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- II -

La vejez de los acusadores


Apagada por el tiempo la animadversión a todo lo español -régimen político, educación, iglesia, lengua y literatura-, estado espiritual y arma contribuyente en épocas de lucha encarnizada, herencia recogida por las sucesoras durante los estremecimientos posteriores al periodo secesionista; invadido paulatinamente el país por el oleaje cosmopolita e inclinada su clase intelectual, en la universidad, en la política, en las letras, en los hábitos sociales, hacia una Europa «moderna» que excluía a España, las relaciones culturales de la Argentina con ésta se regían por medio de una indiferencia displicente y una adhesión ocasional. Pero entre la promoción juvenil de esos decenios que amojonan algunas revistas como bloques de gran aliento constructivo -los veinticinco volúmenes de la Revista de Buenos Aires (1863-1871), los trece de la Revista Argentina   -148-   (1868-1872), los trece de la Revista del Río de la Plata (1871-1877) y los trece de la Nueva Revista de Buenos Aires (1881-1885)-, mantenían aún su pluma activa actores pretéritos de la enfervorizada hostilidad, como Juan María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento.

¿Conservaban en la vejez el encono patriótico de días lejanos? Acusadores implacables en los tres últimos lustros de la primera mitad del siglo, ¿mantenían irreductible su ojeriza en los últimos días de la organización nacional? Sobrevino una circunstancia probatoria para dos de ellos.

En junta celebrada el 24 de noviembre de 1870, la Academia Española había examinado y aprobado una propuesta de su director, don Mariano Roca de Togores, marqués de Molins, y de otros de sus miembros, como don Patricio de la Escosura y don Juan Eugenio Hartzenbusch, que autorizaba el establecimiento de academias correspondientes en las repúblicas hispanoamericanas. Ya existían, por cierto, escritores de éstas que poseían diplomas de académicos correspondientes, aunque con la calificación de extranjeros, pues los estatutos no limitaban su número, y en cambio el de españoles, con naturaleza de tales y residencia en las provincias españolas, sólo alcanzaba a veinticuatro. Pero considerar extranjero a un mexicano en igual grado que a un alemán, dada la comunidad de la lengua y los vínculos históricos, parecía una insensatez. Y para demostrar el sentimiento de una hermandad que debía sobrevivir a la emancipación política, la Academia Española resolvió crear en las repúblicas hispanoamericanas academias correspondientes.

El proyecto dividió a las mismas en ocho distritos literarios: 1.º México, 2.º Colombia, 3.º Venezuela, Ecuador, 4.º Centro América (El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Honduras y Costa Rica), 5.º Perú, 6.º Bolivia, 7.º Chile, 8.º República Argentina. Nombrose una comisión encargada de   -149-   examinar las propuestas de académicos correspondientes americanos que habrían de ser fundadores de las futuras corporaciones. La primera en organizarse fue la de Colombia. Los tres individuos designados en Buenos Aires para organizar la Academia Argentina fueron Juan María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi y Vicente Fidel López.

El primero, a propuesta de los académicos Antonio María Segovia, Juan Eugenio Hartzenbusch y Fermín de la Puente y Apezechea, fue nombrado miembro de la corporación en la clase de correspondiente extranjero, en la junta del 11 de noviembre de 1872. El marqués de Molins firmó su diploma el 30 de diciembre de 1873, fecha en que el secretario accidental, don Aureliano F. Guerra y Orbe, comunicó por nota al doctor Gutiérrez la designación y le remitió el diploma y un ejemplar de los Estatutos y del Reglamento de la Academia. Hasta el 29 de diciembre de 1875 no recibió el escritor argentino todas aquellas piezas, que puso en sus manos el cónsul de España en Buenos Aires. «La correspondencia académica navegó, sin duda, en buque de vela, que es modo clásico y arcádico de viajar -comentaría poco después, con zumbona causticidad, el destinatario- y no en vapor, artificio novísimo en los usos, equivalente a un pecaminoso neologismo en las palabras».

Al día siguiente de recibir los documentos, don Juan María -rector de la Universidad de Buenos Aires hasta el 7 de octubre de 1873, en que se había jubilado, y entonces presidente del Consejo de Instrucción Pública- escribió al secretario accidental de la Academia Española anunciándole la devolución del «valioso diploma». Corridos seis días, un diario popular, La Libertad, entregaba a las calles porteñas el texto de la comunicación. Habían pasado treinta y seis años desde la tarde en que el orador del Salón Literario desdeñara la lengua que hablaba y despreciara su literatura. Su animosidad se mantenía inalterable y aprovechaba la ocasión de manifestarse, asiéndose al propósito académico de   -150-   «cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua castellana» que determinaba el artículo primero de los Estatutos. «Aquí, en esta parte de América poblada primitivamente por españoles -adujo en su nota- todos sus habitantes, nacionales, cultivamos la lengua heredada, pues en ella nos expresamos y de ella nos valemos para comunicarnos nuestras ideas y sentimientos; pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia, por razones que nacen del estado social que nos ha deparado la emancipación política de la antigua Metrópoli». Seguían las razones: que en las calles de Buenos Aires se confunden los acentos de idiomas y dialectos de varios pueblos de Europa y que el cosmopolitismo de las lenguas da su fruto como el cosmopolitismo de la sangre; que nuestros universitarios leen habitualmente en francés, en italiano, en inglés, en alemán y que se impregnan de esos idiomas sin preocuparse de los giros castizos de los místicos castellanos del siglo de oro. No podía él, por tanto, convertirse en vestal de la pureza y la elegancia de la lengua española en la Argentina, y aun consideraba peligroso para un sudamericano aceptar el título de académico correspondiente, pues significaba afiliarse a los partidos conservadores de Europa y al despotismo dogmático de la Iglesia romana... Todo ello dicho en la forma culta, pulida y elegante que hacía del «rebelde» uno de los más finos y escrupulosos cultores del idioma en su país; porque el artista no se traicionaba en Gutiérrez. Y si alguna vez dijo que «el prodigioso talento de Quevedo, el brío lírico de Góngora, la lozana y fértil imaginación de Lope», y aun «el mismo Cervantes, ese espíritu terso y ático en cuyas páginas inimitables se retratan la elevación y la fortaleza de una grande alma», tropiezan con amaneramientos de su época y deben pagar ineludible tributo al «gusto de su nación y la índole (sic) de su idioma», en otra ocasión reconoció que la lengua española es tan ondulante como la italiana de Ariosto y Monti (era a propósito del verso sciolto de Cienfuegos y   -151-   de Juan Cruz Varela) y tan apta como ella «para marchar desenlazando anillos y describiendo armoniosísimas curvas por entre el pensamiento, el colorido y la imagen».

Llevaba algunos meses de residencia en la ciudad don Juan Martínez Villergas, el «sarmenticida» español de veinte años antes. Desde las páginas satíricas de su semanario Antón Perulero, zahirió a Gutiérrez con el donaire chabacano de su cuerda, y le replicó desde La Libertad «Un Porteño» con ironía, fluidez y «razones» que sólo podían corresponder a la pluma inconfundible del renunciante. La polémica se extendió a los tres primeros meses del año 1876 y atrajo otros contendientes. Una carta privada de Gutiérrez, escrita al crepitar los últimos leños de la fogata, y publicada en Chile por don Benjamín Vicuña Mackenna, ilumina por dentro la insólita actitud: «¿Qué le parece mi cohete a la Academia? Tenemos un sílabus y un concilio en Roma; tendremos un Diccionario y una Academia que nos gobernará en cuanto a los impulsos libres de nuestra índole americana en materia de lenguaje, que es materia de pensamiento y no de gramática. Tendremos una literatura ortodoxa y ultramontana, y no escribiremos nada sino pensando en nuestros jueces de Madrid, como los obispos que sacrifican los intereses patrios a los intereses de su ambición en Roma. Yo he cumplido con mi deber...»48.

La prevención de don Juan María, formada en años juveniles que respiraban el ardor y el encono de las luchas de nuestra emancipación política, resultaba anacrónica en el segundo año de la presidencia de Avellaneda. Estaban cicatrizadas las heridas y desarmados los ánimos; manteníamos excelentes relaciones con España, y maestros de escuela, comerciantes, labradores, periodistas, artistas y universitarios   -152-   de España vivían arraigados al país e identificados con la sociedad argentina. Tres años antes, Sarmiento, dirigiéndose a ellos como presidente de la Nación, en su Discurso de la Bandera, había dicho: «Debemos a España la sangre que corre por nuestras venas... Habrá patria y tierra y libertad para los españoles cuando en masa vengan a pedírnoslo como una deuda». Las designaciones de la Academia en América demostraban su deseo de obtener la colaboración familiar para una obra armónica; el detonante rechazo fue doblemente sentido en América por venir de un escritor en toda ella respetado.

Alberdi, en cambio, se apresuró a exhibir su título de miembro correspondiente en la portada de Peregrinación de Luz del Día. El lejano hispanófobo de Reacción contra el españolismo y de Emancipación de la lengua; el resentido, implacable que consideraba retrógrado todo lo español y predicaba el separatismo de la lengua como última fibra de la ruptura entre Buenos Aires y Madrid, al tiempo que la aproximación al francés, porque «imitar una lengua perfecta es imitar un pensamiento perfecto»; el discípulo de Larra, solidario con sus ataques a la literatura paralítica de España; el prologuista del certamen montevideano de 1841, ha viajado, ha vivido, ha vuelto a Europa y residido en la tierra de sus mayores, ha sido el negociador de un tratado de paz con ella... Cuando se entera de la creación de academias correspondientes de la española, desliza su palinodia en un trabajo titulado De los destinos de la lengua castellana en la América antes española, donde propicia la inmigración de españoles para dar «el ejemplo vivo de la bella pronunciación castellana» y ejercer desde «su prensa, escrita con propiedad, un buen influjo en la prensa americana». Al comentar, un lustro después, en Evoluciones de la lengua castellana, el rechazo del diploma académico por su amigo Gutiérrez, sepulta sus juveniles arrestos de independencia idiomática bajo la losa tutelar de la Academia, con sorprendente epitafio:   -153-   «¡Ojalá en este sentido pudiera España conquistarnos hasta hacer un hablista como Cervantes de cada americano del sur!» Finalmente, en páginas póstumas, la sinceridad alberdiana adquiere un tono conmovedor cuando se retracta, de su ofuscación juvenil en lo que respecta a la lengua. «Mi preocupación en ese tiempo contra todo lo que era español -léese en Mi vida privada- me enemistaba con la lengua misma castellana, sobre todo con la más pura y clásica, que me era insoportable por difusa. Falto de cultura literaria, no tenía el tacto ni el sentido de la belleza. No hace sino muy poco que me he dado cuenta de la suma elegancia y cultísimo lenguaje de Cervantes... Se ve que no frecuenté mucho los autores españoles; no tanto por las preocupaciones antiespañolas producidas y mantenidas por la guerra de nuestra independencia, como por la dirección filosófica de mis estudios. En España no encontré filósofos como Bacon y Locke, ni publicistas como Montesquieu, ni jurisconsultos como Pothier. La poesía, el romance y la crónica, en que su literatura es tan fértil, no eran estudios de mi predilección. Pero más tarde se produjo en mi espíritu una reacción en favor de los libros clásicos de España, que ya no era tiempo de aprovechar, infelizmente para mí, como se echa de ver en mi manera de escribir la única lengua en que, no obstante, escribo».

Ni inflexible como Gutiérrez ni arrepentido como Alberdi, si bien no le tocó decidirse ante una distinción como la recibida por ellos, Sarmiento mostró en los últimos años de su vida haberse reconciliado con España. La hermosa lengua que él consideraba detenida, como su literatura y el espíritu de la raza, en el estancamiento general del país desde hacía tres siglos, le arranca aún en 1866 suspiros rabiosos a sus expansiones de sembrador. «Como instrumento, de civilización -escribía desde Nueva York a la Sociedad Bibliófila de su ciudad nativa- puede decirse que el idioma castellano es una lengua muerta. Ni en política, ni en filosofía,   -154-   ni en ciencias ni en artes es expresión del pensamiento propio ni vehículo de las ideas de nuestra época». Algunos síntomas del despertar de aquel letargo debieron de alentarlo, y las esperanzas aletean sobre sus negaciones en documentos sucesivos.

Al año de ser presidente de la República, el 24 de setiembre de 1869, firmó tres cartas para España: una dirigida a don Emilio Castelar; las otras, a un escritor, don Eugenio de Ochoa, y a un impresor, don Manuel Rivadeneyra. Felicitaba al orador por sus discursos de resonancia mundial, pues había leído algunos en italiano y en inglés de Londres y de Nueva York, y alentaba al político: «Usted y yo, cada uno en su esfera de acción, estamos subiendo la piedra de Sísifo, sin más diferencia que probarlo usted por la vez primera con fuerza juvenil, y yo por la cuarta si cabe, debilitado ya por los años». Al señor Ochoa le agradecía el ejemplar de su traducción de Virgilio49, y le anunciaba que había sido «aprobada» por su ministro del Interior, don Dalmacio Vélez Sársfield, traductor satisfecho de la Eneida; a su viejo amigo Rivadeneyra lo incitaba a nuevas empresas, en vista de la perfección tipográfica alcanzada por España. Los editores españoles deberían imitar a sus colegas Appleton, de los Estados Unidos, siempre a la caza de libros europeos que tuviesen novedad científica, política o literaria. No encontrarían «cien lectores en todas las que fueron y son las Españas», para ciertos autores; pero las novelas populares tendrían seguro éxito. Y terminaba recomendándole la edición de traducciones españolas de Macaulay, Mominsen y algunos autores franceses. Al año siguiente, el gobernante argentino escribía al ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela: «Necesitaríamos traducir al español dos mil obras de las que caracterizan y constituyen la civilización   -155-   moderna». Y en una carta privada de 1872: «La lengua de Cervantes es un viejo reloj rouillé que está marcando todavía el siglo XVI. No saldrá de ahí. No se publican libros en España y la América está dividida en doce tribus que no dan quinientos lectores, para cada uno, porque no se entienden en castellano». Pero siete años después, en un artículo sobre «nuestros trigos», el maestro de escuela, satisfecho al fin, se sobrepone al periodista para decirle a su público: «El castellano posee hoy lo que no poseía ahora diez años: una vasta colección de libros de enseñanza en español, sobre todos los ramos que se enseñan en las escuelas. Las prensas de Francia, de Bélgica, de los Estados Unidos y las nuestras propias nos abruman con textos excelentes, traducidos y adaptados a nuestras necesidades; y ahora que España se mueve en el sentido de todas las naciones, difundiendo los conocimientos...». ¡España asociada a los países más adelantados por su acusador de antaño, y nada menos que en el campo didáctico!

Tres años antes de morir, en 1885, Sarmiento escribió una página densa y traslucida de estilo y sentimiento para el número único publicado en Buenos Aires a beneficio de las víctimas del terremoto de Andalucía. «La España arábiga que abrió puertas a la ciencia; la España renacentista que combatió a la vanguardia de la humanidad, lleva retardado el paso porque aún arrastra a los heridos y los inválidos de sus tempranas luchas. Sacó mundos del caos, desterró al moro y creó con vigor original en sus letras y en su arte. Sobrevino la parálisis...». Y la página termina con este toque de clarín: «Lléganos el rumor de ruinas que se desploman y despejan el suelo de viejos recuerdos. ¿Será que la tierra favorita de Hércules se endereza de nuevo entre las grandes naciones? Ayudémosla a levantarse sus hijos de América».

Al pie de las encinas, los hongos... Surge entonces una familia fungosa, cuyos individuos han sido calificados y estudiados por un lingüista herborizador. «El idiomólogo -   -156-   nos dice al definir y explicar su neologismo- es un tipo de escritor que no existe sino en la tierra americana descubierta, conquistada, colonizada y explotada por los españoles. Se distingue de todos los escritores de la humanidad por este rasgo característico: predica la sustitución de la lengua en que escribe, y el castellano le sirve para decir que el castellano no sirve»50.

Los idiomólogos invocan la tutela nacional de Gutiérrez, de Alberdi, de Sarmiento; acogen el plebeyismo con un pretexto de autonomía criolla; reciben los barbarismos con generosidad cosmopolita de país de inmigración; rompen con la tradición histórica de su lengua universal en nombre de una celosa autoctonía; descoyuntan la sintaxis como si demoliesen un fortín y abren el campo al malón lingüístico para que reduzca a jerga de toldería el idioma que introdujo, la civilización europea en nuestra América...

Los dos últimos decenios del siglo fueron el cauce de esa corriente cenagosa; en 1900 se la embotella y ofrece como elixir patriótico: Idioma Nacional de los Argentinos.



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- III -

La celebración colombina


Una fecha propicia entre todas para restablecer o vigorizar la armonía familiar de España con las repúblicas de su lengua, antes de trasponer el siglo revolucionario, llegaba con el decenio último: la del cuarto centenario del descubrimiento. Hilaron con diligente anticipación la diplomacia y la prensa; hablose en todos los tonos de los vínculos de la sangre y de la historia, y el año de 1892 comenzó con dianas colombinas a entrambos lados del océano.

España conmemoró su empresa impar con magnificencia, los países originados por ella y especialmente representados en sus fiestas, le llevaron su ofrenda filial. El torneo oratorio se inició con tempranos turnos en el Ateneo de Madrid. Su presidente pidió al ministro argentino, doctor Miguel Cané, que participase en el ciclo de conferencias de   -158-   la famosa tribuna, y el ministro, después de enterarse que hablaba con don Gaspar Núñez de Arce y de manifestar su admiración al poeta, se negó a colaborar en aquel ciclo porque «siempre he pensado -fueron sus palabras- que dos de los hombres más fatales que ha tenido España (¡y cuidado, que no se ha quedado atrás en la especie!) han sido Colón y Felipe el Hermoso, que le trajeron dos de las calamidades mayores que puedan caer sobre un pueblo: la riqueza material y la gloria militar»; además, temía desatarse en improperios contra el conde-duque de Olivares, a quien pretendía rehabilitar el entonces presidente del Consejo de ministros, don Antonio Cánovas del Castillo51. No obstante, para corresponder al honor de la visita, el diplomático humorista dio al presidente del Ateneo el nombre de su colega y vecino el ministro del Uruguay, don Juan Zorrilla de San Martín. Y así fue cómo el verbo elocuente del autor de Tabaré tejió en el aire de la gran sala, el 25 de enero de 1892, su memorable tapiz sobre el descubrimiento y la conquista del Río de la Plata.

Otro poeta hispanoamericano, el nicaragüense Rubén Darío, ya vinculado a la Argentina por sus correspondencias a un diario porteño, asistió a las fiestas conmemorativas como miembro de la delegación de su país. Dos cartas de don Juan Valera sobre Azul..., publicadas en El Liberal de Madrid, habían revelado su nombre al ambiente literario; pero en éste debió de sonar a hueco la declaración de aquel centroamericano de veintisiete años, aparecida en la solemne Ilustración Española y Americana para mayor estupor: «Entiéndase que nadie ama con más entusiasmo que yo nuestra lengua y que soy enemigo de los que corrompen el idioma; pero desearía para nuestra literatura un renacimiento que tuviera por base el clasicismo puro y marmóreo de la forma, y con pensamientos nuevos; lo de Chénier, llevado a la mayor altura: arte, arte y arte». Y antes de que se publicasen   -159-   las dos o tres composiciones innovadoras que luego pertenecieron a Prosas profanas, también debió de sorprender a los poetas de la Regencia la estrofa única y luminosa que, como un solitario de América, engastó el lírico en la corona del almirante continental:


Bajo un límpido azur cuyo raso
flordelisan los astros de fuego,
como un dios, en su carro marino
que arrastraron cuádrigas del viento,
fue Colón el Mesías del indio
que llegó al misterioso hemisferio
a elevar el pendón de Castilla
del gran sol en el cálido reino,
y a llevar la palabra de Cristo
con su insignia de brazos abiertos.



No podía la Real Academia Española permanecer indiferente en la magna conmemoración. Restauradora de lo que en América habían destruido la diplomacia y la política españolas, al unir el espíritu de los pueblos y hacerlos colaboradores de la misma cultura -según expresaba don Juan Valera, con la autoridad del propio ejemplo52, en su «carta americana» del 23 de agosto de 1891-, la Academia apuraba la construcción de un palacio para estrenarlo en las fiestas y otorgar en él los premios del concurso abierto por ella entre los poetas de la lengua para cantar a Colón. Pero su mejor acuerdo fue, sin duda, «publicar una Antología de poetas hispanoamericanos, con introducción sobre la historia literaria en cada una de las regiones descubiertas y civilizadas por los españoles en el nuevo Continente». Encargose el trabajo al académico don Marcelino Menéndez y Pelayo. «Los libros americanos escasean notablemente en Europa   -160-   -declaró en su prefacio el historiador y escogedor, para dar idea de las dificultades del trabajo- y muchos, quizá de los más importantes, faltan no sólo en nuestra biblioteca particular, sino en la de la Academia Española, en la Nacional de Madrid y en otros depósitos públicos. La guerra trajo un periodo de incomunicación literaria que no ha cesado hasta nuestros días, y de aquí que por lo tocante a libros americanos, los más conocidos en España sean o los más antiguos o los muy modernos». Esa obra monumental constituyó una prueba efectiva del reconocimiento familiar en los dominios del idioma, aunque el propio autor diría, en la edición de 1911, que era de todas las suyas «la menos conocida en España, donde el estudio de las cosas de América interesa a muy poca gente, a pesar de las vanas apariencias de discursos teatrales y banquetes de confraternidad...».

¿Habremos de considerar eco inmediato de la celebración colombina, entre nosotros, el propósito de reformar el himno patrio? En julio de 1892, Lucio Vicente López, ministro de Pellegrini, obtuvo del Poder Ejecutivo la resolución de que solamente se cantase la última estrofa en los actos oficiales, a fin de evitar el agravio contenido en el verso octavo de la primera, fruto de «las pasiones ardientes de la lucha y las agresiones del momento contra la madre patria». El ministro era nieto del autor, y el nieto cumplía así un deseo expresado por el autor a su hijo, y que éste ya había convertido en iniciativa del gobierno, poco antes, cuando fuera ministro de Hacienda del mismo presidente. La resolución suscitó oleajes encontrados. El diputado Osvaldo Magnasco interpeló al ministro en defensa de la intangibilidad del Himno; la colonia española apoyó la reforma; varios publicistas argentinos alegaron desde la prensa que la paz no borra los trofeos de la guerra y que la armonía de los combatientes reconciliados no se altera por la conservación de símbolos históricos que pertenecen al   -161-   tiempo. Finalmente, el propio ministro anunció que todo quedaba como era, pues por un acto de cortesía internacional no debían sustentarse divergencias de ese carácter entre compatriotas53.



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- IV -

Grandeza del género chico


A gente eficaz del hispanoargentinismo finisecular fue el teatro. No poca influencia tuvieron algunos grandes actores y actrices que desde Rafael Calvo en 1883 a María Guerrero en 1897, congregaron al público porteño ante personajes de Lope, del duque de Rivas o de Echegaray. Pero eslabón más fuerte que el drama y la comedia en aquellas vinculaciones de renovado público resultó el flamante «género chico», expresión dimensional cuyo significado, en cierto modo peyorativo, lesiona el concepto artístico de una «pequeñez» ilustre que engloba históricamente el «paso» de Rueda, el «entremés» de Cervantes y el «sainete» de don Ramón de la Cruz. El género chico de aquel momento no careció de grandeza. Emancipado de su papel eventual de intermedio o descansillo entre dos jornadas del género mayor (o de su función de manjar frío   -164-   entre dos platos humeantes y condimentados, según la terminología culinaria del escenario), adquirió con el sainete lírico vida autónoma en los teatros de Buenos Aires, tal como había ocurrido no mucho antes en los de Madrid. Especie española por todos sus lados, compendio de zarzuela grande o boceto de drama lírico y a un tiempo cuadro de costumbres y galería de tipos y cuanto quisiera hacerse de su mosaico, aquel sainete halló suelo propicio para arraigar y reproducirse en vástagos criollos.

Señálase en 1894 el apogeo local con el estreno de La verbena de la Paloma, letra de Ricardo de la Vega, hijo español del argentino Ventura, y música de Tomás Bretón. Simultáneamente representada en varios teatros de la ciudad, y en algunos dos, tres y hasta cuatro veces por noche, de acuerdo con el novedoso y económico fraccionamiento del espectáculo por secciones, la afortunada Verbena paseó el mantón de Manila por todos los barrios, acompasada por el trotecito de los caballejos de tranvía. «El diálogo y el dúo -escribió entonces un cronista fascinado- se pegan en el oído del espectador, se meten en el sistema sensitivo, y cuando menos se piensa se encuentra uno cantando el sabroso trocillo donde el maestro Bretón ha puesto cama de oro a los versos del autor». Llamábase el cronista Joaquín V. González y ya era hombre público y autor de Mis Montañas. El buen provinciano reconoció en la verbena madrileña el incentivo pasional de las fiestas populares que enardece a las muchachas, si llevan sangre española. «Sangre española, sí señor, lo dicho, dicho -afirmó el montañés de Nonogasta, con entusiasmo patriótico- porque esta bendita tierra argentina no se queda a la puerta esperando, y «desde las riberas del undoso Plata» (con permiso de cualquier poeta) hasta el divortio acquarum de la cordillera andina, las muchachas criollas saben también echar su cuarto a espadas, y en un contrapunto entre una del Manzanares y la del Paraná, o entre la sal de Betis o la   -165-   del Salí, lo más seguro es que ambas adversarias saldrían coronadas con las guirnaldas del festín...». Y como coronamiento de esa afinidad sugerida por la paleta pictórica del sainete, el escritor riojano dio su aprobación a la obra con este sello: «Nos ha gustado La Verbena de la Paloma por muchas razones, y no es la menor la de que en ella los españoles sienten trasportarse a la amada tierruca, donde hay chulas legítimas y recuerdos sabrosos, y los argentinos sentimos aletear en nuestro organismo los efluvios del alma nacional, evocados por una magia conocida y arrullados por una melodía simpática»54.

El españolismo del sociólogo de la Tradición nacional (1888), tan fácilmente removido por el sainete madrileño, tuvo correspondencia transoceánica y cronológica en un sentimiento familiar suscitado en el lector español por Martín Fierro. Aunque difundido en nuestra campaña y elogiado en las ciudades, el poema de José Hernández debía esperar aún más de veinte años su consagración apoteósica en la literatura argentina, iniciada con su entroncamiento heroico en la «casta hercúlea» a través de los paladines, y algunos más para lograr la universalidad hispánica que hoy le otorgan hasta los lingüistas. Sorprende, pues, que un joven pensador vasco, profesor de griego en Salamanca, hubiese conocido su existencia y reconocido su parentesco en 1894. «Martín Fierro es de todo lo hispanoamericano que conozco -escribió don Miguel de Unamuno en el primer número de la Revista Española de Madrid- lo más hondamente español... Martín Fierro es el canto del luchador español que, después de haber plantado la cruz en Granada, se fue a América a servir de avanzada a la civilización y a abrir el camino del desierto. Por eso su canto está impregnado de españolismo, es española su lengua, españoles sus modismos,   -166-   españolas sus máximas y su sabiduría, española su alma. Es un poema que apenas tiene sentido alguno, desglosado de nuestra literatura».

Declaración tan entusiasta y categórica no tuvo entonces ecos alentadores en Madrid ni en Buenos Aires. Pero Unamuno y González advertían, alejados y concordes, la unidad de las literaturas hispánicas. Martín Fierro aparecía en España como un nieto del Cid, y un sainete español tenía la virtud «mágica» de hacer vibrar el «alma nacional» en Buenos Aires.

Actores y actrices de España que popularizaron su nombre hasta darle resonancia familiar en nuestro medio, hicieron en aquella hora por la vinculación entre los dos países mucho más que las cancillerías. El sainete español nos traía la corte y el cortijo, el señorito y la chula, el cuartel y la ermita, la ciudad y la aldea; y en ese muestrario de las regiones y los oficios y los sentimientos, España desfiló ante el público argentino, penetró por los ojos y los oídos y tuvo imágenes y ecos en los corazones. Se hallaron correspondencias tan sugerentes entre algunos tipos y costumbres y aspectos sociales de allá y de acá (sin contar la fiel reproducción de los trasplantados a nuestro ambiente), que no tardó en brotar el sainete porteño con los procedimientos aprendidos en el español y aun con autores e intérpretes españoles de sorprendente adaptación. La capital cosmopolita, la vida de campo, el pueblito serrano, dieron asunto al pintor costumbrista; y el teatro por secciones brindó a un tiempo manchas y bocetos de ambos mundos, mientras se acentuaba la fisonomía local de nuestra imitación primitiva e iban surgiendo autores y actores argentinos. Hijo americano del español, nuestro sainete cimentó el teatro nacional y ha cruzado los mares para llevar a la península materna una imagen de nuestra vida popular.

Las exigencias del compositor -si la obrita llevaba música- y el desenfado con que el libretista acometía su empresa,   -167-   dieron a menudo un texto disparatado y estridente. Pero aun de aquellos descoyuntamientos de la versificación del sainete peninsular, hubo provecho la poética renovadora de fin de siglo. El propio Rubén Darío lo reconocería desde España: «En cuanto al verso libre moderno, ¿no es verdaderamente singular que en esta tierra de Quevedos y de Góngoras los únicos innovadores del instrumento lírico, los únicos libertadores del ritmo, hayan sido los poetas del Madrid cómico y los libretistas del género chico?»55.





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- IV -

El modernismo


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- I -

Buenos Aires, cosmópolis


A los seis meses de la conmemoración colombina, el 13 de abril de 1893, se inauguró el Ateneo de Buenos Aires. «La idea de fundar aquí un Ateneo, combatida inexplicablemente por unos, indiferente para otros, juzgada impracticable por los más, es ya una realidad, y creo que una realidad honrosa y benéfica para la República», pudo decir en el discurso inaugural su presidente, don Calixto Oyuela, «el amigo de los españoles». Así solía definirse él mismo, con arrogante desafío, entre un nacionalismo que pretendía emanciparse de la tradición hispánica y un cosmopolitismo que atentaba contra la fisonomía racial. En defensa de sus convicciones y de sus ideales, el vehemente hispanófilo que años atrás había considerado a Echeverría menos americano de lo que hubiera podido parecerlo, «precisamente por haberse apartado de lo español y castizo más de lo que nuestra propia naturaleza consiente», libró batallas desde la nueva tribuna, cual lo venía haciendo por la   -172-   prensa, solo y temerario como un Quijote. Tenía el orgullo de su lengua, la «más nativamente difundida en el mundo después de la inglesa», y exaltaba la obra de sus cultores geniales entre las más altas y nobles de los tiempos. Por eso su credo artístico no admitía otro nacionalismo que el «arte de nuestra raza española, modificada y enriquecida, pero no desnaturalizada en su esencia por el nuevo ambiente», y su posición personal se escudaba en declaraciones de esta índole: «como escritor, bueno o malo, aspiro a ser miembro de una familia definida, con tradiciones y carácter propio, en una lengua, en cuanto cabe, pura y homogénea». Sabía, sin embargo, que sirenas irresistibles atraían, más allá del océano, con melodías pérfidas y seductoras; pero él intentó ahogarlas desde su cátedra ateneísta. «Los decadentes y simbolistas militantes -dijo en agosto de 1894- representan, cuando mucho, el movimiento de algunas callejuelas de París, y nadie en Europa los toma en serio». Agregó, muy a pesar suyo, que ya tenían discípulos en ciertas partes de América. «Aquí todavía no, por fortuna», se apuró a reconocer. Y subrayó el adverbio central con visible temor de contagio próximo...

La verdad era que aquellos decadentes y simbolistas de Francia se hacían oír. Traducidos a las principales lenguas, estudiados, difundidos e imitados en las grandes capitales europeas, esparcían la renovación estética germinada en «callejuelas» de la Ville Lumière. Solamente España pareció ignorar aquel entretenimiento continental del que participara su propia hermana peninsular y del que América no estaba ajena. En cuanto al «aquí todavía no» de Oyuela, fue, a los dos años justos y en la misma tribuna, el «aquí también».

El año de 1896 es zona limítrofe de la literatura argentina, adonde llegan para extinguirse o trasformarse las corrientes del siglo caducante y en las que irrumpen las del venidero. Concítanse entonces circunstancias y sucesos que hubiesen podido espaciarse en el decenio finisecular, y la   -173-   acumulación fortuita o determinada por factores ínsitos dan a ese año carácter climatérico. Inicia sus cursos la Facultad de Filosofía y Letras, reclamada por el organismo universitario para integrar sus funciones con la acción más espiritual y desinteresada, en un medio indiferente que ella contribuirá a modificar. Fúndase La Biblioteca, revista memorable que su director, don Pablo Groussac, juzgara sin exageración «empresa civilizadora» y, en su género, «no inferior por la ejecución a las europeas». Martiniano Leguizamón abre senderos hacia el folklore con dos obras regionales y Francisco Grandmontagne publica Teodoro Foronda, la novela argentina del inmigrante español, documentada en la llanura pampeana y en la capital cosmopolita por la experiencia personal del autor. Llega de su Córdoba nativa y se incorpora al ambiente porteño Leopoldo Lugones, poeta de veintidós años, «con la seguridad de su triunfo y de su gloria», según el recuerdo de Rubén Darío. Y éste, llegado a la ciudad en 1893, después de haber asistido en Madrid a las fiestas colombinas del cuarto centenario del descubrimiento y de conocer París y Nueva York, repica tres veces en campanas o campanillas de la más compleja y moderna aleación literaria.

La primera, en el mismo Ateneo, la noche del 19 de setiembre de 1896, y al inaugurarse, bajo la presidencia de don Rafael Obligado, un ciclo de conferencias. «Este poeta no es un argentino ni es en realidad un americano», dijo el cantor de Santos Vega presentando al lírico de Azul... «Su musa -agregó- no tiene patria en el continente; la tiene en el seno de la belleza». Y el presentado expuso enseguida su panorama lusitano Eugenio de Castro y la literatura portuguesa. «Mientras nuestra amada y desgraciada madre patria España -adelantó casi en el comienzo- parece sufrir la hostilidad de una suerte enemiga, encerrada en la muralla de su tradición, aislada por su propio carácter, sin que penetre hasta ella la oleada de la evolución   -174-   mental de estos últimos tiempos, el vecino reino fraternal manifiesta una súbita energía. Nosotros, latinos hispanoamericanos, debemos mirar con orgullo las manifestaciones vitales de ese pueblo y sentir como propias las victorias que consigue en honor de nuestra raza».

Antes de un mes apareció el volumen que se cierra con aquella conferencia, Los raros, libro revelador en que no son raros todos los que están, ni todos lo son de igual manera. Como terminara de imprimirse el 12 de octubre, un escritor argentino, Miguel Escalada, saludó su nacimiento con palabras augurales: «La Poesía, la Gracia y la Armonía, naves gallardas, anclan en nuestro continente. ¡Salve!» En efecto, ya estaban en esta orilla del Plata aquellos navíos intérlopes que el atalaya ateneísta de ayer hubiera dejado zozobrar a oscuras. Y antes de terminar el año, Prosas profanas daba a la poesía de lengua española representación magnífica en el consorcio modernista de las grandes literaturas. «Buenos Aires, Cosmópolis», inscribió el innovador en su prefacio. La única ciudad del idioma, por cierto, que podía entonces prohijar, con aliento universal, a ese crisol de un arte cosmopolita.

Simultáneamente, en una correspondencia literaria datada en Madrid el 26 de diciembre de aquel año, don Juan Valera, juzgando a Los raros, hacia esta observación: «Los hispanoamericanos, separados de la metrópoli hace sesenta u ochenta años, tienen menos arraigo, menos savia española, y tienen el espíritu más abierto al pensar y al sentir de lo extranjero. Hasta cierto punto, el hispanoamericano se ha dado en llamar latino». Y de seguida, trataba de extravagantes a algunos escritores franceses que Europa y América celebraban y a quienes, según él, «nadie o casi nadie conoce ni tiene ganas de conocer por esta tierra».

Apenas corridos dos meses, el novelista santanderino don José María de Pereda impugnó el cosmopolitismo literario, en su discurso de recepción académica.



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- II -

Fin de siglo


También las influencias foráneas iban penetrando en España, a pesar de sus fronteras muradas. En el decenio anterior, el naturalismo francés había constituido fugazmente la «cuestión palpitante»; luego se habían filtrado la novela rusa y el drama escandinavo; algo de autores franceses, belgas, alemanes, italianos, pasaba en ráfagas, entre Bilbao y Barcelona. Varias empresas editoriales se empeñaban en difundir el pensamiento continental, y América lo recibía de España en traducciones directas y en volúmenes bien impresos y sólidamente empastados. La benemérita Biblioteca clásica suministraba su repertorio de poetas e historiadores griegos y latinos, y obedeciendo el consejo de Sarmiento a Rivadeneyra, los diversos ensayos y las historias, de Lord Macaulay; extensa y meritoria era la contribución de la Biblioteca cientifico-filosófica de Daniel Jorro; La   -176-   España Moderna nos proveía de algunas célebres historias de las literaturas principales de Europa, de las obras más famosas del derecho, la economía, la sociología, y aun nos enviaba lo más representativo de la novela y del teatro de aquellos años. Pero en España el misoneísmo se apresuraba a lanzar su veto, y el aislamiento altivo mantenía su asfixia. Clarín (Leopoldo Alas) hubiera deseado ser poeta para traducir los sonetos del portugués Anthero de Quental y «contribuir a una cosa muy necesaria; a que los pueblos hermanos que no quieren todavía unirse, poéticamente se fueran conociendo y apreciando, y poder así empezar por lo mejor y principal: por la unión de los espíritus». Darío, después de recorrer las librerías madrileñas, a mediados de 1899, escribía: «El que no encarga especialmente sus libros a Francia, Inglaterra, etc., no puede estar al tanto de la vida mental europea. Es un mirlo blanco un libro portugués. De los libros americanos, no hablemos».

Había, sin embargo, españoles que aspiraban a «europeizar» su España, y entre ellos los colaboradores de La España Moderna. En ella publicó Miguel de Unamuno, en 1895, los ensayos que reuniría siete años después con el título de En torno al casticismo; el último trataba del «marasmo» nacional, pero anunciaba la salvación: «España está por descubrir y sólo la descubrirán españoles europeizados».

Mientras tanto, la cosmópolis del Plata, abierta a todos los vientos, acogía efusivamente su mensaje espiritual. La novela era, sin duda, la manifestación más vigorosa de la literatura española del momento, y sus maestros tenían excelente mercado en Buenos Aires, aunque no contasen con muchos devotos entre los jóvenes enamorados de París. Castelar, Pérez Galdós, Valera, Núñez de Arce, Clarín, colaboraban en la prensa porteña. Periodistas españoles de talento y amplia ilustración formaban parte de la redacción de los más grandes diarios; la prensa de la colectividad española adquiría creciente importancia y se ramificaba en   -177-   órganos regionales; eminentes profesores y a la vez publicistas, radicados en el país, como don Juan José García Velloso y don Ricardo Monner Sans, cooperaban desde la cátedra y el libro en la obra que descuidaba la diplomacia oficial.

En 1898, la intervención armada de los Estados Unidos en Cuba conmovió a las repúblicas hispanoamericanas y determinó su adhesión sentimental a la desprevenida España. La conmoción argentina fue honda y prolongada. De uno de los actos públicos más resonantes sobreviven algunas páginas en una gran revista de la época: los discursos del doctor Roque Sáenz Peña y de don Pablo Groussac (La Biblioteca, vol. III, páginas 213-40).

Del grupo de modernistas, Rubén Darío estuvo en favor de España, adhesión en la que Leopoldo Lugones veía «cierta inquina antipanamense de Centro América contra el yankee»; pero el poeta de las Montañas del oro, cuya temprana «ojeriza» hacia la tierra de sus ascendientes mantuvo toda la vida, hasta el punto de no pisarla en ninguno de sus viajes a Europa, admiró al vencido, después de la derrota, por «haberle visto caer heroicamente, forrado en su corazón de hidalguía». Lugones escribió esas palabras en un artículo sobre Darío y a propósito de otro aparecido en la Revue Blanche, de París, acerca del sincronismo de aquel movimiento literario hispanoamericano y la guerra de la independencia cubana. En la misma página expuso su opinión sobre la literatura peninsular. «Los escritores españoles -dijo- nos parecen monótonos; de pensamiento no, pero sí de estilo. Nos suenan todos a Cervantes -que es buen sonar-, mas la monotonía, aun en Cervantes, nos relaja el tímpano. Sufrimos de ver anquilótica la sintaxis castellana, tan bien vertebrada y tan flexible, y la pobreza de la adjetivación que caracteriza a los escritores peninsulares nos hace el efecto de una densidad gris en que todo color naufraga. Quisiéramos más variedad de ritmo, mayor precisión calificativa,   -178-   más libertad en ese estilo. Francia nos la da y he aquí por qué estamos con Francia. Hay también un poco de snobismo en esto. Puerilidad sería negarlo cuando se sabe que estamos en el país clásico del 'rasta'. No obstante, convendría diferenciar entre los que huelen la gardenia sólo cuando está en el ojal, y los que pensamos hacer buena obra sembrándola en el tiesto de los claveles castellanos»56.

A raíz del desastre, La Nación de Buenos Aires resolvió enviar un corresponsal literario a España. Rubén Darío, que desempeñó ese cargo, pisó tierra española por segunda vez en los días iniciales de 1899. Este año tiene su mejor documentación en el libro España Contemporánea, que reunió las cuarenta crónicas del poeta nicaragüense. La ignorancia de cuanto era una expresión de la vida intelectual de su América, unida a la mayor indiferencia, sublevó al cronista recién llegado. Releamos una sola de sus acusaciones dolorosas: «En las mismas redacciones de los diarios en que se dedica una columna a la tentativa inocente de cualquier imberbe Garcilaso, no se escribe una noticia, por criterio competente, de obras americanas que en París, Londres o, Roma son juzgadas por autoridades universales. Concretando un caso, diré que la legación argentina se ha cansado de enviar las mejores y más serias producciones de nuestra vida mental, de las cuales no se ha hecho jamás el menor juicio. Cierto es que, fuera de lo que se produce en España -con las excepciones, es natural, de siempre, pues existen un Altamira, un Menéndez y Pelayo, un Clarín, este amable cosmopolita de Benavente- fuera de lo que se produce en España, todo es desconocido». Raro es que Darío no recordase entonces una excepción memorable: en 1893, Emilio Castelar había reproducido en El Globo, de Madrid, una composición poética aparecida en La Nación, de Buenos Aires, precediéndola de un elogioso comentario. La   -179-   firmaba un seudónimo entonces desconocido: «Almafuerte».

Cuatro meses después de aquella crónica, el corresponsal nicaragüense modificó su primera impresión. «Varias publicaciones de Madrid, desde hace poco -dijo en otro artículo-, han empezado a ocuparse con alguna atención de literatura hispanoamericana. Comenzó el diario El País y siguió la Revista Nueva, interesante y de carácter moderno, y luego el conocido y afamado periódico Vida Nueva ha comenzado a publicar una hoja mensual con el título América y que se dedicará, como su título lo indica, al pensamiento americano». En ella, precisamente, Darío refutó con amplitud el artículo de Unamuno acerca de La Maldonada de Grandmontagne, en el que «hablaba de las letras americanas en general y de las argentinas en particular, con un desconocimiento que tenía por consecuencia una injusticia». ¡Y Unamuno, conferenciante sobre la literatura gauchesca en esos días, y comentarista entusiasta de Martín Fierro cinco años antes, era uno de los oídos más atentos a las voces familiares de América!

Aquel año final del siglo, teñido por la sangre reciente de un sacrificio inútil y abrumado por los contrastes del orgullo nacional, se llevó a Emilio Castelar, libertador, con un solo discurso, de treinta y cinco mil esclavos de Puerto Rico, según solía jactarse. Castelar amaba a América, cuya emancipación juzgó en ocasiones distintas como «un hecho necesario». En cuanto al idioma, recuérdese esta declaración del peruano Ricardo Palma en su libro Recuerdos de España: «Yo quiero consignar aquí mi gratitud por el espíritu verdaderamente americano que animaba al señor Castelar al declararse patrocinador de nuestros neologismos, muchos de los cuales se han abierto paso en España, sin respeto al rigorismo de la intransigente mayoría académica». La muerte del gran orador fue un duelo común para todos los pueblos de su idioma.

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También Campoamor, Valera, Núñez de Arce, llegaron achacosos a los umbrales de la nueva centuria para caer en su primer escalón. Otras figuras literarias que habían logrado cierto brillo cortesano al ser iluminadas por los candelabros palatinos de la Regencia, entraron en la sombra definitiva. Surgía una generación impetuosa y disconforme. La novela, el teatro, la lírica, el ensayo, mostraban ya su vigor y su tono. Y los jóvenes autores cruzaban la línea finisecular como si saliesen a la amplitud luminosa de un horizonte marino.



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- III -

Comienzos de siglo


«En la literatura española, la generación de 1898 representa un renacimiento», escribió Azorín en uno de los tres artículos dedicados a la renovación bautizada por él con acierto y fortuna. La generación del 98 despertó a España de su sueño letárgico, después de la terrible realidad del desastre. Había fuerzas latientes bajo la púrpura desvaída. Tras el silencio y el estupor del tremendo despeño, no tardó en oírse el rumor inconfundible de la vida creadora. El nuevo siglo halló al país rejuvenecido en su fe histórica y en la confesión de su caída. La palabra de su hombre de ciencia más representativo reconoció lo inevitable de la derrota en desigual batalla con un adversario rico y poderoso, «batalla librada entre el sentimiento y la realidad, entre un pueblo dormido sobre las ruinas del pasado y otro enérgico, despierto y conocedor de todos los recursos del presente». La ciencia, sostuvo Ramón y Cajal, «la ciencia creadora de riqueza y de fuerza»,   -182-   venció en aquella batalla a quienes la habían desconocido y menospreciado. El sabio no estaba vencido, y desde el prefacio de una nueva edición de sus Reglas y consejos sobre la investigación biológica -el trabajo leído en su recepción académica un año antes de la guerra- profetizó a los suyos: «El poderío político de España será el fruto de la riqueza y del aumento de su población, resultados para los cuales no hay otro camino que crear, cueste lo que cueste, ciencia, industria y arte».

Europeizar a España sin desespañolizarla fue el lema de la hora. Unamuno lo había gritado en el lustro finisecular; Rafael Altamira lo repetía en sus ensayos y en el prólogo a un libro argentino. «Ellos (los hispanoamericanos) y nosotros necesitamos europeizarnos» -declaraba al frente de Nuestra América, de Carlos Octavio Bunge-, aunque sin excluir el ejemplo de los Estados Unidos ni considerar bueno todo lo europeo ni pensar que la imitación debiera anular lo propio. Ramiro de Maeztu, en carta abierta a otro escritor argentino, Manuel Ugarte, se preguntaba si el cosmopolitismo literario de Buenos Aires no era «parisianismo».

El siglo comenzaba con señales alentadoras para el acercamiento espiritual de España y las repúblicas de su lengua. En mayo de 1900 Américo Llanos (seudónimo del poeta uruguayo Álvaro Armando Vasseur), pronunció en el Círculo de la Prensa, de Buenos Aires, una conferencia sobre La obra de Miguel de Unamuno y el pensamiento ibero. Al publicar ese trabajo en la entrega inmediata de El Mercurio de América, advirtió a sus lectores que tenía el propósito de «iniciar por sobre las antiguas consanguineidades históricas, no un mero intercambio de vanas afectuosidades sino un intercambio de análisis intelectuales para reanudar en lo posible los abandonados parentescos del Espíritu». Agregaba una prueba del flamante vínculo: «Ya es notoria la atención con que la Nueva España comienza a observar   -183-   nuestros hervores literarios. ¿Por qué, pues, no corresponderlos con la cortesía de la recíproca?»

En esos mismos días visitaba España, como corresponsal de la Rassegna Internazionale de Florencia, un joven escritor -argentino que había pertenecido al «cenáculo» porteño de Darío. Las entrevistas de José León Pagano con los escritores españoles fueron escritas primeramente en italiano y luego traducidas por su propio autor y coleccionadas bajo el título Al través de la España literaria, en dos volúmenes que editó Maucci. El viaje empezó por Cataluña y el primer tomo, íntegramente dedicado a ella, reunió estos nombres: Pompeyo Gener, Juan Maragall, Narciso Oller, Ignacio Iglesias, Jacinto Verdaguer, Apeles Mestres, Ángel Guimerá, Alejandro de Riquer, Matheu, Santiago Rusiñol, Víctor Catalá, Adrián Gual, Enrique Vilanova y la agrupación de la revista Juventut. El segundo tomo congregó a Núñez de Arce, José Echegaray, Jacinto Benavente, Joaquín Dicenta, Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés, Juan Valera, Blasco Ibáñez, Jacinto Octavio Picón, Eduardo Marquina, Salvador Rueda y, en un capítulo brevísimo, a Pío Baroja, Martínez Ruiz (Azorín), Ramiro de Maeztu y Manuel Bueno. El libro de Pagano documenta el separatismo catalán -altivo, desdeñoso- y la ignorancia de Castilla acerca de aquel pujante movimiento. La literatura contemporánea de lengua catalana era poco menos que inexistente para el resto del país; la de lengua española era para los catalanes la demostración de la decadencia nacional. Sólo un nombre de ella merecía los honores unánimes: Pérez Galdós.

Fue también el autor más leído entonces en la Argentina, aunque principalmente por sus compatriotas. «La cuarta serie de Episodios -le escribía el novelista a Enrique García Velloso el 3 de agosto de 1901- no empezará a salir hasta que no tenga yo la seguridad de ahogar las impresiones fraudulentas en la Argentina». El renombre del autor creció   -184-   repentinamente con la actualidad ruidosa del dramaturgo. Había éste comunicado al mismo destinatario, tres meses antes, «la llegada de Electra a esa gran república y los preparativos de cinco compañías para ponerla en escena»57. La obra -surge el retruécano sin buscarlo- «electrizó» a las multitudes en Buenos Aires como en otras ciudades de la península y de América. El instinto popular creyó haber descubierto en ella el símbolo del resurgimiento de España.

«La vida intelectual de un pueblo necesita una excitación extraña que la fecunde» -afirmó Azorín en uno de los artículos citados-, y señaló para España la de tres momentos históricos: en 1600, la influencia italiana; en 1760, la francesa; en 1830, la del romanticismo francés. «En 1898 -agregaba- observamos idéntico hecho. Las influencias ahora son más completas; pero gracias a esa comunicación con el pensamiento literario de fuera de España, se produce entre nosotros una renovación de las letras». E indicaba con precisión limitada, pero certera, algunos casos de influencia evidente: D'Annunzio, Barbey d'Aurevilly, sobre Valle Inclán; Shakespeare, Musset, los dramaturgos modernos franceses, sobre Benavente; Dickens, Poe, Balzac, Gautier, sobre Baroja; Stendhal, Brandes, Ruskin, sobre Bueno; Nietzsche, Spencer, sobre Maeztu; Verlaine, Banville, Víctor Hugo, sobre Rubén Darío58.

Estos autores españoles conquistaron inmediatamente la simpatía del lector argentino que sin renunciar a los franceses sentía ya la necesidad de hallar en su propia lengua y con características de su cuño espiritual las aportaciones del modernismo. Las elegancias voluptuosas de Valle-Inclán y el humorismo áspero de Baroja dieron presencia en nuestros medios literarios al marqués de Bradomín y a Silvestre Paradox; entre ambos solía abrir su tabaquera de plata el   -185-   «pequeño filósofo» azoriniano. Los pensadores vascos tuvieron voz en las discusiones de café. Las «figulinas» de Benavente saltaban de la escena a la calle. Las ediciones de Fernando Fe, de Victoriano Suárez, de Pueyo, se renovaban en las vidrieras de nuestras librerías centrales, y el lector juvenil comenzaba a ostentarlas junto con el último volumen del Mercure de France.

El oleaje editorial de España llegó entonces con ímpetu y penetró el país entero. Barcelona y Valencia «europeizaban» y hasta «americanizaban» a su modo. La casa Maucci divulgaba los novelistas rusos, franceses, italianos y portugueses más en boga, y entre sus bastas ediciones intercalaba, los «parnasos» hispanoamericanos; la biblioteca Sempere multiplicaba entre sus lectores, por medios baratos, los discípulos de la filosofía alemana y del anarquismo eslavo, albergaba con igual tarifa la crónica gacetillera y la crítica magistral y solía conceder a algunos argentinos la misma popularidad que a sus hermanos de lengua y a los traducidos. Colecciones universales de teatro, de sociología, de turbia literatura, en tomitos más o menos borrosos, tapizaban los quioscos callejeros y de los andenes de ferrocarril. Entrada directa a la intimidad del hogar tenían los pulcros volúmenes, de piel blanca de Montaner y Simón, y en ellos figuraban a veces compatriotas que compartían la vecindad de las antiguas epopeyas y de alguna novela moderna y beatífica.



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- IV -

1907


La apreciación aritmética de un insigne crítico asturiano había fijado el número de poetas de España durante los últimos lustros del siglo XIX, en ¡dos y medio! Desaparecido uno de los enteros -Campoamor- y enfermo y anciano el otro -Núñez de Arce-, la lírica castellana hubiera recibido al nuevo siglo, de ser exacto aquel cómputo pesimista y sin que la guerra antillana hubiese tenido cartas en el asunto, con una fracción acongojante. Los catalanes, interesados en tan mezquino cálculo, complacíanse en recordarlo para aumentar, por contraste, su riqueza autónoma. Todos ellos reconocían la superioridad castellana en la novela, por ejemplo, con nombres como Galdós, Valera, Pereda, Palacio Valdés; pero en poesía... «En poesía -le declaraba Apeles Mestres a José León Pagano en 1900-, no les cedemos la supremacía». Y Ángel Guimerá   -188-   le agregaba, en tono fatídico: «De la poesía lírica no, hablemos. Con Núñez de Arce eso se acaba». Nadie parecía sospechar, en la propia tierra, la germinación poética que, a poco más de un lustro, habría de florecer en la más radiante y gozosa primavera.

Fue una mañana intensamente azul. Posados en el árbol seco y abatido aquellos pájaros saludaban al sol. La guerra perdida, distante en el espacio, parecía igualmente lejana en el tiempo; también el límite intersecular había dejado el desastre al otro lado del océano. Abríanse al mundo las fronteras espirituales; a la luz del mundo veían los españoles que su madre decrépita ocultaba un rostro juvenil. La nueva generación poética creyó en el milagro, y le dio su voz. Esa voz, acorde con la del modernismo de Europa y sobre todo de América -«que de una nueva España a España viene»-, pero tan pura que apenas se le notaban influencias, se conformó casi únicamente con ser voz, y pura; es decir, canto, canción de una mañana de primavera, melodía del aire claro y fresco. Amanecida con el siglo -el primer libro de Juan Ramón Jiménez se publica en 1900 y lleva un «atrio» de Rubén Darío- llegó a su plenitud siete años después.

No puede señalarse año más significativo para la lírica renaciente de España que el de 1907. En él desembocan las afluencias que han vencido el repecho; en él afloran los filones y adquiere fisonomía de advenimiento lírico la anunciación dispersa. Después de una década de áspera y jugosa prosa, don Miguel de Unamuno, rector bilbaíno de Salamanca, lanza su denso -en todo sentido- volumen de poesías. Aunque tan ajeno a los troqueles del modernismo como a las hormas de la rutina, ese libro de cánticos espirituales -igualmente extraños por su envoltura rítmica y su esencia metafísica- levantó un escándalo palustre: buen comienzo coral para el año pitio. Asimismo un primer libro de versos, Aromas de leyenda, fue el tributo del sonatista gallego don Ramón del Valle Inclán, después de una década de prosa   -189-   di camera para los auditorios del decadentismo. Los hermanos andaluces Machado reeditaron libros anteriores con adiciones definitivas: Alma (1900), cosecha parisiense de Manuel, unió a Versalles con El Pardo y avecinó el cante flamenco a las «fêtes galantes», sumándose a Museo y Los Cantares; Antonio agregó a sus alquitaradas Soledades (1903), las «galerías» de su ensueño vagabundo y poéticamente libertado de atavíos caducos. Andaluces fueron también otros autores del año: Salvador Rueda, raudal colorista desatado hacía un cuarto de siglo, llevó fragores de catarata a sus Trompetas de órgano; Francisco Villaespesa, rapsoda de encrucijada, volvió al solar nativo con un rosario de coplas: Carmen. El equinoccio vernal se muestra hasta en los títulos: Jiménez (¡recóndita Andalucía!), añade al repertorio pastoril sus Baladas de primavera; el madrileño Gregorio Martínez Sierra aposenta sus canciones en La casa de la primavera. Otro hijo de Madrid, Enrique Díez-Canedo, recibe alborozado y describe con ternura La visita del sol, y simultáneamente se revela admirable traductor en verso con primorosa muestra: Del cercado ajeno. Eduardo Marquina compone en 1907, casi enteramente, su Vendimión. Poeta catalán de lengua española, se había iniciado con el humanitarismo declamatorio de Odas (1900) y había continuado con la religiosidad agraria de las Vendimias y de las Églogas hasta llegar al canto montañés y marino del amor en Elegías (1905). Pero el abultado Vendimión, cima poemática (especie de leyenda panteísta de los siglos con protagonista mítico), no pudo nacer en aquel año. Por el contrario, alcanzó a estrenarse en su último mes una farsa poética, no extraña al lirismo que la precedió, aunque no versificada: Los intereses creados, de Benavente. Acompañó a todos esos frutos anuales, con primogenitura indiscutible, El canto errante, de Rubén Darío, aparecido en Madrid. Un párrafo de su prefacio dilucidaba: «El movimiento que en buena parte de las flamantes letras españolas me tocó iniciar». Y   -190-   el libro llevaba esta dedicatoria de expansión geográfica: «A los nuevos poetas de las Españas».

También aquel encumbramiento lírico del septenio tuvo su revista originaria, ¡tan fiel a su destino que desapareció al terminar el año! Dirigida por Martínez Sierra, nació en marzo, con el aliento de la primavera, y proclamó en su título el signo de la hora: Renacimiento. La entrega, de 134 páginas, revestía el esplendor tipográfico de una empresa holgada. «Somos los poetas, los privilegiados, los que sabemos el secreto de las palabras y de los corazones», anunció con osadía juvenil; y prometió jubilosamente a su lector: «Sabe que has de escuchar, si nos escuchas, las mejores canciones de la España actual».

El número de octubre, totalmente dedicado a los poetas de aquella actualidad, incorporó, en su lengua, a tres catalanes: Gabriel Alomar, Juan Maragall, José Pijoan; y a cuatro hispanoamericanos residentes en España: el nicaragüense Darío, los mejicanos Francisco A. de Icaza y Amado Nervo, el peruano José Santos Chocano. En el número de julio, Amado Nervo se había ocupado extensamente de Leopoldo Lugones con el propósito de «divulgar en España el nombre de un gran poeta de cultura española, del que en un día no lejano, cuando desaparezcan ciertos resabios y ciertos prejuicios, se ufanará la poderosa y fascinante República Argentina».

Buenos Aires correspondió a Madrid con una revista no menos amplia en su hospitalidad y llamada a larga y fecunda vida: Nosotros. Apareció en agosto y demostró enseguida que el pronombre que le daba título no contenía nada de exclusivo. La literatura española contó en sus páginas con una sección bibliográfica especial; los escritores españoles residentes en el país, como los de la península, las hallaron abiertas y cordiales; se estrenó en ellas la «promoción» literaria argentina posterior al modernismo formal de Prosas profanas y cercana al esencial de Cantos de vida y   -191-   esperanza, y afín con el desenvolvimiento y las ramificaciones de la generación española del noventa y ocho, o sea los poetas y los prosistas llamados, por antonomasia, del Centenario.

Aquel año lírico había de conducir también la ofrenda de amistad que las letras argentinas enviaban a España como iniciación de una nueva política espiritual y de fraternidad estética en la comunidad del idioma. En Buenos Aires y en 1907 firmó Rojas el prefacio de un libro destinado a la editorial Sempere, de Valencia. Titulábase El alma española y era un «ensayo sobre la moderna literatura castellana», constituido por juicios bibliográficos. «Mi único deseo se habría logrado si alguien me dijera que he contribuido a acercar hombres distantes de una misma habla española» -declaraba sencillamente el autor-. El libro iba dedicado «a la memoria de los primeros conquistadores de América y a la obra de los nuevos escritores de España». Y en el párrafo final del estudio sobre la obra del poeta nacido en Nicaragua, revelado por la Argentina y adoptado por España, que cerraba el volumen, nuestro crítico auguraba: «No las inermes fórmulas diplomáticas ni innocuas sociedades de confraternidad, sino sucesos como éste, han de reconstituir, pues, para tiempos futuros, la unidad espiritual de esta raza que aún reserva nuevas sorpresas a la historia».



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- V -

Las «embajadas intelectuales»


Así se llamó a las visitas de eminentes universitarios y escritores europeos invitados a conocer el país y dar conferencias sobre temas de su especialidad. Iniciadas por los profesores italianos Guillermo Ferrero y Enrique Ferri en 1908, tuvieron en 1909 la representación de las letras francesas con Anatole France y de las españolas con Vicente Blasco Ibáñez, muy popular desde comienzos del siglo, y entonces el novelista español más leído en la Argentina.

Simultáneamente, España recibía el mensaje personal de dos escritores argentinos. El turismo, ya en auge, llevaba anualmente a Europa centenares de viajeros argentinos, atraídos por París, en primer término, luego por Londres, Roma, los balnearios de Francia y Bélgica, los lagos suizos, los casinos famosos. Una mínima parte, entre los que no   -194-   tenían razones de nacionalidad o parentesco, se internaba en tierra española. Hasta un escritor como Leopoldo Lugones, de hipotético blasón asturiano (antiguamente decían a los Lugones, Lunones), negose a visitar España en sus dos viajes al continente, por sentimientos o principios menos suasorios, sin duda, que los de Byron para no pisar suelo francés...

En 1908 llegó a aquélla el autor de El alma española. Disertó sobre Olegario V. Andrade en el Ateneo de Madrid y en sesión presidida por doña Emilia Pardo Bazán. Hizo amistad con los principales escritores y les reveló el alma argentina. Poco después de regresar a su país, en aquel mismo año, Ricardo Rojas pronunció en la flamante Universidad de La Plata -llevaba tres años de fundada- una de las conferencias del ciclo de extensión social de sus enseñanzas. Fue su tema La crisis espiritual de España. Presentó al conferenciante Carlos Vega Belgrano, director de la Biblioteca, lugar donde se desarrollaba el ciclo, y el incauto introductor se adelantó a preparar al auditorio, a fin de evitarle el choque violento con la crudeza de la inmediata disección de la madre patria. Pero el viajero nos reveló que había encontrado en ella «correo tan puntual como el de Inglaterra, y hoteles como los de Italia, y tranvías eléctricos como los de Suiza», y para colmo de la estupefacción de los antiespañolistas recalcitrantes, el pueblo más interesante de Europa, porque se halla agitado por todo género de inquietudes espirituales. La conferencia fue un himno al resurgimiento de la España idealista y un elogio de sus letras y de su arte de aquella hora.

Los últimos meses del año inscribieron otra piedra blanca: la publicación en Madrid y el triunfo repentino de una novela argentina de ambiente histórico español. Benavente, Gómez de Baquero, Pérez de Ayala, Acebal, y diarios y revistas de la Corte y de provincias saludaron en La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, una obra maestra de la   -195-   literatura del idioma. La condesa de Pardo Bazán vio en ella un signo del nuevo hispanoamericanismo: «Si hace veinte años un argentino escribe una novela, no sería jamás la que acabo de leer. Para que La gloria de don Ramiro se haya pensado y trazado, ha sido indispensable que un cierto concepto de España se borre y surja otro más reflexivo y más sentido, más histórico y romántico a la vez». Y don Miguel de Unamuno destacó la unidad recóndita: «El alma de la España de todos los lugares nos muestra también Larreta en su La gloria de don Ramiro. Y claro está que al decir esto estaba pensando en la patria nativa del autor de la novela, en la Argentina, que también es España, pese a quien pesare, y mucho más España que lo que los argentinos mismos se imaginan».

La presencia de Blasco Ibáñez en Buenos Aires el año anterior al de la fecha centenaria de la revolución emancipadora, dio a su embajada intelectual el doble significado de una representación del espíritu español en la creación literaria y de una voluntad de vínculo fraterno con la República de Mayo. «Privilegio valioso ha sido para nosotros los argentinos el haber iniciado la corriente fecunda de los altos espíritus que presiden la cultura contemporánea en ramas diversas» -pudo decir Joaquín V. González en su presentación del escritor valenciano, al inaugurar éste sus conferencias porteñas-. «Sean todos bienvenidos -agregó-; y llegue a nuestros brazos como miembro del núcleo familiar y nativo, Blasco Ibáñez, primer heraldo de la jubilosa reconciliación espiritual y afectiva de 1910, realizada así primero en las almas, para ser confirmada luego por la política y la diplomacia, y cuyas emociones ya se presienten como las de nupcias largamente esperadas». Declaración tan expresiva en labios de una personalidad como González y en vísperas del centenario patrio era ya la confirmación plena de que el largo proceso de hostilidad, indiferencia y desconocimiento, lograba al fin un campo despejado y una   -196-   realidad de comunión espiritual. Un mes más tarde, el mismo doctor González, como presidente de la Universidad de La Plata, presentaba en sus aulas al profesor de la Universidad de Oviedo, don Rafael Altamira, y en octubre de aquel año, al despedirlo desde la misma tribuna, destacó estos hechos: «La embajada académica enviada por la Universidad de Oviedo a América, inicia una reconstrucción profunda, ideal, y un movimiento de simpatía e inteligencia actual e inmediata entre las almas de dos pueblos consanguíneos, separados por una inevitable querella de familia... El sabio autor de la Historia de la Civilización Española y maestro de Historia del Derecho en Oviedo, conductor casi exclusivo en lengua castellana de las ideas modernas de enseñanza histórica en libros de universal renombre, era el constructor ideal de la nueva disciplina; y es motivo de orgullo, el más legítimo de todos, para esta Universidad, haber podido conducir hasta la cátedra argentina al artífice único de la obra». Rafael Altamira, eminente representante de la «nueva» España, desarrolló en La Plata un ciclo de lecciones sobre metodología histórica, y habló en las facultades de Filosofía y Letras y de Derecho, de Buenos Aires, sobre temas pedagógicos y filosóficos y sobre la historia del derecho español. Pero tan ilustre obrero de la europeización cultural de su país no había de eludir aspectos de la vida espiritual del continente, que ya habían tenido acogida en su libro Psicología y Literatura (1905). Y en atrayentes disertaciones para públicos heterogéneos, fue precursor entre nosotros de la conferencia popular como proyección de la cátedra, y así le oímos tratar del teatro de Hauptman en un local obrero de La Plata, y comentar el Peer Gynt de Ibsen, acompañado por las ilustraciones orquestales de Grieg, en la Escuela Industrial de Buenos Aires.

La feliz iniciación de aquellas embajadas del espíritu poco antes de celebrar la República el centenario de Mayo, aseguró a tiempo una comunión que no debía confundirse   -197-   con el rebullicio. La munificencia de la conmemoración patria; la presencia de una Infanta de España con brillante séquito en Buenos Aires; la efusión callejera de las multitudes, ratificaron una armonía familiar entre la antigua colonia y la antigua metrópoli, ya restablecida con profundas raíces por el labriego, el maestro, el comerciante, el periodista, el industrial, el universitario, venidos de la península a compartir la vida nacional del país. Pero la fiesta centenaria no significó casi nada para nuestras relaciones literarias. Un miembro de la Academia Española, don Eugenio Sellés, agregado a la comitiva de la Infanta Isabel, trajo la misión oficial de fundar en Buenos Aires una academia correspondiente. Dejola constituida, en efecto, y poco después dos de sus miembros proyectaron la formación de un diccionario de americanismos y el inventario y la revisión de los argentinismos que figuraban en el diccionario de la corporación madrileña. Todo se desvaneció en silencio. Mas la corriente de comprensión y simpatía del primer decenio del siglo entre las literaturas igualmente juveniles de España y la Argentina, que no desembocó en el grandioso festival de 1910 para borbotar y agotarse en aquel júbilo, atravesó los puentes suntuosos de la magnífica apoteosis sin dejar ecos de su voz y continuó su curso, serena, engrosada, cada vez más enriquecida, ya segura de su cauce y de sus afluentes.





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Las Españas

Los decenios del presente siglo han visto cómo las literaturas de lengua española afianzan y amplían su rumbo universal, se compenetran sin confundirse y reconocen su comunidad recóndita. La de España, enteramente rejuvenecida y vigorosa, ocupa lugar indiscutible entre las primeras de Europa y asume en todos los géneros representación culminante; pero su mejor hallazgo y su mejor empresa son, sin duda, el nuevo descubrimiento de América y la conquista de sus repúblicas espirituales. Nuestras promociones literarias oyen con nitidez la voz joven y fraterna del viejo solar; poetas y prosistas de España suscitan admiraciones cálidas y hasta arrebatadoras; la lengua hermosa es vehículo, vínculo y patrimonio de la gran familia.

En 1934, Federico de Onís, vigía español de la América hispana desde su torre neoyorquina, organizó la Antología   -202-   de la poesía española e hispanoamericana moderna: un gran conjunto que suprimió el océano. «De esta manera -escribió en su introducción- no sólo resaltará la unidad, sino la variedad de la literatura de nuestra lengua común». Al año siguiente, Enrique Díez-Canedo, recipiendario de la Academia Española, disertó, con autoridad difícil de igualar, sobre Unidad y diversidad de las letras hispánicas. El nuevo académico era un crítico y poeta que desde su adolescencia seguía con ahínco y perseverancia el movimiento contemporáneo de las literaturas americanas de lengua española, y autor de estudios y crónicas que asiduamente les dedicaba. Parecía que en su anhelo infatigable de conocer y avalorar hubiese un designio de compensar las reiteradas culpas de indiferencia o ligereza de sus colegas españoles, y que en la seriedad y la cordialidad con que iba cumpliendo aquella misión voluntaria, algo hubiera de censura y rectificación para el desdén o la ironía con que algunos de sus compatriotas juzgaban aspectos literarios de este o aquel autor ultramarino, buscando el pormenor y generalizando con una muestra pobre, o para el ditirambo profesional de una diplomacia estéril. En 1927 había realizado su primera visita a América; volvió a Madrid con tres decenas de epigramas inscritos a su paso, de Cádiz al Plata, de Chile a las Antillas; el último resumía el balance del regreso y hoy podría ser epitafio de su tumba americana:


Ni Ulises ni Jasón. Toda mi ciencia
consista en ser más claro, más sereno,
más rico, pero sólo de experiencia,
tal vez más útil y ojalá más bueno.



De 1910 a nuestros días, la Argentina ha acrecentado su interés por las letras y la cultura de España, y ahonda en las suyas la estimación de las aportaciones peninsulares. Fundamental es el estudio de la lengua y la literatura castellanas en su enseñanza secundaria, normal y especializada; las universidades   -203-   cuentan con cátedras de lingüística romance y de filología castellana, y la de Buenos Aires con un Instituto de Filología hispánica y otro de Cultura Española medieval que editan valiosas publicaciones. Fundose en 1914 la Institución Cultural Española, creada por residentes españoles con amor indiviso por la patria originaria y la adoptiva. Su cátedra magistral, instituida a la memoria de Marcelino Menéndez y Pelayo, fue inaugurada por don Ramón Menéndez Pidal, y desde entonces vienen a ocuparla sabios, artistas, pensadores, investigadores, entre los más notables de España. Más de cinco lustros de fundada y de vida activa y fecunda lleva la Academia Argentina de Letras, creada por el gobierno de la Nación para «dar unidad y expresión al estudio de la lengua» y «velar por la corrección y pureza del idioma». Nuestros folkloristas desentrañan del vasto cancionero popular de las diversas regiones del país la contribución primordial de la conquista española, con el mismo interés hispánico que han puesto críticos de España en el estudio y la valoración de Martín Fierro. El turismo argentino ha «descubierto» finalmente las bellezas de la madre patria, y nuestra literatura de viajes la representa en algunos libros de penetrante comprensión y emotividad profunda. El extraordinario desarrollo de las artes gráficas en los últimos años, favorecido por la declinación pasajera de las prensas en España con motivo de su guerra civil, hizo de la capital argentina un centro editorial de vastísimas irradiaciones; y así vemos reeditarse profusamente en ella los clásicos y los modernos de la literatura peninsular.

Suele señalarse a Buenos Aires como ejemplo de corrupción idiomática en América, y podría tal vez justificarse en parte su definición urbana que relaciona un arrabal portuario con aquel estragamiento: una hermosa de Boca fea y lengua impura... Falta de tradición cultural por el abandono que padeció como colonia; centro de tentativas de escisión hasta las vecindades del fin de siglo y «cosmópolis»   -204-   de gigantesco crecimiento aluvial, Buenos Aires dejó caer su habla indefensa en vicios y deformaciones y mezclas que luego contagiaron el interior del país, más recatado y castizo. Todavía presiona el suburbio de la ciudad y del espíritu, y una literatura tributaria acoge y sanciona esas barreduras verbales en el teatro inferior y en la prensa populachera. Por humorismo proclive o prevaleciente chabacanería, llegan hasta el salón, y aun las emplea la charla del culto en su familiaridad chancera. Pero pocas ciudades hacen más actualmente por dignificar su idioma. La prensa mayor, escrita con pulcritud, mantiene secciones atinentes al lenguaje para influir en su lector cotidiano; instituciones privadas cooperan en el estudio y la higiene del mal con las ya mencionadas del Estado; consultantes particulares y funcionarios públicos se dirigen continuamente a la corporación académica para resolver sus dudas idiomáticas. Lingüistas, lexicógrafos y aun filólogos, han dejado de ser el ave rara de una especie exótica; eximios tratadistas del idioma acrecientan anualmente la bibliografía. En nadie predomina un purismo esterilizador. La lengua castellana en la Argentina, a la que se llama idioma nacional porque es el del país, tiene fuero geográfico y social en neologismos y modismos, así como accidentes de alteración prosódica y semántica, al modo de lo que ocurre en todas las repúblicas hermanas y en las provincias de la propia España, pues de lo contrario toda ella, la lengua panhispánica, dejaría de ser viviente y ecuménica. Pero los particularismos no impiden la identidad orgánica, como la diversidad no destruye la unidad de sus literaturas.

Hace más de un siglo, en su tercera conferencia sobre los héroes y el culto del heroísmo, Carlyle prefirió para el imperio británico la pérdida, más o menos tardía, de la India, a la de Shakespeare, vínculo espiritual del pueblo inglés. En 1947 la India se desprendió, como un diamante inmenso, de la corona imperial. También España perdió las   -205-   Indias, todas sus colonias de América; pero en aquel mismo año ha celebrado con todas las repúblicas de su lengua el cuarto centenario del nacimiento de Cervantes, genio de esa lengua donde no se pone el sol. La negativa de la Metrópoli al pedido del desventurado manco deseoso de trasladarse a las lejanas colonias, salvó providencialmente la creación del Quijote, cuya primera edición fue absorbida por ellas.

España y las Españas tienen patria común en el mundo sin fronteras del idioma.






Obras de Rafael Alberto Arrieta

Poesía

Alma y momento, La Plata, 1910.

El espejo de la fuente, Buenos Aires, «Nosotros», 1912.

Las noches de oro, Buenos Aires, «Nosotros», 1917.

Fugacidad, Buenos Aires, «Babel», 1921.

Estío serrano, Buenos Aires, «Babel», 1927.

Tiempo cautivo, Buenos Aires, «El Ateneo», 1947.

Selecciones

Canciones y poemas, Buenos Aires, «Ediciones mínimas», 1916.

Selecciones líricas, Buenos Aires, «Ediciones América», 1920.

Sus mejores poemas, Editorial «Buenos Aires», 1923.

Antología política, Buenos Aires, Espasa-Calpe, Colección Austral, 1942. Cuatro ediciones posteriores.

Prosa

Las hermanas tutelares, Buenos Aires, «Babel», 1923.

Ariel corpóreo, Editorial «Buenos Aires», 1926.

El encantamiento de las sombras, Buenos Aires, «El Ateneo», 1926; «Emecé», 1946.

Dickens y Sarmiento. Otros ensayos, Buenos Aires, «El Ateneo», 1928.

Bibliópolis, Buenos Aires, «El Bibliófilo», 1933.

La ciudad del bosque, La Plata, «Humanidades», 1935.

Presencias, Buenos Aires, Julio Suárez, 1936.

Florencio Balcarce, Buenos Aires, Julio Suárez, 1939.

Don Gregorio Beéche y los Bibliógrafos Americanistas de Chile y del Plata, La Plata, «Humanidades», 1941.

Centuria porteña, Buenos Aires, Espasa-Calpe, Colección Austral, 1944. Dos ediciones.

La literatura argentina y sus vínculos con España, Buenos Aires, Institución Cultural Española, 1948.

La ciudad y los libros, Buenos Aires, Librería del Colegio, 1955.

Introducción al modernismo literario, Buenos Aires, Colección Esquemas, Editorial Columba, 1956.



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