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ArribaAbajo Francisco Luis Bernárdez

Martín Alberto Noel


De Francisco Luis Bernárdez transcribamos, para empezar, unas palabras cargadas de ese humor juguetón incorporado a él, biológicamente casi:

Nací en Buenos Aires (Viamonte y Paseo de Julio) el 5 de octubre de 1900. Crucé seis veces el Atlántico. Viví cuatro años en España y Portugal. Fui uno de los últimos directores de Proa y uno de los más afónicos fundadores de la Revista Oral, hechos que prueban mi inocencia en el asunto del Banco de Bragado. Ahora estoy tomando lecciones de box, pues debo hacerme cargo de la dirección de Índice. Como recompensa a estas actividades y a mi casi libro Alcándara he obtenido el tercer premio en el concurso literario municipal de 1925.



Con esta presentación extravagante quiso mostrarse adecuadamente el Bernárdez joven, de profesión trotamundos, cuando en la década del 20 figuró en la Exposición de la actual poesía argentina, antología del vociferante vanguardismo   —118→   porteño. Como Borges, como Girondo, los contactos europeos le proporcionaron la postura literaria y las técnicas para aclimatar aquí una versión más de la rebeldía artística occidental de posguerra -ultraísmo y movimientos afines- y su adhesión al grupo Martinfierrista se evidencia ya en los nombres de publicaciones antes citadas. Pero no hay que olvidar su interés por lo gallego (hijo y nieto de gallegos, su adolescencia fue en Galicia), pues finalmente es la nostalgia secular de gallegos y portugueses, pueblos en constante mirada lejana, la que traspuesta a clave trascendente va ganando hondura en el hombre y su poesía, remansando su estilo, apartándolo de las fáciles acrobacias circunstanciales. Dice de ellos:

Era sí, aquel algo o alguien que desde el primer albor de su vida los venía llamando con ternura desde el horizonte del mar, aquel algo o alguien que empezaron a desear en cuanto tuvieron conciencia de sí mismos y pudieron soñar juntos el primer sueño histórico... y aquel algo o alguien no había sido hallado por ninguno de ambos pueblos ni aunque sus proas hubieran alcanzado los últimos puertos de su destino geográfico. Aquel algo o alguien seguía tan escondido y tan lejano como el primer día y su voz llamaba y llamaba con la dulzura y la urgencia de todas las horas.



Esta búsqueda de una clave metafísica del mundo promueve en Bernárdez una inquietud religiosa a la que debemos una poesía atravesada de vislumbres místicas y con raíz en lo más castizo de la tradición literaria española. Es esa inquietud la que lo vincula con los Cursos de cultura católica, equipo de orientación doctrinal fundado paralelamente al grupo Florida, cuyo vanguardismo era predominantemente literario: allí se consolida la formación neotomista de   —119→   esta poesía, patente sobre todo en El buque. Allí o más bien en Convivio, una peña de letras y arte vinculada al ambiente de los Cursos, fermenta un apostolado católico orientado hacia los intelectuales, que acoge a Bernárdez; este colabora en Criterio: revista cristiana, fundada en esta década. Vinculado con la tradición de la intelectualidad liberal argentina, La Nación lo contó desde temprano entre los suyos. Con Marechal funda una revista de corta existencia: Lira. Alrededor del año 30 y paralelamente a la crisis internacional que ha de llevar la vida del país y sus expresiones artísticas por cauces menos optimistas -en literatura desembocará en los del 40, una generación grave-, la vida de Bernárdez sufre años de prueba: una enfermedad lo postra por largo tiempo, debe abandonar toda tarea incluso la lectura. Sobreviene el retiro a Córdoba, donde conocerá a Laura, inspiradora de uno de sus libros más conocidos y después su esposa. De vuelta al ambiente de Buenos Aires, la poética de Bernárdez ha madurado definitivamente; y aunque cuando publique Cielo de tierra campearán ahí estrofas enteras adscriptas a la fronda desordenada de su escuela, debe tenerse en cuenta que muchas de ellas habían sido escritas y publicadas en la década anterior (por ejemplo, estas que barajan la imagen múltiple, el verso libre sin rima, los usos de sintaxis inusitados: «desmelenada de versos / la tarde se tiende a descansar sobre mi alma / mientras avanza la muchedumbre de sombras / entusiasmada de estrellas»). En realidad, la pugna entre orgía y orden, desbaratamiento y armonía, se venía dando desde siempre en el poeta, como lo muestran estos versos -son de hacia 1925- en que todas las audacias de la época se someten sin embargo a un ritmo retardativo y a una clarificación que, al ordenarlas como en un mosaico geométrico, las trasciende:

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Este poema tiene un día dormido entre los brazos
este día se vuelve poniente al Oeste del pecho.
Este poniente siente una calle pasar por sus venas
esta calle sube al cielo frente a una casa.



Después será el cultivo asiduo de la lira y el soneto, y de la imagen o la adjetivación esenciales que se aproximan cada vez más a la medida clásica como ideal de estilo. Este clasicismo (evidentemente embebido de modernidad, como luego veremos) ha sido ampliamente conquistado cuando su autor recibe el Premio Nacional de Poesía en 1944. Seguirá produciendo -también traduciendo poesía ajena- y reuniendo periódicamente ese material en libros, incluido uno de prosa: La copa de agua, siempre interesado por cantar a un mundo donde ruptura y toda dispersión se reconcilian finalmente en la armonía escondida que lo sustenta y cuya presencia viva solo atisbamos en esta vida. La ambigüedad con que lo trascendente se manifiesta desde detrás de sus velos configura en Bernárdez un estilo donde el orden y la claridad clásica expresan extrañamente las incertidumbres de esa ambigüedad:


Lo dice en notas cuyo acento
suena con música indecisa
como de brisa que no es brisa
como de viento que no es viento.



En cuanto a su presente biográfico, la existencia del poeta, con su hogar fundado hace ya mucho tiempo, alterna entre nuestro país y el extranjero -España, Uruguay-, donde ha desempeñado varias veces cargos diplomáticos en carácter de agregado cultural. Francisco Luis Bernárdez es fundamentalmente poeta lírico y como tal lo analizamos.   —121→   Su temática es el resultado de haber reducido la multiplicidad del universo a sus esencias: su clave es la elementalidad en el sentido aristotélico del término: escribe poemas elementales donde canta «la tierra», «el hombre», «la hoguera», «el viento», «la lágrima», «la doncella», «el hijo», «la Patria», «el mar». Su lenguaje, cuando alcanza la época de plenitud, es también elemental, es decir clásico: se acoge al epíteto de los antiguos («la dulce muerte de las cosas») o lo construye a su manera; por otra parte, adecua a la más alta temperatura lírica la frase más compartidamente coloquial: «poemas de carne y hueso». En el fondo de todo esto hay la intuición de que toda la heterogénea complejidad del mundo esconde un orden último, que ese orden proviene de la unidad del Ser y que esa unidad es «El Amor [...] único fuego que puede arrancarnos de la sombra del espacio y del tiempo, levantarnos de la mortal dispersión y devolvernos para siempre a la misericordiosa Unidad». Por eso canta a San Francisco, cuyo catálogo poético de la creación copia a su manera y desarrolla en quien florece la capacidad de desentrañar la unitaria cohesión de todo lo existente:


   Y distinguió las ligaduras que lo hermanaban con los seres y las cosas.
    Examinó con ojos nuevos todas aquellas criaturas misteriosas.
   Los animales, las montañas, los grandes ríos, las estrellas y las rosas.
   Todas las formas que veía le recordaban la belleza de una sola.
   Y en sus gemidos diferentes reconocía sin esfuerzo un solo idioma.



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Hay en su poesía un milagroso intercambio de una realidad con otras, y las sinestesias expresadas casi siempre mediante ritmos clarificadores, remansados, no traducen confusión sino fusión ontológica en el Ser que las ha creado: «El alba erraba por el bosque con un dulcísimo rumor de pies descalzos».

Cristiano-platónicamente, el universo es armonía, música. Simetrías, paralelismos, vaivenes melódicos disponen geométricamente el material poético que revela, así, el acorde metafísico en que se asienta toda realidad. Pero el acceso a ese Orden -con mayúscula- fundamental, es difícil y nunca pleno en esta vida: el dolor, la muerte, el pecado, la noche, confieren categoría de destierro al vivir humano, cuyo sentido es principalmente nostálgico de una Plenitud que no llega todavía. Por eso el estilo de Bernárdez está sembrado de fórmulas restrictivas: «La tierra duele menos y ser feliz no cuesta nada, o casi nada». Una seguridad última sostiene al poeta -teológicamente hablando-: es la fe. De ahí que toda ruptura de la armonía y toda contrariedad se interpreten siempre como episódicas, ya que el hombre ha sido redimido y su destino definitivo es el Cielo: los ritmos de construcción, incluso sintácticos, en Bernárdez, se disponen en dos tiempos, el primero de contenido negativo y el segundo expresivo de una totalidad liberadora, que es su modo de traducir el sentido cristiano, redentor de la existencia. Véase si no éste clave: «Pero a pesar de las cadenas, el corazón es arrastrado por el cielo». La relación que comentamos es evidente aquí: no solo en lo sintáctico sino también métricamente. Los juicios antes formulados hallan igualmente apoyo en el siguiente juego de imágenes: «La libertad era una sombra que se escondía en las tinieblas de la Patria. / Pero una sombra en cuyo seno la luz del día presentido maduraba». Observemos ahora el   —123→   optimismo final de este divertimiento conceptual: «Aunque el cielo no tenga ni una estrella / y en la tierra no quede casi nada / y si un destello fugaz queda de aquélla / que fue maravillosa llamarada / me bastará el fervor con que destella / a pesar de su luz medio apagada, / para encontrar la suspirada huella / que conduce a la vida suspirada». Mientras tanto, lo oculto se insinúa a veces amorosamente, y nos busca; el poeta expresa siempre ese contacto con lo inasible, mediante fórmulas de vaguedad: el indefinido, el neutro, la interrogación sin respuesta («Alguien que está escondido en la espesura...»; «¿De quién es esta voz que cuando suena, / de quién es esta voz que cuando canta, / me anuda el corazón y la garganta?»). Lo cierto de esa certidumbre es la no corporeidad, de ahí la desconfianza de esta poesía por todo pintoresquismo sensorial: la abstracción de todo color es casi constante en ella. Y una consecuencia de todo esto, llamémosla ascética: la necesidad de vivir replegados dentro de nosotros mismos, «ser adentro», aquietando las ansias torpes, purificándonos para el acceso sigiloso a lo Absoluto que nos solicita; de ahí el predominio de ritmos aquietados -Bernárdez creó el verso de veintidós sílabas con el esquema acentual que dimos antes-, una sintaxis recargada por la necesidad de dar gracia y vigor a la expresión, la construcción demorada del proceso lírico, las enumeraciones distributivas. De ese modo el orden cósmico y el orden interior se corresponden. Y el encuentro se vuelve posible. «El agua es limpia, el fuego dócil, el aire diáfano y la tierra luminosa».

Martín Alberto Noel