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ArribaAbajo Periodismo y lengua

Antonio Requeni


La influencia que ejercen los medios de comunicación en el habla de la gente ha movido a la Academia Argentina de Letras a organizar este acto. Tal vez sea innecesario recordar la función educativa -no solo informativa- que cumplió el periodismo en nuestro país, especialmente en las primeras décadas del siglo XX, cuando el índice de analfabetismo era aún considerable y llegaban en gran cantidad inmigrantes de todas las lenguas. Los diarios fueron entonces tácitos aliados de las campañas de alfabetización y ayudaron a los trabajadores de idioma no español a aprender nuestra lengua. En realidad, no solamente a los extranjeros: muchos de nosotros hemos oído decir a padres y abuelos nacidos en la Argentina: «Yo aprendí a leer en La Prensa o en La Nación».

Los medios gráficos -no había otros- eran entonces agentes de docencia. Y lo siguieron siendo durante muchos años, juntamente con la radiofonía o «radiotelefonía» como se la llamaba cuando esta empezó a generalizarse a comienzos de la década del 30. Veinte años después irrumpió con   —94→   gran fuerza la televisión, sumando así a las formas oral y escrita la modalidad llamada desde entonces «audiovisual». Los avances técnicos permitieron que todos estos medios se perfeccionaran cada día más, reforzando de ese modo su poder de gravitación sobre grandes masas de público. Pero así como en las primeras décadas del siglo XX el periodismo ejercía una insoslayable función educativa, en los últimos años puede advertirse, al menos desde el punto de vista de la lengua, una suerte de involución. Los diarios ya no están tan bien escritos como antes y la radio y la televisión, en lugar de ser modelos de buen decir, suelen hacerse eco de los muchos vicios e incongruencias del hablante común.

Los errores gramaticales, sintácticos y semánticos que se advierten a menudo en la redacción de los diarios y en el lenguaje audiovisual son, seguramente, consecuencia del deterioro de la educación que el país viene sufriendo desde hace décadas. Los que amamos el idioma observamos con creciente alarma cómo cunden ciertas confusiones que derivan de un precario conocimiento de la lengua. En la presente ocasión me referiré a los defectos más frecuentes del habla general, a los que el periodismo parece dar legitimidad.

Últimamente se dice y escribe: «hace diez años atrás» o «hace mucho tiempo atrás», cuando lo correcto es: «hace diez años» o «hace mucho tiempo». El adverbio «atrás», sobra. Del mismo modo son erróneas las siguientes expresiones: «le vuelvo a repetir» por «le repito»; «la primer vez», o «la tercer vez» por «la primera» o «la tercera»; «antes de ayer» por «anteayer»; «se nuclean» por «se agrupan»; «trastroca» por «trastrueca» y «asola» por «asuela»; «delante suyo» por «delante de él»; «americano» por «norteamericano» (¿y nosotros qué somos: subamericanos); «vacionar»   —95→   por «salir de vacaciones»; «posicionarse» por «situarse»; «careciente» por «carente» o, en todo caso, «indigente»; «repitencia» por «repetición»; «recepcionar» y «receptar» por «recibir»; «un ilícito» por «un hecho o un acto ilícito»; «sentir» por «oír»; «de vuelta» por «otra vez»; «el teléfono no anda» por «el teléfono no funciona»; «el tubo del teléfono» por «el auricular»; «la manija de la puerta» por «el picaporte»; «no había leído a ese libro» por «no había leído ese libro» o «a ese poema Lugones lo escribió» por «ese poema Lugones lo escribió». Y la lista podría seguir.

Por desdicha, el lector u oyente llega a habituarse a tales errores. Más de una vez he leído «chocó un micro que viajaba a Mar del Plata» cuando en realidad lo que chocó fue un vehículo de gran porte. Es un error habitual en el habla y también en los medios: «micro» quiere decir pequeño. Otro ejemplo: el periodismo le ha cambiado el nombre a la Plaza del Congreso llamándola «Plaza de los Dos Congresos». En la Plaza del Congreso se erige el Monumento a los Dos Congresos, por los de 1813 y 1816, lo que ha provocado la confusión que los diarios y los llamados «comunicadores» audiovisuales se encargan de difundir. En lugar de cumplir con eficacia su implícita labor docente, informativa, los periodistas suelen otorgar una falsa canonización a estos dislates.

Con el propósito de evitar los errores o vicios más generalizados, los principales diarios han editado en los últimos tiempos manuales de estilo. El diario La Nación encomendó además a ese maestro del periodismo que es Octavio Hornos Paz la columna «Diálogo semanal con los lectores», en la que el experimentado y culto periodista responde todos los lunes a quejas, sugerencias y correcciones de lectores del diario, a menudo sobre yerros verbales y problemas idiomáticos. Es esta una columna que debería   —96→   ser imitada por otros medios. Pero no estoy seguro de que todos los redactores y redactoras del diario de Hornos Paz lean su columna. Descreo, también, de que todos los periodistas consulten con frecuencia el Manual de Estilo. Ni siquiera el Diccionario.

En la segunda mitad de la década del cincuenta, cuando empecé a trabajar en la redacción de La Prensa, se nos entregaba a los recién ingresados un cuadernito que hacía las veces de Manual de Estilo, al que debíamos ajustarnos. Cada diario tenía el suyo y, por cierto, no siempre eran perfectos. Por aquella época, en La Prensa debíamos escribir México con «j» y no con «x», y alguna autoridad había dictaminado que en palabras que llevaban «n» antes de «s» como «transporte» o «transparente», la «n» debía ser suprimida. Tampoco se podía iniciar un título con el pronombre «se» pues se consideraba que, prácticamente, todas las noticias podían comenzar igual: «Se realizará un acto», «Se produjo un choque», «Se halla en estudio». La solución a la que el diario apelaba era colocar la partícula «se» al final de la palabra. Los títulos comenzaban entonces: «Hállase», «Prodújose», «Realizarase». Un remedio peor que la enfermedad. Lo artificioso de esa construcción tuvo consecuencias risueñas cuando llegó al país una suerte de teósofo o gurú indio cuyo nombre era Jinarajadasa. Algunos seguidores habían organizado un agasajo (La Prensa no usaba en esos casos «homenaje» pues dicha palabra estaba reservada para los muertos). Como al dar la información el periodista no podía escribir «Se agasajará», el título quedó así: «Agasajarase a Jinarajadasa».

Con todo, a pesar de esos accidentes idiomático-humorísticos, La Prensa era entonces un diario generalmente bien escrito. Recuerdo que el secretario general de redacción, Juan José Navarro Lahitte -otro gran maestro de periodistas   —97→   a quien aprovecho para rendir homenaje- convocaba a su despacho para reconvenir no solo al que cometía una equivocación informativa sino a quien había puesto mal una coma. Navarro Lahitte no habría permitido que escribiéramos «casa intrusada» o «tránsito vehicular». Por otra parte, el señor Melgarejo, jefe de la sección Corrección, no dejaba que se deslizara el menor gazapo. Guay de escribir una palabra extranjera (siempre que el contexto lo exigiese) sin especificar al lado, entre paréntesis, su equivalencia en nuestro idioma. Además, salvo en los casos de siglas muy conocidas como OEA, UNESCO o CONICET, se aclaraba a continuación el significado de dichas mayúsculas. En la actualidad no solamente parece innecesaria la aclaración de siglas que muchas veces no sabemos descifrar (como si fueran ideogramas chinos); además, las siglas se escriben con letras minúsculas.

No es infrecuente oír a los «comunicadores» televisivos y leer en los diarios errores como «estoy seguro que» por «estoy seguro de que» y «pienso de que» por «pienso que». El dequeísmo y el error opuesto (la omisión del «de» antes del «que» cuando corresponde) es una desprolijidad idiomática tan habitual en las crónicas periodísticas como el error de correlación verbal que se comete al escribir «Fulano le dijo que vaya» por «Fulano le dijo que fuera». O cuando se confunde el subjuntivo con el condicional: «Si Menem habría hecho» por «Si Menem hubiera hecho», así como otras incorrecciones tan comunes en los diarios como «es así que», «fue entonces que» y «fue allí que», en vez de «es así como», «fue entonces cuando» y «fue allí donde».

Cualquier persona atenta podrá comprobar que en la Argentina ya nadie oye: todos escuchan. Así se dice y así aparece en los diarios. Acaso esta anomalía tuvo origen en aquella frase de historieta que hace tiempo se difundía por   —98→   televisión: «Larguirucho, hablá más fuerte que no te escucho». Oír es percibir con el oído y escuchar es aplicar el oído, prestar atención a lo que se oye. Hijitus no percibía lo que Larguirucho quería decirle; la voz era débil o lejana. Hijitus necesitaba que Larguirucho hablara más fuerte o más alto porque no lo oía o lo oía con dificultad. Lo correcto hubiera sido: «Hablá más fuerte que no te oigo», pero, claro, no rimaba.

Actualmente, las anomalías, extravagancias y/o modas del lenguaje, contaminado por abundantes extranjerismos, se producen en todos los niveles sociales y actividades. Hace poco leí en un quiosco de diarios: «Open las veinticuatro horas». Hay palabras que en determinado momento se ponen de moda: los encuestadores hacen «muestreos» o «testean»; ya no se escribe «por ejemplo» sino «por caso»; en el ambiente del fútbol no se dice «empate» sino «igualdad». En cuanto al lenguaje de las crónicas policiales, encontramos los eternos lugares comunes: «extrajo un arma de entre sus ropas», «se dio a la fuga» y «la detenida ejercía un triste comercio». Pero donde podemos hallar mayor cantidad de «perlas» es en el vocabulario de la sección Economía, pródigo en palabras inglesas, sin su traducción correspondiente, y neologismos como «gerenciar», «eficientizar», «direccionamiento», «monitoreo», «el sector automotriz», «factor decisor» y «el estadío», así, con tilde sobre la «i». Este último disparate, que he leído y oído también en otros ambientes, como el de la medicina, podría encontrar explicación -no justificación- en la necesidad de distinguir esa palabra de «estadio», sin tilde, que algunos creen que tiene la única acepción de «recinto con graderías para competiciones deportivas»; pero la segunda acepción de este vocablo es: «fase o estado de un proceso», así que lo correcto es decir y escribir «estadio», sin tilde. Nada de «estadío».

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No se trata de desdeñar ciertas modalidades expresivas que vienen a llenar una necesidad semántica, así como las que provienen del habla popular, siempre que enriquezcan o coloreen el idioma, pero no cuando lo adulteran o desvirtúan. Creo, con Borges, que escribir bien es escribir con precisión. El propio Borges, en El idioma de los argentinos, defendió la austeridad de nuestro vocabulario frente a la exuberancia léxica de los españoles. Defensa tácitamente ejemplificada con su obra, ya que mediante ese sobrio vocabulario, Borges forjó un estilo que supera en originalidad al de cualquier escritor español contemporáneo. No hay que confundir sobriedad con indigencia. Tampoco cabe propugnar una pureza o casticismo extemporáneos. Se trata, simplemente, de hacer valer la lógica de la lengua.

Las palabras evolucionan y se renuevan. Podrá modificarse la ortografía, como intentó hacerlo Borges en El tamaño de mi esperanza, o lo pretendió, más recientemente, Gabriel García Márquez. Lo que no se debe es modificar las reglas gramaticales que garantizan el uso correcto del idioma. El vocablo «injerencia» pudo cambiar la «g» por la «j», pero no puede aceptarse la modificación de formas verbales como, por ejemplo, «hubieron muchos» por «hubo muchos», o que se escriba «se contagia fácil» por «se contagia fácilmente», así como el extendido abuso de «del mismo» o «de la misma» en frases como «formó parte del mismo». «Mismo» es término de comparación. Debió decirse «formó parte de él» o «de éste». Se hace necesario rechazar la invasión desaprensiva de palabras inventadas como una que leí hace poco en la sección de comentarios bibliográficos de La Nación: «Este relato presenta similaridades con». ¿Por qué inventar «similaridades» si ya existe «similitudes»?

Giros y expresiones mal utilizadas («tráfico» por «tránsito»),   —100→   incongruencias y neologismos artificiales, afean muchas veces, desde la expresión periodística, el patrimonio común de la lengua, esa lengua en la que nos reconocemos mutuamente como si fuese nuestra patria más íntima. «Una cosa es inventar palabras desde el interior del idioma (felizmente los pueblos siempre lo hacen) y otra cosa es destrozar las palabras ya existentes o sustituirlas por crudos extranjerismos». Esta última frase no me pertenece, la escribió Marco Denevi.

Y ya próximo el término de esta exposición, quiero referirme a otra particularidad del lenguaje argentino -tal vez sería mejor especificar: porteño- que se refleja también en la escritura periodística y que siempre me ha llamado la atención: la abolición del futuro. Al menos desde el punto de vista idiomático, somos un país sin futuro, tiempo de verbo que hemos reemplazado por el circunloquio o la forma perifrástica. Pocos dicen «iré», «comeré» o «viajaré», sino «voy a ir», «voy a comer» y «voy a viajar». Sería interesante investigar cuándo los argentinos empezamos a distanciarnos de una forma verbal que mantiene vigencia en otros países de habla española y también la tuvo, supongo, entre nosotros en épocas pasadas. Los argentinos, evidentemente, tenemos un problema con el tiempo, pero menos metafísico que gramatical.

En el habla coloquial solemos incurrir en vicios gramaticales, de sintaxis y muletillas, pero el escamoteo del futuro tal vez sea el hábito más difícil de comprender. Me parece sorprendente que esta omisión no haya sido analizada -que yo sepa- ya no desde el punto de vista estricto de la gramática sino de la psicosociología. Las conclusiones podrían resultar inquietantes.

Pero hay otra tendencia reciente que también podemos encontrar en las crónicas periodísticas: la supresión del   —101→   pasado. El relato en presente histórico: «Colón descubre América en 1492», es perfectamente aceptable, pero la insistencia en esta modalidad, reiterada en crónicas que mezclan el pasado con el presente, puede llegar a ser irritante. Aclaro que la costumbre de narrar episodios del pasado como si fueran actuales se da mucho, también, en los medios radiofónicos y televisivos (digo «radiofónico», no «radial», porque «radial» es un término de la geometría).

Un ejemplo cotidiano de omisión del pasado es ofrecido por los partes policiales, de los que algunos medios parecen haberse contagiado. Cuando en la pantalla del televisor vemos a un periodista que pregunta a un oficial si se ha cometido allí un hecho delictivo, el policía empieza por la palabra «afirmativo», y a continuación su relato es más o menos así: «Esta mañana, siendo las 9 horas, un patrullero llega al local ubicado en la calle tal número tal e intercepta a dos personas de sexo masculino que acaban de cometer un atraco. Los malvivientes extraen armas de entre sus ropas y disparan contra los agentes del orden, que repelen la agresión. Un maleante es abatido y el otro se da a la fuga». Para la policía y para algunas crónicas policiales no existe el pretérito.

En apariencia, somos un país de hablantes sin futuro y, en apariencia también, estaríamos despojándonos del pasado, como si quisiéramos flotar en un presente eterno. Este fenómeno, que podría considerarse restringido al ámbito lingüístico, insisto, merecería ser meditado.

Seguramente algunos creerán que las transgresiones a las reglas gramaticales no constituyen un problema de tanta gravedad y habrá quienes, inclusive, opinen que dichas normas no deberían pretender imponerse de manera demasiado rígida. Pero la lengua es una estructura o un sistema de códigos que debemos respetar. La corrupción del lenguaje   —102→   tal vez sea un pecado venial al lado de corrupciones políticas y económicas sobre las que nos informan los medios periodísticos con desdichada frecuencia, pero abusar de errores, giros impropios, deformaciones, barbarismos, muletillas, neologismos exóticos y generalizados dislates, representa un atentado contra un idioma que naturalmente evoluciona pero que no debe ser desvirtuado. Para preservar la riqueza de la lengua y contribuir con ello al decoro de nuestra cultura y de nuestra identidad, el periodismo es uno de los instrumentos más aptos, pero a condición de que alcance, si no una perfección ideal, una apropiada calidad expositiva, ese mínimo de corrección gramatical que en los últimos años, a mi criterio, se ha resentido.

Antonio Machado escribió: «Doy consejo a fuer de viejo / nunca sigas mi consejo». Yo, que lamentablemente solo tengo de común con el gran poeta el nombre de pila, invoco mi experiencia de cuatro décadas dedicadas al periodismo no para aconsejar pero sí para recomendar y exhortar a los jóvenes periodistas, y también a quienes no son periodistas ni jóvenes, a no maltratar el idioma, a usar las palabras correctamente, siempre, en todas las circunstancias, como lo sugiere el caso de la profesora de castellano a la que su marido encontró con un desconocido en una actitud tan dudosa, tan dudosa, que no dejaba lugar a dudas. Al enfrentarse con tan inesperada escena, el marido exclamó:

-¡Pero querida, estoy sorprendido!

Y la esposa lo corrigió:

-No querido, la sorprendida soy yo, tú estás estupefacto.

Antonio Requeni