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- VI -

Culminación y término del Neoclasicismo


José Joaquín de Mora, su mujer Mme. Fanny Delauneux y sus hijos se incorporaron a la sociedad porteña poco antes que otro intelectual contratado y su esposa: el napolitano Pedro de Angelis, de cuarenta y tres años de edad, militar de escuela en su juventud, luego profesor de los hijos de Joaquín Murat y Carolina Bonaparte, reyes de Nápoles, más tarde embajador en San Petersburgo (donde se había casado con Mélanie Dayet, de ascendencia francesa) y finalmente establecido en París. Reunidos por el destino y el idioma de las señoras que armonizaba el exótico cuarteto -el escritor italiano fue traducido del francés mientras no pudo emplear el español- los hombres convinieron asociarse en el periodismo y las mujeres en la docencia. «Dos literatos con cuyos servicios podemos contar -prometieron éstas en el prospecto que anunció la   -66-   fundación del Colegio Argentino para señoritas- se ofrecen a suplir las faltas de libros de educación que hace experimentar la interrupción del comercio. Los mismos se prestan a dirigir con sus consejos todo lo relativo a la enseñanza intelectual».

Los voceros del presidente se encargaron de ponderar los beneficios de aquella nueva contribución luminosa y la ciudad rivadaviana recibió con plácemes a tan brillantes embajadores del pensamiento europeo.

Mora y Angelis fundaron dos periódicos el año de su llegada. La Crónica Política y Literaria de Buenos Aires apareció el 3 de marzo y alcanzó a sumar ciento veinte números hasta el 6 de octubre, en que cesó. Una revista trimestral, El Conciliador, murió al nacer, en mayo; pero uno de los cuatro extensos artículos de su único fascículo contiene el concepto histórico de la literatura española, y el elogio de la lengua, y el juicio sobre la prolongación de ambas en América, que denuncian al admirador de Blanco White, al colaborador de Ackermann, al contendiente de Böhl de Faber, y que la Crónica reprodujo, glosó y desparramó en varias ocasiones.

Pretexto de la exposición fue haber recibido el primer número del londinense Repertorio Americano, cuyos redactores se dirigían a América, penetrados «de un espíritu verdaderamente nacional»; pero la diatriba del redactor andaluz no se relaciona con ideas o actitudes de aquéllos, y más parece el aprovechamiento de materiales anteriores y su adaptación a circunstancias locales. Comienza con un ex abrupto de calificativos detonantes: «El único resto precioso que conserva el nuevo mundo de la dominación ignominiosa que por tanto tiempo lo ha degradado -dicen las primeras líneas- es la lengua que sirve de vínculo común a las repúblicas fundadas sobre las ruinas de su sistema colonial». Pero el hermoso idioma, «degradado por tantos siglos de opresión religiosa y civil, condenado a ser el órgano de la superstición   -67-   y de la servidumbre», necesita ser esmeradamente cultivado para que rinda los frutos que promete el terreno feraz, y nada ha hecho América aún en ese sentido, absorbida por las luchas de su emancipación. ¿Y la misma España? «Con un idioma admirable, con unos habitantes vivos e inteligentes, con un número considerable de hombres distinguidos en todos los ramos del saber, la España no ofrece en sus anales ninguno de aquellos gloriosos períodos que, como los que han inmortalizado los nombres de Pericles, León X, Isabel de Inglaterra y Luis XIV, han legado a los siglos futuros un tesoro de verdades preciosas, depositadas en un lenguaje purificado por el gusto y ennoblecido por la razón». Los encomiados tiempos de Carlos V y de Felipe II sólo han dejado «comedias ingeniosísimas», pero triviales y alambicadas; «una mística empalagosa»; poesías «armoniosas y elegantes», pero pocas que interesen «a los estudios serios»; «historias dictadas por la adulación y por el miedo e impregnadas del espíritu de servilismo y persecución». Y a quienes ponderan la perfección alcanzada entonces por el habla de Castilla, el redactor andaluz les coloca frente a lo mejor de Granada, de Fray Luis o de Hurtado de Mendoza, las Vidas de Quintana, las traducciones de Clavijo y de Azara y los admirables artículos de Blanco White en su Español, para que perciban la inmensa distancia que media entre la literatura que divierte y la literatura que instruye, entre un idioma que sólo se emplea en recrear a un pueblo esclavo y el que sirve de intérprete a la razón y la filosofía»17.

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A pesar del atraso experimentado por la lengua en los siglos áureos bajo los Habsburgo, reconoce el crítico su «purificación de la antigua grosería» y sus nuevas galas; aféase, en cambio, con la oscuridad «del bárbaro culteranismo» que le sucede, y a la decadencia del gusto sigue «la nulidad política, moral e intelectual» del último monarca austríaco, que se prolonga hasta «los reinados de los dos primeros de la infausta raza de los Borbones». Despejose el horizonte con Carlos III. Mas la posición geográfica hizo a España depender inevitablemente de Francia en una época de progreso social de Europa, y de Francia recibió las nuevas luces junto con la invasión de galicismos que hicieron de la lengua española «una masa heterogénea e informe». Fue necesario aprender en francés, pues no había en español libros para su enseñanza, «las ciencias naturales, el arte de guerra, la literatura amena, la filosofía en sus diferentes ramas». El mismo hecho se repite en América en el momento en que comienza a regir sus destinos: España no puede darle lo que no tiene, el predominio del texto francés corrompe la lengua heredada de los conquistadores. El teatro podría educar a los pueblos; pero ni siquiera el pobre actor logra adquirir el arte de la «declamación» en un repertorio que desde el culteranismo de Calderón y de Moreto está dominado por la pompa y la extravagancia. «Así es que las piezas de Moratín y Quintana -concede el demoledor- y algunas pocas traducciones del francés y del italiano, son los únicos dramas en que nuestros actores se han expresado con corrección y naturalidad».

Si algo -o mucho- de lo escrito estaba destinado a halagar el antiespañolismo de los americanos, el final trasluce identificación absoluta del europeo contratado con el medio indígena. «En Europa -dice la página penúltima-   -69-   nuestra emancipación ha excitado un entusiasmo general. ¿Por qué no hemos de procurar sostenerlo? ¡Qué! ¿Tan sólo enviaremos a los pueblos antiguos que admiran nuestra suerte, metales, cueros las otras materias primas que alimentan su industria?». No; hay que crear una literatura propia...

La misma pluma que escribió esas páginas compuso enseguida un canto poético para celebrar el decimoséptimo aniversario de la Revolución de Mayo, que publicó en folleto18. He aquí algunos versos que evocaban el viaje a Buenos Aires:



De amistad el lejano llamamiento
hirió mi oído entonces, y afanado
lancéme al frágil pino, y en su seno
la inmensa anchura atravesé...

... Llegué a tus rivas, orgulloso Plata,
y cual fresco y erguido reverdece
marchito arbusto, si tras seco estío
su clima crea con benigno soplo
brisa otoñal, así, soberbio, activo,
con incógnito ardor latió mi pecho.



El joven Florencio Varela pagó el cumplimiento con un Elogio en la misma moneda:



Ya aquí su fama resonado había
cuando oyendo el llamado
de la amistad, al mar su vida fía
el proscripto ilustrado,
y llega al cabo al caudaloso Plata,
y el placer de ser libre lo arrebata.

... Pero mi patria da grata acogida
al don que hoy le presentas,
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Y en su huésped se goza agradecida,
pues su esplendor aumentas,
y tu talento sólido asegura
gloria a la nacional literatura19.



Del disperso parnasillo que había dado al ministerio de Rivadavia su constelación poética, sólo quedaba, como poeta áulico de la presidencia, Juan Cruz Varela. Don José Joaquín halló en él con quién conversar de asuntos estéticos en el mismo tono, y en su hermano menor un discípulo entusiasta. Al mes de fundada, la Crónica se ocupó del último canto de inspiración heroica de Juan Cruz, dedicado al triunfo de Ituzaingó: «Exposición grandiosa, movimientos líricos, giros poéticos, elegancia sostenida, tales son las principales dotes que lucen en el poema». Era, sin duda, la mejor composición del ciclo heroico, y el ciclo cerrábase con ella. «Si vivieran Luca, Lafinur, Rodríguez y Rojas, genios que tanto honor hicieron al Parnaso Argentino -decía el poeta en su dedicatoria del canto al general don Carlos de Alvear- o si pulsara López su lira armoniosa y sonora, las glorias de la Patria y de Vuestra Excelencia, serían cantadas de un modo digno de ellas». Reconocíase, en tal forma, heredero de quienes durante diez años lo había alejado su numen erótico, y sobreviviente de una generación poética extinguida.

El 26 de julio, la Crónica volvió a ocuparse de Varela con motivo del estreno de su segunda tragedia: «Hemos asistido a la representación de Argia, y a pesar de lo imperfecto de la ejecución, hemos vuelto a admirar los primores que ya habíamos distinguido en la lectura».

Argia, tan distinta en todo de su hermana Dido como la imitación secuaz de una tragedia de Alfieri puede serlo de un episodio pasional que se acoge al resplandor de la Bérénice raciniana, correspondía a la cantera del odio a los tiranos, leitmotiv de la poesía revolucionaria, y ese fue   -71-   probablemente el incentivo de la simpatía de Varela por la obra del conde piamontés, cuya Virginia vertió en prosa. Reconoció el porteño al publicar su tragedia, cuando ya no estaba Rivadavia en el gobierno, haberla escrito en «la época de la libertad de su país... ciertamente la más a propósito para acabar de arraigar entre nosotros el odio a los tronos... y en el país de la libertad no se violenta un escritor cuando se le presenta una ocasión cualquiera de atacar a los déspotas». Dos tragedias de Alfieri, Antigone y Polinice, fueron tributarias de Argia, según su autor; podría agregarse Merope y aun reconocerse el influjo de Les frères ennemis, de Racine.

Antes de terminar el año, la renuncia del presidente Rivadavia dejó desvalidos a los dos redactores de la Crónica. El gobierno suprimió los sueldos que se les pagaba, y ellos protestaron en su periódico, sin eufemismos: «Violado de este modo un contrato solemne que nos había arrancado a nuestras patrias adoptivas, a las sociedades más ilustradas de Europa y al decoroso bienestar que en ellas gozábamos, lejos de pedir y de adular, hicimos ante un escribano publico una protesta en forma, como la que se acostumbra contra un acreedor de mala fe».

Por otra parte, el conflicto internacional producido entre los matrimonios asociados en la fundación del Colegio para señoritas precipitó la catástrofe. Las señoras tenían sus incompatibilidades; los hombres sus antagonismos. «El fuego y el agua -confesó Mora poco después, en una carta privada- no son más difíciles de unión que la ingenuidad andaluza con la afectación napolitana». A principios de 1828, el gaditano dejó al partenopeo la posesión exclusiva de la ínsula porteña y cruzó la cordillera con Mme. Fanny y sus niños, llamado por el presidente chileno, general don Francisco Antonio Pinto, que pretendía «seguir los pasos de don Bernardino». Mantuvo correspondencia epistolar   -72-   con los hermanos Varela, y en una carta a Florencio vemos asomar el crítico exigente y educador:

La Oda a la paz es buena. Tiene descuidos, pero son de los pocos años. No imite usted mi ejemplo ya que no se halla en mi caso. Trabaje, pula, medite; no salga del foro y del parnaso. Está usted en camino de lucir en uno y en otro. No se pegue a Quintana; varíe sus modelos; no termine usted sus versos en palabras sordas; diversifique las terminaciones; junte las menos análogas en sonido; si hay un verso que rime con otro, rimen todos; la mezcla de versos sueltos con rimados, a despecho de las autoridades pour, tiene razones contre; no se fije tanto en la expresión poética como en la imagen; aléjese del entonamiento de la lírica antigua; nuestra lengua no lo admite sino en el último grado de perfección; hable a los sentidos...20



Alejado el amigo y consejero literario, los Varela se mantuvieron fieles a su recuerdo y su enseñanza. A mediados de aquel año de 1828, Juan Cruz escribió en El Tiempo, su diario de combate, bajo el título común de Literatura nacional, una serie de artículos que denotan el influjo del maestro fugaz. La formación de aquélla, pedida en una página del Conciliador, estaba muy distante para los argentinos. Juan Cruz Varela -nombre que no figura al pie de los artículos- indicaba varios caminos convergentes; en primer término, el conocimiento del idioma. «En las tertulias, en las conversaciones más serias, en los escritos, en la tribuna -señalaba- se cometen diariamente los errores más groseros». La pronunciación es «viciosísima». Los niños dicen «tomá», «corré», «vení», y no se los corrige. La falta de libros ha agravado el mal. «La España no podía suministrarnos libros originales donde hallásemos los principios de todas las ciencias, porque ella misma no los tenía... ¿Dónde,   -73-   pues, buscaríamos los americanos los maestros que necesitábamos? Indispensablemente en el vastísimo almacén de la Francia. Sus escritos han sido los primeros libros que hemos tomado en la mano y en los que siempre hemos estudiado. Nadie puede desconocer esta verdad práctica. Véanse todas las bibliotecas particulares de Buenos Aires, y se hallará un prodigioso excedente de libros franceses sobre los españoles; véanse los libros que sirven de texto en nuestra universidad, y se encontrará que todos son franceses...». El articulista aconseja la lectura de buenos autores españoles, y nombra los de su preferencia como si don José Joaquín se los soplara al oído: Blanco White, Jovellanos, Quintana, Meléndez, «las comedias del inmortal Moratín», muerto hacía unos meses. Pero esa exhortación fue el epitafio de una generación en nuestras letras. Los hermanos Varela emigraron a Montevideo al año siguiente, y una orden de destierro hizo después definitiva su expatriación. No quedaba una sola voz de la pléyade rivadaviana,

El escenario permaneció desierto durante un intervalo demasiado largo que apagó los ecos, ya débiles, del neoclasicismo. Lo ocupó Esteban Echeverría, que regresaba de Europa con la repentina resolución de Fortimbrás, el príncipe recién llegado que en la escena final de Hamlet se ciñe la corona falta de cabeza y manda enterrar los muertos de la última dinastía...





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- II -

El romanticismo


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- I -

Esteban Echeverría, el iniciador


«Independientes en política, colonos en literatura», condenso Alberdi, buen forjador de sentencias, para resumir el estado anterior. El romanticismo, directamente importado de Francia, antes de que atravesara los Pirineos, completó la emancipación.

Es sabido que en el romanticismo originario España había estado, con Lope y Calderón, junto a Shakespeare, en la Alemania de los Schlegel, después de haber traducido Herder el Romancero y Ticck el Quijote. No hay duda de que la vivida poesía sepulcral de Young y la falsa melancolía épica de Osian habían penetrado el último cuarto del siglo XVIII de España con un estremecimiento prerromántico. Ni es posible olvidar la prédica de críticos como Alberto Lista y su discípulo Agustín Durán, antes de 1830, año en que llegó de Malta a Francia el proscrito andaluz Ángel de   -78-   Saavedra con su comenzado poema, de molde scottiano, El moro expósito, que al aparecer en 1832 había dado a la literatura romántica española su primer fruto sápido, abierto, en suelo extraño. En el París que el futuro duque de Rivas pudo visitar después de la caída de los Borbones, se hallaban de moda Shakespeare, Byron, Walter Scott, descubiertos por él en su isla de Próspero, y aun comprobó que el Romancero y el teatro calderoniano gozaban de una actualidad reverdecida y que la España de las Orientales -à demi africaine, à demi asiatique- lucía los colores del nuevo reino poético. Pero Ángel de Saavedra llegó a Francia en marzo, y Esteban Echeverría dejó Francia, después de residir cuatro años en su capital, en mayo.

Con Echeverría entró en aguas del Plata, al promediar el año de 1830, el romanticismo elaborado en París durante el lustro decisivo de su aclimatación francesa. El joven criollo había residido en París desde el año de Cinq-Mars hasta el de Hernani; suyo era el París de los prefacios de Cromwell y de los Etudes de Emilio Deschamps; el de las Harmonies de Lamartine y de los Contes d'Espagne et d'Italie de Musset; el de los estrenos de Henri III et sa cour de Dumas y de Othello en la traducción de Vigny; el de los cursos universitarios de Villemain, Cousin, Guizot; el de los ecos continentales de Le Globe, en cuyas páginas se aproximaron, por primera vez, Sainte-Beuve y Víctor Hugo21.

Rodeado por algunos jóvenes universitarios -Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez, en primer término- el iniciador porteño sembró de teorías y nombres de autores y títulos de obras el paseo de la Alameda, las barrancas del norte, los bordes calcáreos del ancho río. Shakespeare, Schiller, Goethe y especialmente Byron habían sido, según   -79-   su declaración posterior, los que le revelaron un mundo nuevo cuando llegó a París; a ellos sumó todos los descubiertos a orillas del Sena, para fecundar las del Plata. «Por Echeverría -dirá Alberdi en sus páginas autobiográficas- tuve las primeras noticias de Lerminier, de Villemain, de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine... A Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu con las lecturas de Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffroy y todos los eclécticos procedentes de Alemania, en favor de lo que se llamó el espiritualismo». Y Juan María Gutiérrez, en las dedicadas a la vida y la obra del mentor, señalaría entre las lecturas inferidas de apuntaciones íntimas, además de aquellos nombres, los de Montesquieu, Sismondi, Wattal, Lerminier, Lamennais, Guizot, Lando, Vico, Saint Marc Girardin, Vinet, Pascal -así escritos y ordenados- y en otra lista, los de Tenneman, Leroux, De Gérande, Damiron.

Al decidirse a escribir versos en sus primeros tiempos de París, e ignorando los recursos de su propio idioma y el modo de versificar en español, Echeverría debió comenzar por aprenderlos. «Era necesario leer los clásicos» -rememoró años después, junto con la soñolencia del esfuerzo-. ¿Cuáles? Entre sus papeles hallaría su biógrafo varias listas: de locuciones y modismos copiados de Cervantes, Santa Teresa, Quevedo, Gracián, Saavedra Fajardo, etcétera; y, sugerente indicio, en los epígrafes de sus composiciones poéticas -especie de galería selecta en que se exhiben las efigies de los amigos a quienes reverencia más el dueño de casa- Dante y Petrarca, Shakespeare y Byron, Goethe y Schiller, Chateaubriand, Lamartine, Hugo, alternan con Manrique, Fray Luis de León, Lope, Tirso, Calderón, Rioja, Moreto, Zárate...

Mientras el iniciador revelaba a sus primeros discípulos el «nuevo mundo» descubierto en el viejo, componía versos menos novedosos que su teoría, a pesar del deslumbramiento   -80-   de los iniciados. Pero él no lo ignoraba, y en el apéndice de Los consuelos, su libro de 1834, la nota VII, correspondiente a la composición Profecía del Plata (eco directo del célebre apóstrofe del agustino por su título, su prosopopeya y su estrofa) anunció así el cambio probable: «Estas y otras composiciones del mismo género en este libro insertas las escribía preocupado aún del estilo y formas usadas por los poetas españoles, cuyas liras rara vez han cantado la libertad. Si, recobrando mi patria su esplendor, me cupiese la dicha de celebrar otra vez sus glorias, seguiría distinto rumbo; pues sólo por no trillados senderos se descubren mundos desconocidos». La misma nota prevé la liberación «de toda extraña influencia» para nuestra poesía, cuando al reflejar «los colores de la naturaleza física que nos rodea, sea a la vez cuadro vivo de nuestras costumbres». El próximo poema, La cautiva, introdujo aquel cuadro, y en la advertencia preliminar del pequeño volumen que lo contiene (Rimas, 1837) declaró el innovador: «El principal designio del autor de La cautiva ha sido pintar algunos rasgos de la fisonomía poética del desierto; y para no reducir la obra a una mera descripción, ha colocado en las vastas soledades de la Pampa los seres ideales, o dos almas unidas por el doble vínculo del amor y el infortunio».

La inmensa llanura no había tenido valor estético para la generación anterior. El paisaje era una conquista moderna; el sentimiento de la naturaleza que lo impregna y lo reproduce en imagen subjetiva, una conquista romántica. Echeverría descubrió poéticamente la pampa, guiado, sin duda, por la cartografía americana de Chateaubriand. En la misma «Advertencia» del poema destacó que también le pertenecía «la forma, es decir, la elección del metro, la exposición y la estructura», y se refirió a la clasificación estéril de la poesía en especies, de cuyos moldes resultaba víctima «la mayor parte de los poetas españoles» en su empeño de llenar tomos «con idilios, églogas, sonetos, canciones y anacreónticas»,   -81-   disipación de ingenio sin voces para la razón ni el alma.

El historiador español de la poesía hispanoamericana ha atribuido a Esteban Echeverría el «alarde de despreciar a todos los poetas españoles antiguos y modernos». Sólo una información parcial pudo ser fundamento de aseveración tan categórica. Aparte lo ya citado en párrafo anterior como prueba de sus lecturas españolas, una ojeada a los estudios reunidos en el tomo V de las Obras completas demostrará que el autor no era en sus juicios un obcecado. Refiérese, por ejemplo, a las doctrinas del clasicismo francés, y observa: «Con la dinastía borbónica entraron en España, y Luzán se encargó de propagarlas; pero sólo a fines del siglo pasado los titulados reformadores de la poesía castellana, desconociendo la riqueza y la originalidad de su literatura, las siguieron fielmente en sus obras. Lástima da ver a Quintana, ingenio independiente y robusto, amoldando la colosal figura de don Pelayo a las mezquinas proporciones del teatro francés, cuando por otra parte en sus poesías habla con tanta energía al espíritu nacional y se muestra tan español» (página 99). En el mismo trabajo antepone los nombres de poetas españoles -aunque no signifique preferencia de su admiración- a los de su confesado culto: «La excelencia, pues, del teatro francés no puede ser absoluta ni servir de regla universal... ni tiene por sí el asentimiento de tres grandes naciones, ni puede ofrecer a la admiración de los hombres mayor número de obras extraordinarias, ni genios tan colosales como los de Calderón, Lope de Vega, Shakespeare, Goethe y Schiller» (104). Hablando del estilo, considera al de Cervantes, en el Quijote, «festivo, agudo y verboso como la andariega y lujuriante fantasía de su héroe», y juzga a Quevedo «el escritor español más rico en formas de estilo (salvo los conceptos y agudezas que de puro acicalados se pierden de vista), salpicado de chistes y travesuras, ora lleno de nervio y robustez, ora sentencioso y florido,   -82-   casi siempre original y a menudo elocuente» (116). Poco después, y a propósito del siglo de oro, leemos: «La España, sin embargo, puede vanagloriarse de haber producido entonces, y antes que otras naciones sus émulas, a Granada, Lope, Luis de León, Rioja y de ofrecer a la admiración del mundo en el decimoséptimo siglo los nombres de Quevedo y Calderón».

Una nota del Ángel caído acerca de la leyenda de Don Juan, en la que, con evidente exageración y aun incomprensión, se negaba a todos los poetas españoles que hicieron del personaje su protagonista la profundidad necesaria para trazar su carácter, dio pie a la generalizada afirmación del historiador ofendido. Consideraba Echeverría que la lengua española, por falta de cultores «fecundos y originales» en materias relativas a la reflexión, no era un instrumento apto; era, en cambio, «mina rica» para lo pintoresco. «La América, que nada debe a la España en punto a verdadera ilustración -dijo en uno de sus estudios- debe apresurarse a aplicar la hermosa lengua que le dio en herencia, al cultivo de todo linaje de conocimientos; a trabajarla y enriquecerla con su propio fondo, pero sin adulterar con postizas y exóticas formas su índole y esencia, ni despojarla de los atavíos: que le son característicos» (pág. 118).



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- II -

La generación de 1830


La cátedra porteña de filosofía constituyó la forja espiritual de la juventud estudiantil desde que comenzó a desempeñarla el poeta y músico de veintidós años Juan Crisóstomo Lafinur, hasta que pudo animarla el médico filósofo Diego Alcorta. Llegado a ella en 1819, cuando el Colegio de San Carlos se trasformó en el de la Unión del Sud, Lafinur había provocado, con su sola presencia, una innovación pintoresca, pues su ropa civil, realzada por la esbeltez del adolescente, ya era desafío para una enseñanza que hasta entonces fuera inseparable de la vestidura talar; y apenas dichas las primeras palabras, la voz del antiguo sochantre de Córdoba llenó el aula de vibraciones demoniacas. Los nombres de Condillac y de Destutt de Tracy, rimados y cantados con los de Locke y Cabanis, sin olvidar el de Voltaire y algunos otros que detonaban en   -84-   aquel ámbito aristotélico, sedujeron a los alumnos y escandalizaron al clero. Hubo guerrilla gacetillera, y el fraile Castañeda aguijoneó al profesor sensualista; pero pronto pactaron en dos cartas que una hoja impresa recogió con este título aleccionador: Ejemplo de reconciliación entre americanos disidentes.

Alejado Lafinur de la cátedra y de la ciudad por el hostigamiento del aire cargado en la sombra, volvió a aquélla la sotana en la persona del sacerdote español don José Manuel Fernández de Agüero, quince años antes profesor de filosofía en el Colegio de San Carlos y desde entonces retirado a una parroquia. Las meditaciones del quindenio habían cambiado su pensamiento; y su nueva enseñanza, favorablemente acogida por los alumnos y juzgada herética por el claustro, fue violentamente interrumpida con la clausura del aula. Cuando el doctor Agüero renunció su cátedra, en 1827, se designó para dictarla al doctor Diego Alcorta, uno de los primeros discípulos de Lafinur. «Impresionable, simpática, reflexiva el alma de este hombre que dio su espíritu a una generación -escribiría uno de los asistentes a su curso de ideología en la Universidad- aparecía sereno enmedio de la tempestad, con la melancólica palidez del sabio sobre la frente, con un dolor íntimo en el corazón»22. Dio algo de su espíritu, en efecto, a los jóvenes que salieron de su aula templados para afrontar todas las desventuras. Dos de ellos, Alberdi y López, lo evocaban juntos en el destierro, unidos por la fascinación perdurable.

La generación de 1830 estaba preparada por sus maestros y sus lecturas para tomar vuelo con las primeras ráfagas románticas. Aun sin el influjo de Echeverría -quien no lo ejerció, hasta un lustro después, fuera del estrecho círculo de sus iniciados- la renovación espiritual se hubiera producido   -85-   casi con la misma universalidad. El libro y la revista que Europa enviaba eran su alimento cotidiano.

En 1830 llegó a Buenos Aires un viajero francés, M. Arsène Ysabelle, quien cinco años después narró su viaje en un libro hermosamente editado (Voyage à Buenos Ayres et Porto Alegre, Havre, 1835). Refiérese en una de sus páginas a la biblioteca pública fundada por Mariano Moreno en 1810, y nos da estos datos: «Desde 1820 hasta 1828 se ha enriquecido sucesivamente con libros de historia, de jurisprudencia, de moral, de ciencias exactas y naturales, de literatura propiamente dicha y de gran cantidad de álbumes de viajes, de grabados de toda clase, etc. Ocupa actualmente cinco salas y el número de volúmenes alcanza a veinte mil, de los que son franceses más de la mitad».

El caudal de estos últimos había de acrecentarse casi enseguida, como fecunda repercusión de la revolución que destronó a los Borbones. «Nadie hoy es capaz de hacerse una idea del sacudimiento moral que este suceso produjo en la juventud argentina que cursaba las aulas universitarias» -evocaría en la ancianidad uno de aquellos estudiantes-. «No sé cómo -agregaba el historiador don Vicente Fidel López en las páginas inesperadamente truncas de su Autobiografía23- produjo una entrada torrencial de libros y autores que no había oído mencionar hasta entonces. Las obras de Cousin, de Villemain, de Quinet, Michelet, Jules Janin, Mérimée, Nisard, etc., andaban en nuestras manos produciendo una novelería fantástica de ideas y de prédicas sobre escuelas y autores románticos. Nos arrebatábamos las obras de Víctor Hugo, de Sainte-Beuve; las tragedias de Casimir Delavigne, los dramas de Dumas y de Víctor Ducange, George Sand, etc.». El mismo doctor López nos ha revelado en aquel trozo involuntario -galería hipóstila   -86-   que avalora la pérdida del edificio sacrificado- la colaboración de un condiscípulo mecenas: Santiago Viola24. Hizo venir de París los libros famosos de la moderna literatura europea, las colecciones completas de la Revue de Paris y de la Revue Britannique, y un «número considerable de retratos litografiados de los autores en boga». La ausencia de España en esa invasión «torrencial» era índice de su aislamiento.

Durante el gobierno «liberal y benigno» que sucedió al primer periodo rosista, la juventud universitaria se sintió alentada y resolvió organizar un ateneo de estudios históricos y sociales «según la nueva escuela francesa». Cada sábado se leía el trabajo de un asociado sobre un tema impuesto, que era sometido a la crítica en el siguiente. A Félix Frías le tocó disertar -¡paralelo desconcertante!- sobre Mirabeau y Martínez de la Rosa. «Estaba bien escrita su disertación -nos dice Vicente Fidel López-, pero le caímos todos porque presentaba a Martínez de la Rosa como muy superior al tribuno francés».

La hispanofobia de la juventud universitaria no contagió a José Rivera Indarte, joven estudiante que en verso y prosa componía diarios manuscritos, por él mismo distribuidos, y en los que trataba dura y sarcásticamente a sus maestros y condiscípulos y defendía y exaltaba a España. Repudiado y castigado por sus compañeros, finalmente expulsado de las aulas universitarias, se ausentó del país por corto tiempo; volvió, reingresó en la Universidad, reanudó la actividad de su pluma chorreante y compuso entonces un folleto de sesenta páginas titulado El voto de América o examen de si convendría o no a las repúblicas de América el reconocimiento de su independencia por la España (l815). Mitre dice en su biografía de Rivera Indarte que ese trabajo,   -87-   «fundado en razones de derecho, de conveniencia y seguridad», fue el desarrollo de ideas y conceptos sucesivamente expuestos en un periódico montevideano, El Investigador y que debe contárselo como el primer cooperador en la apertura de los puertos rioplatenses a la bandera española. Impugnado el Voto por Juan Bautista Alberdi, suscitó una Defensa del propio autor. En 1870, La Revista de Buenos Aires (año VIII, N.º 92), publicó otro opúsculo casi enteramente desconocido de Rivera Indarte, datado en 1836, cuyo título confirma su posición personal en la ardua cuestión: Sobre el origen y curso que han tenido las nuevas relaciones del pueblo español con los Estados disidentes de la América española; y sobre el modo de terminar sus pasadas diferencias de un modo igualmente proficuo a España y América. El opúsculo había sido acogido en la corte favorablemente; la misma reina dispuso una edición limitada, y Rivera Indarte recibió algunos ejemplares que ocultó para no aumentar los recelos sobre su persona.

Un comercio de libros que adquirió celebridad con la generación romántica, la Librería Argentina de don Marcos Sastre, compraba «toda clase de libros, sean nuevos o viejos, y en cualquier idioma que estén», según decía en los anuncios. De la importancia de sus estantes nos habla uno de sus catálogos -acaso no hubo otro-, correspondiente al mes de julio de 1835. Ofrece obras en español, francés y latín; entre las primeras, muchas son traducciones de varios idiomas. No escasean los autores españoles, de distintos siglos: alternan el Bernardo de Balbuena, las Cartas de Santa Teresa, Guzmán de Alfarache, las obras del padre Las Casas, con las poesías de Garcilaso, de Lope, de Torres Villarroel, de Arriaza. En prosa y verso está representado Quintana; Cadalso, por sus Cartas marruecas. La novela del padre Isla es vecina de la Filosofía de la elocuencia, de Capmany. Juntas se anuncian las fábulas de Iriarte y las de Samaniego, y en forma global las obras de Fray Luis de   -88-   León, Cervantes, Moratín, Juan de Iriarte, Martínez de la Rosa. Además de las literarias, abundan las jurídicas, las políticas, las religiosas, las históricas, las didácticas. La Opera Omnia de Luis Vives figura en su edición de ocho volúmenes infolio.

La Librería Argentina fue la célula del Salón Literario. Los asiduos visitantes y contertulios de su local primitivo, sito en la calle de la Reconquista, 72, se llamaban Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, Juan Thompson, Vicente Fidel López, Miguel Irigoyen... El dueño del comercio, bibliógrafo generoso, amigo desinteresado de los libros, a pesar de vivir de ellos en su negocio de lance, participaba del revoloteo y el zumbido de aquellas abejas de su colmenar. Un día les habló de su madurado proyecto: iba a trasladarse a local más amplio; instalaría un Salón semejante a los gabinetes de lectura de las ciudades europeas. El apoyo de su clientela culta lo decidió. Apartó de los anaqueles decenas de libros, rigurosamente escogidos, que llevó a dos habitaciones del nuevo local -calle de la Victoria, 59- como plantel bibliográfico de la institución, y anunció a la ciudad entera el acto inaugural.

Barrido por una ráfaga huracanada del recelo rosista, el Salón arrastró a la Librería Argentina. A mediados de enero de 1838, la Gaceta Mercantil publicó la subasta de sus existencias. En la lista de autores allí expuesta, donde los españoles aparecen mezclados con los de lenguas y tiempos distintos, se advierte la riqueza que el lector porteño tenía a su alcance. En los mismos números del diario en que se repitieron esas listas, la Librería de la Independencia -calle de los Representantes, antes del Perú, 60- llenaba buen espacio con los títulos de sus obras en francés y en español, y un rematador anunciaba la venta de libros en lengua inglesa: historia, viajes, ciencias, novelas, poesía.

Pocos lustros de vida independiente había necesitado la ciudad de Moreno para convertirse en amplio albergue del   -89-   pensamiento escrito de la humanidad. Ocurría lo mismo, con el teatro. Los jóvenes devotos del prefacio de Cromwell no se opusieron al retorno del repertorio español, casi totalmente excluido desde la Revolución y casi oficialmente condenado durante el Directorio. En 1830 volvió a las tablas de Buenos Aires con actores peninsulares para alternar, a través del decenio, con obras en su mayoría francesas. Un arreglo de la Estrella de Sevilla; Marta la piadosa, de Tirso; El alcalde de Zalamea, de Calderón; García del Castañar, de Rojas; El desdén con el desdén, de Moreto, formaban el fondo clásico. La Raquel, de Huerta, todo Moratín, El delincuente honrado, de Jovellanos, mostraron lo mejor de su época. El alfieriano Duque de Viseo, de Quintana, comulgó con la prerromántica Conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa. Bretón de los Herreros y Ventura de la Vega apuntalaron, como creadores, o traductores, o adaptadores, más de una lánguida temporada. Lanuza, de Ángel de Saavedra, era bien recibido desde 1827. Larra, en prosa y en verso, con pieza traducida y con pieza original, congregó a los admiradores de «Fígaro», un año después de su muerte: el 24 de mayo de 1838 se inauguró el teatro de la Victoria con El arte de conspirar, de Scribe; el 1.º de setiembre se estrenó Macías en el Argentino. Un triunfo de larga resonancia obtuvo la representación de El Trovador, de García Gutiérrez, el 9 de junio, dos años después de su estreno en Madrid. Don Álvaro esperó cuatro para desgranar sobre un escenario porteño sus muertes eslabonadas. Los sainetes perdían su filiación artística en una especie de commedia dell'arte que cerraba los espectáculos: se le insuflaban chistes locales, se le tejían alusiones de ocasión, se le aderezaban bailes y pantomimas. Don Ramón de la Cruz no se hubiera reconocido en ese espejo embadurnado.



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- III -

El salón literario y la lengua


¿ Era posible la independencia política del país sin la emancipación de la lengua? ¿El idioma heredado no constituía una sujeción perpetua al coloniaje?

Los adalides de la generación literaria de 1830 sintieron que la lengua en que se expresaban les asfixiaba el pensamiento, e intentaron desgarrar aquella túnica de Neso. Lengua y literatura son términos que se confunden continuamente en su prédica libertadora, sin que alcancen a distinguir entre el instrumento y la obra. Como acto de antiespañolismo, los descendientes de Mayo atacan el idioma que hablan y escriben y, con salvedad de escasos autores, desprecian la literatura peninsular que es su monumento.

Fue el último domingo de junio de 1837, cuando al abrir sus puertas el Salón Literario estalló, mezclado a su oratoria inaugural y entre los estampidos anunciadores que   -92-   atronaban el aire, aquel petardo que originaría a lo largo del siglo los periódicos fuegos artificiales de un idioma emancipado. El auditorio juvenil debió de aspirar el olor a pólvora con despreocupada fruición. Pero el grave don Vicente López y Planes no compartió, sin duda, el entusiasmo de su hijo Vicente Fidel. En cambio, don Pedro de Angelis, ducho en fogonazos y parlas, husmeó el aire con su gran nariz de perdiguero y sonrió a la juventud americana con paternal estímulo.

Inició las fantasías píricas el dueño de casa. Después de execrar «esa multitud de novelas inútiles y perniciosas que a montones abortan diariamente las prensas europeas», prometió para la flamante biblioteca «las obras más importantes de la república de las letras, y particularmente las producciones modernas que siguen la marcha del espíritu humano», a fin de salvar a la juventud argentina de inmundos contagios y rodearla «de una atmósfera benéfica de ideas sublimes». He ahí el primer objeto del Salón, según su fundador. El segundo, era establecer un curso de lecciones sobre filosofía, religión, arte, agricultura e industrias aplicables al país. Entre los disertantes comprometidos, se contaban ya don Vicente López, don Juan María Gutiérrez, don Juan Bautista Alberdi, don Pedro de Angelis y don Esteban Echeverría. El fundador, optimista, no ocultaba su entusiasmo. El momento era propicio para la siembra intelectual: el «gran Rosas» en el gobierno y la nueva generación «dispuesta a abjurar el triple plagio» -político, científico, literario- y a declarar a la faz del mundo su triple divorcio: «de toda política y legislación exóticas»; «del sistema de educación pública, trasplantado de España»; «de la literatura española y aun de todo modelo literario extraño». Y entre nubes de incienso a la época federal, «expresión de la voluntad instintiva del pueblo y, por consiguiente, el tránsito del error a la verdad», y loas al «único poder que puede suceder a la anarquía», o sea el absoluto, y al «hombre que la   -93-   Providencia nos presenta más a propósito para presidir la gran reforma de ideas y costumbres que ya ha empezado», el elocuente librero se explayó en torno a su sexteto de «plagios» y «divorcios».

A continuación el joven Juan Bautista Alberdi expuso la ley del desarrollo de las instituciones humanas, se refirió al progreso de Europa -particularmente de Francia, «porque en materias de inteligencia, la Francia es la expresión de la Europa»-, lo comparó con nuestro Estado y estableció la armonía existente entre el gabinete de lectura que se inauguraba y la «marcha progresiva» del país, y entre ésta y la marcha progresiva de toda la humanidad».

Nada referente a la lengua ni a la literatura españolas contuvo el discurso de Alberdi, aunque aludió a la sumisión colonial que «nos hacía dormir en una cuna silenciosa y eterna». Pero el orador tenía ya en prensa su Fragmento Preliminar al estudio del Derecho, y en él se leyó poco después: «A los que no escribimos a la española se nos dice que no sabemos escribir nuestra lengua. Si se nos dijera que no sabemos escribir ninguna lengua, se tendría más razón. Decir que nuestra lengua es la lengua española, es decir también que nuestra legislación, nuestras costumbres, no son nuestras, sino de la España... La lengua argentina no es, pues, la lengua española; es hija de la lengua española como la Nación Argentina es hija de la Nación Española, sin ser por eso la Nación Española»25. A tan curiosa afirmación lingüística, el hispanófobo agregaba su indiferencia por la literatura de su idioma, como lo prueba esta lista de sus «lecturas favoritas» de entonces, reconstruida muchos años más tarde, y en la que únicamente los tres nombres últimos son de autores españoles: Volney, Holbach, Rousseau, Helvecio, Cabanis, Richerand, Lavater, Buffon, Bacon, Pascal, La Bruyère, Bentham, Montesquieu, Benjamín Constant, Lerminier,   -94-   Tocqueville, Chevalier, Bastiat, Adam Smith, J. B. Say, Vico, Villemain, Cousin, Guizot, Rossi, Pierre Leroux, Saint-Simon, Lamartine, Destutt de Tracy, Víctor Hugo, Dumas, P. L. Cuvier, Chateaubriand, Mme. de Staël, Lamennais, Jouffroy, Kant, Merlin, Photier, Pardessus, Troplong, Heignecio, «El Federalista», Story, Balbi, Martínez de la Rosa, Donoso Cortés, Campany26.

El tercer discurso correspondió a Juan María Gutiérrez. Era el especialmente destinado a promover la conmoción idiomática. Comenzó el orador por proclamar la esterilidad científica de España a través de toda su historia y la ausencia en su literatura de un solo libro «que encierre los tesoros que brillan en cada página de René, en cada canto de ChildeHarold, en cada 'meditación' de Lamartine, en cada uno de los dramas de Schiller». La categórica negación lo arrastró a declaraciones como ésta: «Por inclinación y por necesidad he leído los clásicos españoles y mi alma ha salido de entre tanto volumen vacía y sin conservar recuerdo alguno, ni rastros de sacudimientos profundos». Las excepciones que anotó enseguida, como arrepentido de su temeridad (entre ellas la del autor del Laberinto, comparable «por la sublimidad de concepción...» ¡a Dante!), borráronse en el párrafo siguiente: «Nula, pues, la ciencia y la literatura españolas, debemos nosotros divorciarnos completamente con ellas y emanciparnos a este respecto de las tradiciones peninsulares, como supimos hacerlo en política, cuando nos proclamamos libres». Y aquí se produjo el estruendo que habría de prolongar sus vibraciones hasta el último decenio del siglo: «Quedamos aún ligados por el vínculo fuerte y estrecho del idioma, pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa. Para esto es necesario que nos familiaricemos con los idiomas extranjeros y hagamos   -95-   constante estudio de aclimatar al nuestro cuanto en aquéllos se produzca de bueno, interesante y bello... Tratemos de darnos una educación análoga y en armonía con nuestros hombres y con nuestras cosas; y si hemos de tener una literatura, hagamos que sea nacional, que represente nuestras costumbres y nuestra naturaleza...»27.

El Salón tuvo vida corta y otros asuntos reclamaron su tribuna. Pero en forma pública o privada recibió comentarios próximos o lejanos aquella sesión inaugural. Un articulista anónimo tomó en el Diario de la Tarde la defensa de España, y dijo acerca de su lengua: «sólo el que no la posea, sólo el que no puede hacer uso de su riqueza, de su hermosura, de sus encantos, podrá atreverse a ultrajarla hasta el punto de decir que es pobre, estéril, insuficiente para expresar nuevas ideas». Sostuvo también la vitalidad de la misma en su continua incorporación de «nuevas voces y nuevos modos de decir, al paso que progresan los conocimientos humanos», y afirmó que «en el día, la tribuna española se expresa en todas las materias con la misma energía, claridad, elegancia y fuerza de estilo que los escritores de cualquiera otra nación». Pertenecía el artículo al ingeniero catalán don Felipe Senillosa, orientador de los estudios matemáticos en la ciudad y autor, en 1817, a los dos años de permanencia en el país, de un texto de gramática castellana.

Del exterior llegaron dos ecos epistolares de compatriotas: «Hágame usted el gusto de explicarme en qué consiste esta formación del lenguaje nacional, porque la llamaría un solemne disparate si no estuviera anunciada por el mismo,   -96-   Gutiérrez», escribió a Félix Frías, desde París, el estudiante poeta de diecinueve años Florencio Balcarce. «Comprendería yo si dijesen literatura nacional -adujo el joven crítico- porque significaría una poesía que reprodujese nuestras costumbres, nuestros campos y nuestros ríos; pero salir de buenas a primeras queriendo formar un lenguaje dos o tres mozos apenas conocidos por algunos escritos de gaceta, es anunciar una presunción ridícula». No paró ahí; tenía otra flechilla su mano certera: «En cuanto a los ataques a la literatura española, me parece que sólo sirven para desacreditar la sociedad (el Salón) a los ojos de los pocos hombres ilustrados que hay en el país. Es cosa de muchachos reunirse un domingo y entre música y cohetes declarar que no vale nada lo antiguo, es decir, lo que ha servido para crear lo que existe».

La otra carta era de Florencio Varela y dirigida al propio Gutiérrez desde Montevideo. «No puedo comprender -le decía en ella- que para expresar nuestras ideas con claridad, con vigor, con belleza, sea necesario tomar frases ni vocablos del extranjero; y pienso que si los franceses y los ingleses pueden expresar esas ideas como lo han hecho Voltaire y Hume, Dupin y Burke, Lamartine y Byron, valiéndose de idiomas mucho menos ricos y sonoros que el nuestro, nosotros las podemos expresar con más facilidad, mayor pureza y lozanía mayor, manejando un idioma caudaloso y lleno de armonía. Amigo mío, desengáñese usted: eso, de emancipar la lengua no quiere decir más que corrompamos el idioma».

Sesenta y tres años después, un libro impreso en París ofrecía «el idioma nacional de los argentinos» -limalla recogida del polvo- a la cosmópolis naciente.



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