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Cuatro [ale]gatos a favor de la lectura

Fernando Iwasaki Cauti






ArribaAbajoMi experiencia textual

Durante mi infancia los cómics fueron tan valiosos como los clásicos, así que debo citar a Julio Verne, Mark Twain y H. P. Lovecraft, al lado de Tarzán, Spiderman y los 4 Fantásticos. Ya de adolescente leí cinco libros maravillosos: la Ilíada y la Odisea, Historias de Cronopios y de Famas de Julio Cortázar, La palabra del mudo de Julio Ramón Ribeyro y los Cuentos Completos de Edgar Allan Poe. De los libros leídos en mi último año de colegio me marcaron para siempre Cien años de soledad de García Márquez, La Cartuja de Parma de Stendhal, El libro de arena de Borges y El mito del eterno retorno del rumano Mircea Elíade, los cuales «ordenaron» todas mis lecturas anteriores, superhéroes incluidos.

Como entré a la universidad con 16 años, todavía no sabía leer con alicate y destornillador, así que también leí a Freud, Levi-Strauss y San Agustín como si fueran autores de literatura fantástica, hasta que descubrí la complejidad narrativa de Conversación en La Catedral de Vargas Llosa, El obsceno pájaro de la noche de Donoso y El Astillero de Onetti. Literariamente hablando, mi descubrimiento de esas tres novelas fue comparable a lo que representaron para mí Fellini, Bergman y Woody Allen en el dominio del cine. Desde entonces siempre leo con «caja de herramientas».

Ha transcurrido mucho tiempo desde entonces y los libros que me han encantado son numerosos, pero si tuviera que elegir sólo cinco me quedaría con La Ilíada, Historias de Cronopios y de Famas, El libro de arena, La Cartuja de Parma y los Cuentos Completos de Poe en unos tomitos azules de Alianza. Mi textualidad se definió con la lectura de esos libros a los que siempre regreso, porque en aquella edad remota mi promiscuidad textual era absoluta y podía quedarme horas en la cama disfrutando del texto por el texto, practicando la homotextualidad y a veces la heterotextualidad.

No es casual que sólo haya citado libros que leí sin destornillador, porque el hechizo que me infligieron fue poderoso, fulminante y perturbador, como los rayos de Cíclope o la energía cósmica de Galactus. Admiro a los escritores que son capaces de cifrar en una sola novela el compromiso, la condición humana y la identidad de su país, su continente o su planeta; pero sólo envidio a quienes nos seducen textualmente y nos mantienen en vela hasta que la mañana nos arrasa, deslumbrados y felices.

Por eso la primera experiencia textual es más esencial y memorable que la otra.




ArribaAbajoLa enseñanza sentimental

Muchas veces he leído -en críticas o reseñas literarias- que el valor de tal o cual libro consiste en haber recreado la educación sentimental del autor o los lectores. A uno se le antoja una expresión afortunada eso de la educación sentimental, mas no por su dimensión autodidacta sino por la promesa de una docencia. Y cuando uno ha sido feliz gracias a los libros y la música, procura que sus hijos aprendan a querer las mismas lecturas y melodías.

En estos tiempos de juegos virtuales y consolas mágicas, interesar a los niños en Robinson Crusoe, La Isla del Tesoro y Tom Sawyer es una empresa más bien ardua y complicada. La primera parte de mi educación sentimental transcurrió entre los siete y los trece años sobre las páginas de Julio Verne, la Condesa de Segur, Sir Walter Scott, Oscar Wilde y Homero, entre otros. Y aunque uno apenas es mayor de cuarenta, tal vez comparta aquel aprendizaje con otros «contemporáneos» mayores de sesenta. Por eso quiero rehacer la biblioteca de la infancia, porque me aterra la idea de que mis hijos nunca lleguen a ser mis «contemporáneos».

Desde hace unos años dedico un tiempo de mis pesquisas por librerías de viejo, a buscar las mismas ediciones en que leí fascinado las obras gloriosas de mi educación sentimental. Me hace ilusión ponerlas al alcance de los niños y descubrir con ellos mi descubrimiento del mundo. Pienso en los cuentos de Constancio C. Vigil, en las fábulas de Esopo y en los hechos de la corte del Rey Arturo. Sin embargo, hay unos títulos que hasta ahora me han sido esquivos.

Yo debía de tener unos nueve años cuando entré por primera vez en la biblioteca de mi colegio -el Champagnat de los Maristas de Lima- y salí de ahí con Tuska el jabalí bajo el brazo. Me bebí en una sola tarde aquel libro, sobrecogido por la emoción y la belleza de sus páginas, y descubrí entusiasmado que se trataba de una colección de vidas de animales que contenía otros títulos como Inkosi el león, Timur el tigre, Loki el lobo, Bru el oso, Kra el mandril y otros más hasta llegar a doce volúmenes. Por suerte en la biblioteca estaban todos y así los fui leyendo mientras cursé mi cuarto de primaria en 1971. Por desgracia nunca supe quién era el autor y cuál la editorial.

Muchos años después hallé Chag el caribú en una exposición de libros infantiles de la vieja biblioteca pública de Sevilla, e hice la ficha de rigor: Bernard Rutley, Editorial Molino, Barcelona y 1959. Desde entonces no he dejado de buscar esa colección en vano. Incluso viajé hasta Barcelona para poner boca abajo los almacenes de la Editorial Molino, y tan sólo recogí las lágrimas de un viejo conserje conmovido por los recuerdos de alguien que leyó hace más de veinte años y en Lima, unos libros saldados y preteridos.

He llegado a la conclusión de que si no los encuentro tendré que reescribirlos para mis hijos, apelando a la memoria y mis ensoñaciones. Y tengo muy claro que si lo consigo no estaré recreando mi educación sentimental, sino enseñando sentimentalidad.




ArribaAbajoEl acoso textual

Hace unos meses, visitando institutos de enseñanza secundaria en Andalucía, más de un periodista local me preguntó si era recomendable -y por lo tanto pedagógico- obligar a leer a los adolescentes. Así, en frío, uno siempre quiere contestar que no es partidario de obligar a nadie a nada, pero como esa pregunta ya me la han formulado muchas veces, respondí que ya estaba bien de hacernos sentir culpables a los escritores, humanistas y profesores de letras. ¿Por qué nadie le pregunta a los profesores de ciencias si es bueno obligar a un adolescente a simplificar polinomios, sumar exponentes, factorizar radicales, resolver ecuaciones y descifrar logaritmos? A mí me obligaron -incluso- a estudiar números que ni siquiera eran reales.

De entrada me parece injusto crearle un problema de conciencia al profesor que le exige a sus alumnos memorizar un soneto de Garcilaso, mientras que nadie pone en entredicho que los elementos de la tabla periódica deben de ser memorizados con sus respectivos símbolos, columnas y pesos atómicos correspondientes. Hay más escrúpulos a la hora de obligar a los alumnos a leer, que a la hora de obligarlos a paporretear fórmulas, valores y cadenas moleculares. ¿No hay en realidad un prejuicio contra las humanidades y un menosprecio a los conocimientos históricos, literarios y filosóficos? ¿Por qué se promueve la falaz persuasión de que la única y verdadera inteligencia es la matemática?

Siempre he creído que hay una aptitud verbal y una aptitud numérica, así como existe una aptitud musical y otra plástica. Algunos individuos pueden atesorar de manera simultánea varias de esas aptitudes, pero no necesariamente desarrollarlas todas por igual, así como hay personas del todo negadas para las ciencias, el dibujo, la música y las humanidades. ¿Por qué la demostración de un teorema tiene que suponer más elaboración intelectual que la traducción de un verso de Horacio? Yo admito que ambas operaciones puedan ser igual de bellas, luminosas y perfectas, aunque yo mismo sea un discapacitado numérico y un minusválido matemático.

Toda la vida me costó aprobar las asignaturas de ciencias, tanto en la secundaria como en la universidad, porque ni siquiera en la facultad de letras me libré de cursar una asignatura de matemáticas que era obligatoria para todas las especialidades de humanidades. Mas no por ello rumio rencores contra las ciencias y más bien admiro a matemáticos ilustres como Lewis Carroll y Bertrand Russell. ¿Acaso el mismo Borges no proponía constantemente juegos y paradojas de naturaleza matemática?

Qué maravilla, ser escritor y poder ayudar a los hijos a sacar raíces cuadradas, simplificar inecuaciones y calcular la aceleración de un móvil que se desplaza sobre un plano inclinado rugoso (¡Dios mío! ¿Por qué encima «rugoso»?). Hace años me obligaron a estudiar todas esas cosas y seguro que mis maestros creían que hacían lo correcto. ¿Entonces por qué a los escritores, humanistas y profesores de letras nos acusan de practicar el «acoso textual» cuando exigimos leer? Hay gente que está a favor de las ciencias exactas, pero no de la exactitud.




ArribaCuando se ligaba leyendo

Es verdad. Hubo un tiempo glorioso en el que los libros, la lectura, el conocimiento y los idiomas provocaron un efecto afrodisíaco en una generación de mujeres sensibles, inteligentes y bellas que hoy tienen entre 40 y 50 años. Y no es que las mujeres menores de 40 ya no sean sensibles, inteligentes y bellas, sino que ahora las mujeres saben que la mayoría de los hombres no pasa del suplemento de deportes y por eso no hay tío que aguante dos rounds de vis-á-vis literario con una tía. Pero en los años 70 no era así, y uno se conmueve al recordarlo.

Yo entré a la universidad en 1978 y -a punto de cumplir los diecisiete- alcancé a estudiar con las últimas chicas que todavía creían en el «hombre ilustrado». A mi favor estaba que yo leía muchísimo y en contra tenía que todas eran mayores que yo. Pero entonces uno era optimista y cuanto más adulta e inalcanzable era la chica de mis sueños, más densos y enrevesados eran los libros que devoraba en vano, porque nadie me advirtió que una cosa era parecer interesante y otra muy distinta resultar rarísimo.

A fines de los 70 era inimaginable ligar presumiendo de borrico, pues el mínimo exigible a un manganzón en edad de merecer suponía Cien años de soledad, Historias de Cronopios y de Famas, El arte de amar de Erich Fromm, ciertas nociones de Marx y cualquier película de Fellini. ¿Quién no ha formado parte de algún círculo de estudios durante los años 70? Y es que en los círculos de estudios se ligaba más que en las convivencias, porque las chicas eran la mar de intelectuales y sólo se fijaban en eso:

-¿Sabías que Fulanito tiene una bien gorda?

-Será el Ulises de Joyce.

-Yo creo que es Guerra y Paz.

Las chicas de los 70 me hicieron leer El Principito, Juan Salvador Gaviota, El viejo y el mar, Cartas a un joven poeta y todos los pensamientos de Khalil Gibran, antes de cumplir los 15. Para impresionar a las chicas de los 70 tuve que leer a Freud, Althusser, Gramsci, Neruda y Carpentier antes de llegar a los 18. Para seducir a las chicas de los 70 me hice especialista en Borges, Tolstoi, Nietzsche y Mircea Elíade sin haber cumplido los 21. Menos mal que ninguna me hizo caso porque entonces hoy sería un ignorante.

Muchos contemporáneos míos presumen de disfrutar de una segunda juventud al lado de chicas más jóvenes y hermosas. Puede que sean más jóvenes pero no más hermosas, porque las chicas más bonitas siguen siendo las mujeres de mi edad. Las únicas mujeres de las que me he enamorado siempre a través de sus conversaciones, sus ideales y sus reivindicaciones. Las únicas chicas que comparten conmigo melancolías, canciones y lecturas. Gracias a ellas puedo escribir una autobiografía y no una «autoviagrafía», porque ellas me enseñaron a soñar, a vivir y a leer.

Aquellos fueron unos años mágicos, maravillosos y emocionantes, porque la cultura y la belleza eran igual de conmovedoras para las chicas de los 70. Ellas querían saber qué libros leíamos y sus ojos relampagueaban sensuales cuando uno les hablaba de Poe, Jünger, Dumèzil o Lawrence Durrell. Por eso las mujeres que hoy tienen entre 40 y 50 son así de tiernas, fuertes, brillantes, ilustradas y cómplices. Y a mí, que me hechizaron en la juventud, me siguen fascinando en su plenitud.





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