrabal de las Tenerías se extiende al Oriente de la ciudad, entre la Huerva y el recinto antiguo perfectamente deslindado aún por la gran vía que se llama el Coso. Componíase a principios del siglo el   —110→   caserío de edificios endebles, casi todos habitados por labradores y artesanos, y las construcciones religiosas no tenían allí la suntuosidad de otros monumentos de Zaragoza. La planta general de este barrio es aproximadamente un segmento de círculo, cuyo arco da al campo y cuya cuerda le une al resto de la ciudad, desde Puerta Quemada a la subida del Sepulcro. Corrían desde esta línea hacia la circunferencia varias calles, unas interrumpidas como las de Añón, Alcover y las Arcadas, y otras prolongadas como las de Palomar y San Agustín. Con estas se enlazaban sin plan ni concierto ni simetría alguna, estrechas vías como la calle de la Diezma, Barrio Verde, de los Clavos y de Pabostre. Algunas de estas se hallaban determinadas no por hileras de casas, sino por largas tapias, y a veces faltando una cosa y otra, las calles se resolvían en informes plazuelas, mejor dicho, corrales o patios donde no había nada. Digo mal, porque en los días a que me refiero, los escombros ocasionados por el primer sitio sirvieron para alzar baterías y barricadas en los puntos donde las casas no ofrecían defensa natural.

Cerca del pretil del Ebro, existían algunos trozos de muralla antigua, con varios cubos de mampostería, que algunos suponen hechos por manos de gente romana, y otros juzgan obra de los árabes. En mi tiempo (no sé cómo estará actualmente) estos trozos de muralla aparecían empotrados en las manzanas de casas, mejor dicho, las casas estaban   —111→   empotradas en ellos, buscando apoyo en los recodos y ángulos de aquella obra secular, ennegrecida, mas no quebrantada, por el paso de tantos siglos. Así, lo nuevo se había edificado sobre y entre los restos de lo antiguo en confuso amasijo, como la gente española se desarrolló y crió sobre despojos de otras gentes con mezcladas sangres, hasta constituirse como hoy lo está.

El aspecto general del barrio de las Tenerías traía a la imaginación, acompañados de cierta idealidad risueña, los recuerdos de la dominación arábiga. La abundancia del ladrillo, los largos aleros, el ningún orden de las fachadas, las ventanuchas con celosías, la completa anarquía arquitectural, aquello de no saberse dónde acababa una casa y empezaba otra; la imposibilidad de distinguir si esta tenía dos pisos o tres, si el tejado de aquella servía de apoyo a las paredes de las de más allá; las calles que a lo mejor acababan en un corral sin salida, los arcos que daban entrada a una plazuela, todo me recordaba lo que en otro pueblo de España, de allí muy distante, había visto.

Pues bien: esta amalgama de casas que os he descrito muy a la ligera, este arrabal fabricado por varias generaciones de labriegos y curtidores, según el capricho de cada uno y sin orden ni armonía, estaba preparado para la defensa, o se preparaba en los días 24 y 25 de Enero, una vez que se advirtió la gran pompa de fuerzas ofensivas que desplegó el francés   —112→   por aquella parte. Y he de advertir que todas las familias habitadoras de las casas del arrabal, procedían a ejecutar obras, según su propio instinto estratégico, y allí había ingenieros militares con faldas, que dieron muestras de un profundo saber de guerra al tabicar ciertos huecos y abrir otros al fuego y a la luz. Los muros de Levante estaban en toda su extensión aspillerados. Los cubos de la muralla cesaraugustana, hechos contra las flechas y las piedras de honda, sostenían cañones.

Si la zona de acción de alguna de estas piezas era estrechada por cualquier tejado colindante, azotea o casa entera, al punto se quitaba el obstáculo. Muchos pasos habían sido obstruidos, y dos de los edificios religiosos del arrabal, San Agustín y las Mónicas, eran verdaderas fortalezas. La tapia había sido reedificada y reforzada; las baterías se enlazaban unas con otras, y nuestros ingenieros habían calculado hábilmente las posiciones y el alcance de las obras enemigas para acomodar a ellas las defensivas. Dos puntos avanzados tenía la línea, y eran el molino de Goicoechea y una casa, que por pertenecer a un D. Victoriano González, ha quedado en la historia con el nombre de Casa de González. Recorriendo dicha línea desde Puerta Quemada, se encontraba, primero, la batería de Palafox, luego, el Molino de la ciudad; luego las eras de San Agustín, en seguida el molino de Goicoechea, colocado fuera del recinto, después la tapia de la huerta   —113→   de las Mónicas, y a continuación, las de San Agustín; más adelante una gran batería y la casa de González. Esto es todo lo que recuerdo de las Tenerías. Había por allí un sitio que llamaban el Sepulcro, por la proximidad de una iglesia de este nombre. Al arrabal entero, mejor que a una parte de él, cuadraba entonces el nombre de sepulcro. Y no os digo más por no cansaros con estas menudencias descriptivas, que en rigor son innecesarias para quien conoce aquellos gloriosísimos lugares, e insuficientes para el que no ha podido visitarlos.




ArribaAbajo- XIV -

Agustín de Montoria y yo hicimos la guardia con nuestro batallón en el Molino de la ciudad, hasta después de anochecido, hora en que nos relevaron los voluntarios de Huesca, y se nos concedió toda la noche para estar fuera de las filas. Mas no se crea que en estas horas de descanso estábamos mano sobre mano, pues cuando concluía el servicio militar empezaba otro no menos penoso en el interior de la ciudad, ya conduciendo heridos a la Seo y al Pilar, ya desalojando casas incendiadas o bien llevando material a los señores canónigos, frailes y   —114→   magistrados de la audiencia, que hacían cartuchos en San Juan de los Panetes.

Pasábamos Montoria y yo por la calle de Pabostre. Yo iba comiéndome con mucha gana un mendrugo de pan. Mi amigo, taciturno y sombrío, regalaba el suyo a los perros que encontrábamos al paso, y aunque hice esfuerzos de imaginación para alegrar un poco su ánimo contristado, él insensible a todo, contestaba con tétricas expresiones a mi festivo charlar. Al llegar al Coso, me dijo:

-Dan las diez en el reloj de la Torre Nueva. Gabriel, ¿sabes que quiero ir allá esta noche?

-Esta noche no puede ser. Esconde entre ceniza la llama del amor mientras atraviesan el aire esos otros corazones inflamados que llaman bombas y que vienen a reventar dentro de las casas, matando medio pueblo.

En efecto: el bombardeo, que no había cesado durante todo el día, continuaba en la noche, aunque un poco menos recio; y de vez en cuando caían algunos proyectiles, aumentando las víctimas que ya en gran número poblaban la ciudad.

-Iré allá esta noche -me contestó-. ¿Me vería Mariquilla entre el gentío que tocó a las puertas de su casa? ¿Me confundiría con los que maltrataron a su padre?

-No lo creo: esa niña sabrá distinguir a las personas formales. Ya averiguarás eso más adelante, y ahora no está el horno para bollos ¿Ves? De aquella   —115→   casa piden socorro y por aquí van unas pobres mujeres. Mira, una de ellas no se puede arrastrar y se arroja en el suelo. Es posible que la señorita doña Mariquilla Candiola ande también socorriendo heridos en San Pablo o en el Pilar.

-No lo creo.

-O quizá esté en la cartuchería.

-Tampoco lo creo. Estará en su casa y allá quiero ir, Gabriel; ve tú al transporte de heridos, a la pólvora o a donde quieras, que yo voy allá.

Diciendo esto, se nos presentó Pirli, con su hábito de fraile, ya en mil partes agujereado, y el morrión francés tan lleno de abolladuras y desperfectos en el pelo, chapa y plumero, que el héroe, portador de tales prendas, más que soldado parecía una figura de Carnaval.

-¿Van Vds. al acarreo de heridos? -nos dijo-. Ahora se nos murieron dos que llevábamos a San Pablo. Allá quieren gente para abrir la zanja en que van a enterrar los muertos de ayer; pero yo he trabajado bastante, y voy a descabezar un sueño en casa de Manuela Sancho. Antes bailaremos un poco: ¿queréis venir?

-No; vamos a San Pablo -contesté- y enterraremos muertos, pues todo es trabajar.

-Dicen que los muchos difuntos envenenan el aire y que por eso hay tanta gente con calenturas, las cuales despachan para el otro barrio más pronto que los heridos. Yo más quiero el pastel caliente que   —116→   la epidemia, y una señora no me da miedo; pero el frío y la calentura, sí. Conque ¿vais a enterrar muertos?

-Sí -dijo Agustín-. Enterremos muertos.

-En San Pablo hay lo menos cuarenta, todos puestos en una capilla -añadió Pirli-, y al paso que vamos, pronto seremos más los muertos que los vivos. ¿Queréis divertiros? Pues no vayáis a abrir la zanja, sino a la cartuchería, donde hay unas mozas... Todas las muchachas principales del pueblo están allí y de cuando en cuando echan algo de canto y bailoteo para alegrar las almas.

-Pero allí no hacemos falta. ¿Está también Manuela Sancho?

-No: todas son señoritas principales, que han sido llamadas por la junta de seguridad. Y también hay muchas en los hospitales. Ellas se brindan a este servicio, y la que falta es mirada con tan malos ojos, que no encontrara novio con quien casarse en todo este año ni en el que viene.

Sentimos detrás de nosotros pasos precipitados, y volviéndonos, vimos mucha gente, entre cuyas voces reconocimos la de D. José de Montoria, el cual al vernos, muy encolerizado nos dijo:

-¿Qué hacéis, papanatas? Tres hombres sanos y rollizos se están aquí mano sobre mano, cuando hace tanta falta gente para el trabajo. Vamos, largo de aquí. Adelante, caballeritos. Veis aquellos dos palos que hay junto a la subida del Trenque, con una viga cruzada encima, de la que   —117→   penden seis dogales? ¿Veis la horca que se ha puesto esta tarde para los traidores? Pues es también para los holgazanes. A trabajar, o a puñetazos os enseñaré a mover el cuerpo.

Seguimos tras ellos, y pasamos junto a la horca, cuyos seis dogales se balanceaban majestuosamente a impulso del viento, esperando gargantas de traidores o cobardes.

Montoria, cogiendo a su hijo por un brazo, mostrole con enérgico ademán el horrible aparato, y le habló así:

-Aquí tienes lo que hemos puesto esta tarde; ¡mira qué buen regalo para los que no cumplen con su deber! Adelante: yo que soy viejo, no me canso jamás, y vosotros jóvenes llenos de salud, parecéis de manteca. Ya se acabó aquella gente invencible del primer sitio. Señores, nosotros los viejos demos ejemplo a estos pisaverdes, que desde que llevan siete días sin comer, se quejan y empiezan a pedir caldo. Caldo de pólvora os daría yo y una garbanzada de cañón de fusil, ¡cobardes! Ea, adelante, que hace falta enterrar muertos y llevar cartuchos a las murallas.

-Y asistir a los enfermos de esta condenada epidemia que se está desarrollando -dijo uno de los que acompañaban a Montoria.

-Yo no sé qué pensar de esto que llaman epidemia los facultativos, y que yo llamo miedo, sí señores, puro miedo -añadió D. José-; porque eso de   —118→   quedarse uno frío, y entrarle calambres y calentura y ponerse verde y morirse, ¿qué es si no efecto del miedo? Ya se acabó la gente templada, sí señores, ¡qué gente aquella la del primer sitio! Ahora en cuanto hacen fuego nutrido y lo reciben por espacio de diez horas ¡una friolera!, ya se caen de fatiga y dicen que no pueden más. Hay hombre que sólo por perder pierna y media se acobarda y empieza a llamar a gritos a los santos Mártires diciendo que lo lleven a la cama. ¡Nada, cobardía y pura cobardía! Como que hoy se retiraron de la batería de Palafox varios soldados, entre los cuales había muchos que conservaban un brazo sano y mondo. Y luego pedían caldo... ¡Que se chupen su propia sangre, que es el mejor caldo del mundo! ¡Cuando digo que se acabó la gente de pecho, aquella gente, porra, mil porras!

-Mañana atacarán los franceses las Tenerías -dijo otro-. Si resultan muchos heridos, no sé dónde los vamos a colocar.

-¡Heridos! -exclamó Montoria-. Aquí no se quieren heridos. Los muertos no estorban, porque se hace con ellos un montón y... pero los heridos... Como la gente no tiene ya aquel arrojo, pues... apuesto a que defenderán las posiciones mientras no se vean reducidos a la décima parte; pero las abandonarán desde que encima de cada uno se echen un par de docenas de franceses... ¡Qué debilidad! En fin, sea lo que Dios quiera, y pues hay heridos y   —119→   enfermos, asistámoslos. ¿Qué tal? ¿Se ha recogido hoy mucha gallina?

-Como unas doscientas, de las cuales más de la mitad son de donativo, y las demás se han pagado a seis reales y medio. Algunos no las quieren dar.

-Bueno. ¡Que un hombre como yo se ocupe de gallinas en estos días!... Han dicho Vds. que algunos no las querían dar, ¿eh? El señor capitán general me ha autorizado para imponer multas a los que no contribuyan a la defensa, y sin ruido ni violencia arreglaremos a los tibios y a los traidores... Alto, señores. Una bomba cae por las inmediaciones de la Torre Nueva. ¿Veis? ¿Oís? ¡Qué horroroso estrépito! Apuesto a que la divina Providencia, más que los morteros franceses, la ha dirigido contra el hogar de ese judío empedernido y sin alma que ve con indiferencia y hasta con desprecio las desgracias de sus convecinos. Corre la gente hacia allá: parece que arde una casa o que se ha desplomado... No, no corráis, infelices; dejadla que arda, dejadla que caiga al suelo en mil pedazos. Es la casa del tío Candiola, que no daría una peseta por salvar al género humano de un nuevo diluvio... Eh, Agustín, ¿dónde vas? ¿Tú también corres hacia allá? Ven acá, y sígueme, que hacemos más falta en otra parte.

Íbamos por junto a la Escuela Pía. Agustín, impulsado sin duda por un movimiento de su corazón, tomó a toda prisa la dirección de la plazuela de San Felipe, siguiendo a la mucha gente que corría hacia   —120→   este sitio; pero detenido enérgicamente por su padre, continuó mal de su grado en nuestra compañía. Algo ardía indudablemente cerca de la Torre Nueva, y en esta los preciosos arabescos y las facetas de los ladrillos brillaron enrojecidos por la cercana llama. Aquel monumento elegante, aunque cojo, descollaba en la negra noche, vestido de púrpura, y al mismo tiempo su colosal campana lanzaba al aire prolongados lamentos.

Llegamos a San Pablo.

-Ea, muchachos, haraganes -nos dijo D. José-, ayudad a los que abren esta zanja. Que sea holgadita, crecederita; es un traje con que se van a vestir cuarenta cuerpos.

Y emprendimos el trabajo, sacando tierra de la zanja que se abría en el patio de la iglesia. Agustín cavaba como yo, y a cada instante volvía sus ojos a la Torre Nueva.

-Es un incendio terrible -me dijo-. Mira, parece que se extingue un poco, Gabriel; yo me quiero arrojar en esta gran fosa que estamos abriendo.

-No haya prisa -le respondí-, que tal vez mañana nos echen en ella sin que lo pidamos. Con que dejarse de tonterías y a trabajar.

-¿No ves? Creo que se extingue el fuego.

-Sí: se habrá quemado toda la casa. El tío Candiola habrase encerrado en el sótano con su dinero y allí no llegará el fuego.

-Gabriel, voy un momento allá; quiero ver si   —121→   ha sido su casa. Si sale mi padre de la iglesia, le dirás que... le dirás que vuelvo en seguida.

La repentina salida de D. José de Montoria impidió a Agustín la fuga que proyectaba, y los dos continuamos cavando la gran sepultura. Comenzaron a sacar cuerpos, y los heridos o enfermos que eran traídos a cada instante veían el cómodo lecho que se les estaba preparando, quizás para el día siguiente. Al fin se creyó que la zanja era bastante honda y nos mandaron suspender la excavación. Acto continuo fueron traídos uno a uno los cadáveres y arrojados en su gran sepultura, mientras algunos clérigos, puestos de rodillas y rodeados de mujeres piadosas, recitaban lúgubres responsos. Cayeron dentro todos; y no faltaba sino echar tierra encima. D. José Montoria, con la cabeza descubierta y rezando en voz alta un Padre Nuestro, echó el primer puñado, y luego nuestras palas y azadas empezaron a cubrir la tumba a toda prisa. Concluida nuestra operación, todos nos pusimos de rodillas y rezamos en voz baja. Agustín de Montoria me decía al oído:

-Iremos ahora... mi padre se marchará. Le dices que hemos quedado en relevar a dos compañeros que tienen un enfermo en su familia y quieren pasar a verle. Díselo, por Dios; yo no me atrevo... y en seguida iremos allá.



  —122→  

ArribaAbajo- XV -

Y engañamos al viejo y fuimos, ya muy avanzada la noche, porque la inhumación que acabo de mencionar duró más de tres horas. La luz del incendio por aquella parte había dejado de verse; la masa de la torre perdíase en la oscuridad de la noche y su gran campana no sonaba sino de tarde en tarde para anunciar la salida de una bomba. Pronto llegamos a la plazuela de San Felipe, y al observar que humeaba el techo de una casa cercana en la calle del Temple, comprendimos que no fue la del tío Candiola sino aquella, la que tres horas antes habían invadido las llamas.

-Dios la ha preservado -dijo Agustín con mucha alegría-, si la ruindad del padre atrae sobre aquel techo la cólera divina, las virtudes y la inocencia de Mariquilla la detienen. Vamos allá.

En la plazuela de San Felipe había alguna gente; pero la calle de Antón Trillo estaba desierta. Nos detuvimos junto a la tapia de la huerta y pusimos atento el oído. Todo estaba tan en silencio, que la casa parecía abandonada. ¿Lo estaría realmente? Aunque aquel barrio era de los menos castigados por el bombardeo, muchas familias le habían   —123→   desalojado, o vivían refugiadas en los sótanos.

-Si entro -me dijo Agustín-, tú entrarás conmigo. Después de la escena de hoy, temo que don Jerónimo, suspicaz y medroso como buen avaro, esté alerta toda la noche y ronde la huerta, creyendo que vuelven a quitarle su hacienda.

-En ese caso -le respondí-, más vale no entrar, porque además del peligro que trae el caer en manos de ese vestiglo, habrá gran escándalo, y mañana todos los habitantes de Zaragoza sabrían que el hijo de D. José de Montoria, el joven destinado a encajarse una mitra en la cabeza, anda en malos pasos con la hija del tío Candiola.

Pero esto y algo más que le dije era predicar en desierto, y así, sin atender razones, insistiendo en que yo le siguiera, hizo la señal amorosa, aguardando con la mayor ansiedad que fuera contestada. Transcurrió algún tiempo, y al cabo, después de mucho mirar y remirar desde la acera de enfrente, percibimos luz en la ventana alta. Sentimos luego descorrer muy quedamente el cerrojo del portalón, y este se abrió sin rechinar, pues sin duda el amor había tenido la precaución de engrasar sus viejos goznes. Los dos entramos, topando de manos a boca, no con la deslumbradora hermosura de una perfumada y voluptuosa doncella, sino con una avinagrada cara, en la que al punto reconocí a doña Guedita.

-Vaya unas horas de venir acá -dijo gruñendo-, y viene con otro. Caballeritos, hagan Vds. el favor   —124→   de no meter ruido. Anden sobre las puntas de los pies y cuiden de no tropezar ni con una hoja seca, que el señor me parece que está despierto.

Esto nos lo dijo en voz tan baja que apenas lo entendimos, y luego marchó adelante haciendo señas de que la siguiéramos y poniendo el dedo en los labios para intimarnos un silencio absoluto. La huerta era pequeña; pronto le dimos fin, tropezando con una escalerilla de piedra que conducía a la entrada de la casa, y no habíamos subido seis escalones cuando nos salió al encuentro una esbelta figura, arrebujada en una manta, capa o cabriolé. Era Mariquilla. Su primer ademán fue imponernos silencio, y luego miró con inquietud una ventana lateral que también caía a la huerta. Después mostró sorpresa al ver que Agustín iba acompañado; pero este supo tranquilizarla, diciendo:

-Es Gabriel, mi amigo, mi mejor, mi único amigo, de quien me has oído hablar tantas veces.

-Habla más bajo -dijo María-. Mi padre salió hace poco de su cuarto con una linterna, y rondó toda la casa y la huerta. Me parece que no duerme aún. La noche está oscura. Ocultémonos en la sombra del ciprés y hablemos en voz muy baja.

La escalera de piedra conducía a una especie de corredor o balcón con antepecho de madera. En el extremo de este corredor un ciprés corpulento, plantado en la huerta, proyectaba gran masa de sombra, formando allí una especie de refugio contra la claridad   —125→   de la luna. Las ramas desnudas del olmo se extendían sin sombrear por otro lado, y garabateaban con mil rayas el piso del corredor, la pared de la casa y nuestros cuerpos. Al amparo de la sombra del ciprés sentose Mariquilla en la única silla que allí había; púsose Montoria en el suelo y junto a ella, apoyando las manos en sus rodillas, y yo senteme también sobre el piso, no lejos de la hermosa pareja. Era la noche, como de Enero, serena, seca y fría; quizás los dos amantes, caldeados en el amoroso rescoldo de sus corazones, no sentían la baja temperatura; pero yo, criatura ajena a sus incendios, me envolví en mi capote para resguardarme de la frialdad de los ladrillos. La tía Guedita había desaparecido. Mariquilla entabló la conversación abordando desde luego, el punto difícil.

-Esta mañana te vi en la calle. Cuando sentimos Guedita y yo el gran ruido de la mucha gente que se agolpaba en nuestra puerta, me asomé a la ventana y te vi en la acera de enfrente.

-Es verdad -respondió Montoria con turbación-. Allá fui; pero tuve que marcharme al instante porque se me acababa la licencia.

-¿No viste cómo aquellos bárbaros atropellaron a mi padre? -dijo Mariquilla conmovida-. Cuando aquel hombre cruel le castigó, miré a todos lados, esperando que tú saldrías en su defensa; pero ya no te vi por ninguna parte.

-Lo que te digo, Mariquilla de mi corazón -repuso   —126→   Agustín- es que tuve que marcharme antes... Después me dijeron que tu padre había sido maltratado, y me dio un coraje... quise venir...

-¡A buenas horas! Entre tantas, entre tantas personas -añadió la Candiola llorando- ni una, ni una sola hizo un gesto para defenderle. Yo me moría de miedo aquí arriba, viéndole en peligro. Miramos con ansiedad a la calle. Nada, no había más que enemigos... Ni una mano generosa, ni una voz caritativa... Entre todos aquellos hombres, uno, más cruel que todos arrojó a mi padre en el suelo... ¡Oh! Recordando esto, no sé lo que me pasa. Cuando lo presencié, un gran terror me tuvo por momentos paralizada. Hasta entonces no conocí yo la verdadera cólera, aquel fuego interior, aquel impulso repentino que me hizo correr de aposento en aposento buscando... Mi pobre padre yacía en el suelo y el miserable le pisoteaba como si fuera un reptil venenoso. Viendo esto, yo sentía la sangre hirviendo en mi cuerpo. Como te he dicho, corrí por la habitación buscando un arma, un cuchillo, un hacha, cualquier cosa. No encontré nada... Desde lo interior oí los lamentos de mi padre, y sin esperar más bajé a la calle. Al verme en el almacén entre tantos hombres, sentí de nuevo invencible terror, y no podía dar un paso. El mismo que le había maltratado me alargó un puñado de monedas de oro. No las quise tomar, pero luego se las arrojé a la cara con fuerza. Me parecía tener en la mano un puñado de rayos,   —127→   y que vengaba a mi padre lanzándolos contra aquellos viles. Salí después, miré otra vez a todos lados buscándote, pero nada vi. Sólo entre la turba inhumana, mi padre se encontraba sobre el cieno pidiendo misericordia.

-¡Oh! María, Mariquilla de mi corazón -exclamó Agustín con dolor, besando las manos de la desgraciada hija del avaro-, no hables más de ese asunto, que me destrozas el alma. Yo no podía defenderle... tuve que marcharme... no sabía nada... creí que aquella gente se reunía con otro objeto. Es verdad que tienes razón; pero deja ese asunto que me lastima, me ofende y me causa inmensa pena.

-Si hubieras salido a la defensa de mi padre, este te hubiera mostrado gratitud. De la gratitud se pasa al cariño. Habrías entrado en casa...

-Tu padre es incapaz de amar a nadie -respondió Montoria-. No esperes que consigamos nada por ese camino. Confiemos en llegar al cumplimiento de nuestro deseo por caminos desconocidos, con la ayuda de Dios y cuando menos lo parezca. No pensemos en lo ordinario ni en lo que tenemos delante, porque todo lo que nos rodea está lleno de peligros, de obstáculos, de imposibilidades; pensemos en algo imprevisto, en algún medio superior y divino, y llenos de fe en Dios y en el poder de nuestro amor, aguardemos el milagro que nos ha de unir, porque será un milagro, María, un prodigio como los que cuentan de otros tiempos y nos resistimos a creer.

  —128→  

-¡Un milagro! -exclamó María con melancólica estupefacción-. Es verdad. Tú eres un caballero principal, hijo de personas que jamás consentirían en verte casado con la hija del Sr. Candiola. Mi padre es aborrecido en toda la ciudad. Todos huyen de nosotros, nadie nos visita; si salgo, me señalan, me miran con insolencia y desprecio. Las muchachas de mi edad no gustan de alternar conmigo, y los jóvenes del pueblo que recorren de noche la ciudad cantando músicas amorosas al pie de las rejas de sus novias, vienen junto a las mías a decir insultos contra mi padre, llamándome a mí misma con los nombres más feos. ¡Oh! ¡Dios mío! Comprendo que ha de ser preciso un milagro para que yo sea feliz... Agustín, nos conocemos hace cuatro meses y aún no has querido decirme el nombre de tus padres. Sin duda no serán tan odiados como el mío. ¿Por qué lo ocultas? Si fuera preciso que nuestro amor se hiciera público, te apartarías de las miradas de tus amigos, huyendo con horror de la hija del tío Candiola.

-¡Oh! No, no digas eso -exclamó Agustín, abrazando las rodillas de Mariquilla y ocultando el rostro en su regazo-. No digas que me avergüenzo de quererte, porque al decirlo insultas a Dios. No es verdad. Hoy nuestro amor permanece en secreto porque es necesario que así pase; pero cuando sea preciso descubrirlo, lo descubriré arrostrando la cólera de mi padre. Sí, María, mis padres me maldecirán,   —129→   arrojándome de su casa. Pero mi amor será más fuerte que su enojo. Hace pocas noches me dijiste, mirando ese monumento que desde aquí se descubre: «Cuando esa torre se ponga derecha, dejaré de quererte». Yo te juro que la firmeza de mi amor excede a la inmovilidad, al grandioso equilibrio de esa torre, que podrá caer al suelo, pero jamás ponerse a plomo sobre la base que la sustenta. Las obras de los hombres son variables; las de la naturaleza son inmutables y descansan eternamente sobre su inmortal asiento. ¿Has visto el Moncayo, esa gran peña que escalonada con otras muchas se divisa hacia Poniente, mirando desde el arrabal? Pues cuando el Moncayo se canse de estar en aquel sitio, y se mueva, y venga andando hasta Zaragoza, y ponga uno de sus pies sobre nuestra ciudad, reduciéndola a polvo, entonces, sólo entonces dejaré de quererte.

De este modo hiperbólico y con este naturalismo poético expresaba mi amigo su grande amor, correspondiendo y halagando así la imaginación de la hermosa Candiola, que propendía con impulso ingénito al mismo sistema. Callaron ambos un momento, y luego los dos, mejor dicho, los tres, proferimos una exclamación y miramos a la torre, cuya campana había lanzado al viento dos toques de alarma. En el mismo instante un globo de fuego surcó el espacio negro describiendo rápidas oscilaciones.

  —130→  

-¡Una bomba! ¡Es una bomba -exclamó María con pavor, arrojándose en brazos de su amigo.

La espantosa luz pasó velozmente por encima de nuestras cabezas, por encima de la huerta y de la casa, iluminando a su paso la torre, los techos vecinos, hasta el rincón donde nos escondíamos. Luego sintiose el estallido. La campana empezó a clamar, uniéndose a su grito el de otras más o menos lejanas, agudas, graves, chillonas, cascadas, y oímos el tropel de la gente que corría por las inmediatas calles.

-Esa bomba no nos matará -dijo Agustín, tranquilizando a su novia-. ¿Tienes miedo?

-¡Mucho, muchísimo miedo! -respondió esta-. Aunque a veces me parece que tengo mucho, muchísimo valor. Paso las noches rezando y pidiéndole a Dios que aparte el fuego de mi casa. Hasta ahora ninguna desgracia nos ha ocurrido, ni en este ni en el otro sitio. Pero ¡cuántos infelices han perecido, cuántas casas de personas honradas y que nunca hicieron mal a nadie han sido destruidas por las llamas! Yo deseo ardientemente ir, como los demás, a socorrer a los heridos; pero mi padre me lo prohíbe, y se enfada conmigo siempre que se lo propongo.

Esto decía, cuando en el interior de la casa sentimos ruido vago y lejano en que se confundía con la voz de la señora Guedita la desapacible del tío Candiola. Los tres obedeciendo a un mismo pensamiento   —131→   nos estrechamos en el rincón y contuvimos el aliento, temiendo ser sorprendidos. Luego sentimos más cerca la voz del avaro que decía:

-¿Qué hace Vd. levantada a estas horas, señora Guedita?

-Señor -contestó la vieja, asomándose por una ventana que daba al corredor-, ¿quién puede dormir con este horroroso bombardeo? Si a lo mejor se nos mete aquí una señora bomba y nos coge en la cama y en paños menores, y vienen los vecinos a sacar los trastos y a pagar el fuego... ¡Oh, qué falta de pudor! No pienso desnudarme mientras dure este endemoniado bombardeo.

-Y mi hija, ¿duerme? -preguntó Candiola, que al decir esto se asomaba por un ventanillo al otro extremo de la huerta.

-Arriba está durmiendo como una marmota -repuso la dueña-. Bien dicen que para la inocencia no hay peligros. A la niña no le asusta una bomba más que un cohete.

-Si desde aquí se divisara el punto donde ha caído ese proyectil... -dijo Candiola alargando su cuerpo fuera de la ventana para poder extender la vista por sobre los tejados vecinos, más bajos que el de su casa-. Se ve claridad como de incendio; pero no puedo decir si es cerca o lejos.

-O yo no entiendo nada de bombas -dijo Guedita desde el corredor-, o esta ha caído allá por el mercado.

  —132→  

-Así parece. Si cayeran todas en las casas de los que sostienen la defensa, y se empeñan en no acabar de una vez tantos desastres... Si no me engaño, señora Guedita, el fuego luce hacia la calle de la Tripería. ¿No están por allá los almacenes de la junta de abastos? ¡Ah! ¡Bendita bomba, que no cayera en la calle de la Hilarza y en la casa del malvado y miserable ladrón!... Señora Guedita, estoy por salir a la calle a ver si el regalo ha caído en la calle de la Hilarza, en la casa del orgulloso, del entrometido, del canalla, del asesino D. José de Montoria. Se lo he pedido con tanto fervor esta noche a la Virgen del Pilar, a las Santas Masas y a Santo Domingo del Val, que al fin creo que han oído.

-Sr. D. Jerónimo -dijo la vieja-, déjese de correrías que el frío de la noche traspasa, y no vale la pena de coger una pulmonía por ver dónde paró la bomba, que harto tenemos ya con saber que no se nos ha metido en casa. Si la que pasó no ha caído en casa de ese bárbaro sayón, otra caerá mañana, pues los franceses tienen buena mano. Conque acuéstese su merced, que yo me quedo rondando la casa, por si ocurriese algo.

Candiola, respecto a la salida, varió sin duda de parecer, en vista de los buenos consejos de la criada, porque cerrando la ventanilla, metiose dentro, y no se le sintió más en el resto de la noche. Mas no porque desapareciera rompieron los amantes el silencio, temerosos de ser escuchados o sorprendidos; y hasta   —133→   que la vieja no vino a participarnos que el señor roncaba como un labriego, no se reanudó el diálogo interrumpido.

-Mi padre desea que las bombas caigan sobre la casa de su enemigo -dijo María-. Yo no quisiera verlas en ninguna parte, pero si alguna vez se puede desear mal al prójimo, es en esta ocasión, ¿no es verdad?

Agustín no contestó nada.

-Tú te marchaste -continuó la joven-; tú no viste cómo aquel hombre, el más cruel, el más malvado y cobarde de todos los que vinieron, le arrojó al suelo, ciego de cólera y le pisoteó. Así patearán su alma los demonios en el infierno, ¿no es verdad?

-Sí -contestó lacónicamente el mozo.

-Esta tarde, después que todo aquello pasó, Guedita y yo curábamos las contusiones de mi padre. Él estaba tendido sobre su cama, y loco de desesperación, se retorcía mordiéndose los puños y lamentándose de no haber tenido más fuerza que el otro. Nosotras procurábamos consolarle; pero él nos decía que calláramos. Después me echó en cara ¡tal era su rabia!, que hubiese yo arrojado a la calle el dinero de la harina; enfadose mucho conmigo, y me dijo que pues no se pudo sacar otra cosa, los tres mil reales y pico no debían despreciarse; y que yo era una loca despilfarradora, que lo estaba arruinando. De ningún modo podíamos calmarle. Cerca ya del anochecer sentimos otra vez ruido en   —134→   la calle. Creímos que volvían los mismos y el mismo del mediodía. Mi padre quiso arrojarse del lecho lleno de furia. Yo tuve al principio mucho miedo; después me reanimé, considerando que era necesario mostrar valor. Pensando en ti, dije: «Si él estuviera en casa, nadie nos insultaría». Como el rumor de la calle aumentara, lleneme de valor, cerré bien todas las puertas, y rogando a mi padre que continuase quieto en su cama, resolví esperar. Mientras Guedita rezaba de rodillas a todos los santos del cielo, yo registré la casa buscando un arma, y al fin pude hallar un cuchillo. La vista de esta arma siempre me ha causado horror; pero hoy la empuñé con decisión. ¡Oh!, estaba fuera de mí, y aún ahora mismo me causa espanto el pensar en aquello. Frecuentemente me desmayo al mirar un herido; me asusto y tiemblo sólo de ver una gota de sangre; casi lloro si castigan a un perro delante de mí, y jamás he tenido fuerzas para matar una mosca; pero esta tarde, Agustín, esta tarde cuando sentí ruido en la calle, cuando creí oír de nuevo los golpes en la puerta, cuando esperaba por momentos ver delante de mí a aquellos hombres... Te juro que si llega a salir verdad lo que temí, si cuando yo estaba en el cuarto de mi padre, junto a su lecho, llega a entrar el mismo hombre que le maltrató algunas horas antes, te juro que allí mismo... sin vacilar... cierro los ojos y le parto el corazón.

-¡Calla, por Dios! -dijo Montoria con horror-. Me   —135→   causas miedo, María, y al oírte me parece que tus propias manos, estas divinas manos clavan en mi pecho la hoja fría. No maltratarán otra vez a tu padre. Ya ves cómo lo de esta noche fue puro miedo. No, no hubieras sido capaz de lo que dices; tú eres una mujer, y una mujer débil, sensible, tímida, incapaz de matar a un hombre, como no le mates de amor. El cuchillo se te hubiera caído de las manos y no habrías manchado tu pureza con la sangre de un semejante. Esos horrores se quedan para nosotros los hombres, que nacemos destinados a la lucha, y que a veces nos vemos en el triste caso de gozar arrancando hombres a la vida. María, no hables más de ese asunto, no recuerdes a los que te ofendieron; olvídalos, perdónalos, y sobre todo no mates a nadie, ni aun con el pensamiento.




ArribaAbajo- XVI -

Mientras esto decían, observé el rostro de la Candiola, que en la oscuridad parecía modelado en pálida cera y tenía el tono pastoso y mate del marfil. De sus negros ojos, siempre que los alzaba al cielo, partía un ligero rayo. Sus negras pupilas, sirviendo de espejo a la claridad del cielo, producían, en el fondo donde nos encontrábamos, dos rápidos puntos   —136→   de luz, que aparecían y se borraban, según la movilidad de su mirada. Y era curioso observar en aquella criatura, toda ella pasión, la borrascosa crisis que removía y exaltaba su sensibilidad hasta ponerla en punto de bravura. Aquel abandono voluptuoso, aquel arrullo (pues no hallo nombre más propio para pintarla), aquel tibio agasajo que había en la atmósfera junto a ella, no se avenía bien aparentemente con los alardes de heroísmo en defensa del ultrajado padre; pero una observación atenta podía descubrir que ambas corrientes afluían de un mismo manantial.

-Yo admiro tu exaltado cariño filial -prosiguió Agustín-. Ahora, oye otra cosa. No disculpo a los que maltrataron a tu padre; pero no debes olvidar que tu padre es el único que no ha dado nada para la guerra. D. Jerónimo es una persona excelente; pero no tiene en su alma ni una chispa de patriotismo. Le son indiferentes las desgracias de la ciudad y hasta parece alegrarse cuando no salimos victoriosos.

La Candiola exhaló algunos suspiros, elevando los ojos al cielo.

-Es verdad -dijo después-. Todos los días y a todas horas le estoy suplicando que dé algo para la guerra. Nada puedo conseguir, aunque le pondero la necesidad de los pobres soldados y el mal papel que estamos haciendo en Zaragoza. Él se enfada cuando me oye, y dice que el que ha traído la guerra   —137→   que la pague. En el otro sitio, me alegraba en extremo cuando tenía noticia de una victoria, y el 4 de Agosto salí yo misma sola a la calle, no pudiendo resistir la curiosidad. Una noche estaba en casa de las de Urries, y como celebraran la acción de aquella tarde, que había sido muy brillante, empecé a alabar yo también lo ocurrido, mostrándome muy entusiasmada. Entonces una vieja que estaba presente me dijo en alta voz y con muy mal tono: «Niña loca, en vez de hacer esos aspavientos, ¿por qué no llevas al hospital de sangre siquiera una sábana vieja? En casa del Sr. Candiola, que tiene los sótanos llenos de dinero, ¿no hay un mal pingajo que dar a los heridos? Tu papaíto es el único, el único de todos los vecinos de Zaragoza que no ha dado nada para la guerra». Rieron todos al oír esto, y yo me quedé corrida, muerta de vergüenza, sin atreverme a hablar. En un rincón de la sala estuve hasta el fin de la tertulia, sin que nadie me dirigiera la palabra. Mis pocas amigas, que tanto me querían, no se acercaban a mí; entre el tumulto de la reunión, oí a menudo el nombre de mi padre con comentarios y apodos muy denigrantes. ¡Oh! Se me partía con esto el corazón. Cuando me retiré para venir a casa, apenas me saludaron fríamente, y los amos de la casa me despidieron con desabrimiento. Vine aquí, era ya de noche, me acosté, y no pude dormir ni cesé de llorar hasta por la mañana. La vergüenza me requemaba la sangre.

  —138→  

-Mariquilla -exclamó Agustín con amor-, la bondad de tus sentimientos es tan grande, que por ella olvidará Dios las crueldades de tu padre.

-Después -prosiguió la Candiola-, a los pocos días, el 4 de Agosto, vinieron los dos heridos que nombró hoy en la reyerta el enemigo de mi padre. Cuando nos dijeron que la junta destinaba a casa dos heridos para que los asistiéramos, Guedita y yo nos alegramos mucho, y locas de contento empezamos a preparar vendas, hilas y camas. Les esperábamos con tanta ansiedad que a cada instante nos poníamos a la ventana por ver si venían. Por fin vinieron; mi padre, que había llegado momentos antes de la calle con muy negro humor, quejándose de que habían muerto muchos de sus deudores, y que no tenía esperanza de cobrar, recibió muy mal a los heridos. Yo le abracé llorando y le pedí que les diera alojamiento; pero no me hizo caso, y ciego de cólera, les arrojó en medio del arroyo, atrancó la puerta y subió diciendo: «Que los asista quien los ha parido». Era ya de noche. Guedita y yo estábamos muertas de desolación. No sabíamos qué hacer, y desde aquí sentíamos los lamentos de aquellos dos infelices, que se arrastraban en la calle pidiendo socorro. Mi padre, encerrándose en su cuarto para hacer cuentas, no se cuidaba ya ni de ellos ni de nosotras. Pasito a pasito, para que no nos sintiera, fuimos a la habitación que da a la calle, y por la ventana les echamos trapos para que   —139→   se vendaran; pero no los podían coger. Les llamamos, nos vieron, y alargaban sus manos hacia nosotras. Atamos un cestillo a la punta de una caña y les dimos algo de comida; pero uno de ellos estaba exánime y al otro sus dolores no le permitían comer nada. Les animábamos con palabras tiernas, y pedíamos a Dios por ellos. Por último, resolvimos bajar por aquí y salir afuera para asistirles, aunque sólo un momento; pero mi padre nos sorprendió y se puso furioso. ¡Qué noche, Santa Virgen! Uno de ellos murió en medio de la calle, y el otro se fue arrastrando a buscar misericordia no sé dónde.

Agustín y yo callamos, meditando en las monstruosas contradicciones de aquella casa.

-Mariquilla -exclamó al fin mi amigo-, ¡qué orgulloso estoy de quererte! La ciudad no conoce tu corazón de oro, y es preciso que lo conozca. Yo quiero decir a todo el mundo que te amo, y probar a mis padres, cuando lo sepan, que he hecho una elección acertada.

-Yo soy como cualquiera -dijo con humildad la Candiola-, y tus padres no verán en mí sino la hija del que llaman el judío mallorquín. ¡Oh, me mata la vergüenza! Quiero salir de Zaragoza y no volver más a este pueblo. Mi padre es de Palma, es cierto; pero no desciende de judíos, sino de cristianos viejos, y mi madre era aragonesa y de la familia de Rincón. ¿Por qué somos despreciados? ¿Qué hemos hecho?

  —140→  

Diciendo esto, los labios de Mariquilla se contrajeron con una sonrisa entre incrédula y desdeñosa. Agustín, atormentado sin duda por dolorosos pensamientos, permaneció mudo, con la frente apoyada sobre las manos de su novia. Terribles fantasmas se alzaban con amenazador ademán entre uno y otro. Con los ojos del alma, él y ella les estaban mirando llenos de espanto.

Después de un largo rato, Agustín alzó el rostro.

-María, ¿por qué callas? Di algo.

-¿Por qué callas tú, Agustín?

-¿En qué piensas?

-¿En qué piensas tú?

-Pienso -dijo el mancebo- en que Dios nos protegerá. Cuando concluya el sitio, nos casaremos. Si tú te vas de Zaragoza, yo iré contigo a donde tú te vayas. ¿Tu padre te ha hablado alguna vez de casarte con alguien?

-Nunca.

-No impedirá que te cases conmigo. Yo sé que los míos se opondrán; pero mi voluntad es irrevocable. No comprendo la vida sin ti, y perdiéndote no existiría. Eres la suprema necesidad de mi alma, que sin ti sería como el universo sin luz. Ninguna fuerza humana nos apartará mientras tú me ames. Esta convicción está tan arraigada dentro de mí, que si alguna vez pienso que nos hemos de separar   —141→   en vida para siempre, se me representa esto como un trastorno en la naturaleza. ¡Yo sin ti! Esto me parece la mayor de las aberraciones. ¡Yo sin ti! ¡Qué delirio y qué absurdo! Es como el mar en la cumbre de las montañas y la nieve en las profundidades del océano vacío, como los ríos corriendo por el cielo y los astros hechos polvo de fuego en las llanuras de la tierra; como si los árboles hablaran y el hombre viviera entre los metales y las piedras preciosas en las entrañas de la tierra. Yo me acobardo a veces, y tiemblo pensando en las contrariedades que nos abruman; pero la confianza que ilumina mi espíritu, como la fe de las cosas santas, me reanima. Si por momentos temo la muerte, después una voz secreta me dice que no moriré mientras tú vivas. ¿Ves todo este estrago del sitio que soportamos? ¿Ves cómo llueven bombas, granadas y balas, y cómo caen para no levantarse más infinitos compañeros míos? Pues pasada la primera impresión de miedo, nada de esto me hace estremecer, y creo que la Virgen del Pilar aparta de mí la muerte. Tu sensibilidad te tiene en comunicación constante con los ángeles del cielo; tú eres un ángel del cielo, y el amarte, el ser amado por ti, me da un poder divino contra el cual nada pueden las fuerzas del hombre.

Así habló largo rato Agustín, desbordándose de su llena fantasía los pensamientos de la amorosa superstición que le dominaba.

-Pues yo -dijo Mariquilla- también tengo cierta   —142→   confianza en lo mismo que has dicho. Temo mucho que te maten; pero no se qué voces me suenan en el fondo de mi alma, diciéndome que no te matarán. ¿Será porque he rezado mucho, pidiendo a Dios conserve tu vida en medio de este horroroso fuego? No lo sé. Por las noches, como me acuesto pensando en las bombas que han caído, en las que caen, y en las que caerán, sueño con las batallas, y no ceso de oír el zumbido de los cañones. Deliro mucho, y Guedita que duerme junto a mí, dice que hablo en sueños, diciendo mil desatinos. Seguramente diré alguna cosa, porque no ceso de soñar, y te veo en la muralla y hablo contigo y me respondes. Las balas no te tocan, y me parece que es por los Padre Nuestros que rezo despierta y dormida. Hace pocas noches soñé que iba a curar a los heridos con otras muchachas, y que les poníamos buenos en el acto, casi resucitándoles con nuestras hilas. También soñé que de vuelta a casa, te encontré aquí, estabas con tu padre, que era un viejecito muy amable y risueño, y hablaba con el mío, sentados ambos en el sofá de la sala, y los dos parecían muy amigos. Después soñé que tu padre me miraba sonriendo, y empezó a hacerme preguntas. Otras veces sueño cosas tristes. Cuando despierto, pongo atención, y si no siento el ruido del bombardeo, digo: «puede que los franceses hayan levantado el sitio». Si oigo cañonazos, miro a la imagen de la Virgen del Pilar que está en   —143→   mi cuarto, le pregunto con el pensamiento, y me contesta que no has muerto, sin que yo pueda decir qué signo emplea para responderme. Paso el día pensando en las murallas, y me pongo en la ventana para oír lo que dicen los mozos al pasar por la calle. Algunas veces siento tentaciones de preguntarles si te han visto... Llega la noche, te veo, y me quedo tan contenta. Al día siguiente Guedita y yo nos ocupamos en preparar alguna cosa de comer a escondidas de mi padre; si vale la pena, te la guardamos a ti; y si no, se la lleva para los heridos y enfermos ese frailito que llaman el padre Busto, el cual viene por las tardes con pretexto de visitar a doña Guedita de quien es pariente. Nosotras 29 le preguntamos cómo va la cosa, y él nos dice: «Perfectamente. Las tropas están haciendo grandes proezas, y los franceses tendrán que retirarse como la otra vez». Estas noticias de que todo va bien nos vuelven locas de gozo. El ruido de las bombas nos entristece después; pero rezando recobramos la tranquilidad. A solas en nuestro cuarto, de noche, hacemos hilas y vendas, que se lleva también a escondidas el padre Busto, como si fueran objetos robados, y al sentir los pasos de mi padre, lo guardamos todo con precipitación y apagamos la luz, porque si descubre lo que estamos haciendo, se pone furioso.

Contando sus sustos y sus alegrías con divina sencillez, Mariquilla estaba risueña y algo festiva. El encanto especial de su voz no es descriptible, y sus   —144→   palabras semejantes a una vibración de notas cristalinas dejaban eco armonioso en el alma. Cuando concluyó, el primer resplandor de la aurora empezaba a alumbrar su semblante.

-Despunta el día Mariquilla -dijo Agustín-, y tenemos que marcharnos. Hoy vamos a defender las Tenerías; hoy habrá un fuego horroroso y morirán muchos; pero la Virgen del Pilar nos amparará y podremos gozar de la victoria. María, Mariquilla, no me tocarán las balas.

-No te vayas todavía -repuso la hija de Candiola-. Comienza el día; pero aún no hacéis falta en la muralla.

Sonó la campana de la torre.

-Mira qué pájaros cruzan el espacio anunciando la aurora -dijo Agustín con amarga ironía.

Una, dos, tres bombas atravesaron el cielo, débilmente aclarado todavía.

-¡Qué miedo! -exclamó María, dejándose abrazar por Montoria-. ¿Nos preservará Dios hoy como nos ha preservado ayer?

-¡A la muralla! -exclamé yo, levantándome a toda prisa-. ¿No oyes que tocan a llamada las campanas y las cajas? ¡A la muralla!

Mariquilla, poseída de un pánico imposible de pintar, lloraba, queriendo detener a Montoria. Yo, resuelto a partir, pugnaba por llevármele.

Estruendo de tambores y campanas sonaba en la ciudad convocando a las armas, y si en el instante   —145→   mismo no acudíamos a las filas, corríamos riesgo de ser arcabuceados o tenidos por cobardes.

-Me voy, me voy, María -dijo mi amigo con profunda emoción-. ¿Temes al fuego? No; esta casa es sagrada, porque tú la habitas; será respetada por el fuego enemigo, y la crueldad de tu padre no la castigará Dios en tu santa cabeza. Adiós.

Apareció bruscamente doña Guedita, diciendo que su amo se estaba levantando a toda prisa. Entonces la misma María nos empujó hacia lo bajo de la huerta, ordenándonos que saliéramos al instante. Agustín estaba traspasado de pena, y en la puerta hizo movimientos de perplejidad y dio algunos pasos para volver al lado de la infeliz Candiolilla, que muerta de miedo, derramando lágrimas y con las manos cruzadas en disposición de orar, nos miraba partir, aún envuelta en la sombra del ciprés que nos había dado abrigo.

En el momento en que abríamos la puerta oyose un grito en la parte superior de la casa, y vimos al tío Candiola, que saliendo a medio vestir, se dirigía hacia nosotros en actitud amenazadora. Quiso Agustín volver atrás; pero le empujé hacia afuera, y salimos.

-¡Al momento a las filas! ¡A las filas! -exclamé-. Nos echarán de menos, Agustín. Deja por ahora a tu futuro suegro que se entienda con tu futura esposa.

Y velozmente corrimos hasta dar en el Coso, donde observamos el sinnúmero de bombas arrojadas sobre la infeliz ciudad. Todos acudían con presteza   —146→   a distintos sitios, cuál a las Tenerías, cuál al Portillo, cuál a Santa Engracia o a Trinitarios. Al llegar al arco de Cineja, tropezamos con D. José de Montoria, que seguido de sus amigos, corría hacia el Almudí. En el mismo instante un terrible estampido, resonando a nuestra espalda, nos anunció que un proyectil enemigo había caído en paraje cercano. Agustín, al oír esto, volvió hacia atrás, disponiéndose a tornar al punto de donde veníamos.

-¿A dónde vas?, ¡porra! -le dijo su padre deteniéndole-. A las Tenerías, pronto a las Tenerías.

La gente que iba y venía supo al instante el lugar del desastre, y oímos decir:

-Tres bombas han caído juntas en la casa del tío Candiola.

-Los ángeles del cielo apuntaron sin duda los morteros -exclamó D. José de Montoria con estrepitosa carcajada-. Veremos cómo se las compone ese judío mallorquín, si es que ha quedado vivo, para poner en salvo su dinero.

-Corramos a salvar a esos desgraciados -dijo Agustín con vehemencia.

-A las filas, cobardes -exclamó el padre sujetándole con férrea mano-. Esa es obra de mujeres. Los hombres a morir en la brecha.

Era preciso acudir a nuestros puestos, y fuimos, mejor dicho, nos llevaron, nos arrastró la impetuosa oleada de gente que corría a defender el barrio de las Tenerías.



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