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«Años y leguas». Ensayo de aproximación a un libro complejo

Miguel Ángel Lozano Marco






El fundamento biográfico

En 1928, dentro de la serie de sus «Obras Completas», preparada por el escritor para Biblioteca Nueva, se publica como volumen XI el que ha de ser el último libro de Gabriel Miró: Años y leguas; pero sus capítulos ya habían ido apareciendo desde comienzos de 1923 en el periódico La Nación de Buenos Aires, y desde 1925 en El Sol, principalmente1. De este modo, el libro participa de aspectos relevantes en lo que fue la gestación de los otros dos tomos dedicados al personaje, con los que forma una especie de trilogía: al igual que Libro de Sigüenza (1917), el volumen se forma con textos aparecidos en la prensa; como Del vivir, se trata de un libro unitario que se fundamenta en una experiencia del escritor, aunque muy modificada.

La materia biográfica, la experiencia vital que utiliza Gabriel Miró para construir Años y leguas procede, principalmente, del regreso al campo de su provincia en el verano de 1921, después de una ausencia de muchos años. Se trata, pues, de un veraneo (aunque un tanto forzado por sus circunstancias) lo que le sirve como material básico, no como referente, para ir creando una obra literaria. Recordemos que en Del vivir (primer «libro de Sigüenza») predomina su entidad «poética» sobre su fundamento «histórico»: la obra no está escrita para relatar un viaje, sino que es el viaje el suceso que sirve al escritor para construir un texto que, estrictamente, no es referencial2. Nosotros conocemos, en diez capítulos, las andanzas de Sigüenza, pero nada sabemos sobre las de su autor, quien no discurría en solitario por aquellos parajes, sino en compañía de los ingenieros y del personal de Obras Públicas que entonces estaban construyendo la carretera.

Del mismo modo, lo que conocemos sobre la estancia de Gabriel Miró en la comarca de la Marina y en Aitana a partir de 1921 ni corresponde a lo narrado ni ayuda a entender el sentido del libro; más bien tal conocimiento pudiera resultar negativo, si no se toma la necesaria distancia. Una de las formulaciones más sagaces sobre la relación entre Sigüenza y Miró es la que, como de pasada, expresó Edmund L. King en su último trabajo: «Todos sabemos que hasta cierto punto Sigüenza es Miró»; pues «la persona de Gabriel Miró, puede que esté presente en el personaje de Sigüenza y puede que no»3. Preguntarnos hasta qué punto lo sea, y en qué momento está presente, es seguir un camino equivocado y absurdo; como si necesitáramos, para su cabal entendimiento, documentar la existencia del modelo real y humano que sirvió a Rodin para esculpir «El pensador».

Pero si para algo nos sirve lo que podemos conocer de aquellas jornadas estivales del hombre Gabriel Miró es para apreciar, de manera lejana, las diferencias notables entre la realidad histórica y la verdad estética. En el libro no aparecen las razones del retorno de Sigüenza al campo levantino; vuelve después de veinte años de ausencia, y se dedica a recorrer aquellos lugares en jornadas de ocio estival. Por el contrario, las razones y circunstancias biográficas del escritor las podemos reconstruir a grandes rasgos.

Sabemos que en junio de 1920 Gabriel Miró y su familia trasladan su residencia a Madrid, confiando en el valimiento de don Antonio Maura. Lo que el escritor obtiene es un modesto empleo en el ministerio de Trabajo, del que ha de quedar cesante en el verano de 1921, precisamente mientras se encuentra veraneando en Polop. Antes de lograr el puesto, en el primer verano que pasa en Madrid, el recién llegado escribe a Gabriel Maura fantaseando un poco sobre su futuro y su deseo de trazarse una existencia como la del «caballero del Verde Gabán»: «me apartaré a una vieja casa mediterránea, con parral y todo, y allí me llamaré, me buscaré a mí mismo, y todavía he de encontrarme»4; pocos días después escribe a su padre, don Antonio Maura: «Se me va pasando la vida sin fondearla en un sosiego que me deje entregarme anchamente a mi labor literaria»5. Es al mes siguiente, en septiembre, cuando aparecen en el diario La Publicidad esas «Nuevas jornadas de Sigüenza» en las que Miró recupera al personaje, ausente en su obra desde 1917, y donde éste toma la iniciativa, mostrando «una voluntad autónoma», en palabras de Rubia Barcia6; pero se producirá un nuevo silencio, y Sigüenza volverá a ausentarse de la prensa periódica hasta 1923.

Gabriel Miró regresó al campo de su provincia natal obligado por las circunstancias. A comienzos de 1921 su hija menor, Clemencia, contrajo una grave enfermedad. Los médicos le aconsejaron reposo y alejamiento de Madrid: que residiera en un lugar tranquilo y saludable. Al principio, dudó Miró entre ir al Mediterráneo o al Guadarrama. Es Óscar Esplá quien le aconseja y le facilita la estancia en Polop de la Marina y en Aitana. Lo cuenta el compositor alicantino en su «Evocación de Gabriel Miró»: «Les conseguí en Polop una casa-masía en las afueras del pueblo, la misma que yo había ocupado antes de decidir mis veraneos más arriba, en sierra Aitana. / De Polop subió la familia Miró a la Font del Molí. Se alojó en el llamado Molino de Ondara, junto a la masía donde yo estaba con unos amigos»7. En este texto, en los documentos reunidos por Vicente Ramos en su Vida de Gabriel Miró8, y en el libro de Joaquín Fuster Gabriel Miró en Polop9, podemos encontrar datos y noticias sobre una estancia que en poco se parece al contenido de Años y leguas. El novelista reside en la masía con su esposa, sus dos hijas, su madre, y un «servicio», una criada asturiana; ocupaban la primera planta de la vivienda, en cuyos bajos residían los caseros. Era, pues, una casa muy habitada y, por tanto, bulliciosa. Recibía con frecuencia visitas de amigos de Alicante: el doctor Falcó, casado con una hermana de doña Clemencia, y Germán Bernácer, con quien solía hacer pequeñas excursiones. En agosto subieron a la sierra Aitana. El veinte de julio escribe a Ricardo Baeza: «A la [casa] de Aitana nada más vamos Clemencia, Clemen -muy mejorada- y yo. En Polop queda mi madre, Olimpia y el servicio»10. Las jornadas en Aitana fueron también de excursiones en compañía de Esplá y de Bernácer, a los que se unió después el pintor Emilio Varela. Sigüenza es un solitario, pero Miró anduvo por Aitana acompañado de amigos entrañables.

Apunto estos datos con el propósito de vislumbrar algo de lo vivido en un veraneo muy diferente de lo que podemos pensar leyendo el libro. La ilusión de veracidad que se desprende del texto es tal que hasta los especialistas avezados a la obra de Miró suelen afirmar que Años y leguas fue escrito durante los primeros veraneos en Polop11, sin reparar en que, por las fechas de publicación de los capítulos, ello es imposible. Hay una distancia de siete años entre las jornadas estivales a las que hemos aludido y la publicación del libro, y en estos siete años regresó todos los veranos a la misma masía de Les Fonts; pero a la sierra de Aitana sólo subió el primer año. Es cierto que en este periodo, algo dilatado, pudo introducir impresiones o sucesos vividos en otras vacaciones, pero la línea general de lo vivido corresponde a la del primer año, y lo que aparece en el libro es un único estío, el del regreso a los campos de su provincia natal después de veinte años de ausencia.




Las fases del texto

Gabriel Miró fue, poco a poco, gestando y desarrollando la escritura de su libro; pero en este caso, nos fue mostrando algo de las fases de su desarrollo. Parece que la idea general, la concepción del libro, se produjo pocos días después de su llegada; el primer documento que encontramos referido a este libro es una carta dirigida a su amigo Alfonso Nadal. El día diez de junio le informa: «quiero hacer un libro. Es preferible que mis impresiones campesinas vayan hiladas y tejidas harmónicamente. Para eso necesito esperarme a mí mismo, y esperar que el trabajo se fragüe en su conjunto»12. Pocos meses después, el veintidós de enero, escribe una carta al escritor canario «Alonso Quesada» (Rafael Romero) en la que le informa sobre sus proyectos detenidos por falta de sosiego creador: «El Obispo duerme con su lepra y duerme Bethelem (sic) y Años y leguas y todo, todo»13. Cuatro meses después del regreso a Madrid, a comienzos de 1922, el libro está concebido y tiene ya el título que ha de ser definitivo.

Pero, como siempre sucede con sus obras, la escritura es lenta, y los textos van siendo retocados, reformados o reelaborados. En este caso, disponemos de un documento: las fases por las que el texto va pasando al publicarse en periódicos antes de llegar al libro. Desde que éste fue concebido, el primer capítulo tarda en ver la luz. Lo hace en La Nación de Buenos Aires el cuatro de febrero de 1923. Los textos no aparecen como artículos sueltos, sino como capítulos -así les llama- de una serie extensa cuyo título es Años y leguas. La publicación es irregular; no se trata de la entrega semanal o mensual, sino que esos capítulos irán apareciendo a medida que el escritor los vaya redactando y puliendo. Así, entre el cuatro de febrero de 1923 y el veintisiete de diciembre de 1925, a lo largo de tres años, aparecen en La Nación sólo veintitrés entregas -o capítulos- que suelen corresponder al desarrollo del libro tal y como lo conocemos, aunque con algunas alteraciones. Estando todavía en curso la serie en el periódico argentino, vuelve a publicar la mayor parte de estos textos en El Sol, de Madrid, sin recoger el mismo título general, ni guardar el mismo orden. Comienza el uno y dos de noviembre de 1924, publicando en dos partes «Huerto de cruces», texto adecuado para las tradicionales fechas de difuntos; y estos capítulos, como todos los demás, aparecen muy retocados, y, en algunos casos, completamente reescritos. Para poder apreciar este desarrollo temporal de los textos, y extraer consecuencias, conviene consignar por separado las dos series:

    La Nación

  1. «Años y leguas. Salida de Sigüenza. La rinconada. La sombra, el agua y la mirada», 4 de febrero de 1923.
  2. «Años y leguas. El beso en la moneda. El pueblo», 11 de febrero de 1923.
  3. «Años y leguas. Doña Elisa y Mañana es Corpus», 3 de junio de 1923.
  4. «Años y leguas. El parral. El cerdo», 19 de agosto de 1923.
  5. «Años y leguas. I. ¡Tocan a muerto! II. Sábado de luna. III. Benidorm y un extranjero», 7 de octubre de 1923.
  6. «Años y leguas. Aventureros y aventuras de Sigüenza», 1 de diciembre de 1923.
  7. «Años y leguas. I. Caminos. Lugares. Palabras», 20 de enero de 1924.
  8. «Años y leguas. II. Caminos. Lugares. Palabras», 3 de febrero de 1924.
  9. «Dos nuevos capítulos de Años y leguas. I. El señor vicario. II. Manuel y Gasparo», 2 de marzo de 1924.
  10. «Huerto de cruces. Un nuevo capítulo de Años y leguas», 27 de abril de 1924.
  11. «Gitana. Un nuevo capítulo de Años y leguas», 4 de mayo de 1924.
  12. «Grandes señores. Un nuevo capítulo de Años y leguas. I», 18 de mayo de 1924.
  13. «Grandes señores. Un nuevo capítulo de Años y leguas. II», 8 de junio de 1924.
  14. «Agua de pueblo. I. El cantarero y la fuente» (Un nuevo capítulo de Años y leguas), 3 de agosto de 1924.
  15. «Agua de pueblo»: dos nuevos capítulos de Años y leguas. «Leyenda. Llagas de la verdad», 14 de septiembre de 1924.
  16. «Años y leguas. Septiembre y campanas», 23 de noviembre de 1924.
  17. «Años y leguas. Todo se lo pasan ellos. I. El lugar hallado. II. Ellos. III. Ellos y Sigüenza», 7 de diciembre de 1924.
  18. «Años y leguas. Todo se lo pasan ellos. IV. El cristal del reloj. El collado», 4 de enero de 1925.
  19. «Años y leguas. Todo se lo pasan ellos. V. Ifach», 1 de marzo de 1925.
  20. «Años y leguas. VI. El capellán y Sigüenza», 8 de marzo de 1925.
  21. «Años y leguas. Todo se lo pasan ellos. Sigüenza. Casa de Bardell. VII», 12 de abril de 1925.
  22. «Vida de María Esperanza. I. Ella, San Francisco y el Señor. II. Poco a poco se quedó sorda. III. Intermedio. IV. El molino. La aldea. Los nietos.», 20 de diciembre de 1925.
  23. «Vida de María Esperanza. Un cuento. Jusep y Gabriel. El yerno», 27 de diciembre de 1925.
    El Sol

  1. «Huerto de cruces. I», 1 de noviembre de 1924.
  2. «Huerto de cruces. II», 2 de noviembre de 1924.
  3. «Sábado de luna», 19 de noviembre de 1924.
  4. «Sigüenza y los gitanos», 25 de diciembre de 1924.
  5. «Cartas, corro y aventuras I», 20 de febrero de 1925
  6. «Cartas, corro y aventuras II», 21 de febrero de 1925.
  7. «Anécdota representada», 27 de marzo de 1925.
  8. «Sigüenza en su comarca. I. La rinconada y los campos», 29 de abril de 1925.
  9. «Sigüenza en su comarca. II. El beso en la moneda», 30 de abril de 1925.
  10. «Benidorm. Un extranjero. Callosa», 31 de mayo de 1925.
  11. «Sigüenza en su comarca. I. Una familia de luto», 6 de septiembre de 1925.
  12. «Sigüenza en su comarca. II. Una familia de luto», 13 de septiembre de 1925.
  13. «Sigüenza en su comarca. III. Bardells», 24 de septiembre de 1925.
  14. «Sigüenza en su comarca. IV. El collado. Ifach», 9 de octubre de 1925.
  15. «Sigüenza en su comarca. V. Ifach», 23 de octubre de 1925.
  16. «Sigüenza en su comarca. VI. Excursionismo. Pureza. El campanario», 29 de octubre de 1925.
  17. «Sigüenza en su comarca. El lugar hallado», 29 de noviembre de 1925.
  18. «Agua de pueblo. I. Leyenda», 7 de enero de 1926.
  19. «Agua de pueblo. II. Realidad», 8 de enero de 1926.
  20. «Agustina y Tabalet. I. La tarde y los motivos de compasión», 4 de noviembre de 1926.
  21. «Agustina y Tablet. II. San Francisco y el Señor de Agustina», 6 de noviembre de 1926.
  22. «Agustina y Tabalet. III. Poco a poco se quedó sorda», 12 de noviembre de 1926.
  23. «Agustina y Tabalet. IV. Intermedio de la besana», 17 de noviembre de 1926.
  24. «Agustina y Tabalet. V. Tabalet», 20 de noviembre de 1926.
  25. «Imágenes de Aitana. I. Sigüenza y él», 1 de diciembre de 1927.
  26. «Imágenes de Aitana. II. Sigüenza y el Paraíso», 11 de diciembre de 1927.
  27. «Imágenes de Aitana. III. Después del Paraíso», 15 de diciembre de 1927.
  28. «Imágenes de Aitana. IV. Sigüenza y otros», 21 de diciembre de 1927.
  29. «Imágenes de Aitana. V. Sigüenza, incendio y término», 28 de diciembre de 192714.

Podemos comprobar que en ninguno de los dos periódicos aparece Años y leguas completo. Lo que se aprecia a primera vista es que en La Nación hay una mayor cercanía con el orden que han de seguir los capítulos en el libro, mientras que en El Sol se refuerzan las series (los capítulos forman grupos), y el texto ha sido muy retocado, estando más cerca del definitivo. Es curioso advertir que «Doña Elisa y Mañana es Corpus» sigue un camino diferente: aparece revisado y con el título definitivo, «Doña Elisa y la eternidad» en Los Lunes de El Imparcial, el quince de junio de 1924, casi cinco meses antes de iniciar el ciclo en El Sol (donde no aparece), con un añadido explicativo: «Novela corta original de Gabriel Miró». La segunda parte, «Mañana es corpus», queda suprimida del libro, y aparecerá en la recopilación de Clemencia, Glosas de Sigüenza. Además, los dos capítulos «Caminos, lugares, palabras», cuyo título definitivo es muy semejante, «Caminos y lugares», tampoco han de ser recogidos en El Sol15.

El desarrollo del texto en La Nación nos muestra el lento proceso de escritura, más acusado en los inicios, y con una mayor frecuencia de aparición en el segundo año. Los dos primeros capítulos se publican en febrero de 1923, en semanas sucesivas; se produce después un corte de cuatro meses para, a partir de junio, publicar un capítulo cada dos meses. Las seis entregas de 1923 contrastan con las once del año siguiente, casi una por mes, y así continúa hasta que en abril de 1925 se produce otro silencio, que llega hasta diciembre, cuando también, en dos semanas sucesivas -en simetría con el inicio- aparece la serie «Vida de María Esperanza», con la que finaliza (27 de diciembre de 1925) Años y leguas en el periódico bonaerense.

En esta ordenación, que ha de ser mejorada en la arquitectura del libro, se aprecia cómo en el inicio se tiende al diseño de capítulos unitarios, para ir transformándose en «dípticos» -«Agua de pueblo»-, y terminar desarrollando series divididas en varios capítulos, a finales de 1924: «Todo se lo pasan ellos» y «Vida de María Esperanza».

En El Sol, donde no se alude al título del futuro libro, se inicia el ciclo con «Huerto de cruces», el artículo con el que gana Miró el premio Mariano de Cavia en 1925, por lo que fue reproducido en ABC16. Se aprecia ahora que la frecuencia de aparición es mayor, ya que se trata de textos revisados sobre una primera versión; pero hasta la décima entrega no guardan un orden. A partir de aquí se configuran cuatro series, que se refuerzan en esta segunda salida: «Sigüenza en su comarca», que reelabora «Todo se lo pasan ellos», creando el ciclo de «Una familia de luto» y «Bardells»17, el díptico «Agua de Pueblo», que en el libro se convierte en «tríptico», y el ciclo «Agustina y Tabalet», que es una reescritura de «Vida de María Esperanza», reformando profundamente el anterior relato. Hasta aquí, aparecen los textos de La Nación, muy revisados, o reescritos; después de un año de interrupción, a finales de 1927, aparece el ciclo «Imágenes de Aitana», con el que termina el libro. Es una serie compuesta en su totalidad durante los meses anteriores, como lo muestra la frecuencia de publicación: sus cinco partes aparecen en el mes de diciembre. Es una serie muy cuidada, como se comprueba en la escasez de variantes con respecto al libro, que ha de ver la luz en el siguiente año.




Un contexto teórico. «Lo viejo y lo santo» y «El mirador azul»

Parece que Gabriel Miró no sea un escritor dado a teorizar sobre cuestiones literarias; sin embargo, en su misma obra de creación (recordemos Libro de Sigüenza o El humo dormido), en diversos artículos y en algún documento epistolar, encontramos elementos suficientes para reconstruir toda una trayectoria de ideas sobre estética, así como los fundamentos, muy sólidos, de su creación poética. Lo que resalta es la coherencia y la continuidad en un mismo empeño; continuidad que no es repetición de criterios ni de actitud, sino un itinerario en el que cada jornada enriquece y aumenta lo hallado en las anteriores. Así, apreciamos una relación entre dos textos, distantes en el tiempo, que vienen a encuadrar toda su obra: el primerizo «Del Natural» (1902) y el archimaduro «Sigüenza y el Mirador Azul» (1927), esa respuesta a la crítica que Ortega y Gasset hiciera de El obispo leproso que ha quedado en tres borradores incompletos18, pero donde expone lo fundamental de su pensamiento sobre estética literaria y las convicciones sobre las que se sustenta su original arte. En ambos textos -y momentos: 1902, 1927- sigue un mismo procedimiento: objetivar su pensamiento en un personaje, en el cual contempla -en una vida, no en abstracto- sus criterios; y el último escrito citado viene a ser la parte final de un itinerario iniciado en el primero. Es evidente que si en el texto de 1927 escribe: «Sensacionar tallando, construyendo a su costa en solares viejos, con piedra ya vieja del idioma, pero no de derribos, el mismo solar, la misma piedra de otros edificios»19, ello no es sino el resultado de lo que en 1902 se proponía como programa a cumplir, con las mismas metáforas: «Lo mejor y preferible es levantar grandiosos edificios sobre cimientos nuevos; pero también sobre los viejos pueden alzarse esbeltas construcciones radiantes de belleza que se distingan de las otras. Y cuando todo se encuentre cimentado o la inteligencia carezca de vista de linceo y no descubra un solar virgen, construya, edifique por su cuenta, sobre lo que hubiere, tomando asuntos viejos (no ruinosos y desprovistos de interés) desde puntos de vista no gastados»20.

Aurelio Jiménez, el protagonista de «Del Natural», fracasa y perece porque no se ve a sí mismo. Ansioso por hallar la originalidad en su literatura, por hallarla en asuntos sorprendentes, no se da cuenta de que la originalidad reside en su propia manera de ver y de sentir el mundo, en la expresión lograda de sus propias sensaciones, sentimientos e ideas.

Fue la práctica de la escritura lo que mostró a Miró que la verdadera originalidad reside en el hallazgo del lenguaje preciso, creador, eso que hemos llamado «la expresión lograda». Que sus ideas sobre el lenguaje, al comienzo de la segunda década del siglo XX, se encuentran muy cerca de los de su admirado Maragall21 es cierto; pero también lo es que su propia experiencia iba en esa misma dirección, y lo que encontramos es coincidencia y fortalecimiento de criterios: «La palabra precisa [...] se hace carne con la idea y con ella se funde hasta quedar inseparables en fondo y expresión como en la música»22. Esta formulación no puede ser más feliz: «como en la música», donde la forma lo es todo.

Sabemos que ocho años después, en uno de sus libros más citados cuando de estética se trata, El humo dormido, repite y madura la idea: la palabra «como la música, resucita las realidades, las valora, exalta y acendra, subiendo a una pureza "precisamente inefable", lo que por no sentirse ni decirse en su matiz, en su exactitud, dormía dentro de las exactitudes polvorientas de las mismas miradas y del mismo vocablo y concepto de todos»23. Continuidad de un itinerario donde cada jornada es una afirmación de la anterior y un ensanchamiento de los mismos horizontes. También, al igual que en la música, lo «inefable» no es anterior, sino posterior al acto creativo, y se produce en virtud de aquél. Es la forma -musical, literaria- lograda lo que contiene y precisa el componente inefable que no existía antes, ni al margen, ni como referente de lo creado.

Volvamos a 1912: «Hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión»24; aquí está resumido el programa que Miró está desarrollando: lograr la objetivación de lo íntimo en un lenguaje que, siendo el de todos, es propio. Un año antes, a propósito de Azorín, lanzaba otra de las afirmaciones sustanciales: «La palabra es la misma idea hecha carne»25. Sorprende la coherencia y la continuidad, pues en 1927, en la «versión B» de «Sigüenza y el Mirador Azul», escribe: «Yo sin la carne y la sangre de la palabra no puedo ver la realidad»26. El peculiar lenguaje, la íntima visión, la idea encarnada, se resume y contiene en la necesidad de la carnalidad de la palabra para poder ver.

Sirvan las anteriores consideraciones para vislumbrar con un par de ejemplos el «camino de perfección» que siguió Gabriel Miró al desarrollar los criterios formados en su juventud, plenamente afirmados en su madurez.

La obra que ahora nos ocupa, Años y leguas, contiene también ciertos pasajes de «teoría estética», reflexiones bien integradas en un cuerpo de literatura creativa. En momentos determinados, Miró sabe incorporar el resultado de sus reflexiones en el seno de la creación, como elemento integrante de ella, sin disolver ni forzar su coherencia artística. Pero antes de tratar sobre la obra, debemos acudir a un par de textos coetáneos a su escritura, que iluminan su sentido. Hemos visto que las primeras versiones de Años y leguas van viendo la luz desde 1923 hasta 1927. En abril de 1925, en pleno proceso de escritura y publicación de los textos en los dos periódicos, Gabriel Miró pronunció la única conferencia de su vida, obligado moralmente por los graves problemas con la justicia y las penalidades que padeció el director del diario El Noroeste de Gijón, señor Valdés Prida, por publicar «Mujeres de Jerusalén», un capítulo de Figuras de la Pasión del Señor. La conferencia tuvo lugar en el Ateneo Obrero de esa ciudad asturiana, y la reproduce Vicente Ramos en su Vida de Gabriel Miró. «Lo viejo y lo santo en manos de ahora» es su título, y aunque se centra en una reflexión sobre la obra objeto del escándalo, contiene otros elementos que atañen a la estética del autor, y son adecuados a la obra que entonces, en 1925, está en proceso de escritura.

El otro texto teórico es el más conocido, y el más citado en los últimos años por los estudiosos mironianos: «Sigüenza y el Mirador Azul», que, como sabemos, permaneció inédito hasta 1982. Su tardía publicación y su carácter de corolario estético ha hecho que la crítica lo sitúe al final de su obra, al modo de epílogo, cuando en realidad debió escribirlo en enero de 1927, en los días que siguieron inmediatamente a la publicación de la crítica de Ortega y Gasset (aparecida el nueve de ese mes), que es la que suscita la redacción de las tres versiones inacabadas. Pocas semanas antes, el veinte de noviembre de 1926, había finalizado la publicación de la serie «Agustina y Tabalet», y en diciembre, once meses después, aparecerá en El Sol uno de los textos de más subido valor estético del escritor, de mayor perfección: las impresionantes «Imágenes de Aitana», serie con la que finaliza Años y leguas.

«Lo viejo y lo santo en manos de ahora» es el texto fundamental para introducirnos en el último libro de Sigüenza. El hecho de estar dedicado a tratar sobre las Figuras de la Pasión del Señor ha desviado la atención de los críticos sobre todos esos pasajes cuyo sentido trascienden la obra en cuestión para adquirir un valor más general que, por cercanía temporal, atañen al libro que estaba construyendo. Fijándonos en esos pasajes, vamos a intentar destacar las ideas que nos ayudan a situarnos en un terreno propicio.

Un primer «advertimiento» hace referencia al problema de la objetividad; algo que tiene que ver con los cimientos de toda su obra. Para Gabriel Miró, pretender ser objetivo es algo problemático, cuando no imposible; formado en la lectura de Schopenhauer, conoce que del mundo sólo tenemos su representación; esto es: que lo único objetivo y real es la existencia de una conciencia donde el mundo se representa; y en su práctica de creador literario ya hace tiempo, mucho tiempo, que sabe que el lenguaje literario no refleja una realidad exterior, sino que manifiesta una emoción íntima y sustenta la verdad estética que hay en cada página27. La objetividad es, así, una pretensión incierta, pues lo que hacemos cuando creemos ser objetivos no es sino «referirnos a nosotros mismos, prorrumpir de nuestra vida, proyectándonos en la ajena, para volver a la querencia de lo nuestro»28. El mundo es lo que nuestra conciencia percibe; de manera que aquello en lo que se pretende ser objetivo no es otra cosa que una versión -o visión- de un objeto, de un suceso... Algo más hacedero -y verdadero- que perseguir la objetividad ha de ser «objetivar lo íntimo»29, examinar la conciencia propia donde el mundo va adquiriendo un sentido, y esto es lo que el escritor, como creador que es, persiguió desde sus inicios30. La objetivación de lo íntimo es lo que «puso en escena» en «Del Natural» para contemplar en Aurelio Jiménez este problema crucial del creador, y es lo que el narrador de ese relato puede concluir como resultado de la trayectoria -errada- del personaje: «Y murió sin darse cuenta de que la "originalidad" por lo que tanto había sufrido había estado en él, en aquella su manera de ser, había sido él. Hubiera expresado los dictados de su inteligencia, las sensaciones de su alma, libremente, sin esclavizarse a nadie (aunque inspirándose en los que más sabían) y quizás hubiese alcanzado lo que tan fervorosamente ansiaba»31. La «objetivación de lo íntimo» había dado lugar a la creación de Sigüenza, según se desprende de la trayectoria del personaje y de lo que el escritor dice sobre él en la nota inicial al Libro de 1917. Y es, sobre todo, lo que había resumido en esa frase de 1911 que hemos citado antes: la íntima visión depende del «peculiar lenguaje».

Un segundo aspecto que sostiene la creación de Miró tiene que ver con la «continuidad», la «persistencia» en un empeño; algo que el escritor relaciona con la «ingenuidad»: «Ingenuo: el que ha nacido libre. Libre ha de engendrarse y nacer este deseo de ver, de recordar y labrar lo que se nos quedó desde criaturas pequeñas»32. El escritor prosigue -y persigue- ver mejor aquello mismo, continuar en sus propósitos, continuar en su camino de perfección sabiendo que no ha de llegar nunca33.

Un tercer criterio mironiano, persistente, es el relacionado con la distancia que necesita para evocar acontecimientos o emociones. Sabemos que cada una de sus novelas mayores viene a ser el resultado de un esfuerzo que se desarrolla en un tiempo dilatado, a través de años de persistencia en su gestación y redacción. Pero es también la misma experiencia vital que ha de transformar en arte la que se contempla en el pasado. Repetimos que la materia biográfica nunca aparece como referente en sus libros, sino como material previo que ha de transformarse en algo diferente en virtud de una nueva forma; y además, ese material de la experiencia suele responder a sucesos pasados, lejanos en el tiempo. Es algo que Miró repite en diversas ocasiones: «Escribo [...] sin notas, a distancia de lo que me impresionó», dice en su conocido resumen biográfico de 192734; y de los mismos años debe de ser un fragmento manuscrito publicado en un volumen de homenaje a Edmund L. King: «no anoto ni apunto [...] Yo veo mejor a distancia de tiempo»35. En El humo dormido había tratado sobre el valor estético de la memoria: «hay episodios y zonas de nuestra vida que no se ven del todo hasta que los revivimos y contemplamos por el recuerdo; el recuerdo les aplica la plenitud de la conciencia»36; y el sentido de todo ello se declara y completa en esta conferencia de 1925: «porque la distancia las despoja [a las figuras, a las memorias] de todo lo que en ellas puede haber de episódico y de transitorio, dejándoles la verdad profunda sobre la que acciona el Arte»37. La frase es iluminadora: la verdad del arte se vislumbra cuando a la experiencia se le despoja de lo anecdótico. Así, en Años y leguas se elimina lo episódico para llegar a manifestar la intensidad de los sentimientos en la verdad de una naturaleza que carece de anécdota. El escritor puede evocar sentimientos y sensaciones, y expresarlas «sin desmenuzar las memorias», sin la parte «menuda» de esos sucesos vitales, que carece de valor estético.

No puede el escritor tratar sobre estética sin aludir a lo fundamental, a «la palabra», porque «por la gracia de su pronunciación surge la realidad del mundo»38. Hemos hecho alusión a lo crucial de este asunto, y a la continuidad de una conciencia que desde muy pronto entendió que sólo en la palabra hallada está la realidad de su obra. Es la palabra la que asegura y propicia la «renovada creación», «como si cada día y cada hombre la modelase de la nada del silencio o de la inercia de los diccionarios»39. En Años y leguas Sigüenza redondea y completa el itinerario: «Tal vez por la palabra se me diese la plenitud de la contemplación»40.

La «contemplación» define la actitud del personaje ante la realidad rural a la que regresa después de veinte años. El libro culminante de Sigüenza es un libro «del paisaje» tal y como un lírico moderno logra crearlo. Porque el paisaje -tan viejo- es una creación de los hombres, «y cada generación exalta, transforma el concepto del paisaje»41. Miró es consciente de que está creando el paisaje con el lenguaje del siglo XX, y «por eficacia de la palabra exacta, no de la palabra onomástica, enumeradora, sino sensacionadora»42. Desde aquí, y en virtud de esa palabra «sensacionadora», lo que el escritor enumera bien pudiera ser un resumen temático de Años y leguas:

«Y así la muerte y el dolor, el agua, las delicias, la noche de estrellas, la noche de luna grande, las soledades, el silencio, la fugacidad de nuestra vida y la perpetuidad de la vida que prosigue sin nosotros, un frutal en flor, una cumbre, el vuelo de las aves en el azul...».



La enumeración podría continuarse, pero es suficiente: lo que nos rodea, lo que nos deleita o atemoriza, lo que define nuestra sensibilidad (el agua, una cumbre, la noche, un frutal en flor...) todo ello rodea y da consistencia al tema que se va afirmando hasta culminar en las últimas páginas de Años y leguas: «la fugacidad de nuestra vida y la perpetuidad de la vida que prosigue sin nosotros». En este momento, el escritor está aludiendo al libro cuya forma va perfeccionando en esos momentos para manifestar tan complejo sentimiento.

El centro de la conferencia de 1925 está dedicado a consideraciones relacionadas con las Figuras de la Pasión, para volver, en los últimos párrafos, a consignar ideas que convienen a nuestro libro. Y el paisaje es de nuevo objeto de reflexión: «se engañarán los que cotejen la obra artística con el lugar, con el pedazo de naturaleza que la inspiró»43. Aunque el escritor comenzó hablando del paisaje de Palestina, representado y entendido desde sus campos natales, la frase citada puede aplicarse a la perfección al libro sigüencino, y pudiera ponerse al frente de él para indicar al lector la actitud que debe adoptar ante el paisaje literario. No hay que «cotejarlo» con la realidad geográfica, porque pertenecen a dos realidades diferentes: la precisión corresponde a los mapas o a las guías, pero no al arte literario; y escribe entonces la frase a cuya luz es preciso leer su obra entera: «Para el artista, la realidad con todas sus exactitudes es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética»44. Debió parecer a Miró que había logrado precisar el núcleo, la clave de su estética, pues la repite de manera casi idéntica en las dos principales versiones de su respuesta a Ortega, en las versiones A y B de «Sigüenza y el Mirador Azul».

Con todo ello, desde esa realidad que sirve como material básico y como levadura, lo que el autor persigue es lo mismo que en Figuras y en sus mejores obras: «Emoción de lugares, de tiempos, de gentes... Sensación de 'aquello', emoción de 'aquello', pero no su traslado». En Años y leguas no se «traslada» ni se refleja una realidad rural -siempre alejada de cualquier costumbrismo-, sino que se construye una arquitectura verbal que suscita las «emociones» de aquello que responde a un lugar geográficamente determinado. Desde la realidad del campo de La Marina o de las cumbres de Aitana se nos conduce hacia la «verdad rural» y la «emoción de lugares, de tiempos, de gentes». Esto es lo que encontramos en Años y leguas.

Podemos finalizar el recorrido por esta conferencia cerrando el círculo, volviendo al punto de partida: la «objetivación de lo íntimo»; porque lo que encontramos en los últimos párrafos gira en torno a eso que constituye la premisa y el sustrato de todo: «un deseo de acogernos a una conciencia emocional de nosotros mismos». La «emoción de lugares» es solidaria de esa «conciencia emocional de nosotros mismos» que Miró intenta -y logra- objetivar en su escritura. Es también el deseo de prolongar todo momento feliz, toda pasión exquisita, lo que ha motivado y ha sostenido el esfuerzo del artista, y la cita de Walter Pater delata, de nuevo, la cercanía con Años y leguas, donde este mismo fragmento es citado y glosado dos veces en textos de sus primeras versiones, del mismo modo que la conferencia termina con una cita de André Gide, la traducción de una frase de Les norritures terrestres, libro citado varias veces en el último libro de Sigüenza.

Conviene que volvamos a uno de los puntos tratados en la conferencia: el del paisaje. Evidentemente, Gabriel Miró no conoce el paisaje de Palestina; de sus lecturas dedujo que, por botánica y geología, esos lugares tenían semejanzas con los paisajes de su provincia. Pero, atento siempre a la singularidad de cada ser, de cada objeto o de cada región, entiende que los rasgos auténticamente distintivos no pueden ser destacados: «en Levante, todo es levantino; y en Palestina, todo es únicamente de allí». El problema tiene que ver con una de las premisas de su estética: expresar lo concreto, lo único, lo que diferencia cada realidad; es decir, la «emoción» de cada cosa, de cada ser... Pero el problema tiene una solución, que está en su procedimiento creativo, coherente con sus criterios, con el modo en que la conciencia recoge las realidades que se le van presentando: «puede decirse que todos nos representamos y comprendemos hasta lo que hemos visto de veras a través de algo que ya estaba en nosotros, a través de algo de nuestra predilección»45. El criterio, coherente con su estética y con su epistemología, viene reforzado por lo aprendido en el Dr. Turró, cuya Filosofía crítica había traducido al castellano. Un pasaje guarda relación con la frase que acabamos de citar:

«Los sentidos estrictamente receptores, pasivamente considerados, no formulan al entendimiento experiencias verdaderas, traen la memoria de experiencias pasadas. El valor de estas pasadas experiencias, aplicadas al caso presente, puede ajustarse a la realidad de las cosas o puede no conformarse con ellas»46.



Esto viene a reforzar nuestras apreciaciones sobre el problema de las influencias en Gabriel Miró. El escritor sabe integrar todo aquello que es adecuado a su pensamiento, a su estética, a la coherencia de su visión del mundo. Miró no recibe enseñanzas ajenas como el discípulo que aprende de su maestro, o como el que incorpora ideas que le parecen atractivas, sino como el creador que entra en diálogo con el pensamiento ajeno, para llegar a sus propias conclusiones. Las influencias son un estímulo para la creación, cuando no una confirmación de sus criterios y una ayuda para el conocimiento propio.

«Sigüenza y el Mirador Azul» viene a ser el desarrollo de ideas apuntadas en la conferencia de 1925, adecuadas al caso concreto que se le presenta en enero de 1927: la crítica de Ortega y Gasset a El obispo leproso. Miró expone y defiende su práctica de creador de novelas frente a la afirmación de que la novela «es casi ciencia», un género que posee «una estructura dada, rigorosa e inquebrantable», y que «impone un decálogo inexorable de imperativos y prohibiciones»47. Miró vuelve a utilizar a Sigüenza para objetivar sus ideas con el fin de que éstas no queden en meras abstracciones, sino en resultados de una experiencia vivida con intensidad; el escritor no teoriza como el filósofo; describe una actividad compleja viéndola representada en Sigüenza. Muestra así su procedimiento, que nunca se basa en la «pre-visión», sino en la lenta visión a costa de la palabra: «la forma que prorrumpe cada vez recién nacida renovando creadoramente todas las realidades». Así se explica la lentitud del creador que va viendo poco a poco, y cuando la forma ha sido hecha; algo similar a la emoción que el autor del Génesis le aplica a Dios48.

La cuestión del lenguaje, de la palabra creadora que resucita las realidades es, estéticamente la prioritaria. Pero el escritor, además de intuición y predisposición, requiere, a su juicio, «ser uno en sí», adquirir una aguda conciencia del sentimiento de sí mismo, o, como él expresa: «ser con la emoción de serlo». El ejemplo de los cristales descortezados del mirador, que le deparan la visión del mundo, de «lo que ya estaba», pero ahora estaba por él, y la conciencia de su yo frente al otro, cuando contempla a un muchacho haciendo equilibrios en los carriles de las vías del tren, sirven para traer a lo concreto esa «conciencia emocional de nosotros mismos» de la que hablaba en su conferencia, dos años antes. Emoción de la identidad y creación a partir de lo que la forma -la carne y la sangre de la palabra- nos va revelando. Todo ello es ajeno a la ciencia, que ha de pertenecer a lo concreto, a lo exacto. En la literatura se ha de buscar «la palabra exacta, el sonido exacto para evitar la realidad exacta [y dar] su sensación emocionada. Lo exacto no necesita de nuestra lengua literaria, porque ya existe»49. De este modo, en el paisaje concreto no puede contemplase otra cosa que «la evocación sensacionada de todo paisaje».

Sigüenza, evocado en su infancia, en sus primeras experiencias estéticas, es un inicio, un primer recuerdo del mismo Sigüenza que en su madurez culmina una ruta de conocimiento y de emociones fundada en la continuidad de una conciencia, en la persistencia de un propósito; porque Sigüenza «vive a costa de la continuidad de su modelación íntima»50 (157).




Consideraciones en torno a su estructura

Años y leguas es un libro unitario donde, en el relato de un regreso a la tierra natal, se va trazando el itinerario que conduce al protagonista a ahondar en el sentimiento de su identidad, en la «conciencia emocional» de él mismo en los lugares donde tal hallazgo puede lograrse. Es un libro hecho, además de con palabras, con toda la vida: con toda la vida que puede manifestarse en palabras; es el libro que un hombre sensible puede hacer cuando ha culminado su madurez y se encara con lo más importante: intentar indagar en el conocimiento y la expresión del verdadero sentido de su existencia. Se cumple, en un texto definitivo, lo que el escritor expresó como deseo a Gabriel Maura en una carta que éste reproduce en el prólogo escrito para Años y leguas en la «Edición Conmemorativa»; recordemos: «me apartaré en una vieja casa mediterránea, con parral y todo, y allí me llamaré, me buscaré a mí mismo, y todavía he de encontrarme»51. Miró se pudo encontrar definitivamente cuando logró objetivar en Sigüenza la emoción esencial en la que contempla su vida.

En el libro asistimos, pues, al desarrollo de emociones complejas, de júbilos y de congojas, de hallazgos y perplejidades de una conciencia, Sigüenza, en un entorno cuya presencia se impone con tanta fuerza, tanto vigor y tanta evidencia, que «parece» relegar al personaje a un lugar secundario, aunque no sea así. Entender Años y leguas como un libro «de paisajes» es reducir su horizonte y errar el camino que nos conduce a su verdad. Un primer acercamiento, todavía externo, habrá de consistir en un análisis de su estructura; de lo más visible de esa estructura, pues el libro sólo puede conocerse si penetramos en su interior y atendemos, en la experiencia de la lectura, a una ordenación más íntima impuesta por la evolución del personaje.

La primera evidencia estructural, de fácil identificación, es el carácter cíclico, similar al de Del vivir: el personaje llega a su comarca en el primer capítulo y la abandona en el último. Al igual que en la primera novela de Sigüenza, la llegada sucede en la tarde y la partida en una mañana. La gran diferencia entre ambas es el tiempo comprendido entre la apertura y el cierre: seis días en Del vivir y cuatro meses en Años y leguas. Pero hay otras relaciones explícitas: en el inicio, Sigüenza va sobre un jumento, porque así lo hizo en el comienzo de aquella novela: «no había más remedio, para guardarse fidelidad a sí mismo, al que era hacía veinte años» (6); en el capítulo «Caminos y lugares» regresa a Parcent, pero ahora en automóvil, para encontrar un lugar irreconocible y donde tampoco él se reconoce. El narrador, para reforzar la relación, cita al pie de la letra un párrafo del inicio de Del vivir: nos remite al texto de aquel libro, porque el texto perdura, mientras que el lugar ha cambiado.

Hay, pues, relaciones y diferencias. Entre inicio y final encontramos también más sutiles matices relacionados con el sentido del nuevo texto. En el primer párrafo, Sigüenza se encuentra de nuevo en los campos de su provincia natal, los campos de su juventud, imitándose a sí mismo. Es «La llegada» -así se llama el capítulo inicial-: «Camino de su heredad de alquiler...». Se dirige a la masía donde ha de pasar el verano. La salida de Madrid se había relatado en la última página de Libro de Sigüenza52, en 1927, para preparar este inicio. Sigüenza llega, no para conocer cosas nuevas, sino para ir encontrándose a sí mismo en la naturaleza de su infancia y juventud. En el final, no se nos muestra su despedida, sino el campo cuando ya no está en él: los lugares que vuelven a estar como antes de llegar Sigüenza y como han de continuar:

«El valle, desde el viejo camino, en las horas buenas de la mañana, era lo mismo que en aquel tiempo, lo mismo que en todos los tiempos que han de venir; y, por tanto, ya era otro valle sin nosotros».


(259)                


Después de este párrafo, sólo quedan las palabras del narrador -del autor- despidiéndose de Sigüenza «quizá para siempre».

La complejidad de Años y leguas frente a Del vivir es algo obvio: el libro de 1904 delimita bien las seis jornadas de estancia en Parcent; en el libro de 1928 se adensan y comprimen cuatro meses, y las referencias temporales están casi ausentes. Los diez breves capítulos numerados en aquél aseguraban una secuencialidad temporal; los diecisiete del último son mucho más extensos, algunos presentan subdivisiones internas, y mantienen cada uno su unidad, cierran el asunto que han ido desarrollando como si de textos independientes se tratara; como si el libro fuera una suma de relatos poéticos, descripciones, crónicas líricas, o estampas. En realidad, se preserva tanto la continuidad como la relevancia de cada momento, gracias a una excelente utilización de la elipsis, técnica que Miró dominaba a la perfección53. De igual modo, sus novelas están construidas a base de capítulos unitarios, casi cerrados, como momentos destacados en la trayectoria vital de los personajes. La disposición y concepción de los capítulos responden a un tipo de novela que resta continuidad a la trama para privilegiar la unidad de cada capítulo; es lo peculiar de la novela lírica54. No estamos ante una crónica de las jornadas de Sigüenza en su particular veraneo, sino ante momentos relevantes que se suceden en el seno de una totalidad, de la continuidad de la vida.

Años y leguas comienza en junio y termina a finales de septiembre, en los primeros días del otoño; se nos señala el inicio y el fin, pero nada sabemos del resto. El tiempo va estructurando la obra, un tiempo subjetivo entre dos referencias exactas. No sabemos la fecha concreta de la llegada, tal vez a principios de junio: en el segundo capítulo, cuando Sigüenza vive su primera mañana en el lugar y contempla «disciplinadamente» el pueblo, se nos dice que es una «mañana de junio». En el capítulo siguiente han pasado ya varios días: «Es viernes, y el lunes [...] encontró al barbero del lugar»; y ya en el capítulo «Huerto de cruces» nos enteramos de que es el día de San Pedro y San Pablo, el veintinueve de junio (en la primera versión de «Doña Elisa y la eternidad» se hacía referencia al Corpus, eliminada en el libro). No volvemos a encontrar otra referencia temporal precisa hasta el comienzo de «Agustina y Tabalet»: «Septiembre se levanta palpitando de un aire dulce de cosechas» (188), y pocas páginas después se alude a las campanas de la Natividad de la Virgen, el ocho de septiembre. Vendrá a continuación la historia de Tabalet, la estancia en Aitana, para dejar a Sigüenza, junto con Bonhom, en la última página, caminando «envueltos de una claridad madura, tostada, de otoño» (259). Se cumple así un ciclo: desde los aguaceros del final de la primavera hasta la apacibilidad de primer otoño, después «del grito caliente del centro del verano» (190).

Entre momentos precisos, con dos días concretos que no son el del inicio ni el del final, se desarrolla el proceso de emociones e ideas que en Sigüenza suscita la estancia en su tierra; un proceso en el que desaparece la noción del tiempo exacto, medido, para mostrar un tiempo vivido55. Se cumple así lo que el narrador nos transmite en las primeras páginas, mostrando de manera indirecta el pensamiento de Sigüenza: «Había de sumergirse y de perderse en la visión como en el sueño que no nos gana sino cuando perdemos la conciencia de nuestra vida y de nuestra postura» (8).

Hemos destacado los datos más concretos, que de manera relevante señalan unas relaciones y simetrías: apertura y cierre; llegada y partida; tarde y mañana; inicios de junio y finales de septiembre... Pero en un análisis más detenido podemos percibir otro elemento organizador de la estructura, que es el capítulo central, el que marca un límite entre dos partes: «El lugar hallado». No se trata de un centro matemáticamente exacto, pues la parte anterior a él es algo más extensa que la posterior; pero allí se produce un cambio, que está aludido en el mismo título. En los capítulos anteriores parece que se tendía más a la fragmentación, frente a los posteriores, en los que se organizan tres series. Con mayor detención, podemos observar que los capítulos se agrupan en las dos partes que formamos con respecto al eje del capítulo central, y que los grupos son seis: tres antes y tres después de «El lugar hallado».

El primer grupo lo constituye el «ciclo de la llegada», el de las primeras impresiones y júbilos en los dos capítulos iniciales. En «Tocan a muerto» se inicia el que podemos llamar «ciclo de los muertos» -no «de la muerte»- que termina con su culminación en el soberbio «Huerto de cruces». Se produce después una inflexión, un cambio de tono a partir de «Benidorm. Un extranjero. Callosa», que llega hasta el final de «Caminos y lugares»; es el ciclo más amplio: el de los lugares y sus gentes, de ahora y de antes -algo así como la sección «Días y gentes» del Libro de Sigüenza-, y el del itinerario en busca de sí mismo. Comienza con Benidorm y termina con el regreso a un Parcent muy cambiado, donde ya no conoce a nadie y donde le es imposible encontrarse a sí mismo. «Sigüenza y Sigüenza» se titula la última sección de «Caminos y lugares», y allí se marca la escisión entre el de entonces y el de ahora. Después de lo que llama «el fracaso de sus memorias» (134), el azar y la curiosidad le llevan hasta «El lugar hallado». Como en «Sigüenza y el Mirador azul», lo que halló «ya estaba». Descubre una finca abandonada y se demora en su descripción (las frases iniciales están en boca del personaje, no del narrador), en el disfrute de su contemplación; la posee imaginativamente y traza su futuro. Es el lugar de la felicidad. Un jornalero lo sitúa en la realidad: la finca es de unos herederos que nunca vienen; pero Sigüenza estuvo allí; el jornalero lo recuerda: «hace muchos años, cuando no había carretera, usted vino aquí una tarde, por una senda, entre las bancaladas...» (148). A partir de este momento, Sigüenza se incorpora al lugar como el personaje que vivió en él y que trató con sus gentes: es un personaje que también pertenece al pasado de otros, al pasado de «la familia de luto». Después de «El lugar hallado» se desarrollan tres nuevas secciones: el ciclo de «Una familia de luto y Bardells», que incluye el viaje al barranco del Mascarat y a Ifach; el ciclo de «Agustina y Tabalet», con su «Intermedio de la besana», y, por fin, las «Imágenes de Aitana», con su culminación en el pasaje del Paraíso y el desenlace con la historia de Bonhom, disuelta entre esta sección.

Son secciones, pues, con relación a un eje, un centro significativo, con el evidente incremento en la segunda parte de historias intercaladas, como sucesos entretejidos en el vivir de Sigüenza, un tanto al modo de los «episodios que lo pareciesen [novelas], nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece», como Cide Hamete dice en el inicio del capítulo cuarenta y cuatro de la segunda parte del Quijote. El libro organiza su desarrollo en los diecisiete capítulos que agrupamos en esas seis partes, o siete, si contamos (como debe ser) el breve tramo central, el capítulo «El lugar hallado», el más breve, pero el que marca el umbral de una nueva etapa en la vida que Sigüenza intensifica en el regreso a los campos de su provincia natal.




Sigüenza en Levante. Identidad. Fugacidad y perpetuidad

Las anteriores consideraciones en torno a la estructura de la obra dibujan a grandes rasgos, de manera excesivamente amplia y general, una composición que tiende a un modelo cíclico y simétrico, y que revela una organización externa derivada del motivo «regreso-búsqueda-hallazgo». Esa organización no es sino la forma superficial de una estructura interna más sutil que depende del itinerario vital del personaje. Años y leguas es un libro unitario en el que todo aparece subordinado a una conciencia donde el mundo percibido cobra sentido; una conciencia que se manifiesta y adquiere forma en el lenguaje, y donde lo que percibe es indesligable del efecto que produce. En los momentos más intensos, ese efecto alcanza el rango de «emoción»: «Olor y temblor del agua que deja emoción de jardines, de lejanías, de espacios, de todo lo que no es agua» (118). Ricardo Gullón interpretó el sentido de estos complejos estados de conciencia: «las emociones tienen el valor de intuiciones, de 'momentos de revelación'. De ahí que las imágenes, si cumplen cabalmente la función de expresarlas, pueden llamarse claves de la totalidad»56. Se trata de un ejemplo eminente de «epifanía», o revelación, propia de la novela lírica del modernismo europeo.

Es obvio que la conciencia ha de manifestarse como conciencia de algo. Sigüenza es el personaje en el que el mundo que le rodea cobra sentido y supera la condición de mera circunstancia para formar parte de las vastas regiones de su «yo». Años y leguas es el resultado de esa unión íntima del protagonista y la naturaleza, a la que pertenece como un elemento de ella, de manera que es necesario entender la interpenetración entre conciencia y naturaleza, entre Sigüenza y Levante, porque las «emociones» de aquél no existirían sin la experiencia que las hace posibles, del mismo modo que, como se desprende de la cita anterior, el agua no es sólo agua, elemento aislado y completo en sí misma, sino que contiene la emoción de todo lo que no es ella.

Hemos dicho que todo en el libro depende de Sigüenza, pero no se trata de un mundo enclaustrado, sino de dilatados horizontes, de amplitud de espacio y de profundidad temporal. Mundo poblado por seres diversos, con sus vidas y sus memorias, es decir: sus historias. Todos ellos se relacionan con el protagonista, o son evocados por otros ante él, creando la ilusión de relatos o episodios más o menos independientes, que no hacen sino adensar el espacio y el tiempo. Y aquí aparece el título del libro, escueto pero rebosante de sentido: los años y las leguas son la medida del tiempo y del espacio referidos a la vida del hombre; son los signos de su limitación en el seno de la permanencia de la naturaleza.

La «Dedicatoria» que figura al inicio tiene un gran valor poético al que es anejo un cierto hermetismo. Viene a ser como una muy breve introducción, una indicación inicial que nos predispone para adoptar una actitud y que sitúa a Sigüenza como clave de toda la construcción; una especie de resumen del sentido del libro, condensado en cuatro puntos: una conciencia de sí mismo («Sigüenza se ve como espectáculo de sus ojos»), la conciencia de formar parte de un conjunto, una totalidad («Está visualmente rodeado de las cosas y comprendido en ellas»), el carácter complejo, indefinido -no cerrado, no acabado- de su personalidad («Se sentirá a sí mismo como si fuese otro, y ese otro es Sigüenza hasta sin querer»). La última frase es la que, de manera estricta, corresponde a la dedicatoria: «Sean estas páginas para el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él». Parece tener un sentido hermético, aunque se puede interpretar atendiendo a los criterios que apuntamos en otro lugar: Sigüenza es un nombre a compartir entre autor y lectores57. Ser «amigo de Sigüenza» es participar de sus emociones, ser, de algún modo, «un Sigüenza»; de manera que el libro podría estar dedicado a todo lector que compartiera la sensibilidad del personaje. Todo lector que comparta sus emociones está implicado en el tejido de estas páginas. Pero puede haber otra intención, como reveló el profesor Edmund L. King.

En un excelente artículo, «Sigüenza y sus modelos»58, el investigador estadounidense dio cuenta de una confidencia que le hiciera Jorge Guillén: «Debe usted de saber que el modelo de Sigüenza es Agustín de Irízar»59. No hay que tomar esta afirmación al pie de la letra y de manera absoluta, sino como una forma de poner énfasis en una persona «muy semejante a Sigüenza», pues Gabriel Miró conoció a Irízar muchos años después de haber creado a su personaje.

Agustín de Irízar era cuñado de Óscar Esplá, el amigo fraternal de Miró; estudió medicina en su ciudad natal, Barcelona; carrera que abandonó para estudiar Filosofía y Letras en Salamanca. Pasaba temporadas en Madrid y en Alicante, y fue durante muchos años profesor de Lengua y Literatura Españolas en la Universidad de Leeds. Gracias al profesor King conocemos el sentido de lo apuntado en el texto de una anterior dedicatoria para Años y leguas, desechada por su autor. El comienzo rezaba así:

«Dedico este libro a Don Agustín de Irízar y Góngora, muy semejante a Sigüenza.

Pero, ¿es como Sigüenza Agustín de Irízar? Irízar puede ser muchas veces como Sigüenza y aun el mismo Sigüenza; y Sigüenza no es Irízar.

Ser Sigüenza equivale a ser otros dos, no paralelamente, sino diagonalmente».


Y desarrolla esta idea en un párrafo algo conceptuoso, que no debió complacerle, pues lo desechó. Lo importante está en las frases citadas, ya que sitúan la vinculación en un terreno en el que hemos estado: Sigüenza es un modelo a compartir y con el cual medirse. Irízar puede «ser Sigüenza», aunque estrictamente no lo sea porque la vinculación no puede establecerse en sentido inverso. Así, en esa dedicatoria definitiva, «el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él» puede serlo cualquier lector, como ya hemos apuntado, sin dejar de contener un guiño dedicado al amigo de Sigüenza y de Miró.

En Años y leguas se cuenta el regreso, después de veinte años, de Sigüenza a su campo natal, el de la felicidad de su infancia y primera juventud. Es el Sigüenza de Del vivir, ahora maduro (ha doblado los cuarenta años), quien vuelve para algo muy diferente: en aquella novela de 1904 el protagonista se encamina hacia Parcent con el propósito de conocer el dolor de los llagados. Vive en una circunstancia, atento a ella, situado así en el texto a partir de un planteamiento naturalista, pues se va a dar cuenta y razón de un problema «externo»: el sufrimiento de los leprosos y la indiferencia de los sanos. Pero al mismo tiempo se produce en el personaje un movimiento interno que lo conduce hacia una conclusión con la que culmina su experiencia: el conocimiento de la universal «falta de amor»60.

En Años y leguas Sigüenza regresa al campo levantino para disfrutar del ocio estival. Es un veraneo, y en esas jornadas se ha de buscar a sí mismo en el seno de la naturaleza que, por emoción, le pertenece: «Se cumple en Sigüenza lo que siempre necesitó al internarse en las contemplaciones y en el extatismo del paisaje y de los pueblos; sentir su raíz emocional, su propia tradición, su antigüedad con la raíz de su tierra [...]. Necesidad biológica y estética de haber sido y ser siempre de allí, con un sentimiento étnico y exclusivista de sangre de Israel» (193).

Quedan así unidos el tema de la identidad con el del retorno, más el propósito evidente de la búsqueda de la felicidad. El libro se sitúa en un contexto saturado por ese complejo temático. Lo hemos visto de manera explícita en su conferencia «Lo viejo y lo santo en manos de ahora» (1925); pero es el mismo sentimiento encarnado en Paulina (El obispo leproso, 1926), reiterado en Amaral, el protagonista de la inconclusa novela La hija de aquel hombre (anunciada «en preparación» desde 1921), y apuntado en algunas notas manuscritas que hemos podido conocer. En esa última parte de la novela de Oleza, llamada significativamente «La felicidad», Paulina regresa a su finca, el «Olivar de Nuestro Padre», los campos de su infancia y primera juventud, junto con un hijo que ha sufrido el final de su historia de amor y un esposo adusto y atribulado de por vida; pero allí le esperaban «los campos, el aire, la atmósfera de los tiempos de las viejas promesas», y todo ello le prepara para el hallazgo y disfrute de ella misma en la naturaleza: «olor de felicidad no realizada; felicidad que Paulina sintió tan suya y que permanecía intacta en los jazmines, en el rosal, en los cipreses, en los frutales»61. Como Paulina, Sigüenza regresa al lugar donde ese «olor de felicidad no realizada» permanecía intacto, en la plenitud de sus promesas. El profesor Ian R. Macdonald, en un excelente trabajo62, señalaba que en el último capítulo de El obispo leproso, el titulado con las siglas de la compañía ferroviaria, «el argumento no sigue a los personajes, sino sus emociones, sus caminos»; pues bien, del mismo modo, el desarrollo de Años y leguas viene a ser, hasta cierto punto, el desarrollo de las «emociones» de Paulina en otro personaje y en otro lugar: la vuelta a los campos donde la promesa de felicidad permanece intacta.

Similar parece ser el planteamiento de La hija de aquel hombre, según informa Macdonald63: Amaral regresa a Levante para redimir la finca familiar. Sobre este asunto, lo que se aborda es la experiencia de la felicidad, entendida como aspiración y propósito, pero sabiendo que no la hemos de alcanzar en plenitud. Es lo mismo que Miró había apuntado en una de las «Jornadas y comentarios de Sigüenza» en 1914, «La fruta y la dicha», siendo uno de los asuntos fundamentales de su obra, así como de nuestra vida, de la de todos.

En ese retorno, es Sigüenza quien va a dar sentido a lo que ya existe, y seguirá existiendo. En las páginas finales leemos un pasaje que afecta al libro entero:

«Y desde que se asomó Sigüenza todo comenzó a respirar dentro de la órbita del tiempo, tiempo de las soledades contado ya por el pulso de Sigüenza».


(253)                


La naturaleza respira con nosotros cuando el pulso del hombre mide el tiempo en el espacio, el que ha de continuar después de que ese pulso se detenga. El campo suscita la emoción en Sigüenza, una emoción sin anécdota, sin episodio. Del mismo modo, el personaje quiere quedar despojado de lo anecdótico: «No ser por episodio, sino en sustantividad» (185). En estos dos pasajes puede quedar finalmente cifrado el propósito que mantiene la obra: la expresión de complejas emociones, las que el hombre siente en su campo natal, sin recurrir a lo anecdótico, que banalizaría lo vivido y rebajaría su intensidad poética.





 
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