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Capítulo noveno

Desde la institución cultural a 1936


Las palabras finales del capítulo anterior deben servir ahora de pauta en lo restante de nuestra historia.

En efecto, la hora de las realizaciones materiales, de la conquista económica, del establecimiento en zonas inexploradas, de intentar, como a fines del siglo XIX, la aventura «del indiano» iba pasando ya en el cuadrante de la evolución argentina. La masa de población nativa, el aporte creciente de otras colectividades, la regularización paulatina, la legislación y apoyo estatales, el progreso, en una palabra, del medio técnico, del individuo «argentino» (hijo del antiguo colonizador pacífico), de la acción universitaria determinaron un cese o, por lo menos, una disminución del viejo hacer práctico de la colectividad en la industria, el campo, el comercio, y una orientación concorde de esos mismos hombres hacia los hechos puros y abstractos de la cultura.

Lo admirable es -vaya dicho con toda mi admiración y vivo respeto- que muchos de aquellos, trabajadores   -141-   rudos, de brega, apenas con pocas letras y hechos sólo de dolorosa experiencia práctica, comprendieran la necesidad del cambio, intuyeran con extraordinaria clarividencia lo esencial del fenómeno y entregaran buena parte de su fortuna -tan duramente ganada- para contribuir a esa nueva hazaña de su patria nativa en la tierra elegida para patria de sus hijos.

Ciertamente dejaron en los comandos a los intelectuales de la colectividad -los Gutiérrez, los Calzadas, los Gomaras- pero es evidente que sin su aporte solidario, generoso e inteligente, a veces sólo con dinero pero muchas veces con esa palabra definitiva que sólo concede la sensatez del mucho mundo y el penoso vivir, la obra no hubiera podido cumplirse. Lo que los movía, y eso es lo admirable, era ese sentido profundo e insobornable del valor integrante y universal del espíritu hispano; y muchos de ellos, con esa «gramática parda», ese fervor teresiano que todo lo sabe sin nada saber, llegaron, incluso, a manejar con vigor y donaire la pluma o la palabra.

Lo importante era engranar esta acción espiritual hispana con los órganos ejecutores del pensamiento argentino. Con fecha 3 de julio de 1915, la Universidad de Buenos Aires dicta una resolución de singular importancia: aquélla por la cual se autorizaba a la Cultural Española «para designar a los profesores, hombres de ciencia o de letras que habrán de dictar en la Universidad cursos o conferencias desde la cátedra de cultura española que sostendrá dicha Institución»; el artículo 3.º de la Ordenanza daba al Consejo Superior de la Universidad autoridad para designar la Facultad donde tendrían lugar los cursos según la índole de los mismos, y el artículo 4.º estatuía «el agradecimiento de la Universidad por la contribución a sus propias funciones   -142-   que importa el sostenimiento en ella de la cátedra referida»102.

El primer maestro, en consecuencia -y luego del citado viaje exploración de Menéndez Pidal-, que ocupó la cátedra argentina en nombre de España fue Ortega y Gasset, quien dictó su primera clase, en la Facultad de Filosofía y Letras, el 7 de agosto de 1916.

No se pudo elegir con más acierto. Ortega era, entonces, uno de los pensadores más jóvenes, brillantes y elocuentes del claustro de la Universidad Central. El éxito, un éxito casi callejero de obstruirse el tránsito en la calle Viamonte, tuvo una inmediata resonancia en la actividad espiritual argentina. Entonces no traía Ortega más bagaje escrito que las Meditaciones del Quijote (1914), Personas, obras, cosas (1914) y el primer volumen de El Espectador (1916), pero era suficiente como para causar deslumbramiento, vértigo con aquella prosa buida, de un barroco tan nuevo, elegante y suasorio, como con aquella palabra tan fluida y enjoyada, extraño y fascinante modo de acceder a la filosofía en un país acostumbrado a estudiarla por el manual francés traducido o por el vocabulario espeso e intrascendente de los positivistas a ultranza. Unas palabras de Rodolfo Rivarola, al presentarlo el 7 de diciembre de 1916 en el Instituto Popular de Conferencias, acreditan esta sorpresa: «oyéndolo en sus mágicos discursos -decía el viejo maestro-, tan vivos y ricos en imágenes, perplejo queda quien le escucha, entre saber si es éste un poeta que juega con la filosofía o si es un filósofo que viste sus pensamientos con las galas y las flores de la más bella poesía»103.

La generación de Nosotros, como en parte ocurrió luego con la de Martín Fierro, orteguizaron de una u   -143-   otra manera, no quiero decir en lo entrañable del pensamiento, pero sí en la concepción estilística de los temas104.

Algunas visitas anteriores -la de Blasco Ibáñez y la de Altamira, por ejemplo, preliminares al Centenario de 1910- no tuvieron ni con mucho esta repercusión inmediata, decisiva y tenaz como tuvo la de Ortega sobre una forma muy singular e importante del sesgo espiritual argentino en el primer cuarto del siglo. Luego se discutió mucho el valor en sí de la posición filosófica orteguiana y hubo, incluso, hasta antiorteguismo; lo que nadie discutió nunca fue esa acción ejercida sobre la juventud inteligente desde su visita hasta los primeros años de la tercera decena de nuestra época.

E incluso esta acción extrarradió de él mismo al ponernos en contacto con la famosa generación del 98. En la Argentina conocíamos a Unamuno, el cual, inclusive, se había ocupado de nuestro Martín Fierro a fines del siglo XIX, y algo había llegado del ático espíritu de don Jacinto. Ortega, en realidad, pertenecía a la generación siguiente a la del 98 -concediendo coqueterías que Ortega ha usado, legítimamente, con sus años, aceptaríamos como fecha de nacimiento la de 1883-, pero, por lo mismo, juzgaba a sus predecesores con lucidez de pensador que pertenece a una misma ideología y a una misma serie de coordenadas culturales.

La vulgarización en la Argentina de los hombres del 98 data precisamente de esta época. Ortega nos develó a Baroja, a Azorín, a Pérez de Ayala; nos dio a   -144-   entender su significado en la nueva España nacida de la catástrofe antillana. Al decir vulgarización quiero decir cómo de un círculo muy reducido de entendidos, los escritores de aquella hora, pasaron a manos, especialmente, del estudiantado. Como mi bachillerato comenzó en 1918 puedo testimoniarlo mediante constancias personales: todos nos educamos en la prosa oleosa de Valle Inclán, en los primores azorinianos, en el tono doméstico de Pío Baroja, en ese encanto novísimo y personalísimo de Ramón Pérez de Ayala. Si alguna vez nos lanzáramos a esta comprobación estilística -fuera del influjo orteguiano- veríamos cuánto queda de Valle Inclán en Güiraldes o en el mismo Larreta; cuánto de Azorín en algunos momentos de Capdevila; cómo Pérez de Ayala se refleja en El mal metafísico de Gálvez; cómo la poesía de los Machados reverdece en alguno de nuestros poetas posteriores a 1915; todos los cuales fueron, a su vez, los escritores, los maestros argentinos de nuestra generación.

Si bien los educadores de aquellos años -un Monner Sans, un Oyuela- pertenecían aún al modo, al estilo, al pensamiento de la Regencia española, supieron intercalar en nuestras lecturas, con valor y con simpatía, a los nuevos escritores y, todavía hoy, en los programas de estudio y en los pinitos literarios de nuestros muchachos queda un eco azoriniano o un dejo primerizo de acicalamiento modernista105.

El 98 en la Argentina obró, a su vez, un neorrenacimiento vigoroso en el campo de nuestras humanidades. No fue esto, en efecto, obra directa de la colectividad aquí radicada pero fue sí obra de los intelectuales   -145-   que trajo esa colectividad, según hemos acreditado, y de la intensificación, desde este momento muy activa, del comercio del libro español en la Argentina.

Los nombres de Juan Roldán, de Pardo, de García Santos, de Crespillo, de Menéndez -factores tan enérgicos en el desarrollo de las ideas criollas como en el arraigo de las obras españolas- deben mencionarse ahora como un verdadero honor de lo que es siempre el orgullo supremo de un país: la mercancía del libro.

«El oleaje editorial de España -dice Arrieta106- llegó entonces con ímpetu y penetró el país entero. Barcelona y Valencia «europeizaban» y hasta «americanizaban» a su modo. La casa Maucci divulgaba a los novelistas rusos, franceses, italianos y portugueses más en boga, y entre sus vastas ediciones intercalaba los «parnasos» hispanoamericanos; la biblioteca Sempere multiplicaba entre sus lectores, por medios baratos, los discípulos de la filosofía alemana y del anarquismo eslavo, albergaba con igual tarifa la crónica gacetillera y la crítica magistral, y solía conceder a algunos argentinos la misma popularidad que a sus hermanos de lengua y a los traducidos. Colecciones universales de teatro, de sociología, de turbia literatura en tomitos más o menos borrosos, tapizaban los quioscos callejeros y de los andenes de ferrocarril. Entrada directa a la intimidad del hogar tenían los pulcros volúmenes de piel blanca de Montaner y Simón, y en ellos figuraban a veces compatriotas que compartían la vecindad de las antiguas epopeyas y de alguna novela moderna y beatífica...».

Y, en 1918, la fundación de la Compañía Anónima de Librería, Publicaciones y Ediciones -la famosísima Calpe- obra de don Nicolás María Urgoiti fue,   -146-   en toda el área de Hispanoamérica, acontecimiento de proporciones culturales aún no debidamente valoradas. La Colección Universal, organizada por Manuel García Morente, divulgó en ediciones primorosas, asequibles e impecables todo el secreto de la literatura histórica, filosófica e imaginativa; la inigualada Biblioteca de Ideas del siglo XX, dirigida por Ortega y Gasset, nos puso en relación, a través del pensamiento alemán especialmente, con las fuentes de la más actual concepción del mundo en historia, filosofía, física, biología, etc.; de tan decisivo predicamento en las aulas universitarias argentinas que, entre profesores y alumnos, corría la frase humorística de que nuestros claustros sufrían un ataque de calpitis, enfermedad, a la postre, de esas que son sanidad puesto que dejan reservas y tonifican el organismo para la madurez; lo mismo que, por las mismas fechas, dejó en nuestro pensamiento excitantes fecundos y saludables la notable Revista de Occidente y las ediciones de su Biblioteca conexa, uno de cuyos primeros volúmenes fue de una argentina: De Francesca a Beatrice de Victoria Ocampo.

Esta activísima correlación produjo, al fin, una honda reacción hispanizante no sólo en la cuidada tendencia castiza de la forma literaria que entonces se inicia, sino, también, en lo puramente conceptual dentro del área humanista argentina.

A comienzos de siglo, es importante señalar el hispanismo activo de dos hombres ilustres en la historia pública argentina: Estanislao S. Zeballos y Joaquín V. González. Ambos, antes del Centenario de 1910, y el segundo desde 1916 especialmente, realizaron una labor de reflujo, de reconocimiento, de ponderación equilibrada para con la obra de España en el Río de la Plata.

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González dictó tres pláticas, entre 1916 y 1919, respectivamente, en el Club Español, Asociación Patriótica Española y Ateneo Hispano Americano sobre las relaciones hispano-criollas que, al fin, se sintetizaron en su ensayo de 1921: España y la República Argentina. «Hace mucho tiempo -dice- que hablo y escribo en diversos lugares y por todos los medios de publicidad de esta materia, a la que doy una primordial importancia como problema nacional. Creo llegado el momento de fijar esas observaciones, ya que por acercarme a la vejez, acaso no tuviera tiempo de rectificar o corregir torcidas o erradas apreciaciones sobre ellas»107.

Y éste fue, en efecto, una especie de testamento político, ya que el sabio maestro riojano moría en diciembre de 1923 tres meses después de que, en Liverpool, se extinguiera la otra gran fuerza de esta reacción hispanista: Zeballos.

A la entrada de nuestro siglo XX la doctrina de estas dos figuras próceres del pensar civil argentino coincidía en que el «tema España» no era simplemente un tópico de banquete, de discurso más o menos florido para la «fiesta de la raza» sino una necesidad, un problema de fondo, de conciencia en la integración de los valores fundamentales de nuestro pueblo; un «modo de ser» que, puesto en quiebra, liquidaría buena parte de aquellas esencias capaces de darnos un sentido, una personalidad, una conducta en el curso de la historia. El sentir de ambos podría caber en estas bellas palabras de González, que copio in extenso porque constituyen una síntesis ejemplar de todo el problema: «Y mi cariño por España y mi convicción sobre la conveniencia y necesidad de generalizar este afecto   -148-   en toda la masa social argentina, constituyen en mí y en mi acción pública, una dedicación dirigida a una finalidad hondamente nacional».

«Sólo una testarudez tan ciega como estéril podría consentir en seguir alimentando antipatías y repudios que no existieron, ni durante la guerra, sino como resultado de la guerra misma, pero sin entrar nunca en el fondo de la conciencia. ¿Y cómo habría de penetrar en ella un sentimiento contrario a la naturaleza, a la esencia de la familia, de la descendencia y ascendencia nacional, en fin de ese lazo invisible e indestructible que constituye la raza? Luego, es preciso entenderse y plantear la ecuación en sus verdaderos y más sencillos términos: somos hijos de españoles, y ellos guardan el tesoro de nuestra ascendencia nacional, en cuya virtud el pueblo argentino, puede no llamarse un recién venido en el escenario de la civilización y de la historia y ostentar un timbre genealógico, sacado de pura sangre europea, ibero-celta-latino-helénica, que lo entronca con los más altos orígenes de la cultura contemporánea».

(Vol. cit., pág. 24)                




La solidaridad hispanoargentina como fenómeno de sentido cultural estaba formada: en 1908, aparecía -Madrid, Victoriano Suárez, Preciados 48, en diciembre- una novela argentina de pronta y universal resonancia: La gloria de Don Ramiro de Enrique Larreta. Suárez hizo, en menos de un año, seis ediciones más de esta vida en tiempos de Felipe II, donde un joven novelista argentino evocaba con prosa encendida, pura, de extraordinaria riqueza ornamental, tanto que en nada cedía a la de Valle Inclán o a la de Miró, la época más dramáticamente española de España, y descifraba como pocos su entraña y su proyección. El saludo de la más severa crítica madrileña al libro de Larreta consagró aquella vinculación espiritual con un entusiasmo   -149-   augural, quizás por primera vez concedido tan sincera y generosamente a un escritor del Río de la Plata108.

En el año 1916, mi gran maestro el doctor José León Suárez publicaba: Carácter de la revolución americana (Un nuevo punto de vista más verdadero y justo sobre la independencia hispanoamericana) breve pero denso libro donde desarrollaba con impecable método y enjundioso rigor de doctrina un punto de vista esbozado por él, en 1909, a propósito de un informe sobre Enseñanza Secundaria: la revolución americana no fue una guerra de independencia contra un opresor sino un movimiento liberal y civil contra el absolutismo caduco, producido con igual tensión en toda Europa y más particularmente en la España de Fernando VII desde la metrópoli hasta el último de sus territorios ultramarinos.

La tesis, compartida por muchos argentinos -Oyuela, Ugarte, Ramos-, nunca tuvo exposición tan clara y exaltada como la tuvo con el libro de Suárez, y bien recuerdo qué calor ponía durante aquellas clases de sexto año en el Colegio Buenos Aires cuando, en su incomparable cátedra de Historia Argentina, llegaba a tocar el tema de las «causas de mayo».

El libro alcanzó muy pronto la tercera edición: «La Facultad» de Juan Roldán, octubre de 1917, esto es al año de la primera y con muy escasas reformas en sus apretadas setenta y una páginas, publicaba (en esta ocasión por acuerdo de la colectividad española) una tirada numerosísima «a fin -dicen los iniciadores- de   -150-   que circule profusamente, no tan sólo en la Argentina, sino en los demás países americanos de nuestro idioma»109.

Por esta nueva brecha cavada sobre el planteamiento de la revolución de 1810, se lanzó pronto la nueva escuela de los historiadores criollos. Había que superar, sobre todo en materia de época colonial, la actitud respetable pero agresiva de López en la conocida Historia (1883-1893); de Juan Agustín García en La ciudad indiana (1900), aplicación heterodoxa del método de Fustel de Coulanges más hermosa como realización estética que como aportación histórica; de Lugones al través del barroco Imperio Jesuítico (1904); del mismo Rojas en sus Coloniales de la ingente Literatura Argentina (1917), vistos a la luz excesivamente débil y polarizada de fenómenos «teocráticos»110.

Había que ir a la técnica nueva, al manejo de los documentos incuestionables, al venero de los libros clásicos, por lo general hasta entonces ignorados, a los repositorios inagotables de Sevilla y Simancas. Entonces descubriríamos, con el amor infundido por la verdadera ciencia, una nueva España.

Así enfocó Juan P. Ramos el fondo de nuestro federalismo en el primer tomo de su Derecho Público Provincial; con el mismo criterio científico e imparcial abordó Ricardo Levene -sobre la base de las investigaciones de don Rafael Altamira- sus luminosos estudios sobre ese riquísimo patrimonio del «derecho indiano»; luego de respirar por años el polvo del Archivo de Indias dio José Torre Revello cima a los Orígenes de la Imprenta en España y su desarrollo en   -151-   la América española (1940); no con menos brío rompieron lanzas hispanistas Rómulo Carbia en su férvida defensa de España: Historia de la leyenda negra hispanoamericana (1943) o Enrique de Gandía en su copiosa e innumerable labor de polígrafo o los más modernos Sáenz y Quesada, Gabriel Puentes y Vicente Sierra.

Este renacer de lo hispánico no ancló sólo en el reducto histórico; pronto se hizo casi indispensable -como lo fue en los españoles del Renacimiento «la visita a Italia»- el «viaje a España» de nuestros intelectuales; un viaje que tenía, a la par, de romántico, de peregrinación mística y, casi, de desagravio. Por unos años, los viejos burgos amurallados -Ávila o Segovia-; las ciudades de renombre milenario -Toledo, Santiago o Cádiz-; los nombres fulgurantes de Granada, Córdoba o Sevilla compitieron con la Meca dorada e insustituible de París.

Viajaron Larreta, ya vimos con qué resultado; Ricardo Rojas111; Manuel Gálvez, quien de regreso publicó El solar de la raza (1913)112; Ernesto Mario Barreda, el cual vuelve con Las rosas del mantón (1917); Arturo Capdevila: Tierras nobles, crónicas enviadas a Caras y Caretas, reunidas en volumen por 1925; Fernández Moreno, quien pasa su niñez en Santander, para recordar, ya en su patria y en ese mismo año de 1925, la montaña, el vaquerío, la casa solariega con Aldea Española, primer premio municipal de poesía de 1926; Manuel Ugarte; Juan José de Soiza Reilly; tantos otros...

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Respuesta quizá infantil, deslumbrada, generosa; un descubrimiento de cosas muy viejas pero admirable por lo sincero; una fervorosa contestación a los cateos que sobre el alma argentina habían ya hecho, desde su punto de vista, españoles como Unamuno, Francisco Grandmontagne, Blasco Ibáñez, Federico Rabiola, Ciro Bayo, José María Salaverría o el mismo Ortega y Gasset113.

La reacción hispanizante de esta veintena de años alcanzó al radio de la creación literaria pura. Novelistas y poetas rivalizaron en la depuración de la forma, e incluso en el retorno a un clasicismo lingüístico y temático. Fue una especie de antilugonismo soterrado; mientras el indiscutido maestro de la generación pasaba de vendimiar los racimos de Samain a escuchar recoleto el canto de los pájaros criollos: Gerchunoff, nuestro más fino y hondo periodista, se acercaba reverente al Quijote en esa encantadora agenda cervantina titulada: La jofaina maravillosa; en tanto, Arturo Marasso volcaba su enorme erudición sobre los siglos de oro, Banchs retornaba a la Edad Media en ese poemario de El Cascabel del halcón o probaba el mármol garcilascesco en los impecables sonetos de La urna, ninguna prosa más rotunda, castiza, viva que la de Capdevila en sus mejores épocas, como ningún verso más cercano a lo sustancial de la cepa castellana que el   -153-   «intimismo» de Fernández Moreno o el desgaire de Luis Cané.

Menudearon (Alonso Capdevila, Cantarell Dart, Herrero Mayor, etc.) los libros sobre el castellano en la Argentina. Era la vieja deuda de cultura que se pagaba con el esfuerzo de los hijos en buena moneda de entusiasmo, de aprendizaje, de un fervor que, en la década 1920 a 1930, alcanzó su apogeo intelectual, su más alta tensión, ya que, incluso, la muchachada vanguardista y revolucionaria -un Borges, un Villar- habían hecho su noviciado en las peñas, manifiestos y escándalos de Madrid, Sevilla o Granada.

Entretanto, la colectividad española había conquistado para la relación hispanoargentina un galardón oficial de singular mérito: La Unión Ibero Americana, con sede central en Madrid, delegó su representación en los argentinos Ángel Menchaca, José León Suárez y Mario Sáenz para el Congreso Americano de Bibliografía e Historia, celebrado en Buenos Aires del 6 al 19 de julio de 1916. Estos propusieron que el 12 de octubre fuese declarado feriado en todas las naciones americanas de habla española. Las sociedades hispanas de Buenos Aires, a instancias del entonces Presidente de la Asociación Patriótica Española, doctor Luis Rufo114, recogieron la moción y elevaron un petitorio, con fecha 19 de setiembre de 1917, al entonces Presidente de la República, doctor Hipólito Irigoyen115.

Dos semanas después, esto es: el 4 de octubre, se firmaba el decreto para establecer feriado el día 12, día   -154-   del descubrimiento de América «que -como decía el considerando segundo- se debió al genio hispano -al identificarse con la visión sublime del genio de Colón- efemérides tan portentosa, cuya obra no quedó circunscripta al prodigio del descubrimiento, sino que la consolidó con la conquista, empresa ésta tan ardua y ciclópea que no tiene términos posibles de comparación en los anales de todos los pueblos».

Un año más tarde, el 15 de junio de 1918, por Real Decreto, que firmaran Alfonso XIII «por la gracia de Dios y la Constitución Rey de España» y el entonces Primer Ministro don Antonio Maura, se decretaba el 12 de octubre fiesta nacional de España con el nombre de Fiesta de la Raza116.

No menos significación tuvo en los fastos de esta época la inauguración del Teatro Cervantes la noche del 5 de setiembre de 1921 a la que ya nos hemos referido en la nota final del capítulo IV.

Recordemos sólo que ese bello monumento, cuya fachada rememora el plateresco más fino de la Universidad de Alcalá, y cuyo interior resplandece de azulejos de Montalbán, candiles de Lucena, bargueños de Diego Martínez, faroles sevillanos y cerrajerías de San Antonio fue obra de un arquitecto español por largo tiempo residente en la Argentina: Don Fernando Aranda117.

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En este mismo teatro, una tarde, poco antes de ser inaugurado, se detenía absorto contemplando el panel del techo central, ilustrado con la torre de Murcia, un joven paisano de don Fernando Díaz de Mendoza que visitaba la sala con pasión de españolismo encendido; era de Águilas, puertecillo murciano casi sobre el límite de Almería, y llevaba algunos años de Argentina. Había llegado a ella exactamente el 1.º de diciembre de 1909.

Fue, en realidad, el último gran caudillo de esta causa hispanoargentina en su momento de triunfo pero siempre necesitada de fieles y leales valedores. Antonio Manzanera, este murciano optimista, animoso, hecho de una sola pieza, si bien luchó por su idea cuando ésta parecía definitivamente asegurada, luchó, en realidad, cuando más carente estaba de figuras españolas que, como las de otrora, fueran capaces de la misma conducta diligente y creadora.

Me explicaré: cuando Manzanera desarrolló toda su actividad hispanófila en el campo del comercio, de la industria, de la radio, del pensamiento argentinos, los grandes propulsores de esta idea, los que habían luchado por ella de una u otra nacionalidad estaban   -156-   ya en una ancianidad gloriosa, y, por lo mismo, debilitados para la acción: Rufo, Ortiz y San Pelayo, Avelino Gutiérrez, Galo Llorente, cuando no habían ya desaparecido como Rafael y Fermín Calzada, como López de Gomara, como Gonzalo Sáenz o como los maestros argentinos: Zeballos y González, en 1923; José León Suárez, en 1929; Oyuela, en 1935.

La colectividad en el momento de su mayor encumbramiento y prestigio como fuerza de cultura, como elemento incuestionablemente fundido al hacer espiritual y moral de «lo argentino» iba perdiendo sus hombres más representativos y sus campeones de mayor empuje. Sus herederos eran ya hijos del país, muchos con otro sentido de las cosas, con otra interpretación del fenómeno histórico, y los nuevos hombres de la Madre Patria no es que fueran mejores ni peores que sus predecesores, es que llegaron en momentos difíciles, se encontraron con una etapa dura y adversa para toda especulación puramente espiritual, debieron atender a otras urgencias y, como veremos en el próximo y último capítulo, se limitaron con harta faena y dura prueba a mantener, sólo a mantener, las conquistas pasadas.

En esos años en que la antorcha de la colectividad tambaleaba la recogió Manzanera para agitarla con un denuedo y una capacidad de acción insuperables hasta casi el último día de su vida.

Ya sabemos que no es éste el lugar para trazar una biografía completa de Antonio Manzanera. Sólo quiero dar algún perfil de ese caballero español que comienza por representar entre nosotros a editoriales y revistas de su patria; la próspera bonanza de esa actividad -que no enerva su constante preocupación por las cosas de España, como lo demuestra su labor titánica para que la Argentina participara dignamente en la Exposición   -157-   de Sevilla de 1929-, lo lleva un día a intentar la filmación de las primeras películas sonoras, habladas en castellano. Para ello aprovechó la «Sacha Manzanera», Sociedad que traía películas mudas españolas y había filmado alguna argentina: Corazón ante la ley, por ejemplo. Es una locura. Son los comienzos de 1930; no había recursos técnicos, ni equipo científico, ni hombres especializados. Manzanera es «el indiano» del nuevo mundo experimental. El solo hecho de que ese invento yankee pueda ser realizado por españoles, en lengua española y en tierra criolla, lo saca de quicio con una especie de ingenua y fervorosa alegría dionisíaca: todo lo da por hecho, todo está resuelto; no hay dificultades de ninguna clase. Si eso lo han hecho los hombres del norte con un puñado de dólares, ¿cómo no podrán hacerlo los hispano-criollos, los nietos de Pizarro y Mendoza, sólo con un poco de entusiasmo? ¿Acaso los abuelos no colonizaron todo un continente sólo con el valor? El negocio, la empresa fracasan ruidosamente. Manzanera -éste era el señor- pasa de la opulencia casi a la miseria y paga, centavo sobre centavo, hasta su última deuda.

La vida -éste era el español- no le acobarda ni arredra. Sin desalentarse clava otra heroica banderola en estos jalones de la hispanidad. La radiotelefonía es el nuevo juguete de los tiempos; hada misteriosa que se cuela por todas las rendijas llevando su mensaje insistente, mágico, adhesivo. No ha conocido la historia recurso de propaganda más eficaz ni demoledor. El 15 de julio de 1935, funda don Antonio Manzanera La voz de España, hora de emisión radial con un slogan que era todo un hallazgo nacido no del cálculo sino del alma misma de su fundador: La voz de España; para que se la quiera más, para que se la conozca mejor. Luego surgieron otras horas: «Por los caminos de España»,   -158-   «La hora española» -sin duda bellos y dignos programas- pero ninguno tuvo ese aire de fe, de combate, de alta cátedra radial hispánica que supo darle don Antonio.

«Era aquí, en la radio -dijo Enrique de Gandía al despedir sus restos el 25 de setiembre de 1945- en las horas negras de la fuerte política española, el punto de reunión, el ancla salvadora de los españoles de todos los bandos que llegaban de la península. En torno a su nombre se formó pronto un círculo admirable: poetas, historiadores, jurisconsultos, hombres de ciencia y estadistas -los más eminentes de España- reunidos todos por la simpatía extraordinaria de este español que para los españoles era argentino y para nosotros, argentinos, era un perpetuo embajador espiritual de España»118.

Este esbozo debe quedar aquí en suspenso hasta el próximo capítulo. Como un destino, casi como una consigna, le tocó a Manzanera vivir su hora más brillante e intensa de lucha en uno de los momentos más aciagos, angustiosos y difíciles de la colectividad española entre nosotros... y en el mundo.

Durante la etapa de culminación que vamos analizando en este capítulo (aproximadamente los tres lustros que van de 1915 a 1930) los grandes centros de la colectividad rivalizaron todos en un intenso movimiento de tipo cultural. Tomemos como índice sumario, por vía de ejemplo, el Club Español de Buenos Aires, centro en esencia de esparcimiento y recreación, donde, a modo de complemento indispensable, se dieron sesiones de concierto tan importantes como aquella realizada el 22 de julio de 1916, homenaje al maestro Enrique Granados, muerto en el hundimiento del Sussex, y en   -159-   la cual Ferruccio Calusio concertó al piano, por primera vez entre nosotros, con el tenor Bottaro y la señorita Tasso, algunos fragmentos de Goyescas.

En la tribuna del hermoso salón de fiestas hablaron a su hora Ortega y Gasset sobre Una España mejor; Julio Rey Pastor sobre Pasado, presente y porvenir científico de España; se alzaron cálidas las voces argentinas de Zeballos y Joaquín V. González; Federico García Sanchiz, en su primera visita, narró Nuevos Episodios Nacionales; Américo Castro -durante la noble presidencia de aquel gran señor español que fue don Augusto Aranda- deleitó con unos comentos sobre el Romancero y una sesuda conferencia sobre Calderón de la Barca; María de Maeztu, espíritu vibrante y heroico, evocó a Concepción Arenal y, dos años después, su hermano Ramiro, a la sazón Embajador de España en la Argentina, explicaba los comienzos de la hoy poderosa Ciudad Universitaria de Madrid. Los años 1928 y 1929 marcan una acción verdaderamente importante: españoles y argentinos están a la par en este contribuir hispano-criollo para cimentar desde la tribuna del Club una cultura concorde: se celebra el cuarto centenario de Fray Luis de León; María Teresa León expone: La mujer en el hogar y en la vida; Antonio Sagarna, en las postrimerías de su Ministerio durante la Presidencia de Alvear y a punto de ser juez de la Suprema Corte, explicó sólidamente la doctrina de Cómo es y cómo enseñamos nuestro nacionalismo, mientras, casi a renglón seguido, el entonces juvenil y aun ultraísta Gerardo Diego hablaba sobre Música Infantil y, pocos meses después, otro hombre joven, entonces recién llegado al país y luego de tanta gravitación en su didáctica lingüística, Amado Alonso, conversaba sobre Lo picaresco en la novela picaresca, para cerrar estos dos pródigos años académicos, luego de   -160-   una conferencia del Padre José María Sánchez Bermejo sobre Ávila histórica, monumental y panorámica, con un argentino y un español: Emilio Ravignani quien desarrolla su Definición histórica del iberoamericanismo y Fructuoso Cárpena, el famoso profesor murciano, sobre: La Poesía lírica penitenciaria y el alma del delincuente. Fue esta última el 26 de octubre de 1929119.

Hay años en la historia de los acontecimientos agrupados en una serie o en una dirección que marcan como un punto final o, por lo menos, como un punto y seguido.

Tal fue el año 1929 para los sucesos que vamos narrando en estas apuntaciones. El 11 de mayo de dicho año con solemne pompa se inauguraba el pabellón argentino en la Exposición Ibero Americana de Sevilla. Asistieron los Reyes en una de sus últimas apariciones gloriosas; Larreta pronunció uno de sus más elegantes y clásicos discursos. El pabellón -aún hoy se lo ve entre ese arbolado romántico del evocador parque de María Luisa- fue obra de un arquitecto argentino de hondo y conocido hispanismo: Martín J. Noel, quien logró llevar a la piedra un ideal estético de arquitectura hispano-criolla explicado ocho años antes, esto es: en 1921, en aquella obra de sabia doctrina y docta investigación: Contribución a la Historia de la   -161-   Arquitectura Hispano Americana que mereciera el premio «Fiesta de la Raza» de la Real Academia de San Fernando. Los argentinos marchaban en caravana a la Exposición sevillana, y, todavía, invade un nostálgico sentimiento de grandeza pasada cuando el huésped de los hoteles «Andalucía» o «Cristina» o cuando el visitante de la barriada de «Heliópolis» piensa que todo aquello fue hecho para recibir a los peregrinos de la opulenta muestra bética.

Pocos sospechaban entonces el rápido y violento giro que muy pronto tomarían los acontecimientos de Hispanoamérica.

Desde comienzos de 1930 comenzó a insinuarse en forma alarmante la crisis argentina. No digo yo que la política esté en absoluto reñida con la serena especulación espiritual; política y humanidades han coexistido siempre; pero cuando la política toma un sesgo revolucionario, cuando deja de ser una función más dentro del Estado para convertirse en una problemática colectiva y beligerante, cuando, por una u otra causa, por una u otra doctrina, embebe toda la actividad pública y privada, entonces es muy difícil sustraer una porción de la voluntad, de la inteligencia, del sentimiento para que, indiferente, continúe esa labor de pura y desinteresada eficacia intelectual, de apartado sentido espiritual.

El hispanoargentinismo era y es una política; sigo creyendo que una política esencial y de fundamento básico, pero, por su misma esencialidad, es una política de horas constructivas lentas y armonizadas, imposible de conjugar con movimientos convulsos y radicales que, como es natural, en su momento sólo atienden a aquello urgente, inmediato y práctico para alimentar sus imperiosas necesidades elementales y ejecutivas.

El «hispanismo» como filosofía de la nacionalidad   -162-   es una conducta «en el tiempo», y lo que vivió el mundo hispánico desde 1930 en adelante fue un hacer «en el momento». El ritmo debió desequilibrarse necesariamente.

La crisis argentina se resolvió en el movimiento revolucionario del 6 de setiembre de 1930; siete meses después, el 14 de abril de 1931, se declaraba la República en España. Los sesenta y dos años de tregua desde la Restauración del 74 se detenían ante un escabroso interrogante.

La colectividad en la Argentina sufrió un primer choque. Los viejos republicanos -en sus horas de ancianidad y patriarcado- la recibieron con esperanzado alborozo; se hicieron fiestas, homenajes, actos académicos: era la ilusión castelariana de aquellas Repúblicas federales y constitucionalistas del siglo XIX; ignoraban que esta nueva traía, en la cauda, un veneno distinto y activísimo.

Una nueva tregua fue la crisis económica nacional de 1932-1933; el pensamiento comenzaba a girar con barruntos de vértigo en torno a esa luz maléfica y marxista de la que, todavía, no ha podido salir: la economía, el dinero, el cambio...

La República española entretanto -entonces era su Embajador el ilustre, ponderado y eximio escritor Alfonso Danvila- envió algunas representaciones intelectuales.

Recojo sólo -porque, en realidad, ha sido la última gran influencia hispánica sobre nuestra estilística- la visita (1933-1934) de Federico García Lorca. Este muchacho que, desde el Romancero Gitano de 1928 había decidido un rumbo en la lírica peninsular, dejó entre nosotros, a través de Bodas de sangre y de sus poemarios, un tono inconfundible que aun hoy mismo no ha podido borrarse del todo: Benarós, Borges,   -163-   Estrella Gutiérrez, Ponferrada, etc., la lista es bastante numerosa sobre todo en los segundones, no podrán negar, antes de sus respectivas evoluciones, la huella indeleble y personalísima del original, y por lo mismo terriblemente pegadizo, cantor de la gitanería granadina120.

Cuando Lorca regresó a España, como empujado de trágico sino, el cielo se ensombrecía definitivamente. Al mismo tiempo que monseñor Gomá y Tomás, Arzobispo de Toledo, representaba la tradicional conducta católica de España en el XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, en octubre de 1934, estallaba en pedazos la Cámara Santa de la catedral de Oviedo dinamitada por la huelga revolucionaria de los mineros asturianos.

La precipitación vertiginosa de los acontecimientos desembocó en el 18 de julio de 1936.

El impacto sobre la colectividad fue decisivo. Las ideas se encresparon y enardecieron. El abismo se cavó sin remedio121.

La colectividad española en el Río de la Plata había seguido siempre con patriótico fervor y con su característico apasionamiento la vida pública peninsular, puesto que nunca se consideró divorciada del   -164-   terruño: se había conmovido con el asesinato de Eduardo Dato en 1921; con lo de Annual, en 1922; había discutido el golpe de Primo de Rivera en 1923 y ya vimos con qué criterio recibió la República de 1931. Pero esto de 1936 era ya una beligerancia civil y debía abrir la grieta.

Dolorosamente así ocurrió. Toda especulación quedó en suspenso a la espera de la paz que nunca se sospechó tan lejana.

Ninguna división de opiniones fue más infecunda, más cruel, más enconada y perturbadora para ese ideal de cultura mutua, común, que tanto había costado alcanzar.



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Capítulo décimo

Los últimos acontecimientos


Desde la crisis apuntada en el capítulo anterior, la situación de la colectividad española en nuestro país presenta, aproximadamente, el siguiente panorama: su corriente inmigratoria, ya con merma sensible desde 1931, se paralizó casi en forma absoluta de 1936 a 1946; refluyó sí, durante los años de la guerra civil, una masa de población desplazada por efectos de la misma contienda, mas ya veremos, enseguida, qué caracteres distintos a los de una inmigración regular y fecunda presentó aquel reflujo; rasgos que, con bastante similitud, se dieron en la masa inmigratoria llegada a la Argentina durante los últimos seis años posteriores a 1946; la división interna de la colonia fue, como era natural, muy dura y muy absoluta; aunque algunas voces se empeñaron heroicamente en suturar la grieta e impedir la catástrofe, éste o aquél sello colocado sobre entidades, hombres, asociaciones paralizó, no digamos en forma total, pero sí en forma entorpecedora y violenta toda acción eficaz, toda obra constructiva; la falta de comunicación pronta y segura, completa durante la guerra civil, casi absoluta durante la guerra europea,   -166-   sólo regularizada hace muy poco tiempo, interrumpió toda aquella interósmosis de ideas de la década anterior, y puso -sumada a recelos, a suspicacias, a temores- en grave zozobra las tribunas, el periodismo, la acción social de los españoles; por último, la crisis económica del mundo, presagiada en 1929, ahincada en 1933 y desatada después del quinquenio 1940-1945 con todo su corolario de falta de divisas, de controles aduaneros, de fiscalización internacional, ha colocado -a pesar de aviones que acercan la península en horas de vuelo- una valla poco menos que insalvable a los hombres, los libros, las revistas técnicas o comunes, el movimiento, en suma, de lo más esencial al influjo benéfico de España en América: la común vibración del pensamiento.

Nada más opuesto al mundo de la cultura -única política hoy valedera de los españoles en la Argentina, y entendiendo por tal toda manifestación pura del espíritu en lo intelectual o en lo social- que ese estado de incertidumbre, de porvenir incierto, de solución momentánea o a la expectativa. Realmente si los grandes centros motores de la colectividad -el Club, la Patriótica, la Cultural, la Beneficencia- han logrado sobrevivir a esta hora se debe, como es natural, al valor moral de los hombres que los gobernaron y, también, a un arraigo muy sólido, consustanciado dentro de la organización técnica argentina. El momento fue dificilísimo, pero había reservas suficientes para superarlo.

Con este panorama, no precisamente halagüeño, una nueva inmigración de tipo intelectual llegó al país entre 1937 y 1940. Lo mismo ocurrió después de la restauración del 74, pero aquellos llegaron a un país en formación, recién salido de los horrores de una guerra civil, sin profesionales, sin Universidad, por lo menos organizada, sin industria, sin periodismo moderno;   -167-   el camino se les hizo pronto y no encontraron resistencias ni banderías en los compatriotas. Los hombres de hace quince años hallaron, en cambio, una Argentina harto colmada del oficio de escritores, periodistas, profesores, investigadores, poetas que ellos podían ejercer, y, además, a sus propios paisanos hostiles, divididos, recelosos.

La lucha debió ser muy tensa, mas, con todo, no puede negarse que es uno de los últimos tributos que nuestra patria recibió del saber hispánico; un tributo -no cabe dudarlo- lleno de amargura, de nostalgia, de esa inquietud atormentada por todo el sismo revolucionario del mundo moderno, pero, al mismo tiempo, aportada a nuestro medio con toda honradez y con toda inteligencia.

Figuras próceres como Ángel Ossorio y Gallardo o Niceto Alcalá Zamora dieron en nuestra tierra los últimos frutos de su larga experiencia de maestros y jurisconsultos, para morir en ella luego de una postrera hazaña llena de austeridad y noble decoro.

Claudio Sánchez Albornoz o Jiménez de Asúa se incorporaron a nuestro claustro universitario, y en él realizan, con silenciosa labor de monjes, una tarea admirable de investigación y de docencia122.

La Institución Cultural Española fundó, en el año 1941, un laboratorio para el ilustre discípulo de Cajal, don Pío del Río Hortega, donde hasta su muerte, acaecida en junio de 1945, pudo seguir sus investigaciones histológicas y formó, a su vez, continuadores argentinos de la escuela gloriosa, a la vez que publicaba   -168-   los Archivos de Histología normal y Patológica de notable resonancia en la bibliografía médica del país123.

Manuel de Falla, ya en Marcos Paz, ya en Alta Gracia -donde buscó reparo a sus pulmones enfermos, a su dolorida neurosis, bajo la sororal custodia de la hermana admirable- nos dio la honra de revisar, sin concluirla, la poderosa Atlántida, que se llevó en silenciosa tragedia cuando el barco de su bandera lo condujo de regreso al panteón ilustre de Cádiz.

Aquí escriben, ya maduros, su nostalgia andaluza aquel lejano marinero en tierra, Rafael Alberti; sus obras más severas y elocuentes -La casa del diablo, Tabarín, etc.-, Jacinto Grau, y ya es casi nuestro un muchacho, sin más bagaje que dos o tres comedias y el premio «Lope de Vega» de 1934 cuando llegó a la Argentina, que por nuestros escenarios ha madurado comedias tan deliciosas como La barca sin pescador, Los árboles mueren de pie, La dama del alba: Alejandro Casona.

Clara Campoamor -llegada en 1937- publica entre nosotros sus notables estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz o sobre Quevedo; nos ha enseñado desde las tribunas más responsables y, actualmente, en el Consejo de Mujeres, dirige a un grupo de muchachas curiosas e inteligentes en cursos de Literatura española.

Pedro Massa -periodista agudo y fino, director actual de la revista Hispania de la Asociación Patriótica Española- da lo mejor de su inteligencia a los periódicos metropolitanos y publica, en preciosos volúmenes   -169-   sus notas de arte español sobre costumbres, rincones, pintores, etc.

¡Cuántos más que escapan a la urgente brevedad!: juristas tan preclaros como Mariano Gómez; cartógrafos como Cavallaria; eruditos como Ricardo Baeza; internacionalistas como Pita Romero; novelistas como Pérez de Ayala; pintores como del Pino; también hombres ilustres en formas muy avanzadas y modernas del arte: la propaganda, el cine, la radiotelefonía; asimismo, en la política, la organización obrera, la economía, etc.

Es imposible negar que toda esta promoción incorporada -como la de fines del XIX- a las aulas, las redacciones, los teatros, las sociedades, las broadcastings, los sets e, inclusive, muchas de ellas a la función pública administrativa, social o jurídica ha impreso su huella en la moderna ordenación cultural de la Argentina. Vuelve a repetirse aquella razón consanguínea que hace naturalmente más asimilable el pensamiento cuando viene ordenado por un sentido mental hispánico, o si se prefiere, hispanoamericano.

Contribuyó poderosamente a afianzar esta nueva influencia el fenómeno del desplazamiento editorial operado entre los años 1936-1945. Las guerras, civil española y europea, producidas casi sin interrupción en el lapso indicado, obligaron a las editoriales hispanas a buscar puntos de apoyo en los países de habla castellana. Como es natural, por su densidad de población, mayor vida intelectual y mejor ordenamiento económico, la Argentina y México fueron los elegidos.

Entre nosotros, por ejemplo, los hombres de Espasa-Calpe, fusionadas, como se sabe, el 1.º de enero de 1926, fundaron la «Espasa-Calpe Argentina» el 16 de febrero de 1937. Inmediatamente la famosa colección Austral (que, en parte, reemplazaba a la extinguida   -170-   Colección Universal de Morente, editada por Calpe) lanzó al mercado, en ediciones impecables, no sólo lo más selecto del pensamiento español antiguo y moderno sino todo el sistema vivo de la filosofía, la historia, la ciencia, la literatura universales. Todos sabemos lo que en nuestro medio -por el fácil acceso, la manualidad, la modestia económica- han significado en la educación popular de estos últimos quince años esos mil volúmenes de lustrosas sobrecubiertas azules, verdes, negras, naranjas, violetas, grises, amarillas, rojas o castañas que invaden las vidrieras de todas nuestras librerías y quioscos124.

Por las mismas fechas, la editorial Losada S. A. -formada por un grupo de profesores y hombres de letras hispanoargentinos, el 18 de agosto de 1938- iniciaba su actividad en Buenos Aires con no escasa fortuna y dignidad intelectual. Su Biblioteca Contemporánea, lanzada ese año, tenía el mismo principio divulgador de la Austral, aunque, quizás, no alcanzara su técnica ni su magnitud popular.

Igualmente Aguilar establecía -en 1946- una importante representación en nuestro país, incorporando no pocos escritores argentinos a sus preciosas colecciones.

Hubo en esto, muy pronto, algo de insensatez y bastante de aventura. El éxito de estas empresas serias y responsables avivó la codicia de mucho despreocupado pirata de la cultura. Hacia 1942, por ejemplo, las editoras pulularon con la más desahogada de las audacias, los autores liberados del canon oficial se vieron reproducidos, con fidelidad más o menos exacta, a veces en tres, cuatro o cinco ediciones simultáneas, y el mercado   -171-   llegó a saturarse en tal forma que la crisis de la postguerra de 1945 dio al traste en forma ruidosa con tan inusitada papelería. Sólo quedaron -españolas, argentinas, o hispanoargentinas- aquellas editoriales respaldadas por un capital, una experiencia, una verdadera tradición. Quizá no sirva de mucho -nadie escarmienta en cabeza ajena- pero era interesante, por la parte que en él le cupo a mucho español recién llegado con algo de pícaro y otro poco de necesitado, el haber expuesto ligeramente este curioso fenómeno de entreguerra.

Con este signo de audacia, quizás un fondo de irremediable amargura, llegó buena parte del inmigrante posterior a 1939. Cuando se produce una conmoción como la guerra civil española del 36, el desplazado por una u otra causa no suele ser hombre que llegue a la tierra elegida con ánimo de trabajo, de nuevo horizonte, de esperanzada recuperación. Llega -y es muy justo que así sea- dolorido con sensación de fracaso, con ánimo y voluntad quebrados. No venía ya el viejo campesino, aquel muchacho dispuesto a la aventura que hemos tratado de retratar en el capítulo VII; ha llegado una población media, de tipo urbano, cultivada, hecha, cuyo desarraigo no ha sido dado por el envión de la voluntad -aunque ésta se acuciase por necesidades- sino por la fatalidad, lo externo, la política, en suma, por motivos ajenos a un deseo natural y propio de mejores horizontes, de ilusión y de conquista. De ahí que, aunque muchos de ellos concluyan por afincarse, siempre existirá en sus conciencias un fondo de inquietud, de zozobra, de situación transitoria no querida ni buscada. Nunca es lo mismo, psicológicamente, en el movimiento humano individual o colectivo, huir que partir.

De ahí que, frente a esta situación, las entidades   -172-   que un día se encargaron del inmigrante, como la Asociación Patriótica Española, se encontraron, después de 1939, con una merma considerable en su función específica. Esta continuó su labor de ayuda -muy absorbida, por otra parte, por los naturales organismos del Estado y disminuida, como apunta la Memoria de 1948, por el natural estado floreciente económico y social del país- pero bien pronto se dio cuenta que, aun superponiéndose a otras entidades de la colectividad, su tarea debía, necesariamente, ir sin demora al campo de la cultura125.

Dada la naturaleza de la Patriótica, entidad popular y nacional, su misión era la de divulgar, en forma directa y accesible, el sentido de esta cultura en su magnitud humanista y en su vinculación argentina.

Clausurados los cursos nocturnos a que hicimos referencia en el capítulo anterior (nota 119), la Junta Directiva resolvió, en 1943, volcar esa actividad hacia unas lecciones públicas sobre literatura, historia y arte españoles que se dictaron en la planta baja de su monumental edificio, y fueron inauguradas el 21 de julio de aquel año por Manuel de Góngora -poeta exquisito y orador brillante, incorporado a nuestra vida intelectual desde 1937, y que fue hasta su fallecimiento, agregado Cultural a la Embajada y Bibliotecario de la misma- con un éxito verdaderamente sorprendente.

La Junta manifestaba en su declaración de Propósitos: «La Asociación Patriótica Española, en gustoso y estricto cumplimiento de los fines para que fue creada,   -173-   ha organizado un Curso de Literatura, Historia y Arte españoles, que dará comienzo en su sede social el día 21 del corriente mes de julio. Persigue con ello nuestra Asociación contribuir, en la medida de sus fuerzas, al estudio y enaltecimiento de los valores más puros del espíritu hispánico, y al mismo tiempo ensayar una tarea de jugosa vulgarización, que si hoy la restringimos a diez y seis lecciones, acaso, mañana pudiera abarcar cursos regulares completos de las materias que hoy se abordan u otras de pareja importancia».

En este primer ciclo tomaron parte, a más de Góngora, el autor de estas líneas, Alberto Insúa -entonces entre nosotros-, Pilar de Lusarreta, Pedro Massa, Clara Campoamor, y Federico Fernández Castillejo, para citar en riguroso orden cronológico.

La resonancia que en la colectividad y en el ambiente intelectual argentino tuvo este curso -siempre colmado de un público atento y selectísimo: estudiantes, profesores, artistas- movió a repetirlo al año siguiente casi con el mismo claustro, menos Massa y Pilar de Lusarreta, pero con la incorporación de Vicente Sierra, a efectos de equilibrar siempre el profesorado español y argentino.

Con las alternativas que imponían las circunstancias, han continuado hasta el año pasado, siendo especialmente dignos de mención los de 1947, con ocasión del cuarto centenario cervantino y los de 1948 celebrando los centenarios correspondientes de Tirso de Molina y el Infante Juan Manuel.

Venciendo obstáculos y superando inconvenientes de toda índole, la Institución Cultural Española siguió su noble ruta durante estos últimos diez años posteriores a la conclusión de la guerra. No podía, claro está, como otrora, traer profesores españoles con regularidad para cada año académico; dificultades internacionales,   -174-   de transporte, de cambio, ¿por qué negarlo?, de reservas políticas hacían casi imposible aquella conducta, tan benéfica, de sus primeros años de fundación.

A pesar de todo, aprovechó cualquier circunstancia favorable para exaltar y llevar a su tribuna los maestros españoles que de uno u otro modo vinieron a la Argentina una vez concluido el drama de 1936.

En noviembre de 1946, creó con la colaboración de un grupo de intelectuales argentinos la Fundación Vitoria y Suárez destinada a estudiar la formidable obra de teología realizada por España durante los siglos XVI y XVII; y por esa misma fundación vinieron, al año siguiente, el sabio y joven profesor de filosofía de la Universidad de Granada, Enrique Gómez Arboleya y el Director del «Instituto Francisco de Vitoria» y profesor de Derecho Internacional de la Universidad madrileña, don Antonio de Luna. Este mismo año -en octubre- invitó al eminente Salvador de Madariaga.

Hacia fines de 1947 -durante la imponente celebración del cuarto centenario cervantino- recibió al ilustre catedrático, hoy Director de la Biblioteca Nacional de Madrid, el sapiente don Luis Morales Oliver; por igual época, incorporó asimismo a nuestro claustro al que es ahora Rector de Salamanca, don Antonio Tovar quien, como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, permaneció en la misma hasta finalizar el curso de 1949. El erudito crítico Dámaso Alonso, el magnífico orador y poeta José María Pemán -quien ya nos había visitado en 1941 traído por Lola Membrives126-, el histólogo Fernando de Castro, el joven maestro -ahora Rector de la Central de Madrid-   -175-   Pedro Laín Entralgo y Alfonso García Gallo llegaron a su tribuna en 1948.

La Cultural entregó una medalla de oro a Jacinto Benavente durante su última visita, en 1945; señaló para el Instituto de Filología al catedrático de Salamanca, Alfonso Zamora Vicente, el último profesor español contratado para esa disciplina, el cual dictó su curso postrero en 1951; costeó una parte de la Revista de Filología del mismo Instituto; organizó la brillante serie de conferencias sobre Historia de la Cultura del afamado y glorioso Eugenio D'Ors en septiembre-octubre de 1950, y, en 1951, cuando regresaban del «Congreso de peruanistas», cedió su cátedra a dos jóvenes maestros de la actual Universidad española: Guillermo Díaz Plaja127 -quien ya nos había visitado en septiembre de 1946- y Manuel Ballesteros Gaibrois, quien ha sabido mantener con brío la ilustre fama de sus padres, los historiadores don Antonio Ballestero Beretta y doña Mercedes Gaibrois128.

A pesar, pues, de las enormes dificultades la obra de acercamiento no ha cesado, y cuando no llegaba el maestro de España, era el argentino quien contribuía a exaltar el centenario glorioso o la fecha cumbre de la estirpe. Así, durante estos últimos diez años, pasaron   -176-   por la tribuna de la Cultural los nombres de: Ángel I. Battistessa, Carlos Obligado, Carmelo Bonet, Roberto Giusti, Arturo Marasso, Leopoldo Marechal, Francisco de Aparicio, Arturo Capdevila, el padre Sepich, etc., etcétera129.

Cumple ahora retomar como afirmación de esta conducta cultural una figura nobilísima ya nombrada en el capítulo anterior: la de Antonio Manzanera. A partir del 18 de abril de 1936, irradiaba a través de su Voz de España y desde el mismo Madrid una serie de conferencias a cargo de eminentes hombres de pensamiento y de acción. Hablaron, así, Marañón, Ramiro de Maetzu, Besteiro, Díez Canedo, Salaverría, Prieto, Martínez Barrio, Domingo; como se ve, sin hacer distingos ideológicos ni religiosos. En muchos títulos se notaba ya la angustiosa situación del momento. El trágico 18 de julio, estaba anunciado, don Juan Ventosa fue reemplazado a último momento, y sin previo aviso, por Gabriel Alomar. Las transmisiones desde España debieron suspenderse.

Manzanera sintió el drama de la guerra como pocos hombres de la colectividad. El desgarrón entre hermanos era como un desgarrón vivo y sin cura en su propia alma. Con don Luis Rufo, con don Leandro Anda -entonces Presidente de la Patriótica- con el periodismo metropolitano se movió como pocos para evitar, en gesto romántico e inútil, continuara la lucha, para mitigar tanto dolor: en noviembre de 1936, por ejemplo, creó el «Comité Femenino» de La Voz de España y consiguió   -177-   reunir siete toneladas de ropa y víveres que envió a Burgos y Marsella para ambos bandos contendientes.

Por entonces le conocí personalmente. Irradiaba una simpatía densa y cálida; una fuerza de convicción capaz de animar a cualquier empresa, por imposible que fuera. Hasta su muerte -el 24 de septiembre de 1945- fuimos amigos entrañables; y era que en él España adquiría su tono más ardiente y ejemplar: la fuerza de la fe.

Por eso dije que en un momento en que todo parecía resuelto y sin asomo de duda en las relaciones hispanoamericanas, Manzanera -que pudo y debió ser uno de los que mejor disfrutara ese triunfo, que era un poco el suyo- tuvo, por el contrario, la necesidad de luchar casi solo contra una circunstancia fortuita pero terriblemente adversa, capaz casi de echar por tierra toda una paciente labor de años.

Por eso clamaba por la unión de los hermanos -porque, como a Unamuno, le dolía España- y por eso se multiplicaba para que su idea, esa idea que a través del aire percutía en todos los hogares hispanoargentinos noche tras noche: «con la patria como con la madre: con razón o sin ella», para que esa idea, decía, fuese una realidad, se hiciera visible en obra de acción tolerante.

A tales efectos, uno de sus mejores aciertos, y quizá una de las últimas y más directas contribuciones eficaces del pensamiento hispano en nuestro país, fue la creación del Liceo de España, conferencias breves sobre temas culturales españoles que se irradiaron por su micrófono desde el 20 de julio de 1940. Durante el primer ciclo, comenzado el 19 de agosto, hablaron Vicente Sánchez Ocaña sobre Las tierras de España; Álvaro de Las Casas -el sabio profesor gallego que llevó varios años   -178-   entre nosotros desde 1938, para morir apenas vuelto, en 1950, a su lar materno- sobre La Historia de España; Pedro Massa abordó La literatura de España; Ramón Gómez de la Serna y Clara Campoamor: El arte en España y La Mujer de España, respectivamente, y, por último, Federico Fernández Castillejo -cordobés, abogado y militar, hoy ya de regreso en su Andalucía nativa, escritor de fibra y pensamientos recios- estudió a España en América130.

Los lunes, llamados Día de la Hispanidad ocupaba la cátedra un profesor argentino.

Una revista de la actividad radiotelefónica dijo de este Liceo que representaba: «la más feliz y valiosa iniciativa de proyecciones culturales que se ha llevado a un micrófono».

Por dos veces más repitió el Liceo de España, entre enero y mayo de 1941, sendos ciclos sobre cultura española donde ya alternaban profesores españoles y argentinos. Por la seriedad de su claustro, por la importancia, variedad y coherencia de los temas desarrollados, por el medio popular de su difusión fue, sin disputa, esta creación de Manzanera uno de los agentes más enérgicos de la colectividad para inculcar la conciencia de los mutuos valores hispanoargentinos.

Esto llevó a que, en julio de 1942, se constituyera el Liceo de España como entidad social, bajo la presidencia de un argentino: José María Cantilo. En su Estatuto Orgánico, el Liceo declaraba con elocuente brevedad que su objeto era: divulgar los valores de la cultura hispánica. El primer acto público lo realizó en el Salón   -179-   de la Asociación Patriótica Española, la noche del 1.º de agosto de 1942, con un homenaje recordatorio en el centenario de Espronceda; el 18 del mismo mes inauguraba, en Witcomb, una Exposición de Pintura de Miguel del Pino y el 5 de septiembre, también en la Patriótica, Aurelio García Elorrio y Manuel de Góngora celebraban el año memorable de San Juan, de la Cruz131.

Suspendidas sus actividades hasta el año siguiente, el 19 de junio de 1943 José María Cantilo inauguraba un nuevo ciclo de conferencias por el micrófono de Manzanera, quien había sido designado Director-Gerente de la Institución, como correspondía a su fundador verdadero.

Fue su último episodio y, casi, uno de los últimos arrestos del gran Quijote: el 4 de junio de ese año estalló la revolución; Manzanera, poco después, debió abandonar el puesto de combate gravemente enfermo y no pudo reanudar la labor hasta octubre de 1944. Ya era tarde; sobrevivió un año gracias a un esfuerzo titánico y a un poder de ilusión formidable. Su voz, su voz castiza del micrófono y de España, una de las últimas voces que alentaron con vigor y talento la gran idea y la gran empresa, calló para siempre, como ya hemos dicho, el 24 de septiembre de 1945. Yo podría repetir ahora lo que dije a poco de su muerte: «habrá que repartir entre muchos lo que él hacía solo y para todos...»132.

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Después de la revolución del 43 se produjo en la Argentina un recrudecimiento hispanófilo que ya venía insinuándose desde el triunfo nacional español de 1939. Esta hispanofilia exaltada, y quizá un poco más bullanguera de lo sensato, podía parecer como la conquista definitiva y casi oficial de todo el proceso que, con más o menos fortuna, hemos procurado bosquejar en las páginas anteriores. Nada, sin embargo, más distante de la verdad. Aquella exaltación, alarmante por lo repentina, estaba mediatizada por una significación política y por una militancia ideológica, que incluso encontró para muchos de sus manifiestos y doctrinas hecho el estilo y el esquema en la Defensa de la Hispanidad de Ramiro de Maetzu.

No discuto ni juzgo -porque eso sólo cabe a la dimensión de la historia- la legitimidad de esta posición tan respetable y digna como cualquiera otra, pero la ponderación desmesurada de algunos valores hispánicos histórico-culturales en desmedro de otros hacía de este hispanismo, que, en algunos momentos incluso pretendió ser agresivo y beligerante, una aspiración parcial, cerrada, voluntariamente mutilada y, por lo mismo, banderiza, de todo un proceso natural y general de la vida americana; estaba, en consecuencia, comprometida con un sistema y, por lo tanto, destinada a fracasar.

Era, en cierta medida, tomar partido no por el ser España sino por la «circunstancia» política de España; exactamente todo lo contrario de lo que, según se entiende en nuestra reseña, ha sido el sentido trascendente de «lo español» en el ámbito americano: una adaptación «hacia el futuro» de aquellas esencias inmutables de nuestra cultura hispano-cristiana (lengua, fe, tolerancia, humanidad, jerarquía y dignidad) que permanecen indemnes,   -181-   insobornables y victoriosas sobre cualquier posición transitoria.

La misma violencia del brote lo hizo desaparecer en proporción directa a la velocidad con que desaparecían las «circunstancias» accidentales que lo originaran.

Lo que no ha desaparecido, en cambio, sobre borrascas y mutaciones, es el sentimiento de simpatía hacia lo español en una tierra donde España sigue teniendo el aliento vivo de muchos de sus descendientes, y el son eterno de su idioma y el canto eterno de su liturgia. Lo que no desaparece ni puede desaparecer es la cruz de los galeones...133

Sin embargo los grandes organismos de la colectividad -cuya historia sucinta queda esbozada- pasan, y no es en ellos lamento vano, por una hora de grave crisis económica e institucional. Los centenarios gloriosos del Club y la Beneficencia no llegan -y el buen cronista no debe callarlo por prurito de respeto- en días de esplendor y de opulencia. Es que en la vida de las personas, así físicas como ideales, se impone a veces, necesariamente, un compás de espera; así lo exige en las grandes ocasiones el inmenso concierto de la historia.

El Estado argentino absorbe hoy gran parte de la actividad privada siguiendo con ello, natural y necesariamente,   -182-   una conducta de la filosofía social en el mundo contemporáneo, pero lo hace conforme a un sistema propio y a una hermenéutica nacional. Dentro de ese sistema no pueden faltar, puesto que son esencia de nuestra estructura, las colectividades extranjeras de tan viejo arraigo en el país y, entre ellas, biológica y espiritualmente la primera: la española. Esto lo dispone la historia y es, por lo tanto, inexorable.

La actividad, pues, de esta colectividad queda intacta en lo que tiene de esencial y necesario; en lo que significa como aporte vivo de nociones espirituales, humanas y culturales inalienables. Lo que, quizá, sí deba cambiar esta colectividad y, si no cambiar, por lo menos adecuar y modernizar son sus procedimientos, la técnica y organización de sus medios ejecutores.

Yo no sé si es correcto que un libro como éste, objetivo y directo, de pura exposición histórica, concluya con una expresión subjetiva y con un mensaje de esperanza. Entiendo que sí: los esquemas históricos, si para algo sirven, es para fundamentar en ellos cierta dirección en el porvenir. Equivocado o no el augurio siempre deja, al menos, una inquietud fecunda.

Hemos dicho repetidas veces -sobre todo en los capítulos finales- que la obra de la colectividad española en la Argentina como fenómeno de conjunto no puede ser ya -fuera de la acción filantrópica, que, por otra parte, se extiende hasta el no español- no puede ser ya sino la dirigida a sostener, alimentar y defender el patrimonio de cultura legado por España a sus jóvenes hijas americanas. Malo o bueno, suficiente o no, ese patrimonio es nuestra hechura, nuestro modo de ser, nuestra vida y nuestro ensueño. Conservarlo sin obcecado empecinamiento, esto es, con la debida elasticidad para amoldarlo a la conducta «argentina» -que es la fundamental, claro está- enseñarlo y dignificarlo en un noble   -183-   empeño de que sea respetado, pero nunca impuesto, es la obra fina, delicadísima y cordial a la que se deben hoy por hoy los organismos de la colectividad hispana.

¿Cómo están hoy estos organismos? Tengo a la vista sólo la nómina de las entidades españolas de la Capital Federal; son, cifra más cifra menos, ciento noventa sociedades, algunas de las cuales («Sociedad Ayuntamiento de Santa María de Oya» o «Sociedad Unión Comunal de Pol y Castro de Rey», por ejemplo) reúnen exclusivamente al pequeñísimo grupo de sus respectivos inmigrantes municipales.

Dado el carácter geográfico y humano de España, donde cada cincuenta kilómetros cambia por completo y radicalmente la fisonomía territorial, biológica e incluso lingüística y moral (moral en el sentido de costumbre) de sus habitantes, sería vana tarea pedir la completa y total fusión de todas las sociedades españolas en un único organismo de gran eficiencia y potente naturaleza. Hay aventuras condenadas inevitablemente al fracaso porque no cuentan con la naturaleza de las cosas; ésa, y no otra, fue la razón de la esterilidad del Congreso federativo de las Sociedades españolas que organizara Gomara en 1913. Gomara, ya lo sabemos, era un Alonso Quijano, y se empeñó vanamente y con su habitual nobleza en hacer válido un proyecto insensato.

Pero los tiempos cambian: la atomización, el individualismo, el trabajo aislado se pierden hoy sin eco alguno contra la indiferencia y la organización férrea de los fenómenos corporativos: la mutualidad, la agremiación, el sindicato, etc. No juzgo si esto es bueno o malo -quizá por el fondo de mi vieja educación romántica todo ello me desazone- pero es; está funcionando en la integración moderna de la cultura y ponerse de frente a la historia es una de las más peligrosas y arriesgadas aventuras que pueda correr el hombre.

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Todas las naciones que tienen colectividades densas en otras partes de su territorio nacional difunden, a través de las mismas, una tenaz y bien organizada propaganda de su cultura. Francia, por ejemplo, es, en ese aspecto, un modelo de sutileza, de disciplina; tal, entre otros casos, la Maison de France en Lima, edificio donde se ha reunido todo lo referente a lo que es «cultura francesa» como pura expresión espiritual, y en exclusivo beneficio de la comunidad franco-peruana; y si elijo este caso es para disipar la posible suspicacia -siempre hay quien ve más allá del horizonte- de una ingerencia nacional sobre otra, ya que resultaría un poco ridículo sospechar acerca de las ambiciones territoriales francesas sobre el Perú. Los que los franceses quieren, simplemente, es que Francia tenga en el mundo un eco y una significación.

España tiene derecho, más aún obligación de que su patrimonio espiritual -literatura, arte, historia, artesanía, etc.- tenga en el mundo americano un eco y una significación. Pero ese eco deben darlo los españoles de América.

De gobierno a gobierno no habría modo de hacerlo continuadamente; las entidades estatales sólo podrían dar su apoyo y su dirección; su sentido político, social, económico; pero la realización viva de esa resonancia, el hacer un ámbito para ello es labor de los hombres que tengan en tal empresa, un ineludible compromiso cultural y sentimental.

Pero nada se hará con la división, el pequeño círculo, el rincón innominado. Lo que hoy no se realice por equipos carece de fuerza y trascendencia. Las sociedades individualmente cumplieron -lo hemos visto en estos nueve capítulos precedentes- una obra inapreciable, enorme, verdaderamente ciclópea. Hicieron lo necesario para su momento y su destino.

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Tal etapa está cumplida y debe superarse. Si cada una de las entidades individualizadas que componen el total orgánico de la colectividad resignara parte de sus funciones, conservando autonomía, en beneficio de un gran organismo o casa común que fuera el centro de la actividad cultural de España en la Argentina, ese organismo, esa casa -incluso gobernada por argentinos y fiscalizada, naturalmente, por el Estado- sería un centro vivo, palpitante, poderoso de esa gran lección que España puede y debe dar en estos pueblos que se hicieron con su sangre, su sacrificio y su heroico sentido de la historia y de la fe.

Una casa, un organismo donde cupieran, por lo menos en espíritu, todas las entidades españolas en su acción de cultura; donde se dictaran los cursos y conferencias de investigación y divulgación hispánicas; donde se instalara la gran Biblioteca del saber hispano con todas sus actuales derivaciones técnicas (fotocopias, filmoteca, discoteca, etc.); con su sala de teatro para compañías de arte puro; su salón de conciertos; sala para exposiciones de arte y artesanía, e, inclusive, en ella ingeridas, oficinas de turismo, de viajes, de venta de libros, de objetos de arte. Todo ello sin olvidar la posibilidad de alojamientos para becarios, la redacción de una gran revista, etc., etc.

Se me argüirá que este libro concluye con un sueño. Es posible. Sueños fueron, también, a su hora: las naves del Almirante y, entre nosotros y mucho más modestamente, el Club Español y el Hospital Español, y ahí están ambos con cien victoriosos años de vida tras muchas borrascas, sinsabores y mal entendidos.

¿Que la realización de este sueño costaría mucho dinero, sacrificios, luchas, enconos? Todo eso es verdad, pero si no se intenta esa canalización conjunta, fuerte y orgánica del desarrollo de la cultura española en América   -186-   cada grupo social languidecerá en su marasmo de unos pocos, contemplando cómo otras culturas, otros modos de vida, otras ideas y otros signos ocupan subrepticiamente -finos en la propaganda y seguros de su objeto- el campo aún virgen del gran acervo hispánico.

¡España en la Argentina! Felizmente lo podemos decir bien alto porque no hay detrás la amenaza de la zarpa imperialista ni el miedo a las ideas disolventes. Somos sus hijos y ella es la madre. No es ésta una vacua idea de discurso sonoro ni una frase retórica; es una verdad decisiva y fundamental. La madre nuestra nos enseñó a hablar, a rezar, a pensar. Eso nos enseñó España; ésa fue su gran lección. La aprendimos y con ella nos hicimos fuertes, valientes, independientes y dignos. Es lo que jamás deberemos perder.

Y para que ese modo de vida, de cultura, de ser no se pierda es que los hispanoargentinos de esta bendita tierra mía debemos forjar un instrumento, una herramienta de noble trabajo común y fecundo que mantenga sin desmayos aquellos principios inalienables.

Que si eso se realiza, estos cien años de colaboración, de aporte heroico de los españoles a la Argentina habrán tenido un destino y habrán cumplido con el signo que un día señalaron la cruz en Granada y las carabelas de Mendoza.

Terminado en Buenos Aires el «Día de la Raza» de 1952.


 
 
FIN
 
 




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