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Para la historia de la crítica literaria en forma de ficción: «La caverna del humorismo»

Gonzalo Sobejano


(Philadelphia)



En su caracterograma de 1949 Los españoles en la literatura señalaba Menéndez Pidal el insuficiente desarrollo de la crítica doctrinal y objetiva, pero observando que: «En cambio, un caso particular, la crítica en forma de ficción poética, más subjetiva que objetiva, abunda extraordinariamente así en España como en Portugal, tanto que bien pudiera formar un subgénero de ambas literaturas, en el que cabrían multitud de obras, entre ellas el Quijote, el Arte nuevo, Los Eruditos a la violeta, La Derrota de los pedantes, La Comedia Hueva»1.

Los ejemplos de Menéndez Pidal no eran muchos. Sin propósito de componer catálogo completo, cabe añadir, tras rápida consulta de la memoria, títulos como Viaje entretenido, Viaje del Parnaso, El pasajero, República literaria, el Criticón, Fray Gerundio de Campazas, Los literatos en cuaresma. Exequias de la lengua castellana, Apolo en Tafos. Sólo menciono obras con un patrón fictivo muy marcado y de intención crítico-literaria evidente y extensa, omitiendo por un lado aquéllas en que la exposición didáctica reduce caracteres y anécdotas a leve sostén de fondo (como ocurre en los diálogos de Valdés o del Pinciano), y por otro lado aquellas novelas que sólo de un modo parcial contienen materia crítica o teórica (como El buscón, ciertas novelas de Galdós y Clarín, de Ganivet, Azorín y Pérez de Ayala) y obras posteriores como Oceanografía del tedio, Juan de Mairena o La calle de Valverde.

La caverna del humorismo constituye, a mi entender, un curioso ejemplo moderno de ese subgénero -«crítica en forma de ficción poética»- que no sé si puede considerarse característicamente español, pero que cuenta en España con una tradición muy notable. Indicio de que Baroja tenia conciencia de la tradición aludida es el hecho de que su doble, el doctor Guezurtegui, al ir a contemplar en la pantalla la procesión de los humoristas, desde Aristófanes a Chesterton, defina el inminente espectáculo como «un pequeño viaje al Parnaso del humor»2. Pero es que, además, la fantasía barojiana apela, ignoro hasta qué punto conscientemente, a recursos propios de dicha tradición: los interlocutores son compañeros de viaje (como en Viaje entretenido o en El pasajero), hacen escrutinio de autores y libros (como el cura y el barbero en la librería de don Quijote, o como los personajes de Gracián en el areópago del Juicio, Criticón, II, 1), se encuentran detenidos por algún tiempo compartiendo lecciones y disertaciones (como los literatos «en cuaresma» o los «violetos» en su liviano curso hebdomadario), y en fin habitan un ámbito excepcional, que aquí no es tan vasto como la «república literaria», ni tan levantado como la cumbre del Parnaso, ni tan resplandeciente como el alcázar de las Musas o el palacio de Sofisbella (con sus nichos y florestas, su mansión, taller y salón, su erario, su herbario y su sagrario, Criticón, II, 4), sino un lugar subterráneo, la caverna o gruta-museo -confortable y cosmopolita, eso sí- de Humour-Point.

Que Baroja haya tenido presente, con más o menos claridad, la tradición apuntada, no es extraño. Se trata de un género retórico, grato a los humanistas, tradicionalizado, pero de intención subjetiva, propicio por lo tanto a las libertades del humor. Y el argumento principal de Baroja en este libro suyo, el que le lleva a determinaciones más nuevas, consiste precisamente en la contraposición Humorismo-Retórica. Se comprende mejor, según creo, este ensayo barojiano, si primero se le ve en relación con el género «crítica en forma de ficción» para inmediatamente considerarlo como la demolición humorística del marco retórico propuesto por dicho género y cuyo tema es la descripción impresionista del humorismo.

Poco hablaré del humorismo. Hablaré más bien de la caverna, es decir, del artificio seminovelesco que Baroja adopta como jugando. Y lo primero que se nota es que La caverna del humorismo parece un título antitético: «caverna» y «humorismo» integrarían una paradoja si se piensa que «caverna», «cavernoso», evocan una profundidad lóbrega y que en la caverna de Trophonius (mencionada, entre otras espeluncas, por Baroja) los que entraban perdían, la facultad de reír. «Caverna», sin embargo, responde bien a la intención del teorizador: sugiere el mito platónico de las sombras de las ideas proyectadas sobre el fondo del encierro terrestre, y proporciona conveniente morada al doctor Guezurtegui, uno de esos hombres «a quienes gusta la obscuridad y la mina, hombres de espíritu subterráneo y subversivo, que esconden su intención» (p. 15). Por otra parte, si la cumbre del Parnaso era el empíreo de los poetas y retóricos favorecidos por Apolo, nada más sensato que instalar el humilde y humanísimo reino del humorismo en el humus, dentro de la tierra material y materna.

No me es fácil ahora comprobar si, además de la tradición indicada, tuvo a la vista Pío Baroja sugerencias más inmediatas. Pero creo que en su libro hay algunos rasgos, como la tendencia semialegórica, la curiosidad por describir fenomenológicamente el humorismo, la extravagancia de la fabulación, y la atmósfera cosmopolita, que deben ser relacionados (estamos en el año 1919) con la convulsión de la Gran Guerra ante todo, y luego, con sintonías varios de aquellas fechas, como la nueva valoración del barroco, el auge de la fenomenología y del perspectivismo, las exposiciones y salones del humorismo gráfico a partir de 1914 en España, y el clima de capitalismo autocrítico y de cinematográfica Cospópolis creado por el cubismo y Dadá, y por escritores como Valéry Larbaud, Paul Morand, Romain Rolland, Cansinos Assens, Gómez de la Serna y otros.

Baroja siempre había tendido, de todos modos, a imprimir a su ensayística un giro fictivo, fuese a través de un título carnavalesco (El tablado de Arlequín) o mediante la provocativa forma de confesarse en Juventud, egolatría, o recurriendo a las estaciones del año para enmarcar Las horas solitarias. Si las novelas de Baroja propendían desde el principio a tensarse en cúmulos discursivos, sus ensayos iban adquiriendo cada vez más el gusto de distenderse por cauces novelescos y expansiones de libre fantasía.

La ficción ideada en la caverna del humorismo puede parecer a primera vista superflua, puesto que en rigor las teorías, opiniones y anécdotas que componen el libro, bien hubieran podido sucederse capítulo a capítulo planteadas desde el punto de vista único del escritor, acá y allá diversificado por otros puntos de vista (de escritores, amigos, o interlocutores anónimos), tal como ya habla quedado hecho, dos años antes, en (Juventud, egolatría. Pero vamos a ver cómo, ante una materia tan compleja: el humorismo, acude Baroja a la fantasía noveladora movido por un deseo de amena variedad, sin duda, pero aún más por un propósito de ambientación pertinente.

Semanas antes de empezar la guerra, una caravana de turistas científicos, de expedición al Cabo Norte en el Pez Volador (Plying Fish), es detenida por sospechosa de espionaje al tocar, de retorno, en Inglaterra, donde pasan dos años y un día. «La caravana se detuvo algún tiempo en el promontorio de Humour-Point a visitar una gruta-museo que se pensaba inaugurar y que, a consecuencia de los sucesos de la guerra, no se ha inaugurado» (p. 13). Entre los expedicionarios se encontraba el doctor Guezurtegui, profesor agregado a la Universidad de Lezo (a 9 km de San Sebastián), cuya Memoria, o relación de viaje, destinada a aquella Universidad, es parcialmente transcrita por el autor y constituye el molde general del libro. Toma así Baroja un «alter ego» o «doble» transparente, como mediador de su pensamiento, pero no satisfecho con esta refracción mayor, recurre a veces a las conversaciones con otros viajeros o al comentario que el doctor vascongado pone a conferencias ajenas, o a reuniones y situaciones alusivas al grupo. Mediante esta transposición de la voz propia en voces distintas -aunque la más personal y sostenida sea la de Guezurtegui- el escritor vivifica, varia y levemente noveliza las proyecciones de su pensar divagatorio. Pero no sólo le mueve este anhelo de variedad y prismática matización, tan concorde con su cuidado de nunca aburrir a los lectores: le anima también el propósito de apoyar la teoría abstracta sobre un muestrario concreto de paisajes y tipos.

Viajeros científicos, más o menos interesados en temas y problemas culturales, han ido hacia el Cabo Norte no así como así, sino porque, habiendo de venir a parar su viaje en una exploración del humorismo, no era pertinente que pusiesen rumbo a la expansión del Mediodía: debían navegar (o volar: Pez Volador) hacia la concentración del Norte. «El dibujo tradicional de las cosas se borra en la penumbra del Cabo Norte...» (p. 135). Bajo el cono de sombra del Cabo Norte prosperan la geología, la flora y la fauna del humorismo, y por eso la gruta-museo en que los expedicionarios meditan y rememoran tal asunto, se halla también convenientemente emplazada en Inglaterra, patria de los más eminentes humoristas.

Una vez presentado Guezurtegui como protagonista y relator principal, despliégase ante el lector un reparto, incompleto pero abundante, de compañeros de viaje: «aunque no tenga una gran importancia», observa el doctor. Muy escasa importancia parece tener, en efecto, cuando se comprueba que de los dieciocho miembros nominales que componen la lista algunos no intervienen para nada en la conversación (la Srta. Anken, la Sra. Brickmann, el abate de Briscous, madama Weltschmerz); y otros lo hacen de manera tan borrosa que apenas pasan de ser débiles comparsas (así la Srta. Mitgefühl, la Sra. Werden, el Prof. Papalini, el Dr. Karakovski, y Lord Cracon) función casi puramente instrumental cumplen tres personajes: el cicerone Chip, gnomo-diablo vasco y poligloto que introduce a los viajeros en la caverna, abriéndoles ventanas hacia el Mediterráneo y el Atlántico, asomándoles al observatorio, mostrándoles las diversas decoraciones europeas y conduciéndoles al centro en que exhibe sus absurdos y confusiones la sala de la Gran locura Humana; y Lady Bashfulness con su hija Mari, cuyas reuniones en el hotel dan lugar a intercambios de ideas y esbozos da reacciones emocionales; celos, sospechas, galanterías, consejos.

En propiedad, los únicos personajes que poseen una significación dialéctica, de oposición y de avance en la trayectoria de las reflexiones, son, del lado todavía más bien abstracto, el Dr. Schadenfreude, de Viena, y el Prof. Werden, de Heidelberg, cuyas conferencias en el museo escucha y comenta Guezurtegui: Schadenfreude interpreta el humorismo a la luz del individualismo, Werden hegelianamente como síntesis de contrarios. Significación dialéctica también, pero no en el discurso sino en la incipiente novela, poseen el dichosísimo joven escandinavo Hans Nissen, de quien andan enamoradas todas las mujeres menos su estúpida y malhumorada novia, y el escocés misántropo Savage, siempre huraño y desesperado; y en fin, los únicos españoles de la caravana: el Dr. Illumbe, vasco tradicionalista, educado en los frailes, y autor de una muy erudita «Crania Tascónica», y Paco Luna, joven madrileño de sesenta y tantos años, teñido, pálido, morfinómano y politiquero. La felicidad insatisfecha de Hans Miasen y el descontento lúgubre de Savage, el conservadurismo vascuence de Illumbe y el castizo convencionalismo de Paco Luna, suministran a Guezurtegui ejemplos inmediatos de actitudes que el humorista reconoce, desaprueba y supera. De Illumbe avisa el transcriptor de la supuesta Memoria que probablemente no exista y sea sólo para el doctor Guezurtegui «una entelequia que le sirve de cabeza de turco» (p. 16).

¿Qué se proponía Baroja con esta gruta de Humour-Point y este repertorio de figuras asiluetadas y de tan rala y fantasmal intervención? El artificio casi mágico de la caverna-museo, además de las concordancias antes señaladas, le convenía mucho para situar la crítica y teoría del humorismo al margen de espacio y tiempo; en un lugar imaginario que permitiese contemplar pueblos, épocas, autores y obras, elementos, paisajes, culturas y estilos mediante rápidas sinopsis de ideas y fáciles galerías de ejemplos. El esbozo seminovelesco de los compañeros de viaje temporalmente reunidos en Humour-Point, le sirve para presentar algunos pensamientos a través de ciertos juegos de actitudes y para hacer teoría controversial y crítica conversada, pero sobre todo para comunicar a este breviario de ideas estéticas (de contenido tan diferente, pero de intención tan parecida al código poético de La lámpara maravillosa) esa impresión de internacionalismo decadente tan adecuada al momento histórico.

En los sujetos de la expedición quedan representados, o al menos aludidos, los pueblos de la city y de los arrabales de la vieja Europa. El librepensador Guezurtegui, entre el grave derechista Illumbe y el leve izquierdista Luna, representan a España. El invisible abate de Briscous, suponemos que a Francia. El melenudo profesor Papalini (papalina, Giovanni Papini), a Italia. Karakovski, nombre que tampoco me parece muy decoroso, a Rusia. Hans Nissen y su novia, a Escandinavia. Savage el misántropo, a Escocia. Lady Bashfulness, o sea la señora Vergüenza, y su hija Mari, y Lord Cracon, esteticista ruskiniano, a Inglaterra. El Dr. Schadenfrende («Schadenfreude» significa en alemán complacencia en el mal ajeno), a Austria. Alemania, en fin, es el país más profusamente representado: por la casamentera Sra. Brickmann y sus sonrosadas hijas; por la Srta. Mitgefühl (o la señorita Compasión), que parece más enamoradiza que misericordiosa; por la Sra. Werden, dedicada a flirtear con Papalini; por el Prof. Werden (Devenir o Llegar a Ser), que es de los pocos que llevan bien el nombre; y por la agria y vieja madama Weltschemerz (o Fastidio Universal), a quien meramente se nombra.

Excepto Guezurtegui, ninguno de estos personajes encarna el humorismo de su país: algunos disertan sobre él, pero ninguno lo encarna. Parece más bien como si allí estuviesen para, al fin, aprender a ser humoristas. Por eso creo que toda esta figurería internacional, en vez de obedecer al sentido alegórico del antiguo género «crítica en forma de ficción» (donde, por ejemplo, un personaje simbolizaba una ciencia o un arte, o guerreaban con libros buenos los buenos poetas contra los malos que disparaban librejos y libracos), desobedece el patrón y caprichosamente disuelve las posibles expectaciones de sentido alegórico, para sugerir principalmente la atmósfera europea de aquellos tiempos críticos, atmósfera de atemorización burguesa o frívola evasión, y menesterosa de una purificación fundamental: la del humorismo. Creo también que Baro la cumplió en esto, no diré una norma, sino una orientación de su propio instinto humorista: la de no hacer una obra, sino dejarse ir haciendo por la obra: «...el humorista no produce más que cuadros, escenas, y no puede pasar de ahí. Lo que se llama el gran arte, que puede muy bien no ser más que el arte retórico, no cabe en este sistema impresionista» (p. 283). Y en otro punto; «El escritor no retórico, en cada libro nuevo se encuentra perplejo, no sabe cómo ni por dónde empezar, no sabe si tiene talento o es un tonto, no tiene direcciones fijas; pero empieza y sigue adelante, confía en su brújula, que unas veces le dirige bien y otras le lleva por precipicios y barrancos» (p. 294). En las dedicatorias de La caverna del humorismo insiste Baroja en esta calidad improvisada, malhecha, deshecha o «in fieri» de su ensayo: a una joven lectora se lo brinda corno una bebida «más agria que dulce y con más espuma que alcohol»; ante un joven literato se disculpa de no haberlo construido con verdadero rigor científico, sino más bien «con la gárrula palabrería de un político español»; y a un influyente cometólogo se lo ofrece como una cometa de cañas y papel corriente que prefiere, al aire académico y universitario, el aire libre de la calle.

La ficción, si no mal pre-dispuesta, puede decepcionar por lo abocetada, rota e inconsecuente. Pero conviene mirarla desde este punto de vista de la destrucción humorística de la retórica y como trasunto impresionista colectivo del malestar de Europa. No sin intención el libro incluye hacia el final aquella balada de «Los buenos burgueses»: «¡Viva el lujo! ¡Viva la alegría! Gozad, gozad, buenos burgueses; todavía no viene el bolcheviquismo». Y Guezurtegui termina abandonando Lezo, y en Lezo a Vasconia, y en Vasconia a España, y en España a Europa; desapareciendo en la sombra para ir, tras los mares, a exponerse a todos los vientos.

La caverna del humorismo, después de la introducción evocativa concertada por el Cicerone Chip, distribuye la materia reflexiva con su leve acompañamiento fabuloso, en cinco partes: 1) «Las conferencias en el museo de Humour-Point», donde se establece la oposición Humorismo-Retórica; 2) «Grandeza y miseria», cuya idea cardinal parece ser la del humorismo como naturalidad interior espontánea; 3) «De las N. raíces del humorismo», raíces sobre todo patológicas, que dan por resultado otra descripción del concepto como «intensismo»; 4) «Acotaciones y disquisiciones», que forman breve apartado acerca de la intuición; a 5) «Bastidores del humorismo», donde se trata de los procedimientos de éste y su participación en varias esferas, y se insiste en los valores de contraste, individualismo y veracidad.

¿Cómo procede la ficción a lo largo de este ensayo de ideas estéticas? En la primera parte, encontramos a Guezurtegui reseñando la conferencia de Schadenfrende, entregándose él mismo a la búsqueda de los caracteres básicos del humorismo, y reseñando después otra conferencia, la del Dr. Werden, a quien describe como un profesor «grueso, rubio, vestido de claro», cuyos anteojos, «de lentes muy convexas», «centellean cuando mueve la cabeza»; semblanza que concuerda con la visión «bilateral, binocular» del mundo (p. 59) que, según él, conduce al humor. A propósito de las teorías expuestas por Werden, una de ellas la de la degradación y el rencor, se establece luego una conversación entre Guezurtegui, Illumbe y Luna, que no es sino un comentario a las ideas de Ortega y Gasset contra el realismo degradante de la picaresca. A través de esa charla, luna funciona sólo como lector del artículo de Ortega, Illumbe como voz moderadora, y Guezurtegui -a veces indignado, otras veces irónico- se manifiesta como resuelto adversario de las tesis del filósofo. Tomando pretexto en la conferencia de Werden, reanuda Guezurtegui, tras ese inciso, el hilo de sus cavilaciones sobre humorismo contra retórica, en una especie de «solo» argumentativo apenas interrumpido por su cambio de impresiones con Lord Cracon, quien explica el humorismo inglés como rebeldía frente a la tradición y la solemnidad tan respetadas en su país.

La segunda parte comienza de manera más novelesca. En las habitaciones particulares de Lady Bashfulness, en el hotel de Humour-Point, ante un gran ventanal que abre la mirada a un cielo gris y a un mar plateado, toman el té y conversan, aquella dama con Karakovski, Prau Werden con Papalini, y Mari con el meditabundo Guezurtegui: es ésta la única conversación que se trascribe, y en ella se dibuja ese contraste entre la mujer vital y despreocupada y el pensador independiente, inclasificable y nostálgico, que tan del gusto fue de hombres como Ganivet y Azorín, Baroja y Ortega. Algunas observaciones conversadas, sobre la calidez de Frau Werden, sobre el aire de violinista de Papalini, parecen instalar al lector dentro de un capítulo de novela. El capítulo que sigue reúne a los viajeros (entre quienes sólo Illumbe se destaca) en un cinematógrafo donde un señor grueso y pedante les muestra la película histórica de «la procesión de los humoristas» con ágiles y sumarias aclaraciones de trujamán de retablo: «Aquí tienen ustedes a los más ilustres humoristas griegos...», «Esta es una calle de la Ciudad Eterna...», «Aquí llegan los italianos...», etc. Fatiga a Guezurtegui la exposición, y Savage sentencia que quien quiera saber algo más «tiene que meterse en la mina» (p. 133). Brusco cambio. Guezurtegui resume muy rápidamente la conferencia días atrás pronunciada por Papalini, y sus reflexiones pronto se ven cortadas por un amargo exabrupto de Savage, a quien el profesor de Lezo recomienda que convierta en risa sus motivos de queja. Siguen entonces numerosos capitulillos emitidos desde la voz mental de Guezurtegui solitario. Dos anécdotas antialmanaquegothistas, una referida por Paco Luna, la otra por el portavoz de Baroja, concluyen la larga tirada de pensamientos, y el capítulo final presenta de nuevo a Lady Bashfulness y su hija, a Karakovsky y a la Srta. Mitgefühl, a Illumbe y a Guezurtegui, reunidos como al principio, pero ahora discutiendo sobre lujo y bolcheviquismo: éste hará imposible a aquél, predicción que en vano tratan de rechazar, alarmadas, todas las damas.

La voz de Guezurtegui sigue siendo el cauce principal, en la tercera parte, de capítulos más numerosos y más cortos. En el VI el relator aparece acompañado de Savage y de Illumbe en un monte que domina el promontorio de Humour-Point, explicándoles cómo el cielo con sus nubes de formas caprichosas resulta más humorista que el mar: comienza a llover, hace Illumbe un reparo de creyente, y piensa el patético Savage que lo más acertado sería tirarse al mar de cabeza. Regresan al pueblo, y ahora les yernos en el jardín del hotel, recién terminada la lluvia, charlando sobre los microbios, lo que da ocasión a Illumbe de manifestarse providencialista y permite a Savage calificar a Guezurtegui de «pesimista jovial» (p. 192). La exposición unipersonal de éste tiene luego otras modulaciones ficticias, aunque siempre poco marcadas: en cierto momento reproduce y glosa el profesor de Lezo una declaración del huraño escocés acerca del desgaste imaginativo que engendra melancolía (XI), más tarde lo que parecía dicho a solas por Guezurtegui acerca de los desdoblamientos de conciencia resulta haber sido enderezado oralmente al piadoso Illumbe, con quien aquél sigue conversando -y llevando siempre la voz cantante- a propósito de las neuronas y del poder unificador de la voluntad (XII-XV). «El doctor Illumbe relata Guezurtegui en el capítulo XV vive entregado a los trabajos de su Crania Vascónica. Savage está más hipocondríaco que nunca [...]. Yo sigo escribiendo mi Memoria en mis ratos perdidos. Noto que, a medida que avanzo en ella, la materia que intento encerrar bien se me escapa». Pero la Memoria continúa agregando opiniones, hasta que, al final, surge otra pequeña estampa novelesca: en la terraza del hotel el joven Hans pasea con su novia, desagradable persona que «le hace muchas miserias, como dice en francés la señorita Mitgefühl», y Guezurtegui trata de convencerle de que deje aquélla y preste atención a las miradas incendiarias de la Mitgefühl o a la voz de flauta de miss Bashfulness: en vano, porque el afortunado Hans, ahíto de felicidad, busca, necesita, exige dificultades, mientras Savage padece inconmensurables angustias a causa del accidente más nimio: «Todo se arregla con un poco de humorismo», advierte Guezurtegui.

Ningún personaje interrumpe o diversifica las seguidas meditaciones del doctor vascongado en la brevísima cuarta parte del libro.

Y en la quinta y última la ficción, aunque perceptible, no lo es tanto como sería de esperar a la hora del desenlace. Sobre los procedimientos humorísticos y sobre el contraste reflexiona Guezurtegui por sí solo, pero cuando se le plantea la posible relación entre el humor y la música, acude a su admirado doctor Werden. Y es éste quien, luego, ofrece a su interlocutor y a otros, una galería cinematográfica de pintores, cuadros y caricaturas, film menos continuo que el de la procesión de los humoristas, pues va entreverado de preguntas y observaciones de los espectadores. Guezurtegui vuelve a tomar el hilo de su relación desde el capítulo V al X, y es en éste, titulado «Retorno», donde desaparece la fantasmagoría de Humour-Point, borrada súbitamente por una escueta noticia: «El doctor Illumbre me invita a pasar unos días con él en Pamplona. Quiere leerme algunos capítulos de su libro Crania Vascónica» (p. 296). En Pamplona, sin embargo, lo que hace Guezurtegui no es leer el tal mamotreto, sino ir a visitar el claustro de la catedral, donde una veleta mohosa, puesta allí absurdamente sobre el arco del pozo, como si girar pudiera en el centro de aquel patio cerrado, le infunde por contraste un nuevo anhelo de huida y de oreo. En San Sebastián la historia del infeliz Iturrigotia, arruinado por honradez, y el encuentro con «el Rata» y su familia, nuevos ricos aupados sobre el robo, inspiran al doctor Guezurtegui la balada de «Los buenos burgueses», a la que pone una apostilla su amigo el pintor Videgain. Y el «Epílogo» es la partida del doctor, lejos de su patria, hacia nuevos horizontes, en una soledad espiritual al mismo tiempo melancólica y confortante.

Dejemos la ficción, vengamos a la doctrina. Sabido es que el humorismo es uno de los conceptos estéticos cuya definición resulta más difícil, quizás inasequible, y ello a mi juicio por dos razones: porque humorismo no tiene un concepto exactamente antónimo (a buen humor se opone mal humor, pero a humorismo ¿qué se opone?), y porque la rala nutricia de todo humorismo es precisamente lo más rebelde a fijación: la subjetividad instintiva y libre, humoral o temperamental, del individuo. Puede uno buscar, para entenderse y poder usar el término con cierta responsabilidad, una definición provisional. Por ejemplo, a mí me gustarla comprender el humorismo como un romanticismo antienfático, o como esa forma de intensificado amor hacia la persona singular, y hacia la humanidad toda, que anima nuestra voluntad a una alegre indulgencia cuando volvemos a contemplar el mundo convalecientes de nuestra injusta, soberbia soledad. Y creo que estos puntos de vista pueden valer para algunas situaciones, relaciones, sentimientos y obras; pero no cubrirán por entero los fenómenos que suelen abarcarse bajo el nombre de humorismo, aun excluyendo los que tienen más fácil relación con la risa y lo cómico. A todos debe ocurrimos algo parecido: que tenemos una idea, más potencial que determinante, acerca de lo que signifique humorismo, y no podemos aplicarla a todos los hechos habitualmente calificados de humorísticos. En caso tal, lo mejor es leer el Quijote: escuchar a don Quijote y Sancho comunicándose esperanzas y temores, melancolías y proyectos, mientras cabalgan paralelos hacia su convergente identidad. Mencionaré, de todos modos, un texto de 1869, acaso la primera tentativa de incorporación a la estética española, del concepto humorismo: «No ha mucho -dice Milá y Fontanals- en sus Principios de literatura general y española se ha introducido la calificación de humorístico, fácil de confundir con la de cómico. Deriva aquella de la palabra «humor» en el sentido de temperamento, y designa el predominio de la personalidad, a menudo caprichosa, del artista, en el modo de ver y exponer las cosas. Reconócese en los escritores humorísticos una mezcla de idealidad y de espíritu burlesco, de fantasía y de prosaísmo, de razón y de extravagancia, de cómico y de doloroso, y en general ciertos contrastes inesperados, tanto en los pensamientos como en la exposición artística»3.

Baroja, lector de inmensa curiosidad y asombrosa ilustración, no sólo había leído a los mejores humoristas del mundo (Cervantes, Shakespeare, Rabelais, Jean Paul Richter, Dickens) y a algunos no tan buenos, sino también todo cuanto había encontrado a su alcance en crítica estética. Con aquella orgullosa sencillez que le distinguía, expone, sintetiza o comenta acá y allá, según cierto orden, sin ninguna rigidez, sus lecturas. Pero no pretende definir el humorismo: sólo quiere discutirlo, presentar impresiones acerca de él, entresacar algunas de sus peculiaridades y algunos de sus motivos, efectos y procedimientos, describiendo en un constante vaivén de la teoría al ejemplo, de la opinión a la anécdota, ese estilo de ser, el humorismo, que él hace suyo tácticamente y que como suyo ha sido reconocido por la crítica. Certeramente señala el Profesor González López cuatro modalidades en el humorismo de Baroja: sentimental, grotesca, anecdótica y tragicómica4.

La aproximación multifacética de Guezurtegui, proyectada hacia ese coro pálido de burgueses cosmopolitas urgentemente necesitados de una cura de humorismo, arroja por resultado un viaje entretenido hacia ese concepto, que él opone a la retórica, y al que identifica con una naturalidad interior espontánea, con un intensismo desentendido de toda pretensión de totalidad, generado por esa intuición no milagrosa que consiste en un juicio rápido de experiencia, y cuyos fundamentos son el contraste, el individualismo y la veracidad.

Como anuncié antes, no es mi intento exponer la doctrina barojiana acerca del humorismo, doctrina notablemente original, apoyada en vastos conocimientos, y todo menos estrecha: destaca el absurdo insondable por encima de los efectos risibles: dibuja una estética propia, compenetrada. Sí quiero subrayar la valentía del escritor para enfrentarse con una categoría tan difícil de delimitar, y el buen ánimo con que persigue, llanamente, mesuradamente, su objeto.

El mismo artificio novelesco que he tratado de aclarar disimula la perspicacia y radicalidad del estudioso de materia estética; disimulo al que quizá se deba que este libro, ante lectores pocos atentos, desmerezca al lado de ensayos parecidos de Unamuno y Ortega, de Valle-Inclán, Pérez de Ayala y Machado. Todos observan una actitud más intelectual (excepto Machado, cuyo Juan de Mairena tanto debe en forma y tono a los libros misceláneos del Baroja meditador). Pero La caverna del humorismo no es, tras esos disimulos, un ensayo baladí: es la única aportación española de verdadera enjundia acerca del humorismo.

Que el humorismo comporte siempre un valor de contraste, que anteponga a todo la duda y la veracidad, que proceda por intuiciones condensadoras de largas experiencias vitales, que naturalmente mane de la interioridad, rasgos son que Pío Baroja discierne con madura inteligencia, pero no insólitos entre los teorizadores y practicantes del humor. Donde encuentro la mayor originalidad de Baroja es en la oposición intensismo-totalismo (con tan sagaces precisiones sobre la city europea totalista, y la periferia intensista constituida por España, Rusia e Inglaterra: criterio que preside Agonías de nuestro tiempo, trilogía novelesca impensable sin el antecedente de la caverna) y sobre todo en la oposición humorismo-retórica.

Enrique Díez-Canedo, en una reseña temprana, hallaba inaceptable esta oposición:

«¿Humorismo y Retórica en lucha? Comprendemos perfectamente en este mundo devorador, una lucha entre carnívoros y vegetarianos o, limitándola más todavía, entre partidarios del pollo y secuaces de la ternera. Lo que de ningún modo nos hubiésemos imaginado nunca, es el más leve rozamiento entre los incondicionales de una vianda cualquiera y los defensores del tenedor. Porque la retórica no puede ser más que el tenedor, y la necesita el lírico tanto como el humorista; todo el que escribe la necesita de igual modo. Cuando el señor Baroja dice, por ejemplo, el dominio de la retórica, el campo del humorismo, echa mano -¡quién lo creyera!- de una denigrada figura retórica. Y su libro, si algo es, en último resultado, es un tratado retórico»5.


Sin embargo, el irónico Díez-Canedo perdía de vista las precisiones hechas en el libro mismo que estaba reseñando. En el cap. IV de la segunda parte, señala Baroja tres acepciones de «retórica»: una, el estudio objetivo de las obras literarias (lo que hoy llamaríamos estilística), y este estudio Baroja lo considera útil y lo respeta; segunda acepción: retórica dogmática, de reglas o preceptos (lo que denominaríamos preceptiva), y con razón Baroja cree que a esta retórica ya nadie le hace caso; y acepción tercera: técnica, una técnica aprendida y aplicada al ejercicio de hablar y escribir. Sobre esta retórica opina Baroja que puede ser una preocupación fecunda para el escritor formal y técnico, pero «lo es mucho menos, casi no es importante, en el escritor intelectual y lógico», del tipo de Stendhal. Es a esta técnica, sobre todo cuando se convencionaliza en unos modelos tradicionales, o en un programa o estilo de época aceptado por los escritores, a lo que Baroja contrapone el humorismo, alegando muy certeramente que «nada sentimental se puede adquirir por técnica» y que una de las raíces literarias más importantes del sentimiento está en el ritmo, «y el ritmo no se inventa, se nace con uno o con otro».

Desde este modo de entender, por Díez-Canedo no bien entendido, son justificables casi todas las oposiciones que Baroja establece: el humorismo es improvisación, la retórica tradición; el humorismo inventa y subvierte valores, la retórica afirma los valores convenidos; el humorismo se basa en la intuición, la retórica en el razonamiento; aquél es dionisiaco, ésta apolínea, etc. Antes dije que no encontraba para el humorismo un término exactamente contrapuesto. Baroja lo hace ver con claridad: ese término es la retórica, en el sentido de la segunda y de la tercera acepción.

Azorín comprendía mejor el modo de pensar de su compañero cuando en el mismo año 1919, a propósito de las horas solitarias, escribía:

«¿Será verdad que Baroja -como otros muchos autores- no guarda preceptos ni normas para escribir? No; lo que sucede es que Baroja, lo mismo que los artistas similares, obedece a un ritmo superior; es decir, tiene un orden y un concierto más alto -o distintos- que el orden y la simetría corrientes. La visión es más ancha y compleja, y dentro de esa anchura y complejidad, si reparamos bien, podemos percibir un orden más vivo, más eficaz y más humano -sobre todo, más humano- que el orden, estéril e ineficaz, que vemos en los otros artistas. Lo que ama, sobre todo, Baroja es lo espontáneo, lo instintivo, lo imprevisto, lo contradictorio»6.


Pero no era la antítesis Humorismo-Retórica, desde un punto de vista teórico, lo que más me interesaba poner de relieve. Siempre me había causado perplejidad la forma fictiva de La caverna del humorismo: dudaba sobre su pertinencia. Ahora veo que es una cobertura retórica con la que Pío Baroja pretende al mismo tiempo evocar la retórica y destruirla. Por eso me ha ocupado más la forma del libro que su ideario. Por eso he intentado detectar las motivaciones ambientales de la fábula. Por eso debo añadir ahora que La caverna del humorismo es un tratado, mejor pensado de lo que pueda suponer un lector superficial, modestamente disimulado dentro de una seudonovela. Más importante: La caverna del humorismo constituye un ejemplar humorístico en sí, un artefacto de humor que, además de describir en estilo puntinista el humorismo, lo realiza.

La Memoria del doctor Guezurtegui, destinada a esa Universidad de Lezo, tan conocida en el mundo, está escrita a ratos perdidos no en oficial papel de barba, sino en los reversos de prospectos y facturas, y publicada por su transcriptor gracias a la «Sociedad Editorial para la impresión de los trabajos científicos y literarios perfectamente inútiles» (p. 16). Las conferencias extractadas por el memorialista son de menos provecho que los soliloquios de éste. Sobre todo en la parte primera, la de tono más científico, se ridiculizan los hábitos de la pedantería desde los títulos mismos de los capítulos; así, el cap. IV se titula «Primera, segunda, tercera», y el cap. V se titula «Cuarta, quinta, sexta», pero en aquél sólo hay dos proposiciones, seriadas A y B, y en éste no hay realmente proposición alguna. Así también, el cap. II se titula académicamente «Tropiezos de nuestra tesis», pero su contenido consiste en un desarrollo de la oposición Humorismo-Retórica donde no asoma ni el más leve tropiezo. Así, en fin, rezuman pedantería de dómine otros títulos, como «Bilateralis», «Teorías», o «Distinguimos», pedantería en seguida desarbolada por la sencillez familiar del pensamiento que bajo semejantes títulos se expresa. La Memoria es, por tanto, una serie de nótulas; el tratado, una sucesión de apuntes y observaciones experimentales. Contraste humorístico ratificado por otros: la falta de humor de los viajeros y el frecuente malhumor de Guezurtegui, la caverna junto al gran hotel, los sabios que no dicen nada nuevo, las teorías generales que acaban en alguna anécdota excéntrica.

Quien desee apreciar de un golpe el humorismo más jovial que saturniano, lea por ejemplo la tierna «Historia de dos patos intuitivos»: dos patos criados en un corral de gallinas y que, de susto en susto, tienen al fin la intuición del arroyo cercano en el que pronto se zambullen, descubriendo así la existencia acuática que era la suya y que ellos no conocían. Quien desee percibir el humorismo más melancólico que exultante, rememore la escena en el claustro de la catedral de Pamplona, en las penúltimas páginas del libro.

En otra parte me he referido a la importancia que para la estructura de la novela Camino de perfección poseen dos escenas temática y ambientalmente muy parecidas: la que sucede en el cementerio de El Paular, y la que tiene lugar en el claustro de la catedral de Tarragona. La primera ofrece la oposición Vida-Muerte en su aspecto más elemental: la muerte cohabita con la vida e invisiblemente la engendra. En el solemne reposo del camposanto, el cadáver del obispo había ido descomponiéndose bajo sus ornamentos, arrullado por el murmullo de la fuente, y del pus de sus úlceras hablan brotado las blancas corolas de las flores, cuya sustancia evaporada irla a depositarse en una nube. En el otro claustro, en el de la catedral de Tarragona, la oposición aparece en un aspecto histórico, de civilización problemática, como un desafío entre la moral cristiana milenaria y la nueva y eterna inocencia de la vida. Fernando Ossorio, junto a la mujer amada, contempla los románicos capiteles de aquellos claustros en un hermoso día de primavera, cerca del mar, y ambos admiran el jardín lleno de arrayanes con sus pájaros piadores volando desde la copa de un ciprés hacia el brocal del pozo, con sus limoneros, sus nubes errantes y su cielo azul. Pero comienzan a cruzar por el claustro algunos canónigos, se oye el órgano y un rumor de rezos y de cánticos, y es entonces cuando se entabla en la fantasía del protagonista aquel duelo entre la libre y pujante energía de la vida y las tentaciones del recogimiento místico. El huerto es vida, el templo muerte, y el anatema formidable de la Iglesia parece valer poco, en su exasperada violencia, ante el plácido triunfo de la vida natural: triunfo que, en su continuidad segura, no necesita de violencia ni de ostentación7.

En La caverna del humorismo la escena del claustro de Pamplona recuerda notablemente la del claustro tarraconense:

«Había en el jardín un profundo silencio, interrumpido por el piar de los pájaros. En el patio, el guardián, con un paquete de llaves en una mano, escogía no sé qué clase de hierbas con cuidado.

Ha empezado a sonar una campana, ha salido el guardián del patio, ha cerrado la puerta de hierro y ha comenzado a ir de aquí a allá, abriendo y cerrando puertas, haciendo un ruido terrible al descorrer los cerrojos.

Han pasado canónigos gordos, rojos, inyectados, con su muceta morada. Algunos fumando, todos con una mirada dominadora. Me miraban como diciendo '¿Quién es este extranjero?' Han comenzado las vísperas.

[...]

He dado unas cuantas vueltas al magnifico claustro de la catedral, fumando un cigarro.

He saludado a los caballeros venerables que duermen su sueño de obscuridad y de piedra, y a los vencejos y golondrinas que viven su vida de luz y de aire.

En medio del patio de la catedral he visto que hay un pozo, y sobre el cerco de hierro del pozo donde cuelga la polea, hay una veleta.

-¿A qué herrero se le pudo ocurrir esta idea? -me he preguntado-. ¿No comprendió la ironía de poner una veleta en medio de cuatro paredes? Esa veleta me parece el símbolo de la libertad que dan las religiones.

[...]

Yo no quiero ser ni por unos días como esa veleta encerrada entre cuatro paredes, sino estar expuesto a todos los vientos».


(296-298)                


Y el jovial pesimista Guezurtegui, el «eleuterómano» o maníaco de la libertad, ante el ejemplo de ese retórico ornamento que por inútil ha pasado a tener un efecto humorístico, decide huir de todas las clausuras, marcharse a toda prisa: enamorado de la perpetua movilidad; arrebatado por el ansia de girar y girar, haciendo y deshaciendo rutas, como bien levantada veleta entre la impetuosa, entre la innumerable necesidad del viento.





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