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Sonetos de la muerte


Odón Betanzos Palacios



Portada



  -4-  
A mi esposa, Amalia y,
ella conmigo, en recuerdo
de nuestro hijo único Manolo

Odón Betanzos Palacios



  -5-  
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Estudio-Prólogo de Sonetos de la muerte

  -[6]-     -7-  
«Su muerte mía»: sonetos de una muerte compartida, de Odón Betanzos Palacios



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Tragedia clásica en 56 sonetos

Sonetos de la muerte es un libro de poemas que encierra por debajo, al nivel del subtexto, su propia historia, aun cuando uno no tenga noticias de los sucesos reales que lo inspiraron. El «argumento» queda claro en la división en dos partes, «Los presentimientos» y «La muerte misma»: el poeta había tenido una serie de premoniciones de la propia muerte, pero la que sucedió fue la de su hijo único. El hecho verdadero ocurrió en 1993. La tragedia fue, en sus orígenes clásicos, un género dramático, pero esta tragedia usa como vehículo de expresión el soneto. Así, el protagonista no es un personaje observado desde afuera sino un ser «sintiente», este yo de padre cuya tragedia despierta piedad y temor ante la condición humana y los inescrutables designios del destino.

Como se verá, todo en el libro está relacionado con estos hechos y responde a ellos de un modo tan perfecto que se diría que el poeta no pudo expresarse sino en la forma que lo hizo. Sonetos de la muerte tiene un carácter unitario como colección de poemas, pero es un libro dividido en dos, escindido a nivel simbólico, como el poeta mismo por la muerte de su hijo.

Como texto premonitorio, la primera parte del libro se emparenta con otras obras proféticas en español en torno a la propia muerte presentida, escritas por Antonio Machado («Retrato»), Julia de Burgos («Dadme mi número», «Poema para mi muerte») y Federico García Lorca (Así que pasen   -8-   cinco años), para citar algunas. Pero hay algo más aquí: la inmensa ironía de la segunda parte recuerda al héroe trágico del drama griego, víctima del destino, los oráculos y el sufrimiento. Así, la declaración del primer poema del libro, «Será extraño jugar a las tragedias / pensaréis al mirarme sonriente» se vuelve cruelmente irónica. El poeta creyó en sus presentimientos, y esto siempre conlleva algo de hybris (también llamado hubris), la soberbia heroica del hombre que de alguna manera se acerca a las esferas reservadas exclusivamente para los dioses. Se puede vislumbrar en nuestro deseo de no morir y en el deseo de que los que amamos no mueran, empeño que Jorge Manrique describiera como «querer hombre vivir / cuando Dios quiere que muera» (estrofa 38). En el drama griego, la ninfa Hubris suele venir acompañada de la diosa Némesis, que trae desgracia; en Esquilo interviene otra diosa que es, precisamente, la Ironía (Payne, pp. 20-26). No extraña, pues, que el sufrimiento del poeta en estos Sonetos de la muerte adquiera proporciones mitotrágicas que evocan los antiguos modelos clásicos.

Recordemos, por ejemplo, el caso de Edipo y su destino trágico después de desentrañar el enigma de la esfinge, que, como todos los oráculos, hablaba en forma ambigua y paradójica. A la manera de la esfinge, los presagios que siente Betanzos son irónicamente correctos y equivocados a la vez. Resulta que sus «presentimientos de una muerte anunciada», para parafrasear el título de García Márquez, fueron entendidos mal: la muerte anunciada no fue la suya sino la del hijo. Fue una muerte equivocada, en términos de los presentimientos y equivocada también en términos de la naturaleza, porque los hijos no deben morir antes que sus padres.

La preparación se insinúa hacia el final de la primera sección: el poeta ya sabe interiorizar heridas ajenas, «Mido mi dolor de hombre nuevo en Cristo / por este alto crucificarme en hombre / como si las heridas fueran mías» (I, 27)1. Pero al mismo tiempo la ironía de esta primera sección se vuelve dolorosamente punzante, porque de cierta manera se puede decir que quedó cumplido el presentimiento de la propia muerte: al morir el hijo, el padre se siente   -9-   muerto también. En este sentido, pues, se trata de una muerte compartida. La premonición llega en el último soneto de la primera parte, con un cambio de dirección repentina. El «yo», solitario y sufriente hasta entonces, tiene una visión fatídica. El verso final termina en una nota amenazante, por las referencias a «otro arado» y a su hijo.



Así voy, roto de andar en abierto
precipicio con el penar sintiente.

Me quedo sujeto como iba, atado
a las penas del mundo con mi pena.
La asfixia me retuerce por el duelo.

Veo entrar por mis ojos otro arado
que se pone a arar en mi propia vena.
Hijo del alma, tu alma está en tu pelo.


(I, 28)                


La segunda parte del libro confirma lo peor: efectivamente llega la muerte de su hijo a arar en su «propia vena»2. Desde ahora en adelante la muerte como experiencia compartida será un tema repetido. Está en el título del soneto II, 12 («Sí, me expiré en su muerte viéndolo irse»), y en el verso que le hace eco: «Sí, me expiré en su muerte viéndolo irse». Sobre todo, se comunica la muerte compartida en el insólito uso del doble posesivo: «Su muerte mía» (II, 19). El poeta creyó verse a sí mismo en «el cuerpo muerto, amortajado en traje» (I, 5), pero le aguarda una muerte doble, interiorizada, compartida: «Me veo en muerte suya y me repito» (II, 20), «y en mí te remiro crucificado» (II, 11); «La muerte al lado, a la piel del socaire, / me daba muerte en corazón abierto. / Por él y por mí la noche lloraba». (II, 8).

Hay muchas maneras de ver un fenómeno como verdadero. Basándose en Jung, Marcelino Peñuelas dice de la realidad síquica: «No [es] menos real, por cierto, que la realidad física. Algo parecido ocurre con la palabra 'verdad', que quizá sea otra realidad síquica» (p. 76). Y Cirlot explica que la oniromancia y otras experiencias adivinatorias gozaban de   -10-   prestigio en diversas épocas porque acertaban con suficiente frecuencia: «opinión tan antigua y general demuestra necesariamente que de algún modo tiene que ser verdadera, esto es, psicológicamente verdadera» (p. 25, subrayado de Cirlot). En este sentido, no se puede negar la verdad psicológica de que el padre sienta como propia la muerte del hijo. Además, nos dicen los psicólogos expertos en el proceso del duelo que «hay pérdidas sutiles como las partes de uno mismo que mueren con el ser querido; por ejemplo, la mujer ya no es esposa cuando se le muere el marido, sino viuda» (Northern County Psychiatric Associates; trad. mía).

El libro entero de Betanzos es la expresión de un poeta ya maduro, afligido por un inmensurable dolor humano. Como nos recuerda Jung, todo lo que viene del inconsciente, los sueños, las premoniciones y, en particular, las intuiciones proféticas, son difíciles de interpretar. El poeta interpretó mal, y eso nos pone ante las angustiosas limitaciones del hombre, su humanidad, su impotencia ante fuerzas más grandes que él. Es la lucha del héroe clásico que pertenece a todos los tiempos. La primera sección del poemario está llena de imágenes de la lucha de fuerzas interiores y exteriores:


Intento sortear el precipicio que me gana

(título I, 5)                




Y me gana.

(I, 5:5)                




En cortes de una muerte que me gana

(I, 10:9)                




Forcejeo, lucho, me esperanzo...

(I, 13:5)                




algo semejante a nada en la dura
lucha y tregua en los desfiladeros de hoy.

(I, 13:8)                




Así el dolor en tiempo como araña
se alza con mi fe y gana la partida.

(I, 14:8)                




pañuelo pido para mi alma en lucha.

(I, 14:11)                




Tiene esta zozobra alta que me gana

(I, 16:1)                



Betanzos ha escrito acerca de los presentimientos de otro poeta, Miguel Hernández, y sus comentarios, por ser   -11-   publicados en fecha tan cercana (1997) a la de los Sonetos de la muerte, parecen relacionarse con su propia experiencia, a la vez que calan en la del otro poeta. Pueden tomarse, pues, como una explicación de sus presentimientos, vistos ahora a posteriori. En su artículo «Presentimientos de muerte en la obra de Miguel Hernández», poeta arrancado de la vida demasiado joven, a los 32 años, Betanzos comenta:

Dolor que le agobia y pesa, dolor de todos los colores, dolor gradual y cósmico perdido en el tiempo, que se hace manso conforme camina a su fin. Es por eso que sus últimos poemarios y el Cancionero... se leen con el alma estremecida.


Este dolor «manso» que Betanzos encuentra en Hernández está reflejado en sus propios sonetos: «una pena perseguida y mansa» (I, 13); «un dolor manso, / se ovilla en amorosa mansedumbre» (I, 21). No obstante, las premoniciones de Hernández no eran tan sorprendentes, en vista de los tiempos que corrían y el peligro de vivir durante aquella época de contienda civil. En contraste, los presentimientos de Betanzos procedían, según explica Padilla, de experiencias personales, que provocaron la sensación de que le amenazaba «una muerte palpada cercana» (Antología poética, p. 548). La más reciente de ellas ocurrió en 1985, cuando el poeta se enfermó con lo que temía fuera cáncer. No obstante, los sucesos posteriores mostraron que resultaron plenamente justificados los presentimientos de Betanzos, aun cuando en su momento respondieran a otros temores que no se realizaron.

Sonetos de la muerte tiene esa característica que Harold Bloom estima en Dante: uncanniness o extrañeza. Estamos primero ante extraños presentimientos que no se explican, y luego ante el cumplimiento trágico de los presentimientos. Los sonetos de la primera sección del libro, como toda expresión premonitoria, tienen algo de extraño e incierto. El primer poema anuncia con su título que «[l]a pena me conduce» y, en su primer verso, una profunda transformación de la condición que tenía «hasta ayer». (El verso trae recuerdos del verso de Darío en Cantos de vida y esperanza: «Yo soy aquel que ayer no más decía».) El agudo dolor del poeta -«así de hondo el alfiler que siento»- no se explica más que en términos sugestivos y metafóricos. Según nos   -12-   dice el poeta, no se le nota en el semblante. En los sonetos posteriores, acrecienta la sensación de dolor y desesperanza, pero en términos igualmente vagos.


Yo no sé lo que es esto pero así estoy
con la tristeza como vestidura;
nada me incita, alivia ni me cura
en este crucificar por donde voy.

(I, 13)                



El dolor no es específico: «sólo este dolor que me agobia y cansa / como si el mundo lo tuviera encima» (I, 13). Sin más detalles, parece que se trata de una depresión profunda y prolongada que sigue por los 28 poemas comprendidos bajo el título «Los presentimientos» y que tal vez nos parezca excesiva ante la propia «muerte presentida» (I, 5).

Los sonetos de la primera parte sugieren una actitud de impotente conformidad. El poeta no controla los hechos; detalla las fuerzas que lo dominan, que lo azotan y castigan. Así lo vemos en los siguientes títulos: 1. La pena me conduce, 2. La muerte me dibuja, 5. Intento sortear el precipicio que me gana, 8. La vida se me quema cada día, 9. El alma se me muere en soledades, 12. Por el eco el duelo se me ensaña, 16. En la tierra me sujetan como a reo, 18. La pena me controla, 19. Por sí sola la pena se me muere. Dice en I, 13: «Soy un átomo perdido en la llanura». Pero en los últimos sonetos de la primera parte, el poeta se vuelve más activo y hasta se enfrenta a su enemigo, así:


Me acerco a mis agonías, insisto,
vocifero con la muerte este nombre
y sumo, acelero al penar los días.

(I, 27)                



Para comprender y apreciar Sonetos de la muerte, hay que leer la primera parte dos veces, antes y después de leer la segunda parte. Una relectura de «Los presentimientos» después de leer «La muerte misma» rinde nuevas perspectivas no imaginadas. Sólo así se revela su calidad de texto ambiguo y profundamente enigmático que encierra sus propias claves. La segunda lectura revela la ironía de que el poeta había leído mal su propio «texto» sin ver que las señales estaban allí todo el tiempo. Están en su propio vocabulario: error, equivocación, antifaz, ceguera, ciego,   -13-   oscuro, sin luz, laberintos. Hacia el final de esta sección se agudizan los avisos: «Atado estoy con equivocaciones» (I, 26); «Ese decir que se equivoca y miente» (I, 27). El inconsciente, que es el impulso de las corazonadas, presentimientos y temores inexplicables, no habla con la lógica de la razón; es el «corazón que habla en aires de presagio» (I, 9). Sólo después de leer la segunda parte del libro cobra sentido con toda su profundidad irónica la afirmación «Soy yo el que se ve vivo estando muerto» (I, 2).

Visto de este modo, el sufrimiento del poeta en «Los presentimientos» no fue más que un prólogo a la prueba aun más angustiosa que le aguardaba. El poeta bien podría repetir los títulos de la primera parte: «La vida se me quema cada día» (I, 8) y «En la tierra me sujetan como a reo» (I, 16). La primera parte resultó ser un ensayo de «jugar a las tragedias» para luego afrontar la tragedia inesperada que acechaba. La lectura retrospectiva delata la ironía de la prolongada equivocación inicial y pone en evidencia una terrible verdad: Hay algo peor que la propia muerte, y es la del hijo.




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El soneto

Lo primero que llama la atención es el uso exclusivo del soneto, que aparece por vez primera en la producción poética de Betanzos ya desarrollada a lo largo de cuatro décadas. No pudo ser de otro modo. Como se verá a continuación, el soneto es el género idóneo para la expresión de su dolor de hombre sobrio, herido, roto y adolorido.

La selección del soneto tiene resonancias de continuidad, puesto que se trata de una forma depurada por una larga tradición en las letras. El soneto trae ecos del pasado y de la permanencia. Dice Gicovate: «Queda la forma entonces como una de las más permanentes conquistas del Renacimiento, y, como éste, no es un hecho clásico sino una creación que se propaga cuando la antigüedad irrumpe en la vida medieval» (p. 12). En España, tenemos el lírico soneto de Garcilaso, sobre temas amorosos o tristes, como el bello soneto «Oh dulces prendas por mi mal halladas», escrito a la muerte de doña Isabel. O el culto y elegante soneto gongorino que evoca edificios y ciudades, personas ilustres o el tema amoroso. El soneto fue el vehículo estilizado de quejas y lamentos de   -14-   amor petrarquista. Inolvidables sonetos nos han dado Lope, Quevedo, Unamuno, Miguel Hernández y Machado (autor de «La muerte del niño herido» en Poesías de la guerra).

El soneto clásico, de estirpe renacentista, es el vaso comunicante de más rigidez de forma: catorce endecasílabos y rima consonante simétricamente ordenados. Es todo forma, tanto que sólo al verlo impreso, aun sin haberlo leído, es reconocible como poesía y como soneto. Visto en nivel simbólico, el soneto es forma -reconfortante, segura, resistente al tiempo, resguardo frente a la pérdida o desaparición de la forma del ser amado. Frente a un gran dolor, el soneto es, por su énfasis en la forma, elegancia, sobriedad, emoción contenida. Le permite al poeta expresar su gran dolor, pero de una forma que corresponde a un «dolor medido» (I, 1; subrayado mío) de hombre.

Otro elemento del soneto que lo acerca a la sensibilidad del que ha sufrido una gran pérdida son las pausas obligadas entre sus partes. Nos recuerda Jean Cohen en Estructura del lenguaje poético:

Una página en verso se distingue al primer golpe de vista de una página en prosa por su composición tipográfica. Después de cada verso, el poema continúa en la línea siguiente. Cada verso está separado del siguiente por un blanco que va desde la última letra hasta el extremo de la página.

El blanco es el signo gráfico de la pausa o silencio...

(p. 55)                




En los sonetos de Betanzos, la pausa métrica y la semántica o sintáctica coinciden, lo cual produce tres pausas obligadas entre las estrofas, tres momentos para meditar. Luego, el poema se cierra con un silencio final, pausa tan final como la muerte.

Además de estas pausas mayores, hay otras, menores, creadas por la rima al final de cada verso. La combinación de rima/pausa reproduce una tensión simbólica como la que existe en la oposición vida/muerte. Como dice Cohen (pp. 76-77), la rima se advierte como tal por su ubicación. Si se repiten los sonidos terminales sin pausa alguna, el oído no recoge la rima. Sin rima discernible, se convierte en   -15-   homofonía interna. Se necesita la pausa para distinguir la rima como se necesita la muerte para distinguir la vida.

Los sonetos de Betanzos, en su mayoría, siguen la forma clásica que describe Tomás Navarro Tomás:

En su forma ordinaria, desde el renacimiento al romanticismo, los dos cuartetos endecasílabos que constituyen la primera parte del soneto se han ajustado a las mismas rimas abrazadas, ABBA:ABBA. Los dos tercetos que forman la segunda parte se han combinado de varios modos: CDE CDE, CDC DCD, CDE DCE, CDE DEC, etc.

(p. 134)                




La rima del soneto es, tradicionalmente, consonante. Este tipo de rima es tan limitado en español como lo es en francés: «En francés en particular, el número posible de rimas es terriblemente limitado» (Cohen, p. 79). Dice Gicovate: «Se deben... evitar asonantes. Como en español son pocas las vocales, no siempre se acepta esta regla» (p. 45). Lope reconoce la dificultad de este tipo de rima en su burlesco «Soneto de repente» («Un soneto me manda hacer Violante»), al decir: «Yo pensé que no hallara consonante» (p. 65).

El poeta Betanzos se encierra en su dolor y en su poema. Tales son los límites que se impone el poeta que a veces la rima se vuelve sobre sí misma y es repetición obligada. Los casos así son infrecuentes pero eficaces en términos de reforzar el mensaje. Se ve que la repetición como rima no es un lapso sino un recurso. En tres sonetos, aparece en relación directa a la idea de la repetición en el contenido semántico. Así ocurre en II, 2, donde el primer cuarteto dice: «la muerte repetía sus encargos: / Conmigo es el joven y ya lo escondo» (énfasis mío) y el segundo termina también con escondo. La repetición de desdicha y dicha en dos cuartetos de I, 8 ilustra precisamente la idea de «volver» y «remirar»: «Vuelvo. Miro y remiro esa desdicha». Y en II, 20, la doble rima de empina, reforzada además por el encabalgamiento al terceto, está ligada explícitamente a la repetición: «Me veo en muerte suya y me repito / como repiten su aire los espejos». En dos otros sonetos, el recurso tiene otro efecto. La rima repetida de lanza entre los dos cuartetos, con encabalgamiento adicional, en II, 3 comunica una insistencia obsesiva en la imagen lacerante: «es mi hijo muerto y quieto como   -16-   lanza. / Lanza fría, cuerpo duro, hijo en lanza». Parecido es el efecto de enfoque justificadamente único y obsesivo en II, 21 comunicado por tres rimas con la palabra niño -que aparece tres veces más en el poema y también en el título- y por la rima de hijo en dos versos.

Las palabras que se encuentran al final del verso, por ser las que se riman, reverberan más en el poema. Cuando algunas de ellas reaparecen en el poemario, cobran relieve particular, especialmente las que se presentan cinco veces (número comúnmente aceptado como mínimo significativo en los estudios estilométricos [Irizarry, Informática, p. 91]) o más en esta posición. El siguiente esquema registra la frecuencia de repetición en la rima final de los 56 sonetos. El número de ocurrencias aparece en la primera columna; la segunda indica cuántas palabras en posición final corresponden a cada frecuencia. Se identifican las palabras rimadas que se repiten en el libro cinco veces o más. Por ejemplo, el vocablo vida ocurre en rima 16 veces; es la única palabra que corresponde a esa frecuencia, que es la más alta del poemario. Dado el título Sonetos de la muerte, resulta sorprendente que vida sea la palabra más frecuente en posición final. Le siguen en frecuencia algunas palabras relacionadas con la muerte -nada, pena, muerte-, otra que refleja el efecto en el poeta -siento- y la voz anida, que sugiere ternura, protección. Llegan a cinco las rimas que utilizan ojos, la parte del cuerpo que más revela la muerte o la vida, y amado.

Frecuencia de repetición Número de palabras rimadas
en cada frecuencia
% de las 784 palabras
1 [una sola vez] 413 52.7
2 97 12.4
3 32
4 5
5 ojos, amado 2
6 muerte, siento 1
7 anida, nada, pena 4
16 vida 1
Resumen:   -17-  
Número de palabras totales al final de verso= 784
Número de palabras distintas que riman= 555
Porcentaje de formas diferentes= 70.8%

Según se ve en el resumen, las palabras rimadas se repiten poco: más de la mitad (el 52.7%) de las 784 palabras rimadas ocurren una sola vez, y el 12.4% dos veces. La tasa de formas diferentes a palabras totales, que es, esencialmente, una medida de variedad, es 70.8%. Es decir, de las 784 palabras que ocurren en posición final rimada, el 70.8% no se repite. Todas las palabras rimadas están incluidas en un apéndice al final de este estudio, formando un «diccionario propio» (procedente de los sonetos) de rima. Las palabras están organizadas en orden alfabético inverso, desde la última letra, para así poner en evidencia la rima.

La rima final es la más potente por su resonancia, pero en los sonetos, la rima no queda únicamente al final del verso, sino que surge también como rima interna, tanto asonante como consonante. Como ha observado Mildred Murphy Drake en su estudio comprensivo del fenómeno en Juan Ramón Jiménez, «la rima interna es uno de los elementos más ilusorios perceptibles en la poesía moderna y uno de los pocos elementos formales aún no examinados a un grado apreciable en la poesía española» (p. 12, trad. mía). Hay rima contingente y aliteración en varios poemas: «crudo y rudo» (I, 15); «clamo y llamo» (I, 4); «luz en cruz» (II, 18); «alza y calza» (II, 25), como así también aliteración: «alma alada» (I, 3); «pena en penares», «lanza y llana» (I, 24); «he perdido, hijo, al irte» (II, 15).

En II, 3, «La pena me arrasa con su pena», se combina la rima al final de verso con rima interna. Se repiten tenazmente lanza y pena en posición final (abajo subrayados). A nivel semántico se producen unas asociaciones paradójicas en «pena que me arrasa con su pena» y en hijo «como lanza» y «en lanza». Las rimas, tanto las interiores (en negrita) como las finales (en cursiva), son como golpes de tambor fúnebre.



Ya no puedo más; la pena me alcanza;
me come los costados y la boca,
me rompe el pensar, me duele, me toca:
es mi hijo muerto y quieto como lanza.
-18-

Lanza fría, cuerpo duro, hijo en lanza
hacia otro firmamento en roca. Poca
luz por dentro. Es el alma que se aboca
a otra dimensión por la que ya avanza.

Aquí tu padre, hijo del tiempo largo,
tu padre de la sed y los martirios.
Por tu hondo sufrir se alza con tu pena.

Más punzante el dolor y tan amargo;
me hallo con la muerte en color de cirios
y la pena me arrasa con su pena.

(II, 3)                




En la primera parte del poemario, se nota la rima interna en I, 22:


Desde el cielo que lo veo tapado
e intento sumergirme hasta su fondo,
así también va mi anhelo, así de hondo.



Hay otros ejemplos de rima interna, entre versos en II, 15: flor/calor (vv. 11 y 12) y en II, 17: quedaba/enredaba (vv. 2 y 3) y, en tres sonetos, de -ojos en el mismo verso: «Rojos eran también los soles flojos» (II, 7); «Ojos en pena se nos hacen cojos» (II, 11); «Rojos como la sangre los cerrojos» (II, 27).

La crítica tiende a tener la rima interna por fortuita (Drake, p. 8), pero para Ned Davison, la complejidad de los patrones fónicos en un poema no es accidental sino mayormente inconsciente (Davison, p. 13). Como nota este mismo crítico, los patrones formales contribuyen a un sentido de orden, disciplina, control y seguridad (p. 45). La rima interna en estos sonetos de Betanzos funciona así, contribuyendo a que sirvan como asideros en una situación caótica y angustiosa.

Se debe mencionar también otro tipo de rima, la que encadena un poema con otro. La rima final de vida y anida en II, 15 se encadena con la de adormecida e ida en el próximo soneto. Parecida encadenación ocurre entre I, 27 («mar sintiente») y I, 28 («penar sintiente»), en ambos casos al final del octavo verso.

El soneto es sobre todo, sistema y normas, y en el uso de la rima de fin de verso, Betanzos se desvía poco del formato   -19-   rigurosamente clásico, con su rima tradicional, desde A hasta E. La acentuación varía, creando distintos efectos y sensaciones. El libro empieza con un endecasílabo melódico de acentos en las sílabas tercera, sexta y décima: «Hasta ayer concea la alta cima». Es una acentuación que, según Navarro Tomás, «[s]e distingue por su movimiento equilibrado y flexible. Frecuente en pasajes uniformes» (p. 52). El penúltimo soneto termina en un fuerte staccato de cuatro, en vez de tres, notas acentuadas: «Tendrás que llorar en , Dios amado». En el último soneto del libro predomina el metro de acentos en segunda, sexta y décima, subrayado en el título y en el verso final: «La faz del hijo muerto está a su lado». Es el llamado «endecasílabo heroico», empleado en poemas narrativos (Navarro Tomás, pp. 51-52), lo cual evoca de nuevo la identificación anteriormente señalada del poeta con el héroe de dimensiones trágicas.

Dice Gicovate que «para el crítico de hoy poesía es la expresión lingüística que rige el pensar en un sistema o estructura que contiene su propio destino» (p. 12), y el soneto lo demuestra plenamente. No es sin significación el hecho de que Betanzos favorece la estructura rígida de dos cuartetos de rima ABBA/ABBA y el sexteto dividido en dos tercetos que repiten la misma rima correlativa, de CDE/CDE. Pudo haber optado por la rima más compleja (el itálico renacentista rima alternata o enlazada, CDCDCD, que es común en Boscán), pero queda con CDECDE, que también usó Boscán y que es el esquema predilecto de Garcilaso, en la mitad de sus sonetos (Gicovate, p. 41), y de Miguel Hernández, poeta estudiado por Betanzos. En la primera parte, de cuando en cuando se introducen variantes. En I, 5, por ejemplo, la rima se expande a ABBA CDDC DDE EFF y el soneto I, 2 es de rima asonante. En general, el poeta rehuye el ingenio formal y retórico. Se encierra en el soneto de corte tradicional y lucha con su dolor dentro de sus confines.

La estructura del soneto tradicional favorece este empeño. Su destino es volver sobre sí mismo, tanto en su contenido como en su rima. Con razón el sexteto de los sonetos se denomina la «vuelta», porque recapitula, completa o prolonga lo que se ha expresado en los serventesios anteriores.

La retórica de la repetición típica del soneto petrarquista, desde el estricto conduplicatio dentro del poema o de poema   -20-   en poema, reproduce el retorno sin cesar de pensamientos obsesivos (Hoyt, pp. 96 y 116). La repetición no es sólo un principio retórico sino temático, de topoi que reverberan con sus ecos en constante referencias cruzadas. El libro contiene nexos, permutaciones sutiles, dentro de y entre poemas, que dan la sensación de permanencia y de cambio a la vez:


Vuelvo. Miro y remiro esa desdicha

(I, 8:5)                





lo miro y remiro en gozos fecundos.

(II, 11:4)                





Me quedo solo en el dolor medido

(I, 3)                





Me quedo solo en el dolor seguido.

(I, 18)                




Por lo tanto, en Betanzos el soneto como forma poética, con su equilibrio y uniformidad, funciona como un consuelo, un resguardo, un refugio frente al caos y lo informe. Esta sensación se acrecienta por efecto cumulativo en los 56 sonetos. Su forma previsible y cumplida sugiere control; produce un efecto de seguridad y tranquilidad. Su historia recoge a la vez una tradición antigua, que se inaugura en España en los Sonetos fechos al itálico modo de Santillana, una tradición que es «suma de un pasado» (Gicovate, p. 28): «[L]a glorificación de la rima lleva en sí una guía mnemónica y una actitud lingüística medieval» (Gicovate, p. 29). El soneto, entonces, es recuerdo, continuidad, estabilidad y emoción contenida, pero es también renacimiento. Para Betanzos el soneto será, de cierto modo, su tabla de salvación. Como Orfeo quiso rescatar a Eurídice con la lira, Betanzos rescata a su hijo y a sí mismo mediante el soneto.




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Los títulos

Los títulos, como todo lo demás en este libro, tienen una dimensión semiótica que funciona en concordancia con el contenido. El título es y no es parte del poema. Añade algo, como si fuera otro verso, a los 14 versos del soneto. Cada título, desvinculado del poema en primera instancia, desprovisto de contexto, se ve desarbolado. Como fragmento inconcluso, en espera de aclaración, introduce un elemento inquietante y una sensación de expectativa. En algunos casos asienta un «hecho» incomprensible, extraño: «Hijo del   -21-   alma, tu alma está en tu pelo» (I, 28). Hemos de buscar su sentido en el poema, como el poeta mismo busca el sentido de los hechos que lo tienen agobiado. Cada poema, de cierto modo, viene a ser una glosa del título que lo encabeza. Visto de otra manera, el título funciona como «presentimiento» del poema; lo anticipa y nos pone en ánimo expectante.

Los títulos de los Sonetos de la muerte corresponden, por lo general, a distintos versos del poema. Sólo en seis poemas el título se repite en el verso inicial. Con más frecuencia (en 13 de los 56 sonetos) se repite en el último verso, sobre todo en la segunda parte, «La muerte misma» (en ocho de los sonetos). El efecto es reconfortante, puesto que se produce una sensación de equilibrio y de círculo cerrado. El último poema en ambas partes del libro repite su título en el último verso, produciendo un efecto de circularidad, de equilibrio en la relación de principio y fin.

No todos los títulos se repiten en los versos del soneto, es decir, a veces el título se pierde y no se recupera, como si fuese un espejo de la muerte. Así sucede, notablemente, en «La esperanza está cerrada» (I, 3), título que no aparece en el poema. Se puede decir que para el padre/poeta la esperanza no se encuentra como tampoco se encuentra el título en el poema.

Algunos títulos se reparten luego en más de un verso. En el soneto (I, 4), el título «Desde mis ansias clamo y llamo» se reparte en «mis ansias» en el verso 12 y en «clamo y llamo», en el último. El título «El alma se me muere en soledades» (I, 9) se extiende en el último terceto, como si se tratara de lograr la lentitud que el último verso expresa: «Con las ansias de morir se me empieza / lenta a morir el alma en soledades».

La transformación de título a verso es a veces de una o dos palabras. En I, 20 redimidme se vuelve vendimiadme. El título de II, 1 «Mi hijo tiene ya su perfil de amanecido» se altera levemente en el primer verso: «Tiene ya un serio perfil de amanecido». «Se me fue de brazos en la caída», título del soneto II, 17, parece aludir a la caída de un niño de los brazos de su padre, pero se transforma en el primer terceto a la que sucedió en realidad, la del hijo adulto: «Se me fue de bruces en la caída» (II,17). En II, 19 el título «Puñetazo de amor derecho al día» anticipa la rima B en el esquema ABBA, mientras que el verso «puñetazo de amor pero aterido» se ajusta a la rima A. No hay ningún patrón discernible en la   -22-   repetición o transformación de los títulos; ¿cómo lo va a haber tratándose de sucesos incomprensibles?

La relación del título con el soneto se vuelve, de alguna manera, un juego de escondite, de tratar de hilvanar, buscar, encontrar o recoger algo que se nos da pero que se transforma o huye. De esta manera, viene a ser un reflejo el contenido mismo, que es la historia de una pérdida.




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Diferencias entre las dos partes

No hay detalle que no cobre significación semiótica en este poemario tan cuidadosamente creado. Con el cambio en las experiencias que motivan «Los presentimientos» y «La muerte misma», se advierten cambios sutiles en la expresión poética y no tanto en la estructura, que demuestra equilibrio en el número de sonetos, 28 en cada parte.

A nivel léxico, las voces pena y dolor se repiten como un motivo constante en todo el libro. Su constancia se puede medir por frecuencia, pero citar un número absoluto de frecuencias de cualquier palabra no comprueba nada en sí, excepto que es un tema repetido. Por otra parte, las frecuencias, en sentido comparativo, pueden ser reveladoras. Al comparar las frecuencias de las voces pena y dolor, se nota algo curioso: no se incrementan en la segunda parte, como se podría esperar. La constelación pena, penar y penares ocurre 34 veces en la primera y 23 en la segunda (incluyendo los títulos). Dolor o dolores ocurre 24 veces en la primera parte, pero una de ellas aumenta el número considerablemente por ser un «dolor multiplicado en cientos» (I, 19). En cambio, hay sólo 16 referencias al dolor en la segunda parte. Esta inversión de lo que sería lógico -un incremento en la segunda parte por la muerte del hijo- parece confirmar la hipótesis que ofrecí anteriormente, de que la primera parte resulta ser, irónica e inconscientemente, un ensayo para la experiencia devastadora que aguardaba. Sólo por haber poetizado su dolor así en la primer parte pudo llegar el poeta a la expresión tan depurada y controlada al enfrentarse con la realidad, más terrible aún que la que había considerado.

No aparecen ni una sola vez en la segunda parte las voces esperanza/esperar, ocho veces mencionadas en «Los presentimientos».

  -23-  

Sólo aparecen preguntas en la primera parte y son únicamente dos. Ocurren al principio y son más bien interrogaciones retóricas, de diálogo interior:


¿Por qué seguir alzando la esperanza,
y por qué esperanzarse en la alborada
cuando la luz se cierra y todo oscuro?

(I, 3)                





¿Pero es vida
el desvivir que en muerte se me anida?

(I, 4)                




Las exclamaciones son, por lo general, más largas en la primera parte y, contrario a lo que se podría esperar, más frecuentes (10, comparadas a 6 en la segunda). En dos poemas vienen encadenadas, como un torrente:


¡Paredes tercas de los infinitos!
¡Parapetos de las inmensidades!
¡Labrad, por Dios, las ansias con que clamo!
¡Santo Dios de la muerte y de la vida!

(I, 6)                



¡Alza mi empeño, Dios de los quereres!
¡Hazme más claro, más humano y tierno!
¡Sublima este dolor de perseguido!

(I, 20)                





La sobriedad y el control son mayores en la segunda parte; las exclamaciones se reducen a: ¡páralo!... ¡áralo! (II, 1); ¡Dios mío! (II, 12); ¡Hijo! (II, 17), ¡Ay! (II, 20); ¡Qué pena, Santo Dios, que me alza y calza! (II, 25) En fin, con la muerte del hijo, cesan las preguntas y se reducen las exclamaciones; a mayor tragedia, mayor contención.

El «antagonista» de ambas partes del libro es la muerte y por lo tanto, su presencia está en todas partes, pero no por igual. La frecuencia de las formas relacionadas a morir, muerte, muerto, fallecer, difunto, yerto en distintas formas suben desde 45 en «Presentimientos» a casi el doble (88) en «La muerte misma». Si sumamos las ocasiones en que formas del eufemismo fue, ir e ido se usan de la misma manera (16 -una vez en I y 15 en II), llegan las cifras de la muerte en la segunda parte del poemario a exceder por mucho las de la primera. Inversamente, como es de anticipar, se reducen las formas de vivir y vivo, de 25 en la primera parte a solamente 4 en la segunda.

  -24-  

Dios (Señor, Cristo) está presente en la primera parte once veces, todas en el contexto de apelaciones:


¡Labrad, por Dios, las ansias con que clamo!

(I, 4:11)                





¡Santo Dios de la muerte y de la vida!

(I, 6:14)                





No tengo, Santo Dios, otro camino

(I, 8:9)                





Abrid, Señor, al corazón respiro,

(I, 8:13)                





abre, por luz de Dios y asilo pido.

(I, 11:11)                





¡Qué Dios con almas buenas por mí velen!

(I, 12:8)                





Permíteme, Señor, que conmigo hable

(I, 12:12)                





Más dolor no ata. Gracias, Señor, gracias.

(I, 15:14)                





¡Alza mi empeño, Dios de los quereres!

(I, 20:12)                





y hallo, Dios mío, que me dicen, ¡Vente!

(I, 23:8)                





Mido mi dolor de hombre nuevo en Cristo

(I, 27:10)                




En la segunda parte, la presencia de Dios es más frecuente -19 veces- y variada discursivamente, en forma narrativa (9) al principio y, más tarde, casi exclusivamente en apelaciones (10):


Dios se marchó en duelo de su cabecera

(II, 1:3)                





y soplaba a Dios parado y Dios callaba.

(II, 1:11)                





Mi corazón en Dios se partía y rajaba.

(II, 1:14)                





que Dios se repartía en un te quiero,

(II, 5:7)                





que Dios se me ata cerca y por mí llora.

(II, 5:14)                





Vi a Dios irse con su pena en olor.

(II, 12:8)                





¡Dios mío! Y la muerte se lo apretaba.

(II, 12:11)                





Dios sabrá los porqués de estas rarezas.

(II, 14:4)                





Dios lo supiera en soplos de llanezas

(II, 14:5)                





Sálvame, Señor, del horror oscuro

(II, 16:1)                





Dime, Dios amor, y mi hijo se me iba

(II, 19:9)                





dime, Dios mío, el pero de su muerte.

(II, 19:11)                





Mi hijo se me fue, Dios, y cuánta inquina

(II, 20:5)                





¡Ay! su dolor, Dios mío, tan cercano.

(II, 20:11)                





Dios en aire suyo le da la mano.

(II, 20:14)                





¡Qué pena, Santo Dios, que me alza y calza!

(II, 25:14)                





no me consuelo, Dios, con su partida.

(II, 27:13)                





Tendrás que llorar en mí, Dios amado.

(II, 27:14)                




En la primera parte, el hijo aparece en un solo poema, el último, que sirve como nexo a «La muerte misma». En la segunda parte, está presente en todos, menos el soneto 13   -25-   («De penares el alma se me azula»); ha desaparecido de este poema, como así también de la vida, y el lector siente su ausencia.

Como se ha visto, la segunda parte, con menos preguntas y exclamaciones, es de suma sencillez y sobriedad, y dominada por dos conceptos que, a fuerza de repetición y acumulación, en un soneto tras otro, llegan a resonar sin tregua en crescendo: la muerte y el dolor. Dios está allí, pero queda la terrible realidad, que puede resumirse en un verso tan tierno como sencillo: «Me duele el fallecer del hijo mío» (II, 15).




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Ecos del pasado: elegías y plantos

En su ya clásico estudio, Jorge Manrique o tradición y originalidad, Pedro Salinas muestra cómo un gran artista puede transformar elementos sacados del acervo del pasado para crear con ellos una expresión nueva y única. Los grandes artistas, como ha señalado Harold Bloom, no se amilanan ante las obras maestras del pasado; la «ansiedad de influencia» que amedrenta a los artistas débiles estimula el genio de los grandes (p. 11). No sorprende, por lo tanto, encontrar entretejidas en estos Sonetos de la muerte hebras de grandes obras del pasado literario español, en reconocimiento de su inspiración.

En la «triste noche que se tuerce y se inflama» (I, 5), hay ecos de «Noche oscura del alma» de San Juan de la Cruz. Como Santa Teresa -«vivo sin vivir en mí»-, dice Betanzos: «forzado vivo en mí sin esperanzas» (I, 12).

La referencia es explícita con respecto a Jorge Manrique:


Y me quedo con el morir del río
como Manrique con la mar en puerta.
Te veo así, hijo, con la cara yerta;
muerta la voz, la fuerza sin el brío.

(II, 18)                




Manrique a su vez había construido sus coplas sobre una rica tradición literaria, en particular el género de los plantos (Salinas; Montgomery). Las referencias de Betanzos a río y camino y a «Corredores en el tiempo, hijo mío / laberinto y pasillos» (II, 18), traen ecos de Manrique (y desde luego, de Machado). Pero tan notables son las diferencias entre estos sonetos y las Coplas de Jorge Manrique como las   -26-   semejanzas. Las Coplas terminan con serenidad y resignación. Como señala Thomas Montgomery, Manrique mueve de lo particular a descubrir la realidad última, el paso del tiempo; progresa de una expresión de duelo a una meditación sobre el tiempo y una acomodación a él, casi una conquista (Montgomery, pp. 488-89). Al sublimar la experiencia en arte, Manrique articula el proceso de conquistar el dolor y llega al estado final de resignación y ecuanimidad (Montgomery, p. 489). Esto no es posible en los Sonetos. No puede haber aceptación tranquila cuando se ha alterado el orden natural de las cosas y se muere el hijo antes que el padre.

Montgomery, basándose en el libro Bereavement, de Colin Murray Parkes, estudia el proceso del duelo en Jorge Manrique, distinguiendo los pasos que los psicólogos han observado en las personas que han perdido a un ser querido: 1) El impulso de búsqueda (recuerdos, experiencias de otros autores anteriores, explicaciones). Uno se siente perdido, hace preguntas, recurre a una dolorosa repetición de recuerdos. (2) Ira (dirigida a la muerte, por ejemplo), asociada con la frustrada búsqueda. (3) Aceptación. Montgomery nota que el Maestre aparece como figura para restaurar la fe. A través de las palabras de su recreación literaria del padre, el hijo recupera al padre y hace las paces con su muerte, cosa que no ocurre en los sonetos de Betanzos.

En el verso final de Manrique, el hijo que perdió a su padre, dice: «que aunque la vida perdió, / dexónos harto consuelo / su memoria». El padre que perdió a su hijo trata de consolarse en uno de los últimos sonetos («Rezo como puedo por consuelo, hijo» [II, 25]), pero no hay consuelo posible para el padre que sobrevive a su hijo («no me consuelo, Dios, con su partida» [II, 27]). Los vocablos consuelo y consolar no aparecen más que en estos dos versos. El dolor viene de tener que vivir. Hay una inversión del famoso verso de Jorge Manrique: «querer hombre vivir / cuando Dios quiere que muera, / es locura» (estrofa 38). El atribulado padre se encuentra en la situación de querer el hombre morir cuando Dios quiere que viva. No es esencial saber los detalles; de hecho, el poeta nos da bien pocos. El contraste con Manrique es notable. Se trata de un padre ante la muerte prematura del hijo y la alteración del orden natural de las cosas que hace imposible el consuelo.

  -27-  

La personificación de la muerte que ocurre en las Coplas de Manrique, como antes en las danzas de la muerte medievales, es otro punto de enlace. En el poema de Manrique, la muerte viene llamando a la puerta del Maestre. En los sonetos de Betanzos, «la muerte iba por su escalera; / iba y saltaba por el corredor», «le vino a la cabecera» del hijo (II, 12) y «La muerte lo encerró en tupido velo» (II, 26). Y así como la muerte encontró al Maestre listo para aceptarla, al hijo «la muerte lo halló dispuesto / rompiendo, de golpe, la vida en diez. / El alma del bueno se fundió allá» (II, 10).

El poema de Manrique, aunque no está dividido formalmente en dos partes como los sonetos de Betanzos, está efectivamente dividido por el contenido, general en la primera parte (estrofas I-XXIV) y enfocado sobre la muerte de su padre en la segunda (estrofas XXV a XL). Manrique no nombra a su padre, «el maestre don Rodrigo / Manrique» hasta la estrofa XXV y es la única vez que lo hace. Betanzos no nombra a su hijo hasta el cuarto soneto de la segunda parte («tu cuerpo de muerto, hijo Manolo») y repite el nombre sólo una vez más, en II, 6: «Tu nombre en risa se llamó Manolo» (II, 6).

Otro intertexto cuyos ecos se pueden percibir en Sonetos de la muerte es el famoso «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» de Federico García Lorca, en particular los siguientes versos de la segunda parte, «La sangre derramada»:


Buscaba el amanecer, / y el amanecer no era
Busca su perfil seguro, / y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo / y encontró su sangre abierta.

(p. 468)                




Dice Betanzos, manteniendo una estructura paralela parecida:


Busco aurora y la aurora se colgaba

(I, 3)                





y soplaba a Dios parado y Dios callaba

(II, 1)                




Otro ejemplo son estos versos de la elegía de Lorca:


Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban
-28-
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.

(p. 470)                




Los de Betanzos son parecidos en su paralelismo y sus referencias a objetos líricos, pero son más tranquilos. El polisíndeton aparece sin los dramáticas cláusulas subjuntivas en paralelo de las frases lorquianas:


Ya no hay voz en el alma que la anida,
no hay sol y agua en tu pozo ni en tu pino,
ni ansias, ni ala en el tacto de tu tino,
alma mía, de mi sangre y mi vida.

(II, 25)                




Además, les sigue una referencia a la sangre como en el modelo lorquiano: «busco en mi luz la sangre que te diera».

El viento en los sonetos viene a ser casi un personaje, como en Romancero gitano de Lorca. Dice Betanzos:


La bondad le venía por los ojos
y el aire se estremecía de celos.

(II, 7)                




El viento aparece en varios sonetos: «la luz se dibuja en viento» (I, 7), «Dad descanso a los traicioneros vientos» (I, 14), «Largos / los vientos de la muerte» (II, 2), «con el viento y sus sañas / me crucifico...» (II, 24).

Las alusiones a Manrique y a Lorca establecen un diálogo con estos autores de famosas elegías. Pero perder al padre o al amigo no es como perder a un hijo. Por eso, aunque no hay ninguna alusión explícita a La Celestina en los sonetos, conviene recordar, a modo de contraste, cómo el padre, Pleberio, expresa su dolor ante el cuerpo de su hija Melibea. Pleberio, utilizando muchas de las figuras retóricas asociadas con el planto, increpa a la vida, a la fortuna variable, al mundo, al amor pasional y finalmente, tras el clásico ubi sunt, a la hija misma: «¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?» (p. 236). Ve al hombre como caminante por un laberinto de errores. «Pues desconsolado viejo, ¡qué solo estoy!». Todo el planto de Pleberio, escrito en prosa, queda en el segundo nivel del duelo señalado por Parkes, la   -29-   ira. Los sonetos, en cambio, están llenos de ternura, evidente en epítetos íntimos, como «hijo del alma» (el más frecuente), «hijo del ala...», «hijo del tiempo largo», «hijo del olivo». Conviene recordar también que los personajes de la tragicomedia de Rojas son entes de ficción, mientras que los sonetos reflejan una experiencia verdadera.

Las resonancias de Manrique, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y Lorca están en los sonetos, pero sólo en medida suficiente para evocar una gran tradición literaria, porque cada poeta frente a la contemplación de la muerte propia o la experiencia de la muerte de un ser querido ha de encontrar su propia voz, como Betanzos nos enseña en sus Sonetos de la muerte.




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Presencia/ausencia del hijo

No es sin importancia el hecho de que Betanzos decidiera escribir una serie de sonetos. Por la limitación de los catorce versos, difícilmente se podría concentrar en un solo soneto la amplitud de elegías más extensas como las Coplas de Manrique, la «Elegía por Ramón Sijé» de Hernández y «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» de Lorca. Además, los poemas en serie indican un dolor que se prolonga en el tiempo, dolor terco e insistente. Como dice el poeta: «Así de terca es su ala repetida» (I, 6); «La vida se me quema cada día» (I, 8). Podemos decir de Betanzos lo que dice Gicovate del soneto que dedicó Lope de Vega a Elena de Ossorio: «Pero ni la sabiduría y la lectura, ni la memoria y la erudición, ni el trabajo constante y la técnica aprendida explican la maestría sutil que armoniza toda la emoción ante la pérdida de un ser querido que se ha extraviado» (pp. 99-100). Una serie de sonetos permite al poeta acercarse a «toda la emoción», perfilar al hijo y trazar el curso de su muerte en el tiempo: «Se fue» (II, 7), «se me fue» (II, 16; II, 20), «se me iba» (II, 19). Las alusiones a las circunstancias son pocas y fuera de orden cronológico: «Se me fue de bruces en la caída» (II, 17); «Se me muere entre hospitales...» (II, 2).

Los sonetos como conjunto también hacen posible que el poeta nos dé una semblanza del hijo, como construye Jorge Manrique la de su padre en diversas estrofas de su largo poema. Vamos conociendo al hijo poco a poco, recogiendo fragmentos de distintos sonetos, que captan distintos   -30-   momentos, pero no en orden cronológico. De su edad al morir, sabemos que había pasado «[d]e niño al hombre» (II, 11); «ya un hombre hecho» (II, 23). La muerte en el soneto II, 2 lo llama «el joven». En algunos poemas (11, 21, 23, 25) aparece como niño en el recuerdo del padre. En II, 21 el padre lo ve en el pasado («De la mano de la madre iba el niño...») y, unos versos más tarde, en el presente: «No saluda a los humanos el niño / y la madre en flor me lo recuerda ahora» (énfasis mío).

El hijo se hace presente en el recuerdo:


... allí está mi niño chico, contento,
libre como la garza por el viento;...
Veo a mi hijo pasear con su madre;

(II, 11)                




En el último poema del libro, el recuerdo choca con la realidad; las edades se confunden en la terrible realidad: «Mi niño es ahora el hombre que se ha muerto». En el último soneto, «madre es la que transfigura en año / las edades del hombre que está yerto», mientras que la visión del padre recrea a ambos, madre e hijo, en el pasado:


La veo en tiempo con su niño cierto
jugar a los barquitos en el baño,
acurrucarlo en fe con aquel paño
y amor de tanto amar en el acierto.

(II, 28)                




No es hasta el quinto soneto de la segunda parte que vemos al hijo hombre como era en vida. Su presencia está postergada, como la del Maestre en las Coplas de Jorge Manrique.

Lo primero que se destaca en el hijo es su generosidad:


Te quitabas la ropa para darla
al pobre de la nieve caminero.
Así tu línea clara de arriero
con alma siempre lista para alzarla.

(II, 5)                




¿Cómo era este hombre? El retrato más completo está en el soneto II, 10, que se comentará en detalle más adelante, en el que se destacan cualidades morales -su candidez, inocencia, su «querer / que anida rosas y tesón / a la misma vez»- y   -31-   físicas: «su noble frente y su limpia tez», «su cara de amor crecida».

La anáfora que detalla otras virtudes del hijo acrecienta el tono elegíaco, recordando la serie de Jorge Manrique que empieza con «¡Qué amigo de sus amigos!».


Así de alta tu mano de infinito,
    así de noble tu ojo amor de hilo,
    así con gracia tu alma enrolladora.

(II, 5)                





    Así sumó bienes en su andar e ida

(II, 26)                




Llegamos a saber que fue bueno («El alma del bueno se fundió allá» [II, 10]) y sobre todo, bondadoso: «pasos de bondad» (II, 5.6); «la bondad le venía por los ojos» (II, 7.1) y de alegría natural y vital: «Iba con la risa de alma en broches» (II, 9.3) y tenía la «sonrisa aurora» (II, 21).

Estas breves descripciones no se detienen en rasgos distintivos, sino que forman el retrato de un bello ser humano que fue amado por sus padres y que desapareció. Su nombre, como mencioné antes, sólo aparece explícitamente en dos poemas, de modo que cualquier lector padre o madre no puede menos de identificarse con el inmenso dolor que significa el perder al hijo. Sólo una colección de «Sonetos de la muerte» con su valor cumulativo puede abordar las múltiples dimensiones y los matices del ser querido llamado «hijo».




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Voces hablantes y dialogantes

Sería petulancia que un crítico hablara aquí en términos de «voz poética» en vez de identificar al yo de estos sonetos con Odón Betanzos, poeta y padre. Es un poemario absolutamente verdadero: la voz hablante es suya, a tal punto que su relación con el hijo llega a suplantar cualquier otra identidad. Nos lo dice sin ambages: «El padre, yo de nombre» (II, 8).

No obstante, hay otras voces hablantes, particularmente en la primera parte:


... una mezcla de dolor e infierno
y hallo, Dios mío, que me dicen, ¡Vente!

(I, 23)                




  -32-  

    La muerte azul en voz me dice, ¡vente!

(I, 24)                





un gran viento interior me decía, ¡páralo!

(II, 1)                





las fuerzas negras imponían el ¡áralo!

(II, 1)                




En las Coplas de Jorge Manrique, el poeta incluye varios diálogos. Primero dialoga él con sus lectores («Ved...», «Dezidme...»), luego con la muerte y, finalmente, se reproduce un diálogo entre la muerte y el padre. Betanzos también dialoga con sus lectores al comienzo, en la primera parte: «medidme» (I, 1), «miradme» (I, 1), «No vedme» (I, 7), «redimidme» (I, 20), «vendimiadme» (I, 20). También se dirige al cosmos, con metáforas concretas de paredes y parapetos:


¡Paredes tercas de los infinitos!
¡Parapetos de las inmensidades!
¡Labrad, por Dios, las ansias con que clamo!

(I, 4)                




Se dirige a Dios en ambas partes, pero más que nada, dialoga con el hijo ausente, un diálogo que se inicia en el título y verso «Hijo del alma, tu alma está en tu pelo» (I, 28), al final de la primera parte:


Aquí tu padre, hijo del tiempo largo,

(II, 3:9)                





hijo del alma que te fuiste entero,

(II, 4:2)                





hijo de mi ala sangre y de mi vida.

(II, 4:8)                





Ya ves, hijo, tu solo cementerio

(II, 4:12)                





a tu cuerpo de muerto, hijo Manolo.

(II, 4:14)                





Hijo del alma que te fuiste solo

(II, 6:9)                





he perdido, hijo, al irte, los penares

(II, 15:13)                





¡Hijo!, por tu corazón mi alma anida

(II, 17:12)                





Ya lo ves, hijo, con tu muerte, verte.

(II, 17:14)                





Corredores en el tiempo, hijo mío,

(II, 18:1)                





Te veo así, hijo, con la cara yerta;

(II, 18:7)                





Mi alma, hijo, de tu luz se alza y me llena,

(II, 24:5)                





hijo del alma sin mí en la partida.

(II, 25:4)                





Rezo como puedo por consuelo, hijo;

(II, 25:9)                





No me canso de la pena en verte, hijo

(II, 27: título)                





No me canso de la pena en verte, hijo;

(II, 27:9)                




A pesar de decir «Sólo el sufrir con tu muerte dialoga» (II, 18), el diálogo es con el hijo. Cada apelación al hijo es, en   -33-   el poema, una negación a la muerte porque el diálogo lo recrea, lo evoca y lo trae a la presencia del poema y del padre.

En el último soneto del libro, sobrio y trágico, el poeta se retrae; se vuelve observador, y el soneto, narrativo. Las únicas autorreferencias son «mi niño» y «veo». Es una escena que evoca muy sutil y delicadamente, un cuadro de la mater dolorosa. «La faz del hijo muerto está a su lado». Cesa el diálogo, que cede al silencio. El «niño quietecito» y «el hombre que se ha muerto» han dejado «solo mundo, solo centro» y el resto es silencio, como el de la pausa final, que es la que marca el fin del poemario.




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Efectos fónicos y rupturas

Dentro de la forma del soneto tradicional, hay efectos en estos sonetos que son originales y muy particulares, y que responden, como todo en el libro, al contenido emotivo y vital. Habría que señalar, por ejemplo, la repetición de ciertas vocales, que forman un patrón fónico parecido a las ya comentadas rimas final e interna. Efectivamente, esta riqueza de recursos fónicos concuerda con la etimología de la palabra «soneto», del latín sonus, 'sonido'. Es notable en algunos versos la repetición de los sonidos lúgubres «o» y «u» -que se prolongan sobre todo en posición final: oscuro/procuro (I, 3); crudo/rudo/ayudo (I, 15) duro/oscuro (II, 7); mundos/fecundos/rotundos/segundos (II, 11).

La «o», sonido de lamento, se repite con insistencia, hasta seis veces en un endecasílabo, y se percibe sobre todo cuando sucede en los primeros versos del poema o de las estrofas.


Me quedo solo en el dolor medido

(I, 3)                





Me quedo solo en el dolor seguido

(I, 18)                





Por fin es la hora del morir naufragio

(I, 9)                





Yo no sé lo que es esto pero así estoy

(I, 13)                





Bebo a sorbo sorbo lo agrio en la vida.

(I, 14)                




Dentro de la aparente regularidad que implica la forma de soneto, surgen a veces en estos poemas de Betanzos notas singulares, extrañas anomalías y rupturas de sintaxis y secuencia temporal que llaman la atención. Estas   -34-   desviaciones de la regla constituyen lo que Bousoño denomina «ruptura del sistema», porque rompen con lo que uno espera. Cohen prefiere los términos «desviación» e «impertinencia», de connotación positiva: «La poesía nace de la impertinencia, y bien que lo sabía el poeta [Virgilio]» (Cohen, p. 133). En el contexto de la experiencia que motiva los sonetos de Betanzos, tales rupturas llevan, en un nivel semiótico, una sugerencia de intrusiones del caos.

Por ejemplo, el uso repentino del dodecasílabo en los versos del primer soneto de la segunda parte es una desviación del soneto «clásico», aunque podrá pasar desapercibida aun a un lector atento. (Cohen alega que el ritmo influye en la captación de la métrica de modo que «[e]l oído no percibe diferencia entre una secuencia de doce sílabas y otra de once, o incluso de diez, y si está ejercitado, la percibe, pero relativamente pequeña» [pp. 90-01]). No obstante, la alteración de la fórmula del soneto «clásico» es significativa porque ha ocurrido una profunda alteración en el mundo del poeta.

No podemos menos que sentir algún desconcierto al leer combinaciones extrañas («contra el código», diría Cohen), como las siguientes:


... filo ojo de la muerte.

(I, 2;
sustantivo como adjetivo)
               





cuando la luz se cierra y todo oscuro?

(I, 3;
paralelo irregular)
               





No vedme los adentros de quereres

(I, 7;
agramaticalidad, contra el sistema normal que sí se
observa en «No me miréis el corazón a medias» de I, 1)
               





Por fin es la hora del morir naufragio

(I, 9;
sustantivo como adjetivo)
               





marcado / en la frente y en los días

(I, 15;
paralelo de campos diferentes)
               





sangra este dolor mío y substantivo

(I, 21;
paralelo de campos diferentes)
               





me quedo en los ahoras

(II, 13;
adverbio como sustantivo plural)
               





ilusión en la sonrisa aurora

(II, 21;
sustantivo como adjetivo)
               




Se introduce sorpresivamente Dios donde esperábamos encontrar dos en «Mi corazón en Dios se partía...» (II, I).   -35-   Otras veces son palabras extrañas, como «vendimiadme» (I, 20) y «sintiente» (I, 27 y I, 28), o sustantivos que se convierten en verbos: «me infinito» (I, 18), «que así me llaga, quema y crepuscula» (II, 13). «Sin mirar» se convierte en sustantivo: «un sencillo sin mirar veo al verlo» (II, 9).

La ruptura del sistema, sea por acierto consciente o inconsciente, es capaz de desatar en pocas palabras una extraordinaria serie de asociaciones. Tiene particular impacto cuando ocurre al final del poema, como en el primer poema del libro: «medidme tal cual voy, quebrado en paces». A primera vista parece que es sencillamente una ruptura del sistema lógico, puesto que lo esperado sería «romperse en pedazos». Tal vez, en un principio, surgiera «paces» por las exigencias de rima, con antifaces, del terceto anterior. La ruptura resulta feliz, porque aunque «paces» no es la palabra que lógicamente esperábamos, sí comunica la idea de una aceptación, ya tranquila, de la derrota inevitable. Pero para el que sabe inglés (no olvidemos la larga estancia de Betanzos en Estados Unidos) la palabra tiene otras evocaciones; sucede que «paces» en inglés sería peaces, homófono de pieces, que cabría lógicamente en la expresión: «broken in pieces», o sea, «quebrado en pedazos». (Aun traducido al inglés, el juego de palabras broken in peaces sería una ligera ruptura del sistema, porque la palabra peace no tiene forma plural.) Sólo a través del microanálisis se revela cómo, tratándose de una poesía extraordinaria, una ruptura del sistema es capaz de emitir toda una compleja gama de destellos, tanto racionales como irracionales, que complementan el sentido del poema.

En esto, como en todo lo demás en estos sonetos, hay una perfecta adecuación al contenido: el uso sutil de rupturas lógicas, sintácticas, morfológicas y temporales reflejan la ruptura en la vida y en el interior doliente del poeta.

El papel de la puntuación como signos pausales también adquiere importancia en los sonetos. La puntuación es mayormente convencional, coincidiendo con las pausas de la métrica o la estrofa. Sólo en tres sonetos de «Presentimientos» se encabalga una estrofa con otra (8, 12, 21), pero nunca entre los primeros ocho versos y la «vuelta».

Se consigue cierto efecto jadeante, al suprimir las conjunciones conectivas en algunos versos: «Por la fuerza de la pena voy, entro / en mi túnel oscuro de desdicha» (I, 8); «la   -36-   voz densa, alta de los vendavales» (I, 23); «me santiguo como puedo, abro el velo» (II, 24); «y sumo, acelero al penar los días» (I, 27); «está en luz muerta, en los ojos cerrados» (II, 8); «grito opaco que va, entra en las edades» (II, 23).

Las anomalías y rupturas refuerzan, a nivel simbólico, la tensión entre aceptar y negar, conformarse y protestar, pero por ser excepcionales, impera el respeto a las normas formales de rima y de puntuación, reflejando a nivel simbólico «un dolor manso» (I, 21), contenido, medido.




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Dos sonetos en el tiempo

Como se ha dicho, éste es un libro de sonetos en serie, de modo que ningún poema encierra todos los matices del volumen: el efecto emotivo es acumulativo. Pero también hay que leer cada poema en sí como algo especial. Muchos son los que merecen un análisis minucioso; doy como ejemplos los números 2 y 10 de la segunda parte que tienen cierta relación entre sí por los efectos que consiguen con respecto al tiempo.




2. SE ME MUERE ENTRE HOSPITALES Y ME AHOGO


Respiraba con un sentir tan hondo
que allá lejos, en los pasillos largos,
la muerte repetía sus encargos:
Conmigo es el joven y ya lo escondo.

Todo era así, el aire, la luz. Respondo
en lágrimas. Son dolores amargos
que llevan penas sobre penas. Largos
los vientos de la muerte. En mí me escondo.

Se muere paso a paso y no lo creo;
se escapa de la vida y no lo paro;
se me muere entre hospitales y me ahogo.

Le empujaba la vida y yo lo veo
pero la muerte decidía en aro.
Con su estremecer de muerte ando y bogo.



El tiempo se altera y se alterna en este soneto, con el título que recrea la escena del pasado, viviéndola de nuevo en   -37-   dolorosa actualidad como imágenes que se proyectan en la pantalla del recuerdo. El instante inalterable e inolvidable sigue en el presente de un tiempo anímico. La escena del hospital trae la personificación manriqueana de la muerte con su advertencia: «Conmigo es el joven», en la que extraña y desconcierta el uso de es en vez de está, verbo que normalmente señala ubicación física. El es aquí es mucho más que estar, verbo que sería más acorde al sentido de «lo escondo». A pesar de que sea la muerte quien habla, la frase trae ecos de la frase «El Señor es contigo» del Ave María. Este «es conmigo», de resonancia religiosa y ritual, evoca nociones de identidad, esencia, permanencia -y fe.

El espacio al que se refiere el poema también se altera y se amplía con el extraño plural que le presta valor genérico y continuo a lo que de otra manera sería un hospital particular: «entre hospitales». El primer terceto de la «vuelta» con su paralelismo de plegaria (ecos de nuevo del Ave María) está llena de impotencia. El terceto final trae lo que parece ser una ruptura semántica: «pero la muerte decidía en aro»- que a la vez sugiere el aro circular, símbolo tradicional de lo completo, lo cíclico de la vida, el proceso de creación y destrucción (Cirlot) y la afirmación «aro» del verbo arar, metáfora repetida en el poemario, en el sentido de remover la tierra, que a la vez sugiere enterrar. El pasado se mezcla con el presente, confundiéndolo: «Todo era así... respondo», «Le empujaba la vida y yo lo veo». El padre está atado al presente; la muerte del hijo está en el pasado. La muerte anuncia que esconderá al hijo, pero el padre lo recoge del pasado y lo inserta en el presente de su poema y su dolor. Aquel momento definidor del paso del hijo al escondite de la muerte queda indeleblemente clavado en el presente: «Con su estremecer de muerte ando y bogo».

El «espacio temporal» del poema mismo -la disposición en la página de sus pausas y cesuras-, refleja la noción del tiempo alterado. En dos casos, la pausa métrica impone una pausa en la unidad sintáctica de la frase, dejando huérfana la palabra inicial («Respondo /», «Largos /») y cortando la continuidad de la frase, apenas comenzada. Este fenómeno se repite sólo dos veces más en el libro (I, 21 y II, 3).

Otro soneto en el que se destaca una lucha temporal, esta vez con relación a otros sonetos, es el número 10 de la segunda parte:

  -38-  



10. EL ALMA DEL BUENO SE FUNDIÓ ALLÁ


    Tiene mi hijo esa noble candidez
en la inocencia. Así nació a la vida.
Viene de largo su querer que anida
rosas y tesón a la misma vez.

    Por su noble frente y su limpia tez
viene de corta la aurora extendida
y viene a su cara de amor crecida
la luz que no es sol nuevo ni es vejez.

    Por eso la muerte lo halló dispuesto
rompiendo, de golpe, la vida en diez.
El alma del bueno se fundió allá.

    Las negruras se abrieron en todo esto;
se llama muerte y día en estrechez;
Su muerte me araña y derrumba acá.



Las primeras palabras -«Tiene mi hijo»- y los dos cuartetos enteros son una hermosa negación de la muerte, lograda por el verbo, que comunica pura presencia, aunque quizá refleje esa tendencia de los que acaban de perder a un ser querido a todavía no acostumbrarse a hablar de él en el pretérito3. «Tiene mi hijo» parece desdecir el título, con su pretérito, «El alma del bueno se fundió allá». El hijo está presente en el recuerdo y en el deseo; así lo proclama este tenaz «Tiene...». Se nota el contraste con dos sonetos de la primera parte en que el mismo verbo produce más bien un efecto retórico, al vincularse a sensaciones:


Tiene este desvivir que me esclaviza...

(I, 15)                





Tiene esta zozobra alta que me gana...

(I, 16)                




  -39-  

En la segunda parte del libro, el efecto es distinto porque se refiere a otra persona, y también más complejo, ya que se desliza el presente en el pasado:


Tiene ya un serio perfil de amanecido.

(II, 1)                





Tiene mi hijo esa noble candidez...

(II, 10)                





Tenía mi niño ansias de la vida

(II, 25)                




En el primer poema de la segunda parte, el poeta se sitúa en el momento de la pérdida; en el soneto 10, se niega a aceptar que el hijo pertenezca al pasado; en el 25, el uso del imperfecto ya reconoce el hecho.

En el soneto II, 10, el presente de los verbos se impone con su dinamismo y tenacidad: Viene se repite tres veces, insistentemente en el presente, como empeño de rescatar al hijo del pasado. Los cuartetos describen al hijo, en términos de aurora, luz y sol. Se une lo espiritual con lo corporal en la segunda estrofa: la noble candidez de la primera estrofa se manifiesta en la noble frente. Hay algo en este soneto que recuerda una de las obras maestras de la poesía inglesa, el famoso poema de Lord Byron, «She Walks in Beauty». Hasta la rima de palabras agudas, alternada en Betanzos con la de palabras llanas (que ocurre sólo aquí y en I, 20 y II, 12), es parecida. Ninguno de los poemas nombra a la persona. He aquí los cuartetos de Betanzos y el poema de Byron.



Tiene mi hijo esa noble candidez
en la inocencia. Así nació a la vida.
Viene de largo su querer que anida
rosas y tesón a la misma vez.

Por su noble frente y su limpia tez
viene de corta la aurora extendida
y viene a su cara de amor crecida
la luz que no es sol nuevo ni es vejez.

(Betanzos II, 10)                






She walks in beauty, like the night
    Of cloudless climes and starry skies;
And all that's best of dark and bright
    Meet in her aspect and her eyes:
Thus mellowed to that tender light
    Which heaven to gaudy day denies.
-40-

One shade the more, one ray the less,
   Had half impaired the nameless grace
Which waves in every raven tress,
    Or softly lightens o'er her face;
Where thoughts serenely sweet express,
    How pure, how dear their dwelling-place.

And on that cheek, and o'er that brow,
    So soft, so calm, yet eloquent,
The smiles that win, the tints that glow,
    But tell of days in goodness spent,
A mind at peace with all below,
    A heart whose love is innocent!

(Byron, p. 13)                




Ambos poemas nos hablan del presente y no dan el nombre de la persona que describen. El efecto lírico que produce el poema de Betanzos al comenzar con un verbo y postergar el sujeto no se puede conseguir en inglés por la necesidad morfológica de comenzar con el sujeto. El poema de Byron tiene que comenzar con «she», pero en ambos poemas la postergación del sujeto crea una expectativa dramática.

El acierto byroniano de emplear un verbo de movimiento -«walks»- en un contexto descriptivo se ve también en la repetición de «viene» en el soneto de Betanzos. Hay paralelos en las calidades de los dos sujetos:


Tiene mi hijo esa noble candidez
en la inocencia.

(Betanzos)                





A heart whose love is innocent!

(Byron)                





El alma del bueno se fundió allá.

(Betanzos)                





... days in goodness spent

(Byron)                




En los dos poemas hay una reunión de fuerzas que acuden a los sujetos en apacible armonía: en el hijo son «rosas y tesón a la misma vez» y «viene a su cara de amor crecida / la luz que no es sol nuevo ni es vejez». En la mujer del poema de Byron, «all that's best of dark and bright / Meet in her aspect   -41-   and her eyes». El efecto de la luz sobre la cara en el soneto de Betanzos evoca del poema de Byron «the nameless grace / Which... softly lightens o'er her face». La luz en ambos poemas reúne dos calidades: la combinación suave de «la luz que no es sol nuevo ni es vejez» en Betanzos, semejante a «all the best of dark and bright» en Byron.

Pero hay diferencias notables también, puesto que la mujer evocada por Byron simplemente está ausente, mientras que en el soneto de Betanzos, la ausencia del hijo evocado es definitiva. El poema de Byron queda en un mismo plano, mientras que en el soneto de Betanzos hay un cambio de tono, tal vez inspirado por la estructura misma de soneto, con su sexteto final, o sea, la «vuelta». Esta se inicia como meditación o conclusión, pero aquí nos espera un cambio que resulta sorprendente por la repentina irrupción del pretérito: «la muerte lo halló dispuesto». La «vuelta» del soneto coincide, pues, con la vuelta de la fortuna, la realidad de la muerte. La citada frase ahora evoca a Jorge Manrique, como así también «El alma del bueno...», que trae ecos de las Coplas: «Aquél por bueno abrigo...».

Al desaparecer el hijo, el enfoque es, en el verso final del poema, la violencia de la muerte contra el padre. La última palabra del poema, «acá», presenta la ruptura de la rima consonante con la asonancia de «allá». El romper con la forma «clásica» ya establecida por el poeta sugiere protesta, inconformidad. La oposición acá/allá puede verse también en una curiosa repetición dentro del poema (visto como acá) de elementos que normalmente están fuera de su texto (allá). Me refiero al número y título que identifican el soneto y que, efectivamente, vuelven en la «vuelta», esa vez con el número 10 escrito como palabra.




10. EL ALMA DEL BUENO SE FUNDIÓ ALLÁ


... ... ...
Por eso la muerte lo halló dispuesto
rompiendo, de golpe, la vida en diez.
El alma del bueno se fundió allá.



Aunque fuese fortuita la repetición del diez, no dejaría de ser sugestiva. El número diez contiene en cifra lo binario universal (1/0), la base de la informática moderna). Se relaciona con romper y fundir, en ese orden, puesto que, a   -42-   nivel simbólico, representa el «retorno a la unidad» (Cirlot, p. 330). Además, es el único número que aparece en el texto de los sonetos, salvo tres referencias a cien/cientos, que pueden verse como prolongaciones del diez, pues, como dice Cirlot, el cero es sólo un multiplicador decimal que eleva la potencia cuantitativa original.

El equilibrio sintáctico subraya el del tiempo -«Viene de largo su querer que anida»; «viene de corta la aurora extendida»- a la vez que combina atisbos de eternidad, de lo cósmico y lo íntimo, de reducción (anida) y expansión (extendida). En fin, este soneto, por su resonancia byroniana, contención emotiva, equilibrio de concepto y sintaxis, confluencia de la naturaleza cósmica y lo personal, sutil evocación del hijo, serenidad lírica, espléndida adecuación de forma y fondo, y sugestivo simbolismo, me parece uno de los más bellos y perfectos del libro.




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Los Sonetos de la muerte dentro de la obra de Betanzos

El poeta que emerge en Sonetos de la muerte sorprende a los que hemos leído y estudiado su obra anterior, donde, como se ha mencionado, no figuran sonetos. La rima asonante de sus poemas romancescos (Irizarry, Dos poetas) cede ahora a la rima consonante. El mundo poético de Betanzos, tan poblado de personajes buenos y malos, se vuelve uno de absoluta soledad, el legado de la muerte: «... me empieza / lenta a morir el alma en soledades. / Poco a poco descubro que me muero» (I, 9). Los personajes principales son el poeta mismo y su hijo, el único nombre propio, Manolo. La intervención de otros personajes -los lectores, Dios y, en dos poemas, la madre del niño- se consigue sólo a través de la evocación, o la invocación, del poeta.

Se pueden comparar estos sonetos con el poemario Perfiles de las muertes sombras (Santidad y guerrería) de 1963, y en particular, con el poema dedicado a Manolo Betanzos, el padre del poeta. Allí se reproducen en forma de romance los terribles hechos de otra muerte dolorosa, y además, como asesinato en la guerra, violenta: «Y dijo Manolo Betanzos: ¡Madre! / Y dijo Manolo Betanzos: ¡Hijos!» y el dolor del hijo: «Cómo me duelen los tiros / en la raíz de mi alma» (pp. 387-88). Esta capacidad de interiorizar la muerte, de sentirla como la de uno mismo, surge otra vez, más de 30 años   -43-   después, en Sonetos de la muerte, con más extensión pero con igual contención.

En Los sonetos de la muerte, Betanzos abandona en general el regusto por el neologismo y por las idiosincrasias de transformación sintáctica y morfológica que caracterizan su creación anterior. El procedimiento tan notable de sus antologías de usar el infinitivo en plural como sustantivo, que comenté primero en 1972 («Sobre la obra...»), ocurre aquí sólo ocho veces: quereres, vivires, palpitares, padeceres, quereres, vivires, penares y andares. La atenuación de las novedades sintácticas y morfológicas que caracterizan otros poemarios de Betanzos no debe sorprendernos. Ante la muerte, ante lo inexorable, el poeta/padre no luce su dominio sobre el lenguaje; se somete, con pocas excepciones, a la forma, la rima, la métrica (el tiempo) del acervo común. Si antes el poeta había buscado inspiración en la tradición literaria del romance (Irizarry, Dos poetas), la busca ahora en la del soneto, tan propicio para la expresión afectiva. Su comunicación es más transparente que en su Segunda Antología y Diosdado de lo Alto. Como el hombre que va a la muerte sin sus bienes, el poeta se presenta «desnudo de equipaje», en términos machadianos («Retrato»), ante la muerte.




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Simbolismo

Betanzos es un poeta cuya obra anterior está caracterizada por el amplio uso del simbolismo, a tal punto que este aspecto de su obra se mereció todo un libro de análisis (Padilla), que incluye para cada voz escogida el comentario del poeta mismo sobre ella. En los sonetos, en cambio, los símbolos son relativamente pocos pero insistentes y extraños, como la constelación amanecer, aurora, alborada y «alboreaba». Aparece con luces premonitorias, en la primera parte, «Los presentimientos»: «¿...por qué esperanzarse en la alborada / cuando la luz se cierra y todo oscuro?» (I, 3); «No me digas, luz, que es amanecida / cuando es lo negro en filo con su saña» (I, 14). Luego, forma el marco de la segunda parte, «La muerte misma», puesto que está en el primer poema, «Mi hijo tiene ya su perfil de amanecido» (II, 1), y en II, 27: «La aurora la mantenía en los ojos / cuando la aurora alboreaba a cielo». Su uso como símbolo («adiós al tiempo, adiós la amanecida» [II, 4]) no quita su valor como realidad temporal («La   -44-   amanecida era / cuando la muerte... / iba y saltaba por el corredor» [II, 12]) o como color que aprovecha la ambigüedad semántica de la voz «alba»: (I, 10), «Con su alba sonrisa» (II, 8), o como instante simbólico: «en un alba se me fue» (II, 25). Todas estas posibilidades le dan simbolismo polivalente.

El simbolismo de la aurora en los sonetos es parecido al que tiene la lámina del Tarot que corresponde al arcano XIII, «La Muerte»: «Entre dos columnas al borde del horizonte brilla el sol de la inmortalidad» (Waite, p. 120). Parece un sol de amanecer; tal sugiere su ubicación a la derecha (el este, en los mapas), pero podría, dada la presencia de la Muerte, alterar el orden usual y ser el del poniente. Esta ambigüedad refleja la significación de la carta, que tiene, además del aspecto negativo que representa la muerte, su aspecto positivo como «el natural tránsito del hombre a la próxima etapa de su ser... renacer, creación, destino, renovación, etc.» (Waite, p. 123). Me parece que el uso insistente del símbolo del amanecer en los sonetos capta todas estas posibilidades del misterio.

Los símbolos, cuando realmente lo son, implican más que su significación obvia e inmediata (Jung, p. 4). Conviene distinguir entre el uso de una voz con su significación concreta y llana, y su uso como símbolo. El símbolo, señala Cirlot, tiene una vertiente misteriosa, inconsciente, que no anula o excluye el valor concreto o histórico de un objeto, sino que le añade un nuevo valor que resiste a la explicación fácil. Este es el caso en el ya citado simbolismo del amanecer y en el uso de la palabra vena en los sonetos:


Veo entrar por mis ojos otro arado
que se pone a arar en mi propia vena.

(I, 28:13)                





Me paso como puedo hacia la suerte
por si la vida se me viene en vena
en flor...

(I, 25:13)                





veía la faz del hijo tras postigo
de luz cegada en vida por su vena.

(II, 17:8)                





cuánta oscuridad se expande por cada
vena, hijo de la muerte, que me quema.

(II, 24:4)                




  -45-  

No se pierde el valor metonímico de vena como conducto vital, concreto y corporal, pero se le añade un simbolismo cargado de energía psíquica -«numinosidad» diría Jung- y de belleza en la expresión poética. El extraño uso en el singular sugiere la idea de existencia concreta, de energía vital en movimiento y a la vez fuerte, sustento de la vida.

Muchas veces, los comentarios de un escritor cuando analiza la obra de otro escritor revelan algo de sus propias inquietudes y creación. Así veo un artículo que escribió Betanzos acerca de los presentimientos en Miguel Hernández y que evidentemente refleja su propia experiencia con la poesía profética. El artículo presenta algunos símbolos claves que van configurando el destino de Hernández. Betanzos nota símbolos de angustia en El rayo que no cesa (1934-35) y en «Sino sangriento», que datan de la misma época, en particular los símbolos de la muerte que son cuchillo, clavo, sangre, espada, arado, cuervo y hueso. Los cuatro primeros figuran también en los Sonetos de la muerte de Betanzos. Este señala que los presentimientos de muerte se van acumulando en los poemarios de Hernández: Viento del pueblo (1937), El labrador de más aire (1937) y Cancionero y romancero de ausencias (finales de 1938). Nota que ciertas voces -«siempre», «ausencia», y «cárcel» (voz ésta que viene clara desde el principio de El hombre acecha de 1939, escrito en plena guerra)- le irían marcando su propia realidad y que el dolor le «gana», palabra que emplea Betanzos en varios poemas de sus propios presentimientos, como ya se ha dicho. También podemos reconocer ecos de Hernández en los símbolos de Betanzos relacionados con el cristal y el espejo, y con arar y arado.

Una de las constelaciones de símbolos constantes en ambas partes de los sonetos se relaciona explícitamente a ataduras: nudos, cuerdas, cordones, cordeles, soga, hilo y el verbo atar:


Voy muriéndome atado en mis errores...
va alzando poco a poco aquella soga

(I, 11)                





Me sujeta una fuerza impenetrable

(I, 12)                





que ya no puedo más con este nudo:
Más dolor no ata.

(I, 15)                





con un dolor opacado y redondo
como si el cielo lo tuviera atado.

(I, 22)                





tiene la leve cuerda que me inquieta,

(I, 25)                




  -46-  

Atado estoy con equivocaciones
de un vivir que se pierde en la hondonada...
Adiós a la muerte que me habla atada.

(I, 26)                





Me quedo sujeto como iba, atado
a las penas del mundo con mi pena.

(I, 28)                





se llevó mi amor ahogado en cordones.

(II, 12)                





perdiendo siento el hilo de mi vida

(II, 13)                





Cuerda de esparto me ata la garganta

(II, 20)                





me crucifico en la pena que me ata.

(II, 24)                





y así quedo en dolor clavo en que me ato.

(II, 26)                





... cordeles de ansiedades

(II, 27)                




Las ataduras implican nudos y el nudo como símbolo se identifica con la idea central de conexión cerrada, la idea de ligadura y apresamiento, situación psíquica constante y difícil (Cirlot, pp. 327-28). Pero el nudo también se relaciona con el 8 horizontal que es el signo del infinito. Todos estos «ritmos comunes» (término de Marius Schneider utilizado por Cirlot) influyen en la apreciación de estos símbolos.

Otro grupo de símbolos afines que se reiteran en los Sonetos de la muerte son objetos hirientes, como alfileres, garfios, agujas, filos, espina, cuchillos, hacha y clavo:


el alfiler que siento.

(I, 1)                





del tajo atroz, filo ojo de la muerte.

(I, 2)                





engaño de alfileres como encaje.

(I, 5)                





Un grito en filo me desgarra adentro

(I, 8)                





Llevo en el ojo un hacha que lastima.

(I, 13)                





cuando es lo negro en filo con su saña.

(I, 14)                





garfios, penas, agujas y alacranes.

(I, 16)                





el corazón con rigidez de espada

(I, 17)                





voy cargando el dolor como una espada.

(I, 22)                





me lleva por delante lanza y llana;

(I, 24)                





del tajo atroz, filo ojo de la muerte.

(II, 2)                





es mi hijo muerto y quieto como lanza

(II, 3)                





Lanza fría, cuerpo duro, hijo en lanza

(II, 3)                





El dolor clavo se me sube en ciento.

(II, 8)                





de esas filtradas lanzas rompedoras

(II, 13)                





y suaviza la espina de mi pena...

(II, 24)                





Tengo un filo de acero en las entrañas,
un garfio que me araña y me maltrata,

(II, 24)                





y así quedo en dolor clavo en que me ato.

(II, 26)                




  -47-  

El verbo arañar en tres sonetos de la primera parte y en otro de la segunda, complementa este grupo de símbolos de violencia.

No extrañan, dado el tema de la muerte, los símbolos de tránsito, extravío y viaje- naufragio, laberintos, pasillos, corredores y puente-, ni tampoco símbolos de ascensión: izar, escalera, sublevar y ascender.

En el mundo de la muerte hay pocos colores; en vez de los doce colores que encuentra Padilla en los poemas de Betanzos, sólo dos se reiteran con insistencia -el negro y el azul. Este último color aparece ocho veces. Se vincula a la muerte en «muerte azul» (I, 24), «tu cara azul del morir del frío» (II, 18) y «reviven de su bien niño azulado» (II, 21). Se hace verbo en «De penares el alma se me azula» (II, 13). Pero lleva connotación positiva en un recuerdo del hijo niño «todo azul en el encaje de la hora» (II, 21) y en «un cielo azul con una fuente asida» (II, 26).

El negro, de acuerdo a su simbolismo tradicional, es uniformemente triste en sus siete menciones:


en las negruras densas del gemido.

(I, 3)                





sombra negra colgada, invertida.

(I, 6)                





y espante, así, las negras asechanzas.

(I, 12)                





lo negro en filo con su saña.

(I, 14)                





las fuerzas negras imponían el ¡áralo!

(II, 1)                





Un mundo en negro

(II, 8)                





Las negruras se abrieron en todo esto;

(II, 10)                




El rojo aparece sólo cuatro veces, en dos poemas de la segunda parte del libro, siempre en plural. Su sentido es positivo, color vital, en II, 7, para luego, en II, 27, en casi idéntica repetición que encadena el primer cuarteto con el segundo, tornarse violento:



La mano grande como de almas cielos
y el corazón de tanto amor, en rojos.

Rojos eran también los soles flojos
en su serio mirar en caramelos.

(II, 7)                






La muerte lo encerró en tupido velo,
grande, descomunal, de broches rojos.
-48-

Rojos como la sangre los cerrojos
de aquella muerte. Dejo en caramelo,...

(II, 27)                




No obstante, su fuerza aumenta en «amapolas» (II, 23) y en catorce menciones de sangre o sangrar, repartidas por igual en las dos partes, aunque todas las de la segunda parte son el sustantivo.

El blanco, revestido de sus connotaciones tradicionales de pureza e inocencia, aparece dos veces, en el título y un verso del poema II, 21 como recuerdo de un perro blanco, reforzado en otros poemas con dos menciones de nieve y en una «alba sonrisa» (II, 8). Más ambiguos son los colores de muerte (I, 25), de cirios (II, 3), de cera (II, 18). Y el color desaparece por completo en II, 20: «Ya no tiene color la golondrina».

Otro conjunto de imágenes simbólicas tiene que ver con aliento, brisa, soplo, aire y las sensaciones de su falta en formas de ahogo/ahogar (11 veces), asfixia (6) y estrangula (1), que son más bien transparentes. Parecidas son las imágenes de encierro, que incluyen, además de cinco referencias a la condición de estar sujetado: «alta mar encadenada» (I, 2), «me veo cercado» (I, 4), «las púas de la sima» (I, 11) y «me cercan» (I, 16) y, en la segunda: «ojos cercados» (II, 8), «los cercos del orbe» (II, 13), «muerte circundada de cerrojos» (II, 22) y «La muerte lo encerró» (II, 27).

En el último poema de la primera parte surge uno de los pocos símbolos verdaderamente enigmáticos -el pelo- en «Hijo del alma, tu alma está en tu pelo» (I, 28: título y último verso). No parece producto únicamente de las exigencias de la rima (con duelo del terceto anterior). La voz pelo aparece sólo tres veces en el libro, pero por su colocación como última palabra de la primera parte y por su extrañeza, adquiere enorme importancia y resonancia. Se recoge de nuevo en la segunda parte, en el penúltimo soneto: «alta voz, luz en nombre, liso pelo» (II, 27). En el estricto plano real, «racional», diría Bousoño, no se entiende el sentido de «tu alma está en tu pelo» de I, 28, que por otra parte produce todos los destellos de un símbolo «irracional», preñado de asociaciones. No figura entre los símbolos mencionados por Padilla en su estudio de los símbolos de Betanzos referentes al cuerpo, y de hecho, está casi ausente de sus otros poemarios. Sí aparece, no como símbolo sino como realidad en Luisillo (1957), donde vemos los «pelos enmarañados» de   -49-   Luisillo y los bucles de los otros niños. El pelo se identifica con la ternura, como el gesto de Manolito Palomo, que adopta al niño como suyo, gesto de cariño: «Manolito le toca el pelo / con las manos grandes» (Santidad 208). Podremos imaginarnos, quizá, un gesto parecido del padre a la cabecera del hijo que se fue:


Y este niño de amor fue el que se muere
ya un hombre hecho de las eternidades,
voz en grande alma sujeta entre almohadas.

(II, 23)                




Otros matices son sugeridos por el simbolismo tradicional, que ve el pelo como portador de la fuerza vital por seguir creciendo después de la muerte. En Sansón, el pelo representó el origen de su fuerza. El pelo se identifica con el recuerdo por la costumbre, común en el siglo XIX, de llevar un bucle del amado. También puede verse como un marco para la cara en la que la mirada se posa, al dialogar. Se identifica con la cabeza (Biedermann, p. 161) y por ende con el espíritu. Juntar algo tan corporal -y por eso mortal- con la idea del alma («tu alma está en tu pelo») desata una tensión emotiva entre lo visible y lo invisible que sólo se comprende en términos de contienda simbólica, como así también la imagen de «grande alma sujeta entre almohadas» en el soneto II, 23.

También hay en este desconcertante símbolo corporal de «pelo», ecos de aquel soneto de Hernández titulado «Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo» (Hernández, p. 24) y de otros poemas dialogales de Hernández que se fijan en partes del cuerpo sorprendentes, como «Menos tu vientre» o «Por tu pie, la blancura más bailable». Las coincidencias de los presentimientos y la preocupación por el hijo que se encuentran en Hernández (e.g., «Hijo de la luz y la sombra») seguramente tuvieron un impacto en Betanzos.

Comentando la estructura de los sonetos, observa Gicovate que la «vuelta» bien hecha «termina con un verso de inusitado valor de síntesis que propone la memoria permanente del poema» (p. 57). De este modo el título del soneto se recoge de nuevo en el último verso del soneto, tan poético, misterioso y tierno. Allí convergen el alma del padre y el alma del hijo («Hijo del alma, tu alma está en tu pelo») en dulce concierto final, indeleblemente grabado en la memoria del lector.

  -50-  

No sorprende, entonces, encontrar que el pelo aparece de nuevo, en el penúltimo poema del libro, como uno de los atributos del hijo, ya reclamado por el velo de la muerte:


Rojos como la sangre los cerrojos
de aquella muerte. Dejo en caramelo,
alta voz, luz en nombre, liso pelo
que en poco tiempo serían despojos.

(II, 27)                




Ecos hay de aquel soneto de Góngora, «Mientras por competir con tu cabello», que termina con las palabras «se vuelva, mas tú y ello juntamente / en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada» (p. 49)4.




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Conclusiones

En Jorge Manrique el poema consigue que el ser ausente haga acto de presencia como personaje ficcionalizado en la obra. Los sonetos de Betanzos a la muerte de su hijo son poemas de ausencia, la ausencia intolerable, pero también hay presencia, en el recuerdo y en el dolor.

Machado se tornó al soneto en los últimos años de su vida, nos recuerda Barnestone, y la mayor parte de sus Poesías de la guerra consiste en una secuencia de sonetos (Barnestone, p. 120). Así también Betanzos, pero el soneto en él se parece más al de Quevedo, de quien dice Dámaso Alonso que «[s]u expresión es una explosión del afecto, de la pasión, de la angustia contenida» (p. 580). Pero al mismo tiempo, el soneto de Betanzos es adolorido sin el escepticismo y la amarga desilusión de Quevedo para quien «todas las cosas avisan de la muerte».

Para Betanzos es evidente que el poema es un modo de «remirar» el pasado y recrear para otros lo que consiguen los padres a través del recuerdo:


Padre y madre se recuerdan en hijo,
lo levantan de la muerte y lo abrazan,
reviven de su bien niño azulado.

(II, 21)                




  -51-  

Sonetos de la muerte, además de funcionar como logoterapia para el padre afligido, es una expresión de profundísimo dolor que se comunica a través del arte. Los sonetos forman en conjunto un hermoso y conmovedor monumento al hijo a la vez que permiten que cada lector amplíe su existencia solitaria. Ya no aterroriza tanto la propia muerte. El penúltimo soneto es a la vez una apelación y una afirmación. Tras evocar de nuevo el pelo, ese halo o aureola que de alguna manera une el espíritu con el cuerpo, el poeta se dirige al hijo, lo cual constituye un acto discursivo que declara implícitamente su presencia.

Luego reitera lo que podríamos llamar la «conmuerte», la muerte compartida que es el tema persistente del libro:


No me canso de la pena en verte, hijo;
tú te vas, yo me quedo, vana vida
en mí te remiro crucificado.

(II, 27)                




Finalmente, se dirige a Dios, a quien declara con gran sencillez su desconsuelo. En las palabras que cierran el libro hay una afirmación de fe, pero al mismo tiempo un encargo: como el Padre supremo, «Dios amado» tendrá que llorar también, a través del padre desconsolado.


Por ojos de la muerte yo te fijo;
no me consuelo, Dios, con su partida.
Tendrás que llorar en mí, Dios amado.

(II, 27)                




Este terceto final es de enorme potencia porque en él se reúnen tres ejemplos de lo que en la teoría del acto discursivo (o de habla) desarrollado por J. L. Austin y John R. Searle se llama un acto de habla performativo de tipo «perlocucionario». Esto se refiere a enunciados que hacen que algo pase, que invocan una fuerza sobre el interlocutor. El enunciado que es perlocución se opone al enunciado constativo, que simplemente declara algo que se puede juzgar como verdadero o falso. Las Coplas de Manrique terminan constativamente con la declaración de que la memoria del maestre «nos ha dejado harto consuelo». Los versos finales del soneto II, 27 de Betanzos, en cambio, contienen tres actos verbales que son de perlocución. Primero, al dirigirse al hijo, el poeta convoca su presencia en el poema; no permite que desaparezca. Segundo, se dirige a   -52-   Dios, con el mismo efecto: invocar equivale a convocar. En el último verso el futuro del verbo, tendrás, ejerce fuerza imperativa sobre el destinatario. Le impone, efectivamente, una obligación implícita a reaccionar; el verbo del poeta llama a Dios a compartir su duelo, a llorar en él.

En el último soneto del libro, sin embargo, no hay rebeldía, sino una actitud de contemplación y de relativa tranquilidad ante el dolor de la madre. En algunos versos, la sintaxis está fragmentada en segmentos verbales sucesivos y cortos, como si fueran sollozos poéticos: «Amor en tierna luz, palabra en vida / va día a día en niño chiquitito / solo mundo, solo centro, hijo amado». El poeta-padre ya no se fija en su propio dolor, sino en el de la madre que también compartió esa muerte, para quien «La faz del hijo muerto está a su lado». La palabra «faz» llama la atención por su homofonía con «paz». El tono del poema parece más pacífico y, como es el último poema del libro, quisiéramos encontrar algo de la paz que da consuelo y clausura a las Coplas de Manrique. Pero no hay paz; en irónica yuxtaposición al «niño quietecito» del ayer, está, al final, la «faz del hijo muerto», grabada en el recuerdo de la madre y en el del poeta.

En sus Sonetos de la muerte, Betanzos no procede, como hizo en otras obras suyas, de lo específico a lo general para expresar inquietudes filosóficas o una visión del mundo (Irizarry, «Nuevas perspectivas», «Prólogo»). Estos sonetos expresan la situación de un hombre particular frente a una muerte que siente, primero como inminencia y luego como realidad. Pero al mismo tiempo, esta experiencia se convierte en sustancia poética, en «otra» realidad. «El poeta empieza donde el hombre acaba», dice Ortega (p. 41), y «aumenta el mundo, añadiendo a lo real» (p. 42). Para Ortega, el «pobre rostro del hombre que oficia de poeta» puede hacer «sólo una cosa: desaparecer, volatizarse y quedar convertido en una pura voz anónima que sostiene en el aire las palabras, verdaderas protagonistas de la empresa lírica» (p. 42).

El hijo ha desaparecido y el padre-poeta, que quisiera desaparecer también, por medio de la poesía lo restaura; en el plano lírico «añade a lo real» de su mundo y el nuestro. Sus sonetos son un hermoso memorial en verso de un padre frente a la muerte de su hijo, la muerte que él compartió y que todo lector, por arte y magia de la poesía, en alguna medida comparte también. El formulario «Comparto tus sentimientos» del pésame se convierte en realidad.

  -53-  

Precisamente por la gravedad del tema y su relación tan personal con la vida del poeta, sería impertinente hablar de estos versos como si se tratara de cualquier otro libro o hablar de méritos puramente artísticos, aun cuando es evidente que representan la expresión culminante y madura del poeta. Me parece que Sonetos de la muerte nos proporciona lo que Bloom considera la base de la experiencia estética antes llamada «lo Sublime»: el deseo de la trascendencia de límites (p. 534), que es también el empeño del héroe mitotrágico. He procurado en este prólogo elucidar algunos de sus aciertos, pero reconozco, con Bloom, que toda obra maestra de proporciones trascendentes elude a la crítica y excede las posibilidades de abarcarla. De los logros estéticos de este libro digo sencillamente, en palabras de Jorge Manrique, que «non cumple que los alabe», porque el mundo todo puede leerlos y comprobar su extraordinaria, conmovedora belleza.




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Obras citadas

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