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ArribaAbajoEl cine y el nuevo humorismo teatral

José Antonio Pérez Bowie


Universidad de Salamanca

1.- UNA NUEVA GENERACIÓN DE HUMORISTAS.

Resulta evidente que las comedias del grupo de dramaturgos que comienza a darse a conocer en las inmediaciones de la guerra civil española y que alcanzará pleno reconocimiento una vez finalizada la misma, suponen la irrupción de una nueva concepción del humor en clara ruptura con los recursos casi exclusivamente verbales y el excesivo apego a la tipología costumbrista que había caracterizado al teatro cómico precedente, triunfante en los escenarios españoles desde comienzos de siglo. Autores como Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville, José López Rubio, Miguel Mihura o Antonio Lara «Tono» introducen en la década de los treinta -y desarrollan ulteriormente tras el fin de la contienda- una fórmula de humor teatral que se distancia de la que venían cultivando con éxito autores como Carlos Arniches o Pedro Muñoz Seca (por citar sólo las dos figuras más destacadas y unánimemente reconocidas del teatro de humor del primer tercio del siglo), cuyas obras provocaban la adhesión incondicional del público así como el surgimiento de una nutrida legión de imitadores dispuestos a seguir el camino trazado por ellos y que desembocaba indefectiblemente en el éxito de taquilla.

Dilucidar cuales eran los componentes con los que se llevó a cabo la elaboración de la nueva fórmula y el grado de ruptura que supone con la hasta entonces vigente, obliga a interrogarse necesariamente sobre el contexto en que se produce su exitosa irrupción43. Y en la configuración de dicho contexto juega un papel primordial el cine, con el que el teatro se había visto obligado a entablar una dura competencia por disputarle los favores del público ya desde la segunda década del siglo y que, con la incorporación del sonido y el perfeccionamiento de sus medios expresivos, acababa de alcanzar su mayoría de edad justo en el momento en que se producen los primeros estrenos de este grupo de autores.

El objetivo de estas páginas será, pues, el de determinar en qué medida el nuevo y poderoso medio de expresión artística pudo contribuir al éxito de la fórmula puesta en funcionamiento por esa promoción de jóvenes dramaturgos. Soy consciente de que centrar la explicación de la nueva concepción del humorismo teatral en ese único componente supone pecar de reduccionismo, pues, aunque la obra de estos dramaturgos difícilmente puede concebirse sin confrontarla con la omnipresencia abrumadora del cine en el momento histórico en que aquella nace y triunfa, no pueden ser olvidados otros factores constitutivos del contexto cultural que posibilitó su advenimiento y su éxito.

Ello nos obliga a remontarnos a la crisis del canon naturalista, crisis que en España se produce con cierto retraso en relación a otros países europeos, pues sus repercusiones no se dejan sentir en nuestros escenarios comerciales hasta muy vencido el primer cuarto del siglo. El agotamiento del canon naturalista desemboca en la renuncia a las pretensiones de exhaustividad en la mímesis que lo caracterizaban, así como en el reforzamiento de los elementos espectaculares y de los mecanismos de autorreflexión: reteatralización es la palabra que suele emplearse para aludir de modo conjunto a las nuevas propuestas escénicas, ya que con ella se sintetiza un factor común a todas las corrientes del nuevo teatro antimimético: la puesta en relieve de los mecanismos productores de ficción. Ello implica que la representación deja de ser entendida como un intento de reproducir fielmente el mundo para convertirse en un juego donde se muestra el proceso de construcción de una nueva realidad que en ningún momento se propone como espejo fiel de aquella en que está inmerso el espectador. Sus primeras manifestaciones en nuestro país se producen fuera de los circuitos comerciales (piénsese en el carácter minoritario que tuvieron siempre los estrenos de los autores «inquietos» como Gómez de la Serna, Valle-Inclán, Azorín, Unamuno, Jacinto Grau, etc.), aunque éstos fueron asimilando e incorporando paulatinamente algunos de los rasgos constitutivos del nuevo canon.

En el caso del teatro de humor la corriente antinaturalista comienza a hacerse perceptible en la transición del teatro de Carlos Arniches desde el costumbrismo a la farsa grotesca, género en el que se ponen de manifiesto algunos de los rasgos definidores de la nueva poética como pueden ser la deshumanización de los personajes o un cierto descoyuntamiento en la visión de la realidad, aunque la trama se mantenga dentro de las exigencias de lo verosímil dado el mensaje regeneracionista de tales piezas y la óptica paternalista desde la que se formula (RÍOS, 1990). Con Muñoz Seca, al diluirse esos propósitos educativos se da un paso más hacia la inverosimilitud y, por consiguiente, hacia la asimilación consciente de la poética antinaturalista por parte del teatro de humor: en sus piezas se observa la evolución de una comicidad de base primordialmente costumbrista a otra basada en el cultivo sistemático de los mecanismos «desrealizadores» tomados del teatro antimimético y puestos al servicio de la producción de efectos humorísticos; piénsese, por ejemplo, en la recurrencia a estrategias metateatrales y de autoparodia en piezas como Los trucos o Fúcar XXI (vid. CANTOS CASENAVE, 1998), o en la apropiación de los mecanismos narrativos del cine mudo en Calamar44. No obstante, su humor continúa sustentándose sobre una base casi exclusivamente verbal, abusando de los recursos fonéticos y léxicos y sin llegar nunca a ejercer una función subvertidora de la realidad45; aparte de que la opción durante la etapa republicana por un teatro ideológicamente combativo, escrito desde las posiciones de la derecha más reaccionaria (La OCA. Anacleto se divorcia, Jabalí, etc.), le lleva en sus últimas obras a acogerse de nuevo a la estética naturalista buscando una mayor eficacia de sus mensajes sobre el público al que iban dirigidos.

Para la renovación definitiva del teatro de humor hay que esperar a la irrupción de ese grupo de jóvenes, encuadrables por la fecha de su nacimiento en la generación de 1927 o de la República46

, que han asimilado la ruptura llevada a cabo por los movimientos de vanguardia respecto de la poética naturalista, pero que llegan a los escenarios defendiendo sin complejos una concepción fundamentalmente comercial de la labor que se proponen realizar. Por ello, parten de la premisa de cultivar un teatro adaptable al gusto del público mayoritariamente burgués, elemento básico del entramado sobre el que se sustenta el negocio escénico, y la consecución de ese objetivo pasa de modo necesario por la «domesticación» de los excesos vanguardistas, por su adaptación a la mentalidad del espectador cuyo aplauso pretenden. Las consecuencias de la Guerra Civil, el clima reaccionario que se adueñó del país tras la victoria franquista, convirtieron ese propósito en una necesidad imperiosa, pues su decisión de permanecer en España, compartiendo o al menos tolerando la ideología de los vencedores, y de seguir valiéndose del teatro como medio de vida, obligaban de una manera más acuciante al cultivo de la fórmula que ya había demostrado su éxito (en los estrenos de Jardiel Poncela, especialmente) antes de la ruptura de las hostilidades entre los dos bandos. La aceptación de sus piezas por los espectadores de la España de postguerra demuestra que el público no había cambiado y que la burguesía conservadora, ahora fortalecida en sus convicciones por la victoria, estaba dispuesta a admitir una cierta dosis de elementos innovadores en los temas y en los planteamientos escénicos, pero nunca hasta el punto de que fuera puesto en cuestión su sistema de valores ni se subvirtiera la estabilidad de su universo47.

Puede, pues, hablarse de la presencia de una serie de rasgos homogeneizadores que todos los miembros de este grupo comparten y que permiten referirse a ellos como un conjunto diferenciado y uniforme:

A) Su estricta coetanidad, ya que nacen en un período no mayor de cuatro años (Edgar Neville en 1899, Tono en 1900, Jardiel Poncela en 1901, López Rubio y Miguel Mihura en 1903).

B) La consecución del éxito (salvo en el caso de Jardiel) tras el final de la Guerra Civil, después de algunos intentos en la etapa precedente. López Rubio estrena un par de obras en colaboración con Eduardo Ugarte (De la noche a la mañana, 1929, y La casa de naipes, 1930); el éxito inicial de Margarita y los hombres, de Edgar Neville, se ve interrumpido por los acontecimientos revolucionarios de octubre de 1934; Miguel Mihura no consigue estrenar Tres sombreros de copa, que tenía escrita desde 1932.

C) El hecho de que su éxito definitivo se produzca tras la Guerra Civil, con el cambio radical que para el país supuso la misma, determina el carácter fundamentalmente evasivo y acomodaticio de ese teatro. Pese a ello, y en comparación con el teatro de los autores supervivientes de la generación anterior, que aún continúan estrenando (Carlos Arniches, Jacinto Benavente, Adolfo Torrado, Suárez de Deza, Antonio Paso, Luis Manzano, José de Lucio, Rafael Pérez de Haro, etc.) nuestros autores intentan plasmar un teatro de soluciones innovadoras, rupturistas e iconoclasta en la medida de sus posibilidades y en el que se percibe los ecos de la revolución vanguardista.

D) Por ello su teatro puede definirse como resultante de una dosificación de elementos conservadores y rupturistas: inmersos plenamente dentro de la estructura del teatro comercial y movidos por la necesidad de satisfacer al público que la nutre pretenden, a la vez, satisfacer a los sectores más jóvenes e iconoclastas de ese público mediante propuestas innovadoras que intentan cuestionar los supuestos de la poética naturalista, afianzada aún con más fuerza que en la etapa de preguerra en los escenarios españoles.

E) La amplia experiencia cinematográfica de todos los miembros del grupo, ya que en la etapa previa a su éxito en España (Jardiel Poncela es, una vez más, una excepción) todos viajaron a Hollywood, donde trabajaron como guionistas y dialoguistas integrados en el sistema de producción de los estudios norteamericanos. De ello se deriva la innegable influencia que el cine ejerce sobre su obra, aunque, dadas las contradicciones que caracterizan a ésta, dicha influencia actúa, como veremos, en dos direcciones opuestas aunque no incompatibles, sino perfectamente complementarias.

2.- UNA POÉTICA ANTIRREALISTA. EL CINE COMO HORIZONTE DE REFERENCIAS.

Esta promoción de dramaturgos lleva a cabo su labor de adaptación y asimilación a partir de las innovaciones del amplio y multiforme movimiento que se había ido consolidando en la escena europea desde los inicios del siglo en un proceso ininterrumpido que marca el triunfo de la modernidad y el rumbo de todo el teatro posterior y en el que se inscriben nombres como los de Strndberg, Craig, Pirandello, Lenormand, Brecht, Artaud y un largo etcétera. En España el triunfo de la nueva poética había tenido lugar en un plano mucho más teórico que de praxis escénica: pese a la postura unánimemente crítica de nuestros intelectuales frente al teatro triunfante en los escenarios y sus propuestas en favor de una renovación superadora de los pedestres resultados que ofrecían desde ellos los cultivadores de la mímesis naturalista, la recepción del proceso fue, en líneas generales, minoritaria, tanto en la atención prestada a las compañías extranjeras que nos visitaron como a las propuestas de los autores españoles «inquietos», que trataban de encontrar salidas frente a la dictadura del canon triunfante. Las propuestas principales de la poética antirrealista se concretaron en innovaciones como la fragmentación del espacio escénico (posibilitada por la iluminación eléctrica que hace posible prescindir de la fidelidad del decorado naturalista), la ruptura de la linealidad narrativa, la incorporación al universo escénico de realidades extrasensoriales o el rechazo al prurito de verosimilitud mediante la insistencia en mostrar la ficción teatral misma como tal ficción48; esto último desemboca en el reforzamiento de los mecanismos productores de la ficcionalidad, mediante el cual se pone de manifiesto la teatralidad del universo representado que no pretende en ningún momento proponerse como trasunto de la realidad (de ahí el auge de géneros como la farsa y la parodia) y en el desarrollo de una importante corriente de autorreflexión que trae consigo la recurrencia a estrategias metateatrales. Muchas de tales propuestas fueron siendo asimiladas por los autores que escribían para el público mayoritario de las salas comerciales, la mayor parte de las veces en clave de parodia49, el cual llegó a familiarizarse con ellas; pero el ideal defendido por la mayoría de los intelectuales de un teatro auténticamente renovador al alcance de los públicos mayoritarios (incluyendo a la clase proletaria, que vivió siempre de espaldas a esa faceta de la cultura) permaneció anclado en el territorio de la utopía50.

El cine, aunque su afianzamiento y consolidación como medio de expresión artística fue posterior a los inicios de la reacción antinaturalista51, desempeñó un importante papel como elemento dinamizador de la misma, contribuyendo a familiarizar a los espectadores con algunas de las que hemos señalado como sus innovaciones más destacadas (fragmentación del espacio escénico, ruptura de la linealidad narrativa, incorporación de realidades extrasensoriales, etc.). No obstante, para nuestro propósito conviene deslindar dos etapas perfectamente diferenciadas en ese proceso de asimilación por parte del teatro de los mecanismos expresivos del cine.

Me referiré primero a la que puede calificarse como etapa de reacción antinaturalista, durante la cual la influencia del cine sobre la escena se ejerce en una doble dirección: por una parte, la perfección de la mímesis que logran las imágenes de la pantalla y la imposibilidad de competir con ellas en cuanto arte «realista», contribuyen a la potenciación de los mecanismos de reteatralización mediante los que se refuerza y pone de relieve la condición ficcional que posee el universo mostrado sobre la escena; ello conlleva la subvaloración del texto y la potenciación de los elementos espectaculares y de autorreflexión (metateatralidad) a la par que el cultivo de géneros con un grado importante de componente lúdico (la farsa) que renuncian a todo prurito de verosimilitud. Por otra parte, el cine, poseedor ya de un lenguaje propio contribuye a la vez a la dinamización de la narratividad teatral, no sólo mediante las mencionadas rupturas espacio-temporales sino especialmente a través de la incorporación del punto de vista movible52. Y cabe referirse, por último, a otra influencia de signo negativo, que es la que provoca una corriente de revalorización del texto teatral y la subsiguiente depuración de toda escenografía gratuita; la captación masiva de públicos populares que el cine lleva a cabo promueve en determinados autores, apoyados por una crítica elitista, un proceso de depuración de los elementos espectaculares y melodramáticos, que ahora el cine se encarga de proporcionar a esa clase de espectadores. Intelectuales cinéfobos, como son en nuestro país Unamuno o Pérez de Ayala, reclaman un teatro esencialmente literario que permita la reflexión intelectual y la hondura de los análisis psicológicos, reservando para el cine las truculencias melodramáticas y los efectismos escénicos que, según ellos, viciaban la escena. El cine actúa, así, como desencadenante de un proceso de dignificación del teatro, que verá acrecentado su carácter elitista, mientras que la pantalla se quedaría con ese público multitudinario que era una de las causas -si no la principal- del escaso nivel intelectual de nuestros escenarios53.

Pero para nuestro propósito nos interesa más específicamente la etapa posterior, en la que es posible observar cómo la influencia del cine en lugar de dinamizar el proceso de evolución del arte escénico en su distanciamiento del canon naturalista actúa como factor de involución potenciando la recuperación de sus medios de expresión tradicionales. Es preciso tener en cuenta para comprender esta influencia involucionista que el cine, a comienzos de la década de los treinta, ha consolidado su prestigio entre los medios intelectuales que aún lo acogían con reticencias, pues su lenguaje propio ha logrado un elevado grado de perfeccionamiento y la fidelidad alcanzada en la reproducción de voces y sonidos, tras los frustrantes tanteos que siguieron a la implantación del sonoro, lo capacitan plenamente para la adaptación de textos literarios. Ha desarrollado géneros como la comedia cuya base es un sólido guión literario, con diálogos brillantes y una limitación considerable del espacio en que se desarrolla la acción. Ello hace posible que pueda hablarse de influencia inversa y que los comediógrafos tuvieran mucho que aprender de la filmografía de directores como Frank Capra, Ernest Lubichst o Howard Hawks, del perfecto engranaje con que se desarrollan las situaciones en sus guiones, de la economía de medios con que consiguen unas impecables puestas en escena o del dinámico ensamblaje y chispeante gracia de las réplicas. En el caso de los dramaturgos de los que hablamos se da, además, la mencionada circunstancia de haber estado vinculados como guionistas al sistema de producción hollywoodense54, con la oportunidad de aprender desde dentro sus procedimientos de trabajo, que incorporarán luego a sus trabajos para la escena. El cine influye, pues, sobre el teatro potenciando la calidad de sus diálogos y revitalizando, por consiguiente, sus aspectos literarios frente a los espectaculares; si a ello añadimos el sometimiento a las limitaciones del espacio único y la imposición de la narración lineal, no resulta exagerado afirmar que el cine propició una recuperación de los presupuestos de la escena naturalista. Aunque, como en seguida veremos, el universo que presentan estas comedias, al igual que el ofrecido por la pantalla, está siempre envuelto en un nimbo de irrealidad que hace que los espectadores lo experimenten como una dimensión inaccesible desde su universo cotidiano. En el caso de Jardiel Poncela, de Edgar Neville, de López Rubio, de Tono o de Miguel Mihura esa distancia frente a la realidad está propiciada por su vinculación a las estéticas de vanguardia de la que proceden las estrategias «desrealizadoras», gracias a las cuales y, pese al soporte naturalista sobre el que se edifican sus mundos de ficción, les resulta posible trascender la cotidianidad.

Si intentamos, como es nuestro propósito, analizar ese teatro desde la perspectiva de su deuda, por lo demás innegable, con el cine, hay que tener en cuenta la complejidad del mismo, derivada de la relación ambivalente que mantiene con el nuevo medio: a la vez que se apoyan en él para, con la mirada puesta en las exigencias del público conservador al que aspiran complacer, recuperar los mecanismos narrativos de la escena tradicional, siguen apelando a las estrategias rupturistas que el cine había introducido con relación a los mismos en las dos décadas precedentes. Pasemos, pues, a considerar el grado en que cada una de esas tendencias se hace presente en la obra de estos dramaturgos.

3.- EL CINE COMO FACTOR DE RUPTURA FRENTE A LA PUESTA EN ESCENA NATURALISTA.

3.1. La influencia más importante del cine sobre la obra de este grupo de autores (y que afecta asimismo a gran parte del teatro contemporáneo) es la introducción de un punto de vista móvil a diferencia del único y permanente del teatro tradicional; el espectador no está ya limitado a una visión externa y objetiva sino que le es dado participar de la perspectiva de alguno (o algunos) de los personajes. El teatro intenta, así, aproximarse a la alternancia entre visión externa y visión interna sobre la que se basa la narración cinematográfica haciendo llegar a los espectadores informaciones que proceden de la percepción física o mental de alguno de los seres situados sobre la escena. El teatro dramático ha sabido utilizar a fondo esta recurrencia a la visión interna (piénsese en Arthur Miller o, en España, en Buero Vallejo), pero en la comedia se convierte, asimismo, en un poderoso recurso de comicidad. Podemos citar como ejemplo La otra orilla, de López Rubio, planteada sobre el contraste entre el privilegiado punto de vista de unos personajes que han muerto (Ana, Leonardo, Martín y Jaime) frente a la visión limitada de los vivos (policías, Rufino, Diego, Felisa, Mauricio y el señor Roca). La noción punto de vista no ha de entenderse sólo como relativa a la visión sino también a la percepción auditiva (punto de audición). Así lo podemos ver en una escena de otra obra de López Rubio, Celos del aire, en la que la seducción simulada de Cristina por parte de Enrique es percibida como verdadera por la pareja de adúlteros, Bernardo e Isabel, quienes no llegan a oír las palabras que aquellos pronuncian. En sentido inverso, la transferencia del punto de vista a uno de los personajes puede servir para acrecentar la confusión del espectador al hacerle compartir su mirada con un personaje carente de toda información, quien asiste como testigo atónito a una situación que escapa a los límites de la lógica. Recuérdese al respecto el personaje de El Comprador de La venda en los ojos, de López Rubio, o el del periodista de Tú y yo somos tres de Jardiel Poncela.

3.2. Consecuencia de esa visión subjetiva es la incorporación al universo de la escena de «realidades» no existentes, producto del sueño, la alucinación o la imaginación de alguno de los personajes. Con ello se abre la posibilidad de ampliar la historia narrada con otras dimensiones de la realidad que son asumidas como verosímiles y de forma no traumática por el espectador. Citemos como ejemplo las escenas absurdas que constituyen casi la totalidad del primer acto de El caso de la mujer asesinadita, de Miguel Mihura (escrita en colaboración con Álvaro de Laiglesia), que se explican luego como un sueño premonitorio de la protagonista. En la obra del propio Mihura encontramos otro ejemplo del mismo tenor, aunque en este caso no explicitado: la escena surreal con la que comienza el segundo acto de Tres sombreros de copa, en la que los extraños personajes que pueblan el escenario, su presencia carece de toda lógica55, corresponden a una alucinación de Dionisio, quien se halla bajo los efectos de la embriaguez y en un estado plenamente orgiástico. Podría citarse, asimismo, Romeo y Julieta Martínez de Tono, en donde los acontecimientos absurdos que presenta la fábula y los diálogos no menos absurdos de los personajes se descubren al final como producto de un sueño de la protagonista. En otros casos, la dimensión irreal evocada sobre el escenario no es producto de la alucinación ni del sueño, sino de la imaginación del personaje, como sucede en La vida en un hilo, de Edgar Neville, en la que las escenas correspondientes al plano de la realidad alternan con otras que corresponden a lo imaginado por Mercedes, la protagonista, quien especula sobre el curso tan distinto que hubiera llevado su existencia de haberse casado con Miguel en lugar de con Ramón.

3.3. Esa apertura a otras dimensiones de la realidad propiciada por la introducción de la visión subjetiva posibilita, asimismo, la presencia en el universo escénico de personajes irreales, que pueden ser explicables bien como proyección de la imaginación de alguno de los protagonistas bien como materialización del destino o de fuerzas extrahumanas. En cualquier caso, el contexto humorístico en que tales apariciones se producen mitigan su inverosimilitud, que puede ser aceptada como uno de los rasgos constitutivos del género. Recuérdense las declaraciones de Jardiel Poncela relativas a la necesidad de incorporar la fantasía y la inverosimilitud a la escena56 y que todos los miembros del grupo parecieron asumir como una propuesta programática, si bien la iconoclastia inherente al teatro de Jardiel Poncela y del primer Mihura se va mitigando tras la prematura desaparición de aquél para dejar paso a un ternurismo combinado con cierta dosis de poesía (MONLEÓN, 1971:81-83). Basta un recorrido somero por la obra de estos dramaturgos para encontrarse con un número significativo de tales personajes: el Vicediablo en Veinte añitos y la Dama de gris en Adelita, ambas de Edgar Neville; las Voces celestes en Nunca es tarde, de López Rubio, Leonardo en Las cinco advertencias de Satanás, de Jardiel Poncela, pueden servir, entre otros, como ejemplo.

3.4. Otro de los rasgos visibles, aunque menos frecuente, en algunas de las obras de estos autores es la fragmentación y multiplicación del espacio escénico, que deja de estar sometido a las limitaciones derivadas del decorado estático tradicional. Bien es verdad que la tendencia a esa fragmentación es anterior al cine y comienza a ser puesta en práctica por las corrientes expresionistas de comienzos de siglo aprovechando las posibilidades que brinda la iluminación eléctrica; pero el dinamismo de la narración cinematográfica, una vez afianzados sus medios expresivos propios, contribuye, sin duda, a la nueva concepción del espacio escénico, común a la mayor parte de las piezas que se inscriben dentro de cualquiera de las múltiples corrientes de la reacción antinaturalista57. El ejemplo más paradigmático lo constituye, sin duda, La vida en un hilo, de Edgar Neville, concebida originalmente como un guión cinematográfico, en la que el «espacio del tedio», el interior de casa ranciamente burguesa en el que se desarrolla la existencia real de Mercedes, alterna con los diversos espacios en los que podrían haber tenido lugar los acontecimientos que evoca a medida que se va imaginando el curso que hubiera seguido su vida de haberse casado con Miguel en lugar de con Ramón.

3.4. Cabría aludir, por último, a la presencia de lo cinematográfico, especialmente en el teatro de Jardiel Poncela, formando parte del nivel argumental: en unos casos se trata del mundo del cine por dentro (recuérdese El amor dura sólo dos mil metros ambientada en los estudios de producción hollywoodenses) y en otros de la visión desde este otro lado de la pantalla, como sucede en el prólogo de Eloísa está debajo de un almendro, ambientada en un cine de barrio madrileño58. Sin olvidar, por otra parte, la parodia implícita de determinados géneros fílmicos en comedias como Los habitantes de la casa deshabitada o Los ladrones somos gente honrada.

4.- EL CINE COMO FACTOR POTENCIADOR DE LOS MECANISMOS NARRATIVOS DEL TEATRO NATURALISTA.

Tras el perfeccionamiento de los mecanismos reproductores de la palabra y del sonido, el cine inicia en la década de los treinta una nueva etapa de su andadura, que resulta especialmente visible en la potenciación literaria de los guiones; con ello, volverá a beber de las fuentes teatrales, pero la perfección de sus productos hace que la influencia opere también en sentido inverso y que muchos filmes puedan servir como modelos a la construcción de piezas dramáticas. En el grupo de comediógrafos que nos ocupa, todos ellos con una amplia experiencia como guionistas y dialoguistas en los estudios norteamericanos, dicha influencia pesa de modo decisivo cuando se enfrentan a la necesidad de elaborar un teatro ceñido a los esquemas tradicionales que exigía su público mayoritariamente conservador, pero dotado, a la vez del grado de innovación y brillantez suficientes para distanciarse de las viejas propuestas que aún sobrevivían sobre los escenarios. Pasemos, pues, a ver cuáles son los elementos de sus comedias que proceden de ese cine que ha vuelto a descubrir el teatro y cuya influencia se manifiesta, como hemos apuntado, en una revitalización de los mecanismos narrativos de la escena naturalista, ya que puede hablarse, en realidad, de un teatro «concebido a través del cine».

4.1. El rasgo más destacado es, sin duda, el perfecto engranaje de la acción, que responde en la mayor parte de estas comedias a una planificación de rigor matemático tras la que no resulta difícil percibir la influencia de la comedia hollywoodense de los años treinta y cuarenta (Hawks, Lubitsch, Capra): las limitaciones espaciales y temporales de las comedias de López Rubio, Edgar Neville, Miguel Mihura o Jardiel Poncela tienen muy poco que ver con las de la comedia tradicional (muchas veces consecuencia de la penuria escénica) y responden a una autolimitación consciente del autor, que las afronta como un auténtico desafío.

4.2. En segundo lugar cabe referirse a un humor de base verbal basado preferentemente en las sutilezas que se consiguen con el manejo hábil de los recursos de la ironía; se trata de un lenguaje sin estridencias, muy alejado del chiste grueso del teatro de humor precedente y de su recurrencia a los retruécanos, dilogías, hipérboles y otros recursos igualmente fáciles. Tras él, se perciben, en cambio, las huellas de la revolución vanguardista cuyos hallazgos contribuyen a que el disparate aparezca mitigado por el lirismo o que la poesía constituya el grano de locura suficiente para servir como antídoto contra el racionalismo que gobierna la puesta en escena59. En otros casos nos encontramos con el humor absurdo de réplicas desconcertantes, que ya comenzaron a cultivar Miguel Mihura y Tono en las páginas de La ametralladora y en el que no resulta difícil reconocer la influencia de los hermanos Marx60.

4.3. La presencia de ese humor de base verbal no resulta incompatible con una sistemática recurrencia a un humor situacional en el que resulta fácil detectar las huellas de algunos de los maestros del cine mudo (Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd). En el teatro humorístico contra el que estos autores reaccionan dicho tipo de comicidad, si bien siempre presente aunque supeditada a los excesos verbales, quedaba, por lo general, reducida a los trazos gruesos de lo caricaturesco, mientras que ahora el cine les ha enseñado a manejar con sutileza los gestos y movimientos y a potenciar sus efectos evitando reducirlos a una utilización exclusivamente mecanicista. Puede uno darse cuenta de ello a la vista de la importancia que adquiere en cualquiera de estas comedias el texto secundario, en el cual amplios segmentos están dedicados a la descripción de los aspectos kinésicos y proxémicos de la puesta en escena. Recuérdese, entre los muchos ejemplos posibles, el juego escénico, de base fundamentalmente kinésica, que provoca la decisión de los dueños de la casa de Celos del aire de López Rubio, de ignorar a la pareja de inquilinos con quien comparten las estancias comunes y los servicios del mayordomo.

4.4. Por último, cabría referirse, como otro efecto de la influencia del cine sobre este tipo de teatro, al sentido lúdico de la existencia que caracteriza, por lo general, a los personajes que pueblan su universo, al fair play que suele regir sus actuaciones. Tal rasgo puede derivarse, en parte, del ambiente cosmopolita propio del elevado estatus en el que habitan y que no es muy distinto del que el teatro precedente presentaba en un género tan característico del mismo como la «alta comedia»; pero no se trata en modo alguno del universo acartonado y artificioso de aquella, en el que los tipos y las conductas eran producto de las convenciones de un código estereotipado, sino que los personajes de este teatro, a semejanza de los de la comedia cinematográfica norteamericana, habitan un mundo burbujeante en donde los patrones sociales y morales parecen siempre a punto de ser socavados por un toque de irracionalidad. Se trata, evidentemente, de unas obras de evasión en las que el estatus elevado de sus protagonistas es condición necesaria para la concepción lúdica de la existencia inherente a un género que propone frente a la gris cotidianidad de los espectadores un mundo ideal que sirva como lenitivo momentáneo a sus frustraciones61.

En este sentido es en el que este teatro se muestra heredero más directo del cine. Todo él remite a un mundo irreal, pero de una irrealidad basada no tanto en la alucinación, en la incorporación de dimensiones «extrarreales» de la existencia, como en el exceso de perfección de lo que se ofrece como trasunto de la realidad62. Recuérdese que el carácter ambivalente de las imágenes cinematográficas estriba en su capacidad de conjugar la sobredosis de realismo que presentan sus seres y sus objetos con el carácter fantasmagórico de los mismos; un mundo que puede parecer más real que la realidad pero que, paradójicamente, está a la vez hecho de la materia evanescente de nuestros sueños y resulta tan inaccesible como ellos. Ese universo de la pantalla, especialmente el ofrecido por las comedias de directores como los citados, es el que reproducen sobre el escenario las piezas de nuestros autores: la realidad está ahí en todo su esplendor de su perfección, pero esa misma perfección es lo que multiplica su distancia frente al espectador y le confiere el nivel de irrealidad de los sueños. La perfección de la mímesis conlleva, paradójicamente, la condición clausurada del universo reproducido.

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Mª Victoria Sotomayor Sáez


Universidad Autónoma de Madrid

Cuando críticos o periodistas solicitaban a Carlos Arniches una valoración de sus obras antes del estreno, era frecuente que el maestro del humor declarara como principal o única pretensión la de entretener al espectador proporcionándole un rato de regocijo. A propósito de El casto don José, por ejemplo, asegura que no pretende más que «hacer pasar unas horas de risa a los buenos espectadores [...] que tanto se merecen un poco de solaz y esparcimiento» (Heraldo de Madrid, 23-XII-1933).

Y en muchas otras ocasiones se pronuncia de manera semejante, ya desde que en 1911, en el epílogo al libro de Antonio Casero Los castizos, reivindica de manera explícita la risa en el teatro:

Riamos, sí; la risa es sana y bondadosa. Los pueblos más fuertes son los que ríen con mayor simplicidad y con más alborozo; porque la alegría es la salud de los pueblos grandes. Con que ¡viva lo cómico! Y riamos; riamos de todo, hasta de los que nos censuran y condenan, aunque nos injurien.

A la postre, dentro de veinticinco o treinta años, cuando todos hayamos callado, hablará el Tiempo, y él dirá con su eterna y clara voz quiénes han dicho lo mejor y más digno de ser oído... Y el Tiempo no será tan cursi que niegue su recuerdo a los que llevaron con buena voluntad un rayo de noble alegría al alma de sus contemporáneos (Heraldo de Madrid, 22-II-1911).


Porque, en el fondo, Arniches siempre consideró su forma de hacer teatro una especie de «servicio público». Pensando en el espectador, se planteaba las obras como un medio para divertir y proporcionar alegrías en tiempos de pesadumbre; también para conmover, dando cauce a los sentimientos más elementales del ser humano, la risa y las lágrimas; y de paso, proponía lecciones de conducta y un modo de entender la realidad.

Si en un supuesto ejercicio de simplificación hubiera que resumir en un único rasgo lo esencial del teatro arnichesco, este sería, sin duda, su carácter cómico. Cómico, burlesco, chistoso, grotesco, humorístico, farsesco...; aunque estos términos expresan contenidos distintos que no se pueden ignorar, hay un principio común a todos ellos: una actitud para contemplar la vida con la voluntad de situarse en una de sus orillas, la que no percibe sólo lo que ve de frente porque no mira de un solo lado, sino que descubre el revés de las cosas, los sentidos ocultos y los significados sorprendentes; la que permite romper con lo esperable, subvertir lo obvio o desmitificar el principio de autoridad, entendida esta en términos sociales, de pensamiento lógico o incluso en términos afectivos. Es, en definitiva, una posición ante la vida, como destaca una de las más productivas líneas de interpretación del humor de nuestro siglo63. Es la perspectiva que surge del distanciamiento, porque sólo tomando distancia se pueden apreciar todos los planos de la realidad, y no sólo los más evidentes.

Es la actitud del humorista y la posición desde la que Carlos Arniches observa la vida que discurre en torno a él. No hay una sola de sus obras en que renuncie a la risa, la sonrisa o la burla. Aunque con distinta fortuna y por sendas muy diversas, el sentido de lo cómico es lo que marca con impronta inconfundible sus más de cincuenta años de teatro y la totalidad de las casi doscientas obras escritas en ellos. El distanciamiento cómico es lo que le permite, en definitiva, llegar a esa agridulce teatralización de la vida que es la tragicomedia, donde se hace patente la contradicción entre la apariencia de las cosas, lo risible, ridículo o caricaturesco y su verdad íntima, de gravedad profunda.

Pero hasta llegar a la plenitud de lo tragicómico hay todo un proceso anterior, un camino de ensayos y experiencias varias. El modo de llevar al escenario la interpretación cómico-humorística de la realidad va mostrando la evolución del teatro arnichesco en todos sus aspectos, ya que los distintos recursos empleados, deudores de lo que en cada momento le ofrecía su contexto y se valoraba como cómico, son tanteos sucesivos para captar y expresar esa otra cara de la realidad hasta llegar a comprender dónde estaba la verdad de la vida que el teatro debía contener y manifestar. En suma, estas distintas formas de expresión manifiestan la evolución de su concepto del humor y configuran la imagen inequívoca de «lo arnichesco».

Para conocer el concepto del humor de Carlos Arniches no podemos sino acudir al estudio de sus propias obras. Carecemos de escritos teóricos donde el autor exprese su pensamiento, como ocurre con otros autores. Tan sólo contamos con algunos retazos de opinión cogidos al vuelo en entrevistas o en las escuetas y nada comprometidas autocríticas, que apenas contribuyen al conocimiento de lo que era, y cómo era, el humor para el maestro alicantino. Se precisa, además, contar con unos instrumentos conceptuales previos que proporcionen criterios de interpretación y valoración. Es necesario determinar con la mayor precisión de qué hablamos cuando hablamos de humor, cuáles son los procedimientos para construirlo, cuáles sus límites y sus implicaciones; porque a lo largo de la historia, y en particular en el último siglo, se han defendido posiciones muy diversas en lo que podría llamarse la «teoría del humor», y es claro que la posición de partida y los instrumentos de análisis manejados condicionan siempre los resultados obtenidos.

Obviamente, no es este lugar ni momento para exponer las distintas teorías del humor que se han ido sucediendo y los términos manejados por ellas. Solamente quisiera destacar la distinción que desde hace tiempo, en particular a partir de la obra de Lipps Komic und Humour (1898), se viene manteniendo, aunque sea con formulaciones distintas, entre comicidad y humorismo (ROF CARBALLO, 1966), risa mecánica y risa intelectual (ACEVEDO, 1966), humor «cateto» y humor «inteligente» (MONLEÓN, 1998), verbalismo y situación escénica (OLIVA, 1998) y otras semejantes.

Desde que Lipps definiera el humor como una «sublimación de lo cómico a través de lo cómico mismo» (VILAS, 1968 y ACEVEDO, 1966) - lo que significa, en primer lugar, que lo cómico es anterior y el humor una derivación o resultado de ello, y en segundo, que el humor tiene una naturaleza intelectual de la que carece lo cómico-, se entiende la comicidad como una forma inferior y primitiva; inferior al humorismo en cuanto que apela a un aspecto de la naturaleza humana más cercano al instinto primario que al intelecto; inferior también, y primitiva, en cuanto que representa un estadio anterior en la forma de representar la risa al que representa el humorismo, ya que se corresponde con una sociedad menos evolucionada. Si admitimos el paralelismo entre la evolución del humor y la evolución del hombre, la madurez de lo cómico se produce en la sociedad evolucionada del mundo moderno, en forma de una risa que haga pensar y no sólo reír, lo que significa, en el fondo, su dignificación (ACEVEDO, 1966). Y aún se señalan diferencias en otro orden, el de la intencionalidad: lo cómico es malicioso, se ríe del necio, del ridículo, y satiriza con un punto de crueldad; el humorismo es comprensivo, no ridiculiza sino que reflexiona y sobre todo, «surge de una concepción de la vida, de una actitud filosófica ante la vida, lo que a la comicidad la tiene absolutamente sin cuidado» (VILAS, 1968: 72).

Esta dualidad de conceptos se hace patente en nuestro teatro con creciente intensidad a partir de los años veinte, en que se reivindica un humor inteligente, superador de la burla zafia y grosera. Lo cómico digno y humano, la farsa como forma liberadora, el humor capaz de superar la mera acción para llegar a la idea, y otras expresiones parecidas son cada vez más frecuentes en las críticas teatrales, los artículos de fondo y escritos teóricos sobre el tema. La degradación de lo cómico se ve como causa y efecto, al mismo tiempo, de la degradación del público que lo ríe: «Hay en nuestro público una falta de aptitud espiritual para percibir lo cómico», señala Enrique de Mesa en El Imparcial (3-III-1929). Ensayos como La caverna del humorismo barojiana (1919) o Gravedad e importancia del humorismo, de Gómez de la Serna (1930), o el poco conocido relato de Unamuno Un pobre hombre rico o el sentimiento cómico de la vida (1930), expresan igualmente la importancia que se otorga a esta manifestación del ser humano y el interés por comprenderlo y definirlo en el marco del arte nuevo que caracteriza a esta época. En ellos se insiste en definir el humor como una manifestación inteligente y una actitud vital.

Ya en años posteriores, en los abundantes estudios sobre el humor que aparecen en la década de los sesenta64, se sistematiza y perfila claramente esta dualidad, que parece contener las dos formas esenciales de una interpretación cómica de la realidad. Así lo explica Rof Carballo, que citando la clásica obra de Richter y apoyándose en la anterior de Celestino Fernández de la Vega, O segredo do humor, insiste de nuevo en la divergencia entre comicidad y humorismo, afirmando que «lo cómico es incompatible con el sentimiento», mientras que el humor «va vinculado esencialmente con la simpatía, la ternura y la compasión» (1966: 11). Lo simplemente cómico es fugaz y transitorio, se olvida rápidamente, mientras que el humor «madura con el tiempo»; y sobre todo, «lo cómico desemboca siempre en la risa; el humorismo hace, a la vez, llorar y reír».

Naturalmente, la dualidad conceptual sobre lo cómico se extiende a los procedimientos empleados por cada uno para provocar el placer de reír, de manera que la oposición comicidad/humorismo se viene a identificar con lenguaje/situación. Afirma José Monleón que el teatro de humor descansa sobre la situación y el personaje, mientras que el teatro cómico lo hace sobre la gracia verbal, la ocurrencia y el ingenio. Esto supone que lo cómico no se justifica más que como entretenimiento, como una máquina que funciona, mientras que el humor provoca una respuesta emocional porque pertenece a la experiencia y al pensamiento del hombre. De forma semejante se pronuncia César Oliva, al afirmar que las obras cómicas se basan en recursos lingüísticos; no son sino estructuras teatrales convencionales salpicadas de elementos verbales, pero no inventan ni utilizan auténticas situaciones escénicas de humor65.

Aceptada casi unánimemente la diferencia entre estos dos conceptos, no resulta tan fácil admitir, sin embargo, que sean radicalmente antitéticos y se excluyan entre sí como dos formas incompatibles por químicamente puras. Vilas afirma, por el contrario, que «la comicidad necesita del humor... y cuanto más permanente y universal quiera ser una comedia mayor dosis de humor reclama». Y cita como prueba el caso de «el Charlot de muchas escenas de Candilejas y de La quimera del oro, maravillosa mezcla de comicidad, de humorismo y de ternura.» (VILAS, 1968:72-73). Porque si admitimos que el humor es una posición ante la vida, propia de un mundo civilizado, habrá que convenir también en la diversidad de ángulos de observación, de aspectos observables y de técnicas para expresarlo; y este pluriperspectivismo cuestiona gravemente los intentos de poner límites y acotar parcelas de experiencia.

¿Dónde situar desde esta perspectiva, nos preguntamos, lo cómico arnichesco? Teniendo presentes las importantes transformaciones que se producen en la sociedad española desde el último tercio del siglo XIX hasta la guerra civil y la propia evolución del teatro en este período, se puede considerar el humor de Carlos Arniches como un producto en transformación, muy vinculado a su realidad inmediata (y, en consecuencia, a las formas de humor dominantes en cada momento), pero dotado de la agudeza en la observación, el ingenio y la capacidad distorsionadora que está por encima de la circunstancia y que le permite evolucionar para superar formas caducas.

El género chico donde se sitúan, como es sabido, los comienzos teatrales de Carlos Arniches, es el reino de la comicidad con un fuerte apoyo en el lenguaje. Los dobles sentidos, retruécanos, chistes, asociaciones fónicas y otros procedimientos similares son los resortes para hacer reír en un teatro que no pretendía sino una burla de lo cotidiano en un espacio para la diversión. Carlos Arniches se incorpora a un sistema de convenciones que le viene dado y comienza utilizando con habilidad un limitado conjunto de procedimientos fuertemente codificados: las disemias, homonimias, combinaciones de secuencias fónicas y léxicas y frases incompletas son sus armas para hacerse un nombre entre los numerosos autores y libretistas que a la altura de 1888, año de estreno de Casa editorial, cultivaban este teatro popular.

Además del lenguaje, el género chico utiliza también otros procedimientos para hacer reír, como el montaje de situaciones y la utilización de tipos. Y Carlos Arniches, en estos sus primeros tanteos sobre lo cómico, se afana en la construcción de enredos y situaciones equívocas que provocan la risa en su elementalidad, entre ellas, las de miedo, la mayor aportación arnichesca al conjunto heredado; y crea personajes que son cómicos por su primitivismo, su ignorancia y la degradación animalizadora a que son sometidos. Figuras ridículas, seres sin alma, objeto de una burda y cruel caricatura que el público celebra por encontrarse en el mismo nivel de elementalidad que ellos.

De este convencionalismo, al que sin duda conviene el concepto de comicidad en sus acepciones más negativas, Carlos Arniches escapa, paradójicamente, por el lenguaje. Porque sus creaciones lingüísticas, claramente superadoras de lo heredado, le permitirán crecer en su capacidad cómica y también, especialmente a partir de El santo de la Isidra (1898), crear personajes que harán reír por su ingenio, cualidad que se acerca más a la esfera de la inteligencia. Un ingenio que se manifiesta en sus réplicas y comentarios burlescos, es decir, en su manera de hablar, porque estos tipos populares hacen gala de una capacidad sin igual para el circunloquio, la comparación, la hipérbole y la explosiva mezcla de lo más vulgar y cotidiano con lo solemne y elaborado. Es fácil oírles decir: «[...] la Julia, una especie de espárrago soliviantao...» (Sandías y melones), o «[...] el día que me hace ésta calamares en tinta tengo que comer de postre papel secante, no te digo más...» (La fiesta de san Antón), o bien «[...] yo, como ca quisque, poseo el espejuelo de mis atraztivos y lo manejo con la contumelia propia de una pestaña experimentada...» (La pena negra).

En consecuencia, pronto supera el estrecho corsé de los inicios que atenaza los amplios márgenes de su ingenio, y crea nuevos mecanismos y recursos que empezarán a forjar su inconfundible identidad de autor cómico: las dislocaciones expresivas, la deformación de palabras y frases hechas, las comparaciones, etimologías populares, perífrasis y circunloquios. Procedimientos todos ellos que demuestran un amplio dominio de la lengua culta y requieren ese mismo conocimiento en el espectador, ya que sólo por los procesos mentales del contraste y la asociación podrá advertir el sentido cómico de la dislocación. Porque domina el lenguaje es capaz Carlos Arniches de descubrir analogías, sentidos ocultos y sugerencias insólitas, y utilizarlas con una actitud de juego constante, de falta de respeto al lenguaje establecido, de trasgresión de lo obvio. Es la distorsión aplicada al lenguaje, que más adelante se extenderá a otros aspectos de la realidad y del ser humano.

El acercamiento al melodrama relega lo cómico, durante un tiempo, a un segundo plano. En las obras del cambio de siglo, que se podrían representar en La cara de Dios (1899), prevalecen la sacudida emocional, la piedad y la compasión como resortes para conmover, y sólo la sonrisa aparecerá como suave contrapunto de las lágrimas. Pero se constata que no hay una sola obra, por atormentada que parezca, donde lo cómico no haga su aparición: la frase ingeniosa, o el personaje que mitiga el dolor con una burla o un chiste son ingredientes constantes que, al mezclarse con lo sentimental, empiezan a perfilar una peculiar escritura dramática en la que Carlos Arniches llegará a ser considerado maestro. La inevitable, esencial simultaneidad de lo cómico y lo trágico (esto último todavía bajo la forma de un sentimentalismo fuertemente emocional), constituye la esencia de lo grotesco, de lo esperpéntico y, en definitiva, del humor en sus concepciones más depuradas.

La primera década del siglo XX nos muestra a un Arniches muy condicionado por el sentido de lo cómico de algunos de sus colaboradores, en especial de García Álvarez. A partir de El terrible Pérez (1903) se prodigan las obras de comicidad disparatada y absurda, las obras de «fresco» de inequívoca orientación astracanesca. De manera que tras la temporal regresión a la sonrisa, viene la explosión de la carcajada y la exclusiva búsqueda de la hilaridad total. El disparate, el artificio en las situaciones y los personajes cómicos por el exceso y la rigidez de sus conductas, son ahora los resortes de una comicidad en la que García Álvarez se mueve con soltura y éxito, y a la que Carlos Arniches aporta su habilidad en la construcción de situaciones y en la elaboración de los diálogos.

Pero esta vía, uno más de sus ensayos en la exploración de lo cómico, no es única ni excluyente. Al mismo tiempo que escribe con García Álvarez, y dependiendo de los colaboradores o de la escritura en solitario, continúa con la atención al costumbrismo ingenioso, a lo picante y atrevido o a la sonrisa amable atemperada por la emoción. Desaparece la degradación y la burla del ignorante: la risa se hace más inteligente porque se busca por caminos más elaborados. En el lenguaje se incrementan los recursos propios: las comparaciones, cada vez más ingeniosas, las deformaciones, de infinitas variantes, y los chistes, inesperados y eficaces, son algunos de los más frecuentes.

Tras el periodo «preastracanesco» de los frescos, el humor de Carlos Arniches se asienta cada vez con más firmeza en la deformación distorsionadora de la realidad. Las situaciones son cómicas porque rompen el orden previsible de las cosas; los personajes, por algún rasgo anómalo y desproporcionado que se lleva al extremo, especialmente por su peculiar lenguaje: por ejemplo, el de Florita de Trevélez, lleno de palabras esdrújulas y frases retóricas propias de un romanticismo trasnochado. El habla de estos tipos es pródiga en dislocaciones, rupturas de tono, asociaciones insólitas y descabelladas, comparaciones y chistes. El lenguaje es la invención arnichesca por antonomasia, y nada tiene que ver, a las alturas de la segunda década del siglo, con el inicial convencionalismo heredado.

La dislocación de la realidad, la constante ruptura de lo obvio y la trasgresión del lenguaje esperable, junto con la ambivalencia tragicómica que ya viene cultivando en formas diversas desde años atrás, conducen a Carlos Arniches hacia lo grotesco, culminación de su búsqueda y expresión de la capacidad creativa de un autor que ha superado unas formas teatrales decadentes.

Lo grotesco integra, en una dimensión de totalidad, lenguaje, conductas, personajes y situaciones al mismo tiempo ridículas y heroicas, propias de fantoches que no han perdido su humanidad. Es una burla traspasada de drama íntimo, de dolor y de miedo; un ridículo que conmueve. En obras como La señorita de Trevélez, Es mi hombre, La diosa ríe o Vivir de ilusiones encontramos esa ambivalencia de sentimientos, ese «sentimiento de lo contrario» en que Pirandello cifraba la raíz del humor grotesco; y ello conseguido por la distorsión de una realidad que no es teatral en sí misma, sino que necesita, para subir a las tablas, el tratamiento que sólo la aguda mirada del dramaturgo humorista es capaz de aplicarle. Así se pronuncia Carlos Arniches en uno de los escasos momentos en que revela su concepción del teatro (que no del humor):

La gente cree que en estos paseos lo que hace uno es sorprender tipos y escenas que luego traslada exactamente al teatro. Y no es así. En lo que a mí se refiere, le diré que jamás pude llevar una escena o un tipo vistos a las tablas. Las escenas son vulgarísimas, los tipos carecen de aquel acusado relieve que el teatro exige. Hace falta caricaturizarlos, falsearlos artísticamente en lo accesorio, nunca, desde luego, en lo esencial, a fin de que el pueblo se reconozca en ellos. La verdad absoluta resulta en el teatro una soberbia mentira que nadie tolera. En cuanto al diálogo, ocurre tres cuartos de lo mismo. El pueblo madrileño tiene ¿quién lo duda?, gracia, chispa y donaire que le sobra; pero óigalo usted y verá qué difusa se presenta esa gracia, qué poco teatral -naturalmente- qué soez a veces. Menester del sainetero es crear, con la esencia del pueblo, otra gracia más viva, menos discontinua; gracia que el pueblo es incapaz de crear, pero que nadie crearía tampoco sin el pueblo.


(Heraldo de Madrid, 10-XI-1927)                


La obra arnichesca de los años veinte, su momento de plenitud, incide una y otra vez en el concepto de lo tragicómico como categoría teatral. El drama de estos personajes que en el escenario nos hacen reír por su ridícula apariencia es el drama de la propia existencia humana; la posición del autor ante la realidad nos presenta la doble cara, los sentidos ocultos, la necesaria perspectiva múltiple, mediante unos eficaces mecanismos de deformación. Es la posición del humorista que define Gómez de la Serna cuando afirma que

[...] el humor muestra el doble de toda cosa, la grotesca sombra de los seres con tricornio y lo serio de las sombras grotescas [...] Presenta a su héroe como un dislocado y acaba por conmoverse con él [...] es ver por dónde cojea todo, por dónde es efímero y convencional...


(GÓMEZ DE LA SERNA, 1930)                


En su citado estudio sobre el humor, distingue Vilas, citando a Höffding, entre «el «pequeño humor» (el chiste, la degradación, la burla) y el «gran humor», la sublimación, el humorismo, que jamás podrá expresar odio, amargura o resentimiento sino comprensión» (VILAS, 1968: 51). Y más adelante señala que «el humor es la consciencia, sobrellevada filosóficamente y expresada con sutil gracia, de las limitaciones e imperfecciones humanas, vitales...» (Ibid., 66).

Pues bien: esta es la mirada al mundo que expresa la tragedia grotesca de Carlos Arniches, como en su momento señaló González Ruiz a propósito de Es mi hombre, advirtiendo el carácter esencialmente humorístico de este teatro:

La ternura entrañable con la que el personaje está visto, de manera que nunca resulta verdaderamente ridículo sino humano, pone el sello del humorismo verdadero en la concepción [...] Si el humor y la comicidad no son realmente lo mismo, podemos decir que la tragedia grotesca de Arniches nos depara una creación de auténtico humor bajo la forma de un juguete cómico.


(GONZÁLEZ RUIZ, 1966: 38)                


En los abundantes artículos, ensayos y críticas teatrales que a lo largo de esta década se refieren a lo cómico, hay una notable coincidencia en señalar la necesaria verdad humana que han de tener las obras cómicas y sus personajes para que puedan ser consideradas obras de humor, siguiendo las pautas de Bergson, Lipps, Freud, Fabre y otros clásicos repetidamente aludidos. Así señala Rafael Marquina que «la situación azarosa de un protagonista cómico llegará a interesarnos tanto más y a parecernos tanto más cómica cuanto más reconozcamos en él cualidades vivas y normales de humanidad corriente» (Heraldo de Madrid, 11-VI-1927).

El verdadero humor, coinciden en señalar reiteradamente, no es el del chiste soez, la carcajada y la befa; se requiere la ironía, el ingenio, la delicadeza refinada que apela al intelecto. Es la razón por la que Manuel Bueno denuncia la invasión de lo bufo en los escenarios (ABC, 2-III-1933), Estévez Ortega resume la comicidad del autor francés Marcel Achard en tres rasgos: ironía, delicadeza y poesía, que representan «el sentido de lo cómico de ahora» (ABC, 9-III-1933), o Domenchina arremete contra los que él considera seudohumoristas, que al carecer de verdadera humanidad, no destilan sino rencor en su risa (La Voz, 7-IV-1935).

De manera que en unos años en que se está revisando la naturaleza de lo cómico y se demanda la renovación y el uso de nuevas formas para lograr la risa, Carlos Arniches aporta una de las líneas renovadoras más fértiles, el grotesco66, que además de expresar su propia evolución teatral, también significa una renovación en los planteamientos del teatro cómico, ya que revela un concepto del humor absolutamente moderno. Así lo señala Fernández Almagro, al observar que ciertas obras de Carlos Arniches llevan

a la creación por la arbitrariedad; a la emoción por la pista extraña de un burla-burlando de gran linaje: camino magnífico por el que rusos e italianos han traído y llevado lo grotesco, como signo de un moderno concepto del mundo y de la vida. [Con ello] se establece un contacto insospechable entre nuestro teatro y determinadas direcciones de la literatura dramática extranjera67.


Merece la pena detenerse algo más en la obra arnichesca de estos años, ya que los procedimientos que utiliza para construir lo grotesco se acercan, en cierto modo, a los presupuestos estéticos de la vanguardia y, de hecho, tendrán indudable influencia en los humoristas más renovadores de los años treinta, especialmente en Jardiel Poncela. Si, por un lado, la perspectiva deformadora de Carlos Arniches forma parte de ese conjunto de materiales sin los cuales es difícil entender el esperpento68, por otro conduce a la deshumanización y automatismos que caracterizan el humor de las vanguardias.

Llama la atención Puertas Moya sobre el hecho de que los presupuestos estéticos de la vanguardia favorecen la renovación formal del humorismo en los años veinte y treinta, en cuanto que uno de los elementos constitutivos de este arte, a partir de la teorización de Ortega, es, precisamente, el humor. El nuevo arte tiende «4º) a considerar el arte como juego y nada más; 5º) a una esencial ironía; [...] En fin, 7º, el arte según los artistas jóvenes es una cosa sin trascendencia alguna»69.

Se trata, según Puertas Moya, «de dotar al arte de un carácter vital más intenso, en el que los fragmentos del subconsciente también tengan cabida y en donde prime una visión distorsionada, fragmentaria, perspectivista de la vida» (PUERTAS, 1998). Un arte intrascendente, anticonvencional, que permita el distanciamiento respecto al objeto y a la realidad, ya que sólo por el distanciamiento puede alcanzar naturaleza artística. Y un arma eficaz para este distanciamiento, señala Ródenas, es «la ironía, el sentido cómico del arte, admitir su intrascendencia en términios vitales» (RÓDENAS, 1997: 41).

En esta concepción del humor, que Gómez de la Serna anticipa en su ensayo Gravedad e importancia del humorismo, el personaje dramático se desrealiza por momentos, se convierte en un objeto mecánico, en un autómata con quien no es posible la identificación. Lo inverosímil, lo absurdo y el juego constante son formas de deshumanización que permiten contemplar la realidad desde otra perspectiva, ajena y distanciada, pero no menos válida como vía de conocimiento. Esta sería la verdadera función del arte y el verdadero sentido del humor: «Hay que desconcertar al personaje absoluto que parecemos ser, dividirle, salirnos de nosotros, a ver si desde fuera vemos mejor lo que sucede» (GÓMEZ DE LA SERNA, 1930: 351).

Evidentemente, el teatro de Carlos Arniches, asentado ya en estos momentos en una forma propia que es resultado de muchos años de historia personal, no responde en sus trazos generales a estos planteamientos: el teatro del autor alicantino no es el teatro de la vanguardia. Pero sí se pueden encontrar, en muchas de sus obras entre 1920 y el comienzo de la Guerra Civil, procedimientos, enfoques y propuestas escénicas que guardan, en mi opinión, una proximidad bastante clara con el nuevo humorismo de Jardiel Poncela, Edgar Neville, López Rubio y los constituyentes de la «otra generación del 27». Si el grotesco es, en su base, la conjunción de distintos niveles de realidad, en ciertos momentos esto supone la confluencia inmediata, sin transición, de lo humano con lo deshumanizado, la palpitación emocional auténtica con el automatismo de un muñeco. El efecto cómico surge del choque entre ambas perspectivas, y es la base de lo absurdo y lo inverosímil del nuevo arte.

La dislocación de la realidad se lleva a cabo en el teatro de Carlos Arniches a través de mecanismos tales como, por ejemplo, la ruptura de lo esperable que da lugar a absurdos y quita realidad a los personajes. Dos de los recursos más significativos utilizados por este autor son la automatización de sentimientos y la mecanización de conductas. En el primer caso, explosiones emotivas que deben reflejar estados del alma se convierten en un mecanismo que uno puede poner en funcionamiento a voluntad: así se explica el comportamiento de doña Leonor, en Vivir de ilusiones, conmovida ante el patético relato que hace Pepito de su vida:

LEONOR.-  ¡Ay, por Dios, que me hace usted llorar!...

PEPITO.-  Perdón, señora, pero yo tampoco puedo sustraerme a... (Balbucea.).

LEONOR.-   Niña, llora tú también.

PEPITO.-   ¡Déjela usted!

LEONOR.-   No, que llore, que se acostumbre.


O el de Rita, en Las doce en punto, cuando conoce el problema de su hermano Pepe:

PEPE.-   ¡Ay, Rita, qué consuelo es para mí que hayas venido! ¡En qué momento me coges!

RITA.-   ¡En efecto; algo grave oservo en tu cara, Pepe!... ¡Pareces recién afeztado!

PEPE.-  ¡Me pillas en el disgusto más grande de mi vida!

RITA.-  ¡Jesús! (Aparte a los chicos.) (¿Os parece que me afezte yo también?).

SEVE.-   ¡Aféztese usted!

PRUDENTINO.-   No le vendría mal70.


También las conductas mecánicas producen risa cuando se perciben totalmente ajenas a la conciencia y la voluntad del individuo. Así son los tics, movimientos o acciones repetidas una y otra vez, como las de don Servando, en Cuidado con el amor, que mientras expone con gran agitación el dramático fracaso matrimonial de su hija, va cambiando de lugar todos los objetos que hay en la habitación, lo que produce un fuerte contraste entre el sentimiento de angustia que le acucia y lo cómico de sus movimientos; o lo que hace Dolores, en La diosa ríe, cuando comenta con don Evelio la problemática situación de su hijo Paulino, y mientras habla se le cae continuamente el paquete de costura, de tal forma que este reiterado movimiento atrae la atención del espectador e impide cualquier posible identificación emocional con la acongojada Dolores; o las repetidas quemaduras de plancha que sufren los protagonistas de Las dichosas faldas en medio de una dramática y violenta pelea, con el mismo efecto.

Otro de los procedimientos de esta naturaleza es la desproporción que roza lo inverosímil: las cosas se salen de sus límites y se presenta como normal algo que no lo es, como en la escena en que un grupo de distinguidas damas, en Cuidado con el amor, está admirando el ajuar de boda de Elisa:

ALEJANDRINA.-  ¡Mirad el juego de novia: de Chantilly!

DORITA.-  ¡Ay, qué rico! ¡Qué monadita! ¡Si ahora se hace un juego con nada!

LAURA.-   Ponte los impertinentes, mamá, que si no, no lo ves. ¡Es camisa y pantalón, fíjate!

MARIANA.-  ¡Pues no veo ninguna de las dos cosas!

LAURA.-   Sí, mamá. Este encajito es la camisita, y este botoncito, el pantalón.

MARIANA.-   ¡Qué monadita! ¡No cabe el bordado!


En la desproporción se basa la personalidad de algunos personajes, como Pepe, en Las doce en punto, encarnación de la puntualidad, o Jenaro, en El tío Miseria, de la avaricia, aunque esta obra sea posterior y de carácter muy distinto. Las anécdotas que se cuentan para dar a conocer su carácter rayan en lo absurdo: «[....] me ha dicho a mí que cuando va por la calle fumando puro, los días de sol, según el botón en que le dé la sombra del cigarro, sabe la hora que es», cuentan del señor Pepe.

Son procedimientos, en fin, mediante los cuales las personas se convierten momentáneamente en objetos, los sentimientos en automatismos, las acciones en funciones físicas ajenas al control de la conciencia. El lenguaje contribuye en gran medida al logro de estos efectos, pero no por sí mismo, sino en cuanto que expresa pensamientos, modela conductas y precisa perspectivas. Así lo debió intuir el inteligente crítico Fernández Almagro cuando, en su crítica de urgencia al estreno de Vivir de ilusiones, se preguntaba: «¿Qué raros contactos podría establecer un crítico literario entre determinados chistes de Arniches y el humor personalísimo de Ramón Gómez de la Serna?» (La Voz, 13-XI-1931).

El conocimiento de los manuscritos de obras inéditas, incluso no estrenadas y desconocidas del autor alicantino, ha aportado algunos datos de interés para perfilar mejor su concepto del humor y la naturaleza de sus piezas cómicas en estos años. Señalaré concretamente dos de estas obras: La cesta y la porra y La enredadora.

La primera es un sainete rápido, escrito en 1924, que lleva como segundo título El eterno femenino. El autor lo califica de «sainete aéreo de costumbres madrileñas en un minuto y dos vuelos», lo que ya de por sí tiene resonancias más vanguardistas que castizas. Se trata de una parodia futurista, situada cuatro siglos adelante, donde Carlos Arniches realiza una deliciosa combinación de los adelantos técnicos de una futura sociedad maquinizada que permite desplazamientos impensables, con unos tipos castizos que se mueven por las mismas pasiones eternas en sus relaciones amorosas. El ingenio en la descripción de este Madrid futurista y sus habitantes, junto con el manejo de elementos absolutamente nuevos en su obra, como dos águilas que hablan, hacen de esta pieza breve una obra distinta, más narrativa que teatral, deliciosa representación irónica, comprensiva y llena de gracia, de un tema inédito y en sintonía con el ambiente y los temas de la vanguardia. Es arriesgado y discutible pensar en una presencia de Marinetti y el futurismo en la pieza arnichesca, pero no hay duda de que el veterano autor en algún momento es permeable a los estímulos que le proporciona el ambiente cultural y artístico de su tiempo.

La enredadora, por su parte, es una obra estrenada en el teatro Ateneo de Buenos Aires, el 4 de mayo de 1937 por la compañía de Lola Membrives71, aunque escrita en su mayor parte antes de salir de España. Si bien el autor la califica de «pequeña tragedia grotesca», ninguno de los personajes ni la fábula que contiene alcanzan la verdadera naturaleza tragicómica del grotesco. Es, sencillamente, un enredo, explícito hasta en el título, donde el mayor recurso cómico es la acumulación de equívocos y la expresión de este increíble embrollo por parte de algunos de los personajes implicados en él. Las proporciones del enredo organizado por la fantasía de Carmen (segundo título de la pieza), tienen su referente teatral, indicado dos veces en la propia obra, en los dramas de Navarro y Torrado, que aquí resultan parodiados; pero en algunos momentos del diálogo la acumulación de equívocos llega a lo inverosímil, y ahí es donde reside el efecto cómico. Bien es cierto que lo inverosímil no afecta a la acción ni a las situaciones, sino que se limita a lo expresado en el diálogo: es un enredo montado sobre la interpretación equivocada de retazos de conversaciones sorprendidas por Carmen; pero el recuerdo de la obra de Jardiel Poncela, Madre (el drama padre), es inevitable, en particular en los momentos finales de ambas piezas, previos al desenlace, donde el cúmulo de equívocos y sorpresas llega al máximo. Los personajes de Arniches terminan preguntándose

PADRE MANUEL.-   ...Entonces, el padre de Cintito, es el padre de Tonita... y el supuesto padre se queda en suegro nada más?

DON RODRIGO.-   ¡Y gracias!

PADRE MANUEL.-  Y la madre de la chica pasa a ser la suegra de su propio hermano, es decir, su nuera...

CARMEN.-  ¡Ay, padre, por Dios, no divague, que se laberintiquea!

PADRE MANUEL.-  Pero entonces ¿quién es el padre del hijo de su suegra...?


En la obra de Jardiel Poncela la confusión sobre paternidades entre los ocho jóvenes que protagonizan esta historia termina con el formidable descubrimiento de Florencio Balsego de que él, en realidad, es la madre.

A la vista de lo señalado, sería erróneo reducir el humor o la comicidad de Carlos Arniches a la foto fija del juego verbal, el chiste y el lenguaje castizo. Desde que se adentra en lo grotesco y perfecciona el arte de la caricatura dramática, es la deformación la clave de un humor que sabe descubrir conductas insólitas y sorprendentes movimientos del alma en una contemplación desde fuera que los objetiva y deshumaniza al tiempo que los comprende. Esta conversión de lo humano en inerte y mecánico es, sin embargo, momentánea, puntual, en un continuo juego de péndulo que hace posible la risa y la ternura. No afecta nunca al planteamiento general de las obras.

En los años de la renovación del humor Carlos Arniches se encuentra, en una buena parte de su creación dramática, más del lado de esa comicidad que se quiere superar; pero en su condición de humorista impenitente, festivo y burlón intérprete de la realidad, realiza auténticos hallazgos, como el grotesco, la perspectiva deformadora, la deshumanización y la fusión de distintos niveles de realidad, que constituyen una nueva forma de expresar el humor de indudable parentesco con la renovación iniciada en torno a los años treinta. No en vano humoristas posteriores, como el propio Jardiel Poncela, han reconocido su magisterio.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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ArribaLa cesta y la porra o el eterno femenino

Sainete rápido


Sainete aéreo de costumbres madrileñas, en un minuto y dos vuelos.


 

La acción en Madrid y sus alrededores. Ocurre en el año 2324.

 
PERSONAJES
 

 
El SEÑOR NEMESIO,   el pajarero.
La SINFO,   cocinera electromecánica.
MENÉNDEZ,   guardia municipal de porra automática, encargado de la circulación aérea, Madrid-Sevilla, por Despeñaperros.
 

La acción empieza el mes de Septiembre. Se celebra en Madrid el cuarto centenario de la proclamación del Directorio, con la inauguración de un monumento que conmemora tal suceso en la Avenida de Unamuno (¡Qué guasones son los siglos!).

 


Cuadro I


Escena I

 

El señor Neme, tiene una pajarería en la plaza de Santa Ana, pero los pájaros ya no están en jaulas, vuelan sueltos, porque el pajarero que vuela mucho mejor que ellos cuando llega un parroquiano, coge su moto-aireta, abre las alas, se posa en los hombros de Calderón de la Barca, divisa desde allí en qué olmo anidan los canarios, da un pequeño vuelo hasta la rama deseada, captura el flauta que le conviene y aterriza con él, sirviendo al parroquiano. Ese día está el señor Nemesio a la puerta de su establecimiento pensando filosóficamente en el ridículo que han estado haciendo las águilas, que se creían reinas del aire. ¡Ja, jay!

 
 

A poco pasa la Sinfo, una cocinera que decapita de puro guapa. Conserva todavía, al mover airosa su falda de quince centímetros, el garbo ancestral de sus abuelas de la calle del Sombrerete, hoy Bulevar del Casco. Lleva al brazo una cesta auto-compradora, marca Fargells, Cambó y Compañía, de Barcelona. Esta cesta, se le da cuerda y hace la compra sola, la lleva a casa y sisa quince pesetas cada veinticuatro horas.

 

 (A la SINFO.) 

SEÑOR NEME.-  ¡Adiós, sacudida eléctrica!

SINFO.-  ¡Hola, señor Neme! ¿Cómo anda esa volatería?

SEÑOR NEME.-  Tal cualilla. ¿Quies que te coja un loro?... Sabe cinco lenguas.

SINFO.-  No me gusta que me digan cosas más que en la mía.

SEÑOR NEME.-  ¡Caa día estás más guapa, Sinfo!

SINFO.-  Es que ahora me maquillo en caa Pepa la Chana, que tie un Instituto de Beauté.

SEÑOR NEME.-  ¿Dónde ibas el otro día, que te vi pasar con una compañera por encima del Guadarrama?

SINFO.-  Nos fuimos a merendar a Pamplona. Mi amiga es de allí. Su novio, que es cartero aéreo, nos convidó a chorizo de la localidá y a las siete ya estábamos de vuelta, y eso que a mí se me engrasó una bujía y tuve que aterrizar en Soria.

SEÑOR NEME.-  ¿No llevabas repuesto?

SINFO.-  Un descuido. Gracias que encontramos al Tufitos, el chico de una tienda de ultramarinos de Guadalajara, que venía de la Coruña de acompañar a un sobrinito del amo, y que se llegó allí por mantequilla.

SEÑOR NEME.-   Bueno, rica, ¿quies venir a tomarte unos buñuelos a Segovia, que los hacen muy buenos en una churrería que han puesto encima del Acueducto?

SINFO.-  Tardaríamos mucho.

SEÑOR NEME.-  Nueve minutos.

SINFO.-  Es que mi avioncete es de cuatro cilindros naa más.

SEÑOR NEME.-   No importa, te agarras a mi tren de aterrizaje y te remolco.

SINFO.-  Es que además mi marido está de servicio. Ya sabe usted que es guardia municipal, ruta Madrid-Sevilla.

SEÑOR NEME.-   Pero eso está por el sur y nosotros navegaremos rumbo noroeste.

SINFO.-   Bueno. Échese usté gasolina, levante usté el vuelo y me espera usté en Siete Picos, que ahora voy. El caso es que no nos vean juntos.

SEÑOR NEME.-  Bien pensao. Oye, y si por casualidad te siguiese tu marido u hubiese algún peligro, me tocas la sirena.

SINFO.-  Descuide usté.

 

El SEÑOR NEME levanta el vuelo y se pierde de vista. La SINFO le da cuerda a la cesta que echa a andar sola camino de la antigua plaza de la Cebada, ahora Mercado del Pienso. Ella se pone una redecilla para sujetarse los tufos, se coloca su avionete y en vuelo garboso se eleva perdiéndose sobre los pinares de la Moncloa.

 


 
 
Final del cuadro 1º
 
 



CUADRO 2º

 

Decoración. La calle Mayor, cerca del Ayuntamiento. (¡Todavía hay concejales!). Luego el Infinito.

 

Escena I

 

MENÉNDEZ y la cesta de su señora.

 
 

MENÉNDEZ, de uniforme, con la porra en la mano, sale del Ayuntamiento viendo levantar el vuelo al Teniente Alcalde, que se pierde de vista, como los de ahora (¡no pasan los siglos!)

 
 

MENÉNDEZ enciende un puro de autoignición, marca Cabañas Carvajal, y echa a andar hacia la Puerta del Sol. El celoso funcionario al llegar a la esquina de Postas se queda lívido. Ha visto venir a quince por hora, por la acera de Gobernación, una cesta que no le es desconocida. La detiene con la porra y se convence de que es la cesta de su mujer.

 

MENÉNDEZ.-  ¡Mi tataragüela!... ¿Cómo tú sola?

 

La cesta, discreta, no responde, pero su pequeño motor da dos o tres falsas explosiones.

 

MENÉNDEZ.-  No digas más. ¡Esa golfa me s'ha ido con el pajarero!...¡Si hace medio año que me lo estoy sospechando!... ¡La muy electro-perdularia!... ¡Ay, como dé con ellos! ¡Los hago bajar en barrena!... ¡Y a ese ladrón no le dejo cilindro sano!

 

MENÉNDEZ, herido en sus sentimientos más caros, siente en su alma la atroz mordedura de los celos y por sus ojos resbalan dos lágrimas ardientes. (A pesar del transcurso de los siglos, aún se llora). Despechado y loco, suelta la porra automática, que pone multas, golpea chauffers y encauza automóviles y aeroplanos, por un motor de alta precisión; y él toma gasolina en el Café de Levante, abre las alas y se lanza en persecución de la adúltera, temeroso de perder su amor y las cinco mil pesetas mensuales de sueldo que le dan como guisandera en casa de un sastre.

 

MENÉNDEZ.-   (Volando.)  ¡Mi madre, si doy con ellos!... ¡El pajarero ha hecho el planeo final!

 

Preguntando a los vigilantes aéreos, interrogando a una pareja de la Guardia Civil que volaba camino del Escorial, conduciendo a un cazador furtivo que acababa de robar treinta y cinco perdices de un bando que levantó el vuelo en la Casa de Campo, dio al fin con la dirección de los tórtolos, que en vuelo de amor iban hacia Segovia; y raudo como una flecha de las antiguas, salió disparado en su busca.

 
 

La pareja volaba feliz. De cuando en cuando el pajarero, deseoso de justificar su pericia profesional, hacía en torno de la SINFO acrobacismos aéreos capaces de volver loca a una caja de mazapán. Resbalaba de ala, rizaba el rizo, le acariciaba la cola y se elevaba y caía sobre ella en un planeo conmovedor. La Sinfo, en vuelo marchoso y pinturero, se dejaba querer. De pronto, al SEÑOR NEME se la estremecieron las alas y le vaciló el timón.

 

SINFO.-   ¿Qué te pasa, jilguero mío?

SEÑOR NEME.-  Oye, tortura, fíjate debajo de aquella nube, según se mira a la derecha, ¿qué ves?

SINFO.-  No veo naa.

SEÑOR NEME.-  Yo sí. Veo un punto sospechoso, con casco y polainas.

SINFO.-   ¡Recontra!... ¡¡Es verdad!!... ¡¡¡Mi marido!!!...

 

Aún no habían acabado de decirlo, cuando MENÉNDEZ estaba sobre ellos. Sonaron los trallazos de una browning. Al SEÑOR NEME se le empezó a salir la gasolina, la SINFO perdió el agua del radiador y tuvieron que aterrizar en las nevadas cumbres del Montón de Trigo. MENÉNDEZ, ciego de furor, empezó a bofetadas con los miserables. Los chichones, a pesar de los adelantos de la ciencia, brotaban de la cabeza del señor NEME, como en la época de Leónidas. Los puñetazos resisten inmutables el embate de los siglos.

 
 

Los aeroplanos pasajeros iban parándose a gozar con aquel drama íntimo. «¡Allí hay bronca!», se oía gritar entre las nubes, y bajaban aparatos y más aparatos. Llegaron las parejas de la Guardia Civila aérea, dispersaron a la multitud, se llevaron detenidos a los beligerantes y la calma volvió a reinar en el infinito.

 
 

A poco, cruzaron los aires dos águilas, macho y hembra, en vuelo verdaderamente majestuoso.

 

EL MACHO.-   (A LA HEMBRA.)  ¿Has visto, amor mío? ¡Nos han prostituido las alturas!

LA HEMBRA.-  ¡Ya, ya!...  (Y de reojo miraba a un aguilucho que se elevaba en una cumbre lejana.) 





 
 
TELÓN