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Homenaje a Jorge Luis Borges

Anejos del Boletín de la Academia Argentina de Letras

Anejo I



Portada




ArribaAbajoAcademia Argentina de Letras


Académicos de número

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Presidenta: Doña Ofelia Kovacci

Secretario general: Don Rodolfo Modern

Tesorero: Don Federico Peltzer

Mons. Octavio N. Derisi

Don Enrique Anderson Imbert

Don Carlos Alberto Ronchi March

Doña Alicia Jurado

Don Antonio Pagés Larraya

Don Jorge Calvetti

Don Adolfo Pérez Zelaschi

Don Horacio Armani

Don José María Castiñeira de Dios

Don Martín Alberto Noel

Don Oscar Tacca

Don José Edmundo Clemente

Don Adolfo de Obieta

Don Horacio Castillo

Don Santiago Kovadloff

Don Antonio Requeni



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Académicos correspondientes

Don Pedro Grases (Venezuela)

Don Pedro Laín Entralgo (España)

Don Rafael Lapesa (España)

Don Alonso Zamora Vicente (España)

Don Paulo Estevao de Berredo Carneiro (Brasil)

Don Alberto Wagner de Reyna (Perú)

Don Arturo Uslar Pietri (Venezuela)

Don Ramón García-Pelayo y Gross (Francia)

Don Franco Meregalli (Italia)

Don Diego F. Pró (Mendoza, República Argentina)

Don Léopold Sédar Senghor (Senegal)

Don Daniel Devoto (Francia)

Don Paul Verdevoye (Francia)

Don Juan Bautista Avalle-Arce (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Juan Filloy (Córdoba, República Argentina)

Don Guillermo L. Guitarte (Estados Unidos de Norteamérica)

Doña Emilia Puceiro de Zuleta Álvarez (Mendoza, República Argentina)

Don Gastón Gori (Santa Fe, República Argentina)

Doña Elena Rojas Mayer (Tucumán, República Argentina)

Doña Ángela B. Dellepiane (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Roberto Paoli (Italia)

Don Giovanni Meo Zilio (Italia)

Don Raúl Aráoz Anzoátegui (Salta, República Argentina)

Don José Luis Víttori (Santa Fe, República Argentina)

Don Carlos O. Nállim (Mendoza, República Argentina)

Don Hugo Rodríguez Alcalá (Paraguay)

Don Walter Rela (Uruguay)

Don Alejandro Nicotra (Córdoba, República Argentina)

Doña Luisa López Grigera (España)

Don Susnigdha Dey (India)

Don Germán Arciniegas (Colombia)

Don Joaquín Balaguer (República Dominicana)

Don Juan Liscano (Venezuela)

Doña Gloria Videla de Rivero (Mendoza, República Argentina)

Don Dietrich Briesemeister (Alemania)

Don Manuel Alvar López (España)

Doña Nélida E. Donni de Mirande (Rosario, Santa Fe, República Argentina)

Don Aledo Luis Meloni (Resistencia, Chaco, República Argentina)

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Don Rafael Felipe Oteriño (Mar del Plata, República Argentina)

Don Oscar Caeiro (Córdoba, República Argentina)

Don Juan M. Lope Blanch (México)

Don José Saramago (Portugal)

Don Bernard Pottier (Francia)

Don Francisco Rodríguez Adrados (España)

Don Néstor Groppa (San Salvador de Jujuy, República Argentina)

Don Héctor Tizón (San Salvador de Jujuy, República Argentina)

Don Carlos Hugo Aparicio (Salta, República Argentina)

Doña Margherita Morreale (Italia)

Don Gregorio Salvador (España)

Don Humberto López Morales (Puerto Rico)

Don Héctor Balsas Ferreiro (República Oriental del Uruguay)

Don Luis Gómez Macker (Chile)

Don Carlos Jones Gaye (República Oriental del Uruguay)

Don Alfredo Matus Olivier (Chile)

Don José María Obaldía Lago (República Oriental del Uruguay)

Don Wenceslao Roque Amable (Misiones, República Argentina)

Don Dinko Cvitanovic (Bahía Blanca, República Argentina)

Don Jacques Joset (Bélgica)





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ArribaAbajo Introducción

Borges en el Boletín de la Academia Argentina de Letras


Este volumen, que inaugura la serie de los Anejos del Boletín de la Academia Argentina de Letras, reúne un conjunto de trabajos -estudios, evocaciones, semblanzas, diálogos- de miembros de la Corporación como homenaje a Jorge Luis Borges en el año del centenario de su nacimiento.

Borges fue incorporado a la Academia Argentina de Letras el 28 de diciembre de 1955, y ocupó con carácter vitalicio el sillón puesto bajo el patrocinio de Dalmacio Vélez Sársfield. Como testimonio de sus actividades de académico, se incluyeron en el Boletín seis textos suyos, que -excepto uno- no fueron reproducidos posteriormente en otras publicaciones. En su mayoría, los temas de esos trabajos son recurrentes en la obra del autor. Cabe en esta Introducción una breve reseña.

En primer lugar, ¿qué pensaba Borges de las Academias? Su discurso de recepción, de 19621, precisamente   —10→   versó sobre «El concepto de una Academia y los celtas». Curiosa asociación, que lo llevó a declarar: «Algunos amigos míos, cuando leyeron el título de la clase, no conferencia o discurso de hoy [...] creyeron en una arbitrariedad mía» (p. 303). No obstante, él creía que podía justificarse la afinidad entre los dos temas enunciados, y que «esa afinidad es profunda» (Ibídem).

En la demostración de esta tesis distingue tres aspectos en las actividades de las academias. Por una parte, habría una función que califica de «baladí», pensando -dice- «en la policía del lenguaje, en las autorizaciones o prohibiciones de palabras». En esta caracterización hay una crítica implícita, basada en un concepto bastante extendido -pero sin base verdadera-, respecto de las tareas académicas relacionadas con el lenguaje. La realidad es que la Academia lleva a cabo una labor propia de disciplinas científicas como la lexicografía y la filología: observa y estudia los usos y sus peculiaridades vigentes en el transcurso del tiempo, y los recoge en léxicos y diccionarios como contribución al conocimiento de la lengua; no «autoriza» vocablos ni los «prohíbe»: sólo los registra2.

El segundo aspecto de la función de las academias lo trae la evocación de «aquellos primeros individuos de la Academia Francesa», que practicaban «el diálogo literario»,   —11→   la «discusión amistosa», la «comprensión de los hechos literarios y la poesía» (Ibídem). Por último, el tercer aspecto «sería, quizá, el esencial» y el más importante; se trata de «la organización, la legislación, la comprensión de la literatura»3 (p. 303), que provocaría «un proceso dialéctico», en función de la historia de la literatura, ya que los «revolucionarios» -los innovadores de cada época- «acaban por ingresar en la Academia, es decir, que la tradición [representada por la Academia] va enriqueciéndose en todas las direcciones y en todas las evoluciones de la literatura» (p. 304).

La idea de Academia en esta tercera función es la que Borges consideraba afín a la cultura de los celtas: «en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera más rigurosa [que en estos pueblos]» (p. 307). Basándose en las noticias de César y otros autores antiguos, señala en el discurso que, en efecto, los galos -pueblo celta- estaban gobernados por los druidas, sacerdotes que formaban una jerarquía de seis clases, dos de las cuales institucionalizaban la poesía y el canto: «la primera [...] era la de los bardos, y la tercera, la de los vates» (p. 306).

Una vez desalojados los celtas de vastas regiones por los romanos y los germanos, o dominados por ellos, su cultura -recuerda Borges- se refugió en Irlanda; pero con la conversión al cristianismo en la Edad Media, los druidas pasaron a «la categoría de hechiceros»:

Uno de sus procedimientos era la sátira, a la cual se atribuían poderes mágicos [...] Así bajo el amparo de la superstición y del temor, se inició en Irlanda el predominio de los hombres de letras [...] Si el concepto de academia reside en la organización y dirección de la literatura, no se descubrirá en la historia país más académico 4.


(p. 307)                


  —12→  

Finalmente, después de haber recordado «el curioso fenómeno de una legislación de la literatura en la isla de Irlanda» (y por consiguiente, de una virtual academia), sugiere que la raíz celta de Francia explicaría «el auge de la Academia» en ese país: la Academia Francesa, la Academia Goncourt, los cenáculos literarios (p. 312).

El tema de las academias y los celtas no fue tratado por Borges en ninguna otra obra, pero volvió sobre la idea central del discurso, y se extendió aún más en lo que respecta a la carrera literaria y la poesía en Irlanda en una conversación de 1962 con María Esther Vázquez5.

Otros textos publicados en el Boletín de la Academia Argentina de Letras versan sobre poetas. De 19616 es un breve discurso sobre Góngora, a quien, en el ejercicio de su estilo culterano, Borges adscribe a la teoría de Mallarmé de que «la poesía se escribe con palabras, no con ideas o sentimientos» (p. 391 ). Esta tendencia -recuerda- también está en el pensamiento de Raimundo Lulio y de Stevenson, y caracteriza la obra de Joyce7. En el caso de Góngora, «hombre de tanto talento», sus audacias verbales8 «no   —13→   constituyen lo más feliz de su obra» porque no encuentra en ellas «una pasión detrás» (pp. 392-393). No obstante, descubre la «simple y pura pasión» en el soneto del poeta español que se cierra con el terceto:


Mal te perdonarán a ti las horas;
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.


Comenta Borges: «Ese tema, que es un lugar común, que tarde o temprano nos alcanza, es el sentir que corremos como el río de Heráclito, que nuestra sustancia es el tiempo o la fugacidad. Creo que si tuviéramos que salvar una sola página de Góngora, no habría que salvar una de las páginas decorativas, sino este poema, que más allá de Góngora pertenece al eterno sentimiento español» (p. 395)9.

En otro discurso muy breve, de 196710, Borges se refiere a Rubén Darío, de quien destaca «los dones infinitos que nos ha legado su ejemplo» (p. 79). Aunque considera triviales ciertas imágenes rubenianas afirma que así como «Garcilaso nos trajo la entonación de Italia», debemos a Darío «la de Hugo, la del Parnaso y la del simbolismo»11 y, más importante aún, «su desgarrada y patética intimidad» (p. 80). Destaca sobre todo la renovación que hizo de la métrica y la prosodia: «Auditivamente, no ha sido superado, ni siquiera igualado» (Ibídem). Por otra parte, reconoce que «cuanto se ha   —14→   hecho después, de este o del otro lado del Atlántico, procede de esa vasta libertad que fue el modernismo» (p. 80)12.

En la también corta nota de 1970 sobre Enrique Banchs13, reitera su aprecio por La urna, de 1911, un «libro impar» cuyos sonetos «son incomparables. No admiten otro rasgo diferencial que la trémula perfección». Subraya la carencia casi total de connotaciones geográficas o temporales en el vocabulario de La urna, y el empleo de imágenes tradicionales, a pesar de lo cual la poesía de Banchs «es reservada, íntima, y, casi a su pesar, conmovida» (pp. 180-181)14; en ella apenas se advierten huellas del modernismo y no ha formado escuela. Toca también Borges el origen atribuido a la materia poética de La urna: «la desventura amorosa» del poeta, que se transmuta «si los propicios astros lo quieren, en poesía o en música» (p. 180), y que lo conduce si no al silencio, a no publicar otro volumen15.

  —15→  

Borges también pronunció el discurso de bienvenida a Alicia Jurado para su incorporación formal a la Academia en 198116. Enmarcó la obra de la nueva académica en el concepto de que en arte «no se concibe la estética sin la ética». Para el escritor la ética consiste en la fidelidad «no a la mera realidad histórica, no a las meras efímeras circunstancias, sino a su sueño»; es decir, la visión individual del mundo, o la creación de mundos posibles. El valor de una obra está en que el escritor haya podido plasmar ese universo propio:

Y creo que el lector sabe [...] si el escritor ha sido fiel a su sueño o no. En el caso de Alicia Jurado yo he sentido que todo lo escrito por ella, sin excluir sus novelas es necesario, no arbitrario, no puede haber ocurrido de otra manera .


(p. 77)                


Más aún, la literatura debe obrar el efecto de crear mundos que trasciendan la temporalidad y la caducidad de lo histórico, y paradójicamente adquieran una nueva realidad, como le ocurría a Borges con el Facundo Quiroga de Sarmiento, más real que el Quiroga de los historiadores, o como don Quijote. Al referirse a los libros de Alicia sobre Hudson y Cunninghame Graham sintetiza principios de un arte poética; en efecto, afirma:

[ella] ha conseguido que dos hombres meramente históricos sean, por lo menos para mí, tan eternos como los personajes de ficción [...] Y ese es uno de los prodigios de la literatura: hacer que lo meramente temporal sea eterno, traducir a los hombres efímeros en imágenes [...] que duran más allá de las circunstancias históricas.


(p. 78)                


En una época en que el Boletín incluía obras de creación de los académicos (excepto ensayos, esta práctica   —16→   ya no se sigue), en 1958 (XXIII, p. 63), apareció el soneto de Borges titulado «La lluvia»:


La tarde bruscamente se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte generosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

En 1960 Borges incluyó el soneto en El hacedor, con dos afortunadas correcciones. a) En el primer verso, modifica el orden de las palabras: en lugar de «La tarde bruscamente se ha aclarado», escribe: «Bruscamente la tarde se ha aclarado». De este modo el poema entero -por la posición de los acentos- gana en simetría rítmica, y en una sutil precisión semántica; el adverbio expresa el concepto de cambio repentino, y su colocación en el texto es icónica del comienzo del nuevo estado: el tema de la lluvia, introducido así sin interrupción in medias res. b) La otra modificación es el oportuno reemplazo del adjetivo generosa por venturosa: «El tiempo en que la suerte venturosa / le reveló una flor llamada rosa», ya que generosa indica una cualidad ocasional de la suerte (que, como se sabe, puede ser favorable o no), mientras que la suerte venturosa es la que causa ventura: enfoca el efecto de la revelación de la flor y del color en quien oye caer la lluvia.

Ofelia Kovacci





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ArribaAbajo Borges y su concepción del mundo17

Enrique Anderson Imbert


Borges ha negado muchas veces ser filósofo. «El filósofo -le dijo a Jean de Milleret-, al proponer una imagen ordenada de la realidad, tiende a trampear». Conmigo fue aun más lejos y me confesó que él no tenía la capacidad de pensar discursivamente: «Veo el problema -me dijo- pero no sé cómo se pasa de una idea a otra hasta llegar a la raíz». Pero no es necesario que él nos lo diga. Basta leerlo para comprobar que no tenía aptitud filosófica. Sus ensayos de tema filosófico no intentan proyectar, mediante razonamientos, un pensamiento objetivo, sino ensimismarse en su subjetividad. En «Nueva refutación del tiempo» (Otras inquisiciones) nos avisa: «He... presentido una refutación del tiempo de la que yo mismo descreo». Las líneas curvas de sus ensayos lo encierran en una arquitectura, no de catedral, sino de caracol.

  —18→  

Borges, como cualquier otro escritor, se ha planteado las cuestiones que han intrigado a hombres de todos los tiempos; y en las respuestas a esas cuestiones reconocemos lo que aprendió de los libros. Mencioné el diccionario de Mauthner. Pude haber mencionado también a Berkeley, Hume, Kant, Croce, Bradley, Bergson... y a su amigo y mentor Macedonio Fernández, que tanta influencia tuvo sobre él. Todos ellos, idealistas. Según Borges, su pensar se cifra en el título de un libro: El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Si nos metemos en su biblioteca para reconstruir el mapa de sus fuentes terminaremos por encontrar lo que buscábamos, esto es, una síntesis más o menos personal de las ideas que le impresionaron. Pero esa síntesis sería superficial: una mera yuxtaposición de semejanzas. Lo profundo sería instalarnos dentro del pensamiento de Borges.

Su obra, construida con gran variedad de temas y perspectivas, parece compleja, pero si nos instalamos en ella vemos cómo las partes van encajando unas en otras y todo se reduce a una intuición poética. Es un punto tan simple, tan esencial, que el escritor jamás consigue expresarlo. Borges, en su poema «Mateo XXV, 30», imagina una voz interior que le recuerda todo lo que, a lo largo de una laboriosa vida, ha tratado de decir; y esa voz le dice:


Has gastado los años y te han gastado,
y todavía no has escrito el poema.

Borges ha escrito miles y miles de páginas precisamente porque nunca pudo formular lo que llevaba en su espíritu. Y no pudo porque, al escribir, se sentía insatisfecho y tenía que corregirse y corregir su corrección. Rectificándose constantemente, intentando   —19→   siempre nuevos modos de decir lo mismo, complicó su pensamiento. En esa complicación hay investigadores que prefieren observar materiales librescos; por suerte hay también investigadores que prefieren observar que ese material es transparente y Borges lo atraviesa con su mirada. Más importante que el material es su transparencia, más importante que esa transparencia es la mirada de Borges. Una cosa es la intuición simple de Borges, y otra los medios de que se valió para expresarla. ¿Cuál es esa intuición?

Si Borges no logró formularla tampoco el crítico lo va a lograr. Pero -como ha dicho Bergson de la «intuición filosófica»- quizás alcancemos a asir y a fijar una imagen que sigue al escritor como si fuera su propia sombra, y esa sombra nos permite adivinar el movimiento del cuerpo que la proyecta. Porque esa imagen-sombra se caracteriza por el poder de negación que conlleva. ¿No es evidente -se pregunta Bergson (y lo que él dice de la intuición filosófica vale para la intuición poética)-, no es evidente que el primer paso del escritor es rechazar definitivamente ciertas cosas? «Más tarde podrá variar en lo que afirme, pero no variará en lo que niega». Pues bien: en mi deseo de comprender la concepción del mundo de Borges yo quisiera, primero, señalar lo que niega, y después adivinar lo que afirma.

Lo que niega es la posibilidad del conocimiento. Borges es un escéptico. ¿Qué clase de escepticismo?: ¿nominalista, empírico, relativista, agnóstico, psicologista, pragmático? De todo un poco. Y si tomáramos en serio algunos de sus sofismas nos sentiríamos tentados a clasificar a Borges como solipsista. El solipsismo es la teoría de que el «yo» está solo -solus ipse- y nada existe fuera de la conciencia: el universo sería un espejo, un sueño, una invención. Pero Borges admite una realidad exterior. Las últimas palabras de   —20→   su libro Otras inquisiciones son estas: «El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». No es un solipsista sino un idealista subjetivo. Las cosas de la naturaleza y los hechos de la historia que él celebra en sus poemas son contenidos de su conciencia, sí, pero esta conciencia está comunicada con las de otros hombres. Es la conciencia, no solo de un «yo», sino también de un «nosotros».

Y más allá de la subjetividad humana presentimos una realidad en sí -Kant la llamaba «noúmeno»- de la que no sabemos nada, como no sea que nos hace y deshace. La única «verdad» a nuestro alcance es la concordancia del pensamiento consigo mismo. A lo más, sospechamos que la realidad trans-subjetiva es tan incongruente como nuestros delirios. Tanto da hablar de realidad como de irrealidad. De esa realidad -o irrealidad- surgió la vida, una de cuyas especies, la especie humana, ha desarrollado un sistema nervioso que nos ayuda a sobrevivir. Función del sistema nervioso es la conciencia, y con la conciencia interrogamos el misterio. Ah, pero las respuestas que nos damos valen solo para nuestra especie. Cada hombre tiene una conciencia parecida a la del prójimo: todos transformamos la realidad en símbolos, y el lenguaje es una de las actividades más enérgicas en esa transformación simbólica. A pesar de que el hombre toma posesión de sí mismo y de sus circunstancias mediante símbolos, el lenguaje es inepto para la comprensión del universo. No hay relación verificable entre las palabras y las cosas. El lenguaje crea nuestra imagen de la realidad, y esta imagen es un muro que nos intercepta el acceso a la realidad. La indagación filosófica es una mera crítica del lenguaje: analiza palabras que llevan a palabras, y estas a otras, en un regreso al infinito. La filosofía -como todas las empresas de la conciencia humana- es fútil. Hasta   —21→   aquí hemos visto el poder de negación de Borges. O sea, la sombra que arroja el cuerpo de su intuición. Y esta intuición ¿qué afirma?

Bueno: si el lenguaje, arbitraria combinación de símbolos, es inepto para la filosofía, lo mejor será renunciar a toda aspiración a la verdad y entregarnos al juego de la literatura. Por lo pronto, la literatura se beneficia de la arbitrariedad lingüística. El carácter metafórico del habla armoniza con el carácter onírico de los procesos mentales más primitivos y profundos. En esa zona de la personalidad donde cada hombre es la suma de todos los hombres porque, como en una vasta memoria colectiva, compartimos los mismos sueños, la literatura es creadora. Aun la literatura que quiere ser realista no puede menos que crear. Traduce la realidad, que no es verbal, en objetos verbales. Pero más creadora es la literatura que se despega de la realidad y, desde dentro de las palabras, fabrica un mundo autónomo. Es la literatura fantástica. El universo es un laberinto; la conciencia es un laberinto. Inventemos, pues, laberintos, como en «El jardín de senderos que se bifurcan». Inventemos hombres, como en «Las ruinas circulares». Inventemos planetas que reemplacen a nuestro planeta, como en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Ya que no podemos responder al problema del Ser con la verdad, que nuestra respuesta sea poética. La literatura no nos dará la verdad, pero nos depara placer, y el placer es un alto valor vital. Por fútil que sea -todo trabajo intelectual lo es- la literatura es un modo hedónico de vivir. Un placer es sumergirse en la tradición literaria y reconocer que estamos recreando viejas creaciones. Otro placer es imponer formas rigurosas a la incoherencia de nuestro pensar. Pero el mayor placer es llenar el vacío de la realidad con un poderoso ímpetu de libertad. Porque la realidad, puesto que no la conocemos, es nada; y seríamos   —22→   nadie sin el acto de la creación, cuando la temporalidad de nuestra conciencia se intensifica hasta irradiar belleza. El instante se expande y nos adueñamos del Tiempo. Es lo que le pasa al poeta Hladík en «El milagro secreto». La intuición de Borges, constante en toda su obra, parecería ser esta: vivimos apresados en un laberinto de infinitas complicaciones, pero el punto de salida es muy simple: consiste en la lucha del espíritu contra los obstáculos hasta lograr la plena expresión de la singularidad de nuestra vida personal. Y la singularidad de Borges consiste en haber visto que la literatura es siempre ficción y que la realidad misma es ficticia. Precisamente porque presiente que la realidad es una maraña y que la literatura tiende también a enmarañarse, Borges procura imponerse un orden; de ahí su preferencia por el cuento de formas nítidas, con principio, medio y fin, uno de cuyos géneros más humildes es el «cuento de detectives». Este borrar las fronteras entre la fantasía y la razón, entre el sueño y la vigilia, entre el juego y la angustia, entre el «yo» y el «no yo», entre la energía nerviosa del hombre y la naturaleza física es lo que ha asegurado el éxito a la obra de Borges: éxito evidente en la influencia que ha ejercido sobre los narradores de las últimas generaciones.

Lectores adictos a la llamada «nueva narrativa» suelen asombrarse cuando se enteran de que Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y otros autores del «boom» hispanoamericano admiten su deuda con Borges. «¡Cómo puede ser -exclaman- si ellos experimentan con las formas, y Borges, en cambio, se aferra a formas tradicionales!». Ah, es que los narradores experimentalistas admiraron, no sus técnicas narrativas, sino su concepción del mundo. En sus cuentos Borges ofrece soluciones sorprendentes a los problemas del Ser, el Tiempo, el Yo, el Conocimiento, el Valor, el Lenguaje, la Estética,   —23→   pero lo hace con procedimientos poco sorprendentes.

Su Teoría del Ser postula que la realidad es un caos, pero sus cuentos no son caóticos.

Su Teoría del Tiempo refuta relojes y calendarios, pero en sus cuentos la acción avanza linealmente.

Su Teoría del Yo desintegra la persona, pero en sus cuentos aun los personajes que pierden la identidad son reconocibles.

Su Teoría del Conocimiento es radicalmente escéptica e iguala la razón con la sinrazón, pero sus cuentos están construidos con rigurosa lógica.

Su Teoría de los Valores es relativista, pero sus cuentos proponen un heroísmo absoluto: el de la conciencia libre.

Su Teoría del Lenguaje es idealista y por tanto sabe que las palabras son arbitrarios usos individuales dentro de un sistema en perpetuo cambio, pero sus cuentos se dejan regular por una impecable gramática.

Su Teoría de la Estética se funda en el asombro ante una revelación que nunca alcanza a formularse, pero sus cuentos prefieren comentar revelaciones ya formuladas en la historia de la cultura.

Y así podríamos seguir enumerando los contrastes entre la subversiva concepción del mundo de Borges y sus técnicas conservadoras. El caso de Borges es opuesto al de esos experimentalistas que, en la superficie, rompen las convenciones lingüísticas del género cuento pero, en el fondo, son convencionales en su filosofía. Borges, aunque escribe y compone con una prosa normal, nos envía un mensaje revolucionariamente anti-dogmático y anti-sectario. La revolución de Borges se produce en su espíritu, y su espíritu revolucionario es la razón de su éxito. Y termino. «Éxito», en latín, significa el resultado de una actividad y la salida de un lugar. Resultado y salida. El éxito de Borges es su fama como resultado de su actividad de escritor pero, más que eso, es el haber   —24→   encontrado una salida a su laberinto mental. La feliz salida de la imaginación a un mundo libre.



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ArribaAbajo Evolución de la poesía borgeana18

Horacio Armani


Los poemas iniciales de Borges, los que escribió en Europa en su primera juventud, carecen en general de interés. Estaban adscriptos a escuelas que ni siquiera existían formalmente como innovación y apenas si esbozaban un programa: eran, hoy podemos decirlo, meras expresiones del deseo de concebir una poesía liberada de las formas al uso pero carecían de un núcleo central; les faltaba la pasión de un motivo fundamental que les diera ese quid que el genio de la poesía solicita de sus servidores. Por eso los admiradores de Borges consideramos que su poesía comienza aquí, en la Argentina, o, más certeramente, en Buenos Aires, que fue el motivo inicial de su pasión creadora. Lo dice él mismo con palabras certeras en las que emplea por primera vez el «voseo» rioplatense, ese voseo que los poetas cultos no se animaban a utilizar todavía: «Mis años recorrieron   —26→   las veredas de la tierra y del agua / y sólo a vos el corazón te ha sentido, calle dura y rosada».

Su poesía comienza aquí, el corazón entrañable y declamatorio de su poesía, ese que lleva los matices lejanos de un Whitman que le ayudó a unir el deseo de hacer vanguardia con la honda percepción de sentirse poeta aquí, solamente en este lugar del mundo, solamente en esa extraña ciudad adolescente que no tenía para dar más que calles barrosas y veredas, cielos profundos y «patios con luz de luna». En 1923, fecha de aparición de su primer libro de versos, Borges hacía dos años que había regresado de su primer viaje a Europa: tenía 24 años y el conocimiento de las nuevas tendencias europeas de vanguardia, en especial del expresionismo alemán. Ya por entonces algunas esquinas de Buenos Aires se habían vestido con los cartelones de Prisma, la primera -y casi me atrevería a decir la última- revista mural de poesía. Borges diría más tarde que se trató de «una disconformidad hermosa y chambona, un cartelón que ni las paredes leyeron».

Después de las callejas de Ginebra y el esplendor natural de Mallorca, Borges descubre América. La ciudad es el laberinto en el que se perderá para sentirse uno y unido a la tierra en que nació: «Las calles de Buenos Aires / ya son la entraña de mi alma», dicen los primeros versos de su libro inicial, titulado precisamente Fervor de Buenos Aires. Son calles modestas, calles de arrabal «donde austeras casitas apenas se aventuran -dice- / hostilizadas por inmortales distancias / a entrometerse en la honda visión / hecha de gran llanura y mayor cielo». En el cálido tono del poeta se entremezclan figuras y colores de Buenos Aires, la Recoleta, el Jardín Botánico, la plaza San Martín, Villa Urquiza. Allí están sus pasatiempos y su historia: el truco y el tirano Rosas, y desde allí, desde sus límites que se pierden desganadamente   —27→   en la llanura, intuye la inmensidad americana: la pampa vista en «el traspatio de una casa de Buenos Aires», acurrucada en «lo profundo de una brusca guitarra». «Vi el único lugar de la tierra / donde puede caminar Dios a sus anchas», dice, sabiendo que la ternura puede disculpar su exageración. Y en la madrugada, donde la visión nocturna de la ciudad le rememora «la tremenda conjetura / de Schopenhauer y de Berkeley / que declara que el mundo / es una actividad de la mente, / un sueño de las almas / sin base ni propósito ni volumen», cuando solo algunos trasnochadores conservan la imagen de las calles, cuando son pocos los que sueñan el mundo, la visión apocalíptica irrumpe en su metafísico contemplar: «Hora en que el sueño pertinaz de la vida -dice- corre peligro de quebranto, / hora en que le sería fácil a Dios / matar del todo su obra!».

La pasión del poeta por su ciudad se explaya en sus tres primeros libros de poesía, publicados entre 1923 y 1929: Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín. «Yo soy el único espectador de esta calle, / si dejara de verla se moriría», dice con fervor. Y en los versos iniciales de otra composición proclama: «La ciudad está en mí como un poema / que no he logrado detener en palabras». Noches olorosas como «un mate curado», muchachas con ojos «hondos como parrales», la ciudad entera está signada para el poeta por una luz metafísica en la que el tiempo es una obsesión y donde Dios, el azar y la muerte inspiran estructuras minuciosas y logradas. «Esta ciudad que yo creí mi pasado -dice en el poema «Arrabal»- es mi porvenir, mi presente: / los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo he estado siempre (y estaré) en Buenos Aires».

Y los barrios de la ciudad se asoman, viven, inspiran y estremecen sus versos con un sabor nuevo e inédito   —28→   en la poesía argentina. Su sobriedad consigue fórmulas de sugerencias no olvidables fácilmente: «albriciado de luz», «lento de azoramiento», «facones criollos encrudeciéndose en las gargantas», «las calles que altivece tu hermosura», «la mano jironada del mendigo», «la luna atorrando por el frío del alba», «pobre como una araña», «barrio que sobrevives a los otros, que sobremueres»: es poco el tiempo para seguir mostrando la permanente vigilia del poeta sobre su expresión. Aquí cada palabra, cada conjunción de palabras está avalada por una seguridad cuya dimensión se conforma por igual en profundidad de pensamiento y belleza espiritual. «El agua sigue siendo dulce en mi boca y las estrofas no me niegan su gracia. / Siento el pavor de la belleza; ¿quién se atreverá a condenarme si esta gran luna de mi soledad me perdona?».

Este joven que siente el pavor de la belleza, este hombre que llega de Europa, y renueva el lenguaje de la poesía y la prosa argentinas, está destinado también a introducir otro cambio profundo: Borges es, tal vez junto con Martínez Estrada, el primer poeta argentino en quien la inquietud metafísica se manifiesta casi en cada poema. Esa inquietud está presente en sus metáforas, en sus imágenes, en las hondas sugerencias de su verso sálmico, construido muchas veces sentenciosamente, eslabonándose línea a línea. En pocos versos puede describirnos su vida, como en «Casi juicio final» o en «Mi vida entera», y puede hacerlo dejando sensación de veracidad, fortaleciéndose en cada línea, como si todo lo vivido hubiera estado sellado con ese destino único de perpetuación en unas palabras, palabras que simplemente relacionan hechos no concretos pero que expresan vivencias decisivas: «Aquí otra vez, los labios memorables, único y semejante a vosotros. / Soy esa torpe intensidad que es un alma. / He persistido en la   —29→   aproximación de la dicha y en la privanza del dolor. / He atravesado el mar. / He practicado muchas tierras; he visto una mujer y dos o tres hombres. / He querido a una niña altiva y blanca y de una hispánica quietud. / He visto un arrabal infinito donde se cumple una insaciada inmortalidad de ponientes. / He mirado unos campos donde la carne viva de una guitarra fue dolorosa. / He paladeado numerosas palabras. / Creo profundamente que eso es todo y que ni veré ni ejecutaré cosas nuevas. / Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres». Es verdad que el poema, por la eslabonada manera de construir los versículos, debe mucho a Walt Whitman pero la radiografía de una actitud que es como una profesión de fe es típicamente borgeana.

En el tercer libro de poemas de Borges, Cuaderno San Martín, aparecido en 1929, irrumpe ya la más famosa composición del período inicial de su creación: se trata de «La fundación mitológica de Buenos Aires». Es allí donde imagina que la ciudad se fundó en su barrio, Palermo, y que en un principio solo existió la manzana donde alguna vez vivió. Poema chacotón, en el que no falta el almacén rosado, el organito de comienzos de siglo, el corralón, el piano que gemía tangos, el truco entre un duelo de sentencias, más conversado que jugado, tiene un aire límpido y liviano, como si fuera vano pensar en el nacimiento de la ciudad: «A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eterna como el agua y el aire».

En sus caminatas nocturnas con el poeta Francisco Luis Bernárdez no era extraño que se hallaran de pronto en un velorio, esa ceremonia íntima que en los arrabales se transformaba en un rito silencioso y grave. El poema «La noche que en el Sur lo velaron» tiene una tensa graduación, una fluencia contenida que se ahonda en el   —30→   ámbito metafísico del tema: «Por el deceso de alguien / -misterio cuyo vacante nombre poseo, cuya realidad no abarcamos- / hay hasta el alba una casa abierta en el Sur, / una ignorada casa que no estoy destinado a rever, / pero que me espera esta noche / con desvelada luz en las altas horas del sueño, / demacrada de malas noches, distinta, / minuciosa de realidad». Y en esa casa reciben al poeta «hombres obligados a gravedad», hombres «que participaron de los años de mis mayores, / y nivelamos destinos en una pieza habilitada que mira al patio». Y se habla de «cosas indiferentes» -porque la realidad es mayor, dice Borges- «y somos desganados y criollos en el espejo / y el mate compartido mide horas vanas». Y entonces, en medio del velorio que «gasta las caras», surge la pregunta que anticipa el final: «¿Y el muerto, el increíble / Su realidad está bajo las flores diferentes de él / y su mortal hospitalidad nos dará / un recuerdo más para el tiempo / y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio / y brisa oscura sobre la frente que vuelve / y la noche que de la mayor congoja nos libra: la prolijidad de lo real».

Muchos años pasaron, después de Cuaderno San Martín, sin que Borges publicara poemas. De hecho, escribió muy pocos: en la recopilación de su poesía publicada en 1943, además del texto expurgado de los tres primeros libros ya mencionados, se incluyen dos poemas en inglés, de 1934; «Insomnio», de 1936; «La noche cíclica», de 1940; «Del infierno y del cielo», de 1942, y «Poema conjetural», de 1943. Sólo a partir de 1953, cuando comienza a quedarse ciego, Borges regresa definitivamente a la poesía: en 24 años apenas ha escrito media docena de poemas.

«Insomnio» nos revela ya una dimensión más intensa: la ciudad se vuelve ahora dramática y metafísica. «Dios se ha perdido y desesperaciones de miradas lo buscan»,   —31→   exclama. Estamos en 1936, y el presagio del horror venidero está contenido ya en estos versos: «Presintiendo el horror de matanzas, los mundos han suspendido el aliento». Porque en la terrible sucesión de los días y de las noches preñadas de insomnio, todo se une en una espantable conjunción de basuras que la ciudad produce y que representan su misma condenación: «Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires. / Creo esta noche en la terrible inmortalidad: / ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto, / porque esta inevitable realidad de fierro y de barro / tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén dormidos o muertos / -aunque se oculten en la corrupción y en los siglos- / y condenarlos a vigilia espantosa».

Los temas que el poeta tratará a partir de 1953 se encuentran ya prefigurados en su poema «Mateo XXV, 30». Allí, sobre un puente ferroviario, entre el fragor de trenes que tejen laberintos de hierro, el poeta siente una voz infinita que los enumera: «Estrellas, pan, bibliotecas orientales y occidentales, / naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos...». También están ahí los espejos, las batallas de sus antepasados, el amor, el sueño y la memoria. «Todo eso te fue dado -dice-, y también / el antiguo alimento de los héroes: la falsía, la derrota, la humillación. / En vano te hemos prodigado el océano, / en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman: / has gastado los años y te han gastado, / y todavía no has escrito el poema».

Pero ese poema lo seguirá escribiendo Borges durante toda su vida; nunca serán abandonados los rincones de Buenos Aires, las gestas criollas, los personajes que desde joven lo deslumbraron. Ese poema estaba prefigurado ya en el «Poema conjetural», inspirado en la figura de Francisco Narciso de Laprida quien, luego de   —32→   presidir el Congreso de Tucumán, fue muerto por las montoneras de Aldao. Esta forma de monólogo histórico, copiada después por sucesivas generaciones de poetas, es una invención feliz de Borges. Este doctor que estudió las leyes y los cánones, cuya voz declaró «la independencia de estas crueles provincias», derrotado y perseguido por las huestes bárbaras de un caudillejo, monologa: «Yo que anhelé ser otro, ser un hombre / de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas; / pero me endiosa el pecho inexplicable / un júbilo secreto. Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano». En este poema perfecto Borges nos da el destino y la esencia de esos hombres que construyeron a América. Esa América que fue lucha, coraje y barbarie, pero que iba creando el rostro nuevo de otro mundo, Y en ese poema, al igual que su protagonista, Borges también se encuentra con su destino sudamericano.

Estos son algunos de los motivos esenciales de la primera etapa de la poesía borgeana. Aunque la obra narrativa y ensayística realizada por el autor de Ficciones lo haya hecho olvidar, el centro de su creación literaria fue siempre la poesía, primera expresión de su genio y también la última. Cerca ya de los sesenta años, el poeta inició una despedida de las cosas, un nostálgico adiós a lo amado y perdido: «Creo en el alba oír un atareado rumor de multitudes que se alejan; / son lo que me ha querido y olvidado: / espacio y tiempo y Borges ya me dejan». El Borges que es «el otro», como lo dijo en El hacedor, permanecía unido a aquel joven que cantó la ciudad con pasión: «Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas».

Hay un extenso camino por recorrer en la poesía de   —33→   Borges. La pasión del poeta se multiplica más tarde y su poesía acumula temas y momentos felices, se disuelve también en literatura y memorias de lo leído. Pero siempre estará en él la ciudad como una sombra vivida y desvivida. «Buenos Aires, yo sigo caminando / por tus esquinas, sin por qué ni cuándo», escribe en «New England, 1967», a los 68 años. Y es esa Buenos Aires la secreta llama que iluminó la vida del poeta ciego, la luz que en la noche de su ceguera le otorgó las apasionadas vivencias de la poesía y lo liberó de su mayor padecimiento: «la prolijidad de lo real».

Y mientras «espacio y tiempo y Borges» ya nos dejan, nos queda su poesía, la poesía con que un muchacho de veinticuatro años redescubrió su patria, y ese solo acto justifica una vida, vida que sintetizó con singular clarividencia en versos memorables, versos que todavía parecen resplandecer desde la lejanía del remoto pasado en que fueron escritos y que tienen el sello de un creador que en un instante de su vida, en un momento de su plena juventud, imaginó en ellos todo lo que había sido y sería su existencia, quizás equivocándose, pero sintiéndose no más ni menos que un ser exactamente igual a los demás seres: «Creo profundamente que eso es todo y que ni veré ni ejecutaré cosas nuevas. / Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres».



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ArribaAbajo Maestría de un comienzo

Oscar Caeiro


1. El propio Borges ha indicado que el verdadero comienzo de su producción narrativa se produjo entre 1933 y 1934, cuando publicó en un diario de Buenos Aires los relatos después reunidos en el libro Historia universal de la infamia (1935); así inauguró lo que él mismo ha caracterizado como el tiempo de su madurez literaria19.

Ahora bien, ya en algunos escritos anteriores había empezado a cultivar el cuento. El texto «Hombres pelearon», de 1927, ha de considerarse versión inicial de la narración «Hombre de la esquina rosada»20 -que apareció primero en el periódico firmada con el seudónimo F. Bustos y titulada «Hombre de las orillas»21.   —36→   Amado Alonso ha esbozado, un estudio comparativo entre los dos relatos; las diferencias representan, a su entender, la evolución del autor. El logro final de este, en opinión del crítico, consiste en haberse instalado con la versión definitiva en el interior de los personajes, «viviéndolos, creando poéticamente un vivir»22. En el «Prólogo a la primera edición» (1935) de la Historia universal de la infamia, remitió Borges a su anterior libro Evaristo Carriego (1930), como si constituyera uno de los orígenes de los cuentos sobre la «infamia»23. Y de hecho, al definir en este libro al «guapo», personaje típico del arrabal de Buenos Aires, tal como lo veía el mencionado poeta, trazó el contraste con lo que llamó «su presente desfiguración italiana de cultor de la infamia» (O. C., p. 128). No solo puso, pues, el concepto, sino que lo relacionó críticamente con el momento en que escribía. Por otra parte, el capítulo «Historias de jinetes», agregado en edición posterior del estudio sobre Carriego, expuso el mismo principio estructural de su primera colección narrativa reuniendo relatos de gauchos y de mogoles coincidentes en la relación con el caballo, y apuntando su convicción de que, «remotas en el tiempo y en el espacio, las historias» eran «una sola» (O. C., p. 154). Como si la mezcla de localismo y exotismo le hiciera penetrar con más profundidad en un determinado tema de la experiencia humana: ya la barbarie de los jinetes, ya la insistente infamia.

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2. Ha explicado Mariano Baquero Goyanes que la difusión del cuento durante el siglo XIX se relaciona con su publicación en diarios y revistas, los que pasaron a constituir así, en sustitución del marco de las colecciones tradicionales, un contexto significativo y condicionante24. Los relatos de la Historia universal de la infamia aparecieron en el diario Crítica de Buenos Aires, en la dirección de cuyo suplemento literario Borges hubo de colaborar25. Quedan en el libro algunas huellas de que el periódico albergó inicialmente los textos. Al comienzo de «El impostor inverosímil Tom Castro», advierte el narrador que se ocupa de este personaje como «pasatiempo del sábado» y aclara en nota que «estas biografías infames aparecieron en el suplemento sabático de un diario de la tarde» (O. C., p. 301). Es obvio el propósito de brindar un entretenimiento, que se concreta acaso en el aspecto humorístico y satírico de los cuentos; e importa el vínculo con el periodismo que, de alguna manera, implica adecuarse al ritmo de los sucesos de actualidad. De ahí que, por ejemplo, al recordar el suicidio de un almirante chino luego de que hubiera sufrido una derrota (en «La viuda de Ching, pirata»), comente que es un rito «que nuestros generales derrotados optan por omitir» (O. C., p. 309), en evidente referencia despectiva a los militares argentinos, que pocos años antes (1930) habían hecho con un golpe de estado una irrupción en la vida política del país.

No solo por una similar visión crítica de la influencia militar, sino también por la referencia al poder que podía adquirir «el prestigio de algún crimen notorio» y, en general,   —38→   la figura prócer del bandido, se puede reconocer profundo parentesco espiritual entre los relatos de Borges y la Radiografía de la pampa que por los mismos años escribió Ezequiel Martínez Estrada, haciendo ejercicio de la paradoja, pero con desgarramiento trágico26. Compartieron los dos autores en todo caso el escepticismo; Borges, aunque puso algunas alusiones cáusticas, se distanció humorísticamente y apelando a la «historia universal».

Si bien estas narraciones aparecieron entonces aisladamente en el diario y cada una con su propio argumento -de modo que difieren en épocas, países y personajes-, forman parte no obstante de una unidad que no forzó el libro en que posteriormente fueron recopiladas, unidad que el narrador de tanto en tanto indica. Ora porque presenta uno de los relatos como «capítulo» (O. C., p. 320), ora porque con regular reiteración designa o califica personajes y acontecimientos de las distintas historias con la palabra «infame» o derivadas (O. C., pp. 301, 320, 322) reforzando así lo indicado en el título. Es decir, destaca lo que Kundera, al analizar una trilogía de Hermann Broch, ha señalado como principio unificador de una obra narrativa moderna: «la continuidad del mismo tema»27, lo que se puede aplicar al ciclo borgiano.

El hecho de que Borges haya cultivado a lo largo de décadas y con creciente éxito la narración breve pero no haya escrito novelas, bastaría para afirmar que eludió conscientemente esta forma. Se encuentran por otra parte confidencias o declaraciones al respecto: por ejemplo   —39→   que como lector no ha tenido afición a las novelas28; y bastante rotundamente ha desechado en el conocido «Prólogo» de Ficciones lo que llama «desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros» (O. C., p. 429). Su interés por exponer «una idea», como dice en este último pasaje, lo llevó sin duda al cuento.

3. Dispuso para ello de una notoria tradición hispánica y de algunos admirados modelos de otras literaturas. Entre los textos de la Historia universal de la infamia reunidos en el capítulo «Etcétera», ha incluido bajo el título «El brujo postergado» una versión libre al castellano moderno de un fragmento del ejemplo XI de El Conde Lucanor. El viejo libro compuesto en el siglo XIV por el Infante Don Juan Manuel trata sin duda -aunque no exclusivamente- de la infamia, y no solo por este relato que caracteriza al desleal Deán de Santiago en su avidez por la nigromancia; también otros que se refieren a embaucadores o a diversos tipos de maldad, incluso a un pacto con el diablo, corresponden al tema. Además le ofreció la clásica colección el modelo del ciclo de cuentos -pero Borges prescindió del marco- y la libertad de ejercitarse narrativamente con asuntos tomados de la tradición escrita u oral29.

La frase «lo parió un fatigado vientre irlandés», referida al nacimiento de Billy the Kid («El asesino desinteresado Bill Harrigan», O. C., p. 316), impone naturalmente el recuerdo, hasta en el empleo del verbo que elude los   —40→   eufemismos habituales, del comienzo del relato de Lázaro de Tormes; establece, pues, una conexión con la picaresca. Quizá haya que remitir también, y no solo por el empleo de la tercera persona -a diferencia de la forma autobiográfica de la Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades-, a Rinconete y Cortadillo. Se recordará que en el diálogo inicial que trata del encuentro de los dos muchachos -más que protagonistas, testigos de la novela cervantina-, uno de ellos, entre las ingeniosas y cínicas presentaciones en que dan a entender que dominan la «ciencia villanesca»30,

indica su serio anhelo de superar la «miserable vida» que padece (p. 195). Toca así fondo, aludiendo a su desamparada pobreza pero también a la aventurera delincuencia. La organización que preside el grotesco Monipodio, una «infame academia» (p. 236), sorprende a los dos jóvenes porque descubren en ella varias situaciones particulares: que hurtar no es «oficio libre, horro de pecho y alcabala» (p. 205) -tienen que pagar impuestos-; que se puede ser ladrón «para servir a Dios y a las buenas gentes» (p. 206) y, por lo tanto, con la confianza de «irse al cielo con no faltar a sus devociones...» (p. 235). Es decisivo el hecho de que en la «tan famosa ciudad de Sevilla» la justicia está «descuidada» (p. 236), porque la cofradía de Monipodio actúa al servicio de importantes caballeros, en estrecho contacto con los alguaciles. Otra vez se toca fondo, pero ya no el fondo individual sino el social, en que arraiga la establecida infamia.

Y entre los modelos de lengua inglesa que Borges menciona en el «Prólogo a la primera edición» (O. C., p. 289)   —41→   se puede recordar a Chesterton. No es casualidad seguramente que hacia el final del primer capítulo de El hombre que sabía demasiado, un personaje se pregunte si no resulta «infame» guardar silencio, por conveniencia social o política, respecto a crímenes probados31. Al final de cada una de las aventuras de Horne Fischer, el protagonista de esta obra, queda claro que no es solo un sagaz detective sino un escéptico crítico de la vida pública inglesa. Así, por ejemplo, el pozo profundo que hay en una parte del estanque cubierto por delgada capa de hielo y que aclara el enigma de un crimen, resulta ser, según explica el personaje, una alegoría de «la historia inglesa» (p. 1124).

El candoroso padre Brown, personaje en el que Chesterton apoyó sus ficciones policiales, quizá una acabada muestra de la concepción paradójica de este autor, le explica a Flambeau (delincuente que después será su amigo y colaborador): «¿No comprende Ud. que, trabajando entre la clase criminal, aprendemos muchísimas cosas?». Alude así a que la experiencia de confesor, el «oír los pecados de los demás»32, lo ha familiarizado con las peores maldades. El sacerdote transformado en detective hace que la lucha contra el crimen no sea tanto una defensa del orden social cuanto un combate contra el mal. Tal sentido más metafisico que moral tiene también la temática de la infamia desarrollada por el autor argentino, que cultiva la paradoja y el humor como su admirado modelo inglés. Pero, claro, difieren: Chesterton juega sobre un fondo religioso, sobre una conciliadora sabiduría de la vida;   —42→   Borges pone a la vista muchos interrogantes esenciales, como la misma infamia humana, persistente, incurable, que destruye por igual a víctimas y victimarios. El delincuente de Borges es un emblema enigmático; el de Chesterton acaba vencido, en realidad salvado, por el candoroso y sagaz cura. Los dos autores elaboran sus mundos imaginativos a partir de una base filosófica: a Chesterton se la da Santo Tomás de Aquino, a Borges se la dan pensadores como Arthur Schopenhauer.

4. Por varios costados, entonces, se manifiesta la posibilidad alusiva de estos relatos; a pesar de que Borges, veinte años después de haberlos escrito, los descalificó por barrocos y advirtió que tras los tumultos de las aventuras evocadas en ellos no había nada, nada más que la desdicha de un hombre que se entretenía (O. C., p. 291).

El título «El atroz redentor Lazarus Morell», que designa a un pistolero norteamericano que vivió a principios del siglo XIX en la región de las plantaciones algodoneras situadas en las márgenes del Mississippi, alude a la manera como este hombre supo explotar una de las inhumanidades de su época: engañaba a los esclavos haciéndoles creer que les daría la libertad, pero los mandaba a la muerte, practicaba, al decir del narrador, un «fatal manejo de la esperanza» (O. C., p. 297). El lenguaje paradójico deja de ser, de pronto, un mero despliegue de ingenio y se transforma en revelación de una perversa conducta social atribuible no solo al pistolero norteamericano, quien hacia el final de su vida, cuando se vio perdido, intentó provocar un levantamiento general «donde lo criminal se exaltaba hasta la redención y la historia» (O. C., p. 300). Por otra parte el personaje -extremando un aspecto de los integrantes de la «academia» de Monipodio-, además de ser llamado «redentor», «no desconocía las Escrituras y predicaba   —43→   con singular convicción» (O. C., p. 297). La gente sabía que era un adúltero, un ladrón, un asesino, pero lloraba al oírlo hablar lleno de fervor religioso. Toda una alegoría del moderno procedimiento de seducción de las masas.

Tiene resonancias políticas el relato de asunto exótico titulado «La viuda de Ching, pirata», que trata de lo que pasó en el Mar Amarillo, en China, cuando «los accionistas de las muchas escuadras piráticas de ese mar fundaron un consorcio...» (O. C., p. 305). Una vez más desconcierta el lenguaje con sus asociaciones. Ocurrió que Ching murió envenenado y al mando de la piratería quedó su viuda, que al cabo fue más efectiva que él y se transformó en un peligro para el imperio. Después de varios triunfos contra la armada imperial se sometió sin embargo, obtuvo el perdón, «y dedicó su lenta vejez al contrabando de opio» (O. C., p. 310). Logró conciliar, pues, la delincuencia con el gobierno.

Ciertos datos de «El asesino desinteresado Bill Harrigan» configuran una clave. Bill huye hacia el Oeste en 1872; actuando como un cowboy elimina a un matón en «una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto»; asciende después a «hombre de frontera»; y su existencia se resume en la frase: «Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje» (O. C., pp. 317, 318 y 319). ¿,Cómo no reconocer el paralelo con Martín Fierro, el personaje de Hernández? La primera parte del poema de este se publicó en 1872; su protagonista, un gaucho, fue enviado a defender la «frontera» (v. 806); después protagonizó un duelo a muerte en un «boliche» (v. 1265); pasó largos años (diez) de soledad y peligros (v. 1592) en los que «su ética fue la del coraje»33. Incluso la designación del título referida   —44→   al personaje del oeste norteamericano, «asesino», coincide con la manera como Borges ha calificado la conducta de Martín Fierro en determinados episodios (O. C., pp. 32 y 62). El cowboy amplifica en cierto modo esta condición criminal en que incurre circunstancialmente el gaucho; y representa como este lo que Borges ha llamado esa «dura y ciega religión del coraje» (O. C., p. 168) que, tan antigua como el mundo, ha echado raíces en las regiones ribereñas del Río de la Plata.

En textos críticos de la época ha dejado el escritor argentino claras huellas de su preocupación por reconocer una identidad americana común al norte y al sur. Así, en nota (de 1936) sobre el escritor norteamericano Carl Sandburg destaca el idioma empleado por este, que no está en los diccionarios sino «en las calles americanas» y que es «un inglés criollo, en suma»34. Da, pues, a la palabra «criollo» la capacidad para expresar la transformación de la lengua inglesa en los Estados Unidos. Retomando además la posibilidad comparativa establecida por Sarmiento en Facundo -a partir de la relación entre la experiencia representada por Fenimore Cooper en El Último de los mohicanos y la vida en la pampa argentina35- sostiene Borges en un comentario (de 1935) que tras Don Segundo Sombra se puede reconocer Ia gravitación y el acento de otro libro esencial de nuestra América, el Huckleberry Finn de Mark Twain»36. Ha de considerarse, respecto a las dos   —45→   obras así unidas, la expresión «libro esencial de nuestra América». Primero porque implica descartar lo accidental o pintoresco y buscar, como da a entender la palabra «esencial», aquello que es inherente a la simple experiencia humana, sin propósito aleccionador. Y llama la atención en segundo lugar que Borges amplíe la significación de la fórmula forjada por José Martí solo para la América mestiza en fogosa argumentación hispanoamericana, y hable de «nuestra América» en referencia también al territorio cultural y humano de Mark Twain. Aunque, a decir verdad, el novelista norteamericano y el escritor argentino acabarían suscribiendo sin duda la noción ardientemente proclamada por el prócer cubano de la «identidad universal del hombre»37, noción aprendida a sangre y a fuego en la historia de la América hispánica desde los tiempos de Bartolomé de Las Casas. Incluso respecto a los tipos humanos representativos encuentra Borges un profundo parentesco; así, al comentar una novela del norteamericano James T. Farrel, considera que la expresión norteamericana «hard guy» designa exactamente a un «compadre», es decir, a quien «representa el papel del hombre fuerte», y, como no lo es realmente, incurre en equivocación, en irrealidad, lo que sucede «en cualquier América» (O. C. IV, p. 241).

La pieza narrativa culminante del americanismo borgiano de esa época es «Hombre de la esquina rosada». El mismo cuchillero que, para reparar la súbita e inexplicable cobardía del matón local, ha ultimado en ocasión de un baile arrabalero a un desafiante forastero, aparece como narrador en primera persona y se lo   —46→   identifica, al mejor estilo gauchesco, por el empleo de su lenguaje. Borges representa así de pronto el coraje local desde dentro, desde la vergüenza del personaje que siente la debilidad de su grupo, «boca y atropellada no más», y que la indica así como móvil de su acción: «Me dio coraje de sentir que no éramos naides» (O. C., p. 332). Renueva este relato entonces la tradición hernandiana. pero su prosa tiene también el poder introspectivo de la novela moderna. que revela, a través de las desnudas estructuras del lenguaje, el mundo interior del primitivo, elemental protagonista. Queda esbozado el método de prosa narrativa que después seguirían otros, como Julio Cortázar en «Torito»38. Y la dimensión interior de la infamia es, por lo tanto, presentarla como una piedra de toque por la que se descubre la «verdadera condición» (O. C., p. 329) de los personajes, es decir, la inesperada cobardía de un valentón y el coraje -en el que no poco influye la mujer llamada la Lujanera- de un narrador cuya única jactancia no es atribuirse el hecho sino contarlo parcamente con palabras que son pensamiento puro. El escepticismo de Borges hace pie, no tanto en los ideales violentos de estos hombres cuanto, como ha señalado Amado Alonso, en el modo de vivirlos, en su «radical honradez»39; es la comprobación final del casi vacío regocijo en los fantasmas del delito.

5. No falta en el sistema alusivo de la Historia universal de la infamia una considerable dimensión religiosa o filosófica, como parte del juego barroco que   —47→   el autor se atribuyó a sí mismo. Se cumple así esa suerte de ley general que Ernesto Sábato ha enunciado al decir: «Todo lo ve Borges bajo especie metafísica»40. Y el humor juega con los contrastes.

La historia de «El impostor inverosímil Tom Castro», de ese oscuro personaje inglés que, inducido por su sirviente negro, decidió adoptar la identidad del hijo de una aristócrata, desaparecido en un naufragio, es presentada como una grotesca versión del regreso del hijo pródigo (O. C., p. 304). La impostura consuela a la madre e indigna a los otros parientes; se impone por un tiempo pero, al final, fracasa. Actúa para producir este efecto, según dice el narrador, el «destino», es decir, «la infinita operación incesante de millares de causas entreveradas» (Ibídem); más exactamente, se podría decir siguiendo a Schopenhauer41: la combinación de la cadena de causas materiales, objetivas (el vehículo que atropelló en una calle de Londres al negro Bogle, O. C., p. 304), con la de las causas que solo existen dentro del individuo (la temprana obsesión del mismo personaje de que algún día le tocaría esa muerte en un accidente callejero (O. C., p. 301).

Al narrar que en determinado momento los cómplices de Lazarus Morell mataban al negro fugitivo a quien habían prometido redención, el relato se impregna fugazmente de una reflexión filosófica bien pesimista: «...lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día [...] y   —48→   de él mismo» (O. C., p. 299). La idea paradójica de que además del problema de la muerte está el de librarse del dolor o del disgusto de la vida, aparece sobre todo en los capítulos 40 y 41 del segundo tomo de El mundo como voluntad y representación42. El esclavo fugitivo se transforma en personaje de una parábola schopenhaueriana.

La muerte violenta tenía que ser el «lógico fin» de «El proveedor de iniquidades Monk Eastman», un delincuente por encargo que bien pudo haber pertenecido a la cofradía del Monipodio cervantino (este habría anotado en su «libro de memoria»43 las «comisiones» que a veces Eastman ejecutaba personalmente, O. C., p. 313). Después de apuntar al final de la narración el hecho de que apareció el cadáver de este personaje en una calle de Nueva York, comenta el narrador: «Desconocedor feliz de la muerte, un gato de lo más ordinario lo rondaba con cierta perplejidad» (O. C., p. 315). Una vez más aparece así, incidental mente, una reflexión del filósofo alemán, quien enunció la tesis de que los animales ignoran la muerte: «El animal vive sin tener propiamente conocimiento de la muerte»44.

En el prólogo de 1954 Borges ha dicho de sí mismo que, cuando escribió los cuentos de la Historia universal de la infamia era un hombre «asaz desdichado» (O. C., p. 291). Sin intentar resolver arbitrariamente   —49→   tal enigma biográfico, se puede afirmar que el autor aparece en estos relatos buscando una salida, porque considera con humor el pesimismo schopenhaueriano. Por otra parte hubo de significar para él una liberación el que pudiera transformar en brillante materia literaria ese pensamiento filosófico de que estaba ya imbuido. Que hasta el principio formal del ciclo elaborado en torno a la unidad temática arraiga en la filosofía de Schopenhauer. Tómense, por ejemplo, sus consideraciones sobre la historia. Primero, la idea de que la historia muestra en cada página solo lo mismo bajo distintas formas»45; pero también, la resistencia del filósofo a considerar la historia como ciencia y señalar que «se aproxima a la novela» ya que su objetivo es contar «el largo, pesado y confuso sueño de la humanidad»46. Así, desde el punto de vista del autor de El mundo como voluntad y representación, la palabra «historia» del ciclo borgiano no resulta excesiva y los relatos que lo componen pueden verse como una sustitución de la novela, quizá como una forma de novela.

El concepto de maestría recorre como un leitmotiv el ajustado comentario crítico de Amado Alonso; él habla, respecto a este libro de Borges -en especial sobre «Hombre de la esquina rosada»- de «una prosa magistral»; insiste en la «maestría» de «ese poder plástico en la presentación de las personas»; destaca los «aciertos de ejecución»47. También reflexiona Alonso acerca de la   —50→   capacidad del verdadero poeta y creador para «producir un vivir de toda autenticidad»48.

Pero es posible además ver la Historia universal de la infamia desde la perspectiva de la posterior obra narrativa de Borges; y presenta entonces el aspecto de perfecta anticipación. Ya apuntan en ella elementos de la estructura filosófica que el joven había adquirido en intensas lecturas juveniles y que el anciano mantendría hasta el fin. Escribe no solo gozando de un impresionante dominio del arte narrativo, sino también descubriendo, tras sucesos y personajes, ese fondo de la existencia con el que se ha puesto en contacto a través de obras de pensadores modernos. El sentido del acontecer humano, las dimensiones de la vida y de la muerte, entre otros temas, se le presentan como enigmas que crean el particular fondo de misterio característico de sus relatos. Por otra parte, bajo los juegos del azar que se complace en registrar, se descubre paulatinamente, en el complejo alusivo de su sugerente lenguaje, el permanente sondeo de la vida argentina y americana, que lo preocupa hasta bajo la apariencia exótica de muchos de sus asuntos y personajes. Y no es casual el vínculo estrecho con la época, a través del medio periodístico en que por primera vez se publicaron los cuentos. Se siente la presencia de la aciaga década del treinta, del fondo constituido por las fuerzas políticas e ideológicas que adquirieron entonces notoria influencia en muchos lugares del mundo y en el país. El propio Borges, años después (en 1945), asociaría la sicología del partidario de Hitler «a la del defensor del gangster, del Mal»49.

El autor de la Historia universal de la infamia se había   —51→   situado así en una encrucijada del siglo XX, y había meditado a su manera, componiendo con rara perfección narraciones curiosas, quizá divertidas, en el fondo trágicas, sobre el misterio de la iniquidad.



  —[52]→     —53→  

ArribaAbajo Borges y su sentido de la amistad

Jorge Calvetti


Emerson afirmó con la sutileza y la profundidad natural en él que «la amistad, como la inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser creído».

Tiempo después, la realidad le obligó a reconocer que «el alma se rodea de amigos para tener mejor conocimiento de sí mismo o más grande soledad».

Pensador iluminado, quiero decir con una lucidez -una luz- sorprendente, anticipó, cien años o más, verdades que hoy son reconocidas universalmente. El último premio Nobel de Literatura, José Saramago, desarrolla en varias de sus obras, sobre todo en La balsa de piedra la tesis de que «conocer al otro es conocerse a sí mismo».

La colaboración que aporto al volumen de homenaje a nuestro colega tiene un valor anecdótico, y por ello, testimonial, de cómo comprobé de modo personal y directo lo que significaba para Borges la amistad, de cómo la sentía y la practicaba.

Voy a narrar algunos episodios que viví junto a él y   —54→   que tuvieron como protagonistas a Carlos Mastronardi, Xul Solar y a los hermanos Julio César y Santiago Dabove.

Constituiría una lamentable redundancia referirme a la conocida amistad que cultivó con Macedonio Fernández, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, María Esther Vázquez, Manuel Peyrou o María Kodama, que lo acompañó hasta su partida en Ginebra.

Mis relatos son personales, como he dicho, y agradezco a Dios que me haya permitido vivirlos y la posibilidad de poder relatarlos.

Con Carlos Mastronardi había escrito en nueve cuadernos un «diario intelectual», obra que juzgaba de valor. Con los originales a cuestas recorrí varias, casi todas las editoriales de esta ciudad. Siempre obtuve la misma respuesta: «La obra es muy interesante, pero no es comercial, esta clase de libros no tiene compradores».

Apesarado por mis fracasos, llegué una tarde a lo de Borges. Le conté el magro resultado de mis diligencias: «Bueno -me dijo-, vamos a intentar con Frías, gerente de Emecé. Tiene varios teléfonos pero los conozco a todos». Pude comprobarlo: el teléfono particular, el del estudio jurídico, el de Emecé y dos más que podríamos considerar «secretos».

En su casa de la calle Maipo, ¡lo vi tantas veces!; el teléfono padecía su silencio sobre una silla. Para hablar, Borges se arrodillaba en el suelo, no sobre un almohadón -debo aclararlo-, en el suelo, junto a las sillas y comenzaba a discar. Partía del cero y seguía luego nueve, ocho, siete, seis, cinco hasta que llegaba al número buscado.

Esa tarde estuvo de rodillas más de una hora y no pudo comunicarse con Frías. Le agradecí emocionado y sorprendido de ese esfuerzo y le dije que buscaría al nombrado Frías al día siguiente, en la editorial.

  —55→  

«No, -me dijo-, no, de ninguna manera. Haremos todo lo posible por Carlos. Lo buscaremos hasta encontrarlo». Luego de una hora o más, volvió a insistir con paciencia benedictina hasta que lo encontró. Habló con Frías y convino con él la entrevista que se realizaría al día siguiente.

Con tierna e inolvidable alegría se puso de pie y dijo: «¡Qué suerte! Pude ser útil al poeta», y sonriendo agregó: «Al que es amigo jamás lo dejes en la estacada».

Conservo en mi biblioteca un ejemplar de Elogio de la sombra, dedicado a Mastronardi con estas palabras, escritas con una letra apenas legible pero sí muy reconocible: «Al máximo poeta y al máximo amigo, con toda la amistad del semi-entrerriano. Georgie, 1967.

Borges no podía hablar de la amistad sin conmoverse. Muchas veces le oí decir con cierto temblor en la voz: «Caí como herido del rayo cuando lo vi muerto a Cruz». Aquel Cruz a quien años y años después le inventaría -como ustedes saben- dos nombres: Tadeo Isidoro.


Con Xul Solar

Siempre comprobé que Borges cimentaba, erigía sus monumentos de amistad, en la admiración. Sus amigos -sus verdaderos amigos- de un modo u otro eran admirados por él, los admiraba por su talento, sentido del humor, habilidades, por la originalidad de su pensamiento o por su valor, su coraje.

Para Borges, Xul personificaba al «hombre nuevo». Admiraba en él la vivacidad de su inteligencia, su sensibilidad, su cultura, su memoria -irrepetibles- y hasta su elegancia.

Le placía íntimamente oírle decir hace sesenta años: «Yo soy un hombre del año 2000. Ahora nadie ve ni   —56→   entiende lo que hago, yo lo veo, por eso llegará el día, llegará».

En la inauguración de una muestra de Xul, se acercó el poeta y crítico de arte Córdoba Iturburu y le preguntó (acompañábamos a Xul, Borges y yo): «¿Cómo te va?». Xul respondió: «Per Pro». Policho -como se apodaba a Córdoba-, con vacua sonoridad respondió: «¡Cómo Per Pro, esto es Per estancamiento! Esta muestra es igual a la anterior».

Xul, que no podía huir de su humildad, contestó: «Si te parece así, me alegro, siempre soy el mismo». Policho se fue.

La explicación de la anécdota es clarísima. Córdoba no entendió nada de la muestra, quiero decir: humanamente no estaba dotado para entender la obra de Xul, no podía asomarse al mundo esotérico, luminoso, casi celestial de Xul. Borges no admiraba ni mucho ni poco a Córdoba; lo borró, lo ignoró en seguida y le preguntó a Xul: «¿Qué quiere decir Per Pro?». El pintor, el sabio hombre que vivía en Laprida 1214 respondió sonriendo: «Le contesté en neo-criollo para que entendiera menos», y agregó: «Per es un prefijo que indica permanencia -per-manecer, per-durar, etcétera- y Pro es adelante: proa, progreso, proseguir. Entonces, en vez de dar lugar a explicaciones, digo lo que quiero decir, con dos sílabas: Per Pro».

Conviene ahora que informe sobre el neo-criollo. Xul Solar hace más de sesenta años propugnaba la tesis de que la Argentina y Brasil debían unirse. El neo-criollo es el idioma híbrido-español-portugués que él inventó para facilitar esa unión.

Muchas veces cenamos, tomamos el té o nos reuníamos en casa de Xul con enorme regocijo de Borges. Un día me dijo -y estas palabras cobran mucha importancia en sus labios- que Xul era el hombre que, en   —57→   este país, conocía más y mejor la literatura inglesa.




Con los Dabove

Cuando Macedonio Fernández decidió radicarse en Morón, Borges solía visitarlo con frecuencia. Allí conoció a «los Dabove»: Julio César, médico y cuentista parvo y Santiago, escritor originalísimo, un alcohólico casi genial, que por obra del destino se ganó de modo pleno la admiración de Borges. Los Dabove descendían de una de las familias fundadoras de Morón. Estos dos personajes a quienes me refiero, eran una variante provinciana de esos «niños bien» de Buenos Aires que justificaban e ilustraban su prosapia con dignidad y gran altura; digamos, valga el juego: Jorge Newbery o Bernardo Duggan, para citar dos ejemplos relevantes.

Cuando contaban episodios de la vida de Santiago, Borges temblaba de emoción. No sé si Fernández Latour o Farías Alem, criollos de Morón, le dijeron a Borges que Santiago, que estaba tomando sus copas habituales, al sentirse provocado por un malevo, salió a la calle revólver en mano y cruzó la calzada; desde atrás de los árboles de la vereda se balearon a lo largo de la cuadra con suerte para Santiago, que logró herirlo levemente. Luego volvieron al café De la Sirena, donde atendieron al herido y Santiago siguió sus libaciones lentamente, como si nada hubiera ocurrido.

Realidades como esta conmovían a Borges de una manera inimaginable.

Yo soy el heredero de los originales de la obra de Santiago Dabove. Cuando logré que mi amigo Gregorio Selser la editara, le pedí el prólogo a Borges. Me llamó a los dos o tres días para entregármelo y se publicó así, con el prólogo de don Jorge Luis. Borges incluyó el   —58→   hermoso cuento «Ser polvo», de Santiago, al que le dedicó los mejores elogios, en la Antología de la literatura fantástica que compiló con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.

Termino estas líneas evocando una cena en casa de los Dabove; esas cenas eran famosas por lo magníficamente preparadas.

Eruditos en artes culinarias, con una casa enorme y muy buen servicio de cocina, esos convites eran inolvidables. A Borges se le había descubierto un principio de úlcera gástrica y -contra la opinión de la madre- fue a cenar con los Dabove. Pasaban las empleadas con unas comidas magníficas. Él no aceptaba que le sirvieran. De pronto llama la señora Leonor Acevedo: quiere hablar con su hijo. Le acercan el teléfono y le escucho decir a Borges: «No te preocupes madre: estoy ayunando opíparamente».

Después de este oxímoron magnífico, nada más puedo decir, por ahora.





  —59→  

ArribaAbajo Borges y Grecia

Horacio Castillo


El interés de Borges por Grecia comienza en su infancia. A los siete u ocho años, según ha comentado, leía mitología griega; inclusive escribió en inglés -lengua que balbuceó casi antes que el castellano- un trabajo sobre el tema50. Le impresionaron especialmente los doce trabajos de Hércules, el viaje de los Argonautas y el mito del laberinto, que -dirá- lo «poseyó para siempre»51. También otros temas que, con el progreso de sus conocimientos, se fueron fijando en su imaginación: Ulises, Elena, Endimión, Proteo, las Sirenas, Edipo. A este último le dedica un poema en El otro, el mismo52 y a   —60→   Proteo dos en El oro de los tigres (O. C., pp. 1108 y 1109). Ulises, además de ser aludido en numerosos textos, le inspira una de las estrofas de «Arte poética» (O. C., p. 843):


Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.


Su interés por la poesía griega queda demostrado por las citas de Hesíodo, Esquilo, Píndaro, Teócrito o Apolonio de Rodas y, en particular, por su aproximación a Homero. Esta aproximación, dado su «oportuno desconocimiento del griego»53, se produjo a través de las versiones inglesas, a las que dedica un escolio en Discusión. Si bien dicho análisis se refiere al problema de la traducción, Borges incursiona en la cuestión del epíteto formulario con certera intuición: «El rapsoda -escribe- sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso alguno había un propósito estético» (O. C., p. 240). En Historia de la eternidad, al estudiar los kenningar, vuelve sobre el asunto y señala que tales metáforas no valen por su significado -que es nulo- sino por «el heterogéneo contacto de sus palabras» (O. C., p. 368).

Sin perjuicio de este interés, el entusiasmo de Borges se orientó, también desde la infancia, hacia la filosofía griega. Su padre, profesor de psicología, le reveló a edad temprana la aporía de Aquiles y la tortuga: «Me impresionó profundamente esa singularidad, me pareció una   —61→   pesadilla: que la competencia continuaba, que Aquiles no podía alcanzar a la tortuga, que la tortuga estaba siempre delante de Aquiles y que así seguía eternamente»54. Su atención se concentró no solo en Zenón sino en Heráclito, el pitagorismo y Platón, de quien cita varios diálogos: Timeo, Ion, Parménides, República, Político, Fedro, Cratilo. Asimismo se interesó en Demócrito y Plotino y hasta en Apolodoro, de cuya Biblioteca toma el epígrafe de «La casa de Asterión». Todo ello enriquecido por obras de las que ha dado expresa cuenta, como Die Philosophie der Griechen, de Paul Deussen; La philosophie de Platon, de Alfred Fouille; Passages Illustrating Neoplatonism, de E. R. Doods, entre otras55 (O. C., p. 367).

Borges no presumió del saber académico. Escribe:


No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras,
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.


(O. C., p. l016)                


No obstante esa limitación, sus muchas lecturas y su gran intuición le bastaron para conformar un mundo de

  —62→   ideas que lo acompañaría siempre y, lo que es más, fundó su literatura y hasta su estilo. Ese mundo de ideas, de filiación griega, puede reducirse a tres cuestiones: todo fluye, todo vuelve, todo es ilusorio. La primera de ellas, el panta rei heraclíteo, aparece en su libro inicial, Fervor de Buenos Aires, concretamente en el poema «Final de año». Después lo veremos reaparecer, una y otra vez, a lo largo de toda su obra, ya como argumento, ya como imagen, así en «El reloj de arena», «Arte poética» y «Heráclito» (O. C., p. 979):


¿Qué trama es ésta
del será, del es y del fue?
¿Qué río es éste por el cual corre el Ganges?


En «Nueva refutación del tiempo» (O. C., p. 763) y en otro poema titulado «Heráclito»56 cita, con mayor o menor fidelidad, el Fragmento 91: «No se puede entrar dos veces en el mismo río». Poeta al fin, Borges se detiene en la primera parte del texto de Heráclito que, como sabemos, continúa así: «...ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado, sino que por la vivacidad y rapidez de su cambio se dispersa y recoge de nuevo (o, mejor, ni de nuevo, ni sucesivamente, sino al mismo tiempo se compone y se disuelve), se acerca y se aleja». Si hubiera avanzado en esa otra dirección -lo que añoramos- podría haber iluminado desde otra perspectiva las alturas de Hegel.

La segunda vertiente griega de Borges es el pitagorismo y la idea del eterno retorno. Se insinúa, también tempranamente, en el poema «El truco» de Fervor de   —63→   Buenos Aires (O. C., p. 22) y en el capítulo del mismo nombre de Evaristo Carriego (O. C., p. 145). Más tarde, en Historia de la eternidad, le dedica los capítulos «La doctrina de los ciclos» y «El tiempo circular» (O. C., pp. 385 y 393). En el primero, con apoyo en Rutherford y Cantor y fundándose en las leyes de la termodinámica, expresa: «Basta proyectar una luz sobre una superficie negra para que se convierta en calor. El calor, en cambio, ya no volverá a la forma de luz. Esa comprobación, de aspecto inofensivo e insípido, anula el "laberinto circular" del Eterno Retorno» (O. C., p. 391). Esta réplica entra en contradicción con su lírica, pues en «La noche cíclica» profesa la «rotación pitagórica», la doctrina de los «arduos alumnos de Pitágoras» sobre el regreso cíclico de astros, hombres y átomos (O. C., p. 864):


Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante :
«lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»


Su tercera obsesión, también de fuente griega, es Zenón de Elea. Como dijimos, fue su padre quien, a edad temprana, te reveló la paradoja de Aquiles y la tortuga. Tanto es su fervor, que «la tortuga de Zenón» aparece entre los enunciados del «Otro poema de los dones» (O. C., p. 937). Le apasiona ese «pedacito de tiniebla griega» porque -dice en «La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga»- atenta contra la realidad del espacio y del tiempo y, salvo que confesemos la idealidad de estos, es a su juicio incontestable. «Aceptemos el idealismo, aceptemos el crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos la pululación de los abismos de la paradoja» (O. C., p. 248). Sin embargo, tras esta condescendencia idealista, no tarda en aparecer la contradicción   —64→   , y en términos dramáticos:

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal: es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.


(O. C., p. 771)                


Estas tres líneas de pensamiento, de origen griego, convergen en otra idea genuinamente griega: el laberinto. Si todo -en esa pasmosa cosmogonía- fluye pero permanece inmutable; si para superar la contradicción hay que admitir que no existen el espacio ni el tiempo ni la materia; si, para colmo, esa anulación del mundo es puro «consuelo» porque lo real es real, porque yo soy real, entonces el Ser es efectivamente un laberinto. Esta es la idea central de su obra. Se insinúa en su glosa sobre el truco, que equipara a un laberinto de cartón pintado, y la vemos, impregnada de pathos, en el despertar del sueño que cierra «La duración del infierno»: «Pensé con miedo ¿dónde estoy? y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer» (O. C., p. 238). Después será un motivo recurrente en sus especulaciones sobre el tiempo o sobre Dios; en su cuentística: «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «El jardín de senderos que se bifurcan», «La casa de Asterión», «Los dos reyes y los dos laberintos»; en poemas como «Laberinto» y «El laberinto»   —65→   , entre otros57. Según esa metáfora, el mundo es una infinita multiplicación de elementos aparentes, donde el hombre está solo, o más bien es único, y espera como Asterión la redención de la muerte. Pero, pese a esa índole inexorable, el laberinto abre una esperanza, porque entonces -dice- existe un objetivo: un proyecto escondido o secreto, en medio del caos aparente58. «La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo orden (que, repetido, sería un orden; el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza» (O. C., p. 471).

Desde otro punto de vista -el de Grecia moderna- se han señalado semejanzas entre Borges y Constantino Kavafis. Según Nasos Vagenás, Borges reconoció haberlo «leído» tardíamente, cuando ya había perdido la vista, pues -dice- las traducciones del alejandrino tardaron en aparecer en castellano59. Se trata, más que de influencia, de ciertas afinidades con respecto al modernismo, la ironía, la historia, el intelectualismo, la «frialdad» y, sobre todo, la forma de hacer poesía con medios no poéticos, o mejor dicho, con los medios poéticos conocidos. Escribe Vagenás: «Y por poesía entiendo principalmente sus cuentos -los textos de Borges que se consideran cuentos- y especialmente aquellos que componen sus libros Ficciones y El Aleph, porque creo que estos constituyen las más altas conquistas de su arte». Agrega: «Estos textos no son un nuevo modo de relato, como generalmente se cree, sino   —66→   un nuevo modo de poesía. Kavafis hace poesía con los medios de la prosa. Borges hace poesía con los medios del ensayo». Vagenás dice algo más todavía: «Los textos de Borges no provienen tanto de la vida como de pensamientos que los hombres han registrado de la vida. Es decir, provienen sobre todo de la vida del espíritu. Con la misma disposición que Kavafis se vuelve hacia la historia, Borges extrae sus relatos de la filosofía y la teología, y esa es una de las razones por las cuales los poemas de Kavafis se parecen a la prosa y los poemas de Borges al ensayo»60

Hay, además, otro tipo de equivalencias que no dejan de llamar la atención, por ejemplo ciertos títulos:

Kavafis Borges
«En Alejandría, 31 A. C.» «Alejandría, 641 A. D.»
«Brunanburh, 937 A. D.»
«Días de l903» «1964»
«Días de 1896» «1971»
«Días de 1901» «1891»
«En un viejo libro» «Composición escrita en un ejemplar de la Gesta de Beowulf»
«Ante la tumba de Endimión» «Endimión en Latmos»
«Maren la mañana» «El mar»
«En la tarde» «La tarde»
«Un viejo» «A quien ya no es joven»61
  —67→  

Pueden encontrarse otras correspondencias, como la preocupación por rescatar personajes y circunstancias históricas, reminiscencias literarias, ficciones arqueológicas62 o la «asombrosa semejanza estructural y temática» entre el cuento «Tema del traidor y del héroe», de Borges y el poema «Demarato», de Kavafis63. Pero sería temerario ir más allá de la mera coincidencia, a lo sumo de fuentes comunes -la historia, la literatura, la Antología Palatina, los escritores ingleses del siglo XIX- y de un método también común: «Borges y Kavafis utilizan la mente -de una manera especial- para formular con mayor evidencia sus sentimientos»64.

Borges percibió la Grecia real. Escribió sobre Atenas, fechó en Cnossos «El hilo de la fábula» y hasta experimentó la revelación dionisíaca: «Una valerosa y venturosa música griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos»65. Los mismos griegos lo consideraron muy cerca de ellos,   —68→   más cerca que ningún otro creador, y también: un Homero, un Dédalo de nuestra época vagando por las calles de Atenas, como lo pinta Vagenás en su poema «Jorge Luis Borges en la calle Panepistimíu»66:


Sobreviviente de tu muerte
tanteando un sofocante sol ático
remontas lentamente la calle Panepistimíu con tu fino
y polvoriento bastón de Chesterton.
Ciego Borges.
Famoso.
Tu voz me refresca los huesos.
En el fondo eres griego.
La luz se ha posado sobre tus hombros.
Detrás
de tus oscuras membranas distingues
la embriagadora sombra de Solomós.
Homero te sigue en un taxi negro.
Desvelado.
Sin peinar.
Apagando un cigarrillo tras otro.
Recoge la moneda
que cae cada tanto
de tus dientes brillantes.


El helenismo de Borges no es el exultante de Lugones, ni el de Hölderlin, ni el de Nietzsche; tampoco el   —69→   decorativo de Darío o José María de Heredia. Borges fue fundamentalmente un sofista. Un sofista no en el sentido hostil que acuñó Sócrates, ni en el peyorativo de Platón y Aristóteles: sofista por la importancia atribuida a la retórica, el placer dialéctico, la sutileza, el culto de la paradoja y la pretensión de ejercer sobre todas las cosas un espíritu de revisión y de crítica. Como los metafísicos de Tlön, Borges no buscó la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscó el asombro, y hasta su estilo participa de esas connotaciones, es en última instancia un sofisma.

En 1984, al recibir el título de doctor honoris causa en la Universidad de Creta, dijo que regresaba a Grecia veinticinco siglos después de aquel momento en que todo empezó allí: el pensamiento, la dialéctica, la poesía, la filosofía. Agregó: «Pueden considerarme como un griego exiliado en Sud América, que regresa a su patria o como si yo estuviese siempre en Grecia -quiero decir espiritualmente, no materialmente». Y, sofista al fin, concluyó: «Pueden, pues, elegir. Sin embargo quisiera que ustedes entendieran -sé que lo entienden, o mejor que lo sienten (uno siente mejor de lo que entiende)- que es aquí donde me siento feliz; muy feliz de encontrarme en Grecia y de que me encontraré siempre aquí, aun cuando mi cuerpo esté ausente»67.



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ArribaAbajo Las tres inmortalidades de Jorge Luis Borges

José Edmundo Clemente



[I]

La palabra eternidad tenía para Borges el prestigio de las cosas que a uno «se le hace cuento que empezaron». Sin embargo, como título del célebre poema, prefiere al mito, más cerca de la inmortalidad, del inicio lejano de la vida, aunque sin final previsto. Eviterna. O tal vez, para no alejarse demasiado de su querida ciudad. De ahí que reafirmara a mítica la «Fundación mitológica de Buenos Aires». Así la sentía más propia. («La manzana pareja que persiste en mi barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga»). Al cabo, la eternidad es una vaga flor intelectual cuyo perfume hay que pensarlo, y la inmortalidad ya es una angustia de nuestra piel, de los que morimos.

La diferencia está en el tiempo. Que no es poca. El tiempo se mide con la vida del hombre, con las fechas que marchitan su biografía perecedera y con leyendas que conforman las sombras de su pasado y se proyectan al futuro lejano. Exageración del tiempo llamada inmortalidad.   —72→   . Mito al revés; desmesura de la esperanza. Fatiga, el término es borgeano, que alisa la frescura de los días cotidianos en tediosa rutina familiar, donde el todo es igual al cero, por cuanto, «en un plazo infinito, le ocurren a todo hombre todas las cosas». Y concluye, «ser todo es lo mismo que no ser».

Asiduo lector de Homero, restime en «El inmortal» la empecinada trayectoria del genial poeta a través de ásperos siglos, ciudades, culturas, guerras, traductores artesanales, críticos vanidosos y profesores apresurados; a más de haber padecido a los «teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo» y otros avatares troyanos. Al final del cuento, Homero, cansado, se acerca a un árbol espinoso que le provoca una lenta gota de sangre, con mayor eficacia que la flecha cretense que lo rozara cuando buscaba la mítica Ciudad de los Inmortales. Entonces descubre con alegría que es mortal, que la muerte es el descanso buscado. Ya no tendrá que ser aeda oficioso de palacios efímeros, simular ceguera compasiva, ni alternar con multitudes callejeras. Ahora está pleno, con la plenitud absoluta del vacío.

Que 2800 años no son nada, puede ser una frase tranquilizadora para un viajero de vuelta a casa, pero no para el que sigue alejándose. «Dilatar la vida de un hombre es dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes», completaría Borges como sutil justificación. Palabras; palabras que parecen sospechosas de travieso guiño minimizador de la estima homérica, cuando en verdad se trata de una recurrente ironía borgeana, clave de su literatura. Ironía, pince-sans-rire le gustaba llamarla, para enfatizar de lo vano que sería matar a un poeta, porque la poesía es un resplandor sin límites terrenales. Como la emoción, como el sentimiento, como la belleza. ¿Acaso El hacedor no es un homenaje a la condición que en todos los idiomas inmortaliza   —73→   a Homero? «El rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando cóncavamente en la memoria humana», completará.




II

Continuando con la inmortalidad ajena, Borges «mata» a Martín Fierro en su cuento «El fin». Tranquilamente, como quien entretiene el ancho aburrimiento de la tarde pampeana con un bordoneo de guitarras pendencieras. Con esta folclórica ejecución une -¿sin querer?- a los dos grandes poetas que Lugones había señalado en El payador y en Los estudios helénicos como los épicos mayores de la historia literaria. Opinión que Borges comparte con la dedicatoria a Lugones de El hacedor. Los bordes de la admiración tienen simetría en los bordes de la realidad. Homero y Hernández, la Ilíada y Martín Fierro, punta y cabo. Comienzo de la cultura occidental y prestigio de la nuestra.

Al término de la Segunda parte, Hernández despide a sus personajes en la soledad de la pampa, convertida ahora en la verdadera protagonista del poema. Dominante en su redonda perfección. Única. Sol horizontal. Fierro, sus hijos y el hijo de Cruz, deciden cambiar sus nombres y se alejan cada uno por rumbos diferentes, sin rostro ni pasado. Como pueblo en busca de su destino, pueblo que ahora somos nosotros, para que habitenlos la Tercera parte premonizada en los versos finales («mi obra he de continuar / hasta dársela concluida»). Metáfora que nos deja como legado, por ser los destinatarios naturales del mensaje.

Borges corrige el destino de Fierro y lo baja hasta la vieja pulpería donde se realizara aquel cosmogónico contrapunto con el hermano del negro muerto en el   —74→   desgraciado duelo, del que se arrepintiera más tarde. En aquel antológico encuentro nada quedó en pie. Truenos, lluvias, volcanes; canto del cielo, de la tierra, del mar. Tiempo, medida, peso y cantidad.

Ahora, en el crepúsculo de este costado del cielo, se cruzaron las dagas animosas del hermano del muerto y la de Fierro, que ya cansado de caminos, de explicaciones y de penurias, se movía con lentitud. Con los años la sangre avanza a trancos cortos. La tarde caía despaciosamente como si quisiera demorar el final. La suerte de Fierro anocheció hasta quedar en completa sombra. Literariamente. Solo literariamente; Martín Fierro es un personaje poético y nunca muere un héroe literario en manos extrañas. Su inmortalidad se mantiene intacta; solamente lo puede matar su creador. Y los personajes lo saben.




III

Le contaba Borges a Jean de Milleret (Entretiens) que en ocasión de acudir a un encuentro, en su casa, con una señorita invitada, preocupado por su retraso, y como el ascensor estaba descompuesto, trepó rápidamente por la escalera. En el camino tropezó con una ventana mal cerrada y se golpeó fuertemente la frente. La herida fue muy peligrosa y tuvieron que internarlo de inmediato por temor a una septicemia. Permaneció internado varios días, con mucha fiebre y horribles pesadillas, agravadas con insomnios muy dolorosos. Esto fue, agregó Borges, el origen de «El Sur».

En este hermoso cuento, Juan Dahlmann (Borges) viaja a una estancia del Sur para convalecer de una operación consecuente de un accidente evocador del verdadero. Dahlmann (Borges) es un hombre introvertido,   —75→   lector de Las Mil y Una Noches y con «el hábito de estrofas del Martín Fierro». El viaje en tren lo reencuentra consigo y disfruta de la tranquila monotonía del paisaje sureño, recordando antiguas alegrías. Al llegar, hace tiempo en un almacén local hasta que le preparen la jardinera que lo llevará a su residencia. Sin que nadie lo previera es provocado por un matón lugareño que lo insulta y desafía a un duelo cuchillero, pero dada su debilidad y su estado post-operatorio resuelve no hacer caso y salir del lugar. En tanto, alguien le alcanza una daga. El patrón, queriéndolo ayudar, le dice «señor Dahlmann (Borges) no haga caso a ese provocador». Al ser reconocido por su nombre, Dahlmann (Borges) sabe que ya no es nadie, que no puede eludir la pelea. Acepta el desafío desventajoso y cobarde, y sale a la llanura.

La llanura bonaerense, escenario de esa muerte supuesta, es tan lisa como la eternidad. Transparente y abierta como el viento. Aquí las palabras vuelven a encontrarse. Eterno es el tiempo inmóvil, es decir cuando no es tiempo, porque la esencia del tiempo es su latido. La inmortalidad sería apenas simulacro de perduración futura donde los rumbos semánticos se demoran para compartir el prestigio de continuidad vital. La inmortalidad es el instinto del alma; la eternidad, la fe en ese instinto. Abstracción de la esperanza. Por ello, en estas páginas que recuerdan las tres inmortalidades de Jorge Luis Borges, se nos hace cuento que ya no esté con nosotros; lo juzgamos «tan eterno como el agua y el aire».





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ArribaAbajo Singulares presencias en el obrador de Borges

Néstor Groppa


Según Pavic «La Eternidad proviene de Dios, el Tiempo, de Satán; ahí donde se cruzan el Tiempo y la Eternidad se encuentra nuestro momento presente...». Un presente resultado de tan extraño cruce del Tiempo y de la Eternidad, de Dios y de Satán, ocurrió para tres estudiantes del secundario el 14 de junio de 1964.

Gerardo Albarracín, Juan Pablo Gruer y Ramiro Carrizo -hoy médico en Tucumán y físico en Francia, los dos primeros, al promediar sus vidas- tuvieron la ocasión de preguntar a Borges en una vieja aula del Colegio Nacional Centenario «Teodoro Sánchez de Bustamante».

El escritor había sido enviado por la Comisión Nacional de Cultura para dar una charla en el anfiteatro del Colegio Nacional. Los alumnos, alentados por algún profesor, con la inocencia literaria de sus pocos años intentaron un reportaje, que luego fue difundido en el ignoto diario local.

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El cuestionario es como sigue:

P. Sr. Jorge Luis Borges: cuando Ud. era adolescente, ¿quiénes eran sus autores favoritos?

R. Bueno, yo creo que diría más o menos lo mismo que nombraría ahora: Stevenson, Kipling, Wallace; también he admirado a otros escritores jóvenes que escribían novelas policiales. Pero a lo largo de la vida uno va descubriendo autores que, por sus diversos estilos, gustan a unos u otros. Además, en esta lista de autores figura también, entre mis favoritos, Arthur Schopenhauer, escritor que me ha impresionado mucho.

Una de mis felicidades es releer, como en otras épocas en que había pocos libros, los cuales eran leídos en profundidad. En cambio hoy, las numerosas obras surgidas a través del tiempo, multiplicadas por la diversidad de literatos, sumadas al comercio publicitario, dieron origen a que el lector se viera rodeado de obras que el tiempo no le permitirá leer tan detenidamente como se debe leer; porque para interpretar detenidamente una obra, debe releerse: así se tendrá una idea clara y definida de lo que el autor, con otras palabras, quiere expresar. Hay quienes sostienen que un libro puede tener una cantidad indefinida de sentidos, como ocurre con la Biblia. Aunque cada uno de nosotros lea ese mismo libro, siempre logra cambiar o modificar en algo un poco lo que se lee. Y sobre esto debo recordarles lo que Menéndez y Pelayo dice: «Si no se leyeran los versos con los ojos de la Historia, cuán pocos versos habrá que sobrevivan».

P. ¿ Cuál es la página que recuerda con más cariño de esas lecturas juveniles?

R. Sin duda alguna Stevenson fue, para mí, el autor preferido. Pero a todos, preferí siempre esa maravillosa obra de la literatura árabe tan ricamente elogiada en el tiempo: Las Mil y Una Noches. Tiene para mí, un valor   —79→   extraordinario. Puedo decir que me pasaba leyéndola. El número de sus traducciones es asombroso; así, en español, figura una admirable versión de Las Mil y Una Noches, hecha por Rafael Cansinos Assens -la publica una editorial mexicana-. También otros libros llegaron, sin duda alguna, al fondo de mi alma. Puedo hablarle de las novelas de Gutiérrez, autor que me agradó mucho. Las fantasías de Julio Verne y las obras de Stevenson y Las Mil y Una Noches, son los mejores goces literarios que he practicado.

Estos libros han ejercido, posiblemente, cierta influencia sobre mí.

P. Ud. estuvo en Madrid, ¿Puede decirnos qué impresión le causaron los estudiantes secundarios? ¿Conocen la literatura argentina? ¿Les interesa lo argentino?

R. De eso puedo hablar poco; pero debo decirles que hacia 1924, las obras de Leopoldo Lugones eran casi desconocidas. Pero en la actualidad hay libros argentinos que son conocidos, gustados. Además, Unamuno ha hecho mucho por la gloria de Sarmiento, cuando dijo que «Sarmiento es el mejor escritor del siglo XIX». Hay algunos escritores contemporáneos que lo han apoyado, como Bioy Casares. Sobre todo cuando se habla de Facundo y Recuerdos de provincia.

P. Entendemos que ésta es la primera vez que viene a Jujuy. Con anterioridad a este viaje, ¿conoció personalmente a algún escritor jujeño?

R. Tengo muchos buenos amigos, entre ellos, el literato Jorge Calvetti. Hemos comido muchas veces juntos. Pero, personalmente, no he tenido muchas oportunidades de entablar contactos personales, de «conversar», como suele ocurrir en este país, donde la amistad es tan importante.

P. ¿Cuál es la página que Ud. siente más suya?

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R. Bueno, en eso vamos a suponer que Uds. son muy generosos y me permiten dos páginas. Una de ellas se llama «El Sur». Creo que el mejor cuento mío podría ser ése. En verso, hay un poema que se llama «Límites». Este poema me parece que tiene valor: sobre todo cuando se vive, cuando hay cosas que estamos haciendo por última vez. Por ejemplo, cuando sin saberlo nos despedimos de alguien a quien ya no veremos más, porque a lo mejor ocurrirá que nosotros o él, morirá primero.

Hay lugares a los cuales uno no vuelve. Para mí, por ejemplo, en Buenos Aires hay esquinas que recorrí por última vez...; libros que no volveré a leer... Todo esto he volcado en estas obras, que son el fiel reflejo de un espejo que me aguarda en vano... Y así llegamos a un cuento, «El Sur», y vamos a llegar al poema «Límites», y a un ensayo, «La muralla y los libros», que es el caso muy curioso de un emperador que hace construir una gran muralla china y quemar todos los libros que se habían escrito hasta esa época, como para borrar el pasado.

P. Deseamos que Ud. regrese a nuestra ciudad. Quisiéramos también, como argentinos, que Ud. recibiera el Premio Nobel de Literatura para el que está propuesto. Muchas gracias, Sr. Borges, por la entrevista concedida.

R. Mucho me gustaría; pero más bien lo dudo, porque lo viejo no vuelve. En cuanto al Premio Nobel, son ustedes muy amables, pero no lo espero.

Nadie pensó que ese 14 de junio de 1964 se renovaría el mismo 14 de junio pero de 1986, en que la Eternidad se cruzaba definitivamente con el Tiempo para Borges:

Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta. Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé esa fecha, época reciente en otros   —81→   países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento «Estoy en mil ochocientos y tantos» dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo, indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las primitivas aguas del Tiempo, más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra «eternidad». Sólo después alcancé a definir esa imaginación...68



Así coincidió aquel famoso cruce de Dios con Satán en un 14 de junio del memorial de horarios y fechas, decorado por sus rosas de instantes. Un momento con singulares protagonistas, dispersos en el saber y la vida, aquella vez reunidos en un remoto Colegio Nacional Centenario. Y como indica Borges en «La cruzada de los niños» citando a Gibbon: «Lo patético suele surgir de circunstancias menudas».

Instantes, momentos, signos que coinciden, acaso en la misma hora aunque en dos lugares distintos de la Eternidad. Con delicadeza dejamos revelada esta brizna jujeña en la vastedad del obrar del tiempo que se llamó Jorge Luis Borges.



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ArribaAbajo Jorge Luis Borges69

Alicia Jurado


Mi separación legal de Eduardo, de común acuerdo y mediante un juicio sin obstáculos, se llevó a cabo con el mayor grado de civilización. Ninguno discutió por la menor cosa; nuestra vivienda pertenecía a mi madre y me quedé allí con los chicos, como era natural; permanecieron los muebles y él se llevó su biblioteca y algunos cuadros, entre ellos un Figari que después vendió y me habría gustado conservar, pero en la vida no es posible tenerlo todo y retuve en cambio una témpera de Soldi que le había comprado al pintor en su taller, el día en que lo conocí. (En un cuaderno anoté, en julio de 1953: Es sencillo, cordial, sin rasgos notables, y disfraza su talento bajo una apariencia de buen burgués con tricota azul, fumador incansable.)

Coincidió nuestra separación con la época final y más dramática de la dictadura peronista. Esta había sido tan   —84→   larga que, como no hay mal a que el hombre no acabe por acostumbrarse, nos habíamos habituado a seguir viviendo al margen de ella, en la medida de lo posible. La vida social, artística y literaria seguía su curso y nos servía de evasión ante las calamidades políticas; venían excelentes compañías teatrales europeas y grandes cantantes al Colón, había exposiciones y conciertos y, deleitándonos con Jean Louis Barrault en una pieza de Anouilh o viendo a Pirandello interpretado por el Piccolo Teatro di Milano, nos olvidábamos pasajeramente del clima opresivo que se respiraba. Aquel gobierno, en una orgía de autopropaganda, había decretado que la mayor parte de las cosas llevase el nombre de la pareja reinante, de modo que cuando alguien decía, por ejemplo: Ahora viajaré en el subterráneo de Eva Perón a Perón para tomar el tren a Eva Perón, eso significaba que iría desde Retiro a Constitución para viajar luego a La Plata. En los colegios secundarios era lectura obligatoria La razón de mi vida, obra atribuida a Eva Perón pero escrita por un español cuyo nombre olvido, quien hizo lo posible por mejorarle el estilo pero poco logró, si es que se lo propuso, en cuanto a infundirle alguna idea. Los textos de la escuela primaria eran un delirio de propaganda política y adoctrinamiento oficialista. El diario La Prensa, opositor de admirable valentía, había sido confiscado y ningún otro se animaba a formular una crítica después de ese ejemplo: las radios resonaban con loas al gobierno y con los discursos incendiarios del matrimonio, azuzando al populacho contra los opositores. Luego murió ella y, después de un luto obligatorio muy similar al que impuso Rosas al morir doña Encarnación, durante el cual todo empleado público debía llevar corbata negra y guardar diariamente un minuto de silencio para conmemorar el tránsito, los discursos mermaron en un cincuenta por ciento. No   —85→   produjo alivio esa disminución, porque los del cónyuge supérstite aumentaron en virulencia; como les sucede a los tiranos, veía atentados y revoluciones por doquier y a veces con motivo, porque el fermento de la ciudadanía amordazada era considerable y en el ejército cundía el malestar. Hubo un golpe fallido que incluyó un sangriento bombardeo en la Plaza de Mayo y de allí en adelante, tras la prisión de quienes lo encabezaron, el ambiente empeoró y, en el año previo a la revolución, se había vuelto poco menos que irrespirable.

En medio de esta desagradable atmósfera, mi amigo Carlos Muñiz había fundado una de esas revistas literarias que duran, como la niña deplorada por Malherbe, l'espace d'un matin. Se llamaba Ciudad y estaba muy bien presentada, con una linda tapa dibujada por Rafael Squirru; entre sus colaboradores figuraban muchos nombres que más tarde serían conocidos. Yo lo había leído a Carlitos, tímidamente, algunos comentarios sobre libros, que escribí como mero ejercicio y sin intención de publicarlos; no le parecieron malos, porque me pidió un trabajo para el segundo número de la revista, dedicado a Jorge Luis Borges, asignándome el cuento en el reparto de los temas. Fue así como se publicó mi primer breve ensayo y yo sentí ese asombro un poco temeroso de ver impreso algo que había redactado, con mi firma audazmente colocada al pie.

Ciudad alcanzó los tres números y desapareció sin dejar rastros, pero ese trabajo fue el punto de partida, un poco casual, de lo que puedo llamar, sin exageración, la amistad más enriquecedora que me regaló la vida.

El primer libro de Borges que leí, varios años antes, fue Ficciones: vivía aún con mi marido y estaba en cama con un resfrío u otra molestia pasajera cuando un amigo nuestro, Rodolfo Martelli, que solía venir a comer con nosotros, me trajo un ejemplar de regalo para ayudarme   —86→   a sobrellevar la quietud forzosa. Lo leí de un tirón, admirada y suspensa, porque ese libro no se parecía a nada que hubiese conocido hasta la fecha. Hallaba en él no solo una mente original hasta lo desconcertante, sino un estilo literario nada frecuente en nuestro idioma, tan sintético y despojado de ornato, con una adjetivación admirable y un uso singular de los verbos que suplían, en esa prosa de concisión espartana, las gracias de la retórica. Pero fue un tiempo después, al leer su obra poética, cuando mi admiración intelectual se convirtió en entusiasmo apasionado. Me recuerdo caminando por la casa, libro en mano, leyendo poemas en voz alta como una poseída e interrumpiéndome a cada rato para lanzar exclamaciones de júbilo, como solo puede hacerlo la persona que también ama el lenguaje y se exalta al verlo usado por un maestro.

Teníamos con Borges una amiga común, Estela Canto, y ella fue quien nos reunió. Estela había sido una de las muchas mujeres que Borges cortejó en su juventud, época en que le dedicó su cuento «El Aleph» y le regaló el manuscrito original. Curiosamente, Estela militó mucho tiempo en el Partido Comunista, del que tardó más en desilusionarse de lo que una habría supuesto conociendo su lúcida inteligencia; pero, como ni la inteligencia ni la razón son móviles principales de nuestra conducta, inútil es indagar en materia de místicas ajenas. Pese a esta discrepancia ideológica, nos teníamos afecto y solíamos vernos con cierta regularidad; era muy buena escritora y yo consideraba una lástima que malgastase su talento haciendo propaganda marxista en revistas insignificantes, en lugar de escribir las novelas para las que estaba dotada.

Lo cierto es que mi artículo para la efímera Ciudad, que no apareció hasta el año siguiente, me sirvió de tarjeta de presentación ante Borges: Estela le hizo leer   —87→   el texto y esto no lo desalentó para que aceptara conocerme. Finalizaba 1954, punto de partida para una relación que duró treinta y dos años hasta su muerte en 1986 y que, repito, fue la amistad más importante de mi vida.

Cuando conversé con Borges por primera vez, él tenía cincuenta y cinco años y yo treinta y dos. La imagen que me había formado a través de sus libros no parecía coincidir con la persona real: la mente poderosa, la compleja y sutil erudición, el fino humorismo y la honda inspiración poética estaban enmascarados por un señor tímido, a veces levemente tartamudo, con un rostro de rasgos poco firmes que sugerían más la blandura que el rigor y una diestra insegura, que esbozaba ademanes de los que luego parecía arrepentirse y en el saludo habitual se daba con flojedad, como queriendo escapar a la presión de aquella que se le tendía.

Para escribir ese artículo yo había leído casi toda su obra y el escritor de carne y hueso que tenía ante mí no parecía su autor. Elogió mucho mi trabajo, llenándome de alegría porque no sabía entonces qué pródigo era Borges en el elogio hacia las personas con quienes quería ser amable, sobre todo cuando se trataba de mujeres. Aún no le había oído decir en público que Fulana de Tal era la mejor poetisa argentina y señalarme, en tête-à-tête, que sus rimas eran completamente casuales, ni calificar de admirable la traducción de unos poemas al presentarla y censurarla duramente esa misma noche, mientras comíamos solos. Hubo escritor a quien elogió en su presencia, de quien me dijo otro día: Sí, es muy famoso, a pesar de su obra. Cuando le tuve más confianza, yo, que soy incapaz de cortesía cuando de honestidad intelectual se trata, le reprochaba ese hábito que juzgaba indigno de él. Borges sonreía con su sonrisa bonachona y replicaba:

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-Pero ¿qué importancia tiene? Se quedan contentos y con eso no perjudico a la literatura.

En 1954, pues, habiéndonos conocido cuando faltaba un mes apenas para mi habitual reclusión en el campo con los chicos, solo estuve con Borges dos veces más. La primera, fui a tomar el té a su casa y conocí a la madre, Leonor Acevedo, a quien llamábamos Leonorcita, gran señora y excepcional mujer, muy calumniada por psicoanalistas que nunca hablaron una palabra con ella y por periodistas que se hacían eco de aquellos. La devoción ejemplar de esta madre, que no vivió sino para ayudar al hijo ciego y resolverle todos los problemas, mientras le alcanzaron las fuerzas, fue interpretada como deseo de dominio; nada más falso. Por otra parte, habría sido imposible dominar a Borges ni obligarlo a hacer cosa alguna que él no deseara, porque era especialista en resistencia pasiva y también en salirse con la suya, no siempre para su bien.

Después del té fuimos caminando a las oficinas de la revista Sur, en la calle Viamonte, a visitar a Victoria Ocampo, a quien yo había conocido aquel invierno; estar en el despacho de ella, conversando con ambos, me parecía tan inverosímil que no podía convencerme de que una cosa semejante me sucediese a mí. Pocos días después Borges me volvió a invitar a tomar el té, pero fue en el centro y proseguimos, también a pie, hasta la antigua Sociedad Argentina de Escritores en la calle México, donde me esperaba una grata sorpresa: encontrar a mi viejo profesor de castellano del Liceo, don Arturo Capdevila.

En 1955 comencé a ver a Borges con regularidad, acompañándolo a menudo a sus conferencias y comiendo luego con él, pero solo a partir del año siguiente empezamos a encontrarnos con mucha frecuencia. Desde entonces, salvo los tres meses del verano en que me   —89→   hallaba en la estancia y los viajes que uno u otra hacíamos, nos vimos a un promedio de una vez por semana durante más de tres décadas. Creo que llegué a conocerlo a fondo y puedo recordar el testimonio de su propia madre que solía decirme, sonriendo:

-Lo conoces tanto como yo.

Durante su primer matrimonio, nos alejó el curso de un año que dictó en los Estados Unidos y después, cuando vivía con su mujer en la Avenida Belgrano, no iba yo sin una invitación formal, lo que no ocurría a menudo; pero solía visitarlo por la tarde en la Biblioteca Nacional, de la que era director, de modo que nuestra relación no se cortó jamás. Muy parcialmente, me ayudan a recorrer el largo camino de recuerdos, las anotaciones que hacía de vez en cuando en unos cuadernos que destruí por indiscretos, aunque debo aclarar que ninguna de las indiscreciones registradas se refería a él.

Me fui acercando a Borges lentamente. No solo costó vencer su timidez, sino esa barrera infranqueable de literatura que oponía al interlocutor para impedirle cualquier cosa que se pareciera a una confidencia. A menudo me regalaba libros, que yo leía con avidez y marcaba en la primera página con una B para recordar su procedencia: obras de Conrad, De Quincey, Stevenson, Kipling, Wells, sus preferidos. Durante dos años, en cuanto lo nombraron profesor de literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras, asistí a los cursos con el interés de la persona que conoce bastante la materia y está en condiciones de apreciar la originalidad de un enfoque y el acierto de un juicio; situación en que rara vez se hallaban los alumnos, a juzgar por los relatos que él me hacía acerca de los exámenes que estaba obligado a oír. Borges no era sistemático para dictar la materia; arbitrario en sus preferencias y muy   —90→   capaz de despachar a Milton en una clase y dedicarle varias a la literatura anglosajona, que lo apasionaba en aquel momento, era, en cambio, un crítico original y, si un tema lo entusiasmaba, podía contagiar su fervor. Terminada la clase, tomábamos un café en la calle Florida y yo lo acompañaba a pie hasta su casa, camino de la mía. Si salíamos de noche, íbamos a comer al Pedemonte antiguo, a El Tropezón, a La Emiliana, al restaurante de Constitución y a veces al de Retiro, pero siempre pasábamos horas caminando por la Plaza San Martín y sentándonos de vez en cuando en un banco a hablar, por supuesto, de literatura.

Solía llevarme a sus lugares preferidos: al puente de Constitución, al Parque Lezama; a Adrogué, donde veraneaba de chico, para mostrarme las ruinas del Hotel Las Delicias antes de que lo demolieran, conmovida yo con su nostalgia mientras vagábamos de noche en el jardín abandonado. Venía a casa a menudo, a tomar el té o a comer; delante de la chimenea encendida, en el escritorio, le gustaba a veces sentarse en el suelo ante las llamas y a mí me placía que lo hiciese, porque lo sentía así más próximo y menos defendido.

Al principio o, para ser exacta, después de unos meses, Borges me cortejó un poco, como acostumbraba hacerlo con casi todas sus amigas, pero tan discretamente que me era fácil simular que no lo advertía. Yo, que por aquella época tenía otras preocupaciones sentimentales, estaba con respecto a él en un estado que era incapaz de definir excepto, tal vez, con la palabra hechizo. No entendía por qué me hallaba pendiente de un hombre que físicamente no me atraía pero, lo mismo que en el amor, la rara ausencia de su diaria llamada telefónica podía angustiarme. Los franceses tuvieron una expresión, hoy sin duda desterrada por obsoleta, amitié amoureuse, que podría describir esa relación platónica   —91→   hecha no solo de comprensión intelectual, de gustos compartidos, de un juego de réplicas y de bromas en que nos bastaba la más leve alusión para entendernos; también había, en el fondo, soterradas corrientes de ternura que no afloraban por cauces naturales, mientras uno citaba la primera línea de un pasaje de Shakespeare y el otro continuaba con la segunda, o nos recitábamos uno al otro, alternadamente, las cuartetas del Rubaiyat de Omar Khayyám en la traducción inglesa de Fitzgerald, con la alegría de pensar que ese pequeño duelo literario en que nos ufanábamos de nuestras respectivas memorias, no resultaba de una improvisación sino de entusiasmos antiguos, cuando en épocas en que no nos conocíamos ni de nombre habíamos, cada uno por su lado, sentido el deleite de esos versos hasta el punto de adueñarnos de ellos. Borges desplegaba su maravillosa inteligencia y su erudición increíble sin ningún énfasis -nadie estuvo más lejos del alarde- y yo me solazaba porque podía admirarlo entendiéndolo y seguirlo sin vacilaciones, como una bailarina sigue dócilmente al compañero o ser como aquellos oscuros interlocutores de los diálogos socráticos que, sin brillo propio, permiten sin embargo exponer su tesis al maestro. Treinta años después, en una conferencia que dimos juntos sobre Música y Literatura y habiéndome pedido Borges que iniciara el diálogo, expliqué al público que esa tarde sería el segundo violín el que expusiera el tema y el primero lo desarrollaría luego. Creo que esta metáfora musical puede extenderse al larguísimo diálogo que mantuvimos a través de los años, fui ese segundo violín que presta apoyo e introduce variaciones y espero no haber entrado alguna vez a destiempo y, sobre todo, no haber desafinado nunca.

Un día, ante una queja suya, le dije:

-Usted siempre está haciendo cosas que no tiene ganas de hacer.

  —92→  

Me contestó:

-No puedo estar todo el tiempo a su lado.

Sonreí y no dije nada. ¿Qué se contesta a una galantería? Pero sentí ganas de responder:

-Esa es también mi desventura. Ayúdeme a remediarla.

Ese curioso estado de contenida exaltación duró más de un año y no escapó a la perspicacia de Leonorcita quien, lejos de molestarse, me veía con buenos ojos y me invitaba con frecuencia a tomar el té, a veces en ausencia de su hijo, que llegaba un par de horas más tarde. A mí me encantaban esas conversaciones: era muy inteligente y, como ella misma decía, una vida entera dedicada a leerles al marido y al hijo ciegos los libros que ellos elegían, la había cultivado mucho más que a otras señoras de su generación. Cuando escribí el libro sobre Borges para EUDEBA, mi mejor fuente de información fue ella y pasé muchas horas a su lado, tomando notas de sus recuerdos de la vida en Europa y la infancia y adolescencia de sus hijos; ya muy anciana se le ocurrió dictarme, desde la cama en que estuvo postrada, memorias más antiguas, de su propia niñez y juventud en un Buenos Aires remoto del que yo tenía noticias por los míos, pero nunca con la precisión de detalles que ella me daba, matizándolos con toda suerte de anécdotas y hasta escándalos de las viejas familias que yo anotaba para mi propio archivo, aun sabiendo que no podría publicarlos. Abandoné el proyecto de dar forma a esos recuerdos cuando me di cuenta de que Leonor, ya casi centenaria, estaba confundiendo las fechas y los nombres y no me sentí segura de la fidelidad de los datos; espero hallar el modo, algún día, de hacerlos conocer. Leonorcita murió faltándole un año para llegar a los cien; estaba tullida, sufriendo dolores reumáticos y deseando fervorosamente el fin.   —93→   Cuando una de esas personas de poco seso se lamentó ante Borges de que su madre no hubiese alcanzado el siglo, este le contestó, con ese amargo humorismo de que era capaz:

-Señora, usted exagera los encantos del sistema métrico decimal.

Leonorcita vivía pendiente de los acontecimientos políticos, que a la vez la apasionaban y llenaban de angustia; una tarde en que se afligía, comentando el discurso del presidente de turno, Borges le dijo en mi presencia:

-Pero Madre, eso te pasa por leer los discursos de Fulano en lugar de los Diálogos de Platón.

Ella se indignó, por supuesto, pero comprendí que la aparente broma del hijo era una verdad indiscutible. «La gente tiene la superstición de creer que todos los días suceden cosas importantes», solía decir, refiriéndose a su desinterés por los diarios. Un poema de Borges que siempre tengo presente, «Límites», habla de que


Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano



De las puertas que cerré por última vez, felizmente sin saberlo entonces, una de las que más echo de menos es la del departamento donde vivieron Borges y su madre, en la calle Maipú. Llegué a conocerlo tanto y experimentó tan pocos cambios en el largo lapso en que lo visité, que me lo tengo grabado en sus menores detalles: el balcón florido que lo rodeaba por entero; el living-comedor con las bibliotecas, el cuadro de su hermana Norah, los daguerrotipos de antepasados y, en los últimos años, el inmóvil gato Beppo, obeso y blanco, que era preciso quitar del sofá donde usurpaba el asiento preferido de su amo; el dormitorio de Leonorcita, que   —94→   nunca fue modificado y conservó los antiguos muebles de caoba y los retratos de familia como si ella viviese todavía; el cuarto de Borges, tan estrecho que apenas había lugar para la ascética cama y alguna biblioteca, en cuyas paredes colgaban un tigre de cerámica azul, regalo de María Kodama, y el grabado de Durero Ritter, Tod und Teufel, que le inspiró dos sonetos. En el living nos instalábamos de noche, él en el sofá, yo en el sillón junto a la lámpara y no llevo cuenta de las páginas que le leí a lo largo de los años, al principio para ayudarlo a preparar sus clases en la facultad o alguna de sus conferencias; después, cuando trabajé con él en el libro sobre el budismo; siempre, para su placer, que era también el mío, porque cuanto le interesaba valía la pena de ser leído. Su curiosidad era insaciable y me tenía a cada momento buscando algún dato en la Enciclopedia Británica o persiguiendo etimologías en diccionarios especializados.

Después de la primera etapa de nuestro mutuo conocimiento, cuando mi deslumbramiento y su asiduidad se fueron mitigando, la relación se encauzó hacia una amistad sólida y llena de afecto, en la que no puedo pensar sin la más profunda gratitud. Tantas cosas recibí de Borges, en cuanto a enseñanza general y aprendizaje literario; se me dio el privilegio de trabajar a su lado, viendo paso a paso cómo elaboraba su prodigioso estilo; tuve la suerte de compartir con él innumerables lecturas y de oír los comentarios y las críticas con que las interrumpía a cada página; en toda mi trayectoria como escritora, él fue quien me apoyó y orientó, desde que me acompañó a Sur y a La Nación a llevar mis primeros trabajos hasta que, en el acto de mi recepción académica, me dio la bienvenida desde el estrado. Pero, además de todo esto ¡cuánto nos divertimos juntos! ¡Tanto nos reímos de sus ocurrencias, mientras caminábamos   —95→   por calles nocturnas, comíamos en casa o en algún restaurante próximo a la suya o viajábamos a alguna provincia donde lo acompañaba a dar conferencias! Tenía un humorismo muy peculiar, que solo puedo comparar al de Lewis Carroll, como cuando una vez me comentó, a propósito de una hoja de propaganda política que recogí en la calle:

-El razonamiento que hay allí es del tipo: dos por dos, igual a lunes.

Un humorismo muy intelectual, desde luego, cuya gracia consistía en el modo de usar las palabras: la inesperada adjetivación, el verbo disparatado y adecuadísimo que empleaba para burlarse del universo o para lanzarse a un viaje por el absurdo, razonando con lógica aparente pero desvariando cada vez más hasta que a mí me dolían los músculos de tanto reír. Él se reía de mi risa, que lo estimulaba a proseguir por los laberintos de su ingenio y el recuerdo que tengo de esos diálogos es de una permanente alegría.

Una vez en que ambos pertenecíamos al jurado del Premio La Nación y yo, recién llegada de un viaje, le pregunté antes de empezar la lectura de los originales qué le habían parecido, me contestó:

-Mirá, están escritos... bueno, decir que están escritos es una metáfora audaz...

También jugaba con las ideas, con el insólito disparate.

En aquel diálogo sobre música y literatura que mencioné, tuvimos una pequeña discusión sobre el willow song, la canción del sauce que canta Desdémona en el último acto de Otelo, porque Borges insistía en que esta pertenecía a Hamlet; cuando le señalé que la estaba confundiendo con el relato de Gertrudis sobre la muerte de Ofelia, que empieza nombrando ese árbol, comprendió su error y replicó al instante:

  —96→  

-¡Ah, claro, me equivoqué de sauce! A vos, como sos botánica, eso no te puede pasar...

A veces, una sola palabra bastaba para la burla. Hablando de La guerra gaucha de Lugones, le oí decir:

-Se hizo una edición con un glosario que, desgraciadamente, era indispensable.

O la burla estaba en una frase secundaria y final:

-Aquí creen que el fútbol es un invento argentino, como su nombre lo indica.

Si hubiera podido grabar mis incontables conversaciones con Borges, sería dueña de un tesoro sin par que disipó el olvido. Pero un grabador habría destruido la despreocupación de esas charlas, y tendré que resignarme a que no queden de ellas sino apuntes escuetos: Anoche comí con Borges; le estuve leyendo a Henry James; o El año empezó, a las doce de la noche, con el saludo telefónico de Borges; me pareció un augurio feliz, porque solo a mí pudo llamar en el primer minuto del año; a otros, por fuerza, hubo de llamar después; o El domingo fui con Borges a San Isidro, a casa de Victoria; al entrar en el jardín había una magnolia rosada totalmente florecida, como una fiesta. ¿Solo estas gotas me quedan de aquel río de tiempo, conservadas por azar como esas flores secas entre las páginas de un libro, en el que una quiso preservar quién sabe qué fragante primavera?

Desde que le dieron el Premio Nacional en 1955, cuando lo acompañé con Leonorcita a recibirlo, estuve a su lado en casi todos los acontecimientos importantes, alegres o tristes, de su vida. Solía invitarme diciendo, con su peculiar modo indirecto:

-Me gustaría mucho que no estuvieras ausente.

Me recuerdo caminando junto a su dolor detrás del féretro de su madre, sentada a su cabecera de recién operado en la clínica y dándole de comer como a un   —97→   niño, conmovida de que la casualidad me deparase esa tierna tarea maternal; nos veo volviendo en colectivo desde San Luis en un viaje nocturno, porque una nevada inexplicable había inutilizado el aeropuerto, discutiendo sobre García Lorca, que a él no le gustaba y a quien yo defendía; me oigo, afligida, susurrarle durante la misa por los noventa años de Leonor, que no hablase del teatro de Bernard Shaw sin cesar y en voz tan alta.

Borges, insobornable en su actitud contra la dictadura peronista, fue sistemáticamente perseguido por esta, que no solo pretendió humillarlo transfiriéndolo de su puesto de bibliotecario municipal a otro de inspector de aves y conejos en las ferias, sino que ni siquiera le dejaba dar conferencias sobre el hinduismo y el budismo sin mandarlo vigilar por unos policías que vi dormitando siempre en la última fila. Cuando fueron incendiadas las iglesias en 1955, quiso llevarme a ver los estragos y compartir su indignación y su tristeza, que eran las de toda persona de bien, fuese o no creyente. Imágenes de valor y otras de pasta habían sido arrojadas juntas y parecían pilas de cadáveres en un campo de batalla. Casi no hablábamos. De pronto, en un rincón oscuro de una iglesia del barrio sur, vi alzarse entre los escombros chamuscados a Santa Teresa de Ávila, sosteniendo un libro abierto en su brazo mutilado. Llevaba unas palabras escritas y Borges, que casi no veía ya, me pidió que las leyese y reconocimos uno de los poemas de la santa:


Nada te turbe
nada te espante
todo se acaba
Dios no se muda.
La paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene
—98→
nada le falta.
Sólo Dios basta.



Si hubiéramos sido proclives a creer en los símbolos y en la magia, habríamos tomado aquel poema por un signo que nos estaba especialmente dirigido, ninguno de los dos lo éramos, pero a pesar de ello nos conmovió.

En aquellos tiempos no había intelectual ni escritor que fuese peronista, salvo dos o tres de cuyos nombres no quiero acordarme, exaltados hoy por sus méritos de entonces, uno de los cuales fue sufrir el desprecio unánime de sus colegas durante la dictadura. La Sociedad de Escritores era un baluarte y amenazaban continuamente con cerrarla; la universidad, otro foco de resistencia, contaba con el doble apoyo de estudiantes y profesores. Borges, que no se avino a inspeccionar pollos y renunció a su puesto municipal, tuvo que ganarse la vida dictando cursos en el Colegio Libre de Estudios Superiores y en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa, venciendo con mucha dificultad su timidez ante el público que, según él, persistió aun después de haber dado centenares de conferencias. Cuando le señalaba esa circunstancia me contestaba:

-Es que soy un veterano del pánico.

Después de concluir su exposición, me acercaba a buscarlo e invariablemente murmuraba:

-¡Qué suerte! ¡Ya pasó!

En la última etapa de su vida, abrumado por los reportajes, la televisión, las conferencias y las presentaciones de libros, creo que acabó por acostumbrarse o por lo menos se resignó a hablar en público.

Vivía desapegado del mundo, sin leer periódicos ni oír noticias por la radio, informado de los hechos cotidianos por la conversación de sus amigos. Cuando obtuvo el Premio Cervantes en 1980, recibió, entre los   —99→   telegramas de felicitación, uno firmado Juan Carlos Sofía y me dijo que se había devanado los sesos preguntándose quién podría ser ese señor Sofía, hasta que alguien le explicó que se trataba de los reyes de España. Otra vez, le preguntó un periodista si conocía de nombre a un famoso jugador de fútbol y contestó que no (¿Quién iba a ir a hablarle de futbolistas a él?); era absolutamente verdad, aunque nadie creyó que lo fuera.

Para celebrar sus ochenta años hubo un acto multitudinario en el teatro Cervantes, organizado por la Secretaría de Cultura; entre los oradores de esa tarde estábamos Juan Liscano, Manuel Mujica Láinez y yo. Anoté luego: El acto fue lindo y cada cual puso en él una nota diferente: Liscano, la erudita; Manucho, la ingeniosa; yo, la sentimental. Pero estoy muy preocupada por Georgie, con su diabetes, sus trastornos circulatorios, su avanzada edad y su estado de debilidad general. La idea de perderlo me desconsuela.

No quería imaginar un mundo que no contuviera a Borges, en el que fuera imposible llamarlo por teléfono por la mañana para consultarlo sobre cualquier duda o pedirle ayuda a fin de recordar alguna cita; un mundo en que no pudiera llevarlo del brazo hasta la Cantina del Norte, a la vuelta de su casa, y leerle a su pedido el menú entero como si no supiéramos que, después de una breve reflexión, iba a encargar al mozo un arroz con manteca y queso rallado, que comería con cuchara esparciéndolo por todo el plato mientras yo, con discretos golpes de tenedor de los que espero no se haya apercibido, lo iba amontonando otra vez en el centro mientras conversábamos y me ocupaba de que no quedase vacío su vaso de agua, de la que bebía sin pausa.

En los últimos años viajó mucho, a Europa sobre todo, con María Kodama, a quien yo había visto infinidad de   —100→   veces pero conocía apenas, porque Borges solo trabajaba con una persona por vez y nunca mezclaba a sus amigos ni les hablaba de sus otros visitantes. Con María no conversé largamente y a solas sino después de muerto él, pero siempre le tuve simpatía y me tranquilizaba que Borges hubiese hallado, para acompañarlo en sus viajes, a una mujer inteligente, cultivada y discreta, que nunca se puso en evidencia ni lo utilizó jamás para sus propios fines, como hicieron otras. Por grata que sea, viajar con un ciego es una tarea agobiadora; yo, que nunca lo hice durante más de dos o tres días, volvía extenuada de estar permanentemente atenta a cuanto necesitara, a no dejarlo solo sino cuando quería dormir, a frenar a los periodistas y a defenderlo del público que se le iba encima cada vez que salía a los salones del hotel.

Me afligían sus prolongadas ausencias con una salud precaria, pero tardé bastante en comprender que eran un pretexto para disfrutar continuamente de la presencia de María. Con todo, el anuncio de su matrimonio con ella me asombró y preocupó un poco, sabiendo que daría pábulo a los más torpes comentarios del periodismo barato, cosa que sucedió; pero cuando me llamó por teléfono desde Ginebra, para decirme que lamentaba que me hubiera enterado por los diarios -fue en la víspera de mi cumpleaños, el último día en que le oí la voz estaba tan contento y tan lleno de proyectos que me alegró de todo corazón, pensando que había encontrado por fin una compañera permanente para su soledad en tinieblas. No sabía yo que, sin decírselo a nadie para no afligir a los amigos, pero conociendo el diagnóstico del cáncer que se lo llevaría poco después, había resuelto en noviembre del año anterior viajar a Ginebra. Hasta el último día trabajó en corregir las pruebas de la traducción de sus obras completas al francés y fue un alivio saber por María, a quien vi en España, que había   —101→   muerto serenamente y sin sufrimiento.

En esa oportunidad hubo, en la Biblioteca Nacional de Madrid, una importante exposición de libros de Borges y de publicaciones, algunas rarísimas, en las que colaboró; la examiné largamente, pero nada me conmovió como hallar dentro de una vitrina el bastón que usó hasta el final. Ese bastón, uno de los que veía siempre en sus manos, que recibí y le alcancé mil veces en su casa, en la mía o en el restaurante, se había convertido en un objeto inerte que la gente se detenía a mirar con curiosidad, pero también en objeto de veneración pública, en pieza de museo. Ni vi morir a Borges ni pude ir a su entierro y, de alguna manera absurda, para mí no había muerto del todo; con frecuencia pensaba todavía en llamarlo para contarle algo o hacerle una pregunta, como siempre, hasta que en el instante siguiente caía en cuenta de que eso ya nunca sería posible. Pero cuando vi su bastón abandonado en aquella vitrina tuve la brusca certeza de que no vería más a su dueño y me costó un esfuerzo contener las lágrimas delante de la multitud que desfilaba por la sala.

Hacía un tiempo que Borges me había dicho, bromeando, después de relatarme alguna historia fantástica:

-¡Y pensar que dentro de poco seremos dos fantasmas, conversando!

Ninguno de los dos creíamos en esa posibilidad pero confieso que, a pesar de estar de acuerdo con él cuando decía: quiero morir con ese compañero, mi cuerpo, no me disgustaría la idea de ser un fantasma si me fuese permitido reunirme con el suyo a conversar.



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ArribaAbajo Carta a un viejo poeta70

Santiago Kovadloff


Hace ya algún tiempo que circula entre nosotros la edición facsimilar en dos volúmenes del libro Fervor de Buenos Aires. Uno de ellos lo reproduce tal como apareció en 1923. El otro contiene las correcciones introducidas por Borges en el año 1969. No fueron estos los primeros ni los últimos retoques estimados por Borges como indispensables. Pero ya son, qué duda cabe, los del escritor consumado.

La reedición de la obra, sesenta años después de su aparición, fue concebida y espléndidamente realizada por Alberto Casares. En su librería de la calle Suipacha tuvo lugar, el 22 de diciembre de 1993, la presentación de ese notable tributo bibliográfico que Borges no hubiera vacilado en calificar como excesivo. La carta que sigue fue leída por mí en esa ocasión.

  —104→  

Querido Borges:

Permítale a un desconocido que lo llame así. Le debo, como tantos argentinos, la emoción y aun el asombro de haberme reconciliado conmigo en muchas de sus palabras.

Hay algo que se me impone decirle inicialmente. Solo los hombres como usted -y no los hombres como yo- son verdaderamente mortales. Los hombres como yo somos eternos. Nada esencial nos distingue a unos de otros y, generación tras generación, nos sucedemos asegurando, con la terca monotonía que a todo le imprime nuestra irremediable trivialidad, la subsistencia tenaz de un prototipo: el del hombre sin relieve, el del hombre ajeno a la bendición y al tormento de la singularidad. Y ello no es así porque nuestras pasiones sean mediocres sino porque es mediocre el destino que ellas corren en nuestra imaginación; como es igualmente opaco el curso que nuestra inteligencia sin fervor les abre en los días y noches que a cada cual le son dados.

En cambio a usted, Borges, le ha tocado morir. Ha muerto porque solo muere lo excepcional. Por eso, cuando alguien como usted nos deja -y rara vez nos deja alguien como usted-, el misterio que envuelve esa presencia tan prodigiosa como infrecuente a la que llamamos espíritu, resalta con una intensidad profunda y dolorosa.

Sé que también usted ha pensado en la inmortalidad como atributo menor, como rasgo distintivo de lo impersonal, como victoria indigna de lo auténticamente grande.

Lo grande siempre es momentáneo. Un lapsus contundente de lo usual y lo constante. Lo grande es infrecuente. No puede ser rutina. Sobreviene alguna vez para espanto de la costumbre, para escándalo del prejuicio,   —105→   para júbilo de la auténtica sensibilidad. Lo grande es único como un verdadero amor y usted ha sido grande y por ello su muerte fue real.

Una y otra vez me lo repito: alguien llamado Jorge Luis Borges efectivamente murió. Su desaparición nos llena aún de congoja. ¿Y sabe usted por qué? Porque en ella adivinamos tanto el férreo destino que gobierna a lo verdaderamente vivo, como la pavorosa eternidad que nos aguarda a quienes no hemos sido como usted.

Si estuviera usted esta noche con nosotros seguramente evocaría a Heráclito, el que supo distinguir entre hombres dormidos y despiertos. A usted le toca cargar con el imperativo de la vigilia y ser, entre nosotros, uno de esos contados hombres despiertos.

He pensado también con frecuencia que su ceguera fue la piadosa ofrenda que nos hizo su humildad para que nadie entre nosotros advirtiera que por nuestras calles y por nuestro tiempo marchaba un hombre que todo lo veía.

La muerte de un hombre grande, vale decir la de un hombre singular, deja un vacío mayor que aquel que entre nosotros reinaba antes de su nacimiento. Sospecho que el motivo es simple pero no por eso menos asombroso. Si rara vez muere un hombre excepcional, su partida no puede sino sumirnos en el desasosiego y la pena de haber sido testigos de la extinción de una vida real en medio de tantas vidas ficticias.

Hemos sido contemporáneos de Borges como otros lo han sido de Sófocles y de Dante, de Shakespeare y de Pascal, de Camões y de Goethe. Oscuramente presentimos que en su palabra algo perdurará de lo que fuimos, que en ella encuentra albergue y sustento lo que en la nuestra no fue más que efervescencia y vana compulsión.

Esto hemos sido: contemporáneos de Borges. Nos fue   —106→   dado saber de un escritor mayor en forma directa, diáfana, palpable.

¿Quién no tuvo trato con usted? ¿Quién no reconoció en su acento nuestro acento? ¿En sus calles evocadas nuestras calles? ¿En su idioma el esplendor de un castellano que supo ser el nuestro? Su obra ha hecho de Buenos Aires una metáfora más de lo universal; un nombre más entre los nombres ineludibles que retratan el vínculo de nuestro tiempo con los dilemas de la verdad.

A veces una muda emoción puede ser la forma más íntima de la gratitud. Usted, Borges, ha sido real y por usted hemos dejado nosotros de estar únicamente inscriptos en esa cruenta irrealidad que es la intrascendencia expresiva. Usted ocurrió entre nosotros. Hubo aquí una vez un hombre llamado Jorge Luis Borges. Usted nunca supo quien fue. Nosotros, en cambio, bien sabemos que usted fue por todos nosotros.

Releyendo en la vejez las páginas del libro cuya reedición hoy celebramos, usted se persuadió de que ellas contenían todo su futuro. Que la vida de un escritor, cuando es afortunada, constituye siempre el despliegue de una primera y radical intuición.

Si ello es así, habrá que admitir que, a medida que un autor cabal envejece como hombre, va alcanzando, como creador, una lozanía creciente, una vitalidad expresiva que en él no se advertía en los años de juventud. De hecho, el lenguaje de Fervor de Buenos Aires era, en 1923, infinitamente menos borgeano que el suyo y, por eso mismo, más viejo que en 1969, fecha en la que usted decidió enmendar la versión inicial del libro. Así fue como el joven Borges, a los setenta años, salvó a su libro de los riesgos de extinción que lo amenazaban al haber sido escrito por un anciano poeta de algo más de veinte. Sin embargo ya hay un rasgo, en ese muchacho de 1923,   —107→   que en usted se sostuvo para siempre. A ese rasgo lo llamaría yo, impulsado por el acoso de las definiciones, su manera sustantiva de ver. Esa que ya entonces le aseguraba que, al mirar la pampa, había visto usted «el único lugar de la tierra donde puede caminar Dios a sus anchas». A los setenta años, su frescura expresiva expurga de abusos y propuestas esclerosadas el lenguaje de aquel jovencito que, más allá de sus desmesuras, era ya el autor de sus libros. Leyéndolo, usted verifica, con indisimulada perplejidad, que ese muchacho de mano más que vacilante ya había trazado el orbe esencial donde vendrían a florecer todos sus dilemas y desasosiegos de escritor.

Un libro inicial no es, necesariamente, el primero que se publica. Bien puede ser, en cambio, aquel que, reconsiderado desde un futuro al que accedemos mucho después, revela la simiente de todo lo que luego habríamos de hacer. En usted, Borges, confluyen curiosamente el libro inicial y el primero publicado. Aquel muchacho de diáfana figura ya es el anciano reposado y ciego que tantas veces supimos contemplar en el cruce de una avenida, en el recinto de una facultad o en un café céntrico.

Que yo sepa, usted nunca manifestó admiración por Hegel. Sin embargo, esta convicción -la de que, de algún modo, lo que habremos de ser está ya contenido en lo que somos y en lo que fuimos- hubiera complacido al pensador de la Lógica.

Contradicciones sucesivas e incontables jalonan, con su despliegue sin pausa, el cumplimiento de un destino que solo accede a revelarse como tal una vez consumado. También esto lo supo usted. Puedo por eso suponer su honda conmoción de anciano al descubrir en los versos de Fervor de Buenos Aires que aquel lenguaje con frecuencia ampuloso no ahogaba los acentos decisivos   —108→   del hombre que logró hacer de Borges nuestro escritor.

Haber sido uno una única vez. Tal el misterio mayor y la máxima epifanía en la que, seguramente, su agnosticismo muchas veces se deleitó.

Nos hemos reunido aquí, Borges, entre los incontables libros de Alberto Casares, su editor artesano, más que para rendirle homenaje, cosa que a usted le hubiera resultado un despropósito, para compartir una emoción que seguramente fue suya: la de que hubiese habido aquel muchacho que escribió Fervor de Buenos Aires. Sepa usted que a ese chico lo queremos también nosotros. Él está en nuestro corazón y en la mira de nuestra gratitud porque, con las líneas trémulas y súbitamente luminosas que trazó hacia 1923, rozaba ya, con extraña sabiduría, el enigmático fondo de nuestra identidad.



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