«Su muerte mía»: sonetos de
una muerte compartida, de Odón Betanzos Palacios
Tragedia clásica en 56 sonetos
Sonetos de la muerte es un libro de poemas que encierra
por debajo, al nivel del subtexto, su propia historia, aun cuando
uno no tenga noticias de los sucesos reales que lo inspiraron. El
«argumento» queda claro en la división en dos
partes, «Los presentimientos» y «La muerte
misma»: el poeta había tenido una serie de
premoniciones de la propia muerte, pero la que sucedió fue
la de su hijo único. El hecho verdadero ocurrió en
1993. La tragedia fue, en sus orígenes clásicos, un
género dramático, pero esta tragedia usa como
vehículo de expresión el soneto. Así, el
protagonista no es un personaje observado desde afuera sino un ser
«sintiente», este yo de padre cuya tragedia despierta
piedad y temor ante la condición humana y los inescrutables
designios del destino.
Como se verá, todo en el libro está relacionado con
estos hechos y responde a ellos de un modo tan perfecto que se
diría que el poeta no pudo expresarse sino en la forma que
lo hizo. Sonetos de la muerte tiene un carácter
unitario como colección de poemas, pero es un libro dividido
en dos, escindido a nivel simbólico, como el poeta mismo por
la muerte de su hijo.
Como texto premonitorio, la primera parte del libro se emparenta
con otras obras proféticas en español en torno a la
propia muerte presentida, escritas por Antonio Machado
(«Retrato»), Julia de Burgos («Dadme mi
número», «Poema para mi muerte») y
Federico García Lorca (Así que pasen
-8-
cinco años), para citar algunas. Pero hay algo
más aquí: la inmensa ironía de la segunda
parte recuerda al héroe trágico del drama griego,
víctima del destino, los oráculos y el sufrimiento.
Así, la declaración del primer poema del libro,
«Será extraño jugar a las tragedias /
pensaréis al mirarme sonriente» se vuelve cruelmente
irónica. El poeta creyó en sus presentimientos, y
esto siempre conlleva algo de hybris (también
llamado hubris), la soberbia heroica del hombre que de
alguna manera se acerca a las esferas reservadas exclusivamente
para los dioses. Se puede vislumbrar en nuestro deseo de no morir y
en el deseo de que los que amamos no mueran, empeño que
Jorge Manrique describiera como «querer hombre vivir / cuando
Dios quiere que muera» (estrofa 38). En el drama griego, la
ninfa Hubris suele venir acompañada de la diosa
Némesis, que trae desgracia; en Esquilo interviene otra
diosa que es, precisamente, la Ironía (Payne, pp. 20-26). No
extraña, pues, que el sufrimiento del poeta en estos
Sonetos de la muerte adquiera proporciones
mitotrágicas que evocan los antiguos modelos
clásicos.
Recordemos, por ejemplo, el caso de Edipo y su destino
trágico después de desentrañar el enigma de la
esfinge, que, como todos los oráculos, hablaba en forma
ambigua y paradójica. A la manera de la esfinge, los
presagios que siente Betanzos son irónicamente correctos y
equivocados a la vez. Resulta que sus «presentimientos de una
muerte anunciada», para parafrasear el título de
García Márquez, fueron entendidos mal: la
muerte anunciada no fue la suya sino la del hijo. Fue una muerte
equivocada, en términos de los presentimientos y
equivocada también en términos de la naturaleza,
porque los hijos no deben morir antes que sus padres.
La
preparación se insinúa hacia el final de la primera
sección: el poeta ya sabe interiorizar heridas ajenas,
«Mido mi dolor de hombre nuevo en Cristo / por este alto
crucificarme en hombre / como si las heridas fueran
mías» (I, 27)1.
Pero al mismo tiempo la ironía de esta primera
sección se vuelve dolorosamente punzante, porque de cierta
manera se puede decir que quedó cumplido el presentimiento
de la propia muerte: al morir el hijo, el padre se siente
-9- muerto
también. En este sentido, pues, se trata de una muerte
compartida. La premonición llega en el
último soneto de la primera parte, con un cambio de
dirección repentina. El «yo», solitario y
sufriente hasta entonces, tiene una visión fatídica.
El verso final termina en una nota amenazante, por las referencias
a «otro arado» y a su hijo.
Así voy, roto de andar en abierto
precipicio con el penar sintiente.
Me quedo sujeto como iba, atado
a las penas del mundo con mi pena.
La asfixia me retuerce por el duelo.
Veo entrar por mis ojos otro arado
que se pone a arar en mi propia vena.
Hijo del alma, tu alma está en tu
pelo.
(I, 28)
La segunda parte del
libro confirma lo peor: efectivamente llega la muerte de su hijo a
arar en su «propia vena»2.
Desde ahora en adelante la muerte como experiencia compartida
será un tema repetido. Está en el título del
soneto II, 12 («Sí, me expiré en su muerte
viéndolo irse»), y en el verso que le hace eco:
«Sí, me expiré en su muerte viéndolo
irse». Sobre todo, se comunica la muerte compartida en el
insólito uso del doble posesivo: «Su muerte
mía» (II, 19). El poeta creyó verse a sí
mismo en «el cuerpo muerto, amortajado en traje» (I,
5), pero le aguarda una muerte doble, interiorizada, compartida:
«Me veo en muerte suya y me repito» (II, 20), «y
en mí te remiro crucificado» (II, 11); «La
muerte al lado, a la piel del socaire, / me daba muerte en
corazón abierto. / Por él y por mí la noche
lloraba». (II, 8).
Hay
muchas maneras de ver un fenómeno como verdadero.
Basándose en Jung, Marcelino Peñuelas dice de la
realidad síquica: «No [es] menos real, por cierto, que
la realidad física. Algo parecido ocurre con la palabra
'verdad', que quizá sea otra realidad síquica»
(p. 76). Y Cirlot explica que la oniromancia y otras experiencias
adivinatorias gozaban de -10-
prestigio en diversas épocas porque acertaban con suficiente
frecuencia: «opinión tan antigua y general demuestra
necesariamente que de algún modo tiene que ser verdadera,
esto es, psicológicamente verdadera» (p. 25,
subrayado de Cirlot). En este sentido, no se puede negar la verdad
psicológica de que el padre sienta como propia la
muerte del hijo. Además, nos dicen los psicólogos
expertos en el proceso del duelo que «hay pérdidas
sutiles como las partes de uno mismo que mueren con el ser querido;
por ejemplo, la mujer ya no es esposa cuando se le muere el marido,
sino viuda» (Northern County Psychiatric Associates; trad.
mía).
El
libro entero de Betanzos es la expresión de un poeta ya
maduro, afligido por un inmensurable dolor humano. Como nos
recuerda Jung, todo lo que viene del inconsciente, los
sueños, las premoniciones y, en particular, las intuiciones
proféticas, son difíciles de interpretar. El poeta
interpretó mal, y eso nos pone ante las angustiosas
limitaciones del hombre, su humanidad, su impotencia ante fuerzas
más grandes que él. Es la lucha del héroe
clásico que pertenece a todos los tiempos. La primera
sección del poemario está llena de imágenes de
la lucha de fuerzas interiores y exteriores:
Intento sortear el precipicio que me gana
(título I, 5)
Y me gana.
(I, 5:5)
En cortes de una muerte que me gana
(I, 10:9)
Forcejeo, lucho, me esperanzo...
(I, 13:5)
algo semejante a nada en la dura
lucha y tregua en los desfiladeros de hoy.
(I, 13:8)
Así el dolor en tiempo como
araña
se alza con mi fe y gana la partida.
(I, 14:8)
pañuelo pido para mi alma en lucha.
(I, 14:11)
Tiene esta zozobra alta que me gana
(I, 16:1)
Betanzos ha escrito acerca de los presentimientos de otro poeta,
Miguel Hernández, y sus comentarios, por ser
-11-
publicados en fecha tan cercana (1997) a la de los Sonetos de
la muerte, parecen relacionarse con su propia experiencia, a
la vez que calan en la del otro poeta. Pueden tomarse, pues, como
una explicación de sus presentimientos, vistos ahora
a posteriori. En su
artículo «Presentimientos de muerte en la obra de
Miguel Hernández», poeta arrancado de la vida
demasiado joven, a los 32 años, Betanzos comenta:
Dolor que le agobia y pesa, dolor de todos los colores, dolor
gradual y cósmico perdido en el tiempo, que se hace manso
conforme camina a su fin. Es por eso que sus últimos
poemarios y el Cancionero... se leen con el alma
estremecida.
Este dolor
«manso» que Betanzos encuentra en Hernández
está reflejado en sus propios sonetos: «una pena
perseguida y mansa» (I, 13); «un dolor manso, / se
ovilla en amorosa mansedumbre» (I, 21). No obstante, las
premoniciones de Hernández no eran tan sorprendentes, en
vista de los tiempos que corrían y el peligro de vivir
durante aquella época de contienda civil. En contraste, los
presentimientos de Betanzos procedían, según explica
Padilla, de experiencias personales, que provocaron la
sensación de que le amenazaba «una muerte palpada
cercana» (Antología poética, p. 548).
La más reciente de ellas ocurrió en 1985, cuando el
poeta se enfermó con lo que temía fuera
cáncer. No obstante, los sucesos posteriores mostraron que
resultaron plenamente justificados los presentimientos de Betanzos,
aun cuando en su momento respondieran a otros temores que no se
realizaron.
Sonetos de la muerte tiene esa característica que
Harold Bloom estima en Dante: uncanniness o extrañeza. Estamos primero
ante extraños presentimientos que no se explican, y luego
ante el cumplimiento trágico de los presentimientos. Los
sonetos de la primera sección del libro, como toda
expresión premonitoria, tienen algo de extraño e
incierto. El primer poema anuncia con su título que
«[l]a pena me conduce» y, en su primer verso, una
profunda transformación de la condición que
tenía «hasta ayer». (El verso trae recuerdos del
verso de Darío en Cantos de vida y esperanza:
«Yo soy aquel que ayer no más decía».) El
agudo dolor del poeta -«así de hondo el alfiler que
siento»- no se explica más que en términos
sugestivos y metafóricos. Según nos
-12- dice
el poeta, no se le nota en el semblante. En los sonetos
posteriores, acrecienta la sensación de dolor y
desesperanza, pero en términos igualmente vagos.
Yo no sé lo que es esto pero así
estoy
con la tristeza como vestidura;
nada me incita, alivia ni me cura
en este crucificar por donde voy.
(I, 13)
El
dolor no es específico: «sólo este dolor que me
agobia y cansa / como si el mundo lo tuviera encima» (I, 13).
Sin más detalles, parece que se trata de una
depresión profunda y prolongada que sigue por los 28 poemas
comprendidos bajo el título «Los
presentimientos» y que tal vez nos parezca excesiva ante la
propia «muerte presentida» (I, 5).
Los
sonetos de la primera parte sugieren una actitud de impotente
conformidad. El poeta no controla los hechos; detalla las fuerzas
que lo dominan, que lo azotan y castigan. Así lo vemos en
los siguientes títulos: 1. La pena me conduce, 2. La muerte
me dibuja, 5. Intento sortear el precipicio que me gana, 8. La vida
se me quema cada día, 9. El alma se me muere en soledades,
12. Por el eco el duelo se me ensaña, 16. En la tierra me
sujetan como a reo, 18. La pena me controla, 19. Por sí sola
la pena se me muere. Dice en I, 13: «Soy un átomo
perdido en la llanura». Pero en los últimos sonetos de
la primera parte, el poeta se vuelve más activo y hasta se
enfrenta a su enemigo, así:
Me acerco a mis agonías, insisto,
vocifero con la muerte este nombre
y sumo, acelero al penar los días.
(I, 27)
Para comprender y apreciar Sonetos de la muerte, hay que
leer la primera parte dos veces, antes y después de leer la
segunda parte. Una relectura de «Los presentimientos»
después de leer «La muerte misma» rinde nuevas
perspectivas no imaginadas. Sólo así se revela su
calidad de texto ambiguo y profundamente enigmático que
encierra sus propias claves. La segunda lectura revela la
ironía de que el poeta había leído mal su
propio «texto» sin ver que las señales estaban
allí todo el tiempo. Están en su propio vocabulario:
error, equivocación, antifaz, ceguera, ciego,
-13-
oscuro, sin luz, laberintos. Hacia el final de esta sección
se agudizan los avisos: «Atado estoy con
equivocaciones» (I, 26); «Ese decir que se equivoca y
miente» (I, 27). El inconsciente, que es el impulso de las
corazonadas, presentimientos y temores inexplicables, no habla con
la lógica de la razón; es el «corazón
que habla en aires de presagio» (I, 9). Sólo
después de leer la segunda parte del libro cobra sentido con
toda su profundidad irónica la afirmación «Soy
yo el que se ve vivo estando muerto» (I, 2).
Visto de este modo, el sufrimiento del poeta en «Los
presentimientos» no fue más que un prólogo a la
prueba aun más angustiosa que le aguardaba. El poeta bien
podría repetir los títulos de la primera parte:
«La vida se me quema cada día» (I, 8) y
«En la tierra me sujetan como a reo» (I, 16). La
primera parte resultó ser un ensayo de «jugar a las
tragedias» para luego afrontar la tragedia inesperada que
acechaba. La lectura retrospectiva delata la ironía de la
prolongada equivocación inicial y pone en evidencia una
terrible verdad: Hay algo peor que la propia muerte, y es la del
hijo.
El soneto
Lo
primero que llama la atención es el uso exclusivo del
soneto, que aparece por vez primera en la producción
poética de Betanzos ya desarrollada a lo largo de cuatro
décadas. No pudo ser de otro modo. Como se verá a
continuación, el soneto es el género idóneo
para la expresión de su dolor de hombre sobrio, herido, roto
y adolorido.
La
selección del soneto tiene resonancias de continuidad,
puesto que se trata de una forma depurada por una larga
tradición en las letras. El soneto trae ecos del pasado y de
la permanencia. Dice Gicovate: «Queda la forma entonces como
una de las más permanentes conquistas del Renacimiento, y,
como éste, no es un hecho clásico sino una
creación que se propaga cuando la antigüedad irrumpe en
la vida medieval» (p. 12). En España, tenemos el
lírico soneto de Garcilaso, sobre temas amorosos o tristes,
como el bello soneto «Oh dulces prendas por mi mal
halladas», escrito a la muerte de doña Isabel. O el
culto y elegante soneto gongorino que evoca edificios y ciudades,
personas ilustres o el tema amoroso. El soneto fue el
vehículo estilizado de quejas y lamentos de
-14- amor
petrarquista. Inolvidables sonetos nos han dado Lope, Quevedo,
Unamuno, Miguel Hernández y Machado (autor de «La
muerte del niño herido» en Poesías de la
guerra).
El
soneto clásico, de estirpe renacentista, es el vaso
comunicante de más rigidez de forma: catorce
endecasílabos y rima consonante simétricamente
ordenados. Es todo forma, tanto que sólo al verlo impreso,
aun sin haberlo leído, es reconocible como poesía y
como soneto. Visto en nivel simbólico, el soneto es forma
-reconfortante, segura, resistente al tiempo, resguardo frente a la
pérdida o desaparición de la forma del ser amado.
Frente a un gran dolor, el soneto es, por su énfasis en la
forma, elegancia, sobriedad, emoción contenida. Le permite
al poeta expresar su gran dolor, pero de una forma que corresponde
a un «dolor medido» (I, 1; subrayado
mío) de hombre.
Otro elemento del soneto que lo acerca a la sensibilidad del que ha
sufrido una gran pérdida son las pausas obligadas entre sus
partes. Nos recuerda Jean Cohen en Estructura del lenguaje
poético:
Una página en verso se distingue al primer golpe de vista de
una página en prosa por su composición
tipográfica. Después de cada verso, el poema
continúa en la línea siguiente. Cada verso
está separado del siguiente por un blanco que va desde la
última letra hasta el extremo de la página.
El blanco es el signo gráfico de la pausa o silencio...
(p. 55)
En los sonetos de
Betanzos, la pausa métrica y la semántica o
sintáctica coinciden, lo cual produce tres pausas obligadas
entre las estrofas, tres momentos para meditar. Luego, el poema se
cierra con un silencio final, pausa tan final como la muerte.
Además de estas pausas mayores, hay otras, menores, creadas
por la rima al final de cada verso. La combinación de
rima/pausa reproduce una tensión simbólica como la
que existe en la oposición vida/muerte. Como dice Cohen (pp.
76-77), la rima se advierte como tal por su ubicación. Si se
repiten los sonidos terminales sin pausa alguna, el oído no
recoge la rima. Sin rima discernible, se convierte en
-15-
homofonía interna. Se necesita la pausa para distinguir la
rima como se necesita la muerte para distinguir la vida.
Los
sonetos de Betanzos, en su mayoría, siguen la forma
clásica que describe Tomás Navarro Tomás:
En su forma ordinaria, desde el renacimiento al romanticismo, los
dos cuartetos endecasílabos que constituyen la primera parte
del soneto se han ajustado a las mismas rimas abrazadas, ABBA:ABBA.
Los dos tercetos que forman la segunda parte se han combinado de
varios modos: CDE CDE, CDC DCD, CDE DCE, CDE DEC, etc.
(p. 134)
La
rima del soneto es, tradicionalmente, consonante. Este tipo de rima
es tan limitado en español como lo es en francés:
«En francés en particular, el número posible de
rimas es terriblemente limitado» (Cohen, p. 79). Dice
Gicovate: «Se deben... evitar asonantes. Como en
español son pocas las vocales, no siempre se acepta esta
regla» (p. 45). Lope reconoce la dificultad de este tipo de
rima en su burlesco «Soneto de repente» («Un
soneto me manda hacer Violante»), al decir: «Yo
pensé que no hallara consonante» (p. 65).
El
poeta Betanzos se encierra en su dolor y en su poema. Tales son los
límites que se impone el poeta que a veces la rima se vuelve
sobre sí misma y es repetición obligada. Los casos
así son infrecuentes pero eficaces en términos de
reforzar el mensaje. Se ve que la repetición como rima no es
un lapso sino un recurso. En tres sonetos, aparece en
relación directa a la idea de la repetición
en el contenido semántico. Así ocurre en II, 2, donde
el primer cuarteto dice: «la muerte repetía
sus encargos: / Conmigo es el joven y ya lo escondo»
(énfasis mío) y el segundo termina también con
escondo. La repetición de desdicha y
dicha en dos cuartetos de I, 8 ilustra precisamente la
idea de «volver» y «remirar»:
«Vuelvo. Miro y remiro esa desdicha». Y en II,
20, la doble rima de empina, reforzada además por
el encabalgamiento al terceto, está ligada
explícitamente a la repetición: «Me veo en
muerte suya y me repito / como repiten su aire los espejos».
En dos otros sonetos, el recurso tiene otro efecto. La rima
repetida de lanza entre los dos cuartetos, con
encabalgamiento adicional, en II, 3 comunica una insistencia
obsesiva en la imagen lacerante: «es mi hijo muerto y quieto
como -16- lanza.
/ Lanza fría, cuerpo duro, hijo en lanza». Parecido es
el efecto de enfoque justificadamente único y obsesivo en
II, 21 comunicado por tres rimas con la palabra
niño -que aparece tres veces más en el poema
y también en el título- y por la rima de
hijo en dos versos.
Las
palabras que se encuentran al final del verso, por ser las que se
riman, reverberan más en el poema. Cuando algunas de ellas
reaparecen en el poemario, cobran relieve particular, especialmente
las que se presentan cinco veces (número comúnmente
aceptado como mínimo significativo en los estudios
estilométricos [Irizarry, Informática, p.
91]) o más en esta posición. El siguiente esquema
registra la frecuencia de repetición en la rima final de los
56 sonetos. El número de ocurrencias aparece en la primera
columna; la segunda indica cuántas palabras en
posición final corresponden a cada frecuencia. Se
identifican las palabras rimadas que se repiten en el libro cinco
veces o más. Por ejemplo, el vocablo vida ocurre en
rima 16 veces; es la única palabra que corresponde a esa
frecuencia, que es la más alta del poemario. Dado el
título Sonetos de la muerte, resulta sorprendente
que vida sea la palabra más frecuente en
posición final. Le siguen en frecuencia algunas palabras
relacionadas con la muerte -nada, pena, muerte-, otra que
refleja el efecto en el poeta -siento- y la voz
anida, que sugiere ternura, protección. Llegan a
cinco las rimas que utilizan ojos, la parte del cuerpo que
más revela la muerte o la vida, y amado.
Frecuencia de
repetición
Número de
palabras rimadas
en cada frecuencia
% de las 784
palabras
1 [una sola vez]
413
52.7
2
97
12.4
3
32
4
5
5 ojos, amado
2
6 muerte, siento
1
7 anida, nada, pena
4
16 vida
1
Resumen:
-17-
Número de palabras
totales al final de verso=
784
Número de palabras
distintas que riman=
555
Porcentaje de formas
diferentes=
70.8%
Según se ve en el resumen, las palabras rimadas se repiten
poco: más de la mitad (el 52.7%) de las 784 palabras rimadas
ocurren una sola vez, y el 12.4% dos veces. La tasa de formas
diferentes a palabras totales, que es, esencialmente, una medida de
variedad, es 70.8%. Es decir, de las 784 palabras que ocurren en
posición final rimada, el 70.8% no se repite. Todas las
palabras rimadas están incluidas en un apéndice al
final de este estudio, formando un «diccionario propio»
(procedente de los sonetos) de rima. Las palabras están
organizadas en orden alfabético inverso, desde la
última letra, para así poner en evidencia la
rima.
La
rima final es la más potente por su resonancia, pero en los
sonetos, la rima no queda únicamente al final del verso,
sino que surge también como rima interna, tanto asonante
como consonante. Como ha observado Mildred Murphy Drake en su
estudio comprensivo del fenómeno en Juan Ramón
Jiménez, «la rima interna es uno de los elementos
más ilusorios perceptibles en la poesía moderna y uno
de los pocos elementos formales aún no examinados a un grado
apreciable en la poesía española» (p. 12, trad.
mía). Hay rima contingente y aliteración en varios
poemas: «crudo y rudo» (I, 15); «clamo y
llamo» (I, 4); «luz en cruz» (II, 18);
«alza y calza» (II, 25), como así también
aliteración: «alma alada» (I, 3); «pena en
penares», «lanza y llana» (I, 24); «he
perdido, hijo, al irte» (II, 15).
En
II, 3, «La pena me arrasa con su pena», se combina la
rima al final de verso con rima interna. Se repiten tenazmente
lanza y pena en posición final (abajo
subrayados). A nivel semántico se producen unas asociaciones
paradójicas en «pena que me arrasa con su pena»
y en hijo «como lanza» y «en lanza». Las
rimas, tanto las interiores (en negrita) como las finales (en
cursiva), son como golpes de tambor fúnebre.
Ya no puedo más; la pena me
alcanza;
me come los costados y la
boca,
me rompe el pensar, me duele, me
toca:
es mi hijo muerto y quieto como
lanza.
-18-
Lanza fría, cuerpo duro,
hijo en lanza
hacia otro firmamento en roca.
Poca
luz por dentro. Es el alma que se
aboca
a otra dimensión por la que ya
avanza.
Aquí tu padre, hijo del tiempo
largo,
tu padre de la sed y los martirios.
Por tu hondo sufrir se alza con tu
pena.
Más punzante el dolor y
tan amargo;
me hallo con la muerte en color
de cirios
y la pena me arrasa con su
pena.
(II, 3)
En la primera parte
del poemario, se nota la rima interna en I, 22:
Desde el cielo que lo veo
tapado
e intento sumergirme hasta su fondo,
así también va mi
anhelo, así de hondo.
Hay otros ejemplos
de rima interna, entre versos en II, 15: flor/calor (vv. 11 y 12) y
en II, 17: quedaba/enredaba (vv. 2 y 3) y, en tres sonetos, de
-ojos en el mismo verso: «Rojos eran
también los soles flojos» (II, 7);
«Ojos en pena se nos hacen cojos»
(II, 11); «Rojos como la sangre los
cerrojos» (II, 27).
La
crítica tiende a tener la rima interna por fortuita (Drake,
p. 8), pero para Ned Davison, la complejidad de los patrones
fónicos en un poema no es accidental sino mayormente
inconsciente (Davison, p. 13). Como nota este mismo crítico,
los patrones formales contribuyen a un sentido de orden,
disciplina, control y seguridad (p. 45). La rima interna en estos
sonetos de Betanzos funciona así, contribuyendo a que sirvan
como asideros en una situación caótica y
angustiosa.
Se
debe mencionar también otro tipo de rima, la que encadena un
poema con otro. La rima final de vida y anida en
II, 15 se encadena con la de adormecida e ida en
el próximo soneto. Parecida encadenación ocurre entre
I, 27 («mar sintiente») y I, 28 («penar
sintiente»), en ambos casos al final del octavo verso.
El
soneto es sobre todo, sistema y normas, y en el uso de la rima de
fin de verso, Betanzos se desvía poco del formato
-19-
rigurosamente clásico, con su rima tradicional, desde A
hasta E. La acentuación varía, creando distintos
efectos y sensaciones. El libro empieza con un endecasílabo
melódico de acentos en las sílabas tercera, sexta y
décima: «Hasta ayer concebía la
alta cima». Es una acentuación que,
según Navarro Tomás, «[s]e distingue por su
movimiento equilibrado y flexible. Frecuente en pasajes
uniformes» (p. 52). El penúltimo soneto termina en un
fuerte staccato de
cuatro, en vez de tres, notas acentuadas:
«Tendrás que llorar en mí,
Dios amado». En el último soneto del libro
predomina el metro de acentos en segunda, sexta y décima,
subrayado en el título y en el verso final: «La faz
del hijo muerto está a su lado». Es el llamado
«endecasílabo heroico», empleado en poemas
narrativos (Navarro Tomás, pp. 51-52), lo cual evoca de
nuevo la identificación anteriormente señalada del
poeta con el héroe de dimensiones trágicas.
Dice Gicovate que «para el crítico de hoy
poesía es la expresión lingüística que
rige el pensar en un sistema o estructura que contiene su propio
destino» (p. 12), y el soneto lo demuestra plenamente. No es
sin significación el hecho de que Betanzos favorece la
estructura rígida de dos cuartetos de rima ABBA/ABBA y el
sexteto dividido en dos tercetos que repiten la misma rima
correlativa, de CDE/CDE. Pudo haber optado por la rima más
compleja (el itálico renacentista rima alternata o enlazada, CDCDCD, que es
común en Boscán), pero queda con CDECDE, que
también usó Boscán y que es el esquema
predilecto de Garcilaso, en la mitad de sus sonetos (Gicovate, p.
41), y de Miguel Hernández, poeta estudiado por Betanzos. En
la primera parte, de cuando en cuando se introducen variantes. En
I, 5, por ejemplo, la rima se expande a ABBA CDDC DDE EFF y el
soneto I, 2 es de rima asonante. En general, el poeta rehuye el
ingenio formal y retórico. Se encierra en el soneto de corte
tradicional y lucha con su dolor dentro de sus confines.
La
estructura del soneto tradicional favorece este empeño. Su
destino es volver sobre sí mismo, tanto en su contenido como
en su rima. Con razón el sexteto de los sonetos se denomina
la «vuelta», porque recapitula, completa o prolonga lo
que se ha expresado en los serventesios anteriores.
La
retórica de la repetición típica del soneto
petrarquista, desde el estricto conduplicatio dentro del poema o de poema
-20- en
poema, reproduce el retorno sin cesar de pensamientos obsesivos
(Hoyt, pp. 96 y 116). La repetición no es sólo un
principio retórico sino temático, de topoi que reverberan con sus ecos en
constante referencias cruzadas. El libro contiene nexos,
permutaciones sutiles, dentro de y entre poemas, que dan la
sensación de permanencia y de cambio a la vez:
Vuelvo. Miro y remiro esa desdicha
(I, 8:5)
lo miro y remiro en gozos fecundos.
(II, 11:4)
Me quedo solo en el dolor medido
(I, 3)
Me quedo solo en el dolor seguido.
(I, 18)
Por
lo tanto, en Betanzos el soneto como forma poética, con su
equilibrio y uniformidad, funciona como un consuelo, un resguardo,
un refugio frente al caos y lo informe. Esta sensación se
acrecienta por efecto cumulativo en los 56 sonetos. Su forma
previsible y cumplida sugiere control; produce un efecto de
seguridad y tranquilidad. Su historia recoge a la vez una
tradición antigua, que se inaugura en España en los
Sonetos fechos al itálico modo de Santillana, una
tradición que es «suma de un pasado» (Gicovate,
p. 28): «[L]a glorificación de la rima lleva en
sí una guía mnemónica y una actitud
lingüística medieval» (Gicovate, p. 29). El
soneto, entonces, es recuerdo, continuidad, estabilidad y
emoción contenida, pero es también renacimiento. Para
Betanzos el soneto será, de cierto modo, su tabla de
salvación. Como Orfeo quiso rescatar a Eurídice con
la lira, Betanzos rescata a su hijo y a sí mismo mediante el
soneto.
Los títulos
Los
títulos, como todo lo demás en este libro, tienen una
dimensión semiótica que funciona en concordancia con
el contenido. El título es y no es parte del poema.
Añade algo, como si fuera otro verso, a los 14 versos del
soneto. Cada título, desvinculado del poema en primera
instancia, desprovisto de contexto, se ve desarbolado. Como
fragmento inconcluso, en espera de aclaración, introduce un
elemento inquietante y una sensación de expectativa. En
algunos casos asienta un «hecho» incomprensible,
extraño: «Hijo del -21- alma,
tu alma está en tu pelo» (I, 28). Hemos de buscar su
sentido en el poema, como el poeta mismo busca el sentido de los
hechos que lo tienen agobiado. Cada poema, de cierto modo, viene a
ser una glosa del título que lo encabeza. Visto de otra
manera, el título funciona como «presentimiento»
del poema; lo anticipa y nos pone en ánimo expectante.
Los
títulos de los Sonetos de la muerte corresponden,
por lo general, a distintos versos del poema. Sólo en seis
poemas el título se repite en el verso inicial. Con
más frecuencia (en 13 de los 56 sonetos) se repite en el
último verso, sobre todo en la segunda parte, «La
muerte misma» (en ocho de los sonetos). El efecto es
reconfortante, puesto que se produce una sensación de
equilibrio y de círculo cerrado. El último poema en
ambas partes del libro repite su título en el último
verso, produciendo un efecto de circularidad, de equilibrio en la
relación de principio y fin.
No
todos los títulos se repiten en los versos del soneto, es
decir, a veces el título se pierde y no se
recupera, como si fuese un espejo de la muerte. Así sucede,
notablemente, en «La esperanza está cerrada» (I,
3), título que no aparece en el poema. Se puede decir que
para el padre/poeta la esperanza no se encuentra como tampoco se
encuentra el título en el poema.
Algunos títulos se reparten luego en más de un verso.
En el soneto (I, 4), el título «Desde mis ansias clamo
y llamo» se reparte en «mis ansias» en el verso
12 y en «clamo y llamo», en el último. El
título «El alma se me muere en soledades» (I, 9)
se extiende en el último terceto, como si se tratara de
lograr la lentitud que el último verso expresa: «Con
las ansias de morir se me empieza / lenta a morir el alma
en soledades».
La
transformación de título a verso es a veces de una o
dos palabras. En I, 20 redimidme se vuelve
vendimiadme. El título de II, 1 «Mi hijo
tiene ya su perfil de amanecido» se altera levemente en el
primer verso: «Tiene ya un serio perfil de amanecido».
«Se me fue de brazos en la caída»,
título del soneto II, 17, parece aludir a la caída de
un niño de los brazos de su padre, pero se transforma en el
primer terceto a la que sucedió en realidad, la del hijo
adulto: «Se me fue de bruces en la
caída» (II,17). En II, 19 el título
«Puñetazo de amor derecho al día»
anticipa la rima B en el esquema ABBA, mientras que el verso
«puñetazo de amor pero aterido» se ajusta a la
rima A. No hay ningún patrón discernible en la
-22-
repetición o transformación de los títulos;
¿cómo lo va a haber tratándose de sucesos
incomprensibles?
La
relación del título con el soneto se vuelve, de
alguna manera, un juego de escondite, de tratar de hilvanar,
buscar, encontrar o recoger algo que se nos da pero que se
transforma o huye. De esta manera, viene a ser un reflejo el
contenido mismo, que es la historia de una pérdida.
Diferencias entre las dos partes
No
hay detalle que no cobre significación semiótica en
este poemario tan cuidadosamente creado. Con el cambio en las
experiencias que motivan «Los presentimientos» y
«La muerte misma», se advierten cambios sutiles en la
expresión poética y no tanto en la estructura, que
demuestra equilibrio en el número de sonetos, 28 en cada
parte.
A
nivel léxico, las voces pena y dolor se
repiten como un motivo constante en todo el libro. Su constancia se
puede medir por frecuencia, pero citar un número absoluto de
frecuencias de cualquier palabra no comprueba nada en sí,
excepto que es un tema repetido. Por otra parte, las frecuencias,
en sentido comparativo, pueden ser reveladoras. Al comparar las
frecuencias de las voces pena y dolor, se nota
algo curioso: no se incrementan en la segunda parte, como
se podría esperar. La constelación pena,
penar y penares ocurre 34 veces en la primera y 23 en
la segunda (incluyendo los títulos). Dolor o
dolores ocurre 24 veces en la primera parte, pero una de
ellas aumenta el número considerablemente por ser un
«dolor multiplicado en cientos» (I, 19). En cambio, hay
sólo 16 referencias al dolor en la segunda parte. Esta
inversión de lo que sería lógico -un
incremento en la segunda parte por la muerte del hijo- parece
confirmar la hipótesis que ofrecí anteriormente, de
que la primera parte resulta ser, irónica e
inconscientemente, un ensayo para la experiencia devastadora que
aguardaba. Sólo por haber poetizado su dolor así en
la primer parte pudo llegar el poeta a la expresión tan
depurada y controlada al enfrentarse con la realidad, más
terrible aún que la que había considerado.
No
aparecen ni una sola vez en la segunda parte las voces
esperanza/esperar, ocho veces mencionadas en «Los
presentimientos».
-23-
Sólo aparecen preguntas en la primera parte y son
únicamente dos. Ocurren al principio y son más bien
interrogaciones retóricas, de diálogo interior:
¿Por qué seguir alzando la
esperanza,
y por qué esperanzarse en la alborada
cuando la luz se cierra y todo oscuro?
(I, 3)
¿Pero es vida
el desvivir que en muerte se me anida?
(I, 4)
Las
exclamaciones son, por lo general, más largas en la primera
parte y, contrario a lo que se podría esperar, más
frecuentes (10, comparadas a 6 en la segunda). En dos poemas vienen
encadenadas, como un torrente:
¡Paredes tercas de los infinitos!
¡Parapetos de las inmensidades!
¡Labrad, por Dios, las ansias con que
clamo!
¡Santo Dios de la muerte y de la vida!
(I, 6)
¡Alza mi empeño, Dios de los
quereres!
¡Hazme más claro, más humano y
tierno!
¡Sublima este dolor de perseguido!
(I, 20)
La
sobriedad y el control son mayores en la segunda parte; las
exclamaciones se reducen a: ¡páralo!...
¡áralo! (II, 1); ¡Dios mío! (II, 12);
¡Hijo! (II, 17), ¡Ay! (II, 20); ¡Qué pena,
Santo Dios, que me alza y calza! (II, 25) En fin, con la muerte del
hijo, cesan las preguntas y se reducen las exclamaciones; a mayor
tragedia, mayor contención.
El
«antagonista» de ambas partes del libro es la muerte y
por lo tanto, su presencia está en todas partes, pero no por
igual. La frecuencia de las formas relacionadas a morir,
muerte, muerto, fallecer, difunto, yerto en distintas formas
suben desde 45 en «Presentimientos» a casi el doble
(88) en «La muerte misma». Si sumamos las ocasiones en
que formas del eufemismo fue, ir e ido se usan de
la misma manera (16 -una vez en I y 15 en II), llegan las cifras de
la muerte en la segunda parte del poemario a exceder por mucho las
de la primera. Inversamente, como es de anticipar, se reducen las
formas de vivir y vivo, de 25 en la primera parte
a solamente 4 en la segunda.
-24-
Dios (Señor, Cristo) está presente en la primera
parte once veces, todas en el contexto de apelaciones:
¡Labrad, por Dios, las ansias con que
clamo!
(I, 4:11)
¡Santo Dios de la muerte y de la vida!
(I, 6:14)
No tengo, Santo Dios, otro camino
(I, 8:9)
Abrid, Señor, al corazón
respiro,
(I, 8:13)
abre, por luz de Dios y asilo pido.
(I, 11:11)
¡Qué Dios con almas buenas por
mí velen!
(I, 12:8)
Permíteme, Señor, que conmigo
hable
(I, 12:12)
Más dolor no ata. Gracias, Señor,
gracias.
(I, 15:14)
¡Alza mi empeño, Dios de los
quereres!
(I, 20:12)
y hallo, Dios mío, que me dicen,
¡Vente!
(I, 23:8)
Mido mi dolor de hombre nuevo en Cristo
(I, 27:10)
En la segunda parte,
la presencia de Dios es más frecuente -19 veces- y variada
discursivamente, en forma narrativa (9) al principio y, más
tarde, casi exclusivamente en apelaciones (10):
Dios se marchó en duelo de su cabecera
(II, 1:3)
y soplaba a Dios parado y Dios callaba.
(II, 1:11)
Mi corazón en Dios se partía y
rajaba.
(II, 1:14)
que Dios se repartía en un te quiero,
(II, 5:7)
que Dios se me ata cerca y por mí
llora.
(II, 5:14)
Vi a Dios irse con su pena en olor.
(II, 12:8)
¡Dios mío! Y la muerte se lo
apretaba.
(II, 12:11)
Dios sabrá los porqués de estas
rarezas.
(II, 14:4)
Dios lo supiera en soplos de llanezas
(II, 14:5)
Sálvame, Señor, del horror
oscuro
(II, 16:1)
Dime, Dios amor, y mi hijo se me iba
(II, 19:9)
dime, Dios mío, el pero de su muerte.
(II, 19:11)
Mi hijo se me fue, Dios, y cuánta
inquina
(II, 20:5)
¡Ay! su dolor, Dios mío, tan
cercano.
(II, 20:11)
Dios en aire suyo le da la mano.
(II, 20:14)
¡Qué pena, Santo Dios, que me alza y
calza!
(II, 25:14)
no me consuelo, Dios, con su partida.
(II, 27:13)
Tendrás que llorar en mí, Dios
amado.
(II, 27:14)
En la primera parte,
el hijo aparece en un solo poema, el último, que sirve como
nexo a «La muerte misma». En la segunda parte,
está presente en todos, menos el soneto 13
-25-
(«De penares el alma se me azula»); ha desaparecido de
este poema, como así también de la vida, y el lector
siente su ausencia.
Como se ha visto, la segunda parte, con menos preguntas y
exclamaciones, es de suma sencillez y sobriedad, y dominada por dos
conceptos que, a fuerza de repetición y acumulación,
en un soneto tras otro, llegan a resonar sin tregua en
crescendo: la muerte
y el dolor. Dios está allí, pero queda la terrible
realidad, que puede resumirse en un verso tan tierno como sencillo:
«Me duele el fallecer del hijo mío» (II,
15).
Ecos del pasado: elegías y plantos
En
su ya clásico estudio, Jorge Manrique o tradición
y originalidad, Pedro Salinas muestra cómo un gran
artista puede transformar elementos sacados del acervo del pasado
para crear con ellos una expresión nueva y única. Los
grandes artistas, como ha señalado Harold Bloom, no se
amilanan ante las obras maestras del pasado; la «ansiedad de
influencia» que amedrenta a los artistas débiles
estimula el genio de los grandes (p. 11). No sorprende, por lo
tanto, encontrar entretejidas en estos Sonetos de la
muerte hebras de grandes obras del pasado literario
español, en reconocimiento de su inspiración.
En
la «triste noche que se tuerce y se inflama» (I, 5),
hay ecos de «Noche oscura del alma» de San Juan de la
Cruz. Como Santa Teresa -«vivo sin vivir en
mí»-, dice Betanzos: «forzado vivo en mí
sin esperanzas» (I, 12).
La
referencia es explícita con respecto a Jorge Manrique:
Y me quedo con el morir del río
como Manrique con la mar en puerta.
Te veo así, hijo, con la cara yerta;
muerta la voz, la fuerza sin el brío.
(II, 18)
Manrique a su vez
había construido sus coplas sobre una rica tradición
literaria, en particular el género de los plantos
(Salinas; Montgomery). Las referencias de Betanzos a
río y camino y a «Corredores en el
tiempo, hijo mío / laberinto y pasillos» (II, 18),
traen ecos de Manrique (y desde luego, de Machado). Pero tan
notables son las diferencias entre estos sonetos y las
Coplas de Jorge Manrique como las -26-
semejanzas. Las Coplas terminan con serenidad y
resignación. Como señala Thomas Montgomery, Manrique
mueve de lo particular a descubrir la realidad última, el
paso del tiempo; progresa de una expresión de duelo a una
meditación sobre el tiempo y una acomodación a
él, casi una conquista (Montgomery, pp. 488-89). Al sublimar
la experiencia en arte, Manrique articula el proceso de conquistar
el dolor y llega al estado final de resignación y
ecuanimidad (Montgomery, p. 489). Esto no es posible en los
Sonetos. No puede haber aceptación tranquila cuando
se ha alterado el orden natural de las cosas y se muere el hijo
antes que el padre.
Montgomery, basándose en el libro Bereavement, de
Colin Murray Parkes, estudia el proceso del duelo en Jorge
Manrique, distinguiendo los pasos que los psicólogos han
observado en las personas que han perdido a un ser querido: 1) El
impulso de búsqueda (recuerdos, experiencias de otros
autores anteriores, explicaciones). Uno se siente perdido, hace
preguntas, recurre a una dolorosa repetición de recuerdos.
(2) Ira (dirigida a la muerte, por ejemplo), asociada con la
frustrada búsqueda. (3) Aceptación. Montgomery nota
que el Maestre aparece como figura para restaurar la fe. A
través de las palabras de su recreación literaria del
padre, el hijo recupera al padre y hace las paces con su muerte,
cosa que no ocurre en los sonetos de Betanzos.
En
el verso final de Manrique, el hijo que perdió a su padre,
dice: «que aunque la vida perdió, / dexónos
harto consuelo / su memoria». El padre que perdió a su
hijo trata de consolarse en uno de los últimos sonetos
(«Rezo como puedo por consuelo, hijo» [II, 25]), pero
no hay consuelo posible para el padre que sobrevive a su hijo
(«no me consuelo, Dios, con su partida» [II, 27]). Los
vocablos consuelo y consolar no aparecen
más que en estos dos versos. El dolor viene de tener que
vivir. Hay una inversión del famoso verso de Jorge Manrique:
«querer hombre vivir / cuando Dios quiere que muera, / es
locura» (estrofa 38). El atribulado padre se encuentra en la
situación de querer el hombre morir cuando Dios quiere que
viva. No es esencial saber los detalles; de hecho, el poeta nos da
bien pocos. El contraste con Manrique es notable. Se trata de un
padre ante la muerte prematura del hijo y la alteración del
orden natural de las cosas que hace imposible el consuelo.
-27-
La
personificación de la muerte que ocurre en las
Coplas de Manrique, como antes en las danzas de la muerte
medievales, es otro punto de enlace. En el poema de Manrique, la
muerte viene llamando a la puerta del Maestre. En los sonetos de
Betanzos, «la muerte iba por su escalera; / iba y saltaba por
el corredor», «le vino a la cabecera» del hijo
(II, 12) y «La muerte lo encerró en tupido velo»
(II, 26). Y así como la muerte encontró al Maestre
listo para aceptarla, al hijo «la muerte lo halló
dispuesto / rompiendo, de golpe, la vida en diez. / El alma del
bueno se fundió allá» (II, 10).
El
poema de Manrique, aunque no está dividido formalmente en
dos partes como los sonetos de Betanzos, está efectivamente
dividido por el contenido, general en la primera parte (estrofas
I-XXIV) y enfocado sobre la muerte de su padre en la segunda
(estrofas XXV a XL). Manrique no nombra a su padre, «el
maestre don Rodrigo / Manrique» hasta la estrofa XXV y es la
única vez que lo hace. Betanzos no nombra a su hijo hasta el
cuarto soneto de la segunda parte («tu cuerpo de muerto, hijo
Manolo») y repite el nombre sólo una vez más,
en II, 6: «Tu nombre en risa se llamó Manolo»
(II, 6).
Otro intertexto cuyos ecos se pueden percibir en Sonetos de la
muerte es el famoso «Llanto por Ignacio Sánchez
Mejías» de Federico García Lorca, en particular
los siguientes versos de la segunda parte, «La sangre
derramada»:
Buscaba el amanecer, / y el amanecer no era
Busca su perfil seguro, / y el sueño lo
desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo / y encontró su
sangre abierta.
(p. 468)
Dice Betanzos,
manteniendo una estructura paralela parecida:
Busco aurora y la aurora se colgaba
(I, 3)
y soplaba a Dios parado y Dios callaba
(II, 1)
Otro ejemplo son
estos versos de la elegía de Lorca:
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban
-28-
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
(p. 470)
Los de Betanzos son
parecidos en su paralelismo y sus referencias a objetos
líricos, pero son más tranquilos. El
polisíndeton aparece sin los dramáticas
cláusulas subjuntivas en paralelo de las frases
lorquianas:
Ya no hay voz en el alma que la anida,
no hay sol y agua en tu pozo ni en tu pino,
ni ansias, ni ala en el tacto de tu tino,
alma mía, de mi sangre y mi vida.
(II, 25)
Además, les
sigue una referencia a la sangre como en el modelo lorquiano:
«busco en mi luz la sangre que te diera».
El
viento en los sonetos viene a ser casi un personaje, como en
Romancero gitano de Lorca. Dice Betanzos:
La bondad le venía por los ojos
y el aire se estremecía de celos.
(II, 7)
El viento aparece en
varios sonetos: «la luz se dibuja en viento» (I, 7),
«Dad descanso a los traicioneros vientos» (I, 14),
«Largos / los vientos de la muerte» (II, 2), «con
el viento y sus sañas / me crucifico...» (II, 24).
Las
alusiones a Manrique y a Lorca establecen un diálogo con
estos autores de famosas elegías. Pero perder al padre o al
amigo no es como perder a un hijo. Por eso, aunque no hay ninguna
alusión explícita a La Celestina en los
sonetos, conviene recordar, a modo de contraste, cómo el
padre, Pleberio, expresa su dolor ante el cuerpo de su hija
Melibea. Pleberio, utilizando muchas de las figuras
retóricas asociadas con el planto, increpa a la
vida, a la fortuna variable, al mundo, al amor pasional y
finalmente, tras el clásico ubi sunt, a la hija misma: «¿Por
qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste
triste y solo in hac lachrymarum
valle?» (p. 236). Ve al hombre como caminante por
un laberinto de errores. «Pues desconsolado viejo,
¡qué solo estoy!». Todo el planto de
Pleberio, escrito en prosa, queda en el segundo nivel del duelo
señalado por Parkes, la -29- ira.
Los sonetos, en cambio, están llenos de ternura, evidente en
epítetos íntimos, como «hijo del alma»
(el más frecuente), «hijo del ala...»,
«hijo del tiempo largo», «hijo del olivo».
Conviene recordar también que los personajes de la
tragicomedia de Rojas son entes de ficción,
mientras que los sonetos reflejan una experiencia verdadera.
Las
resonancias de Manrique, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y Lorca
están en los sonetos, pero sólo en medida suficiente
para evocar una gran tradición literaria, porque cada poeta
frente a la contemplación de la muerte propia o la
experiencia de la muerte de un ser querido ha de encontrar su
propia voz, como Betanzos nos enseña en sus Sonetos de
la muerte.
Presencia/ausencia del hijo
No
es sin importancia el hecho de que Betanzos decidiera escribir una
serie de sonetos. Por la limitación de los catorce
versos, difícilmente se podría concentrar en un solo
soneto la amplitud de elegías más extensas como las
Coplas de Manrique, la «Elegía por
Ramón Sijé» de Hernández y «Llanto
por Ignacio Sánchez Mejías» de Lorca.
Además, los poemas en serie indican un dolor que se prolonga
en el tiempo, dolor terco e insistente. Como dice el poeta:
«Así de terca es su ala repetida» (I, 6);
«La vida se me quema cada día» (I, 8). Podemos
decir de Betanzos lo que dice Gicovate del soneto que dedicó
Lope de Vega a Elena de Ossorio: «Pero ni la sabiduría
y la lectura, ni la memoria y la erudición, ni el trabajo
constante y la técnica aprendida explican la maestría
sutil que armoniza toda la emoción ante la pérdida de
un ser querido que se ha extraviado» (pp. 99-100). Una serie
de sonetos permite al poeta acercarse a «toda la
emoción», perfilar al hijo y trazar el curso de su
muerte en el tiempo: «Se fue» (II, 7), «se me
fue» (II, 16; II, 20), «se me iba» (II, 19). Las
alusiones a las circunstancias son pocas y fuera de orden
cronológico: «Se me fue de bruces en la
caída» (II, 17); «Se me muere entre
hospitales...» (II, 2).
Los
sonetos como conjunto también hacen posible que el poeta nos
dé una semblanza del hijo, como construye Jorge Manrique la
de su padre en diversas estrofas de su largo poema. Vamos
conociendo al hijo poco a poco, recogiendo fragmentos de distintos
sonetos, que captan distintos -30-
momentos, pero no en orden cronológico. De su edad al morir,
sabemos que había pasado «[d]e niño al
hombre» (II, 11); «ya un hombre hecho» (II, 23).
La muerte en el soneto II, 2 lo llama «el joven». En
algunos poemas (11, 21, 23, 25) aparece como niño en el
recuerdo del padre. En II, 21 el padre lo ve en el pasado
(«De la mano de la madre iba el
niño...») y, unos versos más tarde, en el
presente: «No saluda a los humanos el niño /
y la madre en flor me lo recuerda ahora» (énfasis
mío).
El
hijo se hace presente en el recuerdo:
... allí está mi niño chico,
contento,
libre como la garza por el viento;...
Veo a mi hijo pasear con su madre;
(II, 11)
En
el último poema del libro, el recuerdo choca con la
realidad; las edades se confunden en la terrible realidad:
«Mi niño es ahora el hombre que se ha muerto».
En el último soneto, «madre es la que transfigura en
año / las edades del hombre que está yerto»,
mientras que la visión del padre recrea a ambos, madre e
hijo, en el pasado:
La veo en tiempo con su niño cierto
jugar a los barquitos en el baño,
acurrucarlo en fe con aquel paño
y amor de tanto amar en el acierto.
(II, 28)
No
es hasta el quinto soneto de la segunda parte que vemos al hijo
hombre como era en vida. Su presencia está postergada, como
la del Maestre en las Coplas de Jorge Manrique.
Lo
primero que se destaca en el hijo es su generosidad:
Te quitabas la ropa para darla
al pobre de la nieve caminero.
Así tu línea clara de arriero
con alma siempre lista para alzarla.
(II, 5)
¿Cómo era este hombre? El retrato más completo
está en el soneto II, 10, que se comentará en detalle
más adelante, en el que se destacan cualidades morales -su
candidez, inocencia, su «querer / que anida rosas y
tesón / a la misma vez»- y -31-
físicas: «su noble frente y su limpia tez»,
«su cara de amor crecida».
La
anáfora que detalla otras virtudes del hijo acrecienta el
tono elegíaco, recordando la serie de Jorge Manrique que
empieza con «¡Qué amigo de sus
amigos!».
Así de alta tu mano de infinito,
así de noble tu ojo amor
de hilo,
así con gracia tu alma
enrolladora.
(II, 5)
Así sumó bienes
en su andar e ida
(II, 26)
Llegamos a saber que fue bueno («El alma del bueno se
fundió allá» [II, 10]) y sobre todo, bondadoso:
«pasos de bondad» (II, 5.6); «la bondad le
venía por los ojos» (II, 7.1) y de alegría
natural y vital: «Iba con la risa de alma en broches»
(II, 9.3) y tenía la «sonrisa aurora» (II,
21).
Estas breves descripciones no se detienen en rasgos distintivos,
sino que forman el retrato de un bello ser humano que fue amado por
sus padres y que desapareció. Su nombre, como
mencioné antes, sólo aparece explícitamente en
dos poemas, de modo que cualquier lector padre o madre no puede
menos de identificarse con el inmenso dolor que significa el perder
al hijo. Sólo una colección de «Sonetos de
la muerte» con su valor cumulativo puede abordar las
múltiples dimensiones y los matices del ser querido llamado
«hijo».
Voces hablantes y dialogantes
Sería petulancia que un crítico hablara aquí
en términos de «voz poética» en vez de
identificar al yo de estos sonetos con Odón
Betanzos, poeta y padre. Es un poemario absolutamente verdadero: la
voz hablante es suya, a tal punto que su relación con el
hijo llega a suplantar cualquier otra identidad. Nos lo dice sin
ambages: «El padre, yo de nombre» (II, 8).
No
obstante, hay otras voces hablantes, particularmente en la primera
parte:
... una mezcla de dolor e infierno
y hallo, Dios mío, que me dicen,
¡Vente!
(I, 23)
-32-
La muerte azul en voz me dice,
¡vente!
(I, 24)
un gran viento interior me decía,
¡páralo!
(II, 1)
las fuerzas negras imponían el
¡áralo!
(II, 1)
En
las Coplas de Jorge Manrique, el poeta incluye varios
diálogos. Primero dialoga él con sus lectores
(«Ved...», «Dezidme...»), luego con la
muerte y, finalmente, se reproduce un diálogo entre la
muerte y el padre. Betanzos también dialoga con sus lectores
al comienzo, en la primera parte: «medidme» (I, 1),
«miradme» (I, 1), «No vedme» (I, 7),
«redimidme» (I, 20), «vendimiadme» (I, 20).
También se dirige al cosmos, con metáforas concretas
de paredes y parapetos:
¡Paredes tercas de los infinitos!
¡Parapetos de las inmensidades!
¡Labrad, por Dios, las ansias con que
clamo!
(I, 4)
Se
dirige a Dios en ambas partes, pero más que nada, dialoga
con el hijo ausente, un diálogo que se inicia en el
título y verso «Hijo del alma, tu alma está en
tu pelo» (I, 28), al final de la primera parte:
Aquí tu padre, hijo del tiempo largo,
(II, 3:9)
hijo del alma que te fuiste entero,
(II, 4:2)
hijo de mi ala sangre y de mi vida.
(II, 4:8)
Ya ves, hijo, tu solo cementerio
(II, 4:12)
a tu cuerpo de muerto, hijo Manolo.
(II, 4:14)
Hijo del alma que te fuiste solo
(II, 6:9)
he perdido, hijo, al irte, los penares
(II, 15:13)
¡Hijo!, por tu corazón mi alma
anida
(II, 17:12)
Ya lo ves, hijo, con tu muerte, verte.
(II, 17:14)
Corredores en el tiempo, hijo mío,
(II, 18:1)
Te veo así, hijo, con la cara yerta;
(II, 18:7)
Mi alma, hijo, de tu luz se alza y me llena,
(II, 24:5)
hijo del alma sin mí en la partida.
(II, 25:4)
Rezo como puedo por consuelo, hijo;
(II, 25:9)
No me canso de la pena en verte, hijo
(II, 27: título)
No me canso de la pena en verte, hijo;
(II, 27:9)
A
pesar de decir «Sólo el sufrir con tu muerte
dialoga» (II, 18), el diálogo es con el hijo. Cada
apelación al hijo es, en -33- el
poema, una negación a la muerte porque el diálogo lo
recrea, lo evoca y lo trae a la presencia del poema y del
padre.
En
el último soneto del libro, sobrio y trágico, el
poeta se retrae; se vuelve observador, y el soneto, narrativo. Las
únicas autorreferencias son «mi niño» y
«veo». Es una escena que evoca muy sutil y
delicadamente, un cuadro de la mater dolorosa. «La faz del hijo muerto
está a su lado». Cesa el diálogo, que cede al
silencio. El «niño quietecito» y «el
hombre que se ha muerto» han dejado «solo mundo, solo
centro» y el resto es silencio, como el de la pausa final,
que es la que marca el fin del poemario.
Efectos fónicos y rupturas
Dentro de la forma del soneto tradicional, hay efectos en estos
sonetos que son originales y muy particulares, y que responden,
como todo en el libro, al contenido emotivo y vital. Habría
que señalar, por ejemplo, la repetición de ciertas
vocales, que forman un patrón fónico parecido a las
ya comentadas rimas final e interna. Efectivamente, esta riqueza de
recursos fónicos concuerda con la etimología de la
palabra «soneto», del latín sonus, 'sonido'. Es notable en algunos
versos la repetición de los sonidos lúgubres
«o» y «u» -que se prolongan sobre todo en
posición final: oscuro/procuro (I, 3); crudo/rudo/ayudo (I,
15) duro/oscuro (II, 7); mundos/fecundos/rotundos/segundos (II,
11).
La
«o», sonido de lamento, se repite con insistencia,
hasta seis veces en un endecasílabo, y se percibe sobre todo
cuando sucede en los primeros versos del poema o de las
estrofas.
Me quedo solo en
el dolor
medido
(I, 3)
Me quedo
solo en el
dolor
seguido
(I, 18)
Por fin es la
hora del morir
naufragio
(I, 9)
Yo no sé
lo que es esto
pero así estoy
(I, 13)
Bebo a
sorbo
sorbo lo
agrio en la vida.
(I, 14)
Dentro de la aparente regularidad que implica la forma de soneto,
surgen a veces en estos poemas de Betanzos notas singulares,
extrañas anomalías y rupturas de sintaxis y secuencia
temporal que llaman la atención. Estas -34-
desviaciones de la regla constituyen lo que Bousoño denomina
«ruptura del sistema», porque rompen con lo que uno
espera. Cohen prefiere los términos
«desviación» e «impertinencia», de
connotación positiva: «La poesía nace de la
impertinencia, y bien que lo sabía el poeta
[Virgilio]» (Cohen, p. 133). En el contexto de la experiencia
que motiva los sonetos de Betanzos, tales rupturas llevan, en un
nivel semiótico, una sugerencia de intrusiones del caos.
Por
ejemplo, el uso repentino del dodecasílabo en los versos del
primer soneto de la segunda parte es una desviación del
soneto «clásico», aunque podrá pasar
desapercibida aun a un lector atento. (Cohen alega que el ritmo
influye en la captación de la métrica de modo que
«[e]l oído no percibe diferencia entre una secuencia
de doce sílabas y otra de once, o incluso de diez, y si
está ejercitado, la percibe, pero relativamente
pequeña» [pp. 90-01]). No obstante, la
alteración de la fórmula del soneto
«clásico» es significativa porque ha ocurrido
una profunda alteración en el mundo del poeta.
No
podemos menos que sentir algún desconcierto al leer
combinaciones extrañas («contra el
código», diría Cohen), como las siguientes:
... filo ojo de la muerte.
(I, 2;
sustantivo como adjetivo)
cuando la luz se cierra y todo
oscuro?
(I, 3;
paralelo irregular)
No vedme los adentros de quereres
(I, 7;
agramaticalidad, contra el sistema normal que sí se
observa en «No me miréis el corazón a
medias» de I, 1)
Por fin es la hora del morir
naufragio
(I, 9;
sustantivo como adjetivo)
marcado / en la frente y en los
días
(I, 15;
paralelo de campos diferentes)
sangra este dolor mío y
substantivo
(I, 21;
paralelo de campos diferentes)
me quedo en los ahoras
(II, 13;
adverbio como sustantivo plural)
ilusión en la sonrisa aurora
(II, 21;
sustantivo como adjetivo)
Se introduce
sorpresivamente Dios donde esperábamos encontrar
dos en «Mi corazón en Dios se
partía...» (II, I). -35-
Otras veces son palabras extrañas, como
«vendimiadme» (I, 20) y «sintiente» (I, 27
y I, 28), o sustantivos que se convierten en verbos: «me
infinito» (I, 18), «que así me llaga, quema y
crepuscula» (II, 13). «Sin mirar» se convierte en
sustantivo: «un sencillo sin mirar veo al verlo» (II,
9).
La
ruptura del sistema, sea por acierto consciente o inconsciente, es
capaz de desatar en pocas palabras una extraordinaria serie de
asociaciones. Tiene particular impacto cuando ocurre al final del
poema, como en el primer poema del libro: «medidme tal cual
voy, quebrado en paces». A primera vista parece que es
sencillamente una ruptura del sistema lógico, puesto que lo
esperado sería «romperse en pedazos». Tal vez,
en un principio, surgiera «paces» por las exigencias de
rima, con antifaces,
del terceto anterior. La ruptura resulta feliz, porque aunque
«paces» no es la palabra que lógicamente
esperábamos, sí comunica la idea de una
aceptación, ya tranquila, de la derrota inevitable. Pero
para el que sabe inglés (no olvidemos la larga estancia de
Betanzos en Estados Unidos) la palabra tiene otras evocaciones;
sucede que «paces» en inglés sería
peaces,
homófono de pieces, que cabría lógicamente en la
expresión: «broken
in pieces», o sea, «quebrado en
pedazos». (Aun traducido al inglés, el juego de
palabras broken in
peaces sería una ligera ruptura del sistema,
porque la palabra peace no tiene forma plural.) Sólo a
través del microanálisis se revela cómo,
tratándose de una poesía extraordinaria, una ruptura
del sistema es capaz de emitir toda una compleja gama de destellos,
tanto racionales como irracionales, que complementan el sentido del
poema.
En
esto, como en todo lo demás en estos sonetos, hay una
perfecta adecuación al contenido: el uso sutil de rupturas
lógicas, sintácticas, morfológicas y
temporales reflejan la ruptura en la vida y en el interior doliente
del poeta.
El
papel de la puntuación como signos pausales también
adquiere importancia en los sonetos. La puntuación es
mayormente convencional, coincidiendo con las pausas de la
métrica o la estrofa. Sólo en tres sonetos de
«Presentimientos» se encabalga una estrofa con otra (8,
12, 21), pero nunca entre los primeros ocho versos y la
«vuelta».
Se
consigue cierto efecto jadeante, al suprimir las conjunciones
conectivas en algunos versos: «Por la fuerza de la pena voy,
entro / en mi túnel oscuro de desdicha» (I, 8);
«la -36- voz
densa, alta de los vendavales» (I, 23); «me santiguo
como puedo, abro el velo» (II, 24); «y sumo, acelero al
penar los días» (I, 27); «está en luz
muerta, en los ojos cerrados» (II, 8); «grito opaco que
va, entra en las edades» (II, 23).
Las
anomalías y rupturas refuerzan, a nivel simbólico, la
tensión entre aceptar y negar, conformarse y protestar, pero
por ser excepcionales, impera el respeto a las normas formales de
rima y de puntuación, reflejando a nivel simbólico
«un dolor manso» (I, 21), contenido, medido.
Dos sonetos en el tiempo
Como se ha dicho, éste es un libro de sonetos en serie, de
modo que ningún poema encierra todos los matices del
volumen: el efecto emotivo es acumulativo. Pero también hay
que leer cada poema en sí como algo especial. Muchos son los
que merecen un análisis minucioso; doy como ejemplos los
números 2 y 10 de la segunda parte que tienen cierta
relación entre sí por los efectos que consiguen con
respecto al tiempo.
2. SE ME MUERE ENTRE
HOSPITALES Y ME AHOGO
Respiraba con un sentir tan hondo
que allá lejos, en los pasillos
largos,
la muerte repetía sus encargos:
Conmigo es el joven y ya lo escondo.
Todo era así, el aire, la luz.
Respondo
en lágrimas. Son dolores amargos
que llevan penas sobre penas. Largos
los vientos de la muerte. En mí me
escondo.
Se muere paso a paso y no lo creo;
se escapa de la vida y no lo paro;
se me muere entre hospitales y me ahogo.
Le empujaba la vida y yo lo veo
pero la muerte decidía en aro.
Con su estremecer de muerte ando y bogo.
El
tiempo se altera y se alterna en este soneto, con el título
que recrea la escena del pasado, viviéndola de nuevo en
-37-
dolorosa actualidad como imágenes que se proyectan en la
pantalla del recuerdo. El instante inalterable e inolvidable sigue
en el presente de un tiempo anímico. La escena del hospital
trae la personificación manriqueana de la muerte con su
advertencia: «Conmigo es el joven», en la que
extraña y desconcierta el uso de es en vez de
está, verbo que normalmente señala
ubicación física. El es aquí es mucho
más que estar, verbo que sería más
acorde al sentido de «lo escondo». A pesar de que sea
la muerte quien habla, la frase trae ecos de la frase «El
Señor es contigo» del Ave María. Este
«es conmigo», de resonancia religiosa y ritual, evoca
nociones de identidad, esencia, permanencia -y fe.
El
espacio al que se refiere el poema también se altera y se
amplía con el extraño plural que le presta valor
genérico y continuo a lo que de otra manera sería un
hospital particular: «entre hospitales». El primer
terceto de la «vuelta» con su paralelismo de plegaria
(ecos de nuevo del Ave María) está llena de
impotencia. El terceto final trae lo que parece ser una ruptura
semántica: «pero la muerte decidía en
aro»- que a la vez sugiere el aro circular,
símbolo tradicional de lo completo, lo cíclico de la
vida, el proceso de creación y destrucción (Cirlot) y
la afirmación «aro» del verbo arar,
metáfora repetida en el poemario, en el sentido de remover
la tierra, que a la vez sugiere enterrar. El pasado se mezcla con
el presente, confundiéndolo: «Todo era
así... respondo», «Le empujaba
la vida y yo lo veo». El padre está atado al
presente; la muerte del hijo está en el pasado. La muerte
anuncia que esconderá al hijo, pero el padre lo recoge del
pasado y lo inserta en el presente de su poema y su dolor. Aquel
momento definidor del paso del hijo al escondite de la muerte queda
indeleblemente clavado en el presente: «Con su estremecer de
muerte ando y bogo».
El
«espacio temporal» del poema mismo -la
disposición en la página de sus pausas y cesuras-,
refleja la noción del tiempo alterado. En dos casos, la
pausa métrica impone una pausa en la unidad
sintáctica de la frase, dejando huérfana la palabra
inicial («Respondo /», «Largos /») y
cortando la continuidad de la frase, apenas comenzada. Este
fenómeno se repite sólo dos veces más en el
libro (I, 21 y II, 3).
Otro soneto en el que se destaca una lucha temporal, esta vez con
relación a otros sonetos, es el número 10 de la
segunda parte:
-38-
10. EL ALMA DEL BUENO
SE FUNDIÓ ALLÁ
Tiene mi hijo esa noble
candidez
en la inocencia. Así nació a la
vida.
Viene de largo su querer que anida
rosas y tesón a la misma vez.
Por su noble frente y su limpia
tez
viene de corta la aurora extendida
y viene a su cara de amor crecida
la luz que no es sol nuevo ni es vejez.
Por eso la muerte lo
halló dispuesto
rompiendo, de golpe, la vida en diez.
El alma del bueno se fundió
allá.
Las negruras se abrieron en
todo esto;
se llama muerte y día en estrechez;
Su muerte me araña y derrumba
acá.
Las primeras
palabras -«Tiene mi hijo»- y los dos cuartetos enteros
son una hermosa negación de la muerte, lograda por el verbo,
que comunica pura presencia, aunque quizá refleje esa
tendencia de los que acaban de perder a un ser querido a
todavía no acostumbrarse a hablar de él en el
pretérito3.
«Tiene mi hijo» parece desdecir el título, con
su pretérito, «El alma del bueno se fundió
allá». El hijo está presente en el recuerdo y
en el deseo; así lo proclama este tenaz
«Tiene...». Se nota el contraste con dos sonetos de la
primera parte en que el mismo verbo produce más bien un
efecto retórico, al vincularse a sensaciones:
Tiene este desvivir que me esclaviza...
(I, 15)
Tiene esta zozobra alta que me gana...
(I, 16)
-39-
En
la segunda parte del libro, el efecto es distinto porque se refiere
a otra persona, y también más complejo, ya que se
desliza el presente en el pasado:
Tiene ya un serio perfil de amanecido.
(II, 1)
Tiene mi hijo esa noble candidez...
(II, 10)
Tenía mi niño ansias de la vida
(II, 25)
En
el primer poema de la segunda parte, el poeta se sitúa en el
momento de la pérdida; en el soneto 10, se niega a aceptar
que el hijo pertenezca al pasado; en el 25, el uso del imperfecto
ya reconoce el hecho.
En
el soneto II, 10, el presente de los verbos se impone con su
dinamismo y tenacidad: Viene se repite tres veces,
insistentemente en el presente, como empeño de rescatar al
hijo del pasado. Los cuartetos describen al hijo, en
términos de aurora, luz y sol. Se une lo espiritual con lo
corporal en la segunda estrofa: la noble candidez de la primera
estrofa se manifiesta en la noble frente. Hay algo en este soneto
que recuerda una de las obras maestras de la poesía inglesa,
el famoso poema de Lord Byron, «She Walks in Beauty».
Hasta la rima de palabras agudas, alternada en Betanzos con la de
palabras llanas (que ocurre sólo aquí y en I, 20 y
II, 12), es parecida. Ninguno de los poemas nombra a la persona. He
aquí los cuartetos de Betanzos y el poema de Byron.
Tiene mi hijo esa noble candidez
en la inocencia. Así nació a la
vida.
Viene de largo su querer que anida
rosas y tesón a la misma vez.
Por su noble frente y su limpia tez
viene de corta la aurora extendida
y viene a su cara de amor crecida
la luz que no es sol nuevo ni es vejez.
(Betanzos II, 10)
She walks in
beauty, like the night
Of cloudless climes and starry skies;
And all that's
best of dark and bright
Meet in her aspect and her eyes:
Thus mellowed to
that tender light
Which heaven to gaudy day denies.
-40-
One shade the
more, one ray the less,
Had half impaired the nameless grace
Which waves in
every raven tress,
Or softly lightens o'er her face;
Where thoughts
serenely sweet express,
How pure, how dear their dwelling-place.
And on that
cheek, and o'er that brow,
So soft, so calm, yet eloquent,
The smiles that
win, the tints that glow,
But tell of days in goodness spent,
A mind at peace
with all below,
A heart whose love is innocent!
(Byron, p. 13)
Ambos poemas nos
hablan del presente y no dan el nombre de la persona que describen.
El efecto lírico que produce el poema de Betanzos al
comenzar con un verbo y postergar el sujeto no se puede conseguir
en inglés por la necesidad morfológica de comenzar
con el sujeto. El poema de Byron tiene que comenzar con
«she»,
pero en ambos poemas la postergación del sujeto crea una
expectativa dramática.
El
acierto byroniano de emplear un verbo de movimiento
-«walks»-
en un contexto descriptivo se ve también en la
repetición de «viene» en el soneto de Betanzos.
Hay paralelos en las calidades de los dos sujetos:
Tiene mi hijo esa noble candidez
en la inocencia.
(Betanzos)
A heart whose
love is innocent!
(Byron)
El alma del bueno se fundió
allá.
(Betanzos)
... days in
goodness spent
(Byron)
En los dos poemas
hay una reunión de fuerzas que acuden a los sujetos en
apacible armonía: en el hijo son «rosas y tesón
a la misma vez» y «viene a su cara de amor crecida / la
luz que no es sol nuevo ni es vejez». En la mujer del poema
de Byron, «all that's best
of dark and bright / Meet in her aspect
-41-
and her eyes».
El efecto de la luz sobre la cara en el soneto de Betanzos evoca
del poema de Byron «the
nameless grace / Which... softly lightens o'er her
face». La luz en ambos poemas reúne dos
calidades: la combinación suave de «la luz que no es
sol nuevo ni es vejez» en Betanzos, semejante a
«all the best of dark and
bright» en Byron.
Pero hay diferencias notables también, puesto que la mujer
evocada por Byron simplemente está ausente, mientras que en
el soneto de Betanzos, la ausencia del hijo evocado es definitiva.
El poema de Byron queda en un mismo plano, mientras que en el
soneto de Betanzos hay un cambio de tono, tal vez inspirado por la
estructura misma de soneto, con su sexteto final, o sea, la
«vuelta». Esta se inicia como meditación o
conclusión, pero aquí nos espera un cambio que
resulta sorprendente por la repentina irrupción del
pretérito: «la muerte lo halló
dispuesto». La «vuelta» del soneto coincide,
pues, con la vuelta de la fortuna, la realidad de la muerte. La
citada frase ahora evoca a Jorge Manrique, como así
también «El alma del bueno...», que trae ecos de
las Coplas: «Aquél por bueno
abrigo...».
Al
desaparecer el hijo, el enfoque es, en el verso final del poema, la
violencia de la muerte contra el padre. La última palabra
del poema, «acá», presenta la ruptura de la rima
consonante con la asonancia de «allá». El romper
con la forma «clásica» ya establecida por el
poeta sugiere protesta, inconformidad. La oposición
acá/allá puede verse también en una
curiosa repetición dentro del poema (visto como
acá) de elementos que normalmente están
fuera de su texto (allá). Me refiero al
número y título que identifican el soneto y que,
efectivamente, vuelven en la «vuelta», esa vez con el
número 10 escrito como palabra.
10. EL ALMA DEL BUENO
SE FUNDIÓ ALLÁ
... ... ...
Por eso la muerte lo halló dispuesto
rompiendo, de golpe, la vida en
diez.
El alma del bueno se fundió
allá.
Aunque fuese
fortuita la repetición del diez, no dejaría de ser
sugestiva. El número diez contiene en cifra lo binario
universal (1/0), la base de la informática moderna). Se
relaciona con romper y fundir, en ese orden,
puesto que, a -42- nivel
simbólico, representa el «retorno a la unidad»
(Cirlot, p. 330). Además, es el único número
que aparece en el texto de los sonetos, salvo tres referencias a
cien/cientos, que pueden verse como prolongaciones del diez, pues,
como dice Cirlot, el cero es sólo un multiplicador decimal
que eleva la potencia cuantitativa original.
El
equilibrio sintáctico subraya el del tiempo -«Viene de
largo su querer que anida»; «viene de corta la aurora
extendida»- a la vez que combina atisbos de eternidad, de lo
cósmico y lo íntimo, de reducción
(anida) y expansión (extendida). En fin,
este soneto, por su resonancia byroniana, contención
emotiva, equilibrio de concepto y sintaxis, confluencia de la
naturaleza cósmica y lo personal, sutil evocación del
hijo, serenidad lírica, espléndida adecuación
de forma y fondo, y sugestivo simbolismo, me parece uno de los
más bellos y perfectos del libro.
Los Sonetos de la muerte dentro de la obra de
Betanzos
El
poeta que emerge en Sonetos de la muerte sorprende a los
que hemos leído y estudiado su obra anterior, donde, como se
ha mencionado, no figuran sonetos. La rima asonante de sus poemas
romancescos (Irizarry, Dos poetas) cede ahora a la rima
consonante. El mundo poético de Betanzos, tan poblado de
personajes buenos y malos, se vuelve uno de absoluta soledad, el
legado de la muerte: «... me empieza / lenta a morir el alma
en soledades. / Poco a poco descubro que me muero» (I, 9).
Los personajes principales son el poeta mismo y su hijo, el
único nombre propio, Manolo. La intervención de otros
personajes -los lectores, Dios y, en dos poemas, la madre del
niño- se consigue sólo a través de la
evocación, o la invocación, del poeta.
Se
pueden comparar estos sonetos con el poemario Perfiles de las
muertes sombras (Santidad y guerrería) de
1963, y en particular, con el poema dedicado a Manolo Betanzos, el
padre del poeta. Allí se reproducen en forma de romance los
terribles hechos de otra muerte dolorosa, y además, como
asesinato en la guerra, violenta: «Y dijo Manolo Betanzos:
¡Madre! / Y dijo Manolo Betanzos: ¡Hijos!» y el
dolor del hijo: «Cómo me duelen los tiros / en la
raíz de mi alma» (pp. 387-88). Esta capacidad de
interiorizar la muerte, de sentirla como la de uno mismo, surge
otra vez, más de 30 años -43-
después, en Sonetos de la muerte, con más
extensión pero con igual contención.
En
Los sonetos de la muerte, Betanzos abandona en general el
regusto por el neologismo y por las idiosincrasias de
transformación sintáctica y morfológica que
caracterizan su creación anterior. El procedimiento tan
notable de sus antologías de usar el infinitivo en plural
como sustantivo, que comenté primero en 1972 («Sobre
la obra...»), ocurre aquí sólo ocho veces:
quereres, vivires, palpitares, padeceres, quereres, vivires,
penares y andares. La atenuación de las novedades
sintácticas y morfológicas que caracterizan otros
poemarios de Betanzos no debe sorprendernos. Ante la muerte, ante
lo inexorable, el poeta/padre no luce su dominio sobre el lenguaje;
se somete, con pocas excepciones, a la forma, la rima, la
métrica (el tiempo) del acervo común. Si antes el
poeta había buscado inspiración en la
tradición literaria del romance (Irizarry, Dos
poetas), la busca ahora en la del soneto, tan propicio para la
expresión afectiva. Su comunicación es más
transparente que en su Segunda Antología y
Diosdado de lo Alto. Como el hombre que va a la muerte sin
sus bienes, el poeta se presenta «desnudo de equipaje»,
en términos machadianos («Retrato»), ante la
muerte.
Simbolismo
Betanzos es un poeta cuya obra anterior está caracterizada
por el amplio uso del simbolismo, a tal punto que este aspecto de
su obra se mereció todo un libro de análisis
(Padilla), que incluye para cada voz escogida el comentario del
poeta mismo sobre ella. En los sonetos, en cambio, los
símbolos son relativamente pocos pero insistentes y
extraños, como la constelación amanecer, aurora,
alborada y «alboreaba». Aparece con luces
premonitorias, en la primera parte, «Los
presentimientos»: «¿...por qué
esperanzarse en la alborada / cuando la luz se cierra y todo
oscuro?» (I, 3); «No me digas, luz, que es amanecida /
cuando es lo negro en filo con su saña» (I, 14).
Luego, forma el marco de la segunda parte, «La muerte
misma», puesto que está en el primer poema, «Mi
hijo tiene ya su perfil de amanecido» (II, 1), y en II, 27:
«La aurora la mantenía en los ojos / cuando la aurora
alboreaba a cielo». Su uso como símbolo
(«adiós al tiempo, adiós la amanecida»
[II, 4]) no quita su valor como realidad temporal («La
-44-
amanecida era / cuando la muerte... / iba y saltaba por el
corredor» [II, 12]) o como color que aprovecha la
ambigüedad semántica de la voz «alba»: (I,
10), «Con su alba sonrisa» (II, 8), o como instante
simbólico: «en un alba se me fue» (II, 25).
Todas estas posibilidades le dan simbolismo polivalente.
El
simbolismo de la aurora en los sonetos es parecido al que tiene la
lámina del Tarot que corresponde al arcano XIII, «La
Muerte»: «Entre dos columnas al borde del horizonte
brilla el sol de la inmortalidad» (Waite, p. 120). Parece un
sol de amanecer; tal sugiere su ubicación a la derecha (el
este, en los mapas), pero podría, dada la presencia de la
Muerte, alterar el orden usual y ser el del poniente. Esta
ambigüedad refleja la significación de la carta, que
tiene, además del aspecto negativo que representa la muerte,
su aspecto positivo como «el natural tránsito del
hombre a la próxima etapa de su ser... renacer,
creación, destino, renovación, etc.» (Waite, p.
123). Me parece que el uso insistente del símbolo del
amanecer en los sonetos capta todas estas posibilidades del
misterio.
Los
símbolos, cuando realmente lo son, implican más que
su significación obvia e inmediata (Jung, p. 4). Conviene
distinguir entre el uso de una voz con su significación
concreta y llana, y su uso como símbolo. El símbolo,
señala Cirlot, tiene una vertiente misteriosa, inconsciente,
que no anula o excluye el valor concreto o histórico de un
objeto, sino que le añade un nuevo valor que resiste a la
explicación fácil. Este es el caso en el ya citado
simbolismo del amanecer y en el uso de la palabra vena en
los sonetos:
Veo entrar por mis ojos otro arado
que se pone a arar en mi propia vena.
(I, 28:13)
Me paso como puedo hacia la suerte
por si la vida se me viene en vena
en flor...
(I, 25:13)
veía la faz del hijo tras postigo
de luz cegada en vida por su vena.
(II, 17:8)
cuánta oscuridad se expande por cada
vena, hijo de la muerte, que me quema.
(II, 24:4)
-45-
No se pierde el
valor metonímico de vena como conducto vital,
concreto y corporal, pero se le añade un simbolismo cargado
de energía psíquica -«numinosidad»
diría Jung- y de belleza en la expresión
poética. El extraño uso en el singular sugiere la
idea de existencia concreta, de energía vital en movimiento
y a la vez fuerte, sustento de la vida.
Muchas veces, los comentarios de un escritor cuando analiza la obra
de otro escritor revelan algo de sus propias inquietudes y
creación. Así veo un artículo que
escribió Betanzos acerca de los presentimientos en Miguel
Hernández y que evidentemente refleja su propia experiencia
con la poesía profética. El artículo presenta
algunos símbolos claves que van configurando el destino de
Hernández. Betanzos nota símbolos de angustia en
El rayo que no cesa (1934-35) y en «Sino
sangriento», que datan de la misma época, en
particular los símbolos de la muerte que son cuchillo,
clavo, sangre, espada, arado, cuervo y hueso. Los cuatro primeros
figuran también en los Sonetos de la muerte de
Betanzos. Este señala que los presentimientos de muerte se
van acumulando en los poemarios de Hernández: Viento del
pueblo (1937), El labrador de más aire (1937)
y Cancionero y romancero de ausencias (finales de 1938).
Nota que ciertas voces -«siempre»,
«ausencia», y «cárcel» (voz
ésta que viene clara desde el principio de El hombre
acecha de 1939, escrito en plena guerra)- le irían
marcando su propia realidad y que el dolor le «gana»,
palabra que emplea Betanzos en varios poemas de sus propios
presentimientos, como ya se ha dicho. También podemos
reconocer ecos de Hernández en los símbolos de
Betanzos relacionados con el cristal y el espejo, y con
arar y arado.
Una
de las constelaciones de símbolos constantes en ambas partes
de los sonetos se relaciona explícitamente a ataduras:
nudos, cuerdas, cordones, cordeles, soga, hilo y el verbo
atar:
Voy muriéndome atado en mis errores...
va alzando poco a poco aquella soga
(I, 11)
Me sujeta una fuerza impenetrable
(I, 12)
que ya no puedo más con este nudo:
Más dolor no ata.
(I, 15)
con un dolor opacado y redondo
como si el cielo lo tuviera atado.
(I, 22)
tiene la leve cuerda que me inquieta,
(I, 25)
-46-
Atado estoy con equivocaciones
de un vivir que se pierde en la hondonada...
Adiós a la muerte que me habla atada.
(I, 26)
Me quedo sujeto como iba, atado
a las penas del mundo con mi pena.
(I, 28)
se llevó mi amor ahogado en cordones.
(II, 12)
perdiendo siento el hilo de mi vida
(II, 13)
Cuerda de esparto me ata la garganta
(II, 20)
me crucifico en la pena que me ata.
(II, 24)
y así quedo en dolor clavo en que me
ato.
(II, 26)
... cordeles de ansiedades
(II, 27)
Las ataduras
implican nudos y el nudo como símbolo se identifica con la
idea central de conexión cerrada, la idea de ligadura y
apresamiento, situación psíquica constante y
difícil (Cirlot, pp. 327-28). Pero el nudo también se
relaciona con el 8 horizontal que es el signo del infinito. Todos
estos «ritmos comunes» (término de Marius
Schneider utilizado por Cirlot) influyen en la apreciación
de estos símbolos.
Otro grupo de símbolos afines que se reiteran en los
Sonetos de la muerte son objetos hirientes, como
alfileres, garfios, agujas, filos, espina, cuchillos, hacha y
clavo:
el alfiler que siento.
(I, 1)
del tajo atroz, filo ojo de la muerte.
(I, 2)
engaño de alfileres como encaje.
(I, 5)
Un grito en filo me desgarra adentro
(I, 8)
Llevo en el ojo un hacha que lastima.
(I, 13)
cuando es lo negro en filo con su
saña.
(I, 14)
garfios, penas, agujas y alacranes.
(I, 16)
el corazón con rigidez de espada
(I, 17)
voy cargando el dolor como una espada.
(I, 22)
me lleva por delante lanza y llana;
(I, 24)
del tajo atroz, filo ojo de la muerte.
(II, 2)
es mi hijo muerto y quieto como lanza
(II, 3)
Lanza fría, cuerpo duro, hijo en lanza
(II, 3)
El dolor clavo se me sube en ciento.
(II, 8)
de esas filtradas lanzas rompedoras
(II, 13)
y suaviza la espina de mi pena...
(II, 24)
Tengo un filo de acero en las
entrañas,
un garfio que me araña y me maltrata,
(II, 24)
y así quedo en dolor clavo en que me
ato.
(II, 26)
-47-
El verbo
arañar en tres sonetos de la primera parte y en
otro de la segunda, complementa este grupo de símbolos de
violencia.
No
extrañan, dado el tema de la muerte, los símbolos de
tránsito, extravío y viaje- naufragio, laberintos,
pasillos, corredores y puente-, ni tampoco símbolos de
ascensión: izar, escalera, sublevar y ascender.
En
el mundo de la muerte hay pocos colores; en vez de los doce colores
que encuentra Padilla en los poemas de Betanzos, sólo dos se
reiteran con insistencia -el negro y el azul. Este último
color aparece ocho veces. Se vincula a la muerte en «muerte
azul» (I, 24), «tu cara azul del morir del
frío» (II, 18) y «reviven de su bien niño
azulado» (II, 21). Se hace verbo en «De penares el alma
se me azula» (II, 13). Pero lleva connotación positiva
en un recuerdo del hijo niño «todo azul en el encaje
de la hora» (II, 21) y en «un cielo azul con una fuente
asida» (II, 26).
El
negro, de acuerdo a su simbolismo tradicional, es uniformemente
triste en sus siete menciones:
en las negruras densas del gemido.
(I, 3)
sombra negra colgada, invertida.
(I, 6)
y espante, así, las negras asechanzas.
(I, 12)
lo negro en filo con su saña.
(I, 14)
las fuerzas negras imponían el
¡áralo!
(II, 1)
Un mundo en negro
(II, 8)
Las negruras se abrieron en todo esto;
(II, 10)
El
rojo aparece sólo cuatro veces, en dos poemas de la segunda
parte del libro, siempre en plural. Su sentido es positivo, color
vital, en II, 7, para luego, en II, 27, en casi idéntica
repetición que encadena el primer cuarteto con el segundo,
tornarse violento:
La mano grande como de almas cielos
y el corazón de tanto amor, en rojos.
Rojos eran también los soles flojos
en su serio mirar en caramelos.
(II, 7)
La muerte lo encerró en tupido velo,
grande, descomunal, de broches rojos.
-48-
Rojos como la sangre los cerrojos
de aquella muerte. Dejo en caramelo,...
(II, 27)
No obstante, su
fuerza aumenta en «amapolas» (II, 23) y en catorce
menciones de sangre o sangrar, repartidas por
igual en las dos partes, aunque todas las de la segunda parte son
el sustantivo.
El
blanco, revestido de sus connotaciones tradicionales de pureza e
inocencia, aparece dos veces, en el título y un verso del
poema II, 21 como recuerdo de un perro blanco, reforzado en otros
poemas con dos menciones de nieve y en una «alba
sonrisa» (II, 8). Más ambiguos son los colores de
muerte (I, 25), de cirios (II, 3), de cera (II, 18). Y el color
desaparece por completo en II, 20: «Ya no tiene color la
golondrina».
Otro conjunto de imágenes simbólicas tiene que ver
con aliento, brisa, soplo, aire y las sensaciones de su falta en
formas de ahogo/ahogar (11 veces), asfixia (6) y
estrangula (1), que son más bien transparentes.
Parecidas son las imágenes de encierro, que incluyen,
además de cinco referencias a la condición de estar
sujetado: «alta mar encadenada» (I, 2), «me veo
cercado» (I, 4), «las púas de la sima» (I,
11) y «me cercan» (I, 16) y, en la segunda: «ojos
cercados» (II, 8), «los cercos del orbe» (II,
13), «muerte circundada de cerrojos» (II, 22) y
«La muerte lo encerró» (II, 27).
En
el último poema de la primera parte surge uno de los pocos
símbolos verdaderamente enigmáticos -el pelo- en
«Hijo del alma, tu alma está en tu pelo» (I, 28:
título y último verso). No parece producto
únicamente de las exigencias de la rima (con duelo
del terceto anterior). La voz pelo aparece sólo
tres veces en el libro, pero por su colocación como
última palabra de la primera parte y por su
extrañeza, adquiere enorme importancia y resonancia. Se
recoge de nuevo en la segunda parte, en el penúltimo soneto:
«alta voz, luz en nombre, liso pelo» (II, 27). En el
estricto plano real, «racional», diría
Bousoño, no se entiende el sentido de «tu alma
está en tu pelo» de I, 28, que por otra parte produce
todos los destellos de un símbolo «irracional»,
preñado de asociaciones. No figura entre los símbolos
mencionados por Padilla en su estudio de los símbolos de
Betanzos referentes al cuerpo, y de hecho, está casi ausente
de sus otros poemarios. Sí aparece, no como símbolo
sino como realidad en Luisillo (1957), donde vemos los
«pelos enmarañados» de -49-
Luisillo y los bucles de los otros niños. El pelo se
identifica con la ternura, como el gesto de Manolito Palomo, que
adopta al niño como suyo, gesto de cariño:
«Manolito le toca el pelo / con las manos grandes»
(Santidad 208). Podremos imaginarnos, quizá, un
gesto parecido del padre a la cabecera del hijo que se fue:
Y este niño de amor fue el que se
muere
ya un hombre hecho de las eternidades,
voz en grande alma sujeta entre almohadas.
(II, 23)
Otros matices son sugeridos por el simbolismo tradicional, que ve
el pelo como portador de la fuerza vital por seguir creciendo
después de la muerte. En Sansón, el pelo
representó el origen de su fuerza. El pelo se identifica con
el recuerdo por la costumbre, común en el siglo XIX, de
llevar un bucle del amado. También puede verse como un marco
para la cara en la que la mirada se posa, al dialogar. Se
identifica con la cabeza (Biedermann, p. 161) y por ende con el
espíritu. Juntar algo tan corporal -y por eso
mortal- con la idea del alma («tu alma está en tu
pelo») desata una tensión emotiva entre lo visible y
lo invisible que sólo se comprende en términos de
contienda simbólica, como así también la
imagen de «grande alma sujeta entre almohadas» en el
soneto II, 23.
También hay en este desconcertante símbolo corporal
de «pelo», ecos de aquel soneto de Hernández
titulado «Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo»
(Hernández, p. 24) y de otros poemas dialogales de
Hernández que se fijan en partes del cuerpo sorprendentes,
como «Menos tu vientre» o «Por tu pie, la
blancura más bailable». Las coincidencias de los
presentimientos y la preocupación por el hijo que se
encuentran en Hernández (e.g., «Hijo de la luz y la
sombra») seguramente tuvieron un impacto en Betanzos.
Comentando la estructura de los sonetos, observa Gicovate que la
«vuelta» bien hecha «termina con un verso de
inusitado valor de síntesis que propone la memoria
permanente del poema» (p. 57). De este modo el título
del soneto se recoge de nuevo en el último verso del soneto,
tan poético, misterioso y tierno. Allí convergen el
alma del padre y el alma del hijo («Hijo del alma, tu
alma está en tu pelo») en dulce concierto final,
indeleblemente grabado en la memoria del lector.
-50-
No
sorprende, entonces, encontrar que el pelo aparece de nuevo, en el
penúltimo poema del libro, como uno de los atributos del
hijo, ya reclamado por el velo de la muerte:
Rojos como la sangre los cerrojos
de aquella muerte. Dejo en caramelo,
alta voz, luz en nombre, liso pelo
que en poco tiempo serían despojos.
(II, 27)
Ecos hay de aquel
soneto de Góngora, «Mientras por competir con tu
cabello», que termina con las palabras «se vuelva, mas
tú y ello juntamente / en tierra, en humo, en polvo, en
sombra, en nada» (p. 49)4.
Conclusiones
En
Jorge Manrique el poema consigue que el ser ausente haga acto de
presencia como personaje ficcionalizado en la obra. Los sonetos de
Betanzos a la muerte de su hijo son poemas de ausencia, la ausencia
intolerable, pero también hay presencia, en el recuerdo y en
el dolor.
Machado se tornó al soneto en los últimos años
de su vida, nos recuerda Barnestone, y la mayor parte de sus
Poesías de la guerra consiste en una secuencia de
sonetos (Barnestone, p. 120). Así también Betanzos,
pero el soneto en él se parece más al de Quevedo, de
quien dice Dámaso Alonso que «[s]u expresión es
una explosión del afecto, de la pasión, de la
angustia contenida» (p. 580). Pero al mismo tiempo, el soneto
de Betanzos es adolorido sin el escepticismo y la amarga
desilusión de Quevedo para quien «todas las cosas
avisan de la muerte».
Para Betanzos es evidente que el poema es un modo de
«remirar» el pasado y recrear para otros lo que
consiguen los padres a través del recuerdo:
Padre y madre se recuerdan en hijo,
lo levantan de la muerte y lo abrazan,
reviven de su bien niño azulado.
(II, 21)
-51-
Sonetos de la
muerte, además de funcionar como logoterapia para el
padre afligido, es una expresión de profundísimo
dolor que se comunica a través del arte. Los sonetos forman
en conjunto un hermoso y conmovedor monumento al hijo a la vez que
permiten que cada lector amplíe su existencia solitaria. Ya
no aterroriza tanto la propia muerte. El penúltimo soneto es
a la vez una apelación y una afirmación. Tras evocar
de nuevo el pelo, ese halo o aureola que de alguna manera une el
espíritu con el cuerpo, el poeta se dirige al hijo, lo cual
constituye un acto discursivo que declara implícitamente su
presencia.
Luego reitera lo que podríamos llamar la
«conmuerte», la muerte compartida que es el tema
persistente del libro:
No me canso de la pena en verte, hijo;
tú te vas, yo me quedo, vana vida
en mí te remiro crucificado.
(II, 27)
Finalmente, se
dirige a Dios, a quien declara con gran sencillez su desconsuelo.
En las palabras que cierran el libro hay una afirmación de
fe, pero al mismo tiempo un encargo: como el Padre supremo,
«Dios amado» tendrá que llorar también, a
través del padre desconsolado.
Por ojos de la muerte yo te fijo;
no me consuelo, Dios, con su partida.
Tendrás que llorar en mí, Dios
amado.
(II, 27)
Este terceto final
es de enorme potencia porque en él se reúnen tres
ejemplos de lo que en la teoría del acto discursivo (o de
habla) desarrollado por J. L. Austin y John R. Searle se llama un
acto de habla performativo de tipo
«perlocucionario». Esto se refiere a
enunciados que hacen que algo pase, que invocan una fuerza sobre el
interlocutor. El enunciado que es perlocución se opone al
enunciado constativo, que simplemente declara algo que se puede
juzgar como verdadero o falso. Las Coplas de Manrique
terminan constativamente con la declaración de que la
memoria del maestre «nos ha dejado harto consuelo». Los
versos finales del soneto II, 27 de Betanzos, en cambio, contienen
tres actos verbales que son de perlocución. Primero, al
dirigirse al hijo, el poeta convoca su presencia en el poema; no
permite que desaparezca. Segundo, se dirige a -52- Dios,
con el mismo efecto: invocar equivale a convocar. En el
último verso el futuro del verbo, tendrás,
ejerce fuerza imperativa sobre el destinatario. Le impone,
efectivamente, una obligación implícita a reaccionar;
el verbo del poeta llama a Dios a compartir su duelo, a llorar en
él.
En
el último soneto del libro, sin embargo, no hay
rebeldía, sino una actitud de contemplación y de
relativa tranquilidad ante el dolor de la madre. En algunos versos,
la sintaxis está fragmentada en segmentos verbales sucesivos
y cortos, como si fueran sollozos poéticos: «Amor en
tierna luz, palabra en vida / va día a día en
niño chiquitito / solo mundo, solo centro, hijo
amado». El poeta-padre ya no se fija en su propio dolor, sino
en el de la madre que también compartió esa muerte,
para quien «La faz del hijo muerto está a su
lado». La palabra «faz» llama la atención
por su homofonía con «paz». El tono del poema
parece más pacífico y, como es el último poema
del libro, quisiéramos encontrar algo de la paz que da
consuelo y clausura a las Coplas de Manrique. Pero no hay
paz; en irónica yuxtaposición al «niño
quietecito» del ayer, está, al final, la «faz
del hijo muerto», grabada en el recuerdo de la madre y en el
del poeta.
En
sus Sonetos de la muerte, Betanzos no procede, como hizo
en otras obras suyas, de lo específico a lo general para
expresar inquietudes filosóficas o una visión del
mundo (Irizarry, «Nuevas perspectivas»,
«Prólogo»). Estos sonetos expresan la
situación de un hombre particular frente a una muerte que
siente, primero como inminencia y luego como realidad. Pero al
mismo tiempo, esta experiencia se convierte en sustancia
poética, en «otra» realidad. «El poeta
empieza donde el hombre acaba», dice Ortega (p. 41), y
«aumenta el mundo, añadiendo a lo real» (p. 42).
Para Ortega, el «pobre rostro del hombre que oficia de
poeta» puede hacer «sólo una cosa: desaparecer,
volatizarse y quedar convertido en una pura voz anónima que
sostiene en el aire las palabras, verdaderas protagonistas de la
empresa lírica» (p. 42).
El
hijo ha desaparecido y el padre-poeta, que quisiera desaparecer
también, por medio de la poesía lo restaura; en el
plano lírico «añade a lo real» de su
mundo y el nuestro. Sus sonetos son un hermoso memorial en verso de
un padre frente a la muerte de su hijo, la muerte que él
compartió y que todo lector, por arte y magia de la
poesía, en alguna medida comparte también. El
formulario «Comparto tus sentimientos» del
pésame se convierte en realidad.
-53-
Precisamente por la gravedad del tema y su relación tan
personal con la vida del poeta, sería impertinente hablar de
estos versos como si se tratara de cualquier otro libro o hablar de
méritos puramente artísticos, aun cuando es evidente
que representan la expresión culminante y madura del poeta.
Me parece que Sonetos de la muerte nos proporciona lo que
Bloom considera la base de la experiencia estética antes
llamada «lo Sublime»: el deseo de la trascendencia de
límites (p. 534), que es también el empeño del
héroe mitotrágico. He procurado en este
prólogo elucidar algunos de sus aciertos, pero reconozco,
con Bloom, que toda obra maestra de proporciones trascendentes
elude a la crítica y excede las posibilidades de abarcarla.
De los logros estéticos de este libro digo sencillamente, en
palabras de Jorge Manrique, que «non cumple que los
alabe», porque el mundo todo puede leerlos y comprobar su
extraordinaria, conmovedora belleza.
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