El «Hada verde» en la poesía modernista. Algunos ejemplos españoles
Marta Palenque
Universidad de Sevilla
El hada o la musa verde es la personificación del ajenjo o la absenta, una bebida de un tono esmeralda y sabor amargo que, al ser mezclada con el agua, se vuelve de color opalino. Para los defensores del «arte por el arte», para aquellos luchadores que siguieron como divisa o credo poético el lema «Poesía, Belleza, Amor e Ideal», que Paul Verlaine sitúa en el preliminar de sus Poemas saturnianos, el ajenjo forma parte de sus ritos comunitarios. En el espacio del café, reiterado como lugar de encuentro y tema de tantos poemas y narraciones que dibujan el ambiente de la decadencia y la bohemia, nunca falta el ajenjo. Integra el lenguaje modernista, es tema, motivo, imagen y símbolo. La figura de Verlaine o Lélian agarrado a su vaso de ajenjo es una imagen repetida que los paseantes peninsulares por la capital parisina traerían impresionada en sus ojos.
La poesía decadentista, el mundo de la bohemia, estarían incompletos sin el recuerdo del ajenjo, ese licor mágico y destructivo al mismo tiempo, que integra la realidad social y el imaginario de la literatura europea de las últimas décadas del XIX y principios del XX.
No pretendo ahora escribir acerca de los efectos del alcohol en la poesía decadentista ni de los paraísos artificiales finiseculares en general1, sino describir de forma somera la esencia de este rito y algunas de sus circunstancias históricas, además de ofrecer varios ejemplos tomados de la poesía española.
Los poetas clásicos de la Antigüedad hablaron de la Inspiración o de las Musas y les dieron cuerpo: eran hermosas mujeres vestidas con túnicas blancas y sus atributos se relacionaban con las distintas artes. En el Decadentismo (en el Modernismo hispánico) el hada o la musa verde era la emisora del nuevo arte; los poetas se refieren a su magia y de su mano intentaron alcanzar ese anhelado «Poesía, Belleza, Amor e Ideal». En coincidencia con el uso de otras drogas, el ajenjo fue utilizado como una forma de potenciación de los sentidos: el hada verde permitía descubrir mundos y aspectos distintos, bien más refinados y artísticos, bien más extravagantes y raros, siempre ajenos a la percepción de la burguesía mercantilista e ignara. «El ajenjo es un gran promotor de la cultura...», afirma Manolo Molano en las memorias de Rafael Cansinos Assens2. Médicos y artistas coincidieron en el interés por investigar en los nuevos caminos que las drogas y el alcohol abrían para la imaginación creadora.
Los poetas modernistas rechazaron el arte burgués, el arte realista-naturalista del siglo XIX, y eligieron el camino de lo aristocrático como una forma de evasión o de la bohemia y los bajos fondos, aunque es común que los combinen, respirando de ambos espacios y ambientes. El ajenjo se usa también como símbolo de esa forma de concepción artística, de una nueva manera de sentir y vivir el acto creador; significa el abrazo a la anarquía, un distinto credo que implica el rechazo a la sociedad y la adopción de una actitud de desprecio y negación hacia cualquier forma de poder. En el prólogo a Azul... (1888), de Rubén Darío, Eduardo de la Barra mencionaba esta bebida al declarar el ideario de los decadentistas:
A los que así proceden los llamó decadentes el buen sentido público, y ellos, como pasa tantas veces, del apodo hicieron una divisa.
Los poetas neuróticos de esta secta hacen vida de noctámbulos y ocurren a los excitantes y narcóticos para enloquecer sus nervios, y así procurarse visiones y armonías y ensueños poéticos. Acuden a la ginebra y al ajenjo, al opio y a la morfina, como Poe y Musset, como los turcos y los chinos. El deseo de singularizarse es su motor, la neurosis su medio3. |
Como recuerda de la Barra, era una bebida asociada a las costumbres de los bohemios románticos. Entre sus ilustres bebedores estaban Edgar Allan Poe o Alfred de Musset, también Víctor Hugo y los grandes santones franceses de la poesía contemporánea: Paul Verlaine, Charles Baudelaire, Stephanne Mallarmé y Arthur Rimbaud, para quienes el licor permitía asimismo huir del sufrimiento (físico o espiritual). Escribía Rimbaud que el poeta, en los momentos de mayor desolación, «a causa de los horrores de este mundo», se entregaba en brazos de esta nueva musa para aliviar su dolor: «[...] Amor, llamada de vida y canto de acción, / la Musa Verde y la Justicia ardiente, vienen / a arrancarle de su augusta obsesión»
(Las hermanas de la caridad, 1871)4.
La lista de escritores, músicos o pintores de diferente nacionalidad (los más estudiados son los franceses) que degustaban absenta y se perdían en los brazos del hada verde es larga. También en la conocida como «la biblia del decadentismo», es decir, À Rebours (1884), de Joris-Karl Huysmans, se alude a ella a propósito de la pintura de Félicien Rops, quien la retrató materializada en distintas mujeres, prostitutas enfermas y casi moribundas. Muchos otros pintores siguieron su embrujo y reflejaron en sus lienzos su presencia en la cotidianeidad de los cafés parisinos, dibujándola a veces como única protagonista (por ejemplo, en Vaso de absenta y botella, 1887, de Van Gogh) o asociada a una figura, masculina o femenina, cuya mirada a veces se abisma en la contemplación del fondo del vaso (Manet: Bebedor de Absenta, 1859; Degas: La absenta, 1876; Picasso: Bebedora de absenta, 1901; etc.). En los cuadros que detienen escenas de tertulia y diversión la copa de ajenjo se sitúa sobre los veladores (Gauguin: En un café de Arlés, 1888; Toulouse-Lautrec: En el Moulin Rouge,
1892; etc.). Albert Maignan (La musa verde, 1895) o Viktor Oliva (El bebedor de absenta, 1901) prefieren pintar a la musa, al fantasma o la diablesa verde, una especie de fuerza o energía que acompaña, domina y asusta al artista. Documentos efímeros tales como carteles publicitarios o tarjetas postales animan la imagen del hada en una atractiva iconografía. También las revistas ilustradas aportan con frecuencia imágenes donde comparece el ajenjo, en sentido positivo o negativo. El ajenjo ilumina y consuela, pero también mata5.
En la literatura española el sabor amargo del ajenjo es traslado exacto de la amargura existencial del bohemio al menos desde El frac azul (1864), de Enrique Pérez Escrich, quien afirmaba mencionando a Federico Soulié: «Lo que el célebre autor francés acaba de deciros, podrá ser amargo como la absinta, pero es gráfico como los esplendorosos rayos de sol»6. El ajenjo aparece así en numerosos textos del Modernismo hispánico, como antes en la literatura romántica y finisecular gala.
Deteniéndome en los trazos reales de esta bebida, el ajenjo es -como es sabido- un aperitivo con alto contenido alcohólico destilado de distintas hierbas, en mayor medida de absenta (artemisia absinthium), fuente de su característico sabor amargo, y anís verde. Su historia se inicia en Suiza, a finales del siglo XVIII, donde comenzó a ser usada con propósitos medicinales, aunque -según David Nathan-Meister, a quien sigo en este resumen histórico7 inició su popularidad entre 344 y 1847. Las tropas francesas destinadas en Argelia la usaron tanto para curar la fiebre y la disentería como para alentar sus cansados ánimos en la lucha con los alemanes. Entre 1880 y 1910 se puso de moda en Francia entre todas las clases sociales y gustó tanto a hombres como a mujeres. A la pionera casa Pernod Fils, de Pontarlier, le sucedieron nuevas marcas y combinaciones al mismo ritmo que aumentaba la leyenda en torno a su poder destructivo y alucinógeno, por lo que terminó adquiriendo una aureola maldita, cuyo encanto maléfico perdura hasta hoy.
La bebida tiene su rito. Se sirve en una copa de cristal y, para ocultar su sabor amargo y rebajar el contenido alcohólico, se mezcla con azúcar y agua helada: se deposita un terrón en una cuchara perforada (se fabricaron preciosas cucharillas a este efecto, con decoraciones que semejan motivos característicos del Art Nouveau) y se va vertiendo el agua fría lentamente sobre el azucarillo. Nathan-Meister explica el sentido de esta ceremonia y ofrece numerosas imágenes de los utensilios idóneos, así como de todo el proceso paso a paso. La mezcla con el agua producía un color particular, lechoso y turbio, opalescente (el efecto louché).
En la prensa francesa ilustrada hay numerosas imágenes de escenas burguesas de interiores de cafés o bistrots en los que, a partir de 1860, se incrementó la moda de la «hora verde», que coincidía con las cinco de la tarde, aunque -según diversos testimonios- podía transcurrir entre las cinco y las siete. El guatemalteco Enrique Gómez Carrillo recordaba que, en una estancia parisina hacia 1910, andaba de noche medio extraviado el Barrio Latino y entró en un «café ruidoso», donde se sentó en un rincón discreto a observar. Pidió una copa de ajenjo, que le sirvieron «con algo de extrañeza»:
Apenas el líquido brilló en mi copa, una morena muy pálida, de grandes ojos de fantasma, se acercó a mi mesa y me dijo con una voz que parecía venir del otro mundo: -Mais tu es fou, mon petit. Ingenuamente preguntóle en qué signos exteriores se reconocía así mi locura: -En ce breuvage horrible... Est ce que fon prend du pernod après le diner?... Yo ignoraba que el ajenjo fuese un licor que nadie, ni aun los bohemios, podían tomar después de la comida8. |
Un grabado de José Luis Pellicer inserto en La Ilustración Española y Americana recrea la conocida como «hora del ajenjo». Para el comentarista de la sección «Nuestros grabados», Eusebio Martínez de Velasco, era una de las más arraigadas costumbres parisinas en 1881. El título completo de la ilustración es La hora del ajenjo. El boulevard Montmartre, a la hora del ajenjo. Dibujo del natural. Pellicer perfila el bulevar a la hora del ocaso, cuando los adeptos de ambos sexos confluyen para descansar después del trabajo o el paseo y toman un aperitivo en los veladores de algunos de sus numerosos cafés, mientras charlan animadamente o leen el periódico. Una de las aceras del bulevar (que forma parte del Barrio Latino, el frecuentado por los artistas y escritores) era conocida como la Puerta del Sol por la gran afluencia de españoles e hispanoamericanos, comenta Martínez de Velasco. El público está formado sobre todo por hombres, aunque hay algunas mujeres, cuyo vestido y tocado hace pensar en damas burguesas. Sin embargo, Martínez de Velasco anota que es el momento en que comienzan a llegar a la zona «las modernas sacerdotisas de Venus»9. Según Nathan-Meister, hacia 1910 el consumo anual de la bebida en Francia se calculaba en 36.000.000 litros.
El color o sus supuestos poderes alucinógenos sedujeron a los artistas. Pero, más allá de este halo romántico, su altísimo contenido alcohólico (entre un 80 y 90%) la convertía en un veneno real, sobre todo para aquellos que tenían el estómago no muy lleno. Además, la alta demanda la llevó a ser adulterada con frecuencia. La locura, la tuberculosis y la muerte final hermanó a los poetas con el pueblo y los desarrapados de la sociedad. A principios del XX se la llamaba también el «peligro verde» o el «demonio verde», y comenzó la campaña para su prohibición en varios países europeos. No solo era el aperitivo de los bohemios y de sus hermanas, las prostitutas, sino, durante mucho tiempo, de las clases populares a causa de su bajo precio. Fue también el camino del suicidio activo de estos soñadores. Los hospitales parisinos vieron llenas sus salas a causa del alcohol, no solo de la absenta.
La publicidad contra el ajenjo fue particularmente virulenta. En la literatura médica de la época, el uso continuado de la bebida daba lugar a lo que se llamaba «absintismo», que -se afirmaba- producía adicción, excitación nerviosa extrema, ataques epilépticos y alucinaciones. Las imágenes de la campaña antialcohólica en Francia y Suiza dibujan a la absenta con forma de mujer y de color verde, con rasgos de arpía u otros animales o seres terroríficos, y es llamada veneno. Se argumentaba que su ingesta era una de las mayores causas de la ruina moral de la sociedad, pues destrozaba a las familias, hacía a los buenos padres de la clase trabajadora hombres crueles y agresivos que, ávidos del veneno verde, gastaban todo su capital en la bebida y dejaban morir a su mujer e hijos o les condenaban a la miseria. En la decadencia de la raza que los científicos y filósofos advierten en el Fin de Siglo el gusto por la absenta es un componente decisivo. La propaganda antiabsenta llegó al cine. Nathan-Meister resume los ejemplos más antiguos, breves películas mudas como La Bonne Absinthe (1899), de Alice Guy, la más antigua referencia a la absenta en el cine según el autor, que dura solo un minuto; Victimes de l'alcoolisme (1902) y Les Victimes de l'alcool (1911), de Gérard Bourgeois; y Absinthe (1913), un film americano producido por la Gem Motion Picture Company. Estos filmes han sido rescatados por Nathan-Meister, digitalizados y están disponibles en el mercado10.
Finalmente, la prohibición del ajenjo se hizo efectiva: en 1908, en Suiza, en 1915, en Francia, y fue cundiendo en distintos países europeos y también en EEUU. Hoy día la bebida vuelve a ser legal, aunque, en general, con una tasa alcohólica menor.
En las crónicas y recuerdos parisinos de numerosos escritores españoles o hispanoamericanos aparecen noticias en torno a la bebida. Emilio Bobadilla (el conocido como Fray Candil) lamenta esta moda creciente y crea el sustantivo «ajenjismo»: «Como sí no tuviéramos bastante con la eteromanía, el morfinismo, hay que agregar el ajenjismo». Extendiendo la reputación de sus efectos negativos, Luis Bonafoux da ejemplos de cómo induce a la locura criminal, y acuña el verbo «ajenjar» y el adjetivo «ajenjado». También Eduardo Marquina se refiere a la «hora verde» comentando el momento fijo en que este «veneno» parecía adueñarse de las voluntades de los parisinos. En su crónica alude en concreto a la prohibición de la bebida durante el gabinete de Georges Clemenceau, hacia 191511.
Gómez Carrillo anota en varias ocasiones la permanencia de la moda pese a su riesgo e introduce a varios artistas («los jóvenes melenudos») que beben absenta con pasión en el Quartier, permaneciendo fieles a «la musa verde de Musset y de Verlaine». Confirma su valor comunitario: «...aquí el vermut, el jerez, el ajenjo, no se beben. Se charlan. La copa es un pretexto cara hablar mal de todo el mundo y bien de sí mismo. [...] Y lo que se llama el instante verde, el instante del absintio, el instante de la hada glauca, es, muy a menudo, un instante de simples discursos»; solo la muerte impide a un cliente serio «acudir a la cita de su ajenjo»12.
Los españoles bebieron más vino peleón que ajenjo, pero el licor verde aparece igualmente en sus versos. Su amargor lo hace símbolo ideal de las desdichas del artista, su color recuerda a los iris glaucos de las sirtes y serpientes embaucadoras, a los ojos de la mujer fatal -personificadas por Salomé o Lilith-, el brillo opalino es compendio cromático de la paleta de las emociones crepusculares y de las ojeras femeninas y evoca la preferencia por el matiz frente al color absoluto o puro... En España aparece desde temprano asociado a la marginalidad o a la protesta. Pero también como una forma de vicio que afectó a la burguesía, tal y como se lee en la narrativa del Realismo y el Naturalismo. Consta en las novelas de Balzac, Maupassant... o Emilia Pardo Bazán, quien, al retratar en La madre Naturaleza a Gabriel, cuenta que terminó renunciando a todos sus vicios para cambiar de vida, renegando «de las aventuras, los naipes y el absintio...»13.
Las citas más repetidas son las de Azul... 1888), de Rubén Darío. El Garcín de El pájaro azul es la representación de los jóvenes artistas que llegan a París buscando la belleza y el aplauso de su arte, y, como muchos de ellos, «aquel pobre Garcín, triste casi siempre» era un «buen bebedor de ajenjo». El ajenjo se convierte igualmente en su poesía en símil que permite sugerir la amargura extrema de las lágrimas del yo lírico: «después de llorar mil lágrimas / ásperas como el ajenjo [...]»14. Es símbolo de modernidad y de pertenencia a grupo rebelde, que abraza una nueva estética, de fondo francés y, sobre todo, parisino. Manuel Machado subraya esta alianza entre el mal del ajenjo y el mal de París (esa enfermedad llamada en la época «parisitis») en su prosa «El alma del ajenjo»:
Alma turbia, alma de poeta. En su color de ópalo, venturina, de ágata verde, se pierden y se confunden todos los matices. Se pierden como se han perdido las miradas de las mujeres hermosas que nos han amado, como se perdieron nuestros grandes designios de los días de beatitud y nuestros candores de niño, no menos sabios que nuestros desengaños de viejo. -¡Absintio! [...] Tú reflejas el cielo de París, al que has remado lo inseguro del color, y copias unos ojos cargados de pensamiento y una frente que palidece cansada... Tu reputación es mala y tu fama de loco peligroso sólo te atrae los despreocupados y los artistas. [...] Pero entonces, tú, olvidado también, eres grande y magnífico, néctar nuevo, néctar moderno, creador de locos y de artistas...Tuya es la hora lenta del crepúsculo tornasolado, tuyos los ojos aterciopelados que se entornan para mirar, tuyo el espíritu de la sospecha, y el dejo de la remembranza, y el presentimiento de la verdad, tuyo el sentir de los nuevos poetas y el pensar de los dentistas nuevos... ¡Licor de hoy!15 |
En su Poesía bohemia española. Antología de temas y figuras, Víctor Fuentes destaca el vino y el ajenjo en el espacio reservado a los temas, espacios y motivos del «desenfreno orgiástico» del bohemio16. Cita Fuentes, apelando a Durand y Cirlot, el valor simbólico del alcohol o Dionisos, trasunto de la sangre y el sacrificio, de la juventud y la vida eterna, embriaguez sagrada. Prostíbulos, cafés, bailarinas, cupletistas... hacen acto de presencia en los poemas de esta sección, que, en un segundo momento, se concentra en los efectos del alcohol. Empieza, no podía ser de otra manera, con un canto báquico de Pedro Barrantes, invitación al placer dionisíaco y a la inspiración sagrada, titulado A la juventud: «¡Alegre juventud! Llena de vino / el vaso cristalino, / y entrégate al placer [...]».
Este texto de Delirium tremens es una glosa del pequeño poema en prosa de Baudelaire: Embriagaos, verdadero himno al poder de la creación como camino de huida del dolor o de evasión a través del arte:
Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos [...]17. |
Siguen ¡Vino!, de Manuel Paso (que murió alcoholizado). El vino, de José de Siles y En la taberna, de Pedro Luis de Gálvez. Se refieren al ajenjo en concreto dos poemas que resumen los tópicos en torno a la bebida, aquí amanerados como síntesis de una estética o una pose: Ajenjo, de Luis de Oteyza, y Bebedor de ajenjo, de Mauricio Bacarisse. Es una buena selección, porque en ambos poemas se dan la mano los motivos y recursos más repetidos del imaginario finisecular, asociados con el símbolo de la absenta. Otros tantos poetas siguieron la exhortación de Baudelaire y se emborracharon de ajenjo, de ideal, de pasión o de poesía: «no sé si borrachos de amargura / o embriagados de ajenjo» (Bohemia, Francisco Villaespesa); «me emborrachó el ajenjo de un verso modernista» (Breve historia de amor, Manuel Machado), etc.
No cabe extenderse en el límite de un artículo en una interpretación global. Comento brevemente y transcribo algunos poemas centrados en el destilado verde, que ordeno cronológicamente. La prosa modernista (memorias, narraciones, ensayos) ofrece asimismo numerosos ejemplos. Empiezo con un poeta del primer Modernismo español: el cordobés Manuel Reina (Puente Genil, 1856-1905), quien en La Musa verde (publicado por primera vez en la revista La Diana, el 22 de febrero de 1883, con este título; se convierte luego en Última noche de Edgardo Poe en el libro La vida inquieta, 1894) fusionaba realidad y leyenda mezclando la triste biografía de Poe y la cita de sus escritos: el fatídico El cuervo y el cuento Eleonora. Su tono decadente lleva a pensar en el Poe traducido por Baudelaire:
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El protagonismo absoluto del ajenjo y de sus contradictorios efectos («como el ojo de un tigre / o las ondas de un lago sereno») al inicio del poema resumen su poder en la biografía del personaje Poe, que -en un plano más amplio- se describe bebiendo y, al pronto, cayendo en un ensueño alucinatorio que va transformándose desde la placidez inicial hasta la irrupción de la musa verde, cuya apariencia fantástica y virginal cede al momento a sensaciones y visiones siniestras, preludio de la locura mortal a la que conduce sin remedio. Sugiere Manuel Reina el sentido maléfico y divino asociado a la absenta, así como la identificación con la mujer, la musa o la inspiración. Poe es aquí el triste poeta que quiso ahogar su angustia vital en el vaso. El eco de uno de los momentos más populares de La Bohème de Puccini se adueña del ritmo y el tono de la segunda sección en esa incitación a beber, a cantar y a reír, que se trunca en la angustia de los versos finales. Los últimos delirios y desvaríos de Poe son anuncios de la muerte inminente, que toma la forma del fatídico cuervo. Cada una de las partes del poema descansa, pues, en textos previos: el cuento Eleonora, la ópera pucciniana y el poema El cuervo, construyendo un intertexto perturbador.
En cuanto al metro, repite Reina en el conjunto del poema un similar esquema rítmico en la combinación de versos decasílabos y hexasílabos, de rima asonante en pares. La rima cambia en cada sección: eo, en la I, enfatizando la relación semántica entre el sustantivo «ajenjo» y términos como «negro», «bohemio», «siniestro»...; ao, en la II, esta vez en torno a la invitación al acto de unión en torno al alcohol con ese reiterado «bebamos»; e io, en la III, con eje en el sustantivo «delirio», asociado a «temido», «fatídico», «gritos»...
También José Durbán Orozco (Salamanca, 1865-Almería, 1921) y Salvador González Anaya (Málaga, 1879-1955) cantaron al ajenjo. Ambos apelan en sus versos a la promesa de esos supuestos mundos oníricos de felicidad o pesadilla que, figuradamente, anidan en el fondo de la copa de ajenjo, y coinciden en relacionar la bebida con una falsa y dolorosa alegría, promesa de huida de un mundo de pesar y duelo que desemboca en la locura.
González Anaya incluye su composición El vaso de ajenjo (dedicada al conocido poeta de cantares Melchor de Palau) en Cantos sin eco, libro de 1899. Al igual que el de Reina, el texto empieza con el fulgor de la bebida, su color especial y mutante, la copa colocada sobre la mesa y su relación simbólica con la creación poética:
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Suma versos dodecasílabos y hexasílabos de rima asonante en ea en pares. El predominio de una sola rima subraya un mapa de sentido que une sustantivos y adjetivos tales como «poeta», «espera», «Bohemia», «transparencia»... El epítome final retoma los versos dos y tres, aunque intensificando el tono con el énfasis exclamativo y el cambio del adjetivo «grato» por «ardiente».
En En el fondo (de 1900) Durbán opta por el endecasílabo de rima consonante:
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En el mismo espacio del café, el poema Siluetas de un viejo café, de Juan Pujol (La Unión, Murcia, 1883-1967). Compuesto de varias secciones, transcribo la primera, titulada «Mis amigos», que parece pintar un decorado esencial y simbólico para enmarcar la imagen de un bohemio soñador y ensimismado cuya única compañía -como en Antifonario de Manuel Machado- es la prostituta, ambos al margen de la sociedad:
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El ajenjo forma parte de una puesta en escena, es un topos de la modernidad. En el soneto alejandrino La Musa verde (de Tristitiae rerum, 1906), de Francisco Villaespesa (Laujar de Andarax, Almería, 1877-Madrid, 1936), la atmósfera de la taberna y la tertulia permite rememorar al gran Baudelaire. La seducción verde es el principio mágico que aguza y confunde la percepción y se embarullan tiempos y espacios, ficción y realidad. Este café es el café de Charles Baudelaire, Madrid es París, y los «artificiales paraísos perdidos» y las «flores del mal» son intuidos por los sentidos hiperestesiados. Villaespesa incluye ingredientes como el vampirismo y la nocturnidad. El tema no es nuevo en los versos del alménense, que había cantado a la absenta en Intimidades (1893; me refiero a Los ojos verdes). La Musa verde está dedicado a Manuel Reina, trazando un hilo de sentido con el que abría mi selección:
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El término 'ajenjo' (escrito con la grafía 'axenjo') figura en el Diccionario de Autoridades desde 1726 como planta o hierba amarga de uso medicinal; igual que 'absinthium', en 1770, como planta amarga, de efectos medicinales. En sucesivas ediciones del Diccionario de la Real Academia Española 'ajenjo' consta, desde 1817, con una acepción similar a la que, progresivamente, se le añade la cualidad de bebida alcohólica. En cuanto a 'absenta', se remite generalmente al vocablo anterior. Solo en 1983 (Diccionario manual..., 3.ª ed.) hay una incorporación interesante, pues se añade el sentido figurado «Pesadumbre, amargura», que se elimina a partir de 1992. Esta acepción figurada es una constante en los poemas citados. Hay títulos de libros poéticos que recogen esta correlación semántica entre el sabor amargo de la bebida y las tristes experiencias del creador. Por ejemplo en el colombiano Julio Flórez, autor de Gotas de ajenjo (1909).
No podía faltar en esta breve selección uno de los más conocidos autores asociados a la bohemia española, Emilio Carrere (Madrid, 18811947), en cuya obra, en verso y prosa, la absenta y sus consecuencias reaparecen una y otra vez. Selecciono El ajenjo celeste, incluido en el volumen El caballero de la muerte (1909). La bebida y la Luna son las fuentes de inspiración para el poeta y producen un efecto visionario teñido de oscuridad y maravilla que, como en otros momentos de la escritura carreriana, recuerda a los experimentos de Valle-lnclán:
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En el poema que abre este libro, donde declara su poética a la manera autoconfesional característica de la época, ya adelantaba esta fuente: «Yo soy un hombre triste, altivo y solitario, / a quien brinda la Luna su ajenjo visionario [...]» (p. 5).
Teófilo Pajares, el personaje paródico de Troteras y danzaderas (1913), de Ramón Pérez de Ayala (quien, según Phillips, tiene mucho de Villaespesa y Carrere) también compone un soneto en el que alude al «ajenjo de luna» («Con ajenjo de luna mi corazón se embriaga...», primer verso del último terceto)24.
Muchos de los lugares comunes del Modernismo confluyen en el libro Brumas (1905), de Luis de Oteyza (Zafra, Badajoz, 1883-Caracas, 1961), donde se incluye el citado Ajenjo, en el que se repite la rima asonante en pares eo, subrayando un mapa semántico-rítmico muy usado: riman «ajenjo», «veneno», «bohemios», «muriendo»... Sin embargo, el conjunto es de una plasticidad sugerente. No lo cito completo:
Mauricio Bacarisse (Madrid, 1895-1931) marca un final de época y da paso a las Vanguardias. Su libro El esfuerzo (1917), donde se lee Bebedor de ajenjo, fechado en 1914, es una especie de brindis final en el que, junto a otros motivos e imágenes, no podía faltar la absenta:
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El ajenjo fue también diana de las críticas antimodernistas, que lo tomaron como objeto de su parodia. La imitación de la literatura francesa, el excesivo amaneramiento estilístico, los extravíos sensibles... despertaron la burla de los antimodernistas y de parte del público en general. Salvador Rueda invocará con desprecio a los bebedores de ajenjo, licor que para él es equivalente a poesía francesa; por lo tanto, a la inspiración artificial que cree causante de la decadencia. En el preliminar a Cantando por ambos mundos (1913) arremete contra «ajenjistas, eteristas y morfinistas»25.
Como escribe J. Buxadé en Gente Vieja: el Modernismo no tiene personalidad propia, es una mera idea que «descendió a una copa de ajenjo que bebió un intelectual en un cabaret parisiense» (30-VII-1902). Elijo para cerrar ¡Genio!, un divertidísimo e ingenioso texto de Carlos Luis de Cuenca publicado en el Almanaque-Álbum de La Ilustración para el año 1899 (luego en el volumen Alegrías, 1909, con el título Numen26:
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El ajenjo asoma en versos más cercanos en el tiempo siempre al lado de la disidencia, de lo marginal y de la aspiración ideal, como en Oda a Walt Whitman de Federico García Lorca:
[...] Ni un solo momento, Adán de sangre, macho, hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
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Huir de la vulgaridad, abstraerse de una realidad conflictiva o del paso del tiempo cruel, del desengaño y la pérdida de la esperanza y la fe concentrándose en la percepción interiorizada y confundida de los sentidos, llevar la emoción y la sensación a primer término, embriagarse con la música, la poesía, el arte o cualquier forma de belleza o pasión..., todas eran posibles formas de salvación vital o estética. El ajenjo es metáfora del desengaño, el dolor o la amargura existencial del poeta; es veneno que mata encarnado en los ojos verdes de mujeres, felinos o serpientes; pero también significa la huida en brazos de la musa o el hada verde a través de la potenciación de los sentidos y el anublamiento de la razón. Vuelvo a la cita de Charles Baudelaire, que ahora amplío:
Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible delTiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos. Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave y el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo queráis». |