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Homenaje literario a Charlot

Rafael Utrera Macías



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Rafael Utrera Macías, extremeño, nació en Herrera del Duque. Doctor en Filología Hispánica, es profesor en la Universidad de Sevilla. Especializado en las relaciones entre Literatura y Cinematografía españolas, ha publicado sobre este tema los siguientes libros: Modernismo y 98 frente a Cinematógrafo, Escritores y Cinema en España. Un acercamiento histórico, Literatura Cinematográfica. Cinematografía Literaria y Federico García Lorca / Cine. Su última obra es Claudio Guerin Hill. Obra audiovisual. Por estos títulos ha recibido los premios otorgados por Círculo de Escritores Cinematográficos (Madrid), Film-Historia (Barcelona), Asociación de Escritores Cinematográficos de Andalucía y Ensayo Europeo Villa de Perpiñán.

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«El Cineclub Español», fundado en 1928 por Ernesto Giménez Caballero, fue el órgano cinematográfico de la revista La Gaceta Literaria.

El talante liberal de la publicación actuó como nexo entre dos generaciones artísticas y aglutinante de la intelectualidad coetánea. Su preocupación por los movimientos de vanguardia le llevó a impulsar diversas manifestaciones culturales; destacaron las derivadas de un cineclubismo activo que ofreció muestras significativas del cine cómico americano, del experimental francés, del ruso de la revolución, del científico y pedagógico, presentado por escritores y artistas.

La ficticia sesión que aquí se relata, apoyada en la historicidad de algunos textos literarios, no es ajena, por sus procedimientos e intenciones, a las veintiuna que le precedieron. En tantas de ellas, la Literatura y el Cine se dieron cordialmente la mano.

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El cinema Palacio de la Prensa, en la madrileña Gran Vía, frente a la Plaza del Callao, congrega, en esta mañana de domingo otoñal, a intelectuales, escritores, artistas, cineastas, y acoge, como, en ocasión anterior, a los cineclubistas que hoy celebran sesión extraordinaria.

En el vestíbulo de entrada, un doble cartel anuncia

HOMENAJE LITERARIO A CHARLOT.

CINECLUB ESPAÑOL

y se ilustra con dibujos de Maruja Mallo y Ramón Gómez de la Serna.

La pintora ha hecho una personalísima interpretación de una secuencia famosa: Charlot, de espaldas, recorta su inconfundible figura sobre la lona de un circo; de puntillas, tirando de sí y de sus pantalones, intenta mirar el interior a través del roto de la tela; sus atributos, hongo, garrotín, zapatones, adquieren un sorprendente relieve sobre el imponente telón. El escritor, por su parte, firma un collage, «charlotismo» pudiera llamarse, semejante a la imagen de una greguería donde las estéticas de Bracque y de Léger se hubieran combinado, por razón de un gesto ingenuo, descomponiendo los símbolos del popular cineasta y fundiéndolos sobre la silueta de una gran ciudad. Los reclamos visten hoy colores de firma.

En el programa de mano, apergaminada cartulina ocre, leemos:

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Sesión 22. Cuarta época. 24 de Octubre de 1932.

Presentación del acto por: Ernesto Giménez Caballero y César Arconada.

Representación de: «Charlot en Zalamea», de Benjamín Jarnés.

Proyección. Antología de secuencias: El circo y Luces de la ciudad. Seguida de La quimera del oro. Acompañamiento musical: Orquesta dirigida por Rafael Martínez.

Intervendrán los escritores: Rafael Alberti, Jorge Luis Borges, Andrés Carranque de Ríos, Federico García Lorca, Antonio Marichalar y Fernando Vela.

La sala está repleta de un público formado por socios y escritores; no faltan los curiosos. Caras conocidas como los doctores Gregorio Marañón y Luciano de Feo, el acuarelista Ricardo Baroja, los cineastas Francisco Camacho, Florián Rey y Pedro Larrañaga, los escritores Eugenio Montes, Julio Álvarez del Vayo, Antonio Espina y Miguel Pérez Ferrero, entre otros, se acomodan en sus correspondientes asientos.

Diversos aparatos de luminotecnia ensayan juegos de luces antes de comenzar la sesión. Un estrado, situado en el lateral derecho de la pantalla, da asiento a los escritores participantes. La orquesta, emplazada bajo el escenario, comienza su actuación interpretando música popular que identificamos con los habituales acompañamientos sonoros de las películas cómicas.

Hecho el silencio, se adelanta en el escenario Ernesto Giménez Caballero que se dirige a los espectadores con estas palabras de

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PRESENTACIÓN:

Señoras y señores, estimados socios:

Como director del Cineclub me satisface poder reiniciar sus actividades una vez más. Hemos creído oportuno dedicarle esta primera sesión de la nueva etapa al admirado Charles Chaplin. En la última, celebrada hace ya más de un año, ofrecimos El acorazado Potemkin, de Eisenstein, junto a una «antología del beso» con escenas censuradas de las películas Metrópolis, Varieté, Fausto. La dinámica de nuestras sesiones se modificará; a partir de ahora éstas se dedicarán monográficamente a un autor; la de hoy es una ampliación, en primer plano, de la sexta, donde proyectamos, entre otros cortos cómicos, Charlot en la granja; la próxima, adelanto, estará dedicada a Buster Keaton.

Las proyecciones irán acompañadas de otras facetas artísticas. Esto mismo pretendemos ofrecerlo en provincias, en Sevilla, en Bilbao, en Valencia; nuestro querido Guillermo de Torre nos ha prometido continuarlo en Buenos Aires.

Si en el pasado año escribimos sobre «la muerte» de nuestro Cineclub, hoy hablamos, con orgullo y entusiasmo, de su «resurrección». Esta sesión se justifica por sí misma; no supone la eliminación de contrario porque en la pretendida guerra Chaplin-Keaton nosotros seguimos apostando por los dos. Charlot es una huella constante en nuestra Gaceta Literaria; un lector curioso puede rastrearla en poemas de Buendía, Cardoza y Alberti, en comentarios de Gómez de la Serna, Paladini y Epstein, en crónicas y críticas de Pérez Ferrero y Gómez Mesa.

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Con este acto queremos constatar la impronta que Charlot-Chaplin ha dejado en nuestros escritores, tanto a su favor como en su contra.

Porque él ha sido, así nos lo parece, el primer personaje capaz de atraer la atención de nuestros intelectuales hacia el «séptimo arte»; acaso por ello mismo, Luis Buñuel haya podido escribir que nosotros lo hemos estropeado y en contrapartida Charlot, ahora, nos hace llorar con los más vivos lugares comunes del sentimiento.

Termino excusando públicamente la ausencia de Federico García Lorca (que ofreció leer su «Muerte de la madre de Charlot») y la de Andrés Carranque de Ríos (que nos deleitaría con algún pasaje de su novela Cinematógrafo donde Chaplin está presente) y anunciando la adhesión a este homenaje de Enrique Gómez Carrillo, Rafael Marquina, Manuel Villegas López, Juan Gil-Albert, Paul Morand y Henry D'Abbadie D'Arrast.

Cedo la palabra a César Arconada para que informe sobre el sentido concreto otorgado a esta sesión por nuestra junta directiva. Muchas gracias.

Aplausos corteses.

César Arconada desde la mesa, en pie, lee:

«Se ha definido de tantos modos el arte de Charlot, que indudablemente esto nos ayuda a creer que el arte de Charlot es indefinible.

»Después de todo, he aquí el primer síntoma de su excepcionalidad. Es un arte que se escapa a la definición. Tiene la complejidad de no tener límites; de no ser, concretamente, esto o aquello; de no llegar hasta allí o hasta aquí (...). La literatura sobre Charlot es tan abundante que ella, no sólo no le beneficia, sino que predispone contra él. Llega un momento en que el hombre desapasionado   —11→   de hoy -cuando Charlot ya está pasando a la Historia- se pregunta si toda su genialidad no habrá sido una fantástica hipérbole de los escritores, una especie de sugestión, de imposición. En una palabra: algo de milagro.

»Pero lo curioso es que los escritores no han hecho el milagro; no han hecho sino explicárselo, cuando el milagro ya había aparecido. Al fin, serviles y serviciales siempre, han ido detrás del hecho, creyendo descubrir lo que las multitudes ya habían descubierto. Y definir no es descubrir. Al contrario, definir es dar nombre a lo descubierto. (...) Charlie Chaplin mismo es un artista ajeno a todos estos fenómenos intelectuales, y cuando oiga llamarse genial, no sabrá si efectivamente lo dicen en serio, o si se ríen de él.

»Con seguridad que es el primero en no comprender las cosas que alrededor de su arte se les ocurre a los escritores. Y, además de no comprenderlas, tampoco deben interesarle mucho.

»Chaplin es el hombre magnífico que posee intuiciones (...) Es un artista magnífico, que está en la superficie más baja y más llana del mundo, en la confluencia de todos los hombres que no somos excepcionales (...).

»Él nos representa. Es uno de los nuestros. ¿Cómo vamos a calificarle con palabras que no entendemos?

»¡Genialidad! Nunca. Chaplin no es un intelectual, sino un sentimental. Y genialidad -genio- es una palabra extraña tanto para él como para nosotros»1.

Aplausos.

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La orquesta interpreta música original de Charles Chaplin adaptada por Edward Powell.

Mientras tanto, un conjunto de personajes con trajes de época atraviesa el patio de butacas y sube al escenario por las escalerillas laterales. La compañía de aficionados «El mirlo azul» va precedida por un Charlot cuya vestimenta contrasta con la de sus compañeros.

Charlot, este Charlot de carne y hueso que parece escapado de una bobina de celuloide, saluda a los espectadores, besa la mano de las señoras, se descubre insistentemente; quiere hacerse notar como figura principal.

Replegados los actores sobre el escenario, se coloca en el lateral Benjamín Jarnés, el autor de «Charlot en Zalamea»; la prosa acotada y explicativa será leída, a modo de voz en off, por el escritor, que convierte así en texto representado lo que él mismo ha imaginado cine y ha subtitulado «film».

Los mundos de Calderón y Chaplin entran en conflicto en la

REPRESENTACIÓN

«El agrio redoble de un tambor abre en el silencio de Zalamea una ancha sima a la que van asomándose, alborozados, los vecinos. ¡Titiriteros! De una gaita zaragatera van subiendo burbujas risueñas, globitos de aire envanecido que estallan en los alféizares. Luego la voz áspera, desvencijada, del trujamán:

»-¡Respetable público!

»Pedro Crespo sale al oír el tambor (...). Se detiene asombrado ante un diminuto bigote, gruesos zapatones, bastoncillo nervioso, extraño sombrero.

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»-¿Quién eres?

»-Charlot.

»-¿Qué queréis?

»-Representar farsas que yo invento.

»-¿Morales?

»-Alegres. Traemos con nosotros la alegría. Hemos expulsado a Pierrot por cursi y a Tristán por llorón.

»-Sois el mismo demonio. ¡Largo...! (...) Charlot exaspera al alcalde con su farsa «Sotabanco»; hay en ella una transmutación de los valores que Crespo cree inconmovibles.

»-¡Basta ya! Todos a la cárcel. La farsa es inmoral. Hay en ella una ramera generosa y un hampón honrado. Eso no es arte, es propaganda.

»-Es la realidad. También suele haber honor sin patrimonio.

»-Imposible. ¡A la cárcel!

»(...) Por la rendija del balcón le arroja Isabel la monedita de oro de un beso. Charlot lo recoge en el aire...:

»(...) La cárcel está en silencio. ¿No conoces la historia de Isabel?

»-Sólo conozco su belleza.

»-Es la hija de un alcaldillo y la amante de un ajusticiado (...).

»Penetra en la cárcel la aventura. Cautelosamente, apenas desvelado el rostro, avanza Isabel.

»-Huyamos, Charlot. ¡Hacia el bosque! Allí esconderemos nuestro amor

»(...)

»-Perdóname, Charlot. Es toda la historia de mi vida la que busco. Lo demás fueron juegos de niños. Dame   —14→   tus ojos... Déjame que los mire, que los bese... ¡Son sus mismos ojos!

»Charlot rechaza los labios de Isabel.

»-Yo no quiero a nadie por delegación. No soy un fantasma. Soy yo mismo.

»(...) Juan: -Un vagabundo ha raptado a mi hermana.

»Don Lope: -Mira, Juan, eso ya me va cansando un poco.

»Juan e Isabel se van. Don Lope y Charlot quedan frente a frente.

»-¿Qué profesión tienes?

»-Soy Charlot. Quiero ser libre. Déjeme marchar.

»Charlot comienza a andar.

»Nunca vuelve la cabeza»2.

Aplausos.

Los actores dan las gracias. Charlot e Isabel obligan a Jarnés a saludar. Cogidos de sus manos lo sitúan en medio del escenario. El autor está visiblemente satisfecho. Los prolongados aplausos funden con la música. La orquesta interpreta una melodía épica. Las luces de la sala se van apagando lentamente porque comienza la

PROYECCIÓN

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EL CIRCO

  • Producción, guión y dirección: Charles Chaplin.
  • Fotografía: Rolland H. Totheroh.
  • Cámara: Jack Wilson y Mark Marklatt.
  • Decorados: Charles D. Hall y William E. Hinckley.
  • Intérpretes: Charles Chaplin, Allan García, Merna Kennedy...

En la persecución, la astucia del inocente acorralado convierte el truco en exorcismo contra su aparente culpabilidad; ésta, se disuelve caleidoscópicamente en la sala de los espejos mientras que en el barracón de feria magnifica su dignidad y encubre su descaro transformándose para la ocasión en autómata de mecánico movimiento.

El circo, refugio definitivo, convierte a Charlot en intérprete excepcional donde una comicidad, espontánea, produce vibrantes aplausos mientras otra, intencionada, acarrea soporífero aburrimiento.

El empresario circense descubre que el caos charlotiano genera la risa de su espectador.

Al comenzar el rollo 3, Fernando Vela lee este comentario:

«Apenas Charlot se presenta de espaldas en El circo cuando ya la multitud comienza a reír.

Algo semejante, si bien en trágico, debió de acontecer en Grecia cada vez que Edipo salía a escena a quedarse ciego. Charlot nos trae en su leve equipaje un surtido de trucos como quien trae un surtido de juguetes.

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Los trucos de Charlot son a lo cómico como el plano de Galileo a toda la ciencia mecánica.

Son lo cómico puesto al desnudo, en claro, reducido a sus componentes más simples y esenciales.

Charlot está siempre entre la espada y la pared, sobre la cuerda floja. Pero también siempre, en el momento exacto, una intuición repentina le salvará.

En su menudo cuerpo se albergan efectos, recursos, resortes que, en cuanto son oprimidos un poco, se disparan como gatillos. Charlot ve ante sí el niño de la ensaimada y le roba un bocado, seguro de encontrar la disculpa justa. Charlot pone agua sola a hervir; una gallina pasa; Charlot ve, como en línea de puntos, el huevo en la embocadura, y sigue al animal hasta apoderarse del huevo.

Charlot ha quitado la silla al director del circo, la última milésima de segundo, el brazo de Charlot, con una precisión mecánica de biela, pone la silla.

Charlot reivindica el instante, la inventiva que sólo trabaja en el apuro y la urgencia. Charlot vive discontinuamente, por instantes, el tiempo que le dura la cuerda.

Carece de pasado y futuro. Entra lanzado por la puerta giratoria del cine, se recupera y vuelve a salir. Vive en el momento; se sume en la circunstancia y la aprovecha. Le da alegremente ese bocado que roba al niño distraído; recibe la cartera robada, la devuelve; acepta y reintegra dones, favores y desdichas de la suerte, sin que en el fondo quede el naufragio de las afecciones rotas, del amor desgraciado, del odio a la tristeza.

El público ríe ante el espectáculo de este hombre impráctico en medio de una vida mecanizada»3.

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Aplausos.

El hambre es factor inherente a la condición del vagabundo: sus comidas se inician, se interrumpen, nunca acaban satisfactoriamente.

Cuando Charlot se integre en el circo, ya no volverá a comer; también el amor hace olvidar el hambre. El circo evidencia la chapliniana imposibilidad de integrar al vagabundo en el selectivo universo femenino.

Por ello se convierte en la crónica de un triángulo imposible en el que la amistad pura de Charlot no cabe en el amor de Merna, la amazona, y Rex, el equilibrista. La orquesta interpreta La violetera.

En la pantalla aparecen los rótulos

LUCES DE LA CIUDAD

  • Producción, guión, música y dirección: Charles Chaplin.
  • Fotografía: Rolland H. Totheroh, Gordon Pollock y Mark Marklatt.
  • Decorados: Charles D. Hall.
  • Intérpretes: Charles Chaplin, Virginia Cherrill, Harry Miers, Allan García, ...

El sistema de valores victorianos del que se sirve Chaplin no impide distinguir lo que pertenece al sentimentalismo, donde un vagabundo ofrece el amor a una florista ciega y recibe la amistad de un millonario borracho, de lo que corresponde a la comicidad, originada por una banda sonora temerosa de aniquilar la gran belleza del silencio pero de la que proceden gags elocuentes.

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Rollo 2: «El suicida», escena preexistente, se integra en los temas generales del filme con sutiles modificaciones: el Charlot hambriento que mordisquea un mendrugo de pan olvidado por los pájaros en la solitaria Nochebuena londinense se convierte en enamorado que huele la rosa del amor comprada en un día de primavera. En la primera versión, el vagabundo, sin dinero, sin amigos, sin hogar, se iba al diablo sin su mendrugo de pan.

En la segunda...

Puente del Támesis. Un borracho, traje de etiqueta, intenciones suicidas. Un vagabundo, bastón en mano, flor en el ojal.

Charlot, con argumentos en pro de la vida, intenta detener al obstinado que manipula, pedrusco y soga, utensilios de muerte.

La piedra machaca el pie izquierdo del vagabundo; la cuerda engancha la cabeza de Charlot mientras el borracho se libra fortuitamente de ella; el suicida arroja el pedrusco al río y Charlot... se va tras él.

Empujones, traserazos, hacen caer en el agua a uno y a otro por separado, primero, a los dos, juntos, después.

Salvados ambos, se abrazan, mientras un guardia, mirada severa, porra en mano, pone punto final en la situación. Charlot encuentra un amigo y recupera la rosa.

La fragilidad de la memoria en el estado sobrio de un millonario borracho, la recuperación de la vista en una florista ciega, son determinantes e imponderables en la vida futura del vagabundo. Una comedia en forma de pantomima.

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Jorge Luis Borges sentencia las secuencias así:

Luces de la ciudad, de Chaplin, ha conocido el aplauso incondicional de todos nuestros críticos; verdad es que su impresa aclamación es más bien una prueba de nuestros irreprochables servicios telegráficos y postales, que un acto personal, presuntuoso.

¿Quién iba a atreverse a ignorar que Charlie Chaplin es uno de los dioses más seguros de la mitología de nuestro tiempo, un colega de las inmóviles pesadillas de Chirico, de las fervientes ametralladoras de Scarface Al, del universo finito aunque ilimitado, de las espaldas cenitales de Greta Garbo, de los tapiados ojos de Gandhi? ¿Quién a desconocer que su novísima «comédie larmoyante» era de antemano asombrosa? En realidad, en la que creo realidad, este visitadísimo film del espléndido inventor y protagonista de La quimera del oro, no pasa de una lánguida antología de pequeños percances, impuestos a una historia sentimental. Alguno de estos episodios es nuevo; otro, como el de la alegría técnica del basurero ante el providencial (y luego falaz) elefante que debe suministrarle una dosis de «raison d'etre», es una reedición facsimilar del incidente del basurero troyano y del falso caballo de los griegos, del preterido film La vida privada de Elena de Troya. Objeciones más generales pueden aducirse también contra City lights. Su carencia de realidad sólo es comparable a su carencia, también desesperante, de irrealidad. Hay películas reales: El acusador de sí mismo, Los pequeros, Y el mundo marcha, hasta La melodía de Broadway; las hay de voluntaria irrealidad: las individualísimas de Borzage, las de Harry Langdon, las de Buster Keaton, las de Eisenstein.

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A este segundo género correspondían las travesuras primitivas de Chaplin, apoyadas sin duda por la fotografía superficial, por la espectral velocidad de la acción, y por fraudulentos bigotes, insensatas barbas postizas, agitadas pelucas y levitones portentosos de los actores. City lights no consigue esa irrealidad, y se queda en inconvincente. Salvo la ciega luminosa, que tiene lo extraordinario de la hermosura, y salvo el mismo Charlie, siempre tan disfrazado y tan tenue, todos sus personajes son temerariamente normales.

Su destartalado argumento pertenece a la difusa técnica conjuntiva de hace veinte años.

Arcaísmo y anacronismo son también géneros literarios, lo sé; pero su manejo deliberado es cosa distinta de su perpetración infeliz. Consigo mi esperanza -demasiadas veces satisfecha- de no tener razón»4.

Aplausos que funden con los compases finales de La violetera.

En la pantalla, antes de encenderse las luces de la sala, aparece un cartel que indica

ENTREACTO

Una vez transcurrido, las luces se apagan de nuevo.

La proyección ofrece estos títulos de crédito

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LA QUIMERA DEL ORO

  • Producción, guión y dirección: Charles Chaplin.
  • Fotografía: Rolland H. Totheroh.
  • Cámara: Jack Wilson.
  • Consejero artístico: Henry D'Abbadie D'Arrast.
  • Intérpretes: Charles Chaplin, Marck Swain, Georgia Hale...

Chaplin enfatiza la ingenuidad y el hambre de Charlot.

El oso que cruza le pasa inadvertido. La comida...

Antológicas secuencias fecundan nuestro monólogo.

¿Le llamamos «Variaciones sobre las botas de Charlot»?

Rollo 2: Tres hombres en una cabaña. «Uno de nosotros tendrá qué afrontar la tormenta si queremos conseguir comida. Venid aquí vosotros dos», dice Big Jim. El tres de corazones no es la carta más baja aunque a Charlot, «El buscador solitario», se lo parezca; Charlot, «el pequeño hombre» se rebela contra su mala suerte. Hay peores malas suertes. El dos de corazones más la fortaleza de Jim obligan a Black Larsen a salir en busca de comida...

Ahora Big y Charlot quedan frente a frente para librar una batalla interior, la del hambre, aún más dura que la de Black en el exterior, con la nieve, contra las fieras.

El sacrificio se impone... Charlot lo soluciona... Lo sacrificado, una bota. La bota cuece y cuece hasta encontrar su justo punto; Charlot parece saber todo sobre la cocción de un zapato. Dos minutos más y la pieza estará   —22→   dispuesta para servirse. La situación límite de ambos hombres parece llegar a su fin. Chaplin muestra el pie de Charlot ahora enfundado en unos trapos, en un sucedáneo de zapato. El objeto cocinado es la bota derecha de Charlot.

«El pequeño hombre», en los prolegómenos de la comida, actúa como experto cocinero, exigente camarero, exquisito gourmet. ¿Ilusiones? Ilusión y hambre.

El plato está inmaculado porque «El buscador solitario» limpia con esmero la minúscula pelusa que parece perturbar la pureza de lo impoluto, que pudiera perturbar el sabor inconfundible y preciso de la pieza cocinada.

Charlot se muestra quijotescamente activo; Jim se comporta con pasividad sanchuna. La triste realidad sólo se supera con imaginación, parece decirle «el pequeño hombre» a Big.

La comida está servida.

Jim exige la pieza mayor. Charlot, temeroso y cortés, acepta la menor e inferior.

En el contenido de los platos puede operarse una metamorfosis, una transustanciación. Depende del comensal. Big observa con repulsión evidente la realidad de su plato-bota pero el hambre le domina y se obliga a consumirla. Big come un zapato que no es un filete.

Charlot

degusta el filete que ya no es una bota...

chupa los huesecillos que ya no son clavos...

aborea los spaghettis que ya no son cordones...

Charlot se permite, en medio de su comilona, un hipo de satisfacción, un juego de dedos con el huesecillo de la suerte.

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La metáfora popular reza:

«este filete está como la suela de un zapato».

Chaplin compone un espectáculo de imágenes para que Charlot altere tal enunciado y pueda rotular su degustación diciendo:

«esta suela está como un filete».

Su espíritu libre, combinando fe e ilusión, ha conseguido el milagro. Su hambre está satisfecha.

Charlot, desde ahora, sólo tiene una bota, la izquierda.

Rollo 3: Jim rehusó sacrificar la segunda bota de «El buscador solitario».

Charlot puede calzarse sus botas en sus manos si fuera necesario.

Charlot y Big Jim tienen dos modos radicalmente distintos de entender el mundo. Big continúa hambriento, insatisfecho, tras una paradójica indigestión.

Big Jim delira.

Su imaginación está al servicio del hambre. Y sólo en ese estado es capaz de concebir otra realidad; su visión le sorprende a él mismo: «el pequeño hombre» se ha convertido en un gallo; el gallo es la solución a su necesidad gastronómica. Gallo o «buscador solitario», «buscador solitario» o gallo, tanto da.

Charlot, acechado por Big, maquina su defensa. Las botas reales las transforma en guantes ficticios.

Acostado boca abajo y con la cabeza a los pies de la cama, desorienta a Big, que duerme con un ojo abierto   —24→   y otro cerrado a la espera de saltar oportunamente sobre su presa.

Charlot se ha calzado las botas en sus manos para que Big crea que son pies. Pero la bota izquierda le juega una mala pasada. Al caerse, su mano queda al descubierto. El arte charlotiano de la apariencia ha llegado a su fin.

Big se abalanza sobre Charlot.

Confusión en la pelea. La solución viene de fuera: sólo el providencial oso salvará una situación cómicamente antropofágica y antropofágicamente cómica.

«El pequeño hombre» convierte a su salvador en víctima.

Sólo la carne de un negro oso polar ha sido capaz de saciar el hambre de Big.

Charlot sigue caminando solamente con la bota izquierda.

Rollo 6: La bota, la rosa, la mano, conforman un poema visual narrado en primer plano.

Rosa de Georgia, mano de Charlot. Rosa estática, mano dinámica.

Materiales que construyen la oportuna transición de un eslabón sentimental entre un cúmulo de comicidades.

Testigo: la bota izquierda de Charlot.

En el cabaret, Georgia muestra su independencia: el baile con «el pequeño hombre» supone un castigo para Jack. Los pantalones de Charlot son inoportunos en su reiterada caída; cinturones ocasionales: su bastón, primero, la cuerda del perro con perro, después. La batalla gato-perruna en la que «el pequeño hombre» rueda por el suelo da fin a la primera secuencia cómica. La batalla entre Jack-Goliat y Charlot-David, tradición teatral judía,   —25→   relojazo para aquél, aparente victoria para éste, conforma la segunda secuencia cómica. Desde el fondo del local, Jack ha venido observando el estrafalario baile de Georgia, Charlot... y el perro.

Georgia deja caer al suelo la rosa prendida en su pelo; Charlot recoge y entrega la rosa con gentileza de caballero. Chaplin filma la escena en primer plano: muestra sucesivamente la rosa... la bota izquierda... la mano de Charlot. ¿Qué visión se ofrece?; ¿la de Jack?, no; ¿la de Georgia?, ¿la del propio Charlot?, no; la bota no aparece a la derecha del encuadre ni son planos subjetivos ni picados; la cámara angula y filma la bota..., la mano... la rosa...

¿Por qué la bota en el plano?

La voluntad del artista convierte uno de sus elementos simbólicos en testigo mudo de esa recogida galante donde la felicidad de Charlot se hace evidente.

Rollo 7:

La voz de Antonio Marichalar comenta esas escenas en las que Charlot sufre el menosprecio de las frívolas mujeres:

«Desanimado, roto, cariacontecido, Charlot es el hombre a quien se le ha caído el alma a los pies; sus botas están llenas de gravedad decepcionada y estupefacta. Y ese lastre le impide correr. Mas como el pájaro del clásico, al andar se le advierten las alas. Es un ángel patudo, embotado en el acordeón sentimental. No le perdáis de vista en la blancura: algún día de copiosa nevada ha de saltar al cielo el alma alicaída de Chaplin. Allí intercederá, luego, por los sencillos de corazón, con la leve plegaria   —26→   de su insignificante bastoncito y sacará las almas; pues qué habrá que no alcance ese junquillo prensil de Charlot? (...) Despeñado en la torrentera de la pantalla, ha conservado siempre saltos de trucha y un turbio aturdimiento de náufrago, empapado en su lacia consternación. Luego ha seguido devanando, el cine, su imperturbable rollo de pianola, esmerilando, desflecando, todo lo que caía por su catarata, y rebotando en su duro frontón las miradas que pretendían morder en él.

Charlot se nos antoja fuera de la pantalla: las cosas se le escapan vertiginosamente y no las puede nunca detener. Si pasa una mujer, le mirará, curiosa, con sus ojazos huecos, pero jamás le ve. Y Charlot sigue solo, desamparado y mustio -como perdido entre la pantalla y nosotros- esperando la posibilidad de otra nueva vez. Y se prenda del aire de una mujer, y esa mujer es aire de una eléctrica ventolera artificial; y se queda asombrado, sin sombra de mujer, porque las mujeres del cine -laminadas- no tienen sombra que dar, ni que perder. Pero él las invita a un banquete en el que tiene todo prevenido -hasta la decepción-. Pasa el tiempo; se han olvidado de Charlot; él se levanta exteriormente gozoso. Y mimando una música, se da un concierto mudo, como esos de que gustan los melómanos chinos. Charlot se arranca entonces por una soleá. Sobrecoge los hombros, esboza una sonrisa tímida de perro... y él se entiende y baila solo, pie con pie, pan con pan, y con su pan se come su soledad»5.

Al comenzar el rollo 8, la orquesta pone música al cante y baile de los clientes del cabaret en la fiesta de fin   —27→   de año. Mientras Charlot, en la pantalla, asoma a la puerta de su cabaña esa silenciosa soledad, en la sala, la voz andaluza de Rafael Alberti convierte la ilusión desesperada del personaje en significativa palabra poética:



«Cita triste de Charlot»,
Mi corbata, mis guantes,
mis guantes, mi corbata.

La mariposa ignora la muerte de los sastres,
la derrota del mar por los escaparates.
Mi edad, señores, 900.000 años.
Oh!
Era yo un niño cuando los peces no nadaban,
cuando las ocas no decían misa
ni el caracol embestía al gato.
Juguemos al ratón y al gato, señorita.

Lo más triste, caballero, un reloj:
las 11, las 12, la 1, las 2.

A las tres en punto morirá un transeúnte.
Tú, luna, no te asustes;
tú, luna de los taxis retrasados,
luna de hollín de los bomberos.

La ciudad está ardiendo por el cielo,
un traje igual al mío se hastía por el campo.
Mi edad, de pronto, 25 años.
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Es que nieva, que nieva
y mi cuerpo se vuelve choza de madera.
Yo te invito al descanso, viento.
Muy tarde es ya para cenar estrellas.

Pero podemos bailar, árbol perdido.
Un vals para los lobos,
para el sueño de la gallina sin las uñas del zorro.
Se me ha extraviado el bastón.
Es muy triste pensarlo solo por el mundo.
¡Mi bastón!

Mi sombrero, mis puños, mis guantes, mis zapatos.

El hueso que más duele, amor mío, es el reloj:
las 11, las 12, la 1, las 2.

Las 3 en punto.
En la farmacia se evapora un cadáver desnudo»6.

Aplausos.

Tres finales... un final.

... Cuando el lenguaje de las manos habla, los ojos se convierten ya en enemigos de lo imposible. El reconocimiento del benefactor no va más allá de la agradecida   —29→   compasión en la mujer. Charlot no aspira a otra cosa; su rostro risueño se conforma con morder tímidamente la flor de la identificación...

... fundido encadenado...

Charlot rehúsa el carro del empresario circense y la escolta de Don Lope. Solo, pensativo, recorta su figura sobre el anochecer de la ciudad. Sentado en su maleta, descubre a sus pies la estrella rota de Merna; convertida en pelotita de papel... da un puntapié a sus recuerdos circenses. El simbólico círculo de tierra dibujado por la carpa ha sido traspasado. Charlot, vuelto de espaldas, haciendo un camino sin fin, disminuyendo su silueta hasta hacerla desaparecer, marca nuevos rumbos a una libertad para nosotros invisible...

... fundido encadenado...

Charlot tiende a salirse del camino con su peculiar modo de andar. El peso moral del dinero ¿enterrará su ternura? Charlot no suele someterse a la rígida regla de trabajar para comer y mentir para vivir. El «final feliz» con dinero y con amor ¿es final feliz para Charlot?

¿Podrá someterse Charlot a la disciplina de ser millonario?

Enfundado en sus pieles de nuevo rico se abalanza sobre la colilla del cigarro puro abandonada en el suelo. Difícilmente olvida lo peculiar de su carácter, lo consustancial a su modo de ser y actuar.

Cuando Charlot desaparece se lleva consigo un mundo de pesimismo y derrota, de esperanza y fantasía. El chaplinesco vagabundo se ha convertido para el hombre contemporáneo   —30→   en el símbolo tragicómico de su libertad y su rebeldía.

La poesía de la imagen ha encontrado un modo de expresión en la pantomima cinematográfica de Charlot.

Mientras Georgia y Charlot navegan por un mar de ilusiones, en el lienzo de plata aparece la palabra




 
 
FIN
 
 


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