Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo séptimo del cuarto libro

CON LA BUENA crianza, con los ricos ornamentos de la persona y con los aderezos y pompa de la casa se cubren muchas faltas; porque no es posible que la buena crianza ofenda, ni el rico ornato enfade, ni el aderezo de la casa no contente.

Todo esto tenía Hipólita, dama cortesana, que en riquezas podía competir con la antigua Flora, y en cortesía, con la misma buena crianza. No era posible que fuese estimada en poco de quien la conocía, porque con la hermosura encantaba, con la riqueza se hacía estimar y con la cortesía, si así se puede decir, se hacía adorar. Cuando el amor se viste de estas tres calidades, rompe los corazones de bronce, abre las bolsas de hierro y rinde las voluntades de mármol; y más si a estas tres cosas se les añade el engaño y la lisonja, atributos convenientes para las que quieren mostrar a la luz del mundo sus donaires. ¿Hay, por ventura, entendimiento tan agudo en el mundo que, estando mirando una de estas hermosas que pinto, dejando a una parte las de su belleza, se ponga a discurrir las de su humilde trato? La hermosura en parte ciega y en parte alumbra: tras la que ciega corre el gusto, tras la que alumbra el pensar en la enmienda.

Ninguna de estas cosas consideró Periandro al entrar en casa de Hipólita. Pero, como tal vez sobre descuidados cimientos suele levantar amor sus máquinas, ésta sin pensamiento alguno se fabricó, no sobre la voluntad   -fol. 208r-   de Periandro, sino en la de Hipólita; que, con estas damas que suelen llamar del vicio, no es menester trabajar mucho para dar con ellas donde se arrepientan sin arrepentirse.

Ya había visto Hipólita a Periandro en la calle, y ya le había hecho movimientos en el alma su bizarría, su gentileza, y, sobre todo, el pensar que era español, de cuya condición se prometía dádivas imposibles y concertados gustos; y estos pensamientos los había comunicado con Zabulón, y rogádole se lo trajese a casa, la cual tenía tan aderezada, tan limpia y tan compuesta, que más parecía que esperaba ser tálamo de bodas que acogimiento de peregrinos.

Tenía la señora Hipólita -que con este nombre la llamaban en Roma, como si lo fuera- un amigo llamado Pirro Calabrés, hombre acuchillador, impaciente, facinoroso, cuya hacienda libraba en los filos de su espada, en la agilidad de sus manos y en los engaños de Hipólita, que muchas veces con ellos alcanzaba lo que quería, sin rendirse a nadie; pero en lo que más Pirro aumentaba su vida, era en la diligencia de sus pies, que lo estimaba en más que las manos y de lo que él más se preciaba era de traer siempre asombrada a Hipólita en cualquiera condición que se le mostrase, ora fuese amorosa, ora fuese áspera; que nunca les falta a estas palomas duendas milanos que las persigan, ni pájaros que las despedacen: ¡miserable trato de esta mundana y simple gente!

Digo, pues, que este caballero, que no tenía de serlo más que el nombre, se halló en casa de Hipólita, al tiempo que entraron en ella el judío y Periandro. Apartóle aparte Hipólita y díjole:

-Vete con Dios, amigo, y llévate esta cadena de oro de camino, que este peregrino me envió con Zabulón esta mañana.

-Mira lo que haces, Hipólita -respondió   -fol. 208v-   Pirro-, que, a lo que se me trasluce, este peregrino es español, y soltar él de su mano, sin haber tocado la tuya, esta cadena, que debe de valer cien escudos, gran cosa me parece, y mil temores me sobresaltan.

-Llévate tú, ¡oh Pirro!, la cadena, y déjame a mí el cargo de sustentarla y de no volverla, a pesar de todas sus españolerías.

Tomó la cadena, que le dio Hipólita, Pirro, que para el efeto la había hecho comprar aquella mañana, y, sellándole la boca con ella, más que de paso le hizo salir de casa.

Luego Hipólita, libre y desembarazada de su corma, suelta de sus grillos, se llegó a Periandro, y, sin desenfado y con donaire, lo primero que hizo fue echarle los brazos al cuello, diciéndole:

-En verdad que tengo de ver si son tan valientes los españoles como tienen la fama.

Cuando Periandro vio aquella desenvoltura, creyó que toda la casa se le había caído a cuestas; y, poniéndole la mano delante el pecho a Hipólita, la detuvo y la apartó de sí, y le dijo:

-Estos hábitos que visto, señora Hipólita, no permiten ser profanados, o a lo menos yo no lo permitiré en ninguna manera; y los peregrinos, aunque sean españoles, no están obligados a ser valientes cuando no les importa; pero mirad vos, señora, en qué queréis que muestre mi valor, sin que a los dos perjudique, y seréis obedecida sin replicaros en nada.

-Paréceme -respondió Hipólita-, señor peregrino, que ansí lo sois en el alma como en el cuerpo; pero, pues, según decís que haréis lo que os dijere, como a ninguno de los dos perjudique, entraos conmigo en esta cuadra, que os quiero enseñar una lonja y un camarín mío.

A lo que respondió Periandro:

-Aunque soy español, soy algún tanto medroso, y más os temo a vos sola que a un ejército de enemigos. Haced que nos haga otro la guía y llevadme do quisiéredes.

Llamó Hipólita a dos doncellas   -fol. 209r-   suyas y a Zabulón el judío, que a todo se halló presente, y mandólas que guiasen a la lonja.

Abrieron la sala, y a lo que después Periandro dijo, estaba la más bien aderezada que pudiese tener algún príncipe rico y curioso en el mundo. Parrasio, Polignoto, Apeles, Ceuxis y Timantes tenían allí lo perfecto de sus pinceles, comprado con los tesoros de Hipólita, acompañados de los del devoto Rafael de Urbino y de los del divino Micael Angelo: riquezas donde las de un gran príncipe deben y pueden mostrarse. Los edificios reales, los alcázares soberbios, los templos magníficos y las pinturas valientes son propias y verdaderas señales de la magnanimidad y riqueza de los príncipes, prendas, en efeto, contra quien el tiempo apresura sus alas y apresta su carrera, como a émulas suyas, que a su despecho están mostrando la magnificencia de los pasados siglos.

¡Oh Hipólita, sólo buena por esto! Si entre tantos retratos que tienes, tuvieras uno de tu buen trato, y dejaras en el suyo a Periandro, que, asombrado, atónito y confuso andaba mirando en qué había de parar la abundancia que en la lonja veía en una limpísima mesa, que de cabo a cabo la tomaba la música que de diversos géneros de pájaros en riquísimas jaulas estaban, haciendo una confusa, pero agradable armonía.

En fin, a él le pareció que todo cuanto había oído decir de los Huertos Hespérides, de los de la maga Falerina, de los Pensiles famosos, ni de todos los otros que por fama fuesen conocidos en el mundo, no llegaban al adorno de aquella sala y de aquella lonja. Pero, como él andaba con el corazón sobresaltado, que bien haya su honestidad, que se le aprensaba entre dos tablas, no se le mostraban las cosas como ellas eran; antes, cansado de ver cosas de tanto deleite, y enfadado de ver que todas   -fol. 209v-   ellas se encaminaban contra su gusto, dando de mano a la cortesía, probó a salirse de la lonja, y se saliera si Hipólita no se lo estorbara, de manera que le fue forzoso mostrar con las manos ásperas palabras algo descorteses. Trabó de la esclavina de Periandro, y, abriéndole el jubón, le descubrió la cruz de diamantes que de tantos peligros hasta allí había escapado, y así deslumbró la vista a Hipólita como el entendimiento, la cual, viendo que se le iba, a despecho de su blanda fuerza, dio en un pensamiento, que si le supiera revalidar y apoyar algún tanto mejor, no le fuera bien dello a Periandro; el cual, dejando la esclavina en poder de la nueva egipcia, sin sombrero, sin bordón, sin ceñidor ni esclavina, se puso en la calle: que el vencimiento de tales batallas consiste más en el huir que en el esperar. Púsose ella asimismo a la ventana, y a grandes voces comenzó a apellidar la gente de la calle, diciendo:

-¡Ténganme a ese ladrón, que, entrando en mi casa como humano, me ha robado una prenda divina que vale una ciudad!

Acertaron a estar en la calle dos de la guarda del Pontífice, que dicen pueden prender en fragante, y, como la voz era de ladrón, facilitaron su dudosa potestad y prendieron a Periandro; echáronle mano al pecho, y, quitándole la cruz, le santiguaron con poca decencia: paga que da la justicia a los nuevos delincuentes, aunque no se les averigüe el delito.

Viéndose, pues, Periandro puesto en cruz, sin su cruz, dijo a los tudescos, en su misma lengua, que él no era ladrón, sino persona principal, y que aquella cruz era suya, y que viesen que su riqueza no la podía hacer de Hipólita, y que les rogaba le llevasen ante el gobernador, que él esperaba con brevedad averiguar la verdad de aquel caso. Ofrecióles dineros, y con esto y con habelles hablado en su lengua,   -fol. 210r-   con que se reconcilian los ánimos que no se conocen, los tudescos no hicieron caso de Hipólita; y así, llevaron a Periandro delante del gobernador, viendo lo cual Hipólita, se quitó de la ventana, y, casi arañándose el rostro, dijo a sus criadas:

-¡Ay, hermanas, y qué necia he andado! A quien pensaba regalar, he lastimado; a quien pensaba servir, he ofendido; preso va por ladrón el que lo ha sido de mi alma; ¡mirad qué caricias, mirad qué halagos son hacer prender al libre y disfamar al honrado!

Y luego les contó cómo llevaban preso al peregrino dos de la guarda del Papa. Mandó asimismo que la aderezasen luego el coche, que quería ir en su seguimiento y disculpalle, porque no podía sufrir su corazón verse herir en las mismas niñas de sus ojos, y que antes quería parecer testimoñera que cruel; que de la crueldad no tendría disculpa, y del testimonio sí, echando la culpa al amor, que por mil disparates descubre y manifiesta sus deseos, y hace mal a quien bien quiere.

Cuando ella llegó en casa del gobernador, le halló con la cruz en las manos, examinando a Periandro [sobre] el caso; el cual, como vio a Hipólita, dijo al gobernador:

-Esta señora que aquí viene ha dicho que esa cruz que vuesa merced tiene yo se la he robado, y yo diré que es verdad, cuando ella dijere de qué es la cruz, qué valor tiene y cuántos diamantes la componen; porque si no es que se lo dicen los ángeles o alguno otro espíritu que lo sepa, ella no lo puede saber, porque no la ha visto sino en mi pecho, y una vez sola.

-¿Qué dice la señora Hipólita a esto? -dijo el gobernador.

Y esto cubriendo la cruz, porque no tomase las señas della.

La cual respondió:

-Con decir que estoy enamorada, ciega y loca, quedará este peregrino disculpado y yo esperando la pena que el señor gobernador quisiere darme por mi amoroso delito.

Y le   -fol. 210v-   contó punto por punto lo que con Periandro le había pasado, de lo que se admiró el gobernador, antes del atrevimiento que del amor de Hipólita: que de semejantes sujetos son propios los lascivos disparates. Afeóle el caso, pidió a Periandro la perdonase, diole por libre, y volvióle la cruz, sin que en aquella causa se escribiese letra alguna, que no fue ventura poca.

Quisiera saber el gobernador quién eran los peregrinos que habían dado las joyas en prendas del retrato de Auristela, y asimismo quién era él y quién Auristela.

A lo que respondió Periandro:

-El retrato es de Auristela, mi hermana; los peregrinos pueden tener joyas mucho más ricas; esta cruz es mía; y, cuando me dé el tiempo lugar, y la necesidad me fuerce, diré quién soy; que el decirlo agora no está en mi voluntad, sino en la de mi hermana. El retrato que vuesa merced tiene ya se lo tengo comprado al pintor por precio convenible, sin que en la compra hayan intervenido pujas, que se fundan más en rancor y en fantasía que en razón.

El gobernador dijo que él se quería quedar con él por el tanto, por añadir con él a Roma cosa que aventajase a las de los más excelentes pintores que la hacían famosa.

-Yo se le doy a vuesa merced -respondió Periandro-, por parecerme que, en darle tal dueño, le doy la honra posible.

Agradecióselo el gobernador, y aquel día dio por libres a Arnaldo y a el duque, y les volvió sus joyas, y él se quedó con el retrato, porque estaba puesto en razón que se había de quedar con algo.




ArribaAbajoCapítulo octavo del cuarto libro

MÁS CONFUSA que arrepentida volvió Hipólita a su casa; pensativa además y además enamorada: que,   -fol. 211r-   aunque es verdad que en los principios de los amores los desdenes suelen ser parte para acabarlos, los que usó con ella Periandro le avivaron más los des[e]os. Parecíale a ella que no había de ser tan de bronce un peregrino que no se ablandase con los regalos que pensaba hacerle; pero, hablando consigo, se dijo a sí misma:

-Si este peregrino fuera pobre, no trujera consigo cruz tan rica, cuyos muchos y ricos diamantes sirven de claro sobrescrito de su riqueza: de modo que la fuerza desta roca no se ha de tomar por hambre; otros ardides y mañas son menester para rendirla. ¿No sería posible que este mozo tuviese en otra parte ocupada el alma? ¿No sería posible que esta Auristela no fuese su hermana? ¿No sería posible que las finezas de los desdenes que usa conmigo los quisiese asentar y poner en cargo a Auristela? ¡Válame Dios, que me parece que en este punto he hallado el de mi remedio! ¡Alto! ¡Muera Auristela! Descúbrase este encantamento; a lo menos, veamos el sentimiento que este montaraz corazón hace; pongamos siquiera en plática este disignio; enferme Auristela; quitemos su sol delante de los ojos de Periandro; veamos si, faltando la hermosura, causa primera de adonde el amor nace, falta también el mismo amor: que podría ser que, dando yo lo que a éste le quitare, quitándole a Auristela, viniese a reducirse a tener más blandos pensamientos; por lo menos, probarlo tengo, ateniéndome a lo que se dice: que no daña el tentar las cosas que descubren algún rastro de provecho.

Con estos pensamientos algo consolada, llegó a su casa, donde halló a Zabulón, con quien comunicó todo su disignio, confiada en que tenía una mujer de la mayor fama de hechicera que había en Roma, pidiéndole, habiendo antes precedido dádivas y promesas, hiciese con ella, no que mudase la voluntad de Periandro, pues sabía que esto era imposible, sino que   -fol. 211v-   enfermase la salud de Auristela; y, con limitado término, si fuese menester, le quitase la vida. Esto dijo Zabulón ser cosa fácil al poder y sabiduría de su mujer. Recibió no sé cuánto por primera paga, y prometió que desde otro día comenzaría la quiebra de la salud de Auristela.

No solamente Hipólita satisfizo a Zabulón, sino amenazóle asimismo; y a un judío dádivas o amenazas le hacen prometer y aun hacer imposibles.

Periandro contó a Croriano, Ruperta, a Auristela y a las tres damas francesas, a Antonio y a Constanza su prisión, los amores de Hipólita y la dádiva que había hecho del retrato de Auristela al gobernador.

No le contentó nada a Auristela los amores de la cortesana, porque ya había oído decir que era una de las más hermosas mujeres de Roma, de las más libres, de las más ricas y más discretas, y las musarañas de los celos, aunque no sea más de una, y sea más pequeña que un mosquito, el miedo la representa en el pensamiento de un amante mayor que el monte Olimpo; y cuando la honestidad ata la lengua de modo que no puede quejarse, da tormento al alma con las ligaduras del silencio, de modo que a cada paso anda buscando salidas para dejar la vida del cuerpo. Según otra vez se ha dicho, ningún otro remedio tienen los celos que oír disculpas; y, cuando éstas no se admiten, no hay que hacer caso de la vida, la cual perdiera Auristela mil veces, antes que formar una queja de la fee de Periandro.

Aquella noche fue la primera vez que Bartolomé y la Talaverana fueron a visitar a sus señores, no libres, aunque ya lo estaban de la cárcel, sino atados con más duros grillos, que eran los del matrimonio, pues se habían casado; que la muerte del polaco puso en libertad a Luisa, y a él le trujo su destino a venir peregrino a Roma. Antes de llegar a su patria halló en Roma a quien   -fol. 212r-   no traía intención de buscar, acordándose de los consejos que en España le había dado Periandro, pero no pudo estorbar su destino, aunque no le fabricó por su voluntad.

Aquella noche, asimismo, visitó Arnaldo a todas aquellas señoras, y dio cuenta de algunas cosas que en el volver a buscarles, después que apaciguó la guerra de su patria, le habían sucedido. Contó cómo llegó a la isla de las Ermitas, donde no había hallado a Rutilio, sino a otro ermitaño en su lugar, que le dijo que Rutilio estaba en Roma; dijo, asimismo, que había tocado en la isla de los pescadores, y hallado en ella libres, sanas y contentas a las desposadas y a los demás que con Periandro, según ellos dijeron, se habían embarcado; contó cómo supo de oídas que Policarpa era muerta, y Sinforosa no había querido casarse; dijo cómo se tornaba a poblar la Isla Bárbara, confirmándose sus moradores en la creencia de su falsa profecía; advirtió cómo Mauricio y Ladislao, su yerno, con su hija Transila, habían dejado su patria y pasádose a vivir más pacíficamente a Inglaterra; dijo también cómo había estado con Leopoldio, rey de los dáneos, después de acabada la guerra, el cual se había casado por dar sucesión a su reino, y que había perdonado a los dos traidores que llevaba presos cuando Periandro y sus pescadores le encontraron, de quien mostró estar muy agradecido, por el buen término y cortesía que con él tuvieron; y, entre los nombres que le era forzoso nombrar en su discurso, tal vez tocaba con el de los padres de Periandro, y tal con los de Auristela, con que les sobresaltaba los corazones y les traía a la memoria así grandezas como desgracias.

Dijo que en Portugal, especialmente en Lisboa, eran en suma estimación tenidos sus retratos; contó asimismo la fama que dejaban en Francia, en todo aquel camino, la hermosura de Constanza y de aquellas   -fol. 212v-   señoras damas francesas; dijo cómo Croriano había granjeado opinión de generoso y de discreto en haber escogido a la sin par Ruperta por esposa; dijo, asimismo, cómo en Luca se hablaba mucho en la sagacidad de Isabela Castrucho, y en los breves amores de Andrea Marulo, a quien con el demonio fingido trujo el cielo a vivir vida de ángeles; contó cómo se tenía por milagro la caída de Periandro, y cómo dejaba en el camino a un mancebo peregrino, poeta, que no quiso adelantarse con él, por venirse despacio, componiendo una comedia de los sucesos de Periandro y Auristela, que los sabía de memoria por un lienzo que había visto en Portugal, donde se habían pintado, y que traía intención firmísima de casarse con Auristela, si ella quisiese.

Agradecióle Auristela su buen propósito, y aun desde allí le ofreció darle para un vestido, si acaso llegase roto: que un deseo de un buen poeta toda buena paga merece.

Dijo también que había estado en casa de la señora Constanza y Antonio, y que sus padres y abuelos estaban buenos y sólo fatigados de la pena que tenían de no saber de la salud de sus hijos, deseando volviese la señora Constanza a ser esposa del conde, su cuñado, que quería seguir la discreta elección de su hermano, o ya por no dar los veinte mil ducados, o ya por el merecimiento de Constanza, que era lo más cierto, de que no poco se alegraron todos, especialmente Periandro y Auristela, que como a sus hermanos los querían.

Desta plática de Arnaldo, se engendraron en los pechos de los oyentes nuevas sospechas de que Periandro y Auristela debían de ser grandes personajes, porque, de tratar de casamientos de condes y de millaradas de ducados, no podían nacer sino sospechas illustres y grandes.

Contó también cómo había encontrado en Francia a Renato, el caballero francés vencido en la batalla contra derecho,   -fol. 213r-   y libre y vitorioso por la conciencia de su enemigo. En efeto, pocas cosas quedaron de las muchas que en el galán progreso desta historia se han contado, en quien él se hubiese hallado, pues que allí no las volviese a traer a la memoria, trayendo también la que tenía de quedarse con el retrato de Auristela, que tenía Periandro contra la voluntad del duque y contra la suya, puesto que dijo que, por no dar enojo a Periandro, disimularía su agravio.

-Ya le hubiera yo deshecho -respondió Periandro-, volviendo, señor Arnaldo, el retrato, si entendiera fuera vuestro. La ventura y su diligencia se le dieron al duque; vos se le quitastes por fuerza; y así, no tenéis de qué quejaros. Los amantes están obligados a no juzgar sus causas por la medida de sus deseos, que tal vez no los han de satisfacer, por acomodarse con la razón, que otra cosa les manda; pero yo haré de manera que, no quedando vos, señor Arnaldo, contento, el duque quede satisfecho, y será con que mi hermana Auristela se quede con el retrato, pues es más suyo que de otro alguno.

Satisfízole a Arnaldo el parecer de Periandro, y ni más ni menos a Auristela. Con esto cesó la plática; y otro día por la mañana comenzaron a obrar en Auristela los hechizos, los venenos, los encantos y las malicias de la Iulia, mujer de Zabulón.




ArribaAbajoCapítulo nono del cuarto libro

NO SE ATREVIÓ la enfermedad a acometer rostro a rostro a la belleza de Auristela, temerosa no espantase tanto la hermosura la fealdad suya; y así, la acometió por las espaldas, dándole en ellas unos calosfríos, al amanecer, que no la dejaron levantar aquel día; luego   -fol. 213v-   luego, se le quitó la gana de comer, y comenzó la viveza de sus ojos a amortiguarse, y el desmayo, que con el tiempo suele llegar a los enfermos, sembró en un punto por todos los sentidos de Auristela, haciendo el mismo efeto en los de Periandro, que luego se alborotaron y temieron todos los males posibles, especialmente lo que temen los poco venturosos.

No había dos horas que estaba enferma, y ya se le parecían cárdenas las encarnadas rosas de sus mejillas, verde el carmín de sus labios, y topacios las perlas de sus dientes; hasta los cabellos le pareció que habían mudado color, estrecháronse las manos, y casi mudado el asiento y encaje natural de su rostro. Y no por esto le parecía menos hermosa, porque no la miraba en el lecho que yacía, sino en el alma, donde la tenía retratada. Llegaban a sus oídos, a lo menos llegaron de allí a dos días, sus palabras, entre débiles acentos formadas, y pronunciadas con turbada lengua. Asustáronse las señoras francesas, y el cuidado de atender a la salud de Auristela fue de tal modo que tuvieron necesidad de tenerle de sí mismas.

Llamáronse médicos, escogiéronse los mejores, a lo menos los de mejor fama; que la buena opinión califica la acertada medicina, y así suele haber médicos venturosos como soldados bien afortunados; la buena suerte y la buena dicha, que todo es uno, también puede llegar a la puerta del miserable en un saco de sayal como en un escaparate de plata. Pero ni en plata ni en lana no llegaba ninguna a las puertas de Auristela, de lo que discretamente se desesperaban los dos hermanos Antonio y Constanza.

Esto era al revés en el duque, que, como el amor que tenía en el pecho se había engendrado de la hermosura de Auristela, así como la tal hermosura iba faltando en ella, iba en él faltando el amor, el cual muchas raíces ha de haber echado en el alma, para tener fuerzas de llegar hasta el margen de la   -fol. 214r-   sepultura con la cosa amada. Feísima es la muerte, y quien más a ella se llega es la dolencia; y amar las cosas feas parece cosa sobrenatural y digna de tenerse por milagro.

Auristela, en fin, iba enflaqueciendo por momentos, y quitando las esperanzas de su salud a cuantos la conocían. Sólo Periandro era el solo, sólo el firme, sólo el enamorado, sólo aquel que con intrépido pecho se oponía a la contraria fortuna y a la misma muerte, que en la de Auristela le amenazaba.

Quince días esperó el duque de Nemurs, a ver si Auristela mejoraba, y en todos ellos no hubo ninguno que a los médicos no consultase de la salud de Auristela, y ninguno se la aseguró, porque no sabían la causa precisa de su dolencia; viendo lo cual el duque y [que] las damas francesas no hacían dél caso alguno, viendo también que el ángel de luz de Auristela se había vuelto el de tinieblas, fingiendo algunas causas que, si no del todo, en parte le disculpaban, un día, llegándose a Auristela en el lecho donde enferma estaba, delante de Periandro, le dijo:

-Pues la ventura me ha sido tan contraria, hermosa señora, que no me ha dejado conseguir el des[e]o que tenía de recebirte por mi legítima esposa, antes que la desesperación me traiga a términos de perder el alma, como me ha traído en los de perder la vida, quiero por otro camino probar mi ventura, porque sé cierto que no tengo de tener ninguna buena, aunque la procure; y así, sucediéndome el mal que no procuro, vendré a perderme y a morir desdichado, y no desesperado. Mi madre me llama; tiéneme prevenida esposa; obedecerla quiero, y entretener el tiempo del camino tanto que halle la muerte lugar de acometerme, pues ha de hallar en mi alma las memorias de tu hermosura y de tu enfermedad, y quiera Dios que no diga las de tu muerte.

Dieron sus ojos muestra de algunas lágrimas. No pudo responderle Auristela, o no quiso, por no errar en la   -fol. 214v-   respuesta delante de Periandro. Lo más que hizo fue poner la mano debajo de su almohada, y sacar su retrato y volvérsele al duque, el cual le besó las manos por tan gran merced; pero, alargando la suya Periandro, se le tomó, y le dijo:

-Si dello no disgustas, ¡oh gran señor!, por lo que bien quieres, te suplico me le prestes, porque yo pueda cumplir una palabra que tengo dada, que, sin ser en perjuicio tuyo, será grandemente en el mío si no lo cumplo.

Volviósele el duque, con grandes ofrecimientos de poner por él la hacienda, la vida y la honra, y más, si más pudiese, y desde allí se dividió de los dos hermanos, con pensamiento de no verlos más en Roma. Discreto amante, y el primero quizá que haya sabido aprovecharse de las guedejas que la ocasión le ofrecía.

Todas estas cosas pudieran despertar a Arnaldo, para que considerara cuán menoscabadas estaban sus esperanzas, y cuán a pique de acabar con toda la máquina de sus peregrinaciones, pues, como se ha dicho, la muerte casi había pisado las ropas a Auristela, y estuvo muy determinado de acompañar al duque, si no en su camino, a lo menos en su propósito, volviéndose a Dinamarca; mas el amor, y su generoso pecho, no dieron lugar a que dejase a Periandro sin consuelo y a su hermana Auristela en los postreros límites de la vida, a quien visitó, y de nuevo hizo ofrecimientos, con determinación de aguardar a que el tiempo mejorase los sucesos, a pesar de todas las sospechas que le sobrevenían.




ArribaAbajoCapítulo diez del cuarto libro

CONTENTÍSIMA estaba Hipólita de ver que las artes de la cruel Julia tan en daño de la salud de Auristela   -fol. 215r-   se mostraban, porque en ocho días la pusieron tan otra de lo que ser solía, que ya no la conocían sino por el órgano de la voz; cosa que tenía suspensos a los médicos y admirados a cuantos la conocían. Las señoras francesas atendían a su salud con tanto cuidado como si fueran sus queridas hermanas, especialmente Feliz Flora, que con particular afición la quería.

Llegó a tanto el mal de Auristela que, no conteniéndose en los términos de su juridición, pasó a la de sus vecinos, y, como ninguno lo era tanto como Periandro, el primero con quien encontró fue con él, no porque el veneno y maleficios de la perversa judía obrasen en él derechamente, y con particular asistencia, como en Auristela, para quien estaban hechos, sino porque la pena que él sentía de la enfermedad de Auristela era tanta, que causaba en él el mismo efeto que en Auristela, y así se iba enflaqueciendo, que comenzaron todos a dudar de la vida suya como de la de Auristela.

Viendo lo cual Hipólita, y que ella misma se mataba con los filos de su espada, adivinando con el dedo de dónde procedía el mal de Periandro, procuró darle remedio, dándosele a Auristela, la cual, ya flaca, ya descolorida, parecía que estaba llamando su vida a las aldabas de las puertas de la muerte; y, creyendo sin duda, que por momentos la abrirían, quiso abrir y preparar la salida a su alma por la carrera de los sacramentos, bien como ya instruida en la verdad católica; y así, haciendo las diligencias necesarias, con la mayor devoción que pudo, dio muestras de sus buenos pensamientos, acreditó la integridad de sus costumbres, dio señales de haber aprendido bien lo que en Roma la habían enseñado, y, resignándose en las manos de Dios, sosegó su espíritu y puso en olvido reinos, regalos y grandezas.

Hipólita, pues, habiendo visto, como está ya dicho, que muriéndose Auristela   -fol. 215v-   moría también Periandro, acudió a la judía a pedirle que templase el rigor de los hechizos que consumían a Auristela, o los quitase del todo: que no quería ella ser inventora de quitar con un golpe solo tres vidas, pues muriendo Auristela, moría Periandro, y, muriendo Periandro, ella también quedaría sin vida. Hízolo así la judía, como si estuviera en su mano la salud o la enfermedad ajena, o como si no dependieran todos los males que llaman de pena de la voluntad de Dios, como no dependen los males de culpa; pero Dios, obligándole, si así se puede decir, por nuestros mismos pecados, para castigo dellos, permite que pueda quitar la salud ajena esta que llaman hechicería, con que lo hacen las hechiceras; sin duda ha él permitido, usando mezclas y venenos, que con tiempo limitado quitan la vida a la persona que quieren, sin que tenga remedio de escusar este peligro, porque le ignora, y no se sabe de dónde procede la causa de tan mortal efeto; así que, para guarecer destos males, la gran misericordia de Dios ha de ser la maestra, la que ha de aplicar la medicina.

Comenzó, pues, Auristela a dejar de empeorar, que fue señal de su mejoría; comenzó el sol de su belleza a dar señales y vislumbres de que volvía a amanecer en el cielo de su rostro; volvieron a despuntar las rosas en sus mejillas y la alegría en sus ojos; ajuntáronse las sombras de su melancolía; volvió a enterarse el órgano suave de su voz; afinóse el carmín de sus labios; compitió con el marfil la blancura de sus dientes, que volvieron a ser perlas, como antes lo eran; en fin, en poco espacio de tiempo volvió a ser toda hermosa, toda bellísima, toda agradable y toda contenta, y estos mismos efetos redundaron en Periandro, y en las damas francesas y en los demás: Croriano y Ruperta, Antonio y su hermana Constanza, cuya alegría o tristeza   -fol. 216r-   caminaba al paso de la de Auristela, la cual, dando gracias al cielo por la merced y regalos que le iba haciendo, así en la enfermedad como en la salud, un día llamó a Periandro, y, estando solos por cuidado y de industria, desta manera le dijo:

-Hermano mío, pues ha querido el cielo que con este nombre tan dulce y tan honesto ha dos años que te he nombrado, sin dar licencia al gusto o al descuido para que de otra suerte te llamase, que tan honesta y tan agradable no fuese, querría que esta felicidad pasase adelante, y que solos los términos de la vida la pusiesen término: que tanto es una ventura buena cuanto es duradera, y tanto es duradera cuanto es honesta. Nuestras almas, como tú bien sabes, y como aquí me han enseñado, siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios, como en su centro. En esta vida los des[e]os son infinitos, y unos se encadenan de otros, y se eslabonan, y van formando una cadena que tal vez llega al cielo, y tal se sume en el infierno. Si te pareciere, hermano, que este lenguaje no es mío, y que va fuera de la enseñanza que me han podido enseñar mis pocos años y mi remota crianza, advierte que en la tabla rasa de mi alma ha pintado la esperiencia y escrito mayores cosas; principalmente ha puesto que en sólo conocer y ver a Dios está la suma gloria, y todos los medios que para este fin se encaminan son los buenos, son los santos, son los agradables, como son los de la caridad, de la honestidad y el de la virginidad. Yo, a lo menos, así lo entiendo, y, juntamente con entenderlo así, entiendo que el amor que me tienes es tan grande que querrás lo que yo quisiere. Heredera soy de un reino, y ya tú sabes la causa por que mi querida madre me envió en casa de los reyes tus padres, por asegurarme de la grande guerra de que se   -fol. 216v-   temía; desta venida se causó el de venirme yo contigo, tan sujeta a tu voluntad, que no he salido della un punto; tú has sido mi padre, tú mi hermano, tú mi sombra, tú mi amparo y, finalmente, tú mi ángel de guarda, y tú mi enseñador y mi maestro, pues me has traído a esta ciudad, donde he llegado a ser cristiana como debo. Querría agora, si fuese posible, irme al cielo, sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y esto no podrá ser si tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es la palabra y la voluntad de ser tu esposa. Déjame, señor, la palabra, que yo procuraré dejar la voluntad, aunque sea por fuerza: que, para alcanzar tan gran bien como es el cielo, todo cuanto hay en la tierra se ha de dejar, hasta los padres y los esposos. Yo no te quiero dejar por otro; por quien te dejo es por Dios, que te dará a sí mismo, cuya recompensa infinitamente excede a que me dejes por él. Una hermana tengo pequeña, pero tan hermosa como yo, si es que se puede llamar hermosa la mortal belleza; con ella te podrás casar, y alcanzar el reino que a mí me toca, y con esto, haciendo felices mis deseos, no quedarán defraudados del todo los tuyos. ¿Qué inclinas la cabeza, hermano? ¿A qué pones los ojos en el suelo? ¿Desagrádante estas razones? ¿Parécente descaminados mis deseos? Dímelo, respóndeme; por lo menos, sepa yo tu voluntad; quizá templaré la mía, y buscaré alguna salida a tu gusto, que en algo con el mío se conforme.

Con grandísimo silencio estuvo escuchando Periandro a Auristela, y en un breve instante formó en su imaginación millares de discursos, que todos venieron a parar en el peor que para él pudiera ser, porque imaginó que Auristela le aborrecía, porque aquel mudar de vida no era sino porque a él se le acabara la suya, pues bien debía saber que, en dejando ella de ser su esposa, él no tenía para qué vivir en el mundo;   -fol. 217r-   y fue y vino con esta imaginación con tanto ahínco que, sin responder palabra a Auristela, se levantó de donde estaba sentado, y, con ocasión de salir a recebir a Feliz Flora y a la señora Constanza, que entraban en el aposento, se salió dél y dejó a Auristela, no sé si diga arrepentida, pero sé que quedó pensativa y confusa.




ArribaAbajoCapítulo once del cuarto libro

LAS AGUAS en estrecho vaso encerradas, mientras más priesa se dan a salir, más despacio se derraman, porque las primeras, impelidas de las segundas, se detienen, y unas o otras se niegan el paso, hasta que hace camino la corriente y se desagua.

Lo mismo acontece en las razones que concibe el entendimiento de un lastimado amante, que, acudiendo tal vez todas juntas a la lengua, las unas a las otras impiden, y no sabe el discurso con cuáles se dé primero a entender su imaginación; y así, muchas veces, callando, dice más de lo que querría.

Mostróse esto en la poca cortesía que hizo Periandro a los que entraron a ver a Auristela, el cual lleno de discursos, preñado de conceptos, colmado de imaginaciones, desdeñado y desengañado, se salió del aposento de Auristela, sin saber, ni querer, ni poder responder palabra alguna a las muchas que ella le había dicho. Llegaron a ella Antonio y su hermana, y halláronla como persona que acaba de despertar de un pesado sueño, y que entre sí estaba diciendo con palabras distintas y claras:

-Mal hecho; pero, ¿qué importa? ¿No es mejor que mi hermano sepa mi intención?   -fol. 217v-   ¿No es mejor que yo deje con tiempo los caminos torcidos y las dudosas sendas, y tienda el paso por los atajos llanos, que con distinción clara nos están mostrando el felice paradero de nuestra jornada? Yo confieso que la compañía de Periandro no me ha de estorbar de ir al cielo; pero también siento que iré más presto sin ella; sí, que más me debo yo a mí que no a otro, y al interese del cielo y de gloria se ha de posponer los del parentesco, cuanto más, que yo no tengo ninguno con Periandro.

-Advierte -dijo a esta sazón Constanza-, hermana Auristela, que vas descubriendo cosas que podrían ser parte que, desterrando nuestras sospechas, a ti te dejasen confusa. Si no es tu hermano Periandro, mucha es la conversación que con él tienes; y si lo es, no hay para qué te escandalices de su compañía.

Acabó a esta sazón de volver en sí Auristela, y, oyendo lo que Constanza le decía, quiso enmendar su descuido; pero no acertó, pues para soldar una mentira, por muchas se atropellan, y siempre queda la verdad en duda, aunque más viva la sospecha.

-No sé, hermana -dijo Auristela-, lo que me he dicho, ni sé si Periandro es mi hermano o si no; lo que te sabré decir es que es mi alma, por lo menos: por él vivo, por él respiro, por él me muevo y por él me sustento, conteniéndome, con todo esto, en los términos de la razón, sin dar lugar a ningún vario pensamiento, ni a no guardar todo honesto decoro, bien así como le debe guardar una mujer principal a un tan principal hermano.

-No te entiendo, señora Auristela -la dijo a esta sazón Antonio-, pues de tus razones tanto alcanzo ser tu hermano Periandro, como si no lo fuese. Dinos ya quién es y quién eres, si es que puedes decillo; que agora sea tu hermano o no lo sea, por lo menos no podéis negar ser principales, y   -fol. 218r-   en nosotros, digo en mí y en mi hermana Constanza, no está tan en niñez la esperiencia que nos admire ningún caso que nos contares; que, puesto que ayer salimos de la Isla Bárbara, los trabajos que has visto que hemos pasado han sido nuestros maestros en muchas cosas, y, por pequeña muestra que se nos dé, sacamos el hilo de los más arduos negocios, especialmente en los que son de amores, que parece que los tales consigo mismo traen la declaración. ¿Qué mucho que Periandro no sea tu hermano, y qué mucho que tú seas su ligítima esposa? ¿Y qué mucho, otra vez, que con honesto y casto decoro os hayáis mostrado hasta aquí limpísimos al cielo y honestísimos a los ojos de los que os han visto? No todos los amores son precipitados ni atrevidos, ni todos los amantes han puesto la mira de su gusto en gozar a sus amadas, sino con las potencias de su alma; y, siendo esto así, señora mía, otra vez te suplico nos digas quién eres y quién es Periandro, el cual, según le vi salir de aquí, él lleva un volcán en los ojos y una mordaza en la lengua.

-¡Ay, desdichada -replicó Auristela-, y cuán mejor me hubiera sido que me hubiera entregado al silencio eterno, pues, callando, escusara la mordaza que dices que lleva en su lengua! Indiscretas somos las mujeres, mal sufridas y peor calladas; mientras callé, en sosiego estuvo mi alma; hablé, y perdíle; y, para acabarle de perder, y para que juntamente se acabe la tragedia de mi vida, quiero que sepáis vosotros, pues el cielo os hizo verdaderos hermanos, que no lo es mío Periandro, ni menos es mi esposo ni mi amante; a lo menos, de aquéllos que, corriendo por la carrera de su gusto, procuran parar sobre la honra de sus amadas. Hijo   -fol. 218v-   de rey es; hija y heredera de un reino soy; por la sangre somos iguales; por el estado, alguna ventaja le hago; por la voluntad, ninguna; y, con todo esto, nuestras intenciones se responden, y nuestros deseos, con honestísimo efeto, se están mirando; sola la ventura es la que turba y confunde nuestras intenciones, y la que por fuerza hace que esperemos en ella. Y, porque el nudo que lleva a la garganta Periandro me aprieta la mía, no os quiero decir más por agora, señores, sino suplicaros me ayudéis a buscalle, que, pues él tuvo licencia para irse sin la mía, no querrá volver sin ser buscado.

-Levanta, pues -dijo Constanza-, y vamos a buscalle, que los lazos con que amor liga a los amantes, no los deja alejar de lo que bien quieren. Ven, que presto le hallaremos, presto le verás y más presto llegarás a tu contento. Si quieres tener un poco los escrúpulos que te rodean, dales de mano y dala de esposa a Periandro; que, igualándole contigo, pondrás silencio a cualquiera murmuración.

Levantóse Auristela, y, en compañía de Feliz Flora, Constanza y Antonio, salieron a buscar a Periandro; y, como ya en la opinión de los tres era reina, con otros ojos la miraban, y con otro respeto la servían.

Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse de quien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no se tiene por compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los continuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le dejaban un punto.

-¡Ay! -iba diciendo entre sí-, hermosísima Sigismunda, reina por naturaleza, bellísima por privilegio y por merced de la misma naturaleza, discreta sobremodo, y sobremanera agradable, y ¡cuán poco te costaba, oh señora, el tenerme por hermano, pues mis tratos y pensamientos jamás desmintieran la   -fol. 219r-   verdad de serlo, aunque la misma malicia lo quisiera averiguar, aunque en sus trazas se desvelara! Si quieres que te lleven al cielo sola y señera, sin que tus acciones dependan de otro que de Dios y de ti misma, sea en buen hora; pero quisiera que advirtieras que no sin escrúpulo de pecado puedes ponerte en el camino que deseas. Sin ser mi homicida, dejaras, ¡oh señora!, a cargo del silencio y del engaño tus pensamientos, y no me los declararas a tiempo que habías de arrancar con las raíces de mi amor mi alma, la cual, por ser tan tuya, te dejo a toda tu voluntad, y de la mía me destierro; quédate en paz, bien mío, y conoce que el mayor que te puedo hacer es dejarte.

Llegóse la noche en esto, y, apartándose un poco del camino, que era el de Nápoles, oyó el sonido de un arroyo que por entre unos árboles corría, a la margen del cual, arrojándose de golpe en el suelo, puso en silencio la lengua, pero no dio treguas a sus suspiros.




ArribaAbajoCapítulo doce del cuarto libro

Donde se dice quién eran Periandro y Auristela


PARECE que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto.

Sollozando estaba Periandro, en compañía del manso arroyuelo y de la clara luz de la noche; hacíanle los árboles compañía, y un aire blando y fresco le enjugaba las lágrimas; llevábale   -fol. 219v-   la imaginación Auristela, y la esperanza de tener remedio de sus males el viento, cuando llegó a sus oídos una voz estranjera que, escuchándola con atención, vio que [era] en lenguaje de su patria, sin poder distinguir si murmuraba o si cantaba; y la curiosidad le llevó cerca, y, cuando lo estuvo, oyó que eran dos personas las que no cantaban ni murmuraban, sino que en plática corriente estaban razonando; pero lo que más le admiró fue que hablasen en lengua de Noruega, estando tan apartados della; acomodóse detrás de un árbol de tal forma que él y el árbol hacían una misma sombra, recogió el aliento, y la primera razón que llegó a sus oídos fue:

-No tienes, señor, para qué persuadirme de que en dos mitades se parte el día entero de Noruega, porque yo he estado en ella algún tiempo, donde me llevaron mis desgracias, y sé que la mitad del año se lleva la noche y la otra mitad el día. El que sea esto así, yo lo sé; el porqué sea así, ignoro.

A lo que respondió:

-Si llegamos a Roma, con una esfera te haré tocar con la mano la causa dese maravilloso efeto, tan natural en aquel clima como lo es en éste ser el día y la noche de venticuatro horas. «También te he dicho cómo en la última parte de Noruega, casi debajo del polo Ártico, está la isla que se tiene por última en el mundo, a lo menos por aquella parte, cuyo nombre es Tile, a quien Virgilio llamó Tule en aquellos versos que dicen, en el libro I, Georg.:


...Ac tua nautae
numina sola colant: tibi serviat ultima Thule;



que Tule, en griego, es lo mismo que Tile en latín. Esta isla es tan grande, o poco menos, que Inglaterra,   -fol. 220r-   rica y abundante de todas las cosas necesarias para la vida humana. Más adelante, debajo del mismo norte, como trecientas leguas de Tile, está la isla llamada Frislanda, que habrá cuatrocientos años que se descubrió a los ojos de las gentes, tan grande que tiene nombre de reino, y no pequeño. De Tile es rey y señor Magsimino, hijo de la reina Eustoquia, cuyo padre no ha muchos meses que pasó desta a mejor vida, el cual dejó dos hijos, que el uno es el Magsimino que te he dicho, que es el heredero del reino, y el otro, un generoso mozo llamado Persiles, rico de los bienes de la naturaleza sobre todo estremo, y querido de su madre sobre todo encarecimiento; y no sé yo con cuál poderte encarecer las virtudes deste Persiles, y así, quédense en su punto, que no será bien que con mi corto ingenio las menoscabe; que, puesto que el amor que le tengo, por haber sido su ayo y criádole desde niño, me pudiera llevar a decir mucho, todavía será mejor callar, por no quedar corto.»

Esto escuchaba Periandro, y luego cayó en la cuenta que el que le alababa no podía ser otro que Seráfido, un ayo suyo, y que, asimismo, el que le escuchaba era Rutilio, según la voz y las palabras que de cuando en cuando respondía. Si se admiró o no, a la buena consideración lo dejo; y más cuando Seráfido, que era el mismo que había imaginado Periandro, oyó que dijo:

-«Eusebia, reina de Frislanda, tenía dos hijas de estremada hermosura, principalmente la mayor, llamada Sigismunda (que la menor llamábase Eusebia, como su madre), donde naturaleza cifró toda la hermosura que por todas las partes de la tierra tiene repartida, a la cual, no sé yo con qué disignio, tomando ocasión de que la querían hacer guerra ciertos enemigos suyos,   -fol. 220v-   la envió a Tile en poder de Eustoquia, para que seguramente, y sin los sobresaltos de la guerra, en su casa se criase, puesto que yo para mí tengo que no fue esta la ocasión principal de envialla, sino para que el príncipe Magsimino se enamorase della y la recibiese por su esposa: que de las estremadas bellezas se puede esperar que vuelvan en cera los corazones de mármol, y junten en uno los estremos que entre sí están más apartados.

»A lo menos, si esta mi sospecha no es verdadera, no me la podrá averiguar la esperiencia, porque sé que el príncipe Magsimino muere por Sigismunda, la cual, a la sazón que llegó a Tile, no estaba en la isla Magsimino, a quien su madre la reina envió el retrato de la doncella y la embajada de su madre, y él respondió que la regalasen y la guardasen para su esposa. Respuesta que sirvió de flecha que atravesó las entrañas de mi hijo Persiles, que este nombre le adquirió la crianza que en él hice. Desde que la oyó no supo oír cosas de su gusto, perdió los bríos de su juventud, y, finalmente, encerró en el honesto silencio todas las acciones que le hacían memorable y bien querido de todos, y sobre todo vino a perder la salud y a entregarse en los brazos de la desesperación de ella.

»Visitáronle médicos; como no sabían la causa de su mal, no acertaban con su remedio: que, como no muestran los pulsos el dolor de las almas, es dificultoso y casi imposible entender la enfermedad que en ellas asiste. La madre, viendo morir a su hijo, sin saber quién le mataba, una y muy muchas veces le preguntó le descubriese su dolencia, pues no era posible sino que él supiese la causa, pues sentía los efetos. Tanto pudieron estas persuasiones, tanto las solicitudes de la doliente madre,   -fol. 221r-   que, vencida la pertinacia o la firmeza de Persiles, le vino a decir cómo él moría por Sigismunda, y que tenía determinado de dejarse morir antes que ir contra el decoro que a su hermano se le debía, cuya declaración resucitó en la reina su muerta alegría, y dio esperanzas a Persiles de remediarle, si bien se atropellase el gusto de Magsimino, pues, por conservar la vida, mayores respetos se han de posponer que el enojo de un hermano.

»Finalmente, Eustoquia habló a Sigismunda, encareciéndole lo que se perdía en perder la vida Persiles, sujeto donde todas las gracias del mundo tenían su asiento, bien al revés del de Magsimino, a quien la aspereza de sus costumbres en algún modo le hacían aborrecible. Levantóle en esto algo más testimonios de los que debiera, y subió de punto, con los hipérboles que pudo, las bondades de Persiles.

»Sigismunda, muchacha, sola y persuadida, lo que respondió fue que ella no tenía voluntad alguna, ni tenía otra consejera que la aconsejase, sino a su misma honestidad; que, como ésta se guardase, dispusiesen a su voluntad della. Abrazóla la reina, contó su respuesta a Persiles, y entre los dos concertaron que se ausentasen de la isla antes que su hermano viniese, a quien darían por disculpa, cuando no la hallase, que había hecho voto de venir a Roma, a enterarse en ella de la fe católica, que en aquellas partes setentrionales andaba algo de quiebra, jurándole primero Persiles que en ninguna manera iría en dicho ni en hecho contra su honestidad. Y así, colmándoles de joyas y de consejos, los despidió la reina, la cual después me contó todo lo que hasta aquí te he contado.

»Dos años, poco más, tardó en venir el príncipe Magsimino a su reino, que anduvo ocupado en   -fol. 221v-   la guerra que siempre tenía con sus enemigos; preguntó por Sigismunda, y el no hallarla fue hallar su desasosiego. Supo su viaje, y al momento se partió en su busca, si bien confiado de la bondad de su hermano, temeroso pero de los recelos, que por maravilla se apartan de los amantes.

»Como su madre supo su determinación, me llamó aparte, y me encargó la salud, la vida y la honra de su hijo, y me mandó me adelantase a buscarle y a darle noticia de que su hermano le buscaba. Partióse el príncipe Magsimino en dos gruesísimas naves, y, entrando por el estrecho hercúleo, con diferentes tiempos y diversas borrascas, llegó a la isla de Tinacria, y desde allí a la gran ciudad de Parténope, y agora queda no lejos de aquí, en un lugar llamado Terrachina, último de los de Nápoles y primero de los de Roma; queda enfermo, porque le ha cogido esto que llaman mutación, que le tiene a punto de muerte. Yo, desde Lisboa, donde me desembarqué, traigo noticia de Persiles y Sigismunda, porque no pueden ser otros una peregrina y un peregrino, de quien la fama viene pregonando tan grande estruendo de hermosura, que si no son Persiles y Sigismunda, deben de ser ángeles humanados.»

-Si como los nombras -respondió el que escuchaba a Seráfido- Persiles y Sigismunda, los nombraras Periandro y Auristela, pudiera darte nueva certísima dellos, porque ha muchos días que los conozco, en cuya compañía he pasado muchos trabajos.

Y luego le comenzó a contar los de la Isla Bárbara, con otros algunos, en tanto que se venía el día y en tanto que Periandro, porque allí no le hallasen, los dejó solos y volvió a buscar a Auristela, para contar la venida de su hermano, y   -fol. 222r-   tomar consejo de lo que debían de hacer para huir de su indignación, teniendo a milagro haber sido informado en tan remoto lugar de aquel caso. Y así, lleno de nuevos pensamientos, volvió a los ojos de su contrita Auristela, ya las esperanzas casi perdidas de alcanzar su deseo.




ArribaAbajoCapítulo trece del cuarto libro

ENTRETIÉNESE el dolor y el sentimiento de las recién dadas heridas en la cólera y en la sangre caliente, que, después de fría, fatiga de manera que rinde la paciencia del que las sufre. Lo mismo acontece en las pasiones del alma: que, en dando el tiempo lugar y espacio para considerar en ellas, fatigan hasta quitar la vida.

Dijo su voluntad Auristela a Periandro, cumplió con su deseo, y, satisfecha de haberle declarado, esperaba su cumplimiento, confiada en la rendida voluntad de Periandro, el cual, como se ha dicho, librando la respuesta en su silencio, se salió de Roma, y le sucedió lo que se ha contado. Conoció a Rutilio, el cual contó a su ayo Seráfido toda la historia de la Isla Bárbara, con las sospechas que tenía de que Auristela y Periandro fuesen Sigismunda y Persiles; díjole asimismo que, sin duda, los hallarían en Roma, a quien, desde que los conoció, venían encaminados con la disimulación y cubierta de ser hermanos; preguntó muchísimas veces a Seráfido   -fol. 222v-   la condición de las gentes de aquellas islas remotas, de donde era rey Magsimino y reina la sin par Auristela.

Volvióle a repetir Seráfido cómo la isla de Tile o Tule, que agora vulgarmente se llama Islanda, era la última de aquellos mares setentrionales, puesto que «un poco más adelante está otra isla, como te he dicho, llamada Frislanda, que descubrió Nicolás Zeno, veneciano, el año de mil y trecientos y ochenta, tan grande como Sicilia, ignorada hasta entonces de los antiguos, de quien es reina Eusebia, madre de Sigismunda, que yo busco. Hay otra isla, asimismo poderosa y casi siempre llena de nieve, que se llama Groenlanda, a una punta de la cual está fundado un monasterio debajo del título de Santo Tomás, en el cual hay religiosos de cuatro naciones: españoles, franceses, toscanos y latinos; enseñan sus lenguas a la gente principal de la isla, para que, en saliendo della, sean entendidos por doquiera que fueren. Está, como he dicho, la isla sepultada en nieve, y encima de una montañuela está una fuente, cosa maravillosa y digna de que se sepa, la cual derrama y vierte de sí tanta abundancia de agua, y tan caliente, que llega al mar, y, por muy gran espacio dentro dél, no solamente le desnieva, pero le calienta de modo que se recogen en aquella parte increíble infinidad de diversos pescados, de cuya pesca se mantiene el monasterio y toda la isla, que de allí saca sus rentas y provechos. Esta fuente engendra asimismo unas piedras conglutinosas, de las cuales se hace un betún pegajoso, con el cual se fabrican las casas como si fuesen de duro mármol. Otras cosas   -fol. 223r-   te pudiera decir -dijo Seráfido a Rutilio- destas islas, que ponen en duda su crédito, pero en efeto son verdaderas».

Todo esto, que no oyó Periandro, lo contó después Rutilio, que, ayudado de la noticia que dellas Periandro tenía, muchos las pusieron en el verdadero punto que merecían. Llegó en esto el día, y hallóse Periandro junto a la iglesia y templo, magnífico y casi el mayor de la Europa, de San Pablo, y vio venir hacia sí alguna gente en montón, a caballo y a pie; y, llegando cerca, conoció que los que venían eran Auristela, Feliz Flora, Constanza y Antonio, su hermano, y asimismo Hipólita, que, habiendo sabido la ausencia de Periandro, no quiso dejar a que otra llevase las albricias de su hallazgo, y así, siguió los pasos de Auristela, encaminados por la noticia que dellos dio la mujer de Zabulón el judío, bien como aquella que tenía amistad con quien no la tiene con nadie.

Llegó en fin Periandro al hermoso escuadrón, saludó a Auristela, notóle el semblante del rostro, y halló más mansa su riguridad y más blandos sus ojos. Contó luego públicamente lo que aquella noche le había pasado con Seráfido, su ayo, y con Rutilio; dijo cómo su hermano el príncipe Magsimino quedaba en Terrachina, enfermo de la mutación, y con propósito de venirse a curar a Roma, y con autoridad disfrazada y nombre trocado a buscarlos; pidió consejo a Auristela y a los demás de lo que haría, porque de la condición de su hermano el príncipe no podía esperar ningún blando acogimiento.

Pasmóse Auristela con las no esperadas nuevas; despareciéronse en un punto, así las esperanzas de guardar su integridad y buen propósito, como de alcanzar por más llano camino la compañía de su querido Periandro.

Todos los demás circunstantes   -fol. 223v-   discurrieron en su imaginación qué consejo darían a Periandro, y la primera que salió con el suyo, aunque no se le pidieron, fue la rica y enamorada Hipólita, que le ofreció de llevarle a Nápoles con su hermana Auristela, y gastar con ellos cien mil y más ducados que su hacienda valía. Oyó este ofrecimiento Pirro el Calabrés, que allí estaba, que fue lo mismo que oír la sentencia irremisible de su muerte: que en los rufianes no engendra celos el desdén, sino el interés; y, como éste se perdía con los cuidados de Hipólita, por momentos iba tomando la desesperación posesión de su alma, en la cual iba atesorando odio mortal contra Periandro, cuya gentileza y gallardía, aunque era tan grande, como se ha dicho, a él le parecía mucho mayor, porque es propia condición del celoso parecerle magníficas y grandes las acciones de sus rivales.

Agradeció Periandro a Hipólita, pero no admitió su generoso ofrecimiento. Los demás no tuvieron lugar de aconsejarle nada, porque llegaron en aquel instante Rutilio y Seráfido, y entrambos a dos, apenas hubieron visto a Periandro, cuando corrieron a echarse a sus pies, porque la mudanza del hábito no le pudo mudar la de su gentileza. Teníale abrazado Rutilio por la cintura y Seráfido por el cuello; lloraba Rutilio de placer y Seráfido de alegría.

Todos los circunstantes estaban atentos mirando el estraño y gozoso recibimiento. Sólo en el corazón de Pirro andaba la melancolía, atenaceándole con tenazas más ardiendo que si fueran de fuego; y llegó a tanto estremo el dolor que sintió de ver engrandecido y honrado a Periandro que, sin mirar lo que hacía, o quizá mirándolo muy bien, metió mano a su espada, y por entre los brazos de Seráfido se la metió a Periandro   -fol. 224r-   por el hombro derecho, con tal furia y fuerza que le salió la punta por el izquierdo, atravésandole, poco menos que al soslayo, de parte a parte.

La primera que vio el golpe fue Hipólita, y la primera que gritó fue su voz, diciendo:

-¡Ay, traidor, enemigo mortal mío, y cómo has quitado la vida a quien no merecía perderla para siempre!

Abrió los brazos Seráfido, soltóle Rutilio, calientes ya en su derramada sangre, y cayó Periandro en los de Auristela, la cual, faltándole la voz a la garganta, el aliento a los suspiros y las lágrimas a los ojos, se le cayó la cabeza sobre el pecho y los brazos a una y a otra parte.

Este golpe, más mortal en la apariencia que en el efeto, suspendió los ánimos de los circunstantes y les robó la color de los rostros, dibujándoles la muerte en ellos, que ya, por la falta de la sangre, a más andar se entraba por la vida de Periandro, cuya falta amenazaba a todos el último fin de sus días; a lo menos, Auristela la tenía entre los dientes, y la quería escupir de los labios.

Seráfido y Antonio arremetieron a Pirro, y, a despecho de su fiereza y fuerzas, le asieron y, con gente que se llegó, le enviaron a la prisión; y el gobernador, de allí a cuatro días, le mandó llevar a la horca por incorregible y asasino, cuya muerte dio la vida a Hipólita, que vivió desde allí adelante.




ArribaCapítulo catorce del cuarto libro

ES TAN POCA la seguridad con que se gozan los humanos gozos, que nadie se puede prometer en ellos un mínimo punto de firmeza.

Auristela, arrepentida   -fol. 224v-   de haber declarado su pensamiento a Periandro, volvió a buscarle alegre, por pensar que en su mano y en su arrepentimiento estaba el volver a la parte que quisiese la voluntad de Periandro, porque se imaginaba ser ella el clavo de la rueda de su fortuna y la esfera del movimiento de sus deseos. Y no estaba engañada, pues ya los traía Periandro en disposición de no salir de los de Auristela.

Pero, ¡mirad los engaños de la variable fortuna! Auristela, en tan pequeño instante como se ha visto, se vee otra de lo que antes era: pensaba reír, y está llorando; pensaba vivir, y ya se muere; creía gozar de la vista de Periandro, y ofrécesele a los ojos la del príncipe Magsimino, su hermano, que, con muchos coches y grande acompañamiento, entraba en Roma por aquel camino de Terrachina, y, llevándole la vista el escuadrón de gente que rodeaba al herido Periandro, llegó su coche a verlo, y salió a recebirle Seráfido, diciéndole:

-¡Oh príncipe Magsimino, y qué malas albricias espero de las nuevas que pienso darte! Este herido que ves en los brazos desta hermosa doncella, es tu hermano Persiles, y ella es la sin par Sigismunda, hallada de tu diligencia a tiempo tan áspero, y en sazón tan rigurosa, que te han quitado la ocasión de regalarlos y te han puesto en la de llevarlos a la sepultura.

-No irán solos -respondió Magsimino-, que yo les haré compañía, según vengo.

Y, sacando la cabeza fuera del coche, conoció a su hermano, aunque tinto y lleno de la sangre de la herida; conoció asimismo a Sigismunda por entre la perdida color de su rostro, porque el sobresalto, que le turbó sus colores, no le afeó sus facciones: hermosa era Sigismunda antes de su desgracia, pero hermosísima estaba después de haber caído en ella; que tal vez los accidentes del dolor suelen acrecentar la belleza.

  -fol. 225r-  

Dejóse caer del coche sobre los brazos de Sigismunda, ya no Auristela, sino la reina de Frislanda, y, en su imaginación, también reina de Tile; que estas mudanzas tan estrañas caen debajo del poder de aquella que comúnmente es llamada Fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo.

Habíase partido Magsimino con intención de llegar a Roma a curarse con mejores médicos que los de Terrachina, los cuales le pronosticaron que antes que en Roma entrase le había de saltear la muerte (en esto más verdaderos y esperimentados que en saber curarle). Verdad es que el mal que causa la mutación, pocos le saben curar.

En efeto, frontero del templo de San Pablo, en mitad de la campaña rasa, la fea muerte salió al encuentro al gallardo Persiles y le derribó en tierra, y enterró a Magsimino, el cual, viéndose a punto de muerte, con la mano derecha asió la izquierda de su hermano y se la llegó a los ojos, y con su izquierda le asió de la derecha y se la juntó con la de Sigismunda, y con voz turbada y aliento mortal y cansado dijo:

-De vuestra honestidad, verdaderos hijos y hermanos míos, creo que entre vosotros está por saber esto. Aprieta, ¡oh hermano!, estos párpados y ciérrame estos ojos en perpetuo sueño, y con esotra mano aprieta la de Sigismunda, y séllala con el sí que quiero que le des de esposo, y sean testigos de este casamiento la sangre que estás derramando y los amigos que te rodean. El reino de tus padres te queda; el de Sigismunda heredas; procura tener salud, y góceslos años infinitos.

Estas palabras, tan tiernas, tan alegres y tan tristes, avivaron los espíritus de Persiles, y, obedeciendo al mandamiento de su hermano, apretándole la muerte, [con] la mano le cerró los ojos, y con la lengua, entre triste y alegre, pronunció el sí, y le dio de ser su esposo a Sigismunda.

Hizo el sentimiento de la improvisa   -fol. 225v-   y dolorosa muerte en los presentes [su efeto], y comenzaron a ocupar los suspiros el aire y a regar las lágrimas el suelo.

Recogieron el cuerpo muerto de Magsimino y lleváronle a San Pablo; y, el medio vivo de Persiles, en el coche del muerto, le volvieron a curar a Roma, donde no hallaron a Belarminia ni a Deleasir, que se habían ya ido a Francia con el duque.

Mucho sintió Arnaldo el nuevo y estraño casamiento de Sigismunda; muchísimo le pesó de que se hubiesen mal logrado tantos años de servicio, de buenas obras hechas, en orden a gozar pacífico de su sin igual belleza; y lo que más le tarazaba el alma eran las no creídas razones del maldiciente Clodio, de quien él, a su despecho, hacía tan manifiesta prueba. Confuso, atónito y espantado, estuvo por irse sin hablar palabra a Persiles y Sigismunda; mas, considerando ser reyes, y la disculpa que tenían, y que sola esta ventura estaba guardada para él, determinó de ir a verles, y ansí lo hizo. Fue muy bien recebido, y para que del todo no pudiese estar quejoso, le ofrecieron a la infanta Eusebia para su esposa, hermana de Sigismunda, a quien él acetó de buena gana; y se fuera luego con ellos, si no fuera por pedir licencia a su padre; que en los casamientos graves, y en todos, es justo se ajuste la voluntad de los hijos con la de los padres. Asistió a la cura de la herida de su cuñado en esperanza, y, dejándole sano, se fue a ver a su padre y prevenir fiestas para la entrada de su esposa.

Feliz Flora determinó de casarse con Antonio el Bárbaro, por no atreverse a vivir entre los parientes del que había muerto Antonio. Croriano y Ruperta, acabada su romería, se volvieron a Francia, llevando bien qué contar del suceso de la fingida Auristela. Bartolomé el manchego y la castellana Luisa se fueron a Nápoles, donde se dice que acabaron mal, porque no vivieron bien.

Persiles   -fol. 226r-   depositó a su hermano en San Pablo, recogió a todos sus criados, volvió a visitar los templos de Roma, acarició a Constanza, a quien Sigismunda dio la cruz de diamantes y la acompañó hasta dejarla casada con el conde su cuñado. Y, habiendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu y cumplió su voto, y vivió en compañía de su esposo Persiles hasta que bisnietos le alargaron los días, pues los vio en su larga y feliz posteridad.






 
 
Fin de Los trabajos de Persiles y Sigismunda
 
 
  -fol. 226v-     -[Guarda]-     -[Guarda]-