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ArribaAbajo Fermín Estrella Gutiérrez (1900-1990)

Antonio Requeni


Una sola palabra, un noble sustantivo que en los últimos años muchos argentinos hemos pronunciado con nostalgia, resume para mí la personalidad humana y literaria de Fermín Estrella Gutiérrez, a quien la Academia Argentina de Letras rinde homenaje en el año de su centenario. Esa palabra es honestidad. Honestidad en la creación intelectual y en la vida pública y privada; en una existencia que nuestro poeta encaró como algo puro y armonioso, como una realización en la que ética y estética se fundían en un sólido principio rector. Un infortunado poeta de mi generación, Roberto Santoro, inventó un adagio latino que Fermín Estrella Gutiérrez pudo haber adoptado como lema: «Estética ética est».

Pertenezco a una generación cuyos integrantes (la mayoría de ellos) no fueron atraídos por el parricidio. Iniciados literariamente a principios de la década del 50, tuvimos el privilegio de conocer y aun frecuentar la amistad de muchos poetas de la más brillante promoción literaria   —108→   argentina, la surgida alrededor de la década del 20, así como a los que integraron la denominada generación del 40, a mi juicio la última generación verdaderamente significativa que dio la poesía de nuestro país. Hablo, por supuesto, en términos generales, ya que siempre hay individualidades que rehúyen esos encasillamientos de mera utilidad didáctica. Pero tanto los poetas representativos de los grupos de «Martín Fierro» y «Boedo», cuanto los que empezaron a escribir veinte años después, se hallaban entonces en plena actividad creadora, y aquel puñado de jóvenes -mis contemporáneos- experimentó junto a ellos una camaradería solidaria, estimulante, una afectuosa relación generacional que, lamentablemente, ya no existe, o existe en mucha menor medida. Entre los que acompañaron a quienes éramos jóvenes en los años 50, inolvidables escritores de brazos abiertos y corazón generoso, don Fermín Estrella Gutiérrez estuvo en primera fila.

Esta tarde no quiero hablar únicamente de la importancia de Estrella Gutiérrez como poeta, narrador, crítico e historiador de la literatura y la vida literaria, sino destacar lo que para los poetas de mi edad significó su actitud fraternal, pues don Fermín fue un hermano mayor que nos comprendía, nos alentaba y no vacilaba en hacerse eco de nuestros desasosiegos y esperanzas.

Cuando lo conocí yo tenía algo más de veinte años y él sobrepasaba apenas el medio siglo. El encuentro ocurrió en la Sociedad Argentina de Escritores, entidad que él había contribuido a fundar -fue vocal de la primera comisión directiva, presidida por Lugones- y que presidió años más tarde, entre 1959 y 1961 y, nuevamente, entre 1963 y 1965. Avanzada la década del 60, la suerte quiso que me mudara a la zona de Caballito, a pocos metros del Parque Rivadavia, donde él residía. Conrado Nalé Roxlo, también vecino   —109→   del parque, decía que Caballito era «el barrio de las musas», pues allí habitaban no solo Estrella Gutiérrez y él, sino también Rafael Alberto Arrieta, César Tiempo, Ángel Mazzei, Augusto Raúl Cortazar, Roberto Paine, Aristóbulo Echegaray, la adolescente Ana María Shúa y un joven aprendiz de poeta que visitó asiduamente al autor de El grillo y a Estrella Gutiérrez hasta que ambos murieron.

Aquel muchacho que ya dejó de serlo pero continúa su aprendizaje de poeta, solía concurrir los domingos por la mañana a la casa de Beauchef 229, donde don Fermín, su esposa Josefina y las hijas del matrimonio formaban un grupo familiar hospitalario y generoso. Se respiraba en ese hogar el fervor por la cultura, un clima de serenidad y nobleza, que caracterizaba también la obra literaria del dueño de casa. Estrella Gutiérrez me recibía en su cuarto de trabajo con amplio ventanal a la calle y paredes cubiertas de libros, cuadros, manuscritos y retratos familiares. Carpetas y papeles colmaban el escritorio y algunas sillas. Y en ese ambiente culto, acogedor, hablábamos no solo de literatura sino de las habituales desventuras del país, que a menudo hacían cruzar por su frente una ráfaga de pesadumbre.

Acaso no sea yo el más indicado para realizar un exhaustivo examen de su obra, pero creo haber sido, entre los poetas de generaciones posteriores a la suya, uno de los que más cerca se sintió del hombre íntegro y afectuoso que fue don Fermín. Testigo de su indeclinable amor por las manifestaciones del arte, de su honradez y de su bondad, yo vi siempre en él un alto ejemplo de vida, un modelo humano poco frecuente en el mundo que nos rodeaba y, más aún, en nuestro mundillo literario, tan vulnerable a esa enfermedad, casi endémica en los últimos tiempos, denominada «promoción».

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Fermín Estrella Gutiérrez nació el 28 de octubre de 1900 en la ciudad andaluza de Almería y vino a la Argentina, traído por sus padres con tres hermanos menores, en 1910. En algunas de sus poesías y en Recuerdos de la vida literaria evocó sus reminiscencias infantiles, la luz, las altas palmeras y el olor de los jazmines de su ciudad natal. Pero nunca dejó de considerarse muy argentino. Al cumplir dieciocho años adoptó la ciudadanía del país y aquí completó los estudios primarios y secundarios, siempre como alumno sobresaliente. En la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, donde tuvo como compañero de banco a Leopoldo Marechal, se recibió de profesor en Letras. Simultáneamente estudió tres años de abogacía. La vocación literaria se había manifestado en él tempranamente y fue entonces, más precisamente en 1924, cuando dio a la imprenta su primer libro, El cántaro de plata. A partir de ese instante, la larga existencia de Fermín Estrella Gutiérrez -murió a los 89 años- estuvo exclusiva y fervorosamente consagrada a la literatura y a la enseñanza. En una y otra actividad puede decirse que fue, esencialmente, un maestro. Como docente se desempeñó muchos años en escuelas primarias y secundarias y, finalmente, en la Universidad. Escribió, además, manuales de literatura, con los que estudiaron varias generaciones de argentinos. Habría que añadir a estos rasgos sus firmes convicciones democráticas y su bonhomía, virtudes que hicieron de él un ser querido y respetado por todos los que tuvieron el privilegio de aproximarse a su intimidad.

En su época de alumno de la Escuela Normal de Profesores y de estudiante de derecho fue uno de los organizadores de congresos normalistas que respondían a los principios de la Reforma Universitaria, iniciada pocos años antes en Córdoba. En ellos habló junto a Vicente Allende   —111→   y Américo Ghioldi, a quien sustituyó como presidente del Centro de Estudiantes de la escuela. Fue siempre un celoso defensor de la escuela sarmientina y de la ley de educación 1420. En 1955 acompañó a Juan Canter como Subsecretario de Educación de la provincia de Buenos Aires y posteriormente se lo nombró vocal del Consejo Nacional de Educación, cargo al que renunció cuando desde el gobierno se pretendió introducir la enseñanza religiosa en los programas escolares.

Respecto de la producción en verso de Estrella Gutiérrez, esta se inició, como ya he dicho, en 1924, con El cántaro de plata, que obtuvo el tercer Premio Municipal de Poesía. El primero correspondió a quien había sido su maestro, Arturo Marasso, y el segundo a Enrique Méndez Calzada. Dicho poemario fue seguido por Canciones de la tarde, La ofrenda, Los caminos del mundo, La niña de la rosa, Destierro, Sonetos del cielo y de la tierra, Nocturno, Sonetos de la soledad del hombre, El libro de las horas y Sonetos de la vida interior. Una suma poética encauzada por lo general dentro de las formas clásicas tradicionales y regida por el sentimiento, la claridad y la belleza. Toda su poesía equivale a una larga meditación sobre la vida y la fugacidad del tiempo, así como un testimonio de amor y de fe en la condición trascendente del verbo; temas entre los que dio cabida a los aspectos domésticos, a su preocupación por el país y a una melancolía que se fue acentuando en los últimos libros, como la de quien contempla el mundo, serena y lúcidamente, desde la orilla de la noche.

Menos conocida, y sin embargo amplia, es su obra narrativa. Ya en 1926 publicó un tomo de relatos, Desamparados, que suscitaría el elogio de Carlos Obligado. Dos años después apareció El ídolo y otros cuentos y La revoltosa.   —112→   En 1930 dio a la estampa Un film europeo, libro que recoge impresiones de un viaje por Europa, y los cuentos de El ladrón y la selva. Con posterioridad: El río, la novela Trópico, Una mujer y Memorias de un estanciero y otros cuentos. Además, en 1966, aparecieron sus amenos Recuerdos de la vida literaria, volumen al que deben agregarse Estudios literarios, Alfonsina, su vida y su obra, ensayos sobre literatura, textos de lectura para la escuela primaria (en colaboración con su esposa Josefina Barrio), los mencionados manuales de literatura hispanoamericana, trabajos sobre temas educativos y antologías didácticas.

Si a través de las actividades que desarrolló, la literatura y la docencia sobresalieron como las manifestaciones más fieles y caras a su espíritu, Fermín Estrella Gutiérrez descolló también en otros ámbitos, donde dejaría el rastro de su talento, su sensibilidad y su ejemplar conducta, especialmente en el ámbito académico y en las instituciones culturales donde ejerció cargos directivos y a las que representó con dignidad en el país y en el exterior. Fue además de presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, miembro fundador del Centro Argentino del PEN Club Internacional y del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia, probo y eficaz vicepresidente de esta Academia Argentina de Letras, a la que ingresó en 1955. Su discurso de incorporación versó sobre «Destino y esencia de la poesía». Fue, asimismo, director del Boletín de la Corporación, a la que representó en 1960 en el Tercer Congreso de Bogotá. Se lo designó miembro correspondiente de las Academias de la lengua de México, Venezuela y Honduras.

Fermín Estrella Gutiérrez, poeta de la palabra y la vida, pudo sentirse orgulloso de su destino. En 1980, cuando   —113→   cumplió 80 años, le hice un reportaje público en la Facultad de Filosofía y Letras, en cuyo transcurso dijo unos párrafos que quisiera recordar aquí porque lo retratan vívidamente:

Tal vez pueda parecer una jactancia lo que voy a decir, pero yo me siento nacido para la poesía, aunque nunca digo que soy poeta, pues para mí la poesía es algo esencial. No sólo me he sentido creador en el momento de escribir sino que a lo largo de todos los actos de mi vida estuvo presente en mí la poesía, y al llegar a estos altos años pienso que no le he sido infiel. Desde la infancia sentí amor y anhelo por la belleza en todos los órdenes: en los pensamientos, en el vocabulario, en todo; he sentido una propensión por lo bello que, sin duda, me viene de mi madre, que era un ser en el que vi siempre, y no por puro amor filial, una encarnación de la poesía. Por eso diría que la poesía es un estado especial que se da en el hombre o la mujer, no en todos los hombres ni en todas las mujeres, pues hay personas cegadas para la poesía, a las que yo tengo una gran conmiseración porque se privan de una presencia que enriquece el ser, que lo ennoblece y hace que su destino sea un destino más digno y trascendente. No sólo siento la poesía cuando escribo, dictado por algo o alguien, sino también en los momentos en que no la escribo. Le debo mucho a la poesía. No podría usar en mi vocabulario, incluso en conversaciones íntimas, familiares, palabras feas, torpes. ¿Por qué? No lo sé. Pero me duele oírlas y tengo imposibilidad física para pronunciarlas. Aunque quisiera sentir odio, espíritu de venganza, intolerancia, no podría. Creo que esas cualidades o condiciones que me reconozco, al lado de mis defectos, que son muchos, se los debo a la poesía. La poesía es una aspiración a la belleza, una exaltación del ser interior.



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Llegado a este punto, podría preguntar o preguntarme: ¿qué representa Fermín Estrella Gutiérrez en el panorama de nuestras letras? Intento la respuesta: representa la más alta lealtad a una vocación que hizo de él un digno cultor del verso, un lírico que asumió el sentimiento y la belleza como algo vital, sustantivo y trascendente.

Para ir poniendo término a estas palabras, que son, seguramente, un tenue reflejo de la admiración y el cariño que sentí por el inolvidable maestro, deseo leerles un poema que le pertenece. El mejor homenaje que podemos tributar a un poeta es y será siempre leerlo. Este soneto lo escribió ya en su madurez y se titula «Soneto para un futuro lector»:



Tú, lector o lectora, que has posado
tus ojos en la página amarilla;
del tiempo me aventuro hacia la orilla,
fiel a mi canto, dócil al llamado.

Tú que ríes aún, tú que has andado
tras la ilusión que se te escapa y brilla,
tú que hueles la noche y la gramilla,
tú que puedes besar el rostro amado.

Piensa lo que ahora soy, ceniza y nada,
sólo una leve sombra proyectada
sobre tu alma que me busca ansiosa.

Yo fui joven, feliz, amé la vida.
Hoy te tiende mi mano conmovida
sobre el viejo papel la tierna rosa.



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Vivimos en un país con enorme capacidad de olvido; un país donde el presente, siempre acuciante, tiende a borrar imágenes, obras y nombres que fueron hasta poco tiempo atrás referencias insoslayables. Nos rodea la banalidad y el exitismo. Por eso está bien que la Academia Argentina de Letras tribute su homenaje a alguien que escribió con ejemplar decoro, enalteciendo la cultura con la belleza de sus obras y la dignidad de sus actos, ajeno a todo exhibicionismo promocional. Recordar a Fermín Estrella Gutiérrez, del mismo modo que se hará dentro de un rato con Francisco Luis Bernárdez -y como debería hacerse con tantos escritores relegados o semiolvidados- es un deber de quienes los conocieron y admiraron.

Termino recordando una frase de Joan Maragall, el autor catalán a cuya amistad con Unamuno se refirió Estrella Gutiérrez en un ensayo incorporado en 1969 a su libro Estudios literarios. Escribió Maragall: «Nada valen tiempos ni distancias, ni siquiera la muerte. Sólo el espíritu vive siempre y resplandece, y todo lo demás es sombra».

Antonio Requeni