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ArribaAbajoCapítulo quinto

Los espacios del exilio



ArribaAbajo1. Del destierro al exilio

Al comienzo de este libro he procurado describir el exilio que comienza en 1936 como una reinserción, en circunstancias trágicas, dentro de la cadena inmigratoria iniciada desde la Conquista, y en el marco de unas interrelaciones culturales entre España y la Argentina que se remontan, también, hasta aquellas fechas.

Y, sin embargo, decíamos que para los españoles que vinieron a nuestro país dejar la patria implicó abandonar sus espacios propios, sus paisajes, lugares, gentes, objetos y, por tanto, sufrieron la sensación y el sentimiento de las pérdidas del despojamiento, del desarraigo, de la alienación, análogos a los de otros compatriotas que dejaban lo conocido para ir hacia lo absolutamente desconocido.

En el segundo capítulo dejé esbozado el sentido de esta pérdida. Ahora procuraré definirla con mayor amplitud y detalle.

Ha dicho Ferrater Mora que el espacio físico y el espacio psicológico son dos conceptos-límites de difícil deslinde. En los primeros testimonios literarios del destierro ya vemos cómo la relación entre ambos se potencia y complica, y el espíritu del desterrado comienza, casi de inmediato, a construir un nuevo espacio subjetivo, hecho de fragmentos seleccionados y recompuestos, ordenados y reordenados constantemente por la memoria y la imaginación,   —96→   en un intento de llenar los vacíos que la tremenda experiencia había producido.

Pero existe en cada escritor un imaginario personal y lo que Antonio García Berrio ha llamado su «mito espacial»121. Es decir que, en algunos, el sentimiento de la pérdida del paraíso y el desarraigo consiguiente eran anteriores a la experiencia de este exilio histórico, personal y concreto. Integraban, por ejemplo, el imaginario de Alberti, Cernuda y Serrano-Plaja antes de 1936, en sus libros Sobre los ángeles, Donde habite el olvido, Destierro infinito, en una suerte de manifestación neorromántica de la conciencia del hombre como criatura arrojada en el mundo. Pero posteriormente, sobre aquella base antropológica, se irán configurando nuevas orientaciones según la evolución biográfica personal, las interacciones con el medio, los patrones literarios precedentes o coexistentes y, en mayor o menor medida, las expectativas de un grupo de lectores potenciales o reales.

Venían los expatriados desde un espacio físico-geográfico concreto que sólo en parte podría llamarse espacio de la realidad, en cuanto que éste se transforma de continuo por la experiencia íntima y coexiste con los espacios de la imaginación. Pero, de hecho, la ruptura fue abrupta y, en el primer momento, la conciencia de haberlo perdido todo, abrumadora. Más aún, muchos españoles habían sufrido, a poco de partir, un despojo inicial cuando en los campos de concentración franceses de Argélès-Sur-Mer y Saint Cyprien, en vez de encontrar la tierra de libertad que buscaban, debieron luchar por sobrevivir cada noche, para no morir enterrados en la arena.

Desde allí emprendieron el camino real y simbólico, ya no sólo de la vida -«homo viator» es todo hombre-, sino también el peregrinaje del desterrado. Para los que venían hacia América se abría, además, la etapa del viaje por mar, segundo componente de este imaginario colectivo y experiencia   —97→   personal angustiosa porque, mientras se borraban hacia atrás los perfiles de la tierra perdida, era imposible adivinar, hacia adelante, los de la tierra desconocida.

Benjamín Jarnés, en viaje hacia México, lo anotaba así, en uno de sus primeros cuadernos de expatriado: «Días iguales, monótonos, sin ningún paisaje, como no sea el astronómico de la noche, un poco diferente del que veníamos disfrutando en Europa. Y el eterno paisaje del agua y de las nubes: agua arriba y abajo, sin ningún matiz gracioso, siempre monumental, abrumado, aburrido hasta la exasperación»122. Adviértase la aparente contradicción: «días [...] sin ningún paisaje», dice primero, y casi enseguida: «Y el eterno paisaje del agua y de las nubes». Tiempo sin paisaje porque no es el habitual, el que acoge al hombre y contiene su tiempo -ya lo ha dicho Bachelard: «C'est par l'espace que nous trouvons les beaux fossiles de durée concretisés par de longs séjours»123. El segundo, «el eterno paisaje del agua y de las nubes», no es el del desterrado y le resulta ajeno y casi abstracto. Y, sin embargo, se ha interiorizado y convertido en un paisaje íntimo, aunque carente de todo signo positivo: «sin ningún matiz gracioso», un adjetivo clave en la obra de Jarnés para quien la gracia es un valor vital que nace del hombre en plenitud, en armonía de todas sus potencias y de su acción. Un paisaje descripto según notas eminentemente subjetivas: monumental para el hombre que lo percibe abrumado, aburrido hasta la exasperación. Anótese, finalmente, esa referencia al paisaje «astronómico de la noche, un poco diferente del que veníamos disfrutando en Europa», germinal de otro espacio, el del cielo nocturno que será frecuente en la literatura de los exiliados quienes, buscando en los signos celestes la orientación que no hallaban en la tierra, confirmarán definitivamente su extrañamiento124.

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Ha comenzado la experiencia del desterrado en su primer ciclo, el de la «mutilación irremediable» de que habla Vicente Lloréns125, que se irá haciendo conciencia y sentimiento, espacial y temporal a la vez, en alianza indistinguible: un aquí y ahora fluctuantes que dejan atrás y antes un pasado mediato e inmediato, e intuyen un futuro, allá y después, cuya fisonomía inquietante no se alcanza a avizorar. Dice María Zambrano: «Comienza la iniciación al exilio cuando comienza el abandono, el sentirse abandonado; lo que al refugiado no le sucede ni al desterrado tampoco». Y agrega: «El encontrarse en el destierro no hace sentir el exilio, sino ante todo la expulsión. Y luego, luego la insalvable distancia y la incierta presencia física del país perdido. Y aquí empieza el exilio, el sentirse ya al borde del exilio»126.

Ha quedado atrás el espacio, ya incierto, brumoso, del país perdido y aún es indistinguible el lugar de llegada. En esta etapa intermedia surge una nueva metáfora espacial, la del desierto sin frontera, la de la tierra estéril, sin límites, desdibujada, sin lugares definidos, sin gentes, sin objetos. Pérdida de espacios que es, en lo más hondo, pérdida del tiempo, ese «Dios sin máscara», como lo ha llamado María Zambrano, pero que se enmascara en los espacios.




ArribaAbajo2. Los espacios hostiles

Y con la llegada comienzan a formularse los primeros testimonios del encuentro con la tierra nueva, cuya realidad geográfica y humana se siente como ajena, hostil, aunque en verdad no lo fuera del todo. Hemos dicho que en el caso de la Argentina -como en otros enclaves sudamericanos-, llegaban los exiliados a un territorio donde se había   —99→   venido produciendo la más prodigiosa operación de mestizaje de los tiempos modernos. Y, como parte de ella, aquel ejército innumerable de españoles del pasado ya habían dejado huellas en la historia y, sobre todo, habían nutrido una fecunda intrahistoria de habla, valores, costumbres, sentimientos y actitudes. Pero, a pesar de ello, desde el norte al sur de nuestro continente, el nuevo canto tiene notas coincidentes de aguda nostalgia y amargura.

José Moreno Villa, desde México, añora el espacio perdido -«Ya tu tierra más allá del agua / Nunca tus ojos volverán a verla»-, con tanta fuerza como Emilio Prados en su Romance del desterrado:


¡Ay campo, campo lejano,
donde mi dolor se muere;
nunca encontraré mi olvido
si he de olvidar el perderte!127



Mientras, desde la Argentina, Rafael Alberti, en su primer libro de expatriado, Entre el clavel y la espada, reitera en tonos análogos la lamentación quejosa frente a la hostilidad que percibe en su encuentro con la nueva región:


Duras las tierras ajenas.
Ellas agrandan los muertos,
ellas.
Triste, es más triste llegar
que lo que se deja.
Ellas agrandan el llanto,
ellas128.



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Todo le es ajeno al exiliado que toma conciencia de su condición en la nueva tierra. León Felipe había dicho: «ni la luz ni la tierra ni el pan ya no son mías». El campo argentino, con sus grandes extensiones monótonas, abruma al exiliado quien no encuentra allí su centro. «Pero aquí el viajar no es placer, sino fatiga, a causa de la saturación en la monotonía», le escribe Ramón Pérez de Ayala a su amigo Miguel Rodríguez Acosta. Y, amparado en la privacidad del intercambio epistolar, remata exasperado: «leguas y leguas sin un puñetero árbol»129.

La pampa y las amplias extensiones de nuestro territorio se caracterizan, en efecto, por esa inmensidad, desmesura, carencia de límites, monotonía. Así lo han descripto nuestros propios escritores, desde Echeverría, Sarmiento, Martínez Estrada, o Borges, quien también hablaba de un paisaje borroso e incoloro. Es la nuestra, en general, una literatura pobre en paisajes naturales, a diferencia de otras de América que sí los tienen, y persiste en nuestros escritores una notoria dificultad para convertir en sustancia literaria lo que es una experiencia real difícilmente abarcable.

Más lo fue aún para los exiliados españoles cuya situación vital, por naturaleza -bien lo ha analizado Michael Ugarte-, tiende a borrar los límites en un continuo deslizamiento de espacios, en cambiantes encrucijadas de lenguajes, lugares y tiempos130.

No fue tampoco, en el caso del exilio argentino, muy frecuente el contacto pleno con el medio rural o campesino, con presencia humana, que hubiera podido ofrecer marcos de referencia o coordenadas orientadoras. Sí hay algunos contactos, a través de mediaciones literarias de las que derivan ciertas observaciones de especial sutileza. Arturo Serrano-Plaja, por ejemplo, al comentar los juicios   —101→   de Azorín sobre Martín Fierro, los confronta con su propia visión reciente del paisaje argentino, aquella experiencia espacio-temporal de inmensas extensiones sin huellas humanas: «Sin confirmación del hombre, sin la dimensión histórica que da su peculiaridad al paisaje europeo, es como me aparecen con mayor evidencia esas extensiones fabulosas», observa. De allí induce una novedosa concepción del tiempo, que ya no es sólo pasado personal o colectivo, y que halla confirmada en un texto del poema de Hernández: «El tiempo sólo es tardanza/ de lo que está por venir»131.

Sin confirmación del hombre, sin confirmación histórica, había dicho Serrano-Plaja. María Teresa León, que también percibe la inmensidad de esos espacios ajenos, añade otros rasgos: misterio, silencio, muerte y ausencia del hombre. «El campo argentino está lleno de ánimas, de desaparecidos, de soledad, de muertos». «Y silencio. Otras veces: llanuras sin fin, de trigales, de maizales, todo tan fértil que da angustia», escribe en sus memorias132.

Naturalmente, en cada poeta cambia la altura y el tono de estas vivencias. Arturo Serrano-Plaja expresa el gemir y el llorar de quienes se sienten arrojados en este espacio que no les pertenece:


Estemos en la Pampa repartidos,
en selvas y terrenos tropicales,
en este mar del sur y en los australes
rincones de este mundo confundidos133.



Perdido el rumbo, en continuo movimiento en una geografía desconocida que percibe como caótica, girando entre laberintos sin salida -otra imagen espacial frecuente   —102→   en esta etapa- el exiliado es un muerto en vida, un peregrino hacia su propia muerte que lo angustia doblemente porque teme ser enterrado en suelo extraño. Así lo dice Lorenzo Varela en un poema, de aquellos primeros tiempos:


Desde entonces ya somos cuerpo sin destino,
una muerte ambulante sin tumba señalada,
y tenemos mirada de perro peregrino.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
sin familia, sin dinero, sin senda ni morada134.



Por otra parte, aquel primer descubrimiento de otro cielo que anotara Benjamín Jarnés en su cuaderno de viaje hacia México, vuelve a confirmarse para quienes llegan a este extremo, el más austral de América. El exiliado que mira en torno, en busca de elementos que le permitan establecer límites, relaciones dentro de ese espacio inmenso y vacío, tampoco halla orientación en los signos celestes, sino la inmutable ratificación del destierro a través del tiempo.

Rafael Alberti, en la soledad de Punta del Este, observa: «Cuando al entrar en casa miro el cielo y buscando, nostálgico, la Osa Mayor de mi hemisferio Norte, me surge, de un agujero negro de la Vía Láctea, la geometría perfecta de la Cruz del Sur, recuerdo que mi vida corre ya muchos años bajo la noche austral de América, lejos, muy lejos de los cielos de España»135. También se han trocado las estaciones, y éste es otro tema recurrente en los textos literarios del exilio austral que troquela definidas imágenes simbólicas enraizadas en los tópicos básicos del nacer y el morir de la naturaleza, pero que ahora se refuerzan en la oposición entre el aquí y el allá propia del testimonio del exiliado.

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Y si el paisaje natural le resulta ajeno, también suele resultarle hostil o ajeno el paisaje urbano de Buenos Aires, la enorme ciudad, una «ciudad sin finales», decía María Teresa León, «que no se la puede recorrer echando a andar»136.

Hemos recordado antes que Francisco Ayala hablaba de un «exilio suave y benigno», en esa ciudad que él y muchos de sus coetáneos hacía tiempo que habían descubierto como lugar europeo y civilizado. Pero para ello el exiliado necesitó delimitar sus espacios propios dentro de la ciudad inmensa, sus islas, las de las famosas tertulias de la Avenida de Mayo, o en las asociaciones regionales -vascos, gallegos, catalanes-, donde pervivía la nostalgia de España, de sus gentes y de sus problemas, en un tiempo detenido que diseñaba su propio ámbito de perfiles a veces conmovedores. Otros, procuraban integrarse gradualmente en los círculos de los grandes diarios, de las revistas y de las editoriales argentinas, como hemos visto a lo largo de este trabajo.

Y hubo también españoles que se aislaban en un ensimismamiento melancólico, como el de Ramón Gómez de la Serna quien, durante su autoexilio porteño, reconstruía constantemente el hábitat curioso y extravagante de sus pisos madrileños. O que se abroquelaban en una soledad resentida e irritada, como Ramón Pérez de Ayala quien -como hemos dicho antes-, rechaza el contexto social en que vive.

Ya hemos visto que, dentro del grupo de los expatriados en la Argentina, destaca, con rasgos específicos, el núcleo de los gallegos para quienes Buenos Aires ya era la segunda ciudad gallega más grande del mundo, después de La Habana. Aquí hallaron lugares propios en sus asociaciones regionales, fundadas a fines del siglo pasado o a comienzos de éste. La nostalgia -saudade, morriña-, marcó su preferencia por paisajes abiertos. Según dice   —104→   Luis Seoane, en Galicia hombre y naturaleza viven unidos y por eso le es necesario al gallego el contacto con el suelo y con el verdor que crece en él. Y agrega: «anda polo mundo coma si lle tivesen arricado un membro, coma si algo físico lle fallase e sustitúeo coas prazas da cidade ou os campos pertos a ela». Y menciona como ejemplos, la Plaza de la Estrella en París, ciertos parques de Ginebra o las riberas de Olivos y Quilmes en Buenos Aires, donde solían agruparse los gallegos para suplir la ausencia de la tierra lejana137.

Hay que anotar, asimismo, la fuerte impronta que marcó sobre los exiliados gallegos la lírica de Rosalía de Castro, la primera gran desterrada. De ella proceden la visión de Galicia, el sentimiento nostálgico y buena parte de los arquetipos y modelos para la representación, tanto del paisaje natural y humano de la tierra perdida, como de la nueva situación del expatriado.




ArribaAbajo3. El espacio de la memoria y la construcción del mito

Pero el hombre logra sobrevivir en las condiciones más difíciles y pronto los exiliados, tras la ruptura y el anonadamiento, comienzan a construir en el espacio de la memoria un mundo personal donde lo perdido y lo hallado, el pasado y el presente coexistirán con la potencia del mito.

La nostalgia, que es el sentimiento derivado del recuerdo de lo perdido, se convierte en una fuerza dinámica que realimenta la voluntad de seguir recordando, de no olvidar y, por tanto, provee de materia a la literatura de todos los exilios.

Sin embargo, cabe percibir una doble función contradictoria de memoria y nostalgia. A veces, ambas resultan   —105→   impotentes para devolver en plenitud lo perdido, como lo han testimoniado con lacerante intensidad nuestros exiliados. Dice Alberti:


Siempre esta nostalgia, esta inseparable
nostalgia que todo lo aleja y lo cambia.



Otras veces, resultan poderosas y capaces, en su empecinamiento, de recuperar aquel pasado.

Comienza el balance muy tempranamente. Ha dicho Michael Ugarte que el exiliado, además de todas las posibles pérdidas, pierde objetos tangibles sin los cuales no puede comparar y afirmar la existencia del exilio en el tiempo138. Y esa comparación indispensable entre lo de aquí y lo de allá, domina en la poesía de los exiliados de todas las latitudes. Rafael Alberti compara los algarrobos y toros de una y otra orilla ya en sus poemas de Entre el clavel y la espada, y con un procedimiento análogo comienza a construir su espacio mítico de La arboleda perdida que vertebra su libro de memorias. La arboleda del Cádiz de su infancia y la arboleda de su casa de Castelar, se superponen y se integran en un ejercicio dinámico, fragmentario, que dura décadas pero que compone en su conjunto, un mito personal que confirma la identidad del yo. A cincuenta años de su expatriación este sentido positivo prevalece en los textos de la segunda parte de La arboleda perdida, escrita desde Europa: «Cuando vivía desterrado en el hemisferio austral, tenía cambiadas las estaciones. En mi pequeña casa de madera -que llamé La arboleda perdida-, en los bosques de Castelar, sentía que el 21 de marzo entraba el otoño, el mismo día que aquí señalaba el inicio de la primavera. Y yo podía pensar, con el poema de Rubén Darío -«Primavera en otoño»-, que mi juventud -«divino tesoro»- se había marchado ya para   —106→   siempre pero aún seguía viviendo en mí gracias a esas dos estaciones reales, una lejos y otra presente, que estaban en mi vida»139. En suma, un espacio mítico en el cual se integran otros espacios.

Del mismo modo, en sus Poemas de Punta del Este, «estos» pinos uruguayos son «aquellos» pinares del Guadarrama. Y dos libros suyos, Retornos de lo vivo lejano y Baladas y canciones del Paraná, se construyen, en buena parte, mediante superposiciones espaciales de variable profundidad temporal: sobre este espacio presente se proyectan otros, ausentes, próximos o cada vez más alejados, los de la adolescencia, la infancia, el pasado histórico. Y si en muchos poemas la nostalgia sólo logra devolver mediante el recuerdo reactivado una realidad ambigua, cambiante, en otros se impone la claridad del ámbito evocado que ya incluye el presente vivido. O adquiere superior consistencia cuando se superpone sobre el pasado histórico y literario o cuando se cristaliza en la intemporalidad del mito: el Paraná es el río de Gaboto, o bien Garcilaso pudo haber salido de Sanlúcar para cantar a las aguas y a las ninfas de aquel río americano140. Y a la hora de evocar su Cádiz natal, el poeta la proyecta sobre un fondo mitológico en su poema Oda marítima.

Esta recuperación de espacios, de paisajes, de lugares, de figuras, de objetos, es una actividad constante que abarca todo el universo literario del exilio. Mientras en el extremo sur lo hacen Alberti, María Teresa León, Arturo Serrano-Plaja, Luis Seoane, Lorenzo Vareta, José Otero Espasandín, entre otros, en el norte Juan Ramón Jiménez construye su gran poema Espacio donde el punto de apoyo en el presente se va achicando mientras se agranda y se impone aquí lo que estaba lejos: Moguer, Sevilla, y no Miami, Coral Gables, La Florida141.

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El poeta exiliado trata, muchas veces, de acotar estos espacios, de ponerles límites en imágenes simbólicas: fanales, cuadros o la copa de este soneto de Serrano-Plaja donde la escena evocada se reduce a media docena de elementos esenciales:

Paisaje a través de una copa



El tiempo es el espacio cristalino.
Su dura transparencia, la memoria
que pone veto frágil a la historia,
destello de pasado en el destino.

La copa es el reposo en el camino,
el tierno sorbo de ilusoria
atmósfera de pez donde la escoria
arde otra vez en fuego peregrino.

Un árbol reclinado, esos tapiales,
el arco adolescente y la hornacina,
los álamos oscuros y ese cielo
renuevan -primavera de cristales-
la copa en la esperanza vespertina,
el agua y su regusto a desconsuelo.

Buenos Aires, 1948142



«El tiempo es el espacio cristalino», en el primer verso, recuerda la ya mencionada descripción de Bachelard: «Dans ses mille alvéoles, l'espace tient du temps comprimé»143. La «dura transparencia» de la copa contiene aquellos fósiles de tiempo salvados por la memoria. Entre ellos, esos «álamos oscuros» que integran el imaginario espacial de este poeta cuya antología póstuma de 1982 se titulará, precisamente, Los álamos oscuros.

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Señalaremos, asimismo, que muchas veces estos procesos de la recuperación nostálgica se valen de la mediación de imágenes configuradas por otras artes. Veamos un par de ejemplos. El primero corresponde a un álbum inédito de Josefina Ossorio. Obediente al dictado de su padre, don Ángel Ossorio y Gallardo, -«un álbum es cosa cursi»-, eligió un libro de fotografías, En España, de Mauricio Legendre, editado por Gustavo Gili en 1936, y allí recogió con conmovedora continuidad, entre 1941 y 1957, el testimonio escrito de sus compatriotas exiliados en Buenos Aires: Alberti, Varela, Guillermo de Torre, Francisco Ayala, Ricardo Baeza, Rafael Dieste, María Teresa León, Alejandro Casona y otros. Cada uno de ellos eligió una, entre aquellas ciento cincuenta fotografías de diferentes lugares de España, y la glosó con su texto en prosa o verso. Así creció este documento único por su espontaneidad y variedad, por su carga subjetiva y su sentimiento nostálgico potenciado por la integración de imagen visual y palabra144. Más frecuente todavía es la relación entre literatura y pintura, explicable por el hecho de que vivieron su exilio en Buenos Aires varios importantes pintores españoles. Uno de ellos, Luis Seoane, ya ha sido mencionado en este trabajo como el autor de cientos de ilustraciones de libros de expatriados, en las cuales acuñó las imágenes de la región perdida y, simultáneamente, la sutil figuración plástica de las distancias que percibe el exiliado. Buen ejemplo de ello es la viñeta del primer número de la revista De mar a mar. En ella ilustra cabalmente el sentido de este título paradigmático de la situación de exilio: una mujer desnuda, con larga cabellera, sentada de espaldas sobre una roca, al borde de una extensión de agua, mira hacia la otra orilla lejana donde se divisa un caserío.

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El mismo Seoane ha descripto en su poema O pintor eisilado esta labor de transposición lírica de las imágenes de sus cuadros, dibujos y grabados de tema gallego que contienen, simultáneamente, la perspectiva de quien mira desde lejos, recuerda, selecciona y transfigura aquellos espacios lejanos. El poema concluye:

Na súa resta reméxence as formas, as lembranzas de lus e das córes da terra lonxana / neste país desvariado da súa mocedade, onde vive unha realidade estrana145.

En una tenaz lucha contra el olvido, la tierra lejana pervive en aquellas imágenes, pero en constante relación dialéctica con esta realidad del aquí y del presente, inclusiva de otras realidades de la experiencia concreta, del arte, de la memoria y el mito, gracias a las cuales los espacios de la memoria alcanzan su consistencia y profundidad.




ArribaAbajo4. La tercera región: la lengua y los lectores

Existen, además, otros espacios complementarios hacia donde se proyectó la conciencia de los exiliados españoles. En ellos, lo real domina de tal modo sobre lo imaginario que llegan a conformar una suerte de tercera región, diferente de la de origen y de la de llegada. Nos referimos, específicamente en el caso argentino, a su condición de espacio privilegiado de la lengua castellana y de los lectores destinatarios de lo que escribían los españoles fuera de su patria.

En los momentos culminantes del exilio, un ilustre emigrado español, Amado Alonso, a quien hemos caracterizado en su labor de director del Instituto de Filología de Buenos Aires146, percibió esa importantísima función de la Argentina en lo que él llamaba «la dirección inmediata del idioma». La Argentina en la dirección inmediata   —110→   del idioma se titulaba, precisamente, el artículo que publicó en el diario La Nación, el 4 de agosto de 1940147. Comenzaba: «No se necesita ser temerario para predecirlo: la Argentina va a intervenir desde ahora en los destinos generales de la lengua de veinte naciones, en una proporción nueva y desde un punto de comando que hasta hoy no ha tenido». Y tras de haber hecho referencia a las ardorosas controversias sobre cuestiones lingüísticas que habían agitado el país en los años anteriores -y en las cuales él mismo había sido un protagonista de primera fila-, desarrollaba su idea de que el colapso de la industria editorial española y el crecimiento paulatino de una poderosa actividad que la sustituía en esta orilla, influiría en dos aspectos centrales, además de los industriales y comerciales:

1) «[...] se ha creado el lector americano, o por lo menos la masa de lectores»; 2) esos libros influirán «del modo más natural, sin necesidad de condescendencias ni decretos académicos», «en el aire y la andadura del idioma de los españoles y de los mexicanos, como los mexicanos influirán en nuestro hablar y en el de los españoles, y los españoles, para nuestro bien, influirán en el castellano de toda América».

Hacia 1940 existía, pues, en la Argentina el ideal de una koine idiomática hispánica que ya estaba creando su «propia masa de lectores», la cual estaba basada tanto en una realidad como en una voluntad transformadora. A ese espacio estaban llegando los exiliados.

El exiliado se aferra a su lengua, ha dicho Vicente Lloréns, teme perderla y procura adherirse a ella como única salvación. Cito: «Al sentirse así vivir dentro de su milenaria comunidad tradicional patria verdadera y permanente de la que nadie podrá arrancarle, el destierro queda abolido»148.

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Esta conciencia es más dramática, casi trágica, en quienes viven en comunidades donde se habla una lengua ajena, de ahí que el reencuentro -físico mediante el viaje, o a la distancia a través de los textos escritos-, se define como deslumbramiento, salvación, felicidad, en muchos textos paradigmáticos. Veamos algunos casos.

El primero es el de Juan Ramón Jiménez cuya experiencia fundamental de reencuentro con su lengua se produjo durante su viaje a la Argentina, en 1948. «El milagro de mi español lo obró la República Argentina: el Río Juramento, barco que me llevó, Buenos Aires, La Plata, Rosario, Santa Fe, Paraná, Córdoba, Buenos Aires. Cuando llegamos al puerto de Buenos Aires y al oír gritar mi nombre, ¡Juan Ramón, Juan Ramón!, a un grupo de muchachas y muchachos, me sentí español, español renacido, revivido, salido de la tierra del desterrado, desenterrado, con mi piedra de mi Fuentepiña en el bolsillo del pecho». Y continúa: «Comprendí. Todo aquello era por mi lengua, por la lengua en la que había escrito lo que ellos habían leído. Nunca soñé cosa semejante. En mi España de piel de toro, isla mayor con alto río sólido, nieve de Pirineos, España 'que faz los homes y los desfaz', no hubiera sido posible esperar aquella realidad que otro país de lengua española me aseguraba». «Aquella misma noche yo hablaba español por todo mi cuerpo con mi alma, el mismo español de mi madre, muchas de cuyas palabras, que ya no decían en España el año 36, eran allí corrientes y vivían del todo»149. En un texto posterior, el mismo Juan Ramón alude a otra misteriosa capacidad de conservación y de renovación que posee este español de América: «Y ¡qué estraño oír hablar en español mejor a un colombiano, un mejicano, un boliviano! un español como mi español perdido, o un español más inventivo ahora, porque sigue en su hora Y su lugar, su espacio y su tiempo»150.

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Había entrado el poeta al ámbito hispánico común, a través de la continuidad de la lengua y el encuentro con sus lectores, pero más aún, penetraba en el plano intra histórico desde donde emana el habla común que, a la vez que preservaba la sustancia que el tiempo había erosionado en otros lugares, la fecundaba por el uso individual y colectivo. Y ante esta experiencia, Juan Ramón acuña una nueva palabra, conterrado, para nombrar esa reintegración al espacio-tiempo común: «No soy ahora un deslenguado ni un desterrado, sino un conterrado, y por ese volver a lenguarse, he encontrado a Dios en la conciencia de lo bello, lo que hubiera sido imposible no oyendo hablar en mi español»151.

José Gaos había propuesto el término transterrado para aquellos españoles que, al instalarse en México, encontraban un ámbito hispánico en América, pero el término tuvo escasa fortuna fuera de allí. Tampoco la tuvo este conterrado de Juan Ramón que aludía no sólo a aquel desplazamiento dentro de una comunidad, sino a un echar raíces en ella, lo cual significa una victoria en profundidad sobre el destierro gracias a la lengua que es, según Unamuno -que tanto influyó sobre nuestros exiliados-, sangre del espíritu.

Experiencia semejante fue la de Pedro Salinas en Puerto Rico, y ella dio origen a uno de los más hermosos ensayos producidos por el exilio español en América, Defensa del lenguaje. Jorge Guillén, por su parte, tuvo la intuición de que también en nuestro país había zonas donde se conservaba un español que no era el que hablaban los porteños, y que se parecía al de su tierra. He contado en otras ocasiones cómo en sus cartas aludió varias veces a esta «Mendoza de misterio» que él imaginaba como más española152.

Los españoles que aquí vivieron, que criticaron con razón el aplebeyamiento del idioma que hablamos los argentinos,   —113→   y la demagogia con que se resisten las gentes educadas a la perfección y dignidad expresiva, disfrutaron de esa inmersión en la lengua común que significaba para ellos una forma capital de supervivencia. María Teresa León lo testimonia así en sus memorias: «Seguramente los que llegamos a América fuimos los más felices. Nos encontramos con un idioma vivo, con nuestro español de los mil aderezos lingüísticos, la maravilla que nos permitía entendernos».

Y en ese espacio lingüístico estaban los lectores con los cuales muchos de los españoles exiliados habían tenido contacto antes de la guerra civil, a través de sus colaboraciones en los grandes diarios y revistas argentinas. Hemos visto que, a partir de 1936, cuando comienza el éxodo, los que llegaban aquí o a otros destinos de la gran diáspora, percibieron la posibilidad de reanudar su diálogo previo con aquellos lectores, o de iniciarlo en circunstancias aún más propicias gracias al formidable boom de la industria editorial argentina y a la creación de nuevas publicaciones.

Aquella inmensa producción se dirigía hacia ese espacio de los lectores anónimos -o privilegiados, como lo fueron los críticos-, que en esa tercera región acogieron la palabra de los exiliados y la completaron desde la dimensión activa, reconstructora e indispensable de la lectura.





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ArribaAbajoCapítulo sexto

Arturo Serrano-Plaja, poeta del exilio y de la muerte



ArribaAbajo1. Un caso paradigmático

En los capítulos anteriores de este libro hemos procurado establecer y describir procesos generales, perspectivas de conjunto que permitan comprender y explicar el vasto fenómeno histórico del exilio español en la Argentina. Esa visión en general puede desdibujar la complejidad y riqueza que encierra la materia estudiada: hechos, casos, situaciones e historias individuales quedan reducidas dentro de las hipótesis, conceptos y categorías orientadoras de una búsqueda y una interpretación con sentido.

Pero cada caso tiene, naturalmente, perfiles propios, y aunque la incorporación de nuevos casos permite vislumbrar la articulación de un sistema dentro del cual los elementos comunes se potencian mutuamente, es evidente que los aspectos singulares sobresalen con pleno volumen insertos en aquella base de generalidad.

Hemos optado por el examen de uno de estos casos, el del poeta Arturo Serrano-Plaja, nacido en El Escorial en 1909, y que vivió su destierro en Chile, Francia, la Argentina y los Estados Unidos. Y, sobre esta base, procuraremos, luego, establecer algunas conclusiones.

Arturo Serrano-Plaja, como muchos españoles del exilio, reanudó fuera de su patria su labor literaria y la completó tras un fugaz retorno. Compartió con aquéllos el destino común del escaso reconocimiento de su obra   —116→   dentro de la Península, y es significativo que a la hora de su muerte se hiciera más hincapié en su conversión religiosa que en los méritos de su producción, rica y variada, pero poco conocida en España153. Ni siquiera la publicación posterior de un volumen de homenaje integrado por valiosas contribuciones, logró impulsar el rescate de este escritor injustamente postergado154.

Sin embargo, Arturo Serrano-Plaja al salir de España en 1939, pocos meses antes de cumplir veintinueve años, había definido su personalidad literaria y una presencia destacada en el campo intelectual español. Dejaba detrás dos primeros libros, Sombra indecisa (1934) y Destierro infinito (1936) donde la impronta del 27 y de algunos contemporáneos como Alberti, Cernuda, Neruda, no alcanzaba a desdibujar una voz propia. Luego, con El hombre y el trabajo (1938), inauguraba un rumbo de poesía social confirmando líricamente el compromiso militante que lo había llevado al Partido Comunista. Nada menos que Antonio Machado, de quien él era buen lector según lo acreditan su visión del paisaje y de las figuras de campesinos, pastores, arrieros, hizo el elogio de este libro singular, un canto minucioso a las labores y los oficios, estructurado en contrapunto de campo/ciudad, guerra/paz, esperanza/desesperanza, sobre el mapa de una España estremecida por el sufrimiento asumido austeramente. «Porque hoy la poesía vuelve a humanizarse, y hemos de reconocer, otra vez, que apenas hay poema que no deba algo a la musa de carne y huesos señalada con singular encomio por el maestro Darío», escribía Machado al reconocer a este «soldado-poeta» «a la altura de las circunstancias». Y agregaba: «Quien pretenda cantar la guerra debe vivirla»155.

Y, en efecto, Serrano-Plaja había vivido la guerra, primero en el campo ideológico y, especialmente, en los con   —117→   presos de escritores antifascistas de París (1935) y Valencia (1937). Del primero derivó una polémica suya con José Bergamín, y en el segundo tuvo a su cargo la lectura de la Ponencia colectiva de los escritores españoles donde se alertaba sobre las contradicciones simplistas entre lo puro y lo revolucionario elemental156.

Vivió también la guerra en el frente del Ebro y, luego, su secuela trágica en el campo de concentración francés de Saint-Cyprien de donde fue rescatado para instalarse en Perpignan y Poitiers y, luego, salir hacia su destierro americano en Chile y la Argentina, «Destierro infinito» decía el título premonitorio de su segundo libro, desde un enfoque existencial. Ahora conocería otro destierro donde su lírica articulada sobre un eje semántico inicial, la vida como peregrinación hacia una muerte temida o apetecida, se enriquecería en la experiencia buscando constantes transformaciones temáticas y expresivas.




ArribaAbajo2. Del destierro al exilio

Pocos rastros dejó en su obra el tránsito por Chile, salvo la anécdota de un cuento con terremoto, El valle del Paraíso, publicado en la revista De mar a mar en diciembre de 1942, y el hecho de que su cuento Del cielo y del escombro aparezca fechado en Santiago en 1941157.

Su inserción en Buenos Aires fue rápida y pronto alcanzó niveles importantes, tanto dentro del grupo de exiliados como fuera de él. Francisco Ayala ha señalado esa   —118→   peculiaridad del ambiente porteño: «Hasta cabría decir que no hubo nunca una separación tajante entre el grupo de exiliados y la gente del ambiente local».

Serrano-Plaja, que antes había colaborado en La Gaceta Literaria, El Sol, Hora de España y en otras publicaciones españolas, ahora lo hace en Sur y, sobre todo, en las revistas literarias fundadas por exiliados y argentinos que antes hemos descripto. Aparece como secretario de De mar a mar y publica allí artículos de crítica literaria, reseñas y el relato antes mencionado. Y reaparece en Correo Literario y Cabalgata con poemas, relatos, artículos de arte, entrevistas y traducciones.

Pero ya antes hemos dicho que no halló su espacio en aquel paisaje urbano de Buenos Aires ni en el de la pampa, «[...] sin confirmación del hombre, sin la dimensión histórica que da su peculiaridad al paisaje europeo». Ni reconoció en esa idea del tiempo como «tardanza de lo que está por venir», que aparece en Martín Fierro, su propia concepción del tiempo. Y tampoco el nacimiento del hijo americano fue suficiente para el arraigo158.

Cerrando esta etapa, ya muy próxima su salida de la Argentina en 1945, edita su libro Versos de guerra y Paz en la colección Paloma de la editorial Nova, una de las que fundaran los exiliados. Lo encabeza una selección de sus libros anteriores y lo completan una serie de Sonetos y otros poemas escritos fuera de España. «Quería ejercer una disciplina mayor en mi poesía a través de la forma, el soneto. Pero luego la sentí como una experiencia decepcionante», recordará más tarde159.

«Ya no tengo ni pueblo ni bandera/ni hermano ni esperanza. Queda sólo/un esperar confuso y convencido/dispuesto gravemente [...]», escribía en 1938. Y el esperar confuso sigue siendo nota dominante en la poesía   —119→   de esta nueva etapa del vivir desterrado: «En alta mar lloramos y ahora en tierra/nuestro amoroso llanto desterrado»160. Es este el libro del destierro donde la mirada se vuelve atrás en vano, y sólo percibe hacia adelante senderos desiertos, la vida como sueño y la muerte como una sombra deseada.

Entre tanto iba cumpliéndose un proceso íntimo por el cual el desterrado se iba convirtiendo en el exiliado a medida que se ahondaba la ruptura temporal y la progresiva disolución de la esperanza anclada en el pasado. Hemos citado antes a María Zambrano como autora de esta distinción entre ambas experiencias, destierro/exilio, próximas pero diferentes. El destierro, decía, hace sentir la expulsión, pero comienza el exilio cuando el desterrado siente la distancia «y la incierta presencia física del país perdido». Y concluye: «Entra a ser tan solo, desposeído de toda pretensión de existencia»161. Esta distinción, basada en la oposición ser/existir es, sin duda, deudora del existencialismo, influencia dominante en Buenos Aires y en toda América durante los años en que los exiliados padecen su adaptación.

La recepción del pensamiento existencialista en Buenos Aires, con la traducción casi inmediata de las obras de Sartre, Camus y sus exégetas en las editoriales Losada y Sudamericana, coincidía, por otra parte, con la relectura existencialista de Unamuno hecha por americanos y por españoles exiliados162. Unamuno ya aparecía abundantemente citado en la Ponencia colectiva leída por Serrano-Plaja en 1937, y ahora integraría junto con otras lecturas y relecturas las bases de una intensa revisión con fundamentos religiosos, filosóficos y lingüísticos. Porque como ha señalado Michael Ugarte, la experiencia del exiliado lo conduce, además, al diálogo consigo mismo sobre la naturaleza y los problemas del registro de la realidad, y por   —120→   eso su discurso resulta con frecuencia demasiado rico, ambiguo, pluralista y alusivo163.

«Le veo trabajar con furia, con desesperación y constancia», decía Rafael Alberti en 1942, al comentar su libro Del cielo y del escombro en la influyente revista Sur164. Lo siguió haciendo en Buenos Aires y, a partir de 1946, en París, según se advierte en la paulatina transformación de su poesía, reunida luego en versión francesa, Galop de la destinée, y en forma definitiva en Galope de la suerte, publicado por Losada en 1958 en su colección Poetas de España y América, dirigida por Guillermo de Torre.

Los temas dominantes de la muerte y del destierro se estructuran ahora en formas abiertas y símbolos constantemente renovados. La vida como sendero, configuración tradicional de la lírica de todos los tiempos, resulta nueva en su asociación antitética con la suerte como corcel que galopa: «A veces el sendero que nos queda/son leguas carreteras a la muerte/corridas al galope de la suerte -corcel que de su afán hace vereda».

El hombre es el peregrino que carga su zurrón, «gravoso saco roto ya sin dueño», «talego de pesares». «Quisiéramos llegar, mas ya no importa/ni el sitio de morir ni la manera», «la patria es una cáscara vacía», dice el hablante lírico en versos trágicos donde la esperanza del retorno parece clausurarse y el desterrado se siente definitivamente exiliado, alienado. Ha perdido su espacio añorado y desconoce como ajeno su espacio actual. Antes hemos dicho que con ello ha perdido también su sentido del tiempo, y ahora volveremos sobre el tema.

En el poema titulado La cita165, esta ruptura de la continuidad del tiempo, o tiempo desterrado, se expresa en forma reiterativa a través de sucesivas resemantizaciones:

  —121→  

Metido estoy en tiempo sin medida
-la vida no se mide, que nos pesa-
y es éste callejón y sin salida.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
No son horas ni días, son rebaños
de escuálidas semanas espectrales,
de meses que en manadas forman años.
Son siglos perezosos, animales
de hueso cavernario y vespertino
y mito de recuerdos prenatales.
Son un grano de arena en el destino
de un tiempo sin reloj y sin arena
que por mi cuenta corre, peregrino.



Rebaños espectrales, grano de arena de un tiempo sin reloj y sin arena, es decir sin medida y sin materia, inhumano porque el hombre está hecho de tiempo medido y encarnado. Por ello se pierde toda referencia y toda pertenencia: «Desarraigado vivo, deshermanado espero/escribo desquiciado y descuajado aguanto/el peso de mi patria, como un saco de llanto,/y el vivo deshijarme -si al arrancar no muero», dice otro poema, Otoño, de 1947. La repetición del prefijo privativo «des» avanza desde sus combinaciones habituales hasta las más insólitas para expresar la magnitud del despojo: desarraigado, deshermanado, desquiciado, descuajado, deshijado.

Paulatinamente, en formas abiertas, el discurso poético va forzando los límites de la competencia del lector, tanto por la inclusión de imágenes y símbolos insólitos como por la transgresión lingüística que incorporan en un contexto original las lecciones de Quevedo, Unamuno, Neruda y Vallejo. El proceso culmina en Lo que le sobra a la sepultura, muertos desconocidos y españoles vivos de hambre donde el discurso desborda en las formas de la prosa poética o del versículo. De «insólita materia» hablará luego Serrano-Plaja, y a ella recurre en estos textos que asocian intertextos inesperados para reforzar la eficacia   —122→   del mensaje poético. Desde la glosa de las fórmulas del ritual católico, hasta los dichos populares y estructuras coloquiales sometidos a amplificaciones o sustituciones parciales entre violentos y sorpresivos deslizamientos de códigos diversos.

Por momentos se insinúa en este libro la apertura posible a la dimensión religiosa: Por la gracia de Dios se titula, sugestivamente, el último poema, fechado en París en 1956.

Esta evolución se acentúa durante la década de los sesenta en poemas de gran dinamismo, donde mediante el juego de distancias y puntos de vista se desmonta y rearticula el sistema imaginario. Pensamos en poemas como Vogüé, publicado en la revista Cuadernos en 1960. Vogüé es el nombre del pueblo del sur de Francia donde el poeta pasaba sus vacaciones, pero el sentido simbólico de su descripción se devela desde los primeros versos:


Un farellón, Vogüé, tajado sobre un río.
Un farellón, Vivir, y al pie la muerte166.



Vogüé/Vivir, la equivalencia es explícita y a partir de ella el vasto símbolo se construye y desconstruye con gran movilidad. Vogüé, choto que mama piedras «acurrucado en la peña cuaternaria», y su río al pie: «[...] te ves, te reconoces,/te miras en Vogüé como en espejo», como primera articulación simbólica subordinante. Y, a partir de ella, varias estructuras subordinadas: 1) las casas de piedra «son las cosas», «lo de siempre»; 2) una torre es «tu orgullo -ya inútil»; 3) un castillo es «tu castillo interior» de «Aquel tiempo», que «ya sólo es apariencia y dentro ruina»; 4) una ermita es «un recuerdo ruinoso» de una fe abandonada. A continuación, una segunda articulación subordinante, tiempo/río, y sus subordinadas: 1) las campanas   —123→   del pueblo dan las horas «esperando la última que mata»; 2) dar la hora es un río y el tiempo es como un cauce; 3) bajo el puente Heráclito espera «con su traje de baño,/con su cara de griego», para emitir su mensaje; 4) «por más que corras, nunca,/jamás podrás nadar de nuevo en esas aguas»; 5) «jamás te morirás dos veces en tu vida/porque una sola basta, si es la tuya». Tercera articulación simbólica: «Mi casa está en Vogüé, que no en España», y sus núcleos subordinados continentes de un doble mensaje: el primero, para la Madre España, «Te lo digo en voz baja: mi casa es la Pedriza»; el segundo, para Vogüé, por si escucha: «si he de morir en Francia,/aquí está mi querencia».

Poema de andadura solemne, en versos de catorce y siete sílabas, quiebran su discurso la aspereza y el coloquialismo, la colisión entre los tópicos de sus imágenes genéricas y sus imágenes insólitas, y el contraste entre la tercera persona descriptiva y la primera y la segunda del autodiálogo. En ese mismo año de 1960 y en la misma revista Cuadernos, publicada en París como órgano del Congreso por la libertad de la cultura, internacional liberal a la cual estuvieron vinculados muchos españoles anticomunistas, Serrano-Plaja rompe «limpiamente, con una motivación clara e ideológica» con el comunismo. Tal es el sentido de su artículo Arte comprometido y compromiso del arte donde define la función de este último de la siguiente manera: «[...] expresar de un modo personal una realidad dada para todos». Y deslinda enérgicamente: «O dicho de otro modo: entre el compromiso del arte y el arte comprometido -en cualquier otro compromiso que no sea el suyo propio- va toda la diferencia que va de lo vivo a lo pintado»167. Había perdido a España y empieza a no creer en el mundo de la revolución, recordará quince años más tarde168.



  —124→  

ArribaAbajo3. El exilio como destino humano y los retornos

Después de ese gesto vendrán otras rupturas. En 1961 se traslada a los Estados Unidos donde enseña en varias universidades. El exilio, que va asumiendo como destino humano universal, cobra sentido pleno en lo que podríamos llamar sus retornos, el primero el de su conversión religiosa. Simultáneamente completa la explicitación de su poética que él fundara en Picasso, el esperpentismo y sus raíces comunes en las diversas modalidades de deformación intencionada que tantas raíces tienen en la tradición española.

Ya en 1945 identificaba ese desgarro en la pintura de Goya y acertaba a deslindar entre sátira y esperpento: en la primera hay algo didáctico que la inferioriza y la hace subalterna a su objeto; en el segundo, «una expresión angustiosa que tiende a crear sus propias formas que llegan a ser independientes de su primera motivación satírica»169. En esta etapa de los años sesenta, analiza lo que llama «anovelamiento» de una actual poesía española que usa de una insólita materia para resolver el conflicto entre el sentir y el decir. Tomando ejemplos de J. R. Jiménez, Machado, León Felipe, Larrea, Vallejo, Dámaso Alonso, Lorca, Alberti, Cernuda, Neruda, registra sus vocablos dominantes y con ello establece una «radiografía poética» de la poesía contemporánea170.

En su poesía de esa etapa se acentúan las direcciones temáticas y expresivas anteriores. El exiliado es ahora el peregrino, el hombre arrojado en el mundo, el perro que espera las migajas que caen de la mesa de su Dueño. Tal es el tema unitario de La mano de Dios pasa por este perro (1965) que caracterizará «Como el libro del sentimiento filial y de la dignidad. Cuando vuelvo a Jesucristo, me   —125→   siento indigno y filial, así pues me siento como un perro, metafóricamente, claro»171. El primer poema, La llamada telefónica, comienza con un acróstico cuyas letras iniciales son DIOS, tres veces repetido con variantes en un crescendo angustioso que culmina sin respuesta. En el resto del libro el hablante lírico sigue adoptando el punto de vista de ese perro cargado con su talego de pecados. La serie cierra con otro poema simétrico del primero: Dentro de la gravedad; segunda llamada telefónica y el Señor está comunicando. El perro que pregunta por su Amo «a grito/herido» y no recibe respuesta, seguirá llamando.

Este libro, que fue publicado en España en 1965, dentro de la prestigiosa colección Adonais, pudo preparar un posible reingreso de su autor el canon literario vigente y al campo intelectual respectivo. Su retorno se produjo en 1967, pero como en el caso de otros exiliados, el encuentro con otra España -otro espacio que no era el atesorado por la memoria y la nostalgia-, y de otro tiempo que no era Aquel tiempo de que hablara en Vogüé, no fue feliz. Tampoco había lugar para el exiliado que volvía y que no pertenecía ya a ninguna capilla ideológica ni estética. Había perdido a sus viejos camaradas de militancia política y la etapa de la poesía social y religiosa dejaba ahora su lugar a un nuevo cosmopolitismo estético que abrevaba en el cine, la plástica, el surrealismo y en la lección de poetas americanos como Borges o Paz.

Volvió a los Estados Unidos en 1968 y siguió escribiendo poemas testimoniales de balance autobiográfico que, en buena parte, no han sido recogidos en libro. De ellos ha dicho acertadamente Enrique Martínez López: «Lo escrito en estos años (1968-1979), diverso en la forma es, sin embargo, lírico en la índole en cuanto responde, de modo más o menos pronunciado, no a objetivos artísticos o académicos contemplados a distancia impersonal, sino a interrogantes metidos en la entraña de la   —126→   existencia de Serrano como persona»172. En la antología final, Los álamos oscuros (1982), publicada después de su muerte en 1979, se dedica el máximo espacio a Galope de la suerte, y es justo que así sea porque se trata de su libro más valioso del cual nacen las líneas principales de su lírica posterior.

Como dije al comienzo, el estudio cabal de su obra aún está por hacerse, a pesar de que ya existen valiosos enfoques parciales. Sólo un mayor desarrollo de la teoría de la literatura del exilio, según las líneas esbozadas por autores como José Luis Abellán y Michael Ugarte173, y una labor de investigación tan atenta a lo general como a lo particular, permitirá -en su caso y en el de otros exiliados-, una lectura contextual y comparativa de fecundos resultados.

Sugeriré a modo de ejemplos algunas cuestiones que para mí misma han quedado pendientes de reflexión y de investigación de este caso paradigmático.

En primer lugar, el problema del compromiso ideológico, ya en crisis, que Serrano-Plaja arrastra desde España, y que se desencadena casi veinte años después. ¿Qué influencia puede haber tenido en su desarrollo la circunstancia de su exilio primero en Buenos Aires y, luego, en Francia y los Estados Unidos, y no en México? Sólo el estudio comparativo de los campos intelectuales e ideológicos respectivos y de los factores gravitantes en cada uno de ellos, en relación con las circunstancias biográficas, podría dar respuesta a este interrogante.

En segundo lugar, es posible profundizar en el tránsito desde la condición de desterrado a la de exiliado a que antes me he referido acogiendo la distinción de María Zambrano, y en sus fundamentos posibles en la reflexión sobre la dialéctica ser/existir intensificada en el marco   —127→   del existencialismo vigente por aquellos años en América. La utilización de un método de análisis comparativo de configuraciones poéticas propuesto por Óscar Caeiro para el estudio de poetas alemanes y españoles, podría resultar fecunda si se enfoca sobre un núcleo acotado y bien seleccionado de casos paralelos al del propio Serrano-Plaja174.

En tercer lugar, es preciso encarar un examen más preciso de los desplazamientos del exiliado, a partir de su primera salida de España, confrontándolos con ejemplos análogos. El rastreo de circunstancias y direcciones, movimientos de ida y vuelta; la determinación de períodos, fechas y contactos con figuras de la España interior y de la España peregrina, todo ello en relación con la evolución de su obra y de su poética, permitiría componer una biografía intelectual de valor paradigmático.

En cuarto lugar, queda pendiente el problema del lenguaje poético, tan inteligentemente planteado por Serrano-Plaja como un proyecto colectivo de búsqueda de un discurso apto para las nuevas experiencias, a través del entronque con una tradición de ruptura de la lírica contemporánea hispánica y no-hispánica.

Asimismo, y esto abre otra perspectiva de análisis más audaz y difícil, pero quizá ineludible, habrá que abordar el fenómeno del reencuentro que, en esa tradición renovada, se produce entre poetas españoles situados en una y otra orilla. Las afirmaciones acerca de una supuesta desvinculación total y de una mutua ignorancia entre ambas no resisten las pruebas concretas en sentido contrario. Existió un importante diálogo de lectura, sobre todo entre las elites, múltiples viajes de personas y de libros en uno y otro sentido desde etapas bastante próximas a la finalización de la guerra civil, y sobre todo, hubo mediadores   —128→   que construyeron puentes eficaces de comunicación. De todo ello existen innumerables testimonios175.

En síntesis, creo que no es aventurado afirmar que el reconocimiento de esos paralelismos, divergencias e interrelaciones articulados en un inmenso corpus, nos descubrirá ese espacio literario común que aún está por definirse, donde convergen la poesía de la España interior y la de la España peregrina.





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ArribaCapítulo séptimo

Los retornos


La gran mayoría de los exiliados españoles en la Argentina jamás volvieron a su patria. Murieron aquí cumpliendo con su muerte el destino presentido y el gran temor que tiene todo desterrado de no quedar enterrado en su suelo natal. Se ha dicho que la patria es la tierra donde yacen nuestros muertos, y yacer fuera de ella completa la expatriación irrevocable y definitiva. María Teresa León expresa en sus memorias ese temor, esa angustia: «Estoy cansada de no saber dónde morirme. Esa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos?»176 Guillermo de Torre, ante la muerte de Ángel Ossorio y Gallardo, vuelve a tocar este tema desde el ángulo de un destino compartido generacional: «Si para otros, para casi todos los más jóvenes, el trasplante, el destierro no fue apenas tal cosa, y menos en tierras familiares de América, al hallarnos provistos de cabezas bastante internacionalizadas, para aquel madrileño irreductible sí lo fue, sí era una tragedia la perspectiva de dejar sus huesos en la Chacarita»177. (Ossorio murió en 1946 y cinco años antes publicó una de las primeras autobiografías del exilio, La España de mi vida, transida de amor por su patria).

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En suma, fuera cual fuere el grado de su aceptación de las nuevas circunstancias, el exiliado siente el ansia del retorno y, en época relativamente temprana muchos de nuestros exiliados comenzaron a volver. Hemos registrado retornos ya desde mediados de la década de los años cuarenta. Como hemos señalado antes, hacia el final de la segunda guerra mundial muchos exiliados creyeron avizorar un cambio en las relaciones internacionales que podría culminar con la caída del régimen de Franco. Precisamente desde Buenos Aires se envió por entonces una carta firmada por un grupo considerable de artistas y escritores -españoles exiliados y argentinos-, quienes solicitaban a la Asamblea Internacional de San Francisco (fundadora de la Organización de las Naciones Unidas), que desconocieran el gobierno español, basados en que la guerra de España había sido el primer episodio de la Guerra Mundial178. Esas esperanzas pronto se desvanecieron y a ello responde, en buena parte, aquella primera oleada de retornos de los años cuarenta. (Registramos, entre los más notables, los nombres de Juan Gil-Albert, en 1947, y Ramón Pérez de Ayala, en 1949. En ambos casos se trataba de primeros viajes que preparaban el retorno definitivo.)

Una segunda oleada se produce en los años cincuenta y se la puede vincular con las condiciones adversas derivadas del primer gobierno peronista. Ricardo Baeza vuelve en 1952, el economista Jesús Prados Arrarte lo hace en 1953 y Ramón Pérez de Ayala convierte su retorno en definitivo en 1954. Otros expatriados abandonan la Argentina y se desplazan hacia otras regiones del exilio, tal es el caso de Francisco Ayala quien se instala primero en Puerto Rico y, luego, en los Estados Unidos.

La tercera oleada, quizá la más numerosa, se produce en los años sesenta y corresponde a la liberalización del régimen de Franco: Alejandro Casona y Rafael Dieste vuelven en 1962 y Eduardo Blanco-Amor en 1965, La cuarta   —131→   oleada, después de la muerte de Franco en 1975, lleva de vuelta a muchos supervivientes, en forma temporaria o definitiva: Luis Seoane, Lorenzo Varela, Rosa Chacel, entre otros. Rafael Alberti, que se había trasladado a Italia en 1967, reingresa a España en 1977.

Este lapso abarca cuarenta años y, por tanto, todos los factores se han transformado: primero, el desterrado ha cambiado y ha envejecido; segundo, ha cambiado España; tercero, ha cambiado el lugar de su exilio. La experiencia es compleja y los testimonios de esos retornos merecen ser comparados y analizados pues oscilan entre la aceptación de la realidad que encuentran en su patria, hasta la extrema incomprensión y el rechazo de la misma. «Amarga impresión: el hombre que padeció viviendo desvinculado en tierra ajena, acaba de sentirse desterrado otra vez y en su propia tierra», dice Vicente Lloréns179. Padeció el desgarro del exilio y ahora padece la herida del regreso y se siente extranjero en su propio país, concluyen León y Rebeca Grinberg en un enfoque hecho desde el ángulo psicoanalítico180.

Al volver los exiliados hallan otras condiciones y cambios enormes: España es la novena potencia mundial, ha superado el aislamiento internacional y el cáncer generalizado de la inflación. Una nueva cultura y una nueva sociedad que empieza a manifestar los males de la abundancia y el ocio, aguardan a quienes vuelven con el «idealismo inmóvil de los exiliados» -como dice Paul Ilie-, ensimismados en su monólogo y en su cansancio de cuarenta años. (Recuerda José Bergamín. «Estoy cansado -cuentan que decía un español en el destierro-, de vivir tiempos históricos»)181. Él mismo volvió entre 1958 y 1963, y luego se reexilió para morir envuelto en la ikurriña, en el último acto de su vida de «esquinado», recuerda Francisco Ayala182.

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Ricardo Baeza, por ejemplo, fue recibido con interés y curiosidad por sus compatriotas. A poco de llegar, en 1952, fue entrevistado por las revistas dominantes de aquel momento, Índice e Ínsula, y describió con entusiasmo sus doce intensos años en la Argentina, como crítico, editor y traductor. Encomió la influencia de los exiliados y su labor de acercamiento entre España e Hispanoamérica183. Pocos años después, en 1955, esta euforia del retorno parecía haberse desvanecido. Luisa Mercedes Levinson lo retrata en su casa de Madrid, donde había recompuesto una reducida tertulia, ilusionado con proyectos -como el de su Mozart, sobre quien sabía mucho-, que nunca realizaría. Silvina Bullrich, que lo visitó por esas fechas, lo halló nostálgico de la Argentina y de sus tertulias de Buenos Aires184.

Entre tanto, la reacción de los españoles de España fue evolucionando. Si bien al comienzo de estos retornos, sobre todo en los ambientes intelectuales, hubo cierta simpatía y hasta deslumbramiento frente a los recién llegados, luego la recepción se hizo indiferente y, a veces, hostil.

José Marra-López, en un libro pionero, Narrativa española fuera de España (1963), ya había descripto con acierto la situación del exiliado y las condiciones de lo que llamaba «su problemático regreso». Advertía que los que volvían -o intentaban hacerlo-, permanecían anclados en el tiempo en que habían abandonado su tierra. Y así como en algunos advertía un espíritu de superación del pasado (Sánchez Albornoz, Madariaga, Ayala), en otros parecía prevalecer el espíritu de revancha y la incomprensión ante el problema de España185.

Pero es en el momento en que se produce la cuarta oleada de retornos, después de la muerte de Franco, cuando   —133→   la actitud comprensiva de los españoles que habían permanecido en España se esfuma casi hasta desaparecer. No intentaremos explicar las causas, pero sin duda, quienes ahora dominaban la escena intelectual y política española y que no habían sido protagonistas directos de la guerra civil, no participaban de los sentimientos de culpa ante los vencidos que habían tenido sus mayores y, sobre todo, no compartían con ellos el peso de tantas experiencias y recuerdos comunes.

Francisco Umbral es, quizás, quien más crudamente ha manifestado esa reacción. Ya en 1977, en su libro La noche que llegué el Café Gijón, hablando de Gómez de la Serna a quien admiraba enormemente, describía esa impresión de extrañamiento: «El escritor, lejos de la patria de su idioma (en Buenos Aires se habla español, pero con otro espíritu, como a la contra), se seca, se esteriliza, se mineraliza o se hibridiza. Hay toda clase de ejemplos. Unos se quedan en el que fueron al salir del país. Otros evolucionan artificiosamente. Otros mueren para la literatura. A Ramón le pasó un poco de todo, aunque era monstruoso escritor, nada le pasó del todo»186.

Siete años más tarde, en Trilogía de Madrid (1984), con mayor perspectiva y nuevas experiencias, dirá Umbral: «Qué le vamos a hacer, pero el exilio, la distancia histórica y marítima había mitificado muchas cosas a lo tonto. Lo grande seguía siendo grande, con o sin exilio»187. Y agregaba: «Del mismo modo que los escritores de derechas perdieron la guerra, creyendo haberla ganado, algunos exiliados perdieron el exilio». Sus juicios eran cada vez más despectivos sobre casi todos ellos: Eduardo Zamacois, Ramón Sender, Rosa Chacel, Francisco Ayala, Alejandro Casona.

Pero nada es comparable, en este aspecto, al capítulo dedicado a Los del exilio, en su libro Las palabras de la tribu de 1994. «Lo que pasó con la vuelta del exilio y la difusión   —134→   de sus libros, tras el primer deslumbramiento, es que no pasó nada. O sea que los buenos seguían siendo buenos, los que ya se sabía, y los malos y mediocres siguieron siendo malos, más el agravante de una prosa o una poesía detenida medio siglo antes». En suma, la literatura española no se había alterado con el alud del exilio. Y nuevamente sus juicios concretos, a veces de gran crueldad, volvían sobre los autores antes mencionados y agregaban otros, como Manuel Andújar y María Zambrano188.

En tanto, durante esta larga etapa de los retornos, crecían los testimonios de cómo los exiliados oscilaban entre la aceptación de la nueva realidad y la extrema incomprensión ante ella.

Max Aub, en 1971, registra sorprendido la reacción de su sobrino: «No te das cuenta, pero no ves las cosas como son. Buscas como fueron y te figuras cómo podrían ser si no te hubieras ido». Pero él, a su vez, reafirma: «Sí: no era España, no era mi España»189.

Por su parte, José Blanco-Amor, un emigrado que se había asimilado al exilio, descubre con asombro, en 1977 que, en contra de lo que esperaba, «[...] nadie estaba se diento de sangre como nos decían por ahí los analistas extranjeros» y que, por el contrario, había una «[...] firme voluntad de olvido y un enérgico rechazo a volver a empezar». Describe un desfile militar y su asombro frente a un público que aplaudía al ejército y, sobre todo a los jóvenes Reyes, artífices de una difícil transición190.

Pero el contraste entre el mito de la España perdida que ha construido el exiliado como único anclaje de su propio ser y de su identidad, y la nueva realidad reencontrada suele, en general, resultar insoportable. María Teresa León define muy bien esa actitud de rechazo y desdén frente al nuevo espacio, y el refugio en el presente intemporal   —135→   acuñado laboriosamente: «Durante treinta años suspiramos por nuestro paraíso perdido, único, especial». Y concluye: «nada tenemos que ver nosotros con las imágenes que nos muestran de España ni el cuento nuevo que nos cuentan»191.

Ya hemos caracterizado el retorno de Arturo Serrano-Plaja en 1967 y sus desencuentros con aquel espacio que no se correspondía con el que él había mitificado como un paraíso personal. Al año siguiente volvió a los Estados Unidos y allí murió diez años más tarde.

Guillermo de Torre hizo un primer viaje en 1951 y sus impresiones fueron positivas. Se sorprendió de la capacidad de recuperación de la vida intelectual española, se reencontró con sus amigos y con lo que él llamaba «la avasalladora simpatía de mi Madrid nativo, que no tenía olvidado, pero que me ha sido emocionante redescubrir»192. Recorre con deleite los rincones de su Madrid, próximos a la Plaza de la Villa, y saborea el aire purísimo y la tonada de las gentes en los que él llama «gloriosos meses madrileños», durante aquellos viajes cada vez más frecuentes. Incluso, hacia 1953 y 1954, a pesar de la situación española, estuvo tentado de instalarse en su patria. Varios grupos de artistas e intelectuales lo recibían con cordialidad y comentaban sus libros. Además, se le había abierto una ventana hacia Europa al integrarse en el grupo de193 liberales promotores del Congreso por la Libertad de la Cultura, con sede en París, y de cuya revista Cuadernos era colaborador.

Sin embargo, razones de orden personal y el enfriamiento paulatino de aquella primera recepción, a lo largo de aquellos nuevos viajes, le van descubriendo que ya no pertenece más a ese mundo. Es así como su proyecto de convertir el retorno en definitivo no cuaja y, como tantos otros compatriotas suyos, muere en su autoexilio194.

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En cambio, murió en España Claudio Sánchez Albornoz quien, en los años cuarenta, hacia los finales de la Segunda Guerra se había ilusionado con un desenlace positivo también para su país. «Se acerca rápido el mañana esperado. Esperado desde hace casi cuatro años por el mundo y desde hace siete por los desdichados españoles», escribía en 1943195. Pero hubo de esperar más de cuarenta años para su retorno definitivo, poco antes de su muerte en 1984. En tanto había comprobado, él también, la profundidad del desajuste entre lo soñado y lo reencontrado: «El Madrid de mis años juveniles es hoy ya un recuerdo histórico. Madrid es otro y diferente. No quiero acumular pruebas y pruebas del trueque sufrido durante los cuarenta y tantos años de mi exilio [...] Perdonadme que con una infinita tristeza entone hoy un réquiem por la ciudad alegre y confiada de antaño. Por el Madrid de mi ¡ay! lejanísima juventud»196.

En suma, al volver el exiliado siente que no pertenece a ninguna parte. Ha cambiado la realidad, y la imagen actual no coincide con la que cristalizó en el recuerdo. Ya no existe la España perdida, tantas veces evocada, ni satisface del todo el lugar del exilio, a pesar de que los años, la resignación, los hijos y nietos americanos hayan limado las asperezas y hayan acostumbrado a los nuevos espacios, objetos y gentes.

Muchos de aquellos que intentaron retornar a su patria, volvieron al punto de partida americano y aceptaron definitivamente su destino. Y hasta hubo alguno, como Ramón Gómez de la Serna, que halló cierto goce en este vivir suspendido en un espacio que no era de aquí ni de allí: «El español que puede volver a España, entre otras razones porque allí le esperan con los brazos abiertos, y se queda aquí, lo hace porque puede saborear mejor la esencia española como si se filtrasen a través de los ecos,   —137→   los mares y las tierras. Esa es la gran voluptuosidad que gozamos en América: apreciar las esencias a través de las distancias». Y en otro texto agrega: «Parodiando eso de 'de Madrid al cielo y en el cielo un agujerito para verlo', yo diré. 'de Madrid a Buenos Aires y allí un catalejo para observar mejor a mi Madrid'»197.

Voluptuosidad amarga, sin dudas ésta de no pertenecer a ninguna parte y de «apreciar las esencias a través de las distancias». En ella vive el exiliado sobreviviente la etapa melancólica del final, en este espacio común interhispánico que, quizá para muchos, hizo relativamente «suave y benigno» su exilio.





 
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