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ArribaAbajoCapítulo décimo del tercero libro

LAS PEREGRINACIONES largas siempre traen consigo diversos acontecimientos, y, como la diversidad se compone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos acontecimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda dónde será bien anudarle; porque no todas las cosas que suceden son buenas para contadas, y podrían pasar sin serlo y   -fol. 155v-   sin quedar menoscabada la historia: acciones hay que, por grandes, deben de callarse, y otras que, por bajas, no deben decirse; puesto que es excelencia de la historia que cualquiera cosa que en ella se escriba puede pasar, al sabor de la verdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y con tanta verisimilitud que, a despecho y pesar de la mentira, que hace disonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía.

Aprovechándome, pues, desta verdad, digo que el hermoso escuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su viaje, llegó a un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo, y en mitad de la plaza dél, por quien forzosamente habían de pasar, vieron mucha gente junta, todos atentos mirando y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién rescatados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo; parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pesada desventura; y uno dellos, que debía de ser de hasta venticuatro años, con voz clara y en todo estremo esperta lengua, crujiendo de cuando en cuando un corbacho, o, por mejor decir, azote, que en la mano tenía, le sacudía de manera que penetraba los oídos y ponía los estallidos en el cielo: bien así como hace el cochero que, castigando o amenazando sus caballos, hace resonar su látigo por los aires.

Entre los que la larga plática escuchaban, estaban los dos alcaldes del pueblo, ambos ancianos, pero no tanto el uno como el otro.

Por donde comenzó su arenga el libre cautivo, fue diciendo:

-«Ésta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puesto universal de cosarios, y amparo y refugio   -fol. 156r-   de ladrones, que, deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado, salen con sus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robar las apartadas islas, que, por estar rodeadas del inmenso mar Océano, pensaban estar seguras, a lo menos de los bajeles turquescos. Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porque lo pide así la pintura, es una galeota de ventidós bancos, cuyo dueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie, con un brazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, para que le sirva de rebenque y azote a los demás cristianos que van amarrados a sus bancos, temeroso no le alcancen estas cuatro galeras que aquí veis, que le van entrando y dando caza. Aquel cautivo primero del primer banco, cuyo rostro le disfigura la sangre que se le ha pegado de los golpes del brazo muerto, soy yo, que servía de espalder en esta galeota, y el otro que está junto a mí, es este mi compañero, no tan sangriento porque fue menos apaleado. Escuchad, señores, y estad atentos: quizá la aprehensión deste lastimero cuento os llevará a los oídos las amenazadoras y vituperosas voces que ha dado este perro de Dragut (que así se llamaba el arráez de la galeota: cosario tan famoso como cruel, y tan cruel como Falaris o Busiris, tiranos de Sicilia); a lo menos, a mí me suena agora el rospeni, el manahora y el denimaniyoc, que con coraje endiablado va diciendo; que todas estas son palabras y razones turquescas, encaminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos: llámanlos de judíos, hombres de poco valor, de fee negra y de pensamientos viles, y, para mayor horror y espanto, con los brazos muertos azotan los cuerpos vivos.»

Parece ser que uno de los dos alcaldes había estado cautivo en Argel mucho tiempo, el cual con baja voz dijo a su compañero:

  -fol. 156v-  

-Este cautivo, hasta agora parece que va diciendo verdad, y que en lo general no es cautivo falso; pero yo le examinaré en lo particular, y veremos cómo da la cuerda; porque quiero que sepáis que yo iba dentro desta galeota, y no me acuerdo de haberle conocido por espalder della, sino fue a un Alonso Moclín, natural de Vélez Málaga.

Y, volviéndose al cautivo, le dijo:

-Decidme, amigo, ¿cúyas eran las galeras que os daban caza, y si conseguistes por ellas la libertad deseada?

-Las galeras -respondió el cautivo- eran de don Sancho de Leiva; la libertad no la conseguimos, porque no nos alcanzaron; tuvímosla después, porque nos alzamos con una galeota, que desde Sargel iba a Argel cargada de trigo; venimos a Orán con ella, y desde allí a Málaga, de donde mi compañero y yo nos pusimos en camino de Italia, con intención de servir a su Majestad, que Dios guarde, en el ejercicio de la guerra.

-Decidme, amigos -replicó el alcalde-, ¿cautivastes juntos? ¿Llevaron os a Argel del primer boleo, o a otra parte de Berbería?

-No cautivamos juntos -respondió el otro cautivo-, porque yo cautivé junto a Alicante, en un navío de lanas que pasaba a Génova; mi compañero, en los Percheles de Málaga, adonde era pescador. Conocímonos en Tetuán, dentro de una mazmorra; hemos sido amigos y corrido una misma fortuna mucho tiempo; y, para diez o doce cuartos que apenas nos han ofrecido de limosna sobre el lienzo, mucho nos aprieta el señor alcalde.

-No mucho, señor galán -replicó el alcalde-, que aún no están dadas todas las vueltas de la mancuerda. Escúcheme y dígame: ¿cuántas puertas tiene Argel, y cuántas fuentes y cuántos pozos de agua dulce?

-La pregunta es boba -respondió el primer cautivo-: tantas puertas tiene como tiene casas, y tantas fuentes que yo no las sé, y tantos pozos que no los he visto, y los trabajos que   -fol. 157r-   yo en él he pasado me han quitado la memoria de mí mismo; y si el señor alcalde quiere ir contra la caridad cristiana, recogeremos los cuartos y alzaremos la tienda, y adiós, ahó, que tan buen pan hacen aquí como en Francia.

Entonces el alcalde llamó a un hombre de los que estaban en el corro, que al parecer servía de pregonero en el lugar, y tal vez de verdugo, cuando se ofrecía, y díjole:

-Gil Berrueco, id a la plaza, y traedme aquí luego los primeros dos asnos que topáredes, que por vida del Rey nuestro señor, que han de pasear las calles en ellos estos dos señores cautivos, que con tanta libertad quieren usurpar la limosna de los verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelecos, estando sanos como una manzana y con más fuerzas para tomar una azada en la mano que no un corbacho para dar estallidos en seco. Yo he estado en Argel cinco años esclavo, y sé que no me dais señas dél en ninguna cosa de cuantas habéis dicho.

-¡Cuerpo del mundo! -respondió el cautivo-. ¿Es posible que ha de querer el señor alcalde que seamos ricos de memoria, siendo tan pobres de dineros, y que por una niñería que no importa tres ardites, quiera quitar la honra a dos tan insignes estudiantes como nosotros, y juntamente quitar a su Majestad dos valientes soldados, que íbamos a esas Italias y a esos Flandes a romper, a destrozar, a herir y a matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos? Porque, si va a decir verdad, que en fin es hija de Dios, quiero que sepa el señor alcalde que nosotros no somos cautivos, sino estudiantes de Salamanca, y, en la mitad y en lo mejor de nuestros estudios, nos vino gana de ver mundo y de saber a qué sabía la vida de la guerra, como sabíamos el gusto de la vida de la paz. Para facilitar y poner en obra este deseo, acertaron a pasar por allí unos cautivos, que también lo debían de ser falsos, como   -fol. 157v-   nosotros agora; les compramos este lienzo, y nos informamos de algunas cosas de las de Argel, que nos pareció ser bastantes y necesarias para acreditar nuestro embeleco; vendimos nuestros libros y nuestras alhajas a menos precio, y, cargados con esta mercadería, hemos llegado hasta aquí. Pensamos pasar adelante, si es que el señor alcalde no manda otra cosa.

-Lo que pienso hacer es -replicó el alcalde-, daros cada cien azotes, y en lugar de la pica que vais a arrastrar en Flandes, poneros un remo en las manos que le cimbréis en el agua en las galeras, con quien quizá haréis más servicio a su Majestad que con la pica.

-¿Querráse -replicó el mozo hablador- mostrar agora el señor alcalde ser un legislador de Atenas, y que la riguridad de su oficio llegue a los oídos de los señores del Consejo, donde, acreditándole con ellos, le tengan por severo y justiciero, y le cometan negocios de importancia, donde muestre su severidad y su justicia? Pues sepa el señor alcalde que summum ius summa iniuria.

-Mirad cómo habláis, hermano -replicó el segundo alcalde-, que aquí no hay justicia con lujuria: que todos los alcaldes deste lugar han sido, son y serán limpios y castos como el pelo de la masa; y hablad menos, que os será sano.

Volvió en esto el pregonero, y dijo:

-Señor alcalde, yo no he topado en la plaza asnos ningunos, sino a los dos regidores Berrueco y Crespo, que andan en ella paseándose.

-Por asnos os envíe yo, majadero, que no por regidores; pero volved y traeldos acá por sí o por no, que quiero que se hallen presentes al pronunciar desta sentencia, que ha de ser sin embargo, y no ha de quedar por falta de asnos: que, gracias sean dadas al cielo, hartos hay en este lugar.

-No le tendrá vuesa merced, señor alcalde, en el cielo -replicó el mozo-, si pasa adelante con esa reguridad.   -fol. 158r-   Por quien Dios es, que vuesa merced considere que no hemos robado tanto que podemos dar a censo, ni fundar ningún mayorazgo; apenas granjeamos el mísero sustento con nuestra industria, que no deja de ser trabajosa, como lo es la de los oficiales y jornaleros. Mis padres no nos enseñaron oficio alguno, y así, nos es forzoso que remitamos a la industria lo que habíamos de remitir a las manos, si tuviéramos oficio. Castíguense los que cohechan, los escaladores de casas, los salteadores de caminos, los testigos falsos por dineros, los mal entretenidos en la república, los ociosos y baldíos en ella, que no sirven de otra cosa que de acrecentar el número de los perdidos, y dejen a los míseros que van su camino derecho a servir a su Majestad con la fuerza de sus brazos y con la agudeza de sus ingenios; porque no hay mejores soldados que los que se trasplantan de la tierra de los estudios en los campos de la guerra: ninguno salió de estudiante para soldado, que no lo fuese por estremo, porque, cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio y el ingenio con las fuerzas, hacen un compuesto milagroso, con quien Marte se alegra, la paz se sustenta y la república se engrandece.

Admirado estaba Periandro y todos los más de los circunstantes, así de las razones del mozo como de la velocidad con que hablaba, el cual, prosiguiendo, dijo:

-Espúlguenos el señor alcalde, mírenos y remírenos, y haga escrutinio de las costuras de nuestros vestidos, y si en todo nuestro poder hallare seis reales, no sólo nos mande dar ciento, sino seis cuentos de azotes. Veamos, pues, si la adquisición de tan pequeña cantidad de intereses merece ser castigada con afrentas y martirizada con galeras; y así, otra vez digo que el señor alcalde se remire en esto, no se arroje y precipite apasionadamente a hacer lo que, después de hecho, quizá le causará pesadumbre. Los   -fol. 158v-   jueces discretos castigan, pero no toman venganza de los delitos; los prudentes y los piadosos, mezclan la equidad con la justicia, y entre el rigor y la clemencia dan luz de su buen entendimiento.

-Por Dios -dijo el segundo alcalde-, que este mancebo ha hablado bien, aunque ha hablado mucho, y que no solamente no tengo de consentir que los azoten, sino que los tengo de llevar a mi casa y ayudarles para su camino, con condición que le lleven derecho, sin andar surcando la tierra de una en otras partes; porque, si así lo hiciesen, más parecerían viciosos que necesitados.

Ya el primer alcalde, manso y piadoso, blando y compasivo, dijo:

-No quiero que vayan a vuestra casa, sino a la mía, donde les quiero dar una lición de las cosas de Argel, tal, que de aquí adelante ninguno les coja en mal latín, en cuanto a su fingida historia.

Los cautivos se lo agradecieron, los circunstantes alabaron su honrada determinación, y los peregrinos recibieron contento del buen despacho del negocio.

Volvióse el primer alcalde a Periandro, y dijo:

-¿Vosotros, señores peregrinos, traéis algún lienzo que enseñarnos? ¿Traéis otra historia que hacernos creer por verdadera, aunque la haya compuesto la misma mentira?

No respondió nada Periandro, porque vio que Antonio sacaba del seno las patentes, licencias y despachos que llevaban para seguir su viaje; el cual los puso en manos del alcalde, diciéndole:

-Por estos papeles podrá ver vuesa merced quién somos y adónde vamos, los cuales no era menester presentallos, porque ni pedimos limosna, ni tenemos necesidad de pedilla; y así, como a caminantes libres, nos podían dejar pasar libremente.

Tomó el alcalde los papeles, y, porque no sabía leer, se los dio a su compañero, que tampoco lo sabía, y así pararon en manos del escribano,   -fol. 159r-   que, pasando los ojos por ellos brevemente, se los volvió a Antonio, diciendo:

-Aquí, señores alcaldes, tanto valor hay en la bondad destos peregrinos como hay grandeza en su hermosura. Si aquí quisieren hacer noche, mi casa les servirá de mesón, y mi voluntad de alcázar donde se recojan.

Volvióle las gracias Periandro; quedáronse allí aquella noche por ser algo tarde, donde fueron agasajados en casa del escribano con amor, con abundancia y con limpieza.




ArribaAbajoCapítulo once del tercer libro

LLEGÓSE el día, y con él los agradecimientos del hospedaje; y, puestos en camino, al salir del lugar, toparon con los cautivos falsos, que dijeron que iban industriados del alcalde, de modo que de allí adelante no los podían coger en mentira acerca de las cosas de Argel.

-Que tal vez -dijo el uno; digo el que hablaba más que el otro-, tal vez -dijo- se hurta con autoridad y aprobación de la justicia; quiero decir que alguna vez los malos ministros della se hacen a una con los delincuentes, para que todos coman.

Llegaron todos juntos donde un camino se dividía en dos: los cautivos tomaron el de Cartagena, y los peregrinos el de Valencia. Los cuales otro día, al salir de la aurora, que por los balcones del oriente se asomaba, barriendo el cielo de las estrellas y aderezando el camino por donde el sol había de hacer su acostumbrada carrera, Bartolomé, que así creo se llamaba el guiador del bagaje, viendo salir el sol tan alegre y regocijado, bordando las nubes de los cielos con diversas colores, de manera que no se podía ofrecer otra cosa más alegre y más hermosa   -fol. 159v-   a la vista, y con rústica discreción, dijo:

-Verdad debió de decir el predicador que predicaba los días pasados en nuestro pueblo, cuando dijo que los cielos y la tierra anunciaban y declaraban las grandezas del Señor. Pardiez, que, si yo no conociera a Dios por lo que me han enseñado mis padres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar, le viniera a rastrear y conocer, viendo la inmensa grandeza destos cielos, que me dicen que son muchos, o, a lo menos, que llegan a once, y por la grandeza deste sol que nos alumbra, que, con no parecer mayor que una rodela, es muchas veces mayor que toda la tierra; y más que, con ser tan grande, afirman que es tan ligero que camina en venticuatro horas más de trecientas mil leguas. La verdad que sea: yo no creo nada desto, pero dícenlo tantos hombres de bien que, aunque hago fuerza al entendimiento, lo creo. Pero de lo que más me admiro es que debajo de nosotros hay otras gentes, a quien llaman antípodas, sobre cuyas cabezas, los que andamos acá arriba, traemos puestos los pies, cosa que me parece imposible: que, para tan gran carga como la nuestra, fuera menester que tuvieran ellos las cabezas de bronce.

Rióse Periandro de la rústica astrología del mozo, y díjole:

-Buscar querría razones acomodadas, ¡oh Bartolomé!, para darte a entender el error en que estás y la verdadera postura del mundo, para lo cual era menester tomar muy de atrás sus principios; pero, acomodándome con tu ingenio, habré de coartar el mío y decirte sola una cosa, y es que quiero que entiendas por verdad infalible que la tierra es centro del cielo; llamo centro un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar; tampoco me parece que has de entender esto; y así, dejando estos términos, quiero que te contentes con saber que toda   -fol. 160r-   la tierra tiene por alto el cielo, y en cualquier parte della donde los hombres estén, han de estar cubiertos con el cielo; así que, como a nosotros el cielo que ves nos cubre, asimismo cubre a los antípodas, que dicen, sin estorbo alguno, y como naturalmente lo ordenó la naturaleza, mayordoma del verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra.

No se descontentó el mozo de oír las razones de Periandro, que también dieron gusto a Auristela, a la condesa y a su hermano.

Con estas y otras cosas iba enseñando y entreteniendo el camino Periandro, cuando a sus espaldas llegó un carro acompañado de seis arcabuceros a pie, y uno que venía a caballo con una escopeta pendiente del arzón delantero, llegándose a Periandro, dijo:

-Si, por ventura, señores peregrinos, lleváis en este repuesto alguna conserva de regalo, que yo creo que sí debéis de llevar, porque vuestra gallarda presencia, más de caballeros ricos que de pobres peregrinos os señala; si la lleváis, dádmela, para socorrer con ella a un desmayado muchacho que va en aquel carro, condenado a galeras por dos años, con otros doce soldados, que, por haberse hallado en la muerte de un conde los días pasados, van condenados al remo, y sus capitanes, por más culpados, creo que están sentenciados a degollar en la corte.

No pudo tener a esta razón las lágrimas la hermosa Costanza, porque en ella se le representó la muerte de su breve esposo; pero, pudiendo más su cristiandad que el deseo de su venganza, acudió al bagaje y sacó una caja de conserva, y, acudiendo al carro, preguntó:

-¿Quién es aquí el desmayado?

A lo que respondió uno de los soldados:

-Allí va echado en aquel rincón, untado el rostro con el sebo del timón del carro, porque no quiere que parezca hermosa la muerte, cuando él se muera, que será bien presto, según está pertinaz en no querer   -fol. 160v-   comer bocado.

A estas razones alzó el rostro el untado mozo, y, alzándose de la frente un roto sombrero que toda se la cubría, se mostró feo y sucio a los ojos de Constanza; y, alargando la mano para tomar la caja, la tomó diciendo:

-¡Dios os lo pague, señora!

Volvió a encajar el sombrero, y volvió a su melancolía y a arrinconarse en el rincón donde esperaba la muerte. Otras algunas razones pasaron los peregrinos con las guardas del carro, que se acabaron con apartarse por diferentes caminos.

De allí a algunos días, llegó nuestro hermoso escuadrón a un lugar de moriscos, que estaba puesto como una legua de la marina, en el reino de Valencia. Hallaron en él, no mesón en que albergarse, sino todas las casas del lugar con agradable hospicio los convidaban. Viendo lo cual Antonio, dijo:

-Yo no sé quién dice mal desta gente, que todos me parecen unos santos.

-Con palmas -dijo Periandro- recibieron al Señor en Jerusalén los mismos que de allí a pocos días le pusieron en una cruz. Agora bien, a Dios y a la ventura, como decirse suele, acetemos el convite que nos hace este buen viejo, que con su casa nos convida.

Y era así verdad, que un anciano morisco, casi por fuerza, asiéndolos por las esclavinas, los metió en casa, y dio muestras de agasajarlos, no morisca, sino cristianamente.

Salió a servirlos una hija suya, vestida en traje morisco, y en él tan hermosa que las más gallardas cristianas tuvieran a ventura el parecerla: que en las gracias que naturaleza reparte, tan bien suele favorecer a las bárbaras de Citia como a las ciudadanas de Toledo. Ésta, pues, hermosa y mora, en lengua aljamiada, asiendo a Costanza y a Auristela de las manos, se encerró con ellas en una sala baja, y, estando solas, sin soltarles las manos, recatadamente miró a todas partes, temerosa de   -fol. 161r-   ser escuchada; y, después que hubo asegurado el miedo que mostraba, las dijo:

-¡Ay, señoras, y cómo habéis venido como mansas y simples ovejas al matadero! ¿Veis este viejo, que con vergüenza digo que es mi padre, veisle tan agasajador vuestro? Pues sabed que no pretende otra cosa sino ser vuestro verdugo. Esta noche se han de llevar en peso, si así se puede decir, diez y seis bajeles de cosarios berberiscos a toda la gente de este lugar con todas sus haciendas, sin dejar en él cosa que les mueva a volver a buscarla. Piensan estos desventurados que en Berbería está el gusto de sus cuerpos y la salvación de sus almas, sin advertir que, de muchos pueblos que allá se han pasado casi enteros, ninguno hay que dé otras nuevas sino de arrepentimiento, el cual les viene juntamente con las quejas de su daño. Los moros de Berbería pregonan glorias de aquella tierra, al sabor de las cuales corren los moriscos de ésta, y dan en los lazos de su desventura. Si queréis estorbar la vuestra y conservar la libertad en que vuestros padres os engendraron, salid luego de esta casa, y acogedos a la iglesia, que en ella hallaréis quien os ampare, que es el cura; que sólo él y el escribano son en este lugar cristianos viejos. Hallaréis también allí al jadraque Jarife, que es un tío mío, moro sólo en el nombre, y en las obras cristiano. Contaldes lo que pasa, y decid que os lo dijo Rafala, que con esto seréis creídos y amparados; y no lo echéis en burla, si no queréis que las veras os desengañen a vuestra costa; que no hay mayor engaño que venir el desengaño tarde.

El susto, las acciones, con que Rafala esto decía, se asentó en las almas de Auristela   -fol. 161v-   y de Constanza, de manera que fue creída y no le respondieron otra cosa que fuese más que agradecimientos.

Llamaron luego a Periandro y a Antonio, y, contándoles lo que pasaba, sin tomar ocasión aparente, se salieron de la casa con todo lo que tenían. Bartolomé, que quisiera más descansar que mudar de posada, pesóle de la mudanza; pero en efeto obedeció a sus señores. Llegaron a la iglesia, donde fueron bien recebidos del cura y del jadraque, a quien contaron lo que Rafala les había dicho.

El cura dijo:

-Muchos días ha, señores, que nos dan sobresalto con la venida de esos bajeles de Berbería, y, aunque es costumbre suya hacer estas entradas, la tardanza de ésta me tenía ya algo descuidado. Entrad, hijos, que buena torre tenemos y buenas y ferradas puertas la iglesia: que, si no es muy de propósito, no pueden ser derribadas ni abrasadas.

-¡Ay -dijo a esta sazón el jadraque-, si han de ver mis ojos, antes que se cierren, libre esta tierra destas espinas y malezas que la oprimen! ¡Ay, cuándo llegará el tiempo que tiene profetizado un abuelo mío, famoso en el astrología, donde se verá España de todas partes entera y maciza en la religión cristiana, que ella sola es el rincón del mundo donde está recogida y venerada la verdadera verdad de Cristo! Morisco soy, señores, y ojalá que negarlo pudiera, pero no por esto dejo de ser cristiano; que las divinas gracias las da Dios a quien Él es servido, el cual tiene por costumbre, como vosotros mejor sabéis, de hacer salir su sol sobre los buenos y los malos, y llover sobre los justos y los injustos. Digo, pues, que este mi abuelo dejó dicho que, cerca de estos tiempos, reinaría en   -fol. 162r-   España un rey de la casa de Austria, en cuyo ánimo cabría la dificultosa resolución de desterrar los moriscos de ella, bien así como el que arroja de su seno la serpiente que le está royendo las entrañas, o bien así como quien aparta la neguilla del trigo, o escarda o arranca la mala yerba de los sembrados. Ven ya, ¡oh venturoso mozo y rey prudente!, y pon en ejecución el gallardo decreto de este destierro, sin que se te oponga el temor que ha de quedar esta tierra desierta y sin gente, y el de que no será bien la que en efeto está en ella bautizada; que, aunque éstos sean temores de consideración, el efeto de tan grande obra los hará vanos, mostrando la esperiencia dentro de poco tiempo, que, con los nuevos cristianos viejos que esta tierra se poblare, se volverá a fertilizar y a poner en mucho mejor punto que agora tiene. Tendrán sus señores, si no tantos y tan humildes vasallos, serán los que tuvieren católicos, con cuyo amparo estarán estos caminos seguros, y la paz podrá llevar en las manos las riquezas, sin que los salteadores se las lleven.

Esto dicho, cerraron bien las puertas, fortaleciéronlas con los bancos de los asientos, subiéronse a la torre, alzaron una escalera levadiza, llevóse el cura consigo el Santísimo Sacramento en su relicario, proveyéronse de piedras, armaron dos escopetas, dejó el bagaje mondo y desnudo a la puerta de la iglesia Bartolomé el mozo, y encerróse con sus amos; y todos con ojo alerta, y manos listas y con ánimos determinados, estuvieron esperando el asalto, de quien avisados estaban por la hija del morisco.

Pasó la media noche, que la midió por las estrellas el cura; tendía los ojos por todo el mar que desde allí se parecía, y no había nube que con   -fol. 162v-   la luz de la luna se pareciese, que no pensase sino que fuesen los bajeles turquescos, y, aguijando a las campanas, comenzó a repicallas tan apriesa y tan recio que todos aquellos valles y todas aquellas riberas retumbaban, a cuyo son los atajadores de aquellas marinas se juntaron y las corrieron todas; pero no aprovechó su diligencia para que los bajeles no llegasen a la ribera y echasen la gente en tierra.

La del lugar, que los esperaba cargados con sus más ricas y mejores alhajas, adonde fueron recebidos de los turcos con grande grande grita y algazara, al son de muchas dulzainas y de otros instrumentos, que, puesto que eran bélicos, eran regocijados; pegaron fuego al lugar, y asimismo a las puertas de la iglesia, no para esperar a entrarla, sino por hacer el mal que pudiesen; dejaron a Bartolomé a pie, porque le dejarretaron el bagaje; derribaron una cruz de piedra que estaba a la salida del pueblo, llamando a grandes voces el nombre de Mahoma; se entregaron a los turcos, ladrones pacíficos y deshonestos públicos.

Desde la lengua del agua, como dicen, comenzaron a sentir la pobreza que les amenazaba su mudanza, y la deshonra en que ponían a sus mujeres y a sus hijos. Muchas veces, y quizá algunas no en vano, dispararon Antonio y Periandro las escopetas; muchas piedras arrojó Bartolomé, y todas a la parte donde había dejado el bagaje, y muchas flechas el jadraque; pero muchas más lágrimas echaron Auristela y Constanza, pidiendo a Dios, que presente tenían, que de tan manifiesto peligro los librase, y ansimismo que no ofendiese el fuego a su templo, el cual no ardió, no por milagro, sino porque las puertas eran de hierro y porque fue poco el fuego que se les aplicó.

Poco faltaba para llegar el día,   -fol. 163r-   cuando los bajeles, cargados con la presa, se hicieron al mar, alzando regocijados lilíes y tocando infinitos atabales y dulzainas, y en esto vieron venir dos personas corriendo hacia la iglesia, la una de la parte de la marina, y la otra de la de la tierra, que, llegando cerca, conoció el jadraque que la una era su sobrina Rafala, que, con una cruz de caña en las manos, venía diciendo a voces:

-¡Cristiana, cristiana y libre, y libre por la gracia y misericordia de Dios!

La otra conocieron ser el escribano, que acaso aquella noche estaba fuera del lugar, y al son del arma de las campanas venía a ver el suceso, que lloró, no por la pérdida de sus hijos y de su mujer, que allí no los tenía, sino por la de su casa, que halló robada y abrasada.

Dejaron entrar el día, y que los bajeles se alargasen y que los atajadores tuviesen lugar de asegurar la costa, y entonces bajaron de la torre y abrieron la iglesia, donde entró Rafala, bañado con alegres lágrimas el rostro, y, acrecentando con su sobresalto su hermosura, hizo oración a las imágenes, y luego se abrazó con su tío, besando primero las manos al cura. El escribano ni adoró, ni besó las manos a nadie, porque le tenía ocupada el alma el sentimiento de la pérdida de su hacienda.

Pasó el sobresalto, volvieron los espíritus de los retraídos a su lugar, y el jadraque, cobrando aliento nuevo, volviendo a pensar en la profecía de su abuelo, casi como lleno de celestial espíritu, dijo:

-¡Ea, mancebo generoso! ¡Ea, rey invencible! ¡Atropella, rompe, desbarata todo género de inconvenientes y déjanos a España tersa, limpia y desembarazada desta mi mala casta, que tanto la asombra y menoscaba! ¡Ea, consejero tan prudente como ilustre, nuevo Atlante del peso de esta Monarquía, ayuda y facilita con tus consejos a esta necesaria transmigración; llénense estos mares de tus galeras cargadas del inútil peso de la   -fol. 163v-   generación agarena; vayan arrojadas a las contrarias riberas las zarzas, las malezas y las otras yerbas que estorban el crecimiento de la fertilidad y abundancia cristiana! Que si los pocos hebreos que pasaron a Egipto multiplicaron tanto, que en su salida se contaron más de seiscientas mil familias, ¿qué se podrá temer de éstos, que son más y viven más holgadamente? No los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias, no los quintan las guerras; todos se casan, todos o los más engendran, de do se sigue y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable. ¡Ea, pues, vuelvo a decir; vayan, vayan, señor, y deja la taza de tu reino resplandeciente como el sol y hermosa como el cielo!

Dos días estuvieron en aquel lugar los peregrinos, volviendo a enterarse en lo que les faltaba, y Bartolomé se acomodó de bagaje. Los peregrinos agradecieron al cura su buen acogimiento, y alabaron los buenos pensamientos del jadraque, y, abrazando a Rafala, se despidieron de todos y siguieron su camino.




ArribaAbajoCapítulo doce del tercero libro

EN EL CUAL se fueron entreteniendo en contar el pasado peligro, el buen ánimo del jadraque, la valentía del cura, el celo de Rafala, de la cual se les olvidó de saber cómo se había escapado de poder de los turcos que asaltaron la tierra, aunque bien consideraron que con el alboroto, ella se habría escondido en parte que tuviese lugar después de volver a cumplir su deseo, que era de vivir y morir cristiana.

Cerca de Valencia llegaron, en la cual no quisieron entrar por escusar   -fol. 164r-   las ocasiones del detenerse; pero no faltó quien les dijo la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, la amenidad de sus contornos, y, finalmente, todo aquello que la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no sólo de España, sino de toda Europa; y principalmente les alabaron la hermosura de las mujeres y su estremada limpieza y graciosa lengua, con quien sola la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable.

Determinaron de alargar sus jornadas, aunque fuese a costa de su cansancio, por llegar a Barcelona, adonde tenían noticia habían de tocar unas galeras, en quien pensaban embarcarse, sin tocar en Francia, hasta Génova. Y, al salir de Villarreal, hermosa y amenísima villa, de través, dentre una espesura de árboles, les salió al encuentro una zagala o pastora valenciana, vestida a lo del campo, limpia como el sol, y hermosa como él y como la luna, la cual, en su graciosa lengua, sin hablarles alguna palabra primero, y sin hacerles ceremonia de comedimiento alguno, dijo:

-¿Señores, pedirlos he o darlos he?

A lo que respondió Periandro:

-Hermosa zagala, si son celos, ni los pidas ni los des, porque si los pides, menoscabas tu estimación, y si los das, tu crédito; y si es que el que te ama tiene entendimiento, conociendo tu valor, te estimará y querrá bien, y si no le tiene, ¿para qué quieres que te quiera?

-Bien has dicho -respondió la villana.

Y, diciendo adiós, volvió las espaldas y se entró en la espesura de los árboles, dejándolos admirados con su pregunta, con su presteza y con su hermosura.

Otras algunas cosas les sucedieron en el camino de Barcelona, no de tanta importancia que merezcan escritura, si no fue el ver desde lejos las santísimas montañas de Monserrate, que adoraron con devoción cristiana, sin querer subir a ellas, por no detenerse.

Llegaron a Barcelona a tiempo cuando   -fol. 164v-   llegaban a su playa cuatro galeras españolas, que, disparando y haciendo salva a la ciudad con gruesa artillería, arrojaron cuatro esquifes al agua, el uno de ellos adornado con ricas alcatifas de Levante y cojines de carmesí, en el cual venía, como después pareció, una hermosa mujer de poca edad, ricamente vestida, con otra señora anciana y dos doncellas hermosas y honestamente aderezadas.

Salió infinita gente de la ciudad, como es costumbre, ansí a ver las galeras como a la gente que de ellas desembarcaba, y la curiosidad de nuestros peregrinos llegó tan cerca de los esquifes, que casi pudieran dar la mano a la dama que de ellos desembarcaba, la cual, poniendo los ojos en todos, especialmente en Constanza, después de haber desembarcado, dijo:

-Llegaos acá, hermosa peregrina, que os quiero llevar conmigo a la ciudad, donde pienso pagaros una deuda que os debo, de quien vos creo que tenéis poca noticia; vengan asimismo vuestras camaradas, porque no ha de haber cosa que obligue a dejar tan buena compañía.

-La vuestra, a lo que se vee -respondió Constanza-, es de tanta importancia que carecería de entendimiento quien no la acetase. Vamos donde quisiéredes, que mis camaradas me seguirán, que no están acostumbrados a dejarme.

Asió la señora de la mano a Constanza, y, acompañada de muchos caballeros que salieron de la ciudad a recebirla, y de otra gente principal de las galeras, se encaminaron a la ciudad, en cuyo espacio de camino Constanza no quitaba los ojos de ella, sin poder reducir a la memoria haberla visto en tiempo alguno.

Aposentáronla en una casa principal, a ella y a las que con ella desembarcaron, y no fue posible que dejase ir a los peregrinos a otra parte; con los cuales, así como tuvo comodidad para ello, pasó esta plática:

-«Sacaros quiero, señores, de la admiración en que, sin   -fol. 165r-   duda, os debe tener el ver que con particular cuidado procuro serviros; y así, os digo que a mí me llaman Ambrosia Agustina, cuyo nacimiento fue en una ciudad de Aragón, y cuyo hermano es don Bernardo Agustín, cuatralbo de estas galeras que están en la playa. Contarino de Arbolánchez, caballero del hábito de Alcántara, en ausencia de mi hermano, y a hurto del recato de mis parientes, se enamoró de mí; y yo, llevada de mi estrella, o por mejor decir, de mi fácil condición, viendo que no perdía nada en ello, con título de esposa, le hice señor de mi persona y de mis pensamientos; y el mismo día que le di la mano, recibió él, de la de su Majestad, una carta, en que le mandaba viniese luego al punto a conducir un tercio que bajaba de Lombardía a Génova, de infantería española, a la isla de Malta, sobre la cual se pensaba bajaba el turco. Obedeció Contarino con tanta puntualidad lo que se le mandaba que no quiso coger los frutos del matrimonio con sobresalto, y, sin tener cuenta con mis lágrimas, el recebir la carta y el partirse todo fue uno. Parecióme que el cielo se había caído sobre mí, y que entre él y la tierra me habían apretado el corazón y cogido el alma.

»Pocos días pasaron cuando, añadiendo yo imaginaciones a imaginaciones y deseos a deseos, vine a poner en efeto uno, cuyo cumplimiento, así como me quitó la honra por entonces, pudiera también quitarme la vida. Ausentéme de mi casa, sin sabiduría de ninguno de ella, y, en hábitos de hombre, que fueron los que tomé de un pajecillo, asenté por criado de un atambor de una compañía que estaba en un lugar, pienso que ocho leguas del mío. En pocos días toqué la caja tan bien como mi amo; aprendí a ser chocarrero, como lo son los que usan tal oficio; juntóse otra compañía con la nuestra, y ambas a dos se encaminaron a Cartagena a embarcarse en estas cuatro   -fol. 165v-   galeras de mi hermano, en las cuales fue mi disinio pasar a Italia a buscar a mi esposo, de cuya noble condición esperé que no afearía mi atrevimiento, ni culparía mi deseo, el cual me tenía tan ciega que no reparé en el peligro a que me ponía de ser conocida, si me embarcaba en las galeras de mi hermano. Mas, como los pechos enamorados no hay inconvenientes que no atropellen, ni dificultades por quien no rompan, ni temores que se le opongan, toda escabrosidad hice llana, venciendo miedos y esperando aun en la misma desesperación; pero, como los sucesos de las cosas hacen mudar los primeros intentos en ellas, el mío, más mal pensado que fundado, me puso en el término que agora oiréis.

»Los soldados de las compañías de aquellos capitanes que os he dicho trabaron una cruel pendencia con la gente de un pueblo de la Mancha, sobre los alojamientos, de la cual salió herido de muerte un caballero que decían ser conde de no sé qué estado. Vino un pesquisidor de la corte, prendió los capitanes, descarreáronse los soldados, y, con todo eso, prendió a algunos, y entre ellos a mí, desdichada, que ninguna culpa tenía; condenólos a galeras por dos años al remo; y a mí también, como por añadidura, me tocó la misma suerte. En vano me lamenté de mi desventura, viendo cuán en vano se habían fabricado mis disinios. Quisiera darme la muerte, pero el temor de ir a otra peor vida me embotó el cuchillo en la mano y me quitó la soga del cuello; lo que hice fue enlodarme el rostro, afeándole cuanto pude, y encerréme en un carro donde nos metieron, con intención de llorar tanto y de comer tan poco, que las lágrimas y la hambre hiciesen lo que la soga y el hierro no habían hecho. Llegamos a Cartagena, donde aún no habían llegado las galeras; pusiéronnos en la casa del rey bien guardados, y allí estuvimos, no esperando,   -fol. 166r-   sino temiendo nuestra desgracia. No sé, señores, si os acordaréis de un carro que topasteis junto a una venta, en el cual esta hermosa peregrina -señalando a Constanza- socorrió con una caja de conserva a un desmayado delincuente.»

-Sí acuerdo -respondió Constanza.

-Pues sabed que yo era -dijo la señora Ambrosia- el que socorristeis. Por entre las esteras del carro os miré a todos, y me admiré de todos, porque vuestra gallarda disposición no puede dejar de admirar, si se mira.

«En efeto, las galeras llegaron con la presa de un bergantín de moros que las dos habían tomado en el camino; el mismo día aherrojaron en ellas a los soldados, desnudándolos del traje que traían y vistiéndoles el de remeros: transformación triste y dolorosa, pero llevadera; que la pena que no acaba la vida, la costumbre de padecerla la hace fácil. Llegaron a mí para desnudarme; hizo el cómitre que me lavasen el rostro, porque yo no tenía aliento para levantar los brazos; miróme el barbero que limpia la chusma y dijo: "Pocas navajas gastaré yo con esta barba; no sé yo para qué nos envían acá a este muchacho de alfeñique, como si fuesen nuestras galeras de melcocha y sus remeros de alcorza. Y ¿qué culpas cometiste tú, rapaz, que mereciesen esta pena? Sin duda alguna, creo que el raudal y corriente de otros ajenos delitos te han conducido a este término". Y, encaminando su plática al cómitre, le dijo: "En verdad, patrón, que me parece que sería bien dejar a que sirviese este muchacho en la popa a nuestro general con una manilla al pie, porque no vale para el remo dos ardites".

»Estas pláticas y la consideración de mi suceso, que parece que entonces se estremó en apretarme el alma, me apretó el corazón de manera que me desmayé y quedé como muerta. Dicen que volví en mí a cabo de cuatro horas, en el cual tiempo se me hicieron muchos remedios para que volviese; y lo que más sintiera yo, si tuviera   -fol. 166v-   sentido, fue que debieron de enterarse que yo no era varón, sino hembra. Volví de mi parasismo, y lo primero con quien topó la vista fue con los rostros de mi hermano y de mi esposo, que entre sus brazos me tenían. No sé yo cómo en aquel punto la sombra de la muerte no cubrió mis ojos; no sé yo cómo la lengua no se me pegó al paladar; sólo sé que no supe lo que me dije, aunque sentí que mi hermano dijo: "¿Qué traje es éste, hermana mía?" Y mi esposo dijo: "¿Qué mudanza es ésta, mitad de mi alma, que si tu bondad no estuviera tan de parte de tu honra, yo hiciera luego que trocaras este traje con el de la mortaja?" "¿Vuestra esposa es ésta? -dijo mi hermano a mi esposo-. Tan nuevo me parece este suceso, como me parece el de verla a ella en este traje; verdad es que, si esto es verdad, bastante recompensa sería a la pena que me causa el ver así a mi hermana".

»A este punto, habiendo yo recobrado parte de mis perdidos espíritus, me acuerdo que dije: "Hermano mío, yo soy Ambrosia Agustina, tu hermana, y soy ansimismo la esposa del señor Contarino de Arbolánchez. El amor y tu ausencia, ¡oh hermano!, me le dieron por marido, el cual, sin gozarme, me dejó; yo, atrevida, arrojada y mal considerada, en este traje que me veis le vine a buscar". Y con esto les conté toda la historia que de mí habéis oído, y mi suerte, que por puntos se iba, a más andar, mejorando, hizo que me diesen crédito y me tuviesen lástima. Contáronme cómo a mi esposo le habían cautivado moros con una de dos chalupas, donde se había embarcado para ir a Génova, y que el cobrar la libertad había sido el día antes al anochecer, sin que le diese lugar el tiempo de haberse visto con mi hermano, sino al punto que me halló desmayada: suceso cuya novedad le podía quitar el crédito, pero todo es así como lo he dicho. En estas galeras pasaba esta señora que viene conmigo   -fol. 167r-   y con estas sus dos nietas a Italia, donde su hijo, en Sicilia, tiene el patrimonio real a su cargo. Vistiéronme estos que traigo, que son sus vestidos, y mi marido y mi hermano, alegres y contentos, nos han sacado hoy a tierra para espaciarnos, y para que los muchos amigos que tienen en esta ciudad se alegren con ellos. Si vosotros, señores, vais a Roma, yo haré que mi hermano os ponga en el más cercano puerto de ella. La caja de conserva os la pagaré con llevaros en la mía hasta adonde mejor os esté; y, cuando yo no pasara a Italia, en fee de mi ruego os llevará mi hermano.» Ésta es, amigos míos, mi historia: si se os hiciere dura de creer, no me maravillaría, puesto que la verdad bien puede enfermar, pero no morir del todo. Y, pues que comúnmente se dice que el creer es cortesía, en la vuestra, que debe de ser mucha, deposito mi crédito.

Aquí dio fin la hermosa Agustina a su razonamiento, y aquí comenzó la admiración de los oyentes a subirse de punto; aquí comenzaron a desmenuzarse las circunstancias del caso, y también los abrazos de Constanza y Auristela que a la bella Ambrosia dieron, la cual, por ser así voluntad de su marido, hubo de volverse a su tierra, porque, por hermosa que sea, es embarazosa la compañía de la mujer en la guerra.

Aquella noche se alteró el mar de modo que fue forzoso alargarse las galeras de la playa, que en aquella parte es de contino mal segura. Los corteses catalanes, gente enojada, terrible y pacífica, suave; gente que con facilidad da la vida por la honra, y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, que es como adelantarse a todas las naciones del mundo, visitaron y regalaron todo lo posible a la señora Ambrosia Agustina, a quien dieron las gracias, después que volvieron, su hermano y su esposo.

Auristela, escarmentada con tantas esperiencias como había   -fol. 167v-   hecho de las borrascas del mar, no quiso embarcarse en las galeras, sino irse por Francia, pues estaba pacífica.

Ambrosia se volvió a Aragón. Las galeras siguieron su viaje, y los peregrinos el suyo, entrándose por Perpiñán en Francia.




ArribaAbajoCapítulo trece del tercero libro

POR LA PARTE de Perpiñán quiso tocar la primera de Francia nuestra escuadra, a quien dio que hablar el suceso de Ambrosia muchos días, en la cual fueron disculpa sus pocos años de sus muchos yerros, y juntamente halló en el amor que a su esposo tenía perdón de su atrevimiento. En fin, ella se volvió, como queda dicho, a su patria. Las galeras siguieron su viaje, y el suyo nuestros peregrinos, los cuales, llegando a Perpiñán, pararon en un mesón, a cuya gran puerta estaba puesta una mesa y alrededor de ella mucha gente, mirando jugar a dos hombres a los dados, sin que otro alguno jugase.

Parecióles a los peregrinos ser novedad que mirasen tantos y jugasen tan pocos. Preguntó Periandro la causa, y fuele respondido que, de los que jugaban, el perdidoso perdía la libertad, y se hacía prenda del rey para bogar el remo seis meses; y el que ganaba, ganaba veinte ducados que los ministros del rey habían dado al perdidoso para que probase en el juego su ventura.

Uno de los dos que jugaba la probó, y no le supo bien, porque la perdió, y al momento le pusieron en una cadena; y al que la ganó, le quitaron otra que para seguridad de que no huiría, si perdía, le tenían puesta: ¡miserable juego y miserable suerte, donde no son iguales la pérdida y la ganancia!

Estando en esto, vieron llegar al mesón gran golpe de gente, entre la cual venía un hombre,   -fol. 168r-   en cuerpo, de gentil parecer, rodeado de cinco o seis criaturas, de edad de cuatro a siete años; venía junto a él una mujer amargamente llorando, con un lienzo de dineros en la mano, la cual, con lastimada voz, venía diciendo:

-Tomad, señores, vuestros dineros, y volvedme a mi marido, pues no el vicio, sino la necesidad, le hizo tomar este dinero. Él no se ha jugado, sino vendido, porque quiere a costa de su trabajo sustentarme a mí y a sus hijos: ¡amargo sustento y amarga comida para mí y para ellos!

-Callad, señora -dijo el hombre-, y gastad ese dinero, que yo le desquitaré con la fuerza de mis brazos, que todavía se amañarán antes a domeñar un remo que un azadón; no quise ponerme en aventura de perderlos, jugándolos, por no perder, juntamente con mi libertad, vuestro sustento.

Casi no dejaba oír el llanto de los muchachos esta dolorida plática que entre marido y mujer pasaba. Los ministros que le traían les dijeron que enjugasen las lágrimas, que si lloraran cuantas cabían en el mar, no serían bastantes a darle la libertad que había perdido.

Prevalecían en su llanto los muchachos, diciendo a su padre:

-Señor, no nos deje, porque nos moriremos todos si se va.

El nuevo y estraño caso enterneció las entrañas de nuestros peregrinos, especialmente las de la tesorera Constanza, y todos se movieron a rogar a los ministros de aquel cargo fuesen contentos de tomar su dinero, haciendo cuenta que aquel hombre no había sido en el mundo, y que les conmoviese a no dejar viuda a una mujer, ni huérfanos a tantos niños. En fin, tanto supieron decir, y tanto quisieron rogar, que el dinero volvió a poder de sus dueños, y la mujer cobró su marido y los niños a su padre.

La hermosa Constanza, rica después de condesa, más cristiana que bárbara, con parecer de su hermano Antonio, dio a los pobres perdidos, con que se cobraron, cincuenta   -fol. 168v-   escudos de oro; y así, se volvieron tan contentos como libres, agradeciendo al cielo y a los peregrinos la tan no vista como no esperada limosna.

Otro día pisaron la tierra de Francia, y, pasando por Lenguadoc, entraron en la Provenza, donde en otro mesón hallaron tres damas francesas de tan estremada hermosura que, a no ser Auristela en el mundo, pudieran aspirar a la palma de la belleza. Parecían señoras de grande estado, según el aparato con que se servían; las cuales, viendo los peregrinos, así les admiró la gallardía de Periandro y de Antonio como la sin igual belleza de Auristela y de Costanza. Llegáronlas a sí, y habláronlas con alegre rostro y cortés comedimiento; preguntáronlas quién eran, en lengua castellana, porque conocieron ser españolas las peregrinas, y en Francia ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana.

En tanto que las señoras esperaban la respuesta de Auristela, a quien se encaminaban sus preguntas, se desvió Periandro a hablar con un criado, que le pareció ser de las ilustres francesas; preguntóle quién eran y adónde iban, y él le respondió, diciendo:

-El duque de Nemurs, que es uno de los que llaman «de la sangre» en este reino, es un caballero bizarro y muy discreto, pero muy amigo de su gusto. Es recién heredado, y ha prosupuesto de no casarse por ajena voluntad, sino por la suya, aunque se le ofrezca aumento de estado y de hacienda, y aunque vaya contra el mandamiento de su rey; porque dice que los reyes bien pueden dar la mujer a quien quisieren de sus vasallos, pero no el gusto de recebilla. Con esta fantasía, locura o discreción, o como mejor debe llamarse, ha enviado a algunos criados suyos a diversas partes de Francia a buscar alguna mujer que, después de ser principal, sea hermosa, para casarse con ella, sin que reparen en hacienda, porque él se contenta con que la dote sea su calidad y su   -fol. 169r-   hermosura. Supo la de estas tres señoras, y envióme a mí, que le sirvo, para que las viese y las hiciese retratar de un famoso pintor que envió conmigo. Todas tres son libres, y todas de poca edad, como habéis visto; la mayor, que se llama Deleasir, es discreta en estremo, pero pobre; la mediana, que Belarminia se llama, es bizarra y de gran donaire, y rica medianamente; la más pequeña, cuyo nombre es Feliz Flora, hace gran ventaja a las dos en ser rica. Ellas también han sabido el deseo del duque, y querrían, según a mí se me ha traslucido, ser cada una la venturosa de alcanzarle por esposo; y, con ocasión de ir a Roma a ganar el jubileo de este año, que es como el centésimo que se usaba, han salido de su tierra y quieren pasar por París y verse con el duque, fiadas en el quizá que trae consigo la buena esperanza. Pero después, señores peregrinos, que aquí entrastes, he determinado de llevar un presente a mi amo que borre del pensamiento todas y cualesquier esperanzas que estas señoras en el suyo hubieren fabricado; porque le pienso llevar el retrato de esta vuestra peregrina, única y general señora de la humana belleza; y si ella fuese tan principal como es hermosa, los criados de mi amo no tendrían más que hacer, ni el duque más que desear. Decidme, por vida vuestra, señor, si es casada esta peregrina, cómo se llama y qué padres la engendraron.

A lo que, temblando, respondió Periandro:

-Su nombre es Auristela, su viaje a Roma, sus padres nunca ella los ha dicho; y de que sea libre os aseguro, porque lo sé sin duda alguna; pero hay otra cosa en ello: que es tan libre y tan señora de su voluntad, que no la rendirá a ningún príncipe de la tierra, porque dice que la tiene rendida al que lo es del cielo. Y, para enteraros en que sepáis ser verdad todo lo que os he dicho, sabed que yo soy su hermano y el que sabe lo escondido de sus pensamientos; así   -fol. 169v-   que no os servirá de nada el retratalla, sino de alborotar el ánimo de vuestro señor, si acaso quisiese atropellar por el inconveniente de la bajeza de mis padres.

-Con todo eso -respondió el otro-, tengo de llevar su retrato, siquiera por curiosidad y porque se dilate por Francia este nuevo milagro de hermosura.

Con esto se despidieron, y Periandro quiso partirse luego de aquel lugar, por no dársele al pintor para retratar a Auristela. Bartolomé volvió luego a aderezar el bagaje y a no estar bien con Periandro, por la priesa que daba a la partida.

El criado del duque, viendo que Periandro quería partirse luego, se llegó a él y le dijo:

-Bien quisiera, señor, rogaros que os detuviérades un poco en este lugar, siquiera hasta la noche, porque mi pintor con comodidad y de espacio pudiera sacar el retrato del rostro de vuestra hermana; pero bien os podéis ir a la paz de Dios, porque el pintor me ha dicho que, de sola una vez que la ha visto, la tiene tan aprehendida en la imaginación que la pintará a sus solas tan bien como si siempre la estuviera mirando.

Maldijo Periandro entre sí la rara habilidad del pintor; pero no dejó por esto de partirse, despidiéndose luego de las tres gallardas francesas, que abrazaron a Auristela y a Constanza estrechamente y les ofrecieron de llevarlas hasta Roma en su compañía, si dello gustaban.

Auristela se lo agradeció con las más corteses palabras que supo, diciéndoles que su voluntad obedecía a la de su hermano Periandro, y que así, no podían detenerse ella ni Cons[tan]za, pues Antonio, hermano de Constanza, y el suyo se iban.

Y, con esto, se partieron, y de allí a seis días llegaron a un lugar de la Provenza, donde les sucedió lo que se dirá en el siguiente capítulo.



  -fol. 170r-  

ArribaAbajoCapítulo catorce del tercero libro

LA HISTORIA, la poesía y la pintura simbolizan entre sí, y se parecen tanto que, cuando escribes historia, pintas, y cuando pintas, compones. No siempre va en un mismo peso la historia, ni la pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pintura, hierbas y retamas en sus cuadros; y la poesía tal vez se realza cantando cosas humildes.

Esta verdad nos la muestra bien Bartolomé, bagajero del escuadrón peregrino: el tal, tal vez habla y es escuchado en nuestra historia. Éste, revolviendo en su imaginación el cuento del que vendió su libertad por sustentar a sus hijos, una vez dijo, hablando con Periandro:

-Grande debe de ser, señor, la fuerza que obliga a los padres a sustentar a sus hijos; si no, dígalo aquel hombre que no quiso jugarse por no perderse, sino empeñarse por sustentar a su pobre familia. La libertad, según yo he oído decir, no debe de ser vendida por ningún dinero, y éste la vendió por tan poco, que lo llevaba la mujer en la mano. Acuérdome también de haber oído decir a mis mayores que, llevando a ahorcar a un hombre anciano, y ayudándole los sacerdotes a bien morir, les dijo:

-Vuesas mercedes se sosieguen, y déjenme morir de espacio, que, aunque es terrible este paso en que me veo, muchas veces me he visto en otros más terribles.

Preguntáronle cuáles eran.

Respondióles que el amanecer Dios, y el rodealle seis hijos pequeños pidiéndole pan y no teniéndolo para dárselo; «la cual necesidad me puso la ganzúa en la mano y fieltros en los pies, con que facilité mis hurtos, no viciosos, sino necesitados». Estas razones llegaron a los oídos del señor que le había   -fol. 170v-   sentenciado al suplicio, que fueron parte para volver la justicia en misericordia y la culpa en gracia.

A lo que respondió Periandro:

-El hacer el padre por su hijo es hacer por sí mismo, porque mi hijo es otro yo, en el cual se dilata y se continúa el ser del padre; y, así como es cosa natural y forzosa el hacer cada uno por sí mismo, así lo es el hacer por sus hijos. Lo que no es tan natural ni tan forzoso hacer los hijos por los padres, porque el amor que el padre tiene a su hijo deciende, y el decender es caminar sin trabajo; y el amor del hijo con el padre aciende y sube, que es caminar cuesta arriba, de donde ha nacido aquel refrán: «un padre para cien hijos, antes que cien hijos para un padre».

Con estas pláticas y otras entretenían el camino por Francia, la cual es tan poblada, tan llana y apacible, que a cada paso se hallan casas de placer, adonde los señores de ellas están casi todo el año, sin que se les dé algo por estar en las villas ni en las ciudades.

A una de éstas llegaron nuestros viandantes, que estaba un poco desviada del camino real. Era la hora de mediodía, herían los rayos del sol derechamente a la tierra, entraba el calor, y la sombra de una gran torre de la casa les convidó que allí esperasen a pasar la siesta, que con calor riguroso amenazaba.

El solícito Bartolomé desembarazó el bagaje, y, tendiendo un tapete en el suelo, se sentaron todos a la redonda, y de los manjares, de quien tenía cuidado de hacer Bartolomé su repuesto, satisfacieron la hambre, que ya comenzaba a fatigarles. Pero, apenas habían alzado las manos para llevarlo a la boca, cuando, alzando Bartolomé los ojos, dijo a grandes voces:

-Apartaos, señores, que no sé quién baja volando del cielo, y no será bien que os coja debajo.

Alzaron todos la vista, y vieron bajar por el aire una figura, que, antes que distinguiesen lo que era, ya estaba   -fol. 171r-   en el suelo junto casi a los pies de Periandro. La cual figura era de una mujer hermosísima, que, habiendo sido arrojada desde lo alto de la torre, sirviéndole de campana y de alas sus mismos vestidos, la puso de pies y en el suelo sin daño alguno: cosa posible sin ser milagro. Dejóla el suceso atónita y espantada, como lo quedaron los que volar la habían visto. Oyeron en la torre gritos, que los daba otra mujer que, abrazada con un hombre, que parecía que pugnaban por derribarse el uno al otro.

-¡Socorro, socorro! -decía la mujer-. ¡Socorro, señores, que este loco quiere despeñarme de aquí abajo!

La mujer voladora, vuelta algún tanto en sí, dijo:

-Si hay alguno que se atreva a subir por aquella puerta -señalándoles una que al pie de la torre estaba-, librará de peligro mortal a mis hijos y a otras gentes flacas que allí arriba están.

Periandro, impelido de la generosidad de su ánimo, se entró por la puerta, y a poco rato le vieron en la cumbre de la torre abrazado con el hombre, que mostraba ser loco, del cual, quitándole un cuchillo de las manos, procuraba defenderse; pero la suerte, que quería concluir con la tragedia de su vida, ordenó que entrambos a dos viniesen al suelo, cayendo al pie de la torre: el loco, pasado el pecho con el cuchillo que Periandro en la mano traía, y Periandro, vertiendo por los ojos, narices y boca cantidad de sangre; que, como no tuvo vestidos anchos que le sustentasen, hizo el golpe su efeto y dejóle casi sin vida.

Auristela, que ansí le vio, creyendo indubitablemente que estaba muerto, se arrojó sobre él, y, sin respeto alguno, puesta la boca con la suya, esperaba a recoger en sí alguna reliquia, si del alma le hubiese quedado; pero, aunque le hubiera quedado, no pudiera recebilla, porque los traspillados dientes le negaron la entrada. Constanza, dando lugar a la pasión, no le pudo dar a mover el paso   -fol. 171v-   para ir a socorrerla, y quedóse en el mismo sitio donde la halló el golpe, pegada los pies al suelo, como si fueran de raíces, o como si ella fuera estatua de duro mármol formada. Antonio, su hermano, acudió a apartar los semivivos y a dividir los que ya pensaba ser cadáveres. Sólo Bartolomé fue el que mostró con los ojos el grave dolor que en el alma sentía, llorando amargamente.

Estando todos en la amarga aflicción que he dicho, sin que hasta entonces ninguna lengua hubiese publicado su sentimiento, vieron que hacia ellos venía un gran tropel de gente, la cual, desde el camino real, había visto el vuelo de los caídos, y venían a ver el suceso. Y era el tropel que venía las hermosas damas francesas, Deleasir, Belarminia y Feliz Flora. Luego como llegaron, conocieron a Auristela y a Periandro, como a aquellos que por su singular belleza quedaban impresos en la imaginación del que una vez los miraba. Apenas la compasión les había hecho apear para socorrer, si fuese posible, la desventura que miraban, cuando fueron asaltados de seis o ocho hombres armados, que por las espaldas les acometieron.

Este asalto puso en las manos de Antonio su arco y sus flechas, que siempre las tenía a punto, o ya para ofender o ya para defenderse. Uno de los armados, con descortés movimiento, asió a Feliz Flora del brazo y la puso en el arzón delantero de su silla, y dijo, volviéndose a los demás compañeros:

-Esto es hecho. Ésta me basta. Demos la vuelta.

Antonio, que nunca se pagó de descortesías, pospuesto todo temor, puso una flecha en el arco, tendió cuanto pudo el brazo izquierdo, y con la derecha estiró la cuerda hasta que llegó al diestro oído, de modo que las dos puntas y estremos del arco casi se juntaron; y, tomando por blanco el robador de Feliz Flora, disparó tan derechamente la flecha que, sin tocar a Feliz Flora, sino en una parte del velo con que se cubría la cabeza, pasó al   -fol. 172r-   salteador el pecho de parte a parte. Acudió a su venganza uno de sus compañeros, y, sin dar lugar a que otra vez Antonio el arco armase, le dio una herida en la cabeza, tal, que dio con él en el suelo más muerto que vivo. Visto lo cual de Constanza, dejó de ser estatua y corrió a socorrer a su hermano: que el parentesco calienta la sangre que suele helarse en la mayor amistad, y lo uno y lo otro son indicios y señales de demasiado amor.

Ya en esto habían salido de la casa gente armada, y los criados de las tres damas, apercebidos de piedras (digo los que no tenían armas), se pusieron en defensa de su señora. Los salteadores, que vieron muerto a su capitán, y que según los defensores acudían podían ganar poco en aquella empresa, especialmente considerando ser locura aventurar las vidas por quien ya no podía premiarlas, volvieron las espaldas y dejaron el campo solo.

Hasta aquí, de esta batalla pocos golpes de espada hemos oído, pocos instrumentos bélicos han sonado; el sentimiento que por los muertos suelen hacer los vivos no ha salido a romper los aires; las lenguas, en amargo silencio tienen depositadas sus quejas; sólo algunos ayes entre roncos gemidos andan envueltos, especialmente en los pechos de las lastimadas Auristela y Constanza, cada cual abrazada con su hermano, sin poder aprovecharse de las quejas con que se alivian los lastimados corazones. Pero, en fin, el cielo, que tenía determinado de no dejarlas morir tan apriesa y tan sin quejarse, les despegó las lenguas, que al paladar pegadas tenían, y la de Auristela prorrumpió en razones semejantes:

-No sé yo, desdichada, cómo busco aliento en un muerto, o cómo, ya que le tuviese, puedo sentirle, si estoy tan sin él que ni sé si hablo ni si respiro. ¡Ay, hermano, y qué caída ha sido ésta, que así ha derribado mis esperanzas, como que   -fol. 172v-   la grandeza de vuestro linaje no se hubiera opuesto a vuestra desventura! Mas, ¿cómo podía ella ser grande, si vos no lo fuérades? En los montes más levantados caen los rayos, y, adonde hallan más resistencia, hacen más daño. Monte érades vos, pero monte humilde, que con las sombras de vuestra industria y de vuestra discreción os encubríades a los ojos de las gentes. Ventura íbades a buscar en la mía, pero la muerte ha atajado el paso, encaminando el mío a la sepultura. ¡Cuán cierta la tendrá la reina, vuestra madre, cuando a sus oídos llegue vuestra no pensada muerte! ¡Ay de mí, otra vez sola y en tierra ajena, bien así como verde yedra a quien ha faltado su verdadero arrimo!

Estas palabras de reina, de montes y grandezas, tenían atentos los oídos de los circunstantes que les escuchaban, y aumentóles la admiración las que también decía Constanza, que en sus faldas tenía a su malherido hermano, apretándole la herida y tomándole la sangre la compasiva Feliz Flora, que, con un lienzo suyo, blandamente se la esprimía, obligada de haberla el herido librado de su deshonra.

-¡Ay, digo -decía-, amparo mío!, ¿de qué ha servido haberme levantado la fortuna a título de señora, si me había de derribar al de desdichada? Volved, hermano, en vos, si queréis que yo vuelva en mí, o si no, haced, ¡oh piadosos cielos!, que una misma suerte nos cierre los ojos, y una misma sepultura nos cubra los cuerpos: que el bien que sin pensar me había venido, no podía traer otro descuento que la presteza de acabarse.

Con esto se quedó desmayada, y Auristela ni más ni menos, de modo que tan muertas parecían ellas y aun más que los heridos.

La dama que cayó de la torre, causa principal de la caída de Periandro, mandó a sus criados, que ya habían venido muchos de la casa, que le llevasen al lecho del conde Domicio, su señor; mandó también llevar a Domicio, su marido, para   -fol. 137r [173r]-   dar orden en sepultalle. Bartolomé tomó en brazos a su señor Antonio; a Constanza se las dio Feliz Flora; y a Auristela, Belarminia y Deleasir. Y, en escuadrón doloroso y con amargos pasos, se encaminaron a la casi real casa.




ArribaAbajoCapítulo quince del tercero libro

POCO APROVECHABAN las discretas razones que las tres damas francesas daban a las dos lastimadas Constanza y Auristela, porque en las recientes desventuras no hallan lugar consolatorias persuasiones: el dolor y el desastre que de repente sucede, no de improviso admite consolación alguna, por discreta que sea; la postema duele, mientras no se ablanda, y el ablandarse requiere tiempo, hasta que llegue el de abrirse. Y así, mientras se llora, mientras se gime, mientras se tiene delante quien mueva al sentimiento a quejas y a suspiros, no es discreción demasiada acudir al remedio con agudas medicinas. Llore, pues, algún tanto más Auristela, gima algún espacio más Constanza, y cierren entrambas los oídos a toda consolación, en tanto que la hermosa Claricia nos cuenta la causa de la locura de Domicio, su esposo, que fue, según ella dijo a las damas francesas, que, antes que Domicio con ella se desposase, andaba enamorado de una parienta suya, la cual tuvo casi indubitables esperanzas de casarse con él.

-«Salióle en blanco la suerte, para que ella -dijo Claricia- la tuviese siempre negra. Porque, disimulando Lorena -que así se llamaba la parienta de Domicio- el enojo que había recebido del casamiento de mi esposo, dio en regalarle con muchos y diversos presentes, puesto que más bizarros y de buen parecer que costosos, entre los cuales le envío una vez,   -fol. 137v [173v]-   bien así como envió la falsa Deyanira la camisa a Hércules, digo que le envió unas camisas, ricas por el lienzo, y por la labor vistosas. Apenas se puso una, cuando perdió los sentidos, y estuvo dos días como muerto, puesto que luego se la quitaron, imaginando que una esclava de Lorena, que estaba en opinión de maga, la habría hechizado. Volvió a la vida mi esposo, pero con sentidos tan turbados y tan trocados que ninguna acción hacía que no fuese de loco; y no de loco manso, sino de cruel, furioso y desatinado: tanto, que era necesario tenerle en cadenas.»

Y que aquel día, estando ella en aquella torre, se había soltado el loco de las prisiones, y, viniendo a la torre, la había echado por las ventanas abajo, a quien el cielo socorrió con la anchura de sus vestidos, o, por mejor decir, con la acostumbrada misericordia de Dios, que mira por los inocentes. Dijo cómo aquel peregrino había subido a la torre a librar a una doncella a quien el loco quería derribar al suelo, tras la cual también despeñara a otros dos pequeños hijos que en la torre estaban. Pero el suceso fue tan contrario que el conde y el peregrino se estrellaron en la dura tierra: el conde, herido de una mortal herida, y el peregrino, con un cuchillo en la mano, que al parecer se le había quitado a Domicio, cuya herida era tal, que no fuera menester servir de añadidura para quitarle la vida, pues bastaba la caída.

En esto, Periandro estaba sin sentido en el lecho, adonde acudieron maestros a curarle y a concertarle los deslocados huesos. Diéronle bebidas apropiadas al caso, halláronle pulsos y algún tanto de conocimiento de las personas que alrededor de sí tenía; especialmente de Auristela, a quien con voz desmayada, que apenas podía entenderse, dijo:

-Hermana, yo muero en la fe católica cristiana y en la de quererte bien.

Y no habló ni pudo hablar más palabra por entonces.

Tomaron la   -fol. 174r-   sangre a Antonio, y, tentándole los cirujanos la herida, pidieron albricias a su hermana de que era más grande que mortal, y de que presto tendría salud con ayuda del cielo. Dióselas Feliz Flora, adelantándose a Constanza, que se las iba a dar, y aun se las dio, y los cirujanos las tomaron de entrambas, por no ser nada escrupulosos.

Un mes o poco más estuvieron los enfermos curándose, sin querer dejarlos las señoras francesas: tanta fue la amistad que trabaron y el gusto que sintieron de la discreta conversación de Auristela y de Constanza, y de los dos sus hermanos. Especialmente Feliz Flora, que no acertaba a quitarse de la cabecera de Antonio, amándole con un tan comedido amor que no se estendía a más que a ser benevolencia, y a ser como agradecimiento del bien que dél había recebido, cuando su saeta la libró de las manos de Rubertino; que, según Feliz Flora contaba, era un caballero, señor de un castillo que cerca de otro suyo ella tenía, el cual Rubertino, llevado, no de perfecto, sino de vicioso amor, había dado en seguirla y perseguirla, y en rogarla le diese la mano de esposa; pero que ella por mil esperiencias, y por la fama, que pocas veces miente, había conocido ser Rubertino de áspera y cruel condición, y de mudable y antojadiza voluntad, [y] no había querido condecender con su demanda. Y que imaginaba que, acosado de sus desdenes, habría salido al camino a roballa y a hacer de ella por fuerza lo que la voluntad no había podido. Pero que la flecha de Antonio había cortado todos sus crueles y mal fabricados disinios, y esto le movía a mostrarse agradecida.

Todo esto que Feliz Flora dijo pasó así, sin faltar punto; y, cuando se llegó el de la sanidad de los enfermos, y sus fuerzas comenzaron a dar muestras della, volvieron a renovarse sus deseos, a lo menos los de volver a su camino, y así lo pusieron por obra, acomodándose de todas las cosas necesarias, sin que, como está   -fol. 174v-   dicho, quisiesen las señoras francesas dejar a los peregrinos, a quien ya trataban con admiración y con respeto, porque las razones del llanto de Auristela les habían hecho concebir en sus ánimos que debían de ser grandes señores: que tal vez la majestad suele cubrirse de buriel y la grandeza vestirse de humildad. En efeto, con perplejos pensamientos los miraban: el pobre acompañamiento suyo les hacía tener en estima de condición mediana; el brío de sus personas y la belleza de sus rostros levantaba su calidad al cielo; y así, entre el sí y el no, andaba dudosa.

Ordenaron las damas francesas que fuesen todos a caballo, porque la caída de Periandro no consentía que se fiase de sus pies. Feliz Flora, agradecida al golpe de Antonio el bárbaro, no sabía quitarle de su lado, y, tratando del atrevimiento de Rubertino, a quien dejaban muerto y enterrado, y de la estraña historia del conde Domicio, a quien las joyas de su prima, juntamente con quitarle el juicio, le habían quitado la vida, y del vuelo milagroso de su mujer, más para ser admirado que creído, llegaron a un río que se vadeaba con algún trabajo.

Periandro fue de parecer que se buscase la puente, pero todos los demás no vinieron en él; y, bien así como cuando al represado rebaño de mansas ovejas, puestas en lugar estrecho, hace camino la una, a quien las demás al momento siguen, Belarminia se arrojó al agua, a quien todos siguieron, sin quitarse del lado de Auristela Periandro, ni del de Feliz Flora Antonio, llevando también junto a sí a su hermana Constanza.

Ordenó, pues, la suerte que no fuese buena la de Feliz Flora, porque la corriente del agua le desvaneció la cabeza de modo que, sin poder tenerse, dio consigo en mitad de la corriente, tras quien se abalanzó con no creída presteza el cortés Antonio, y sobre sus hombros, como a otra nueva Europa, la puso en la seca arena de la contraria   -fol. 175r-   ribera. Ella, viendo el presto beneficio, le dijo:

-Muy cortés eres, español.

A quien Antonio respondió:

-Si mis cortesías no nacieran de tus peligros, estimáralas en algo; pero, como nacen de ellos, antes me descontentan que alegran.

Pasó, en fin, el, como he dicho otras veces, hermoso escuadrón, y llegaron al anochecer a una casería, que junto con serlo era mesón, en el cual se alojaron a toda su voluntad.

Y lo que en él les sucedió nuevo estilo y nuevo capítulo pide.




ArribaAbajoCapítulo diez y seis del tercero libro

COSAS y casos suceden en el mundo, que si la imaginación, antes de suceder, pudiera hacer que así sucedieran, no acertara a trazarlos; y así, muchos, por la raridad con que acontecen, pasan plaza de apócrifos, y no son tenidos por tan verdaderos como lo son; y así, es menester que les ayuden juramentos, o a lo menos el buen crédito de quien los cuenta, aunque yo digo que mejor sería no contarlos, según lo aconsejan aquellos antiguos versos castellanos que dicen:


    Las cosas de admiración
no las digas ni las cuentes,
que no saben todas gentes
cómo son.



La primera persona con quien encontró Constanza fue con una moza de gentil parecer, de hasta veinte y dos años, vestida a la española, limpia y aseadamente, la cual, llegándose a Constanza, le dijo en lengua castellana:

-¡Bendito sea Dios, que veo gente, si no de mi tierra, a lo menos de mi nación: España! ¡Bendito sea Dios, digo otra vez, que oiré decir vuesa merced, y no señoría,   -fol. 175v-   hasta los mozos de cocina!

-Desa manera -respondió Constanza-, ¿vos, señora, española debéis de ser?

-¡Y cómo si lo soy! -respondió ella-; y aun de la mejor tierra de Castilla.

-¿De cuál? -replicó Constanza.

-De Talavera de la Reina -respondió ella.

Apenas hubo dicho esto, cuando a Constanza le vinieron barruntos que debía de ser la esposa de Ortel Banedre, el polaco, que por adúltera quedaba presa en Madrid, cuyo marido, persuadido de Periand[r]o, la había dejado presa y ídose a su tierra, y en un instante fabricó en su imaginación un montón de cosas, que, puestas en efeto, le sucedieron casi como las había pensado.

Tomóla por la mano, y fuese donde estaba Auristela, y, apartándola aparte con Periandro, les dijo:

-Señores, vosotros estáis dudosos de que si la ciencia que yo tengo de adevinar es falsa o verdadera, la cual ciencia no se acredita con decir las cosas que están por venir, porque sólo Dios las sabe, y si algún humano las acierta, es acaso, o por algunas premisas a quien la esperiencia de otras semejantes tiene acreditadas. Si yo os dijese cosas pasadas que no hubiesen llegado ni pudiesen llegar a mi noticia, ¿qué diríades? ¿Queréislo ver? Esta buena hija que tenemos delante es de Talavera de la Reina, que se casó con un estranjero polaco, que se llamaba, si mal no me acuerdo, Ortel Banedre, a quien ella ofendió con alguna desenvoltura con un mozo de mesón que vivía frontero de su casa, la cual, llevada de sus ligeros pensamientos y en los brazos de sus pocos años, se salió de casa de sus padres con el referido mozo, y fue presa en Madrid con el adúltero, donde debe de haber pasado muchos trabajos, así en la prisión como en el haber llegado hasta aquí; que quiero que ella nos los cuente, porque, aunque yo los adivine, ella nos los contará con más puntualidad y con más gracia.

-¡Ay, cielos santos! -dijo la moza-. ¿Y quién es esta señora que me ha leído mis pensamientos? ¿Quién es esta adivina que ansí sabe la desvergonzada historia de mi vida? Yo, señora,   -fol. 176r-   soy esa adúltera, soy esa presa y soy la condenada a destierro de diez años, porque no tuve parte que me siguiese, y soy la que aquí estoy en poder de un soldado español que va a Italia, comiendo el pan con dolor, y pasando la vida, que por momentos me hace desear la muerte. Mi amigo, el primero, murió en la cárcel. Éste, que no sé en qué número ponga, me socorrió en ella, de donde me sacó, y, como he dicho, me lleva por esos mundos con gusto suyo y con pesar mío: que no soy tan tonta que no conozca el peligro en que traigo el alma en este vagamundo estado. Por quien Dios es, señores, pues sois españoles, pues sois cristianos, y, pues sois principales, según lo da a entender vuestra presencia, que me saquéis del poder deste español, que será como sacarme de las garras de los leones.

Admirados quedaron Periandro y Auristela de la discreción sagaz de Constanza; y, concediendo con ella, la reforzaron y acreditaron, y aun se movieron a favorecer con todas sus fuerzas a la perdida moza, la cual dijo que el español soldado no iba siempre con ella, sino una jornada adelante o atrás, por deslumbrar a la justicia.

-Todo eso está muy bien -dijo Periandro-, y aquí daremos traza en vuestro remedio; que la que ha sabido adivinar vuestra vida pasada, también sabrá acomodaros en la venidera. Sed vos buena, que sin el cimiento de la bondad no se puede cargar ninguna cosa que lo parezca; no os desviéis por agora de nosotros, que vuestra edad y vuestro rostro son los mayores contrarios que podéis tener en las tierras estrañas.

Lloró la moza, enternecióse Constanza, y Auristela mostró los mismos sentimientos, con que obligó a Periandro a que el remedio de la moza buscase.

En esto estaban, cuando llegó Bartolomé y dijo:

-Señores, acudid a ver la más estraña visión que habréis visto en vuestra vida.

Dijo esto tan asustado y tan como espantado que, pensando ir a ver alguna maravilla estraña, le siguieron, y, en un apartamiento   -fol. 176v-   algo desviado de aquel donde estaban alojados los peregrinos y damas, vieron, por entre unas esteras, un aposento todo cubierto de luto, cuya lóbrega escuridad no les dejó ver particularmente lo que en él había. Y, estándole así mirando, llegó un hombre anciano, todo asimismo cubierto de luto, el cual les dijo:

-Señores, de aquí a dos horas, que habrá entrado una de la noche, si gustáis de ver a la señora Ruperta sin que ella os vea, yo haré que la veáis, cuya vista os dará ocasión de que os admiréis, así de su condición como de su hermosura.

-Señor -respondió Periandro-, este nuestro criado que aquí está nos convidó a que viniésemos a ver una maravilla, y hasta ahora no hemos visto otra que la de este aposento cubierto de luto, que no es maravilla ninguna.

-Si volvéis a la hora que digo -respondió el enlutado-, tendréis de qué maravillaros, porque habréis de saber que en este aposento se aloja la señora Ruperta, mujer que fue, apenas hace un año, del conde Lamberto de Escocia, cuyo matrimonio a él le costó la vida y a ella verse en términos de perderla cada paso, a causa que Claudino Rubicón, caballero de los principales de Escocia, a quien las riquezas y el linaje hicieron soberbio, y la condición algo enamorado, quiso bien a mi señora, siendo doncella, de la cual, si no fue aborrecido, a lo menos fue desdeñado, como lo mostró el casarse con el conde mi señor. Esta presta resolución de mi señora la bautizó Rubicón, en deshonra y menosprecio suyo, como si la hermosa Ruperta no hubiera tenido padres que se lo mandaran y obligaciones precisas que le obligaran a ello, junto con ser más acertado ajustarse las edades entre los que se casan: que, si puede ser, siempre los años del esposo con el número de diez han de llevar ventaja a los de la mujer, o con algunos más, porque la vejez los alcance en un mismo tiempo. Era Rubicón varón viudo   -fol. 177r-   y que tenía hijo de casi veinte y un años, gentilhombre en estremo, y de mejores condiciones que el padre; tanto que, si él se hubiera opuesto a la cátedra de mi señora, hoy viviera mi señor el conde y mi señora estuviera más alegre. «Sucedió, pues, que, yendo mi señora Ruperta a holgarse con su esposo a una villa suya, acaso y sin pensar, en un despoblado, encontramos a Rubicón con muchos criados suyos que le acompañaban. Vio a mi señora, y su vista despertó el agravio que a su parecer se le había hecho; y fue de suerte que en lugar del amor nació la ira, y de la ira el deseo de hacer pesar a mi señora; y, como las venganzas de los que bien se han querido sobrepujan a las ofensas hechas, Rubicón, despechado, impaciente y atrevido, desenvainando la espada, corrió al conde mi señor, que estaba inocente deste caso, sin que tuviese lugar de prevenirse del daño que no temía; y, envainándosela en el pecho, dijo: "Tú me pagarás lo que no me debes; y si esta es crueldad, mayor la usó tu esposa para conmigo, pues no una vez sola, sino cien mil, me quitan la vida sus desdenes".

»A todo esto me hallé yo presente; oí las palabras, y vi con mis ojos y tenté con las manos la herida; escuché los llantos de mi señora, que penetraron los cielos; volvimos a dar sepultura al conde, y, al enterrarle, por orden de mi señora, se le cortó la cabeza, que en pocos días, con cosas que se le aplicaron, quedó descarnada y en solamente los huesos; mandóla mi señora poner en una caja de plata, sobre la cual puestas sus manos, hizo este juramento. Pero olvídaseme por decir cómo el cruel Rubicón, o ya por menosprecio, o ya por más crueldad, o quizá con la turbación descuidado, se dejó la espada envainada en el pecho de mi señor, cuya sangre aun hasta agora muestra estar casi reciente en   -fol. 177v-   ella. Digo, pues, que dijo estas palabras: "Yo, la desdichada Ruperta, a quien han dado los cielos sólo nombre de hermosa, hago juramento al cielo, puestas las manos sobre estas dolorosas reliquias, de vengar la muerte de mi esposo con mi poder y con mi industria, si bien aventurase en ello una y mil veces esta miserable vida que tengo, sin que me espanten trabajos, sin que me falten ruegos hechos a quien pueda favorecerme; y, en tanto que no llegare a efeto este mi justo, si no cristiano, deseo, juro que mi vestido será negro, mis aposentos lóbregos, mis manteles tristes y mi compañía la misma soledad. A la mesa estarán presentes estas reliquias, que me atormenten el alma; esta cabeza que me diga, sin lengua, que vengue su agravio; esta espada, [en] cuya no enjuta sangre me parece que veo a la que, alterando la mía, no me deje sosegar hasta vengarme".

»Esto dicho, parece que templó sus continuas lágrimas, y dio algún vado a sus dolientes suspiros. Hase puesto en camino de Roma para pedir en Italia a sus príncipes favor y ayuda contra el matador de su esposo, que aun todavía la amenaza, quizá temeroso; que suele ofender un mosquito más de lo que puede favorecer un águila.» Esto, señores, veréis, como he dicho, de aquí a dos horas; y si no os dejare admirados, o yo no habré sabido contarlo, o vosotros tendréis el corazón de mármol.

Aquí dio fin a su plática el enlutado escudero, y los peregrinos, sin ver a Ruperta, desde luego se comenzaron a admirar del caso.



  -fol. 178r-  

ArribaAbajoCapítulo diez y siete del tercer libro

LA IRA, según se dice, es una revolución de la sangre que está cerca del corazón, la cual se altera en el pecho con la vista del objeto que agravia, y tal vez con la memoria; tiene por último fin y paradero suyo la venganza, que, como la tome el agraviado, sin razón o con ella, sosiega.

Esto nos lo dará a entender la hermosa Ruperta, agraviada y airada, y con tanto deseo de vengarse de su contrario que, aunque sabía que era ya muerto, dilataba su cólera por todos sus decendientes, sin querer dejar, si pudiera, vivo ninguno dellos; que la cólera de la mujer no tiene límite.

Llegóse la hora de que la fueron a ver los peregrinos, sin que ella los viese, y viéronla hermosa en todo estremo, con blanquísimas tocas, que desde la cabeza casi le llegaban a los pies, sentada delante de una mesa, sobre la cual tenía la cabeza de su esposo en la caja de plata, la espada con que le habían quitado la vida y una camisa que ella se imaginaba que aún no estaba enjuta de la sangre de su esposo. Todas estas insignias dolorosas despertaron su ira, la cual no tenía necesidad que nadie la despertase, porque nunca dormía; levantóse en pie, y, puesta la mano derecha sobre la cabeza del marido, comenzó a hacer y a revalidar el voto y juramento que dijo el enlutado escudero. Llovían lágrimas de sus ojos, bastantes a bañar las reliquias de su pasión; arrancaba suspiros del pecho, que condensaban el aire cerca y lejos; añadía al ordinario juramento razones que le agravaban, y tal vez parecía que arrojaba por los ojos, no lágrimas, sino fuego, y por la boca, no suspiros, sino humo: tan sujeta la tenía su pasión y el deseo de vengarse. ¿Veisla llorar, veisla suspirar, veisla no estar en sí, veisla   -fol. 178v-   blandir la espada matadora, veisla besar la camisa ensangrentada, y que rompe las palabras con sollozos?; pues esperad no más de hasta la mañana, y veréis cosas que os den sujeto para hablar en ellas mil siglos, si tantos tuviésedes de vida.

En mitad de la fuga de su dolor estaba Ruperta, y casi en los umbrales de su gusto, porque mientras se amenaza descansa el amenazador, cuando se llegó a ella uno de sus criados, como si se llegara una sombra negra, según venía cargado de luto, y en mal pronunciadas palabras le dijo:

-Señora, Croriano el galán, el hijo de tu enemigo, se acaba de apear agora con algunos criados. Mira si quieres encubrirte, o si quieres que te conozca, o lo que sería bien que hagas, pues tienes lugar para pensarlo.

-Que no me conozca -respondió Ruperta-; y avisad a todos mis criados que por descuido no me nombren, ni por cuidado me descubran.

Y, esto diciendo, recogió sus prendas, y mandó cerrar el aposento y que ninguno entrase a hablalla.

Volviéronse los peregrinos al suyo, quedó ella sola y pensativa, y no sé cómo se supo que había hablado a solas estas o otras semejantes razones:

-Advierte, ¡oh Ruperta!, que los piadosos cielos te han traído a las manos, como simple víctima al sacrificio, al alma de tu enemigo; que los hijos, y más los únicos, pedazos del alma son de los padres. ¡Ea, Ruperta! Olvídate de que eres mujer, y si no quieres olvidarte desto, mira que eres mujer, y agraviada. La sangre de tu marido te está dando voces, y en aquella cabeza sin lengua te está diciendo: «¡Venganza, dulce esposa mía, que me mataron sin culpa!» Sí, que no espantó la braveza de Holofernes a la humildad de Judit; verdad es que la causa suya fue muy diferente de la mía: ella castigó a un enemigo de Dios, y yo quiero castigar a un enemigo que no sé si lo es mío; a ella le puso el hierro en las manos el amor de su   -fol. 179r-   patria, y a mí me le pone el de mi esposo. Pero, ¿para qué hago yo tan disparatadas comparaciones? ¿Qué tengo que hacer más, sino cerrar los ojos y envainar el acero en el pecho deste mozo, que tanto será mi venganza mayor cuanto fuere menor su culpa? Alcance yo renombre de vengadora, y venga lo que viniere. Los deseos que se quieren cumplir no reparan en inconvenientes, aunque sean mortales: cumpla yo el mío, y tenga la salida por mi misma muerte.

Esto dicho, dio traza y orden en cómo aquella noche se encerrase en la estancia de Croriano, donde le dio fácil entrada un criado suyo, traidor por dádivas, aunque él no pensó sino que hacía un gran servicio a su amo, llevándole al lecho una tan hermosa mujer como Ruperta; la cual, puesta en parte donde no pudo ser vista ni sentida, ofreciendo su suerte al disponer del cielo, sepultada en maravilloso silencio, estuvo esperando la hora de su contento, que le tenía puesto en la de la muerte de Croriano. Llevó, para ser instrumento del cruel sacrificio, un agudo cuchillo, que, por ser arma mañera y no embarazosa, le pareció ser más a propósito; llevó asimismo una lanterna bien cerrada, en la cual ardía una vela de cera; recogió los espíritus de manera que apenas osaba enviar la respiración al aire. ¿Qué no hace una mujer enojada?; ¿qué montes de dificultades no atropella en sus disignios?; ¿qué inormes crueldades no le parecen blandas y pacíficas? No más, porque lo que en este caso se podía decir es tanto que será mejor dejarlo en su punto, pues no se han de hallar palabras con que encarecerlo.

Llegóse, en fin, la hora; acostóse Croriano; durmióse, con el cansancio del camino, y entregóse, sin pensamiento de su muerte, al de su reposo. Con atentos oídos estaba escuchando Ruperta si daba alguna señal Croriano de que durmiese, y aseguráronla que dormía,   -fol. 179v-   así el tiempo que había pasado desde que se acostó hasta entonces, como algunos dilatados alientos que no los dan sino los dormidos; viendo lo cual, sin santiguarse ni invocar ninguna deidad que la ayudase, abrió la lanterna, con que quedó claro el aposento, y miró dónde pondría los pies, para que, sin tropezar, la llevasen al lecho.

La bella matadora, dulce enojada, verdugo agradable: ejecuta tu ira, satisface tu enojo, borra y quita del mundo tu agravio, que delante tienes en quien puedes hacerlo; pero mira, ¡oh hermosa Ruperta!, si quieres, que no mires a ese hermoso Cupido que vas a descubrir, que se deshará en un punto toda la máquina de tus pensamientos.

Llegó, en fin, y, temblándole la mano, descubrió el rostro de Croriano, que profundamente dormía, y halló en él la propiedad del escudo de Medusa, que la convirtió en mármol: halló tanta hermosura que fue bastante a hacerle caer el cuchillo de la mano, y a que diese lugar la consideración del inorme caso que cometer quería; vio que la belleza de Croriano, como hace el sol a la niebla, ahuyentaba las sombras de la muerte que darle quería, y en un instante no le escogió para víctima del cruel sacrificio, sino para holocausto santo de su gusto.

-¡Ay -dijo entre sí-, generoso mancebo, y cuán mejor eres tú para ser mi esposo que para ser objeto de mi venganza! ¿Qué culpa tienes tú de la que cometió tu padre, y qué pena se ha de dar a quien no tiene culpa? Gózate, gózate, joven ilustre, y quédese en mi pecho mi venganza y mi crueldad encerrada, que, cuando se sepa, mejor nombre me dará el ser piadosa que vengativa.

Esto diciendo, ya turbada y arrepentida, se le cayó la lanterna de las manos sobre el pecho de Croriano, que despertó con el ardor de la vela. Hallóse a escuras; quiso Ruperta salirse de la estancia, y no acertó, por donde dio voces Croriano, tomó su espada y saltó del lecho, y, andando por el aposento, topó   -fol. 180r-   con Ruperta, que toda temblando le dijo:

-No me mates, ¡oh Croriano!, puesto que soy una mujer que no ha una hora que quise y pude matarte, y agora me veo en términos de rogarte que no me quites la vida.

En esto, entraron sus criados al rumor, con luces, y vio Croriano y conoció a la bellísima viuda, como quien vee a la resplandeciente luna de nubes blancas rodeada.

-¿Qué es esto, señora Ruperta? -le dijo-. ¿Son los pasos de la venganza los que hasta aquí os han traído, o queréis que os pague yo los desafueros que mi padre os hizo? Que este cuchillo que aquí veo, ¿qué otra señal es, sino de que habéis venido a ser verdugo de mi vida? Mi padre es ya muerto, y los muertos no pueden dar satisfación de los agravios que dejan hechos. Los vivos sí que pueden recompensarlos; y así, yo, que represento agora la persona de mi padre, quiero recompensaros la ofensa que él os hizo lo mejor que pudiere y supiere. Pero dejadme primero honestamente tocaros, que quiero ver si sois fantasma que aquí ha venido o a matarme, o a engañarme, o a mejorar mi suerte.

-Empeórese la mía -respondió Ruperta- (si es que halla modo el cielo como empeorarla), si entré este día pasado en este mesón con alguna memoria tuya. Veniste tú a él; no te vi cuando entraste; oí tu nombre, el cual despertó mi cólera y me movió a la venganza; concerté con un criado tuyo que me encerrase esta noche en este aposento; hícele que callase, sellándole la boca con algunas dádivas; entré en él, apercebíme deste cuchillo y acrecenté el deseo de quitarte la vida; sentí que dormías, salí de donde estaba, y a la luz de una lanterna que conmigo traía te descubrí y vi tu rostro, que me movió a respeto y a reverencia, de manera que los filos del cuchillo se embotaron, el deseo de mi venganza se deshizo, cayóseme la vela de las manos, despertóte su fuego, diste voces, quedé yo confusa, de donde   -fol. 180v-   ha sucedido lo que has visto. Yo no quiero más venganzas ni más memorias de agravios: vive en paz, que yo quiero ser la primera que haga mercedes por ofensas, si ya lo son el perdonarte la culpa que no tienes.

-Señora -respondió Croriano-, mi padre quiso casarse contigo, tú no quisiste; él, despechado, mató a tu esposo: murióse llevando al otro mundo esta ofensa; yo he quedado, como parte tan suya, para hacer bien por su alma; si quieres que te entregue la mía, recíbeme por tu esposo, si ya, como he dicho, no eres fantasma que me engañas; que las grandes venturas que vienen de improviso siempre traen consigo alguna sospecha.

-Dame esos brazos -respondió Ruperta-, y verás, señor, cómo este mi cuerpo no es fantástico, y que el alma que en él te entrego es sencilla, pura y verdadera.

Testigos fueron destos abrazos, y de las manos que por esposos se dieron, los criados de Croriano, que habían entrado con las luces. Triunfó aquella noche la blanda paz desta dura guerra, volvióse el campo de la batalla en tálamo de desposorio; nació la paz de la ira; de la muerte, la vida, y del disgusto, el contento. Amaneció el día, y halló a los recién desposados cada uno en los brazos del otro.

Levantáronse los peregrinos con deseo de saber qué habría hecho la lastimada Ruperta con la venida del hijo de su enemigo, de cuya historia estaban ya bien informados. Salió el rumor del nuevo desposorio, y, haciendo de los cortesanos, entraron a dar los parabienes a los novios, y al entrar en el aposento vieron salir del de Ruperta el anciano escudero que su historia les había contado, cargado con la caja donde iba la calavera de su primero esposo, y con la camisa y espada que tantas veces había renovado las lágrimas de Ruperta; y dijo que lo llevaba adonde no renovasen otra vez, en las glorias presentes, pasadas desventuras. Murmuró de la   -fol. 181r-   facilidad de Ruperta, y en general, de todas las mujeres, y el menor vituperio que dellas dijo fue llamarlas antojadizas.

Levantáronse los novios antes que entrasen los peregrinos, regocijáronse los criados, así de Ruperta como de Croriano, y volvióse aquel mesón en alcázar real, digno de tan altos desposorios.

En fin, Periandro y Auristela, Constanza y Antonio, su hermano, hablaron a los desposados y se dieron parte de sus vidas; a lo menos, la que convenía que se diese.




ArribaAbajoCapítulo diez y ocho del tercer libro

EN ESTO estaban, cuando entró por la puerta del mesón un hombre, cuya larga y blanca barba más de ochenta años le daba de edad; venía vestido ni como peregrino, ni como religioso, puesto que lo uno y lo otro parecía; traía la cabeza descubierta, rasa y calva en el medio, y por los lados, luengas y blanquísimas canas le pendían; sustentaba el agobiado cuerpo sobre un retorcido cayado que de báculo le servía. En efeto, todo él y todas las partes representaban un venerable anciano digno de todo respeto, al cual apenas hubo visto la dueña del mesón, cuando, hincándose ante él de rodillas, le dijo:

-Contaré yo este día, padre Soldino, entre los venturosos de mi vida, pues he merecido verte en mi casa: que nunca vienes a ella sino para bien mío.

Y, volviéndose a los circunstantes, prosiguió diciendo:

-Este montón de nieve y esta estatua de mármol blanco que se mueve, que aquí veis, señores, es la del famoso Soldino, cuya fama no sólo en Francia, sino en todas partes de la tierra se estiende.

-No me alabéis, buena   -fol. 181v-   señora -respondió el anciano-, que tal vez la buena fama se engendra de la mala mentira. No la entrada, sino la salida, hace a los hombres venturosos. La virtud que tiene por remate el vicio, no es virtud, sino vicio. Pero, con todo esto, quiero acreditarme con vos en la opinión que de mí tenéis. Mirad hoy por vuestra casa, porque destas bodas y destos regocijos que en ella se preparan se ha de engendrar un fuego que casi toda la consuma.

A lo que dijo Croriano, hablando con Ruperta, su esposa:

-Éste, sin duda, debe de ser mágico o adivino, pues predice lo por venir.

Entreoyó esta razón el anciano, y respondió:

-No soy mago ni adivino, sino judiciario, cuya ciencia, si bien se sabe, casi enseña a adivinar. Creedme, señores, por esta vez siquiera, y dejad esta estancia, y vamos a la mía, que en una cercana selva que [hay] aquí os dará, si no tan capaz, más seguro alojamiento.

Apenas hubo dicho esto, cuando entró Bartolomé, criado de Antonio, y dijo a voces:

-Señores, las cocinas se abrasan, porque, en la infinita leña que junto a ellas estaba, se ha encendido tal fuego que muestra no poder apagarle todas las aguas del mar.

Tras esta voz acudieron las de otros criados, y comenzaron a acreditarlas los estallidos del fuego.

La verdad tan manifiesta acreditó las palabras de Soldino; y, asiendo en brazos Periandro a Auristela, sin querer ir primero a averiguar si el fuego se podía atajar o no, dijo a Soldino:

-Señor, guíanos a tu estancia, que el peligro desta ya está manifiesto.

Lo mismo hizo Antonio con su hermana Constanza y con Feliz Flora, la dama francesa, a quien siguieron Deleasir y Belarminia; y la moza arrepentida de Talavera se asió del cinto de Bartolomé y él del cabestro de su bagaje, y todos juntos, con los desposados y con la huéspeda, que conocía bien las adivinanzas de Soldino, le siguieron, aunque   -fol. 182r-   con tardo paso los guiaba.

La demás gente del mesón, que no habían estado presentes a las razones de Soldino, quedaron ocupados en matar el fuego; pero presto su furor les dio a entender que trabajaban en vano, ardiendo la casa todo aquel día; que, a cogerles el fuego de noche, fuera milagro escapar alguno que contara su furia.

Llegaron, en fin, a la selva, donde hallaron una ermita no muy grande, dentro de la cual vieron una puerta que parecía serlo de una cueva escura.

Antes de entrar en la ermita, dijo Soldino a todos los que le habían seguido:

-Estos árboles con su apacible sombra os servirán de dorados techos, y la yerba deste amenísimo prado, si no de muy blandas, a lo menos de muy blancas camas. Yo llevaré conmigo a mi cueva a estos señores, porque les conviene, y no porque los mejore en la estancia.

Y luego llamó a Periandro, a Auristela, a Constanza, a las tres damas francesas, a Ruperta, a Antonio y a Croriano; y, dejando otra mucha gente fuera, se encerró con éstos en la cueva, cerrando tras sí la puerta de la ermita y la de la cueva.

Viéndose, pues, Bartolomé y la de Talavera no ser de los escogidos ni llamados de Soldino, o ya de despecho, o ya llevados de su ligera condición, se concertaron los dos, viendo ser tan para en uno, de dejar Bartolomé a sus amos, y la moza a sus arrepentimientos; y así, aliviaron el bagaje de dos hábitos de peregrinos, y la moza a caballo y el galán a pie, dieron cantonada, ella a sus compasivas señoras, y él a sus honrados dueños, llevando en la intención de ir también a Roma, como iban todos.

Otra vez se ha dicho que no todas las acciones no verisímiles ni probables se han de contar en las historias, porque si no se les da crédito, pierden su valor; pero al historiador no le conviene más de decir la verdad, parézcalo o no lo parezca. Con esta máxima, pues, el que   -fol. 182v-   escribió esta historia dice que Soldino, con todo aquel escuadrón de damas y caballeros, bajó por las gradas de la escura cueva, y a menos de ochenta gradas se descubrió el cielo luciente y claro, y se vieron unos amenos y tendidos prados que entretenían la vista y alegraban las almas. Y, haciendo Soldino rueda de los que con él habían bajado, les dijo:

-Señores, esto no es encantamento, y esta cueva por donde aquí hemos venido, no sirve sino de atajo para llegar desde allá arriba a este valle que veis, que una legua de aquí tiene más fácil, más llana y más apacible entrada. Yo levanté aquella ermita, y con mis brazos y con mi continuo trabajo cavé la cueva, y hice mío este valle, cuyas aguas y cuyos frutos con prodigalidad me sustentan. Aquí, huyendo de la guerra, hallé la paz; la hambre que en ese mundo de allá arriba, si así se puede decir, tenía, halló aquí a la hartura; aquí, en lugar de los príncipes y monarcas que mandan el mundo, a quien yo servía, he hallado a estos árboles mudos, que, aunque altos y pomposos, son humildes; aquí no suena en mis oídos el desdén de los emperadores, el enfado de sus ministros; aquí no veo dama que me desdeñe, ni criado que mal me sirva; aquí soy yo señor de mí mismo; aquí tengo mi alma en mi palma, y aquí por vía recta encamino mis pensamientos y mis deseos al cielo; aquí he dado fin al estudio de las matemáticas, he contemplado el curso de las estrellas y el movimiento del sol y de la luna; aquí he hallado causas para alegrarme y causas para entristecerme que aún están por venir, que serán tan ciertas, según yo pienso, que corren parejas con la misma verdad. Agora, agora, como presente, veo quitar la cabeza a un valiente pirata un valeroso mancebo de la casa de Austria nacido. ¡Oh, si le viésedes, como yo le veo, arrastrando estandartes por el agua, bañando con menosprecio sus medias   -fol. 183r-   lunas, pelando sus luengas colas de caballos, abrasando bajeles, despedazando cuerpos y quitando vidas! Pero, ¡ay de mí!, que me hace entristecer otro coronado joven, tendido en la seca arena, de mil moras lanzas atravesado, el uno nieto y el otro hijo del rayo espantoso de la guerra, jamás como se debe alabado Carlos V, a quien yo serví muchos años y sirviera hasta que la vida se me acabara, si no lo estorbara el querer mudar la milicia mortal en la divina. Aquí estoy, donde sin libros, con sola la esperiencia que he adquirido con el tiempo de mi soledad, te digo, ¡oh Croriano! -y en saber yo tu nombre sin haberte visto jamás me acredite contigo-, que gozarás de tu Ruperta largos años; y a ti, Periandro, te aseguro buen suceso de tu peregrinación; tu hermana Auristela no lo será presto, y no porque ha de perder la vida con brevedad; a ti, ¡oh Constanza!, subirás de condesa a duquesa, y tu hermano Antonio, al grado que su valor merece. Estas señoras francesas, aunque no consigan los deseos que agora tienen, conseguirán otros que las honren y contenten. El haber pronosticado el fuego, el saber vuestros nombres sin haberos visto jamás, las muertes que he dicho que he visto antes que vengan, os podrán mover si queréis a creerme; y más cuando halléis ser verdad que vuestro mozo Bartolomé, con el bagaje y con la moza castellana, se ha ido y os ha dejado a pie: no le sigáis, porque no le alcanzaréis; la moza es más del suelo que del cielo, y quiere seguir su inclinación a despecho y pesar de vuestros consejos. Español soy, que me obliga a ser cortés y a ser verdadero; con la cortesía os ofrezco cuanto estos prados me ofrecen, y con la verdad a la esperiencia de todo cuanto os he dicho. Si os maravillare de ver a un español en esta ajena tierra, advertid que hay sitios y lugares en el mundo saludables más que otros, y éste en que estamos lo   -fol. 183v-   es para mí más que ninguno. Las alquerías, caserías y lugares que hay por estos contornos, las habitan gentes católicas y santas. Cuando conviene, recibo los sacramentos, y busco lo que no pueden ofrecer los campos para pasar la humana vida. Ésta es la que tengo, de la cual pienso salir a la siempre duradera. Y por agora no más, sino vámonos arriba: daremos sustento a los cuerpos, como aquí abajo le hemos dado a las almas.




ArribaAbajoCapítulo diez y nueve del tercero libro

ADEREZÓSE la pobre más que limpia comida, aunque fue muy limpia cosa, no muy nueva para los cuatro peregrinos, que se acordaron entonces de la Isla Bárbara y de la de las Ermitas, donde quedó Rutilio, y adonde ellos comieron de los ya sazonados, y ya no, frutos de los árboles; también se les vino a la memoria la profecía falsa de los isleños y las muchas de Mauricio, con las moriscas del jadraque, y, últimamente, las del español Soldino. Parecíales que andaban rodeados de adivinanzas y metidos hasta el alma en la judiciaria astrología, que, a no ser acreditada con la esperiencia, con dificultad le dieran crédito.

Acabóse la breve comida, salió Soldino con todos los que con él estaban al camino, para despedirse dellos, y en él echaron menos a la moza castellana y a Bartolomé el del bagaje, cuya falta no dio poca pesadumbre a los cuatro, porque les faltaba el dinero y la repostería. Mostró congojarse Antonio, y quiso adelantarse a buscarle, porque bien se imaginó que la moza le llevaba, o él llevaba a la moza, o por mejor   -fol. 184r-   decir, el uno se llevaba al otro; pero Soldino le dijo que no tuviese pena, ni se moviese a buscarlos, porque otro día volvería su criado arrepentido del hurto, y entregaría cuanto había llevado. Creyeron, y así no curó Antonio de buscarle, y más, que Feliz Flora ofreció a Antonio de prestarle cuanto hubiese menester para su gusto y el de sus compañeros desde allí a Roma, a cuya liberal oferta se mostró Antonio agradecido lo posible, y aun se ofreció de darle prenda que cupiese en el puño, y en el valor pasase de cincuenta mil ducados; y esto fue pensando de darle una de las dos perlas de Auristela, que, con la cruz de diamantes guardadas, siempre consigo las traía. No se atrevió Feliz Flora a creer la cantidad del valor de la prenda; pero atrevióse a volver a hacer el ofrecimiento hecho.

Estando en esto, vieron venir por el camino y pasar por delante dellos hasta ocho personas a caballo, entre las cuales iba una mujer sentada en un rico sillón y sobre una mula, vestida de camino, toda de verde, hasta el sombrero, que con ricas y varias plumas azotaba el aire, con un antifaz, asimismo verde, cubierto el rostro. Pasaron por delante dellos, y con bajar las cabezas, sin hablar palabra alguna, los saludaron y pasaron de largo; los del camino tampoco hablaron palabra, y al mismo modo les saludaron. Quedábase atrás uno de los de la compañía, y, llegándose a ellos, pidió por cortesía un poco de agua; diéronsela y preguntáronle qué gente era la que iba allí delante, y qué dama la de lo verde.

A lo que el caminante respondió:

-El que allí delante va es el señor Alejandro Castrucho, gentilhombre capuano, y uno de los ricos varones, no sólo de Capua, sino de todo el reino de Nápoles; la dama es su sobrina, la señora Isabela Castrucho, que nació en España, donde deja   -fol. 184v-   enterrado a su padre, por cuya muerte su tío la lleva a casar a Capua, y, a lo que yo creo, no muy contenta.

-Eso será -respondió el escudero enlutado de Ruperta- no porque va a casarse, sino porque el camino es largo; que yo para mí tengo, que no hay mujer que no desee enterarse con la mitad que le falta, que es la del marido.

-No sé esas filosofías -respondió el caminante-; sólo sé que va triste, y la causa ella se la sabe. Y a Dios quedad, que es mucha la ventaja que mis dueños me llevan.

Y, picando apriesa, se les fue de la vista; y ellos, despidiéndose de Soldino, le abrazaron y le dejaron.

Olvidábase de decir cómo Soldino había aconsejado a las damas francesas que siguiesen el camino derecho de Roma, sin torcerle para entrar en París, porque así les convenía. Este consejo fue para ellas como si se le dijera un oráculo; y así, con parecer de los peregrinos, determinaron de salir de Francia por el Delfinado, y, atravesando el Piamonte y el estado de Milán, ver a Florencia y luego a Roma.

Tanteado, pues, este camino, con propósito de alargar algún tanto más las jornadas que hasta allí, caminaron; y otro día, al romper del alba, vieron venir hacia ellos al tenido por ladrón, Bartolomé el bagajero, detrás de su bagaje, y él vestido como peregrino.

Todos gritaron, cuando le conocieron, y los más le preguntaron qué huida había sido la suya, qué traje aquel y qué vuelta aquella.

A lo que él, hincado de rodillas delante de Constanza, casi llorando, respondió a todos:

-Mi huida no sé cómo fue; mi traje ya veis que es de peregrino; mi vuelta es a restituir lo que quizá, y aun sin quizá, en vuestras imaginaciones me tenía confirmado por ladrón; aquí, señora Constanza, viene el bagaje, con todo aquello que en él estaba, excepto dos vestidos de peregrinos, que el uno es éste que yo traigo, y el otro queda haciendo romera a la ramera de Talavera,   -fol. 185r-   que doy yo al diablo al amor y al bellaco que me lo enseñó; y es lo peor que le conozco, y determino ser soldado debajo de su bandera, porque no siento fuerzas que se opongan a las que hace el gusto con los que poco saben. Écheme vuesa merced su bendición, y déjeme volver, que me espera Luisa, y advierta que vuelvo sin blanca, fiado en el donaire de mi moza más que en la ligereza de mis manos, que nunca fueron ladronas, ni lo serán, si Dios me guarda el juicio, si viviese mil siglos.

Muchas razones le dijo Periandro para estorbarle su mal propósito; muchas le dijo Auristela y muchas más Constanza y Antonio; pero todo fue, como dicen, dar voces al viento y predicar en desierto. Limpióse Bartolomé sus lágrimas, dejó su bagaje, volvió las espaldas y partió en un vuelo, dejando a todos admirados de su amor y de su simpleza.

Antonio, viéndole partir tan de carrera, puso una flecha en su arco, que jamás la disparó en vano, con intención de atravesarle de parte a parte y sacarle del pecho el amor y la locura; mas Feliz Flora, que pocas veces se le apartaba del lado, le trabó del arco, diciéndole:

-Déjale, Antonio, que harta mala ventura lleva en ir a poder y a sujetarse al yugo de una mujer loca.

-Bien dices, señora -respondió Antonio-; y, pues tú le das la vida, ¿quién ha de ser poderoso a quitársela?

Finalmente, muchos días caminaron sin sucederles cosa digna de ser contada.

Entraron en Milán, admiróles la grandeza de la ciudad, su infinita riqueza, sus oros, que allí no solamente hay oro, sino oros; sus bélicas herrerías, que no parece sino que allí ha pasado las suyas Vulcano; la abundancia infinita de sus frutos, la grandeza de sus templos, y, finalmente, la agudeza del ingenio de sus moradores.

Oyeron decir a un huésped suyo que lo más que había que ver en aquella ciudad era la Academia de los   -fol. 185v-   Entronados, que estaba adornada de eminentísimos académicos, cuyos sutiles entendimientos daban que hacer a la fama a todas horas y por todas las partes del mundo. Dijo también que aquel día era de academia, y que se había de disputar en ella si podía haber amor sin celos.

-Sí puede -dijo Periandro-; y, para probar esta verdad, no es menester gastar mucho tiempo.

-Yo -replicó Auristela- no sé qué es amor, aunque sé lo que es querer bien.

A lo que dijo Belarminia:

-No entiendo ese modo de hablar, ni la diferencia que hay entre amor y querer bien.

-Ésta -replicó Auristela-: querer bien puede ser sin causa vehemente que os mueva la voluntad, como se puede querer a una criada que os sirve o a una estatua o pintura que bien os parece o que mucho os agrada; y éstas no dan celos, ni los pueden dar; pero aquello que dicen que se llama amor, que es una vehemente pasión del ánimo, como dicen, ya que no dé celos, puede dar temores que lleguen a quitar la vida, del cual temor a mí me parece que no puede estar libre el amor en ninguna manera.

-Mucho has dicho, señora -respondió Periandro-, porque no hay ningún amante que esté en posesión de la cosa amada, que no tema el perderla; no hay ventura tan firme que tal vez no dé vaivenes; no hay clavo tan fuerte que pueda detener la rueda de la fortuna; y si el deseo que nos lleva a acabar presto nuestro camino no lo estorbara, quizá mostrara yo hoy en la academia que puede haber amor sin celos, pero no sin temores.

Cesó esta plática. Estuvieron cuatro días en Milán, en los cuales comenzaron a ver sus grandezas, porque acabarlas de ver no dieran tiempo cuatro años. Partiéronse de allí, y llegaron a Luca, ciudad pequeña, pero hermosa y libre, que debajo de las alas del imperio y de España se descuella, y mira esenta a las ciudades de los príncipes que la desean; allí, mejor que en otra parte ninguna, son bien vistos y   -fol. 186r-   recebidos los españoles, y es la causa que en ella no mandan ellos, sino ruegan, y como en ella no hacen estancia de más de un día, no dan lugar a mostrar su condición, tenida por arrogante.

Aquí aconteció a nuestros pasajeros una de las más estrañas aventuras que se han contado en todo el discurso deste libro.




ArribaAbajoCapítulo veinte del tercero libro

LAS POSADAS de Luca son capaces para alojar una compañía de soldados, en una de las cuales se alojó nuestro escuadrón, siendo guiado de las guardas de las puertas de la ciudad, que se los entregaron al huésped por cuenta, porque a la mañana, o cuando se partiesen, la había de dar dellos. Al entrar vio la señora Ruperta que salía un médico -que tal le pareció en el traje- diciendo a la huéspeda de la casa -que también le pareció no podía ser otra:

-Yo, señora, no me acabo de desengañar si esta doncella está loca o endemoniada, y, por no errar, digo que está endemoniada y loca; y, con todo eso, tengo esperanza de su salud, si es que su tío no se da priesa a partirse.

-¡Ay, Jesús! -dijo Ruperta-. ¿Y en casa de endemoniados y locos nos apeamos? En verdad, en verdad, que si se toma mi parecer, no hemos de poner los pies dentro.

A lo que dijo la huéspeda:

-Sin escrúpulo puede vuesa señoría -que éste es el merced de Italia- apearse, porque de cien leguas se podía venir a ver lo que está en esta posada.

Apeáronse todos, y Auristela y Constanza, que habían oído las razones de la huéspeda, le preguntaron qué había en aquella posada que tanto encarecía el verla.

-Vénganse conmigo -respondió la huéspeda-, y verán lo que verán, y dirán lo que yo digo.

Guió, y siguiéronla, donde vieron echada en un lecho dorado a una hermosísima   -fol. 186v-   muchacha, de edad, al parecer, de diez y seis o diez y siete años; tenía los brazos aspados y atados con unas vendas a los balaustres de la cabecera del lecho, como que le querían estorbar el moverlos a ninguna parte; dos mujeres, que debían de servirla de enfermeras, andaban buscándole las piernas para atárselas también, a lo que la enferma dijo:

-Basta que se me aten los brazos, que todo lo demás las ataduras de mi honestidad lo tiene ligado.

Y, volviéndose a las peregrinas, con levantada voz dijo:

-¡Figuras del cielo!, ¡ángeles de carne!, sin duda creo que venís a darme salud, porque de tan hermosa presencia y de tan cristiana visita no se puede esperar otra cosa. Por lo que debéis a ser quien sois, que sois mucho, que mandéis que me desaten, que con cuatro o cinco bocados que me dé en el brazo, quedaré harta y no me haré más mal, porque no estoy tan loca como parezco, ni el que me atormenta es tan cruel que dejará que me muerda.

-¡Pobre de ti, sobrina -dijo un anciano que había entrado en el aposento-, y cuál te tiene ése que dices que no ha de dejar que te muerdas! Encomiéndate a Dios, Isabela, y procura comer, no de tus hermosas carnes, sino de lo que te diere este tu tío, que bien te quiere. Lo que cría el aire, lo que mantiene el agua, lo que sustenta la tierra, te traeré: que tu mucha hacienda y mi voluntad mucha te lo ofrece todo.

La doliente moza respondió:

-Déjenme sola con estos ángeles; quizá mi enemigo el demonio huirá de mí por no estar con ellos.

Y, señalando con la cabeza que se quedasen con ella Auristela, Constanza, Ruperta y Feliz Flora, dijo que los demás se saliesen, como se hizo con voluntad, y aun con ruegos de su anciano y lastimado tío, del cual supieron ser aquella la gentil dama de lo verde que, al salir de la cueva del sabio español, habían visto pasar por el camino, que el criado   -fol. 187r-   que se quedó atrás les dijo que se llamaba Isabela Castrucha, y que se iba a casar al reino de Nápoles.

Apenas se vio sola la enferma, cuando, mirando a todas partes, dijo que mirasen si había otra persona en el aposento que aumentase el número de los que ella dijo que se quedasen. Mirólo Ruperta, y escudriñólo todo, y aseguró no haber otra persona que ellos. Con esta seguridad, sentóse Isabela como pudo en el lecho, y, dando muestras de que quería hablar de propósito, rompió la voz con un tan grande suspiro, que pareció que con él se le arrancaba el alma; el fin del cual fue tenderse otra vez en el lecho, y quedar desmayada, con señales tan de muerte que obligó a los circunstantes a dar voces pidiendo un poco de agua para bañar el rostro de Isabela, que a más andar se iba al otro mundo.

Entró el mísero tío, llevando una cruz en la una mano, y en la otra un hisopo bañado en agua bendita; entraron asimismo con él dos sacerdotes, que, creyendo ser el demonio quien la fatigaba, pocas veces se apartaban della; entró asimismo la huéspeda con el agua; rociáronle el rostro, y volvió en sí diciendo:

-Escusadas son por agora estas prevenciones; yo saldré presto; pero no ha de ser cuando vosotros quisiéredes, sino cuando a mí me parezca, que será cuando viniere a esta ciudad Andrea Marulo, hijo de Juan Bautista Marulo, caballero desta ciudad, el cual Andrea agora está estudiando en Salamanca, bien descuidado destos sucesos.

Todas estas razones acabaron de confirmar en los oyentes la opinión que tenían de estar Isabela endemoniada, porque no podían pensar cómo pudiese saber ella Juan Bautista Marulo quién fuese, y su hijo Andrea; y no faltó quien fuese luego a decir al ya nombrado Juan Bautista Marulo lo que la bella endemoniada dél y de su hijo había dicho.

Tornó a pedir que la dejasen sola con los que antes había   -fol. 187v-   escogido; dijéronle los sacerdotes los Evangelios, y hicieron su gusto, llevándole todos de la señal que había dado quedaría, cuando el demonio la dejase, libre; que indubitablemente la juzgaron por endemoniada.

Feliz Flora hizo de nuevo la pesquisa de la estancia, y, cerrando la puerta della, dijo a la enferma:

-Solos estamos; mira, señora, lo que quieres.

-Lo que quiero es -respondió Isabela- que me quiten estas ligaduras; que, aunque son blandas, me fatigan, porque me impiden.

Hiciéronlo así con mucha diligencia, y, sentándose Isabela en el lecho, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Ruperta, y hizo que Constanza y Feliz Flora se sentasen junto a ella en el mismo lecho; y así, apiñadas en un hermoso montón, con voz baja y lágrimas en los ojos, dijo:

-«Yo, señoras, soy la infelice Isabela Castrucha, cuyos padres me dieron nobleza, la fortuna, hacienda, y los cielos, algún tanto de hermosura. Nacieron mis padres en Capua, pero engendráronme en España, donde nací, y me crié en casa deste mi tío que aquí está, que en la corte del emperador la tenía. ¡Válame Dios, y para qué tomo yo tan de atrás la corriente de mis desventuras! Estando, pues, yo en casa deste mi tío, ya huérfana de mis padres, que a él me dejaron encomendada y por tutor mío, llegó a la corte un mozo, a quien yo vi en una iglesia, y le miré tan de propósito... (y no os parezca esto, señoras, desenvoltura, que no parecerá, si consideráredes que soy mujer); digo que le miré en la iglesia de tal modo que en casa no podía estar sin mirarle, porque quedó su presencia tan impresa en mi alma que no la podía apartar de mi memoria. Finalmente, no me faltaron medios para entender quién él era, y la calidad de su persona, y qué hacía en la corte o dónde iba, y lo que saqué en limpio fue que se llamaba Andrea Marulo, hijo de Juan Bautista   -fol. 188r-   Marulo, caballero desta ciudad, más noble que rico, y que iba a estudiar a Salamanca. En seis días que allí estuvo, tuve orden de escribirle quién yo era y la mucha hacienda que tenía, y que de mi hermosura se podía certificar, viéndome en la iglesia; escribíle, asimismo, que entendía que este mi tío me quería casar con un primo mío, porque la hacienda se quedase en casa, hombre no de mi gusto, ni de mi condición, como es verdad; díjele asimismo que la ocasión en mí le ofrecía sus cabellos, que los tomase, y que no diese lugar en no hacello al arrepentimiento, y que no tomase de mi facilidad ocasión para no estimarme.

»Respondió, después de haberme visto no sé cuántas veces en la iglesia, que por mi persona sola, sin los adornos de la nobleza y de la riqueza, me hiciera señora del mundo si pudiera, y que me suplicaba durase firme algún tiempo en mi amorosa intención, a lo menos hasta que él dejase en Salamanca a un amigo suyo, que con él desta ciudad había partido a seguir el estudio. Respondíle que sí haría, porque en mí no era el amor importuno, ni indiscreto, que presto nace y presto se muere. Dejóme entonces por honrado, pues no quiso faltar a su amigo, y con lágrimas, como enamorado, que yo se las vi verter, pasando por mi calle, el día que se partió sin dejarme y yo me fui con él sin partirme.

»Otro día... (¿Quién podrá creer esto? ¡Qué de rodeos tienen las desgracias para alcanzar más presto a los desdichados!) Digo, que otro día concertó mi tío que volviésemos a Italia, y, sin poderme escusar ni valerme el fingirme enferma, porque el pulso y la color me hacían sana, mi tío no quiso creer que de enferma, sino de mal contenta del casamiento, buscaba trazas para no partirme. En este tiempo le tuve para escribir a Andrea de lo que me había sucedido, y que era forzoso el partirme; pero que yo procuraría pasar por esta ciudad,   -fol. 188v-   donde pensaba fingirme endemoniada, y dar lugar con esta traza a que él le tuviese de dejar a Salamanca y venir a Luca, adonde, a pesar de mi tío, y aun de todo el mundo, sería mi esposo; así que, en su diligencia estaba mi ventura y aun la suya, si quería mostrarse agradecido. Si las cartas llegaron a sus manos, que sí debieron de llegar, porque los portes las hacen ciertas, antes de tres días ha de estar aquí. Yo, por mi parte, he hecho lo que he podido; una legión de demonios tengo en el cuerpo, que lo mismo es tener una onza de amor en el alma, cuando la esperanza desde lejos la anda haciendo cocos.»

Ésta es, señoras mías, mi historia; ésta, mi locura; ésta, mi enfermedad; mis amorosos pensamientos son los demonios que me atormentan; paso hambre, porque espero hartura, pero, con todo eso, la desconfianza me persigue, porque, como dicen en Castilla: «a los desdichados se les suelen helar las migas entre la boca y la mano». Haced, señoras, de modo que acreditéis mi mentira y fortalezcáis mis discursos, haciendo con mi tío que, puesto que yo no sane, no me ponga en camino por algunos días: quizá permitirá el cielo que llegue el de mi contento con la venida de Andrea.

No habrá para qué preguntar si se admiraron o no los oyentes de la historia de Isabela, pues la historia misma se trae consigo la admiración, para ponerla en las almas de los que la escuchan.

Ruperta, Auristela, Constanza y Feliz Flora le ofrecieron de fortalecer sus disignios, y de no partirse de aquel lugar hasta ver el fin dellos, pues, a buena razón, no podía tardar mucho.




ArribaAbajoCapítulo ventiuno del tercero libro

PRIESA se daba la hermosa Isabela Castrucha a revalidar su demonio, y priesa se daban las cuatro, ya   -fol. 189r-   sus amigas, a fortalecer su enfermedad, afirmando con todas las razones que podían de que verdaderamente era el demonio el que hablaba en su cuerpo: porque se vea quién es el amor, pues hace parecer endemoniados a los amantes.

Estando en esto, que sería casi al anochecer, volvió el médico a hacer la segunda visita, y acaso trujo con él a Juan Bautista Marulo, padre de Andrea el enamorado, y, al entrar del aposento de la enferma, dijo:

-Vea vuesa merced, señor Juan Bautista Marulo, la lástima desta doncella, y si merece que en su cuerpo de ángel se ande espaciando el demonio; pero una esperanza nos consuela, y es que nos ha dicho que presto saldrá de aquí, y dará por señal de su salida la venida del señor Andrea, vuestro hijo, que por instantes aguarda.

-Así me lo han dicho -respondió el señor Juan Bautista-, y holgaríame yo que cosas mías fuesen paraninfos de tan buenas nuevas.

-Gracias a Dios y a mi diligencia -dijo Isabela-, que si no fuera por mí, él se estuviera agora quedo en Salamanca, haciendo lo que Dios se sabe. Créame el señor Juan Bautista, que está presente, que tiene un hijo más hermoso que santo, y menos estudiante que galán; que mal hayan las galas y las atildaduras de los mancebos, que tanto daño hacen en la república, y mal hayan juntamente las espuelas que no son de rodaja, y los acicates que no son puntiagudos, y las mulas de alquiler que no se aventajan a las postas.

Con éstas fue ensartando otras razones equívocas; conviene a saber, de dos sentidos, que de una manera las entendían sus secretarias y de otra los demás circunstantes. Ellas las interpretaban verdaderamente, y los demás, como desconcertados disparates.

-¿Dónde vistes vos, señora -dijo Marulo-, a mi hijo Andrea? ¿Fue en Madrid o en Salamanca?

-No fue sino en Illescas -dijo Isabela-, cogiendo guindas la mañana de San Juan, al tiempo que alboreaba; mas, si va a decir verdad, que es milagro   -fol. 189v-   que yo la diga, siempre le veo y siempre le tengo en el alma.

-Aun bien -replicó Marulo-, que esté mi hijo cogiendo guindas y no espulgándose, que es más propio de los estudiantes.

-Los estudiantes que son caballeros -respondió Isabela-, de pura fantasía pocas veces se espulgan, pero muchas se rascan; que estos animalejos, que se usan en el mundo tan de ordinario, son tan atrevidos que así se entran por las calzas de los príncipes como por las frazadas de los hospitales.

-Todo lo sabes, malino -dijo el médico-; bien parece que eres viejo.

Y esto, encaminando su razón al demonio que pensaba que tenía Isabela en el cuerpo.

Estando en esto, que no parece sino que el mismo Satanás lo ordenaba, entró el tío de Isabela con muestras de grandísima alegría, diciendo:

-¡Albricias, sobrina mía; albricias, hija de mi alma; que ya ha llegado el señor Andrea Marulo, hijo del señor Juan Bautista, que está presente! ¡Ea, dulce esperanza mía, cúmplenos la que nos has dado de que has de quedar libre en viéndole! ¡Ea, demonio maldito, vade retro, exi foras, sin que lleves pensamiento de volver a esta estancia, por más barrida y escombrada que la veas!

-Venga, venga -replicó Isabela- ese putativo Ganimedes, ese contrahecho Adonis, y déme la mano de esposo, libre, sano y sin cautela; que yo le he estado aquí aguardando más firme que roca puesta a las ondas del mar, que la tocan, mas no la mueven.

Entró, de camino, Andrea Marulo, a quien ya en casa de su padre le habían dicho la enfermedad de la estranjera Isabela, y de cómo le esperaba para darle por señal de la salida del demonio. El mozo, que era discreto y estaba prevenido, por las cartas que Isabela le envío a Salamanca, de lo que había de hacer si la alcanzaba en Luca, sin quitarse las espuelas, acudió a la posada de Isabela, y entró por su estancia como atontado y loco, diciendo:

-¡Afuera, afuera, afuera; aparta,   -fol. 190r-   aparta, aparta; que entra el valeroso Andrea, cuadrillero mayor de todo el infierno, si es que no basta de una escuadra!

Con este alboroto y voces casi quedaron admirados los mismos que sabían la verdad del caso, tanto que dijo el médico, y aun su mismo padre:

-Tan demonio es éste como el que tiene Isabela.

Y su tío dijo:

-Esperábamos a este mancebo para nuestro bien, y creo que ha venido para nuestro mal.

-Sosiégate, hijo, sosiégate -dijo su padre-; que parece que estás loco.

-¿No lo ha de estar -dijo Isabela-, si me vee a mí? ¿No soy yo, por ventura, el centro donde reposan sus pensamientos? ¿No soy yo el blanco donde asestan sus deseos?

-Sí, por cierto -dijo Andrea-; sí, que vos sois señora de mi voluntad, descanso de mi trabajo y vida de mi muerte. Dadme la mano de ser mi esposa, señora mía, y sacadme de la esclavitud en que me veo a la libertad de verme debajo de vuestro yugo; dadme la mano, digo otra vez, bien mío, y alzadme de la humildad de ser Andrea Marulo a la alteza de ser esposo de Isabela Castrucho. Vayan de aquí fuera los demonios que quisieren estorbar tan sabroso nudo, y no procuren los hombres apartar lo que Dios junta.

-Tú dices bien, señor Andrea -replicó Isabela-; y, sin que aquí intervengan trazas, máquinas ni embelecos, dame esa mano de esposo y recíbeme por tuya.

Tendió la mano Andrea, y, en aquel instante, alzó la voz Auristela y dijo:

-Bien se la puede dar, que para en uno son.

Pasmado y atónito, tendió también la mano su tío de Isabela y trabó de la de Andrea, y dijo:

-¿Qué es esto, señores? ¿Úsase en este pueblo que se case un diablo con otro?

-Que no -dijo el médico-; que esto debe de ser burlando, para que el diablo se vaya, porque no es posible que este caso que va sucediendo pueda ser prevenido por entendimiento humano.

-Con todo eso -dijo el tío de Isabela-,   -fol. 190v-   quiero saber de la boca de entrambos qué lugar le daremos a este casamiento: el de la verdad o el de la burla.

-El de la verdad -respondió Isabela-, porque ni Andrea Marulo está loco ni yo endemoniada. Yo le quiero y escojo por mi esposo, si es que él me quiere y me escoge por su esposa.

-No loco ni endemoniado, sino con mi juicio entero, tal cual Dios ha sido servido de darme.

Y, diciendo esto, tomó la mano de Isabela, y ella le dio la suya, y con dos síes quedaron indubitablemente casados.

-¿Qué es esto? -dijo Castrucho-; ¿otra vez? ¡Aquí de Dios! ¿Cómo, y es posible que así se deshonren las canas deste viejo?

-No las puede deshonrar -dijo el padre de Andrea- ninguna cosa mía. Yo soy noble, y si no demasiadamente rico, no tan pobre que haya menester a nadie. No entro ni salgo en este negocio; sin mi sabiduría se han casado los muchachos: que en los pechos enamorados, la discreción se adelanta a los años, y si las más veces los mozos en sus acciones disparan, muchas aciertan; y, cuando aciertan, aunque sea acaso, exceden con muchas ventajas a las más consideradas. Pero mírese, con todo eso, si lo que aquí ha pasado puede pasar adelante, porque si se puede deshacer, las riquezas de Isabela no han de ser parte para que yo procure la mejora de mi hijo.

Dos sacerdotes que se hallaron presentes dijeron que era válido el matrimonio, presupuesto que, si con parecer de locos le habían comenzado, con parecer de verdaderamente cuerdos le habían confirmado.

-Y de nuevo le confirmamos -dijo Andrea.

Y lo mismo dijo Isabela.

Oyendo lo cual su tío, se le cayeron las alas del corazón y la cabeza sobre el pecho; y, dando un profundo suspiro, vuelto los ojos en blanco, dio muestras de haberle sobrevenido un mortal parasismo.

Lleváronle sus criados al lecho, levantóse del suyo Isabela, llevóla Andrea a casa de su padre, como a su esposa, y de allí a dos días entraron por la puerta de una iglesia un niño, hermano   -fol. 191r-   de Andrea Marulo, a bautizar; Isabela y Andrea a casarse, y a enterrar el cuerpo de su tío, porque se vean cuán estraños son los sucesos desta vida: unos a un mismo punto se bautizan, otros se casan y otros se entierran. Con todo eso, se puso luto Isabela, porque ésta que llaman muerte mezcla los tálamos con las sepulturas y las galas con los lutos.

Cuatro días más estuvieron en Luca nuestros peregrinos y la escuadra de nuestros pasajeros, que fueron regalados de los desposados y del noble Juan Bautista Marulo.

Y aquí dio fin nuestro autor al tercero libro desta historia.