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Azorín y Gabriel Miró en la Literatura Española

Miguel Ángel Lozano Marco






I. La palabra y el estilo

Es posible que el artículo que Gabriel Miró escribió en 1911 para Diario de Barcelona, «El párrafo, la palabra. Azorín»1, sea el texto que, de una manera más directa, pueda situarnos en el asunto que vamos a tratar. En el título, explícito y escueto, su autor viene a señalar aquello en lo que ha consistido el cambio sustancial que marca la nueva literatura: «Hasta hace algunos años -advierte el escritor-, el deleite de una obra estaba para autor y lectores en la masa del párrafo». Según esto, la idea que se quería transmitir quedaba sometida a unos períodos sintácticos con vida propia, que se desarrollaban, sonoros, en busca de un final rotundo; el sentido del texto se subordinaba, pues, a un curso retórico cuya eficacia dependía de una masa verbal bien acabada. No solo predominaba el párrafo, sino que la atención prestada a su desarrollo llegaba a ensombrecer -si no a alterar- el sentido de lo que se pretendía comunicar, priorizando lo sonoro sobre lo esencial. Venía a ser, pues, «trabajo de ensambladura que podía lograrse separadamente de la idea». La palabra, por el contrario, es el camino directo hacia una verdad, «es la misma idea hecha carne», y en su hallazgo encuentra el arte literario su plenitud. Pues bien, según el prosista alicantino, «el renacimiento de la palabra literaria en España se debe principalmente a Azorín»2.

Es el rasgo principal del nuevo arte con el que comienza el siglo XX. La palabra, con su capacidad para precisar, sugerir y alumbrar, conduce nuestra sensibilidad por otros derroteros; nos predispone para entender de otro modo tanto el carácter polisémico del universo exterior -el que captan nuestros sentidos-, como el interior, tan complejo, de ideas, sentimientos, sensaciones... La palabra llega hasta donde el párrafo nunca puede penetrar: a los más escondidos lugares de la conciencia, para expresar aquello que solo el arte puede captar: los cambiantes del pensamiento, la complejidad sutil de las sensaciones, la gradación de los matices... El especial cuidado en la selección léxica es la principal condición de un estilo: el que cada uno logra. El párrafo es un bien mostrenco, en el que se coincide con tantos otros para no dejar huella; por el contrario, la palabra es de quien la escoge, y adquiere la huella y el contorno de quien la pronuncia.

Con su sagacidad habitual, el profesor Edmund L. King advirtió que, en realidad, esas ideas que Miró expone en su artículo definen más su propio arte que el de su paisano3. Pero no deja de tener razón. Si fue Azorín quien marcó el tránsito del párrafo a la palabra, Miró es quien lleva este cambio a su culminación estética.

No hay en toda la literatura española escritor tan preocupado por el hallazgo de la palabra, y que de forma tan admirable haya definido su alcance, como el autor de Años y leguas. Un mes antes, en el mismo diario, había publicado un artículo sobre Joaquim Ruyra4 donde anticipa la reflexión con términos que ha de ir reelaborando y precisando a lo largo de años. Es como la primera formulación de una idea sobre la que será necesario volver. Hacia el final del artículo leemos: «la palabra precisa [...] se hace carne con la idea y con ella se funde hasta quedar inseparables en fondo y expresión como la música»5. Encontramos aquí una disonancia con las ideas arraigadas en su entorno cultural. Cualquier estudiante, en su iniciación en la disciplina literaria, debía conocer la distinción entre fondo y forma, y atender preferentemente aquél. El criterio de Miró, al considerar inseparable ambas nociones, y ejemplificarlo con la música, entra en conflicto con las ideas en uso y corre el peligro -como así sucedió- de que fuera considerado un formalista cuyo contenido -su fondo- carece de consistencia y se puede muy bien excusar. De ahí que un crítico como Eugenio G. de Nora llegara a hablar de «oquedad ideológica»6; una oquedad que no lo fue para sus detractores, más avisados acerca de lo que realmente se contenía en esos libros7. Aquí reside una de las incomprensiones críticas que sufrió el escritor y que, en parte, sigue sufriendo su obra.

Lo expresado en esa frase de 1911 ha de tener continuidad; detenernos en ello viene a ser una obligación si queremos llegar a un mejor conocimiento del escritor. Miró solía apuntar en pequeñas fichas ciertas ideas sobrevenidas; entre las páginas de uno de sus libros encontré una de éstas en la que había apuntado escuetamente: «la palabra no ha de decirlo todo, sino contenerlo todo»8. Es la versión primera de una compleja frase que encontramos en el primer capítulo de El humo dormido: «la palabra creada para cada hervor de conceptos y emociones, la palabra que no lo dice todo sino que lo contiene todo». Se trata de un criterio estético de gran alcance que define, como pocos, la cualidad esencial de lo literario: la palabra no dice, sino que contiene, y así es capaz de irradiar significados múltiples a lo largo del tiempo. La palabra es una realidad viva y preñada de sentidos.

Páginas más adelante, encontramos formulada otra reflexión en la que recordamos algo del artículo de 1911, enriquecido en sus consideraciones estéticas, desde nueva altura:

Es que la palabra, esa palabra, como la música, resucita las realidades, las valora, exalta y acendra, subiendo a una pureza «precisamente inefable», lo que por no sentirse ni decirse en su matiz, en su exactitud, dormía dentro de las exactitudes polvorientas de las mismas miradas y del mismo vocablo y concepto de todos9.



Esa palabra exacta revela un mundo que no conoceríamos si utilizáramos un lenguaje convencional, neutro. («Hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión», ha escrito en otro lugar10). Miró logra contradecir al Eclesiastés al afirmar, con fundamento, que «sí que hay cosa nueva debajo del sol, y de la tierra hollada; todo aguarda ávidamente el sello de nuestra limitación»11.

De nuevo es la música el término de comparación: la música, que si existe es por ser pura forma, y solo por serlo. De ese modo puede llegar a una conclusión original: lo inefable no es anterior a la creación artístico-literaria, sino posterior a ella; es una cualidad inherente a la obra creada que depende del hallazgo de esa palabra que lo contiene todo y logra resolver el oxímoron de lo «precisamente inefable».

La publicación en 1982 de los borradores de «Sigüenza y el Mirador Azul», transcritos y prologados por Edmund L. King, supuso un acontecimiento para los lectores y estudiosos de Miró12. En esa respuesta a Ortega que no llegó a terminar encontramos formuladas unas ideas estéticas que, bien leídas, representan una de las reflexiones más originales y elevadas en la literatura de su época. Allí está de nuevo una antigua idea: «Yo, sin la carne y la sangre de la palabra no puedo ver la realidad»13. Pero la palabra exacta ha de evitar la realidad exacta para dar su sensación emocionada; y esa realidad, para el artista, «es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética»14. Aquí radica la mejor definición de su arte: una verdad estética lograda a costa del hallazgo de la palabra exacta.

Pocos escritores han llegado tan lejos en su exigencia artística; tal vez sea él quien mejor representa al autor que alcanza las más altas cotas por aspirar a lo que parece imposible. Recordemos lo que aconseja a un joven escritor, Alfonso Nadal; lo que propone es imposible, salvo que quien lo realice sea Gabriel Miró:

Leí su cuento «Las Ánimas». Creo que debe Vd. flexibilizar el lenguaje. El lenguaje, antes de escribir, es forja; al escribir, plasticidad. Ha de contener aire, luminosidad, agua, olor y tacto. Tiene Vd. la adjetivación. Es buena dote; pero hay que aplicarla según las calidades sustantivas. Su artículo, sí, muy bien escrito; pero hay que dar la sensación de que no se escribe. Escribir es modelar y desnudar15.



Podríamos acudir a otros fragmentos, pasajes o apuntes, en los que expresa criterios similares, y tal vez no seríamos redundantes; pero juzgamos suficiente lo aquí recogido si a lo anterior incorporamos una frase leída en su Epistolario que, como pocas, da cuenta, en su actividad artística, de la raíz de su técnica. Sabemos que Miró es un maestro en el arte del paisajismo literario. Según una convencional consideración de esta temática, al paisaje le correspondería en las letras una modalidad descriptiva. Ortega y Gasset, en su inadecuada y malintencionada crítica a El obispo leproso, rebajó sus cualidades en la creación de una original técnica novelística hasta dejarlas en un «magnífico lirismo descriptivo»16. Pero lo descriptivo -ya lo vio Jorge Guillén17- no es exactamente el procedimiento de Miró. Su paisajismo no persigue lo referencial, sino lo poético; no es una alusión a algo que está ahí, sino una creación verbal. En su conferencia «Lo viejo y lo santo en manos de ahora»18 ya nos había advertido: «se engañarán los que cotejen la obra artística con el lugar, con el pedazo de naturaleza que la inspiró»19, pues lo que persigue es una verdad estética: «Emoción de lugares, de tiempos, de gentes... Sensación de "aquello", emoción de "aquello", pero no su traslado»20. Pues bien, en carta a Alfonso Nadal confiesa algo que debemos tener presente al leer su obra: «Para mí el paisaje es la "motivación" estética más difícil; y siendo mío crece todavía la dificultad de verlo con la palabra que ha de emocionarlo21». Aquí está lo esencial: su paisaje -y, por supuesto, su mundo- no existe hasta que encuentra la palabra exacta para crear la emoción que persigue; y esa palabra la encuentra a distancia de tiempo. Miró nunca escribe de manera inmediata al suceso o experiencia que lleva a sus páginas; las de Años y leguas, tan luminosas y traspasadas de aire, no se escribieron en Polop de la Marina, durante las vacaciones estivales, como afirman algunos de los críticos, sino años después, en Madrid, durante las noches (eran las horas dedicadas a su trabajo creativo), a la luz de la lámpara de su gabinete de trabajo, en una casa de vecinos en la calle Rodríguez de San Pedro, del barrio de Argüelles. Es allí donde va encontrando las palabras con las que logra ver.

Azorín, aun siendo quien encabeza y ejemplifica la transformación de la prosa en el cambio de siglo, no reitera su preocupación por el hallazgo de la palabra; él se refiere siempre al estilo. Así lo encontramos, de manera precisa, en una carta que escribe a Miró y que éste cita en el artículo con el que iniciamos este breve ensayo. La carta no se ha conservado, sólo el fragmento que transcribió Miró, que es el siguiente:

Yo voy creyendo que la perfección en el estilo es la naturalidad. Todo lo que he leído en alta voz, en voz de conversación, y que parezca afectado, ridículo, artificioso, será malo. Flaubert estuvo toda su vida preocupado en hacer estilo; al final de su carrera vio la inanidad de su ilusión y escribió Bouvard y Pecuchet sin estilo. Y ésa es precisamente la obra que ahora se reputa, entre todas las suyas, por maestra. El estilo supremo es no tenerlo, o sea escribir como todos, pero con una cantidad de observación que nadie tenga...



No se refiere a la palabra de manera explícita, sino a la manera de producirse y al efecto que causa. El lenguaje debe corresponder a la manera original en la que el escritor conoce la realidad y la transmite a un lector. Tiene que ver, pues, con la originalidad; esto es: con lo innato.

Su propósito de ser original, la fidelidad a su propia visión, es algo que ha fundamentado en sus mentores filosófico-literarios (Montaigne, Gracián, Schopenhauer, Nietzsche...) y que va reiterando a lo largo de su vida en sus alusiones al problema del estilo. Si hacemos un rápido recorrido, de memoria, por algunas obras (sin ser necesario un orden cronológico ni una cita precisa), podremos hacernos una idea sobre el asunto. Tal vez en sus Memorias inmemoriales, por ser obra tardía (1943-1946)22 se encuentre un corolario de sus convicciones: «Lo original es, en definitiva, lo natural. Y nada más difícil que discernir lo que es natural» (cap. XXXV). Lo natural viene a ser lo instintivo; así él reconoce que lee por instinto (cap. II), que tiene el instinto de escribir (cap. XVII) y que su arte personal es el resultado de seguir su instinto (cap. XXVI). El estilo queda entendido así, como lo podemos ver en una serie de citas explícitas: «el estilo es la resultante de nuestras condiciones vitales orgánicas» (El político); «el estilo, en último resultado, no es sino la reacción del escritor ante las cosas. El estilo es la emotividad» (Una hora de España); «el estilo de un artista está íntimamente ligado a su espíritu; son una misma cosa» (Leyendo a los poetas); «el estilo es la fuerza vital» (El escritor); «el estilo de un artista no puede ser diferente de como se produce; es la resultante fatal, lógica, de una sensibilidad» (Lecturas españolas)... El mejor resumen de todo ello lo encontramos en Un pueblecito. Riofrío de Ávila: «El estilo es una resultante fisiológica».

En este último libro, uno de los más originales ensayos de estética de nuestra literatura, debemos destacar su capítulo IV, «Teoría del estilo»; radica éste en la sencillez, en la claridad («ir derechamente a las cosas»), en un orden natural (poner una cosa después de otra, y no dentro de otra)... Todo debe ser sacrificado a la claridad; el estilo oscuro es el resultado de un pensamiento oscuro, porque las palabras brotan con la idea. En su conclusión, señala la fuente de donde todo mana: «Se es poeta o no se es poeta. Se es prosista o no se es prosista. Se es pintor o no se es pintor. Lo somos o no lo somos independientemente de nuestra voluntad. ¿Quién expresará todo el profundo misterio, la inagotable fuerza de lo innato? [...] Esa fuerza de lo innato lo es todo»23.

Son dos maneras de entender el valor estético de la palabra: Miró resalta en ella su capacidad de contener e irradiar significados, lo que se complica en este escritor con una compleja elaboración artística, por la abundancia de tropos y la originalidad de sus sinestesias; para Azorín, la palabra ha de transparentar la cosa y el ideal perseguido se cifra en la sencillez. Miró confesaba que escribía con trabajo, con dificultad, que era creador lento; Azorín, sin embargo, confiaba en «el trabajo oscuro de lo subconsciente»24, al que consideraba «el gran artista»25. Pero no pensemos que en el caso del autor de Castilla su hallazgo depende de un automatismo psíquico y su función es meramente denotativa; esa palabra ha de corresponder a la personal visión del autor, que así se sitúa también en el terreno de lo poético. Por estas razones, los dos escritores presentan serias dificultades para ser traducidos a otros idiomas: sus logros radican en un lenguaje del que es difícil dar cuenta en una versión acomodada a otra lengua y a otra cultura.




II. Los géneros. La novela

Que Azorín (1873-1967) fue en su época el gran renovador de géneros es algo admitido, aunque poco recordado. Su obra es extensa, como corresponde a un escritor longevo que comenzó precozmente e hizo del periodismo su profesión. Son unos setenta años de escritura en los que publicó más de 5500 artículos en la prensa periódica26. Sus inicios como escritor pueden situarse hacia 1893, cuando publica, con el seudónimo Cándido, su primer texto de cierta entidad, el folleto La crítica literaria en España27; su final lo situaríamos en 1962, último año en el que su firma aparece con asiduidad en ABC, aunque su último artículo, «Condensaciones de tiempo», ve la luz en 1965, dos años antes de su muerte.

Una frase de sus Memorias inmemoriales puede servirnos para avanzar en el asunto: «Los géneros literarios no son cosa en sí, sino en relación con el escritor»28. Éste no debería adaptarse a las condiciones que le imponen los géneros, sino que -si es un creador-, debe adaptar esos géneros a su peculiar designio. Muchos años antes, en 1912, en un artículo titulado «El fracaso de los géneros», había tratado sobre el asunto; pero todas estas ideas ya las había puesto en práctica en su obra desde los inicios del siglo XX: La Voluntad no es otra cosa que el resultado de su forma personal de concebir la novela.

Su producción recogida en volúmenes es numerosa y diversa. Supera los 140 libros, compuestos en su mayor parte con textos procedentes de la prensa periódica; son los que pueden entrar en la categoría de ensayos, aunque de muy variada forma y orientación. De estos, debemos también distinguir entre los volúmenes ordenados por su autor de los preparados, en los años de posguerra, por recopiladores como José García Mercadal o Ángel Cruz Rueda, principalmente. Nuestra atención ha de centrarse en los primeros, aquellos que el escritor da a la imprenta: quince novelas -dieciséis, si contamos entre ellas El licenciado Vidriera, calificada por su autor como ensayo novelesco-, diez obras de teatro, cuatro libros de memorias, siete tomos de cuentos, uno de crónicas de viajes y cincuenta volúmenes a cuyo contenido conviene la denominación de ensayos. Este último sector, el más amplio, es el más problemático, pues el rótulo ampara una diversidad: a él pertenece tanto Lecturas españolas como Los pueblos; Una hora de España y El político; Un discurso de La Cierva y Castilla. Ensayos, pues, de crítica literaria, de política, de asunto cultural, de viajes, o de tono narrativo-descriptivo. Pudiera estar en este último grupo lo que suele juzgarse como lo más representativo de su producción.

Es posible que, para situarnos ante una obra así, extensa y diversa, sea adecuado acudir a los criterios apuntados por Benjamín Jarnés, donde hace referencia al signo de la época: «Vivimos una etapa de revisión de los valores literarios, no apreciables desde el punto de vista del género, sino del hombre. El mundo espiritual contemporáneo no puede ser ya concebido sin una robusta proyección del autor en la obra»29.

El escritor con el que ejemplifica sus ideas es, por supuesto, Azorín. El escritor imprime su huella en lo que produce: en sus novelas, sus ensayos, sus crónicas, sus artículos... La diversidad existe, y los géneros resultan reconocibles: Antonio Azorín es una novela; Clásicos y modernos, un volumen de ensayos de crítica e historia literaria; Castilla, un compendio de ensayo, crónica, relato, poema en prosa... Las adscripciones a los géneros, como vemos, van siendo menos precisas, pero siempre podemos distinguir los elementos -o ingredientes-: ¿a qué género pertenece Las confesiones de un pequeño filósofo? Su autor lo califica, en su portada, como novela; pero se parece muy poco a lo que convencionalmente se te entendía como tal. Reconocemos en él un libro de memorias resuelto en una sucesión de pequeños poemas en prosa, con presencia del ensayo en la abundancia de meditaciones...

Aun siendo el amplio y diverso sector de los ensayos el más frecuentado cuando se pretende mostrar lo más característico del escritor, tal vez sea la novela el género en el que más novedades aporta, el más implicado con su época en el sentido de que allí encontramos los más acabados ejemplos de obras características de la modernidad. En efecto, cuando se trata de seleccionar textos representativos de Azorín, se suele acudir a La ruta de don Quijote (estupenda fusión de crónica de viaje y ensayo), Castilla o Los pueblos; de estos tres libros salen los textos para las antologías o los elegidos para su traducción a otros idiomas. Más difícil es que se acuda a sus novelas -aunque en la época de las vanguardias fueron traducidas y elogiadas en Francia-, tal vez porque en España no hayamos acertado a ponderar su importancia al situarlas en un terreno inconcreto del que algunos nos empeñamos en rescatarlas.

Pere Gimferrer, a cuyo prestigio me acojo, define y caracteriza, en un estimulante ensayo30, el singular destino de Azorín: «ser el primer y principal novelista español de vanguardia». Lo fue desde sus inicios, y no solo en los años veinte: Diario de un enfermo (1901) es ya un anuncio, y La Voluntad (1902) es claramente la consolidación de una nueva manera de entender la novela en consonancia con unos nuevos tiempos. De entre las novelas de 1902 -las que marcan el inicio de la modernidad-, La Voluntad es la más original y avanzada; la que propone, con una estética nueva, una indagación filosófico-literaria capaz de dar cuenta de una nueva conciencia del ser y el estar del hombre en el mundo.

La novela es, como sabemos, la expresión de una crisis nihilista, cuyo desarrollo y consecuencias toman forma en las dos siguientes, con las que integra una peculiar trilogía: Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904). Vemos en ellas el itinerario de su protagonista, Antonio Azorín, en quien atisbamos otro paralelo: el de su autor, José Martínez Ruiz. La Voluntad es la expresión de una crisis que se resuelve con el fracaso del personaje, al que dejamos al final sometido a la voluntad de una esposa dominadora; la novela de 1903, titulada con el nombre de su protagonista, no es una continuación, sino una alternativa: una «segunda vida» sobre la que no pesa lo sucedido en la novela anterior. Antonio Azorín es ahora un periodista de prestigio, soltero, libre, de carácter equilibrado y maduro; la crisis nihilista se resuelve con una aceptación suavizada por un escepticismo aprendido en Montaigne y una adecuada actitud comprensiva y cordial hacia sus circunstancias. Es ya la actitud del «pequeño filósofo» aludido en el título del libro de «confesiones» de 1904. Allí encontramos una especie de memorias de Antonio Azorín, relatadas en primera persona, y asistimos a momentos de su infancia, adolescencia y primera juventud, cuyos sucesos biográficos coinciden con los del autor. Se ha producido un acercamiento que concluye con una identificación: este es el último libro en el que José Martínez Ruiz pone su nombre en la portada, a partir del siguiente (Los pueblos. Ensayos sobre la vida provinciana, 1905), y hasta el final de sus días -y más allá-, todos están firmados por Azorín.

El apellido de su personaje se convierte en un seudónimo con el que Martínez Ruiz va a identificar su yo en lo relacionado con la literatura. Azorín es el nombre de la dimensión literaria de José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (su nombre civil completo), al que ha terminado por suplantar y fagocitar. El universo de Azorín será el de las letras, ya que estas dan sentido a un mundo carente de él: se explica así su labor como comentarista crítico y divulgador de la historia literaria y también el asunto de sus novelas posteriores: El licenciado Vidriera (1915) (rebautizada como Tomás Rueda en 1941), Don Juan (1922) y Doña Inés (1925), construidas por referencia a personajes de la literatura.

En las «Nuevas Obras», que aparecen en la época de las vanguardias, se intensifican los procedimientos utilizados desde sus inicios, pero lo hace de manera que sorprende a los más conspicuos vanguardistas (como Antonio Espina31). El escritor extrema tanto el uso de la elipsis en el tratamiento de la materia narrativa-descriptiva-ensayística como la concisión sintáctica en lo que define como «estilo de miembros disyectos». Entiende como tal la prosa de cláusulas breves, con tendencia a los sintagmas nominales, escasa tanto en la adjetivación como en el empleo de verbos, entre los que predominan los infinitivos, lo que crea la impresión de tratarse de anotaciones rápidas al modo de apuntes para un posible trabajo posterior. Ese estilo «supone una fuerte trabazón psicológica en el fondo; más arduo que el tenso estilo amplio y brillante»32, lo que es adecuar la sintaxis con los criterios de construcción que afectan a toda la obra: la elipsis, la supresión de transiciones y la creación de imágenes que manifiestan, exteriorizándola, una realidad interior.

Esta técnica avanzada -un nuevo camino en el género novela- se manifiesta en una forma que en sí misma, y solo en sí, hace radicar el contenido: una incisiva exploración de lo interior. Félix Vargas (1928), subtitulada Etopeya, es una minuciosa expresión del carácter del protagonista, cuyo cerebro constituye el verdadero espacio de la obra. Se trata de mostrar la actividad de un creador que vive con intensidad gracias a las imágenes interiores que en él suscitan unas lecturas, que a su vez engendran una escritura, al tiempo que reacciona ante sus circunstancias. Si ésta es la novela de un proceso creador, la siguiente, Superrealismo (1929) es una Prenovela: vamos asistiendo, a lo largo de cuarenta y nueve capítulos al primer brote y gestación de una novela en la mente del escritor, desde lo que «todavía no es» hasta lo que está a punto de tomar forma a partir de unas primeras imágenes sugestivas. Es una novela gaseiforme en la que vamos a ir asistiendo a las primeras etapas de un proceso creativo.

Estas dos novelas de vanguardia tienen, todavía, una sutil línea argumental; la siguiente, Pueblo. Novela de los que trabajan y sufren carece de ello: está compuesta por una sucesión de pequeños poemas en prosa dedicados, en su mayor parte, a objetos sencillos («Costurero», «Silla», «Taza», «Baúl», son títulos de cuatro de sus capítulos) que forman parte de un mundo en el que predomina el dolor y la pobreza. Es una poética participación del escritor en esa evolución que hizo desembocar a la vanguardia en lo social.

No suelen ser muy leídas ni comentadas las novelas de los años cuarenta; pero cada vez van destacando más en el panorama literario que las ensombrecía. Esas seis novelas guardan, por parejas, cierta relación con las de épocas anteriores: El escritor (1942) y El enfermo (1943) son contemplaciones objetivadas de sí mismo, como escritor situado en unas circunstancias (la posguerra) o ante el sentimiento de su propia vejez. Capricho (1943) y La isla sin aurora (1944) se relacionan con la etapa vanguardista, al tiempo que María Fontán y Salvadora de Olbena (las dos de 1944) nos recuerdan a Doña Inés. De estas seis, la más celebrada viene a ser La isla sin aurora, cuya fábula fantástica reviste una intensa meditación estética, mientras que Capricho, un tanto a la sombra, es un genial logro; uno de los textos más sugerentes de Azorín. Consigue allí un propósito perseguido por el escritor, al que alude en la cita de Racine situada al frente de Don Juan: «toute l'invention consiste à faire quelque chose de rien». Es lo que aquí logra: una intensa novela con un inexistente argumento.

Las consideraciones anteriores nos permiten entender la situación de Azorín en la literatura: un gran renovador de la novela que sustituye las acciones externas por la atención al complejo mundo interior. Azorín da una forma lograda a la crisis del modelo de representación mimética de la realidad que caracteriza al periodo iniciado a finales del siglo XIX. Como ya expresó en La Voluntad, la novela ha de carecer de argumento (la vida no lo tiene) y debe ceñirse a momentos aislados de una vida que dan el sentido de su totalidad: no lo analítico y acumulativo, sino lo sintético y sugestivo; no lo denotativo, sino o connotativo; no lo referencial, sino lo poético. La elipsis predomina en el tratamiento de la secuencialidad temporal, propiciando capítulos breves, unitarios, con intenso tratamiento estilístico. En la más pura línea cervantina, la novela es un compendio de géneros, uniendo ahora lo propio de la época, lo ensayístico, con lo narrativo, lo descriptivo y lo lírico. La nueva novela, adecuada al momento del fracaso de la mentalidad positiva y su correlato, el realismo-naturalismo, responde a una concepción del mundo no considerado ya como realidad independiente de quien lo observa, sino como el resultado de la conciencia del observador. J. Martínez Ruiz, Azorín, es el novelista representativo de ese momento, cuya obra no queda circunscrita y subordinada a su época; nos llega con la fuerza que tiene el arte para sobrevivir a su tiempo.

La vocación de Gabriel Miró (1879-1930) fue la de novelista. A ello se quiso dedicar desde sus inicios. Aunque colaboraba en la prensa periódica, no fue un periodista -como Azorín-; más bien se lamentaba de que esas colaboraciones le restaran tiempo y energías para dedicarse a la creación lenta y trabajosa de sus libros. Miró fue lo que se suele llamar un escritor puro, dedicado a su arte. Su obra no es muy extensa; su intensidad lo impide. Su vida tampoco: falleció en 1930, cuando todavía contaba cincuenta años, dejando un par de obras sin terminar y otras en proyecto. Dio a la imprenta una veintena de tomos; la mayoría, novelas; el resto, textos que podríamos considerar como cercanos a ellas.

Sus primeros pasos en la creación son los propios de un aprendiz de novelista. En 1901 publica La mujer de Ojeda, novela de predominio epistolar a la manera de Pepita Jiménez y de Werther; en 1903, Hilván de escenas, esta vez a la manera de Zola y de Blasco Ibáñez: lo idealista-romántico y lo naturalista (con todas sus crudezas) alternan en estos dos libros que fueron repudiados muy pronto por su autor, lo que es una clara muestra de su exigencia.

Su obra literaria comienza, así, con Del vivir (1904). Se produce aquí un cambio de estilo, de procedimiento y de concepción estética. Insatisfecho con los procedimientos del realismo-naturalismo, su nueva obra se incorpora a la línea renovadora que entonces estaba irrumpiendo. Es posible que lo que le hizo concebir una nueva manera de entender el hecho literario, su relación con la experiencia cotidiana, y la del autor con su obra, haya sido la lectura de Antonio Azorín. Defendí esta hipótesis hace pocos años, y viene siendo aceptada, por ahora, de manera unánime. En la novela de J. Martínez Ruiz, leída poco antes de su viaje a Parcent -materia del libro-, pudo encontrar esa nueva manera de concebir la recreación literaria de un suceso: si a partir de un anterior viaje a Castell de Guadalest imaginó y escribió una historia con sus protagonistas, sus tramas, su conflicto amoroso, su desenlace..., ahora desecha todo eso para eliminar toda fábula convencional y acercarse más a la vida. Para ello crea a Sigüenza, un personaje al que, como Antonio Azorín, lo percibimos cercano a su autor, sin ser él. De Sigüenza se valdrá Miró a lo largo de su obra, en diversos momentos, para contemplar a distancia y para objetivar algunas de sus emociones, experiencias, ideas o situaciones. El nombre de Sigüenza no sustituye al de su autor; será siempre un peculiar personaje que ha de condicionar y posibilitar unos textos que sin él no existirían.

Del vivir es ya una nueva forma de novelar que alcanza su culminación en Años y leguas, el último libro de Miró, el que cierra su obra con la despedida del personaje «quizá para siempre», después de haber evolucionado en una sucesión de crónicas escritas para periódicos (Diario de Barcelona, La vanguardia, La Publicidad...) y recogidas en Libro de Sigüenza (1917; pero lo leemos completo en su segunda edición, la de 1927).

La novelística de Miró alcanza y supera la altura de su época. En su desarrollo se ejemplifican con claridad los dos momentos en la evolución del Modernismo: el del subjetivismo, con un tipo de novela al que es adecuado el calificativo de «lírica», y el de la construcción de una nueva objetividad poética -no realista-, que sitúa la novela en el terreno de lo poemático. Esos dos ciclos, que pueden situarse antes o después de 1912, quedan representados en sendos libros: Las cerezas del cementerio (1910) es el más acabado ejemplo de novela lírica; la novela en dos tomos Nuestro Padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926) es el gran poema novelesco.

Las novelas del primer ciclo están construidas en torno a un protagonista cuya subjetividad impregna toda la obra: es la conciencia de la que depende su mundo y al que da sentido. Son las novelas de Félix Valdivia (Las cerezas...), de Federico Urios (La novela de mi amigo) o de Antón Hernando (Niño y grande). A partir de La señora, los suyos y los otros (1912) -título cambiado en 1927 por el de Los pies y los zapatos de Enriqueta-, el personaje protagonista es sustituido por la creación de un espacio urbano en el que viven -conviven, se relacionan...- una variedad de personajes. En esas novelas, el espacio, el lugar, adquiere el protagonismo, siendo La señora... la novela de Boraida (el nombre de un pequeño pueblo), como El abuelo del rey (1915) es la de Serosca (una ciudad provinciana), y la novela doble, antes citada, la de Oleza (ciudad episcopal en trance de cambio). La unidad formada por Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso es su obra maestra; una novela que conviene leer en clave de poema, como acertadamente propone Víctor García de la Concha33. De este modo, y en clara consonancia con su estética, hemos de renunciar a resumir en ciertas fórmulas el «supuesto significado último de la novela», a identificar un núcleo temático, según la concepción centrípeta habitual en las novelas, para considerarla en sentido centrifugo, «abierto hacia otras dimensiones significativas». Todo ello en consonancia con su concepto de la palabra «que no lo dice todo, sino que lo contiene todo», a lo que tenemos que añadir lo que él declaraba como lo esencial en su concepto de la novela: «decir las cosas por insinuación».

Otras obras, sin ser realmente novelas, participan de sus características, de sus procedimientos, de su técnica. Figuras de la Pasión del Señor (1916-1917) es una de sus obras mayores, tal vez la más traducida y celebrada. Su apariencia es la de una sucesión de estampas aisladas; pero si leemos con atención advertimos algo más: lo que el escritor pretendía al dar «proyección de libro» a los capítulos que ya había escrito y publicado es, en realidad, una construcción que sitúa en una estructura progresiva, unitaria y continuada, los diferentes momentos recreados en los capítulos. En realidad, y como ha defendido Ian R. Macdonald, esta obra es «una novela modernista en el sentido anglosajón de la palabra»34, realizada con los procedimientos que venía utilizando y desarrollando en el resto de sus novelas: el fragmentarismo, la elipsis, el predominio de lo espacial sobre lo temporal, la renuncia a un centro del que dependa la organización de la trama caracterizándola temáticamente y, ante todo, la relevancia de cada momento en su intensidad estética y plenitud lingüística.

De manera similar, El humo dormido (1919) parece un libro con capítulos aislados referidos a momentos aislados, como retazos de unas memorias personales; pero una cierta continuidad de carácter cronológico va disolviendo y remansando el relato, como si en el desarrollo del texto se produjera el movimiento ralentizado al que se alude con el título: el tiempo, que fluye, y la memoria, que recupera algunos sucesos, instantes, personas, sensaciones..., demorándose en su recreación al fijarlos en el espacio de la página, donde permanecen gracias a la palabra.




Final

Para destacar la singularidad de estos dos escritores en la Literatura Española no he aludido al criterio que se suele utilizar: el generacional. Aunque siga repitiéndose por inercia, o prejuicio difícil de erradicar, hace tiempo que ese criterio de periodización y clasificación quedó obsoleto. Una metodología que destaca lo ideológico sobre lo estético pudiera ser adecuada para la historia social y de las ideas, para el estudio de períodos cortos y recientes, pero no para la literatura, donde lo fundamental es lo concreto, lo único e irreductible de cada autor, e incluso de cada obra. En los estudios literarios, las generalizaciones deben usarse con cuidado, conscientes de su precariedad. Julián Marías, quien utiliza ese método, define sus condiciones:

al examinar los rasgos de ellas (de las generaciones) hay que atender a los que tienen carácter colectivo [...]; los rasgos estrictamente individuales, por importantes que sean, son irrelevantes desde el punto de vista de las generaciones35.



Es lo contrario de lo que se persigue en los estudios literarios, donde debemos atender al «rasgo estrictamente individual». ¿Se logra algo positivo examinando conjuntamente, según sus rasgos generales, la obra de Valle-Inclán con la de Baroja; o la de Azorín con la de Unamuno. Peor resultado nos da ese método incluyendo a Miró en la «generación del 14», la de los intelectuales encabezados por Ortega y Gasset, entendida siempre desde criterios políticos; el novelista queda aislado, en un contexto inadecuado para entender su obra. Incluso si lo vemos conjuntamente con su compañero generacional Ramón Pérez de Ayala, apreciamos que sus estéticas son diferentes.

Azorín lanzó a la historia, en 1913, el marbete «Generación del 98», tomado de Ortega, quien había convocado así a los suyos, los que eran adolescentes en el fin de siglo. Los argumentos de Azorín tuvieron éxito, de manera señalada en los años de posguerra, pero hace tiempo que agotaron su virtualidad y ya dan poco de sí. Por otro lado, esas denominaciones y ese método periodizador no son entendidos en el contexto de la literatura europea, lo que viene siendo motivo de exclusión. Es necesario entender nuestra literatura en el contexto que le es propio, en el que de verdad vivió, y no bajo el tristemente conocido eslogan del Spain is different al que conducen esos criterios extra estéticos.

Fue el mismo Azorín quien, en un artículo dedicado a este asunto, apuntó la solución: «las épocas literarias las forman más la transformación de los géneros, la modificación -si no transformación- de esos géneros, que las individualidades o grupos de individualidades»36. En Azorín y en Miró se evidencia esa transformación del género novela después de haber transformado la prosa, destacando la palabra sobre el párrafo, pero haciéndolo cada uno de manera diferente: Azorín tiende a lo escueto, a lo desornamentado, buscando una perfección casi ascética en el desasimiento; Miró construye una prosa carnal, plena de sensualidad, más en consonancia con nuestros sentidos y nuestras pasiones. Ambos vienen a ser figuras centrales en una época literaria que hemos de seguir repensando y a la que conviene, más que ningún otro, el nombre de Modernismo.





 
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