Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoEl Gran Capitán

AUTORES CONSULTADOS. -Zurita Mariana Crónica anónima del Gran Capitán. Sumario de las hazañas del Gran Capitán, por Hernán Pérez del Pulgar, señor del Salar, Paulo Jovio. Duponcet. Ayala. Guicciardini. Giannone. Herrera Hechos de los españoles en Italia. Bernáldez, Crónica manuscrita de los Reyes Católicos. Comentarios de los hechos del señor Alarcón.

Gonzalo Fernández de Córdoba, llamado por su excelencia en el arte de la guerra el Gran Capitán, nació en Montilla en 1453. Su padre fue don Pedro Fernández de Aguilar, rico-hombre de Castilla, que murió muy mozo; y su madre doña Elvira de Herrera, de la familia de los Enríquez. Dejaron estos señores dos hijos, don Alonso de Aguilar, y Gonzalo, el cual se crió en Córdoba, donde estaba establecida su casa bajo el cuidado de un prudente y discreto caballero llamado Diego Cárcamo. Éste le inspiró la generosidad, la grandeza de ánimo, el amor a la gloria y todas aquellas virtudes que después manifestó con tanta gloria en su carrera. Ellas habían de ser su patrimonio y su fortuna, pues recayendo por la ley todos los bienes de su casa en su hermano mayor don Alonso de Aguilar, Gonzalo no podía buscar poder, riqueza ni consideración pública sino, en su mérito y sus servicios.

El estado en que se hallaba entonces el reino de Castilla presentaba la mejor perspectiva a sus nobles esperanzas: el tiempo de revueltas es el tiempo en que el mérito y los talentos se distinguen y se elevan, porque es aquél en que se ejercitan con más acción y energía. La incapacidad de Enrique IV había puesto el estado muy cerca de su ruina: los grandes descontentos, las ciudades alteradas, el pueblo atropellado, robado y saqueado; el país hirviendo en tiranos, robos y homicidios; las leyes sin vigor alguno, ninguna policía, ningunas artes; todo estaba clamando por un nuevo orden de cosas, y todo dio ocasión a las escandalosas escenas que hubo al fin de aquel triste reinado. Dividióse el reino en dos partidos, favoreciendo el uno al infante don Alonso, hermano de Enrique, a quien despojaron en Ávila del cetro y la corona, como inhábil a llevarlos. La ciudad de Córdoba siguió el partido del Infante; y entonces fue cuando Gonzalo, muy joven todavía, se presentó enviado por su hermano en la corte de Ávila a seguir la fortuna del nuevo rey, a quien sirvió de paje y ayudó en la guerra.

La arrebatada muerte de este príncipe desbarató las medidas de su facción, y Gonzalo se volvió a Córdoba; más después fue llamado a Segovia por la princesa doña Isabel, que, casada con el príncipe heredero de Aragón, se disponía a defender sus derechos a la sucesión de Castilla contra los partidarios de la princesa doña Juana, hija dudosa de Enrique IV. Es bien notoria la triste situación de este miserable rey, obligado a reconocer por hija de adulterio la hija de su mujer, nacida durante su matrimonio, y a pasar la sucesión a su hermana, a quien no amaba; después, llevado por otro partido que abusaba de su debilidad, a volver sobre sí y declarar por hija suya legítima a la que antes había confesado ajena, y a destrozar el Estado con este manantial eterno de querellas y divisiones Isabel, sostenida por la mayor y más sana parte del reino, y apoyada en las fuerzas de Aragón, reclamó contra la inconstancia de su hermano. Entonces fue cuando Gonzalo se presentó en Segovia; y si su juventud y su inexperiencia no le dejaban tomar parte en los consejos políticos y en la dirección de los negocios, las circunstancias que en él resplandecían le constituían la mayor gala de la corte de Isabel. La gallardía de su persona, la majestad de sus modales, la viveza y prontitud de su ingenio, ayudadas de una conversación fácil, animada y elocuente, le conciliaban los ánimos de todos, y no permitían a ninguno alcanzar a su crédito y estimación. Dotado de unas fuerzas robustas, y diestro en todos los ejercicios militares, en las cabalgadas, en los torneos, manejando las armas a la española o jugando con ellas a la morisca, siempre se llevaba los ojos tras de sí, siempre arrebataba los aplausos; y las voces unánimes de los que le contemplaban le aclamaban príncipe de la juventud. Añadíase a estas prendas eminentes la que más domina la opinión de los hombres, una liberalidad sin límites, y una profusión verdaderamente real. Cuando Covarrubias, un doméstico de la Princesa, vino de su parte a decirle que cuánta gente traía consigo, para señalarle larga y cumplida quitación, «yo, señor maestresala, respondió él, soy venido aquí no por respecto de interés, sino por la esperanza de servir a su Alteza, cuyas manos beso.» Sus muebles, sus vestidos, su mesa eran siempre de la mayor elegancia y del lujo más exquisito. Reprendíale a veces el prudente ayo aquella ostentación, muy superior a sus rentas y aun a sus esperanzas, por magníficas que fuesen; y su hermano don Alonso de Aguilar desde Córdoba le exhortaba a que se sujetase en ella y no quisiese al fin ser el escarnio y la burla de los mismos que entonces le aplaudían. «No me quitarás, hermano mío, contestó Gonzalo, este deseo que me alienta de dar honor a nuestro nombre y de distinguirme. Tú me amas, y no consentirás que me falten los medios para conseguir estos deseos; ni el cielo faltará tampoco a quien busca su elevación por tan laudables caminos.» Esta dignidad y esta grandeza de espíritu le anunciaban ya interiormente, y como que manifestaban a España la gran carrera a que le llamaba el destino.

Muerto Enrique IV, el rey de Portugal, que había tomado la demanda de la doña Juana, hija del monarca difunto, sobrina suya, y con quien se había desposado, rompió la guerra en Castilla con intención de apoderarse del reino en virtud de los derechos de su nueva esposa. En esta guerra hizo Gonzalo su aprendizaje militar bajo el mando de don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago. Mandaba la compañía de ciento y veinte caballos de su hermano, el cual se hallaba en Córdoba; y empezaba a demostrar con su valor y bizarría la realidad de las esperanzas cifradas en su persona. Los otros oficiales de su clase solían en los días de acción vestir armas comunes para no llamar la atención de los enemigos, Gonzalo, al contrario, en estas ocasiones se hacía distinguir por la bizarría de su armadura, por las plumas de su yelmo, y por la púrpura con que se adornaba, creyendo, y con razón, que estas señales, que manifestaban el lugar en que combatia, servirían de ejemplo y de emulación a los demás nobles, y a él le asegurarían en el camino del honor y de la gloria. Esta conducta fue la que en la batalla de Albuhera le granjeó la alabanza del General, quien, dando al ejército las gracias de la victoria, aplaudió principalmente a Gonzalo, cuyas hazañas, decía, había distinguido por la pompa y lucimiento de sus armas y su penacho.

Acabada la guerra de Portugal, y apaciguado el interior del reino, Isabel y Fernando volvieron su atención a los moros de Granada. Esta empresa era digna de su poder y necesaria a su política. Ningún medio más a propósito para aquietar a los grandes, para afirmar su autoridad y ganarse las voluntades del Estado entero, que tratar de arrojar enteramente a los sarracenos de España. Tuvieron estos la imprudencia de provocar a los cristianos, que estaban en plena paz con ellos, y tomar a Zahara, villa fuerte situada entre Ronda y Medinasidonia. Esta injuria fue la señal de una guerra sangrienta y porfiada, que duró diez a1os y se terminó con la ruina del poder moro. Gonzalo sirvió en ella al principio de voluntario, después de gobernador de Alora, y al fin mandando una parte de la caballería. Apenas hubo en todo el discurso de esta larga contienda lance alguno de consideración en que él no se hallase. Señalóse entre los más valientes cuando la toma de Tajara, y lo mismo le aconteció en el asalto y ocupación de los arrabales de Loja. Defendía esta plaza en persona el rey moro Boabdil, poco antes cautivo, después aliado, y últimamente enemigo del rey de Castilla. Loja no podía ya sostenerse, y aquel príncipe, encerrado en la fortaleza, no osaba rendirse, temiendo los rigores de su vencedor, justamente irritado contra él. En tal estrecho se acordó del agasajo y obsequios que había recibido de Gonzalo durante su cautiverio; y esperando mucho de su mediación, le convidó a que subiese al castillo para conferenciar juntos sobre el caso. Pidió Gonzalo al instante licencia a su rey para subir. Todos los cortesanos, y Fernando mismo, se lo desaconsejaban, recelando alguna alevosía de parte de aquel bárbaro. «Pues el rey de Granada me llama, replicó él, para que le remedie por este camino, el miedo no me estorbará hacerlo, ni dejaré de aventurarlo todo por tal hecho.» Con efecto subió a la fortaleza y persuadió a Boabdil a que se rindiese, asegurándole de la benignidad con que sería acogido por el rey de Castilla. Hízolo así, y entregada la plaza a condiciones harto favorables, pudo libremente irse el príncipe moro a sus tierras de Vera y Almería. Rindióse poco después Illora (1486), llamada el ojo derecho de Granada por su inmediación a aquella ciudad y por su fortaleza. Gonzalo, que en esta ocasión hizo las mismas pruebas de valor y capacidad que siempre, quedó encargado por los Reyes de la defensa de Illora; y talando desde ella los campos del enemigo, interceptando los víveres, quemando las alquerías, y aun a veces llegándose a las murallas de Granada y destruyendo los molinos contiguos, no dejaba a los infieles un momento de reposo. Dícese que entonces fue cuando ellos, espantados a un tiempo y admirados de una actividad y una inteligencia tan sobresalientes, empezaron a darle el título de Gran Capitán, que sus hazañas posteriores confirmaron con tanta gloria suya.

Cada día Granada veía caer en poder de los cristianos alguno de los baluartes que la defendían. Todas las plazas fuertes del contorno estaban ya tomadas; y reducida a sus murallas solas, falta de socorros, desigual a sus contrarios, todavía tenía en sí un mal interior, peor que todos éstos, para completar su ruina. Dividíanla tres facciones distintas, acaudilladas por otros tantos que se llamaban reyes: Albohacen, Boabdil, su hijo, conocido entre nosotros con el nombre del rey Chico, y Zagal, hermano de Albohacen, que se apoderó de una parte de Granada después que Boabdil arrojó de ella a su padre. Si alguna cosa puede dar idea de la rabia desenfrenada de la ambición es la insensatez de estos miserables: al tiempo que los cristianos iban desmembrando las fortalezas del imperio, ellos, uno en el Albaicín y otro en la Alhambra, armándose traiciones dándose batallas, bañando en sangre mora las calles de Granada, la dejaban huérfana de los brazos que debían defenderla de su enemigo. Fomentaron los cristianos estas divisiones, que ayudaban a sus intentos tanto o más que sus armas mismas, y ayudaron el partido de Boabdil Gonzalo y Martín de Alarcón fueron enviados a Granada con este objeto, y Gonzalo consiguió con una estratagema arrojar de la capital a Zagal, y dejar en ella bien establecido al régulo que auxiliaba.

Mas Boabdil, desconceptuado entre sus mismos vasallos por sus relaciones con los cristianos, ni tenía autoridad para mandar ni carácter para hacerse obedecer. Quiso acreditarse con los suyos, e hizo una salida contra los nuestros; tomó y derribó el castillo de Alhendin, y puso sitio sobre Salobreña que no pudo tomar, por la vigorosa defensa que hicieron los de dentro. Rotos así los lazos que le hacían respetar de nosotros, los Reyes se acercaron a Granada y la estrecharon en sitio formal. La bizarría y valor de Gonzalo se señalaron igualmente en esta época última de la guerra que en las otras (1491). Quiso la Reina un día ver más de cerca a Granada, y Gonzalo la escoltaba de los primeros: los moros salieron a escaramuzar, y tuvieron que volverse con mucha pérdida; más él, no contento con lo que había hecho en el día, se quedó en celada por la noche para dar sobre los granadinos que saliesen a recoger los muertos. Salieron con efecto, pero en tanto número, y cerraron con tal ímpetu, que su osadía pudo costar cara a Gonzalo, que cercado de enemigos, muerto el caballo, y desamparado de los suyos, hubiera perecido a no haberle socorrido un soldado dándole su caballo. Es sabido generalmente el rebato que hubo en el campo cuando se quemó la tienda de la Reina por el descuido de una de sus damas. Gonzalo al instante envió a Illora por la recámara de su esposa doña María Manrique, con quien, por muerte de doña Leonor de Sotomayor su mujer primera, se había casado poco tiempo había en segundas nupcias11. La magnificencia de las ropas y muebles fue tal, tal la prontitud con que fueron traidos, que Isabel, admirada, dijo a Gonzalo «que donde había verdaderamente prendido el fuego era en los cofres de Illora»; a lo que respondió él cortesanamente «que todo era poco para ser presentado a tan gran reina».

Por último, los sitiados, viéndose sin recursos, trataron de rendirse, y las capitulaciones fueron ajustadas por Gonzalo de Córdoba y Hernando de Zafra, de parte del rey Fernando; y por Bulcacín Mulch, de la de Boabdil12. Las llaves de la plaza fueron entregadas el día 2 de enero del año de 1492, y el 6 hicieron los reyes su entrada pública y solemne en ella (1492).

Entre las mercedes que el conquistador hizo a los guerreros que le habían ayudado en la conquista, cupo a Gonzalo el don de una hermosa alquería con muchas tierras dependientes, y la cesión de un tributo que el Rey percibía en la contratación de la seda. Pero, aunque las acciones de Gonzalo en toda esta guerra fuesen correspondientes a las esperanzas que había dado en su juventud, y le distinguiesen del común de los oficiales, aún no había llegado la ocasión de desplegar toda su capacidad. Su hermano don Alonso de Aguilar, el conde de Tendilla, el marqués de Cádiz y el célebre alcaide de los Donceles, fueron los caudillos a quienes se fiaron las expediciones más importantes y los que ganaron más reputación. Así es que en las historias generales apenas se hace mención de Gonzalo sino al contar que se le dio el mando de Illora y el encargo de ajustar las capitulaciones de la rendición de Granada; pero las revoluciones de Italia le iban ya preparando aquel campo de gloria con que, saliendo de repente de la condición de guerrero subalterno, iba a eclipsar la reputación de todos los generales de su tiempo.

Acabada la guerra, siguió a la corte, siendo siempre el principal ornato de ella a los ojos de Isabel, que jamás estaba más contenta y satisfecha que cuando Gonzalo concurría a su presencia. Sus acciones y sus palabras, en que sobresalía la galantería respetuosa y bizarría de aquel siglo, unidas a la lealtad y eficacia de sus servicios, habían establecido altamente su estimación en el ánimo de aquella princesa, que no se cansaba de alabarle. Llegaron los cortesanos a sospechar, y aun murmuraron tal vez, si en este declarado favor que la Reina le dispensaba habría algo más que estimación; pero la edad, las costumbres austeras de Isabel debían desmentir las cavilaciones de estos malsines, cuya envidia quería más bien calumniar la virtud de una mujer sin tacha en esta parte, que reconocer el mérito sobresaliente de Gonzalo. Ella le conocía bien y sabía hacerle justicia, y en cuantas ocasiones se ofrecían se le designaba al Rey su esposo como el sugeto más a propósito para llevar a gloriosa cima todas las empresas grandes que se le encomendasen. Fernando lo creía así también; y no bien se presentó ocasión en las agitaciones de Italia, cuando, determinando tomar parte en ellas, envió a Gonzalo con armada y ejército a Sicilia. más para entender bien las causas de esta expedición y el estado de las cosas, es preciso tomar la narración de mucho más arriba.

Con la muerte de Lorenzo de Médicis, principal ciudadano de Florencia, se había roto el equilibrio establecido por este gran político entre los diferentes estados de Italia, y al cual debía esta nación algunos años de prosperidad y sosiego. Luis Esforcia, dicho el Moro, gobernaba el Milanesado, o más bien le dominaba bajo el nombre de su sobrino Juan Galeazo; y temiéndose que los florentines y los reyes de Nápoles tramasen algo contra su poder, recurrió a Carlos VIII, rey de Francia, haciendo alianza con él y excitándole a la conquista del reino de Nápoles. Los derechos que la casa de Anjou pretendía tener a este estado por las adopciones que Juana I y Juana II habían hecho en diversos príncipes de esta familia, habían sido cedidos a Luis XI, rey de Francia, padre de Carlos VIII. A esta razón de derecho se llegaba la facilidad con que se suponía podría echarse de Nápoles a la casa reinante, malquista con los nobles y con el pueblo por su crueldad y su avaricia; y sobre todo, la juventud de Carlos, su temeridad, las esperanzas lisonjeras de que le henchían todos sus cortesanos, y su poder, más absoluto que el de otro ningún rey de Francia, levantado así a fuerza de fatigas y aun crímenes de su antecesor. En Nápoles reinaba Fernando I, hijo de Alonso V el Conquistador, príncipe avaro y cruel, pero capaz y lleno de actividad. Éste, viendo la tempestad que iba a armarse en su daño, comenzó a conjurarla por todos los medios que su sagacidad y su experiencia le sugerían. Quizá lo hubiera conseguido; pero murió en este tiempo, y dejó el trono a su hijo Alfonso, tanto y aun más aborrecido que él, y sin ninguno de sus talentos. El estrecho parentesco y alianza que unían a esta casa con la de Aragón podrían ser un contrapeso al peligro inminente; pero Carlos VIII, ardiendo en ansia de emprender la conquista, había allanado todos los obstáculos por esta parte; y cediendo al Rey Católico los estados del Rosellón y Cerdeña, había exigido la palabra de no ser perturbado en sus empresas. Lo mismo hizo con el emperador Maximiliano, a quien devolvió el Franco-Condado y el Artois, parte del dote de su mujer; y en fin, para no tener oposición de lado ninguno en los proyectos quiméricos que le lisonjeaban, el rey de Francia se sometió a pagar a Enrique VII de Inglaterra seis cientos veinte mil escudos de oro para que no le inquietase. Así empezaba cediendo lo que no podía perder, para adquirir lo que no podía conservar; y según la expresión de un historiador, se imaginaba el insensato «llegar a la gloria por la senda del oprobio».

Carlos, en fin, baja a Italia con un ejército de veinte mil infantes y cinco mil caballos; corto número de gente para una expedición tan importante, mucho más careciendo absolutamente de dinero y de recursos para mantenerla. Pero la Italia estaba dividida, desarmada y poco acostumbrada a la guerra con los muchos años de ociosidad: la audacia, la ligereza y el aparato bélico de los franceses la llenaron de terror, y la expedición de Carlos pareció más bien un viaje que una conquista. Allanado el paso por Placencia, puestos en respeto los florentines, escarmentado el papa Alejandro VI, que quiso resistirse a entrar en sus miras, marcha a Nápoles, desamparada de sus reyes, que no osaron oponerse a aquel torrente; y su entrada, parecida a un triunfo (21 de febrero de 1495), según la majestad y aparato con que la celebró, le hacía tocar la realidad de los sueños que le habían halagado en Paris. Ya con una mano amenazaba a Sicilia, y con la otra al imperio de Oriente, por los derechos que le había cedido un príncipe de la casa de los Paleólogos, cuando a muy poco tiempo el vuelco que dieron las cosas le hizo conocer toda la imprudencia de su conducta.

Los estados de Italia comenzaron a agitarse contra la potencia de los franceses, que parecía iban a devorarlos todos. El emperador Maximiliano, el Papa, los venecianos, el rey de España, el mismo Luis Esforcia, ya duque de Milán por la muerte de su sobrino, se coligaron para arrojarlos de Italia, prometiendo cada uno contribuir con sus fuerzas para la causa común. A este daño se añadía otro no menos grave. Los franceses, por su ligereza, su imprudencia y su libertinaje, se hicieron al instante odiosos a los napolitanos: robaban, saqueaban, no tenían cuenta con los que o por odio a los príncipes aragoneses o por amor a la casa de Francia les habían favorecido en la conquista; el Rey, abandonado a sus favoritos, ni sabía gobernar ni mandar; el pueblo, vejado, viendo vender los empleos en vez de distribuirlos al mérito, dar a uno sin razón lo que se quitaba al otro por capricho, y no encontrando utilidad alguna en la mudanza de dominio, echaba menos a los príncipes desposeídos. Noticioso pues el rey de Francia de la liga que se había formado contra él, y poco seguro de sus nuevos súbditos, abandonó su conquista con la misma precipitación con que la había hecho; y a los cuatro meses de su entrada en Nápoles, dejando la mitad de sus fuerzas para la defensa de aquel estado, con la otra mitad se abrió paso para su país por medio de provincias enemigas, habiendo arrollado junto al Taro al ejército que los príncipes italianos habían juntado para cortarle el paso. Así dejó la Italia, hecho la execración de toda ella, habiendo llevado con su ambición frenética todas las calamidades y estragos que la afligieron después, y no compensando con cualidad ninguna buena los vicios de cuerpo y alma, que le hacían un objeto de odio y de desprecio.

Antes de que llegase a Nápoles con su ejercito, ya el rey Alfonso II había renunciado el reino en su hijo don Fernando, con lo cual creyó que se embotaría el odio que todos sus súbditos tenían a la casa de Aragón, por ser aquel príncipe muy bienquisto del pueblo; y asombrado con la venida impetuosa del enemigo, y lleno del terror que acompaña en el peligro a los malos reyes, buyó precipitadamente, y se retiró a Mázara, en Sicilia, a vivirá lo religioso en un convento. Remedio ya tardío, cuando los franceses a las puertas, el Estado en convulsión, los facciosos y amigos de novedades declarados, cerraban al nuevo rey todos los caminos de restablecer las cosas. Viéndolas pues desesperadas, y después de ensayar algunos esfuerzos inútiles, Fernando huyó también, primeramente a la isla de Iscla, y después a Sicilia.

Por el mismo tiempo había arribado allí Gonzalo de Córdoba al frente de cinco mil infantes y seiscientos caballos (24 de mayo de 1495 ): ejército preparado ya de antemano por el Rey Católico, cuya sagacidad preveía la vuelta que habían de tomar los negocios, y el partido que podría sacar de las turbaciones de la Italia. En Mecina se abocó el general español con los dos reyes desposeídos, y entre los tres trataron del plan de operaciones que debía seguirse, atendido el estado de las cosas. quería don Fernando que se fuese en derechura a la capital, de donde ya lo llamaban los que estaban cansados de la dominación francesa. más Gonzalo fue de dictamen que debían entrar por la Calabria, en donde Regio estaba por el Rey, y casi todas las plazas abiertas y sin defensa, por no haber puesto los franceses presidio en ellas y ser consumidas y malbaratadas sus municiones. Añadíase a esta razón la de que aquella provincia, por su inmediación a Sicilia, era más afecta que otra alguna al partido de España, y Gonzalo quería aprovecharse de esta buena disposición. Éste fue el partido que se siguió, y el ejército, compuesto de las tropas que habían ido de España y de las que se habían arrebatadamente juntado en Sicilia, pasó a Calabria.

Mandaba en esta provincia por parte de Carlos, Everardo Stuart, señor de Aubigni, capitán célebre y experimentado; y era virey de Nápoles Gilberto de Borbón, duque de Montpensier, de la casa real de Francia, general más distinguido por su nobleza que por su pericia y sus hazañas. Las primeras acciones del ejército español en la Calabria fueron tan rápidas como brillantes. Ganóse por asalto la fortaleza de Regio, pasando a cuchillo la guarnición, por haber violado pérfidamente la tregua que se la había concedido. Santa Ágata, otra plaza fuerte, se rindió a la intimación primera; e interceptado y hecho prisionero un regimiento enemigo que marchaba a guarnecer a Seminara, esta plaza tuvo también que volver al dominio aragonés. Aubigni, viendo los progresos de Gonzalo, se adelanta a largas marchas para atajarlos, y presenta la batalla a su enemigo. La calidad más eminente del caudillo español era la prudencia: no fiándose en las tropas sicilianas, poco aguerridas, y conociendo que los soldados españoles, acostumbrados solamente a combatir con los moros, no eran iguales todavía en destreza ni a los caballos franceses ni a la infantería suiza, rehusaba la pelea, y no quería comprometer el crédito de sus tropas ni la suma de la empresa al trance de una acción. Pero el rey don Fernando, como joven y como valiente, deseaba señalarse, y no quería parecer tímido ni a sus contrarios ni al estado que deseaba recobrar; fiaba también en que el enemigo era inferior en número, y llevó a su opinión la de todos los generales que había presentes. La batalla se dio, y el éxito manifestó cuán justos eran los recelos de Gonzalo; porque, aunque al principio éste con sus españoles sostuvo y aun rompió el ímpetu de la caballería francesa y de la infantería suiza, los sicilianos se desbandaron casi sin combatir, y los nuestros tuvieron que ceder la victoria, que ya creían segura. El Rey hizo increíbles esfuerzos para restablecer la batalla y detener los fugitivos, y peleó tan esforzadamente y con tanto riesgo de su persona, que muerto el caballo en que iba, hubiera sin duda o muerto o caído en poder del enemigo, si Juan Andrés de Altavilla no le hubiera dado el suyo, quedándose a hacer frente a los que le perseguían: generosidad que le costó la vida. El Príncipe con esto pudo salvarse y llegar a Seminara, donde también Gonzalo se recogió con sus españoles.

Esta fue la única acción en que Gonzalo dejó de ser vencedor; pero los enemigos no sacaron fruto alguno de su ventaja. El general francés, abatido por una dolencia que le afligía, no pudo hacer más que dar las disposiciones para el combate, el cual ganado, tuvo que apearse del caballo y meterse en el lecho. En tal estado no se atrevió a dirigir el alcance de los vencedores contra los vencidos; y no pudiendo ir a su frente, les concedió un descanso, que él necesitaba más que nadie.

Este descanso le arrebató todos los frutos de su victoria; porque el Rey se pasó al instante a Sicilia, y en la armada que estaba preparada en Mecina voló inmediatamente a Nápoles, donde aún no se sabía aquel mal suceso, y donde fue recibido con las mayores demostraciones de alegría. Gonzalo abandonó a Seminara, que no podía defenderse; y retirándose a Regio, se rehízo allí de su descalabro, y prosiguió su intento de sujetar la Calabria, haciendo a los franceses la guerra misma que había hecho a los moros de Granada, con cuya provincia tenía la Calabria mucha semejanza: guerra de puestos, de estratagemas, de movimientos continuos y de astucia, acomodada a lo montuoso y quebrado del país y al corto número de tropas que tenía a sus órdenes. No pasaban éstas de tres mil infantes y mil y quinientos caballos, y con ellas se apoderó de Fiumar, de Muro y de Calana; rindió a Bañeza, y eran tantas las plazas que de grado o de fuerza le daban la, obediencia, que no podía guarnecerlas por falta de gente. Aubigni, asombrado de tanta actividad, intimidado. de aquella fortuna, ni defendía la provincia, ni se atrevía a abandonarla, ni marchaba al socorro de Montpensier, reducido en Nápoles al mayor estrecho por la intrepidez del Rey. Ya Gonzalo, dueño de Cotrón, Esquilache, Sibaris y de toda la costa del mar Jonio, veía el momento en que iba a arrojar de Calabria a los franceses, cuando recibió un mensaje de Fernando, que le llamaba para ir a reunirse con él.

Había este príncipe a su entrada en Nápoles forzado, a los franceses a encerrarse en los dos castillos que defienden la ciudad; y ellos, viendo que no podían mantenerse allí sin ser socorridos, habían capitulado rendirlos si antes no les venía auxilio. Aubigni, que no quería desamparar lo que restaba en la Calabria, había enviado a Persi con alguna gente a socorrerlos. Este oficial consiguió ventaja en dos combates contra las tropas del Rey, bien que no pudo penetrar hasta Nápoles. Montpensier, que supo estos sucesos, salió por mar de Castelnovo, donde estaba encerrado, y se dirigió primeramente a Salerno: entonces el rey de Nápoles, temiéndose de los sucesos de Persi y de la salida de Montpensier alguna mala resulta, llamó a Gonzalo, que ya pasaba por el primero de los generales de Italia, para que le viniese a asistir donde estaba el nervio de la guerra. Obedeció Gonzalo, y se dispuso a atravesar desde Nicastro, en los confines de las dos Calabrias, hasta el principado de Melfi, donde se hacían la guerra el Rey y los franceses. Todo el país intermedio era quebrado y montuoso: los barones anjoinos ocupaban las plazas fuertes, y los pueblos de todas las serranías estaban excitados por ellos contra los españoles. Pero todos estos obstáculos que la naturaleza y los hombres le oponían fueron gloriosamente arrollados por su audacia y por su pericia. Cada paso era un ataque, cada ataque una victoria: entró a Cosencia a despecho de los franceses que la defendían, que no pudieron resistir los tres asaltos que en un solo día les dio. Escarmentó, con grande estrago que hizo en ellos, a los montañeses de Murano, que fiados en la fragosidad de sus alturas y dificultad del terreno se atrevieron a formarle asechanzas y a cogerle los caminos. Por último, sorprendió a todos los barones de la parcialidad anjoina que se hallaban en Laíno: ellos, descuidados, no acertaron a defenderse; el principal de aquella facción, Almerico de Sanseverino, murió peleando, y la plaza fue entrada por los nuestros. Despejado el camino con estas victorias, Gonzalo prosiguió aceleradamente su marcha, y llegó a juntarse con el Rey a tiempo que los franceses, en número de siete mil hombres, con su general Montpensier, se habían encerrado en Atela, creyendo en aquella plaza quebrantar la fortuna y orgullo de sus enemigos.

Al acercarse al campo le salieron a recibir el Rey, el legado del Papa y el marqués de Mantua, general de la liga italiana, haciéndole todos los honores que se debían al atrevimiento y felicidad de su marcha y a la reputación que no sólo llenaba ya la Italia, sino también la Europa. Con efecto, en su presencia todos los generales parecían sus inferiores; y él, por la elevación de su espíritu, por la prudencia de sus consejos y por la osadía y valor en las acciones, parecía destinado a mandar donde quiera que se hallase. Allí fue donde italianos y franceses le empezaron a dar públicamente el renombre de Gran Capitán, que quedó para siempre afecto a su memoria. El Rey, que antes vacilaba en sus resoluciones, ya por la vivacidad de su espíritu, ya por respeto al marqués de Mantua, comenzó a manifestar más denuedo y más aliento, como si la autoridad del general español y sus talentos fuesen los verdaderos reguladores de todas las determinaciones. Desafióse al instante al enemigo a batalla, que no fue aceptada; y Gonzalo, considerada la disposición del sitio, estableció sus cuarteles, y al instante quiso que sus tropas diesen una muestra de su valor y de su destreza.

Baña las murallas de Atela un riachuelo que desemboca en el Ofanto, donde se proveían de agua los sitiados, y en cuyos molinos se hacía la harina de que se alimentaban. Manteníase esta posición con un puesto fortificado y defendido por la infantería suiza, la mejor entonces de Europa. Gonzalo embistió con los suyos por aquella parte, deshizo los suizos, quemó y arrasó los molinos, y con esta facción llevó la hambre y la miseria dentro de la plaza, que acosada y fatigada con los continuos asaltos tuvo que capitular pactando que si dentro de treinta días no era socorrida por el rey de Francia se rendiría con todas los demás (julio de 1496), exceptuándose Gaeta, Venosa, Taranto y las que en la actualidad fuesen defendidas por Aubigni. El socorro no vino, y los franceses con efecto entregaron a Atela y todas las demás plazas que mandaban gobernadores puestos por Montpensier; pero no se entregaron otras muchas, bajo el pretexto de que sus comandantes no las rendirían sin orden expresa del rey de Francia: circunstancia que dio ocasión al de Nápoles para no cumplir tampoco con el tratado. Montpensier y los demás defensores de Atela, considerados como prisioneros de guerra, fueron enviados a Bayas, Puzol y otros parajes mal sanos, donde casi todos miserablemente perecieron.

Rendida Atela, Gonzalo volvió a Calabria a contener a Aubigni, que con su ausencia se había vuelto a apoderar de casi toda ella. Su presencia restableció las cosas; y viendo el general francés que la fortuna se le trocaba, envió al español un mensaje, quejándose de la contravención que se hacía a la tregua pactada en Atela. Gonzalo respondió que los primeros a romperla habían sido los franceses, y él en particular, pues había salido a ocupar plazas que al tiempo de aquella convención no estaban en su poder; y por lo mismo, que la suerte de las armas, y no el tratado de Atela, era quien había de decidir del dominio de la Calabria. A este tiempo el crédito de Gonzalo era tal, que los soldados de Italia se iban a sus banderas y le seguían sin sueldo: las plazas se le rendían sin defenderse; engrosado su campo, vencedor por todas partes, Aubigni tuvo por mejor acuerdo desamparar la provincia que medirse con el Gran Capitán, el cual en pocos días la redujo toda a la obediencia del rey de Nápoles.

Ya en este tiempo no lo era Fernando. Sin haber podido gustar enteramente ni del reino ni de la victoria, en la flor de su juventud, acometido de una disentería, falleció en Nápoles a 7 de octubre del mismo año (1496). La época de su reinado será para siempre señalada en los fastos de la historia humana, no tanto por los sucesos de su fortuna, sino por haberse manifestado entonces la enfermedad horrible y dolorosa que empezó a declarar la violencia de su ponzoña al tiempo que este príncipe tenía sitiados los castillos de Nápoles. Llamósela mal francés porque los de esta nación fueron los primeros que se conocieron estragados con ella. La América nos la inoculó como en represalia de nuestras violencias; y las generaciones siguientes, atacadas en los órganos de la propugación y los placeres, han maldecido y maldecirán muchas veces la imprudencia y la temeridad de sus abuelos.

El corto tiempo que reinó Fernando, pasado parte en destierro y en desgracia, y parte en guerra porfiada, no manifestó en él más que el valor, animosidad y suma diligencia que le asistían. Algo oscureció la gloria que acababa de ganar con el mal trato que dio a los franceses prisioneros y la perfidia con que por contentar al Papa procedió con los ursinos. Estas muestras hacían sospechar a la Italia que después de afirmarse en el reino más bien quisiese imitar las depravadas máximas de su padre y abuelo, que la generosa condición de Alfonso V, el fundador de su casa. Pero al fin él murió sin confirmar estas sospechas, dejando de sí una memoria agradable y gloriosa; y el reino pasó a su tío Federico, príncipe amable, ilustrado, más a propósito para regir el Estado en una situación sosegada que a defenderlo y mantenerse en medio de aquellas borrascas. Luego que Federico fue reconocido en Nápoles, se puso sobre Gaeta, que Aubigni, venido aquellos días a saludar a aquel rey, hizo que se le rindiese por la poca esperanza que tenía de ser socorrida. Un día antes de la rendición de esta plaza llegó al campo Gonzalo, allanada ya toda la Calabria: el Rey, que le recibió con todas las muestras de alegría y de gratitud debidas a sus hazañas y a sus servicios, quería colmarle de dones y de estados. Pero su moderación, contentándose con la gloria adquirida, se negó a admitirlos mientras no fuese autorizado a ello por los monarcas de España. Asentadas así las cosas de aquel reino, marchó con su gente a Roma, donde el papa Alejandro VI le llamaba.

Al pasar Carlos VIII por aquella capital había dejado mandando en el puerto de Ostia, con guarnición francesa, a Menoldo Guerri, corsario y vizcaíno, hombre que reunía a los talentos de un guerrero la perversidad de un tirano y la ferocidad de un bandolero. Éste desde allí hacía una guerra tanto más cruel al Papa, cuanto más proporción tenía, por el puesto que ocupaba, de afligir con hambre y necesidad a su corte. Todos los navíos mercantes que surtían de víveres y demás géneros a Roma por el Tíber era preciso que se sujetasen antes a sus rapiñas y contentasen su avaricia, a menos de exponerse a ser echados a fondo con la artillería del castillo. La necesidad y carestía se hacían ya sentir en la ciudad, el pueblo clamaba por remedio, el corsario se negaba a todo partido, y sordo a las proposiciones de Alejandro, insensible a sus excomuniones, insultaba desde allí a la debilidad del Papa, que no tenía fuerzas para arrojar a aquel tigre de su caverna. A este mal presente se añadía el temor de que, permaneciendo Ostia en su poder, siempre estaba abierta la puerta de Italia a los franceses. En tal extremidad Alejandro recurrió a Gonzalo (1497), el cual tomando a su cargo la empresa se acercó con sus españoles a Ostia, e hizo a Menoldo la intimación de desamparar la plaza y dar fin a su tiranía. El pirata desechó soberbiamente el partido y se preparó a la defensa, no creyendo que una plaza tan bien pertrechada pudiera rendirse sino después de mucho tiempo, lo que quizá daría lugar a los franceses para venir a socorrerle. más el Gran Capitán, considerada bien la fortaleza y hechos en tres días los preparativos del ataque, dio orden para que se batiese la muralla por una parte con la artillería. Cinco días tardó en abrirse la brecha; y habiendo casualmente un soldado español descubierto en aquel mismo lado un baluarte de madera, por allí se arrojó el ejército al asalto, acudiendo también allí los sitiados con todas sus fuerzas a defenderse. Pero al mismo tiempo Garcilaso de la Vega, nuestro embajador en Roma, que se había acercado a la plaza por la parte opuesta con alguna gente y artillería, hallando las murallas sin defensa, las escaló fácilmente; y los franceses, divididos, no pudieron sostenerse contra el ardor de los españoles, que al cabo, arrollados, muertos o prisioneros una gran parte de ellos, entraron y se enseñorearon de Ostia. El mismo Menoldo se rindió a partido de que lo conservasen la vida; y Gonzalo, arregladas las cosas de aquel puerto, dio la vuelta a Roma, llevando consigo a los vencidos. Su entrada en aquella capital fue un triunfo: salió a recibirle y le esperaba en calles y balcones todo el pueblo, que a voces le llamaba su libertador; él marchaba al frente de sus soldados, las banderas desplegadas y al son de la música guerrera; los prisioneros con cadenas iban a pié en medio, y Menoldo encadenado también, pero sobre un caballo de mala traza. Su aspecto, todavía feroz, manifestaba más despecho que abatimiento. En esta forma atravesó las calles de Roma, se apeó en el Vaticano, y subió a dar cuenta de su expedición al Sumo Pontífice, que colocado en su trono y rodeado de varios cardenales y señores de Roma le esperaba. Arrojóse a besarle los pies, y Alejandro lo alzó en sus brazos, y besándole en la frente, después de manifestar su gratitud por aquel servicio, le dio la rosa de oro, que los papas solían dar entonces cada año a los que eran más beneméritos de la Santa Sede. Gonzalo sólo le pidió dos cosas: una el perdón de Menoldo, y otra que los vecinos de Ostia, en indemnización de los males que habían sufrido por la tiranía de aquel pirata y por la guerra, fuesen exentos de contribuciones por diez años: ambas fueron concedidas; y Menoldo, después de haber sufrido la más severa reprensión del Papa, tuvo libertad de volverse a su país.

La escena que pasó entre Alejandro y Gonzalo al tiempo de despedirse fue de un género diferente, aunque no menos honrosa al Gran Capitán. Dejó el Papa caer la conversación hacia los Reyes Católicos, y llegó a decir que él los conocía bien, y que debiéndole muchos favores no le habían hecho ninguno. Era éste un verdadero insulto de parte de Alejandro, cuyas costumbres y condición eran tales, que sola la ambición de los príncipes cristianos, opuestos entre sí y necesitando alternativamente de él para sus miras, podía mantenerle en un puesto que indignamente ocupaba. Gonzalo, acordándose de la dignidad de los príncipes a quienes entonces representaba, contestó al Papa «que sin duda alguna podía conocer bien a los reyes de Castilla, así por natural de estos reinos como por los muchos beneficios que les debía. Que ¿cómo se olvidaba de que las armas españolas habían entrado en Italia para defender su autoridad atropellada por los franceses? ¿Quién le había hecho superior a los ursinos, que ya lo afligían? Quién le acababa de conquistar a Ostia?» A éstas añadió otras razones sobre la necesidad que tenía de reformar su casa y su corte; y Alejandro, que no esperaba semejante contestación de un hombre a quien juzgaba menor estadista que militar, le despidió de su presencia sin estimarle en menos por aquella osadía.

Gonzalo volvió al reino de Nápoles, en cuya capital entró acompañado del Rey y de los principales de su corte, que salieron a recibirle, tributándole los honores debidos al libertador del Estado. Y no limitándose las demostraciones de Federico a sola una vana pompa, lo creó duque de Sant Angelo, le asignó dos ciudades en el Abruzzo citerior, con siete lugares dependientes de ellas, diciendo que era preciso dar una pequeña soberanía al que era acreedor a una corona. Embarcóse después para pasar a Sicilia, alterada entonces por las contribuciones que el virey Juan de Lanuza había cargado en sus pueblos. Allí hizo el papel hermoso de pacificador, después de haber tan dignamente ejercido el de guerrero. oyó las quejas, reformó los abusos, administró justicia, contentó los pueblos, fortificó las costas. Llamado por Federico para que le ayudase en la conquista de díano, única plaza que quedaba por los franceses y se resistía a sus armas, volvió a tierra firme, y la estrechó con tal vigor y tenacidad, que al cabo los sitiados, a pesar de la vigorosa defensa que hicieron, tuvieron que rendirse a discreción. Con esta última hazaña coronó Gonzalo su primera expedición a Italia; y despedido del monarca napolitano, dejando en buena defensa las plazas que en la Calabria quedaban por los Reyes Católicos para seguridad del pago de los socorros que habían dado, regresó a España (1498) con la mayor parte de las tropas que le había asistido en la empresa.

Fue recibido en la corte de Castilla con el mayor aplauso y agasajo, diciendo públicamente el Rey que la reducción de Nápoles y las victorias sobre los franceses eran superiores a la conquista de Granada. Dos años se mantuvo en ella respetado como su gloria merecía, cuando una agitación que se levantó en Granada le dio ocasión de acreditarse más. Habíase prometido a los moros, cuando se redujeron a la obediencia del Rey, que se les mantendría en el libre ejercicio de su religión. Hubo algunos entre ellos que, habiéndose hecho al principio cristianos, después habían vuelto a sus ritos. Las diligencias y aun rigor que se usó con éstos para volverlos al gremio de la Iglesia, dieron ocasión a los moros de las Alpujarras de creer que con todos iba a procederse del mismo modo y a hacerlos cristianos por fuerza, arrancándoles sus hijos al mismo efecto, como se había hecho con los pervertidos. Cansados por otra parte de la servidumbre en que estaban, y ansiosos de novedades, fiados en los socorros de África y en la distracción de los reyes a las cosas de Italia y de Francia, alzaron el estandarte de la rebelión y tomaron las armas. Los primeros a alborotarse fueron los de Guejar, villa asentada en lo más alto de aquella sierra. Hallábase a la sazón en Granada el Gran Capitán, el cual salió a domar a los rebeldes en compañía del conde de Tendilla, comandante general de la provincia. Para llegar a Guejar era preciso atravesar una llanura que los moros habían empantanado, y después subir por las faldas de la sierra, que eran agrias y fragosas. Atollábanse los caballos, sumíanse los peones, y entre tanto los enemigos los herian a su salvo y huían. Gonzalo aquel día sirviendo más de soldado que de general, dando el ejemplo de infatigable constancia, delantero en el peligro, fue el primero que se acercó a la muralla del pueblo, y arrimando una escala, subió intrépidamente por ella, asió con la mano izquierda de una almena, y con la espada que llevaba en la derecha dio muerte al moro que se le puso delante, y entró el primero en la villa. A su ejemplo los demás soldados entraron también, y pasaron a cuchillo a aquellos infelices. más a pesar de esta ventaja y de haberse rendido otros lugares igualmente fuertes, la rebelión cundió de tal modo que fue preciso al rey don Fernando pasar a aquella provincia, convocar ejército, y seguir en persona a los alborotados. Tomó por asalto a Lanjarón; y los infieles, amedrentados, trataron de rendirse bajo ciertas condiciones, poniendo por mediador a Gonzalo, en quien. depositaron los moros principales que entregaron en rehenes. Fiaban en la humanidad, generosidad y lealtad que reconocían y veneraban en él, y esperaban por su intervención sacar mejor partido en su concierto. Así fue; y Gonzalo les ganó el perdón y unas condiciones que no hubieran fácilmente conseguido sino por su mano.

Esto pasaba en el año de 1500, cuando ya las cosas de Italia se hallaban en un estado que pedía a toda priesa la asistencia de las armas españolas. Había muerto el rey de Francia Carlos VIII, y su sucesor Luis XII le imitó también en sus miras ambiciosas sobre aquel país. Carlos había sido llamado allí por Esforcia, y Luis vino a despojar a este usurpador del estado de Milán. ejemplo insigne a los príncipes débiles, que casi nunca buscan un protector más poderoso que ellos sin adquirirse un tirano. Luis, hecha alianza con el papa Alejandro, con los florentines y con los venecianos, se apoderó del Milanés, y empezó a extender la mano al reino de Nápoles. No quedaba al débil Federico III ningún valedor en Italia: el rey de España era el sólo que podía defenderle del daño que le amagaba; pero Fernando el Católico quiso más bien entrar a la parte de los despojos, que la estéril gloria de la protección. La Europa vio con asombro, y aun con indignación, ir las mismas armas y el mismo general a arrojar de Nápoles a aquel príncipe que tres años antes había sido reconocido y amparado por el rey de España, su tío, a quien no había hecho ni agravio ni injuria: como si lo que se llama alta política entre los hombres atendiese nunca a estos respetos de generosidad o parentesco. Aprestóse en Málaga una armada de sesenta velas, y en ella embarcados cinco mil infantes y seiscientos caballos, salieron en junio de aquel año y se dirigieron a Sicilia, llevando por general a Gonzalo de Córdoba. La fama de este caudillo había exaltado la juventud española, y ansiosos de gloria y de fortuna los nobles habían corrido a alistarse en sus banderas. Con él fueron entonces don Diego de Mendoza, hijo del cardenal de España; Villalba, que después se distinguió tanto en la guerra de Navarra; Diego García de Paredes, tan señalado por su osadía y por sus fuerzas hercúleas; Zamudio, azote de italianos y alemanes; Pizarro, célebre por su valor, pero más por ser padre del conquistador del Perú. La armada iba pertrechada de todo lo necesario, pues no se había perdonado gasto alguno en los preparativos; y Gonzalo se mostró en ella con todo el lucimiento y bizarría correspondiente a su reputación, auxiliado larga y generosamente con las riquezas de su hermano don Alonso de Aguilar.

El objeto de este armamento no se manifestó al principio. Llegado a Mecina, salió al instante a unirse con la escuadra veneciana, mandada por Benito Pésaro, a contener a los turcos, que invadían las islas de la república en los mares de Grecia. Al acercarse, la armada turca, poseída de terror, se retiró a Constantinopla, y los aliados, habiéndose reunido en Zante, se dirigieron a Cefalonia, arrancada poco tiempo había por los bárbaros a la dominación veneciana. Saltó el ejército en tierra, y puso sitio al fuerte que había en la isla, llamado de San Jorge, donde estaba recogida toda la gente de guerra. Hechos los preparativos del sitio y del ataque, Gonzalo antes de empezar envió a requerir a los cercados con un mensaje, en que les decía que los veteranos españoles, vasallos de un poderoso rey y vencedores de los moros en España, habían venido en auxilio de los venecianos; que por tanto, si entregaban la isla y la fortaleza podrían retirarse salvos; pero que si hacían resistencia no se libraría ninguno. «Gracias os doy, cristianos, respondió el albanés Gisdar, comandante del castillo, de que seáis la ocasión de tanta gloria, y de que vivos o generosamente muertos nos proporcionéis tal lauro de constancia con Bayaceto, nuestro emperador. Vuestras amenazas no nos espantan; la fortuna ha puesto a todos en la frente el fin de la vida. Decid a vuestro general que cada uno de mis soldados tiene siete arcos y siete mil saetas, con las cuales vengaremos nuestra muerte, ya que no resistamos a vuestro esfuerzo o a vuestra fortuna.» Dichas estas palabras, hizo traer un fuerte arco con un carcax dorado, para que se le diesen en su nombre a Gonzalo, y acabó la conferencia y despidió a los mensajeros.

La defensa que hizo a los asaltos y combates de sus enemigos fue igual a esta ostentación de bizarría. Eran setecientos los turcos que mandaba, todos aguerridos y feroces; el fuerte bien pertrechado y situado además cobre una roca de áspera y difícil subida. Comenzó a batir el muro la gruesa artillería veneciana; pero Gisdar y los suyos, sin aterrarse por los portillos que hacía ni por el estrago que les causaba, sin perdonar fatiga ni excusar peligro, resistían a los asaltos ofendían con sus máquinas, y era tal la muchedumbre de saetas que lanzaban, que las sendas y el campo se veían cubiertas de ellas. Añadíase a esto que estaban enhervoladas, y las heridas, por no conocerse este artificio al principio, eran mortales. Tenían además ciertas máquinas guarnecidas de garfios de hierro, que las memorias de entonces llaman lobos, con los cuales asían los soldados por la armadura, y subiéndolos en alto, o bien los estrellaban contra el suelo dejándolos caer, o los atraían a la muralla para matarlos o cautivarlos. Con uno de ellos fue asido Diego García de Paredes, a quien se vio por largo espacio de tiempo luchar en fuerzas con la máquina para no ser sacudido al suelo; y llevado a la muralla, defenderse con tal valor, que los bárbaros, respetándole, lo guardaron prisionero, esperando por su medio lograr mejores condiciones si eran forzados a rendirse.

Así proseguía la porfía igual en unos y en otros. Las frecuentes salidas de los turcos tenían en continua vela a los sitiadores, y alguna hicieron que a menos de despertar Gonzalo casualmente soñando lo que pasaba, y mandando maquinalmente que se preparasen a la defensa, fuera grande el estrago y quizá irreparable el daño que hubieran sufrido. Contra la inmensa muchedumbre de sus saetas el general español había dispuesto un bastión, cuyos tiros, alcanzando más que los arcos enemigos, arredraban a sus flecheros. Mandó después preparar en diversas direcciones contra la muralla aquellas minas que acababa de inventar Pedro Navarro, y disponer las escalas para asaltar el fuerte con su gente. Las minas reventaron, y aunque abrieron varios boquerones, ya los turcos tenían hechos los reparos suficientes, y el lugar quedó tan fuerte como antes. Los españoles embistieron a escalar con su acostumbrado ímpetu y valor; pero los enemigos con piedras, con flechas, con fuegos arrojadizos, con aceite, azufre y pez hirviendo, se resistían desesperadamente, rompiendo las escalas y arrojando del muro a los españoles que ya habían subido. Fue necesario mandarlos retirar, y el mismo mal éxito tuvo el asalto que poco después intentaron por su parte los venecianos. Indignábanse aquellos guerreros que habían domado los moros en España y expelido los franceses de Nápoles, que una sola fortaleza se les defendiese tanto; y los que al principio despreciaban a los turcos como unos bárbaros sin esfuerzo, aprendieron después con daño suyo a temerlos y a estimarlos. Eran cincuenta días pasados desde que comenzó el sitio, cuando Gonzalo, juzgando también indigno de su gloria detenerse tanto tiempo en él, habido su consejo con Pésaro, determinó dar un asalto general, en que a un tiempo se acometiese la plaza por las minas, por la artillería y por los soldados. Puestas a punto todas las cosas y animado el ejército, diose la señal, y los cañones disparados, las minas reventando, los soldados embistiendo en alaridos, parecía hundirse la isla a aquel espantoso estruendo, sin que los turcos fuesen consternados. Pero al fin tuvieron que ceder al destino y pujanza de sus enemigos, que a viva fuerza se apoderaron del muro y entraron la plaza. Gisdar, fiel a su palabra, pereció peleando con trescientos de los suyos, dignos todos de mejor fortuna, y sólo se rindieron prisioneros ochenta turcos, que debilitados por los trabajos y heridas recibidas no pudieron hacerla gloriosa defensa que los demás.

Tomada así Cefalonia, y dejándola en poder de su aliado, el gran Capitán, pasados algunos días en que tuvo que detenerse por causa del temporal, se volvió a Sicilia a principios del año de 1501. A Siracusa le vino a encontrar un embajador de la república, la cual en demostración de gratitud por los servicios que acababa de hacerla, le enviaba el diploma de gentilhombre veneciano, y un magnífico presente de piezas de plata labrada, de martas y tejidos de brocado y sedas. Rehusólo al principio; más, obligado a aceptarle por las instancias del embajador, tomó el partido de enviar todas las riquezas a su rey, y él se quedó con sólo el diploma, diciendo graciosamente «que la hacía para que sus competidores, aunque fuesen más galanes, no pudiesen a lo menos ser más gentiles hombres que él».

Estas satisfacciones y esta gloria fueron entonces enlutadas con la desgracia sucedida a su hermano. Habíanse vuelto a rebelar los moros de las Alpujarras, resentidos de las medidas que se tomaban para su conversión. Don Alonso de Aguilar fue uno de los primeros que acudieron al peligro en compañía del conde de Ureña, y uno y otro con su hueste empezaron a combatir y perseguir a los rebeldes en Sierra Bermeja. En todos nuestros historiadores, pero más bien en Mendoza que en otro alguno, está pintada la tragedia de aquella lastimosa tarde en que los nuestros, hostigando a los enemigos por la sierra arriba, desmandados a robar, se dispersan y dejan caer la noche sobre sí, desamparando sus jefes y banderas. Allí puede verse la ferocidad con que los moros, alentados por el valiente Ferí de Benastepar, volvieron la cara a sus contrarios, y comenzaron a herirlos: un barril de pólvora se vuela por desgracia, y su resplandor manifiesta a los bárbaros el desorden de los nuestros, su poco número, su desaliento. En vano don Alonso, don Pedro su hijo, y el conde de Ureña hacen prodigios de valor; todo es inútil: los nuestros caen o muertos o heridos o derrumbados. Don Alonso de Aguilar combatia entre dos peñas, allí le fue a buscar el Ferí, allí se asió a brazos con él. «Yo soy don Alonso», decía el cristiano; «yo soy el Ferí de Benastepar,» replicaba el bárbaro; y atravesándole el pecho, dio con él muerto en el campo. La noticia de este desastre llegó a Gonzalo a Sicilia, y dando lágrimas al infortunio de su hermano, pasó de allí a poco a Regio para ejecutar las órdenes con que había salido de España.

Confiaba todavía el rey de Nápoles en que aquellas fuerzas venían destinadas a socorrerle. ¡Cuál debió ser el disgusto de Gonzalo en tener que mentir a un rey bueno y bienhechor suyo, con las apariencias de la amistad! Pero era preciso obedecer a Fernando el Católico, que le había mandado expresamente no declarar su comisión hasta cierto tiempo convenido. Éste llegó, y el Papa en pleno consistorio anunció la liga entre los reyes de Francia y España, y dio a cada uno de ellos la investidura de las provincias que se habían repartido en el reino de Nápoles. Gonzalo al instante envió un nuncio a Federico para que renunciase solemnemente en su nombre los estados de que le había hecho donación por sus servicios en la anterior guerra. Pero aquel monarca, lejos de admitir la renuncia, confirmó la donación de nuevo, diciendo que él sabía apreciar las virtudes aun en sus enemigos, y que en vez de arrepentirse de las gracias que le había hecho, quisiera, si le fuera posible, acrecentarlas.

En breves días toda la Calabria y la Pulla reconocieron el dominio de Fernando, a excepción de Taranto y Manfredonia, al paso que los franceses estaban ya apoderados también de casi todo lo que les pertenecía en la partición. Federico, después de haber hecho algunas gestiones inútiles para defenderse, había abandonado sus estados y acogídose a la isla de Iscla, desde donde se concertó con el rey de Francia, y haciéndose su pensionario, se retiró a aquel estado mejor que a los del rey de España su tío, a quien aborrecía mortalmente por su perfidia. Gonzalo en esta situación previendo ya que la unión entre dos príncipes ambiciosos no podía durar mucho tiempo, y que cada uno querría tener el todo para sí, se aplicó a ganar la afición de los naturales del país y atraer a su partido todas las personas de distinción. Restituyó sus estados a la casa de los Sanseverinos, a quienes había despojado Federico en castigo de su adhesión a la Francia; y movidos de sus promesas y de su gloria, vinieron a ofrecerle sus servicios Próspero y Fabricio Colonna, jefes de la familia de este nombre en Roma: excelentes militares a quienes dio al instante el mando de las alas de su ejército. A éstos siguieron una porción grande de nobles y soldados veteranos, con los cuales, en número de doce mil hombres, puso sitio sobre Taranto.

Era esta plaza la más fuerte y la más importante de la Calabria. Fundada sobre una isleta en lo más estrecho del golfo que tiene su nombre, dos puentes la daban comunicación con la tierra por la parte de oriente y de poniente, y a la cabeza de ellos había dos castillos fortísimos para defenderlos, mientras que a la parte del mar abierto las rocas altas que la circundan vedan todo proximidad a los navíos. Fiado en esta posición y en seis mil hombres de guarnición que tenía en Taranto, el infeliz Federico había enviado a ella a su hijo Fernando, duque de Calabria, con intento de que se mantuviese allí todo el tiempo posible, creyendo que la tardanza de la expugnación quizá daría ocasión a alguna novedad favorable en el curso de los sucesos. Gonzalo, dudoso si atacaría la plaza a viva fuerza o convertiría el sitio en bloqueo, se decidió por este último partido para excusar el derramamiento de sangre. Cercó pues la ciudad con trincheras por tierra, puso dos fuertes en frente de los dos puentes, y mandó que las galeras de Juan Lezcano estuviesen al rededor de la isla y prohibiesen toda comunicación por las dos entradas del puerto. Era grande la expectación con que la Italia aguardaba el éxito de esta empresa, de la cual dependía el fin de la guerra; y quizá la reputación del Gran Capitán hubiera encontrado allí un escollo si el poco ánimo de los que dirigían al duque de Calabria no le hubiera facilitado la victoria. Ellos creyeron que salvando el precioso depósito que les había encomendado Federico desempeñaban toda su confianza aun cuando cediesen la plaza; y guiados de este espíritu hicieron proposiciones a Gonzalo, pidiendo treguas por dos meses para recibir avisos del rey desposeído. Las treguas se ajustaron, y no habiendo recibido contestación de Federico, se prorogaron después por otros dos meses, con pacto de que la plaza se pusiese en tercería por aquel tiempo, y que si en él no venía ni provisión ni socorro de parte del Rey, se entregase de ella el general español, dejando libertad al duque de Calabria y a los suyos para irse a buscar a su padre o adonde bien les pareciese. Juró Gonzalo estas condiciones sobre una hostia consagrada a vista del campo entero, para obligarse a su cumplimiento con más solemnidad. La contestación no vino, la plaza fue entregada conforme al concierto; pero el duque de Calabria, en vez de ser dejado en libertad para irse con su padre, fue enviado en una galera a España, a padecer el triste y magnífico trato de un prisionero de estado (1502). ¿Fue nuestro héroe en esta ocasión un pérfido, un sacrílego, un perjuro? En vano algunos historiadores le defienden diciendo que no tenía bastante autoridad para prometer la libertad de una persona tan importante, y que el Rey Católico podía anular una condición hecha sin participación suya; en vano otros, entrando en pormenores indignos de la historia, mencionan cartas y refieren convenios posteriores, de que se deduce que la voluntad del Duque era venir a España, y no ir a buscar a su padre. ¡Efugios inútiles! ¿A quién persuadirán? Todos al fin convienen en que aquel príncipe desgraciado fue traído a España por fuerza, mientras que Taranto, ganada a tan poca costa, acusaba altamente la perfidia de los que faltaban tan malamente al pacto solemne de su rendición. Dígase lo que se quiera, éste es un torpe borrón en la vida de Gonzalo, que ni se lava ni se disculpa por la parte que de él pueda caber al rey de España; y sería mucho mejor no tener que escribir esta página en su historia.

En el tiempo de este asedio fueron grandes los trabajos que padeció el ejército por falta de bastimentos y de dinero, más a pesar de esta escasez, Gonzalo, escuchando su generosidad y magnificencia, siempre se mostraba grande a los ojos de italianos y franceses. Sucedió que la escuadra francesa mandada por el conde de Rabestein, después de haber vanamente querido ganar de los turcos la isla de Lesbos, fue acometida en el mar de una tempestad violenta, que echó a pique muchos buques y maltrató cruelmente los demás. Desbaratados y dispersos, arribaron por fin a las costas de Calabria, siendo los más maltratados el general y su capitana. Gonzalo dio las órdenes correspondientes para que se les auxiliase a todos, y él en particular envió al instante a Rabestein tanta copia de refrescos, de vestidos y de utensilios, que el socorro parecía más bien regalo de un rey que expresión de un particular, bastando no sólo para reparar a aquel flamenco, sino a todos los que le acompañaban. Rabestein, que había creído eclipsar con su expedición la gloria conseguida por Gonzalo en la de Cefalonia, se vio doblemente confundido por su mala fortuna y por la generosidad y magnificencia de su rival, con quien ya no osaba compararse. Pero la época en que Gonzalo hizo esta demostración de bizarría era cuando sus tropas estaban más necesitadas. Empezaron a murmurar altamente los soldados de que su general fuese tan liberal con los extraños y tan escaso con ellos, debiéndoseles muchos meses de paga y teniéndolos en la mayor necesidad y aprieto. «Mas le valiera, decían, pagarnos, que ser tan generoso a costa nuestra»; de la murmuración pasaron a la queja, de la queja a la sedición. Atropados y armados se presentan a su general, y en altas voces demandan lo que se les debe, y con su gesto, ademán y armas le amenazan y procuran amedrentarle. El desarmado y tranquilo escuchaba aquel rumor, y oponía su autoridad y su dignidad a sus descompasados gritos y furores. Un soldado fuera de sí le pone la pica a los pechos, y él desvía blandamente la pica, diciendo al soldado sonriéndose: «Mira que sin querer no me hieras.» Un capitán vizcaíno llamado Iciar se arrojó a decirle en ofensa de su hija Elvira palabras que la dignidad de la historia no consiente repetir. Amaba con efecto tanto Gonzalo a su hija, que la llevaba consigo en sus expediciones; y por lo mismo debió serle tanto más sensible la increpación del insolente vizcaíno. Mas no dándose por entendido de ella entonces, sosegó el motín, prometiendo a los facciosos una ligera paga, y a la mañana siguiente amaneció Iciar ahorcado de una ventana en castigo de su desacato. Este ejemplo de severidad aterró a los alborotados, que no osaron después desmandarse; pero el descontento seguía, y estaban ya a punto de desertar de sus banderas por acudir a las de César Borja, hijo del papa Alejandro. Éste habiéndose desnudado del carácter de cardenal, hecho duque de Valentinois, ansioso de dominar todos los estados de la Romaña, y rico con los auxilios de la Francia y con sus propias rapiñas, convidaba a los guerreros españoles con el cebo de grandes estipendios. Por fortuna llegó al golfo de Taranto una galera genovesa ricamente cargada, y Gonzalo, bajo pretexto de que llevaba hierro a los turcos, la hizo apresar por las naves de Lezcano; vendió el cargamento, que importó más de cien mil ducados, y con ellos contentó a su ejército. Reconvenido por esta especie de usurpación, solía contestar que a tuerto o a derecho era preciso buscar con que mantener los soldados y procurar la victoria, y después quedaba tiempo de recompensar los daños del inocente con liberalidad y cortesía.

Tomada Taranto y también Manfredonia, que se rindió a sus oficiales, el ánimo de Gonzalo se volvió todo a la contienda que ya amenazaba de parte do los aliados; los cuales, no contentándose con la porción que les había cabido, aspiraban a ocupar la del rey de España. En la partición que los dos monarcas habían hecho de Nápoles se había expresado generalmente que al de Francia tocase la tierra que llaman de Labor y el Abruzo, y al de España la Pulla y la Calabria. Quedaron por designar algunas provincias, como el Principado, capitanata y Basilicata, que después cada uno quería adjudicar a su dominio. Los franceses en particular decían que la capitanata, mediando entre el Abruzo y la Pulla, o debería ser contada como parte del Abruzo, y en tal caso les pertenecía, o considerarse como provincia separada y dividirse de nuevo: a esto añadían el perjuicio que decían recibir en la partición, por la gran fertilidad y riqueza de las provincias adjudicadas a España, y la esterilidad de las suyas. Disputóse primero con sutilezas de derecho y de geografía; después los franceses, impacientes, empezaron a apoderarse por fuerza de algunos lugares, y aun quisieron oponerse, aunque en vano, a que Manfredonia se entregase a los oficiales de Gonzalo. El duque de Nemours su general, y el Gran Capitán, consultaron a sus soberanos, y éstos lo remitieron a su juicio. Avistáronse ellos por dos veces en una ermita situada entre Melfi y Atela, y tampoco pudieron determinar cosa ninguna. Visto pues que no quedaba otro recurso que las armas, los dos guerreros, después de haberse dado todas las muestras de estimación y cortesía, se separaron a anunciar a sus tropas que la parte que tuviese más fuerza o más fortuna, esa sería señora de todo el reino. Italia, estremecida, vio llegado el tiempo en que, renovadas las antiguas querellas de las casas de Aragón y de Anjou, el poder de uno y otro adversario iban por mucho tiempo a hacerla teatro de escándalos y sangre.

Eran los franceses superiores en fuerzas, y tal vez esto los hizo ser más tenaces en la altercación. Su rey les había enviado socorros de hombres y dinero, y con estos refuerzos ensoberbecidos sus ánimos, comenzaron a apoderarse de las plazas que estaban en la parte adjudicada a España. Sus principales jefes eran el duque de Nemours, virey; Aubigni, segundo en autoridad y primero en reputación; Alegre y Paliza, oficiales valientes y experimentados. El Virey se puso delante de Gonzalo, y Aubigni marchó con una división a la Calabria, donde su crédito le había conservado muchos parciales. Luis XII, desde León, donde estaba para dar calor a la guerra, pasó a Milán con el mismo fin, y desde allí vio los progresos que hicieron sus armas. Gonzalo con su corto ejército se había retirado a Barleta a esperar los socorros que a toda prisa había pedido a España, confiando entre tanto mantenerse en aquella plaza, que situada en la marina de la Pulla le facilitaba la comunicación con Sicilia y le podía sostener mejor contra la impetuosidad de los franceses. Los oficiales que con sus divisiones cubrían las posesiones españolas no podían, a pesar de prodigios de valor, contener el torrente que los arrollaba. Y el rey de Francia, que vio ocupada por los suyos la capitanata, a Aubigni vencedor de un ejército de españoles que se reunió en Calabria a las órdenes de don Hugo de Cardona; y en fin, superiores por todas partes los franceses, y dueños de toda la tierra, a excepción de algunas pocas plazas de la costa, dio la vuelta a su país, creyendo ya inevitable la entera expulsión del enemigo. más la constancia y la prudencia del general español desconcertaron el orgullo de estas esperanzas; y la estación de Barleta será para siempre memorable, como un ejemplar de paciencia, de destreza y de heroísmo. Los duelos singulares y de pocas personas, la cortesía caballeresca con que se trataban los prisioneros, la jactancia y billetes de los generales, todo da a esta época un aire de tiempo heroico, que ocupa agradablemente la imaginación, como la ocupan en la fábula y en la historia el sitio de Troya o la circunvalación de Capua.

El duque de Nemours, confiado en la superioridad de sus fuerzas, pensaba hostigar continuamente a los nuestros; y el hostigado era él mismo, teniendo que sufrir el desabrimiento de ver a los suyos casi siempre inferiores en las escaramuzas y reencuentros parciales que tenían, ya sobre forrajes y mantenimientos, ya sobre la posesión de los pueblos inmediatos a Barleta. Pero lo que más alentó los ánimos de los nuestros y abatió a los franceses, fueron los dos célebres desafíos que sucedieron entonces. El primero fue entre españoles y franceses. Confesaban los enemigos que el español les era igual en la pelea de a pié; pero decían al mismo tiempo que era muy inferior a caballo: negábanlo los españoles, y decían que en una y otra lucha llevaban ventaja a sus contrarios, como se estaba experimentando en los encuentros que diariamente ocurrían. Vino la altercación a parar en que los franceses enviaron un mensaje a Barleta, proponiendo que si once hombres de armas españoles querían hacer campo con otros tantos de los suyos, ellos estaban prestos a manifestar al mundo cuán superiores les eran. El mensaje vino un lunes 19 de setiembre (1502), y se aplazaba para el día siguiente, con la condición de que los rendidos habían de quedar prisioneros. Aceptóse el duelo al punto: diéronse rehenes de una y otra parte para la seguridad del campo, y el puesto se señaló en un sitio junto a Arani, a mitad del camino entre Barleta y Viselo. Escogiéronse de los nuestros once campeones, entre los cuales el más célebre era Diego García de Paredes, que a pesar de tres heridas que tenía en la cabeza quiso asistir a aquella honrosa contienda. Diéronseles las mejores armas, los mejores caballos; nombróseles por padrino a Próspero Colonna, la segunda persona del ejército, y ya que estuvieron aderezados, el Gran Capitán hízolos venir ante sí, y delante de los principales caudillos les dijo, «que no pudiendo dudar de la justicia de su causa y de cuán buenos y esforzados caballeros eran, debían esperar con certeza la victoria; que se acordasen que la gloria y la reputación militar no sólo de ellos mismos, sino la del ejército, la de la nación y la de sus príncipes, dependía de aquel conflicto, y por tanto peleasen como buenos, y se ayudasen unos a otros, llevando el propósito de morir antes que volver sin la gloria de la batalla».

Todos lo juraron animosamente, y a la hora señalada salieron, acompañados cada cual de su paje de armas, al lugar del desafío. Llegaron antes que sus contrarios, y luego que estuvieron al frente unos de otros, los padrinos les dividieron el sol, y las trompetas dieron la señal del combate. Arremetieron furiosamente, y del primer encuentro los nuestros derribaron cuatro franceses, matándoles los caballos; al segundo los enemigos derribaron uno de los españoles, que cayendo entre los cuatro franceses que estaban a pié, y asaltado de todos ellos a un tiempo, le fue forzoso rendirse. A este punto un español mató a un francés de una estocada, y otro rindió a su contrario. Los dos que se habían rendido de una parte y otra se separaron fuera de la lid; cayó otro francés del caballo, y por matarle o rendirle todos los españoles cargaron sobre él, y todos los franceses arrebatadamente a defenderle. Heríanse de todos modos, con las hachas, con los estoques, con las dagas; la sangre les corría por entre las armas, y el campo se cubría con los pedazos de acero que la violencia de los golpes hacía saltar en la tierra. Estremecíanse los circunstantes y esperaban dudosos el éxito de una lucha que tan tenazmente se sostenía. En esta tercera refriega los españoles mataron cinco caballos de sus enemigos, y éstos dos de los nuestros. Quedaban siete franceses a pié y dos a caballo, mientras que los españoles, siendo ocho a caballo y dos a pié, parecía que nada les quedaba ya sino echarse sobre sus adversarios para ganar la victoria. Acometieron pues a concluir la batalla; más los franceses, atrincherándose entre los caballos muertos, Banqueados de sus dos hombres de armas que les quedaban montados, y asiendo de las lanzas que había por el suelo, esperaron a sus contrarios, cuyos caballos, espantados a la vista de los cadáveres, se resistían a sus jinetes y se negaban a entrar. Varias veces embistieron y otras tantas tuvieron que retroceder: entonces García de Paredes a voces les decía que se apeasen y acometiesen a pié, que él no podía hacerlo por las heridas que tenía en la cabeza; y al mismo tiempo arremetió con su caballo a aportillar la trinchera, y sólo por gran rato estuvo haciendo guerra a sus enemigos. Éstos se defendieron de él, y le hirieron el caballo tan malamente, que tuvo que retirarse por no caer entre ellos. Mientras él peleaba así, los franceses movían partido y confesaban que habían errado en decir que los españoles no eran tan diestros caballeros como ellos, y que así podrían salir todos como buenos del campo. A los más de los nuestros parecía bien este partido; más Paredes no admitía ningún concierto: decía a sus compañeros que de ningún modo cumplían con su honra sino rindiendo a aquellos hombres ya medio vencidos; y mal enojado de que no siguiesen su dictamen, herido como estaba, perdida la espada de la mano y no teniendo a punto otras armas, se volvió a las piedras con las que se había señalado el término del campo, y empezó a lanzarlas contra los franceses. Parece al leer esto que se ven las luchas de los héroes en Homero y Virgilio, cuando, rotas las lanzas y las espadas, acuden a herirse con aquellas enormes piedras que el esfuerzo de muchos no podía mover de su sitio. Apeáronse, en fin, los españoles; y los franceses, viéndolos venir, volvieron a ofrecer el partido de que la cosa quedase así, y ellos saliesen del campo, quedándose en él los nuestros, y recogiendo para sí los despojos que estaban esparcidos por el suelo. Había durado la batalla más de cinco horas; la noche era entrada, y Próspero Colonna aconsejó a los españoles que su honor quedaba en todo su punto aceptando este partido. Hiciéronlo así, canjeáronse los dos rendidos uno por otro, y los franceses tomaron el camino de Viselo, los nuestros el de Barleta. Los jueces sentenciaron que todos eran buenos caballeros, habiendo manifestado los españoles más esfuerzo, y los franceses más constancia. Entre éstos se señaló mucho el célebre Bayard, a quien se llamaba el «caballero sin miedo y sin tacha»; entre los nuestros los que más bien pelearon fueron Paredes y Diego de Vera.

Sin embargo del honor adquirido por los españoles, el Gran Capitán quedó mal enojado del éxito de la batalla, y se dice que quiso castigar a los combatientes porque habiendo tenido esfuerzo para hacerse superiores en ella, no habían tenido constancia y saber para completar el triunfo y rendir a sus contrarios. Es notable aquí el honrado proceder de Paredes: él había reñido en la lid a sus compañeros por el concierto que hacían; él fue quien los defendió delante de su general, diciendo que pues sus contrarios confesaron el error en que estaban respecto a los españoles, no había para qué tener en poco lo que se había hecho, porque al fin los franceses eran tan buenos caballeros como ellos. «Por mejores los envié yo al campo», respondió Gonzalo; y puso fin a la contestación.

Quisieron todavía los nuestros apurar más su ventaja, y al día siguiente de la pelea Gonzalo de Aller, el caballero español que había sido rendido, envió a desafiar al francés a quien había cabido la misma suerte, diciendo que se rindió con más justa causa que él; y que si otra cosa decía se lo haría conocer de su persona a la suya con sus armas y caballo. Aceptó el francés el desafío, pero no acudió al día señalado; y Aller le arrastró pintado en una tabla a la cola de su caballo. Lo mismo le sucedió a Diego García con un oficial francés llamado Formans, que desafiado por los denuestos e injurias que escribía de los españoles e italianos, aceptó el duelo y no vino a medirse con el español. Por último, veinte y dos hombres de armas nuestros retaron otros tantos franceses, y ellos respondieron que no querían pelear tantos a tantos, y que de ejército a ejército se verían.

Estas pruebas particulares y esta contienda de honor exaltaban los ánimos de unos y otros en tal manera, que ya más parecía que luchaban por la gloria y la reputación de valor, que no por el imperio del país. Gonzalo procuraba mantener este espíritu generoso, móvil de las bellas acciones; y para acabar con las altercaciones que se movían todos los días por el rescate de los prisioneros, arregló con el duque de Nemours la cuota que debía pagarse por cada uno, según su calidad; y con sus consejos y su ejemplo exhortaba a sus soldados a usar de toda humanidad y cortesía con los rendidos. Un caso que sucedió por este motivo manifiesta su delicadeza. Un oficial de caballería español, llamado Alonso de Sotomayor, prisionero del famoso Bayard y tratado por él con toda urbanidad y cortesía, había recibido su libertad por un rescate moderado. El español publicaba haber sido tratado por su vencedor dura e ignominiosamente: Bayard, que lo supo, retó al instante a su contrario, diciéndole que mentía. Rehusaba el español según se dice, la batalla; pero el Gran Capitán le obligó a aceptarla, diciéndole «que era preciso hacer olvidar sus injuriosas palabras con la gloria del combate, o sufrir el castigo que merecía por ellas». Tuvo pues que salir al campo, donde el francés le esperaba. El español era alto, robusto y membrudo; el francés, pequeño y delicado, manifestaba más agilidad que fuerza, apocada en aquellos días por unas cuartanas que padecía. Todos le creían vencido, y más al ver que las armas del combate eran las de un hombre de armas. Tiró Sotomayor a aturdir a su contrario, dándole golpes en la cabeza atropelladamente; pero Bayard, supliendo con el arte lo que le faltaba de fuerza, hirió primero en un ojo al español, y a la acción de alzarse éste con toda su furia para vengarse de aquella herida, dejó descubierta la garganta por la juntura de la gola, donde Bayard con celeridad increíble le metió un puñal; la sangre salió a borbotones, y Sotomayor cayó muerto con grande alegría de los franceses y sin ningún sentimiento de los españoles, indignados de su mala lengua e indigno proceder.

Entretanto los dos generales, observándose recíprocamente, no perdonaban ocasión ni excusaban diligencia para atacarse y sacar ventajas sólidas de este ardor y bizarría de sus soldados. Los franceses habían tomado a Canosa, donde estaba Pedro Navarro que, no teniendo bastante número de gente para defenderla, con acuerdo de Gonzalo la había rendido, pero saliendo de allí las banderas desplegadas y al son de las trompetas y a tambores, con todos los honores de la guerra. En aquella plaza estableció el duque de Nemours su cuartel general, y desde allí molestaba y estrechaba a los nuestros, cortándoles los convoyes, sorprendiendo las partidas que salían a hacer víveres, y a veces ocupando los lugares vecinos a Barleta para cerrarla de más cerca. Gonzalo oponía iguales ardides a éstos, igual actividad; pero con más prudencia y más fortuna. Su objeto era mantenerse en Barleta hasta que llegasen de España y de Alemania los socorros de hombres que tenía pedidos para igualar sus fuerzas con las del enemigo. Entre tanto todos los contornos sufrían los estragos de las correrías de uno y otro campo. Los que más sufrían estos daños eran los infelices pastores del Abruzo, que teniendo que conducir sus ganados a las tierras ocupadas de uno y otro ejército, debían sufrir el vejamen de éstos o aquéllos, o de ambos a un tiempo. Creyendo a los franceses más fuertes, habían sacado seguro de su general, el cual efectivamente cubrió su marcha y sus pastos con sus tropas. Pero Gonzalo, impelido por una parte de la necesidad de víveres que tenía su ejército, y por otra de la utilidad de castigar el desprecio que hacían de su autoridad y su fuerza, dispuso varias celadas y correrías, encomendadas casi siempre a don Diego Mendoza, el Aquiles de los nuestros, en las cuales robaron muchos millares de cabezas. Quejáronse los ganaderos a Nemours, amenazando que se irían a los lugares ásperos del país si no eran mejor defendidos. El Duque se acercó a Barleta con sus gentes, cañoneó el puente del Ofanto con intento de derribarle, y envió, un trompeta a desafiar a los nuestros. Gonzalo, que quería quebrantar algún tanto el ímpetu francés con la tardanza, respondió «que él estaba acostumbrado a combatir cuando la ocasión y la conveniencia lo pedían, y no cuando a su enemigo se le antojaba; y así, que aguardase a que los suyos herrasen los caballos y afilasen las espadas». Nemours, creyendo haber intimidado a los españoles, dio la vuelta a Canosa; pero apenas había comenzado su marcha, cuando el Gran Capitán, ordenadas sus haces, salió de Barleta y empezó a inquietarle en su retirada. Envióle un trompeta a anunciarle que ya iba, y que le aguardase; a lo que contestó el francés «que ya estaba muy adelantado el día, y que él no excusaría la batalla cuando los españoles se acercasen tanto a Canosa como él se había acercado a Barleta».

En una de las correrías del oficial Mendoza había sido hecho prisionero La Motte, capitán de la partida francesa con quien se había peleado. Por la noche en el convite celebrado por Mendoza en celebridad de la victoria conseguida, La Motte, que asistía a él, llevado de su petulancia natural, tal vez acrecentada con el vino, se dejó decir que los italianos eran una triste y pobre gente para la guerra. Un español llamado Íñigo López de Ayala sacó la cara por ellos, y dijo al francés que había en el ejército italianos tan buenos caballeros como los mejores del mundo; mantúvose La Motte en lo que había dicho, y ofreció hacerlo bueno en el campo con cierto número de guerreros que se escogiesen de una y otra parte. Llegó esta conversación a oídos de Próspero Colonna, el cual, celoso del honor de su nación, después que se aseguró de la certeza del hecho y de que La Motte se afirmaba en su desprecio, formalizó el desafío proyectado, con licencia que obtuvo del General. Los combatientes habían de ser trece contra trece, y se pactó que los rendidos, además de perder el caballo y las armas, hubiesen de pagar cien ducados cada uno por su rescate. Hizo Gonzalo a los italianos concurrentes toda clase de honras, como si a su valor estuviese fiada la fortuna de aquella guerra; y porque el Duque no quería asegurar el campo, con intento de ver si podía desbaratar el duelo por este medio, Gonzalo dijo que él aseguraba el campo a todos. Salieron los italianos bien amaestrados por Próspero Colonna, y pertrechados de todas armas; llegaron al campo, diose la señal, y se encontraron unos con otros con tal ímpetu que las lanzas se les quebraron; entonces echaron mano a las otras armas, y con las hachas y los estoques se procuraban ofender cuanto podían. Eran de grande esfuerzo los franceses; pero los italianos, más diestros, en el espacio de una hora echaron a sus contrarios del campo, menos uno, que quedó muerto, y otro que habiendo sostenido por gran rato el ataque de sus enemigos, vino al suelo mal herido, y hubiera acabado también si los jueces no se hubieran interpuesto, declarando a los italianos vencedores. Éstos salieron del campo con sus doce prisioneros delante, y se presentaron al Gran Capitán, que los hizo cenar consigo aquella noche y los colmó de honores y distinciones.

La conquista de Rubo coronó la gloria adquirida por los Españoles en estos combates particulares que se dieron mientras su estancia en Barleta. Había alzado banderas por España la villa de Castellaneta, sorprendida por Luis de Herrera y Pedro Navarro, a quien después de la pérdida de Canosa envió Gonzalo a defender a Taranto. Nemours previno sus gentes para castigar aquel pueblo y ocuparle otra vez; y el Gran Capitán, para distraerle o para vengarse, anticipadamente con una parte de sus tropas salió en persona a combatir a Rubo. Era ésta una plaza muy fuerte, defendida por cuatro mil hombres mandados por Paliza, uno de los oficiales franceses más distinguidos, y comandante en el Abruzo. Anduvieron los españoles seis leguas, y al ser de día llegaron a Rubo y empezaron a batir el muro con la artillería: luego que fue abierta la brecha, se precipitaron en ella y se trabó la batalla con igual ardor que si fuera en campo raso. Duró el combate siete horas, y todavía se dilatara si Paliza, herido, no hubiera tenido que retirarse y al fin que rendirse. Entraron los nuestros el lugar y le pusieron a saco: fueron grandes los despojos que allí consiguieron; hicieron prisioneros de mucha cuenta, sin los vecinos de Rubo, que todos, hombres y mujeres, quedaron al arbitrio del vencedor. Gonzalo cuidó de que se guardase todo respeto al sexo, y luego que volvió a Barleta dio libertad a las mujeres sin rescate, y a los hombres por un precio moderado; pero a los franceses los trató con más rigor, y los envió de remeros a las galeras de Lezcano. Preguntado después por esta severidad, contestó que siendo tomados por asalto, el no pasarlos por las armas era una gracia que le debían. Nemours, avisado del peligro de Rubo antes que pudiese forzar a Castellaneta, voló al instante a socorrerle, y fue doblemente infeliz, porque no ganó la plaza que atacaba y no pudo amparará la otra del desastre que le vino.

Con estas ventajas, y los socorros que de cuando en cuando les llegaban, ya de Sicilia, ya de Venecia, pudieron los españoles sufrir por siete meses la estancia en un pueblo donde a cada momento estaban apurados por la falta de víveres. Murmuraban, sí, y se quejaban, pero al parecer Gonzalo, al ver aquella frente intrépida, aquel semblante majestuoso, la dignidad que sobresalía en su bella figura, y la alegría y serenidad que siempre ostentaba; al oír la confianza con que les aseguraba que pronto se verían en la abundancia y en la victoria, todos se aquietaban, y por fortuna algunos socorros llegaban tan a tiempo, que la confianza que tenían en sus palabras era completa. Sucedió en aquellos días que una nave de Sicilia arribó allí con una gran porción de trigo, y otra veneciana cargada de municiones y armas. Gonzalo lo compró todo, y repartió los morriones, cotas, sobrevestas y demás pertrechos por su ejército con tal profusión, que aquellos mismos soldados que antes, desnudos y andrajosos, presentaban el aspecto de la indigencia y de la miseria, ya se mostraban con todos los arreos de la elegancia y del lujo.

El aspecto de las cosas se iba cambiando entonces a toda prisa: la pérdida de Castellaneta y la de Rubo; Aubigni vencido y preso junto a Seminara por un refuerzo de tropas españolas venidas últimamente a Calabria; las galeras de Lezcano vencedoras de la escuadra francesa delante de Otranto; los dos mil infantes que se esperaban de Alemania llegados a Barleta: todo anunciaba que el viento de la fortuna soplaba en favor de España, y que era tiempo de dar fin a la contienda. En Barleta era ya imposible mantenerse, por la falta de víveres y el peligro de la peste, que iba ya sintiéndose en su recinto. Gonzalo, resuelto a abandonar aquel puesto, anunció al duque de Nemours su determinación, mandó venir a sí a Navarro y a Herrera, y salió por fin de la plaza. Aquella noche hizo alto en el mismo sitio donde en otro tiempo fue Canas, tan célebre por la rota que Aníbal dio allí a los romanos; y al otro día se dirigió a Cirinola, diez y siete millas distante, donde los enemigos tenían grandes repuestos de víveres y municiones. El general francés, sabida la marcha de su adversario, reunió también sus tropas y corrió en su seguimiento: así las nubes, acumuladas tanto tiempo sobre Barleta, vinieron a descargar su furia en Cirinola, donde la suerte de Nápoles iba a decidirse sin retorno.

No prometía la trabajosa marcha que hicieron aquel día (27 abril de 1593) los nuestros ningún suceso afortunado. Era el terreno por donde caminaban seco y arenoso, el calor del día grande, y superior la fatiga: caíanse los caballos y los hombres de sed y de cansancio; algunos, sofocados, morían. En vano hallaron pozos con agua: ésta, más propia para bestias que para hombres, si les apagaba la sed, los dejaba inútiles a marchar. Algunos odres llenos de agua del Ofanto, que Gonzalo había hecho prevenir a su salida de Canas, no era del bastantes al ansia y necesidad que todos tenían: uno y otro auxilio servía más de confusión que de alivio. Gonzalo en aquel aprieto levantaba a los caídos, animaba a los desmayados, dábales de beber por su mano, y mandando que los caballos subiesen a las ancas a los infantes, dio el ejemplo con la orden, subiendo en el suyo a un alférez alemán. Si los enemigos, que ya se habían movido a seguirlos, los hubieran alcanzado en la llanura, tenían conseguida la victoria. Así toda el ansia de Gonzalo era por llegar al sitio donde proyectaba sentar su campo y esperar allí el ataque de los franceses.

Cirinola está situada sobre una altura, y en el declive que forma el cerro había plantadas muchas viñas, defendidas por un pequeño foso. En este recinto sentó su real Gonzalo, agrandando el foso cuanto le permitió la premura del tiempo, levantando el borde interior a manera de rebellín, y guarneciéndole a trechos con garfios y puntas de hierro para inutilizar la caballería enemiga. Recogiéronse al fin las tropas al campo, y habiendo encontrado agua, el ansia de apaciguar la sed los puso en confusión; de manera que toda la habilidad de Gonzalo y de sus oficiales apenas era bastante para llamarlos al deber y ponerlos en orden. En esto el polvo anunciaba ya la venida de los enemigos, y los corredores vinieron a avisarlo al General. Eran los nuestros cinco mil y quinientos infantes y mil y quinientos caballos, entre hombres de armas, arqueros y jinetes. Gonzalo los dividió en tres escuadrones, que colocó en tres diversas calles que formaban las viñas: uno de españoles mirando hacia Cirinola, mandado por Pizarro, Zamudio y Villalba; otro de alemanes, regido por capitanes de su nación; y el tercero de españoles, al cargo de Diego García de Paredes y Pedro Navarro, apostado junto a la artillería para ayudarla y defenderla; flanqueó estos cuerpos con los hombres de armas, que dividió en dos trozos, mandados por Diego de Mendoza y Próspero Colonna; a Fabricio su primo y a Pedro de Paz dio el cuidado de los caballos ligeros, que puso fuera de las viñas para que maniobrasen con facilidad. La pausa que hicieron los franceses, consultando lo que habían de hacer, dio lugar a estas disposiciones y a que la gente, tomando algún respiro, pudiese disponer el cuerpo y el espíritu a la pelea. La excesiva fatiga que habían sufrido aquel día hacía dudar a Gonzalo de su resistencia, cuando Paredes, viéndole todo sumergido en estos pensamientos, «para ahora, señor, le dice, es necesaria la firmeza de corazón que siempre soléis tener: nuestra causa es justa, la victoria será nuestra, y yo os la prometo con los pocos españoles que aquí somos.» Gonzalo admitió agradecido el venturoso anuncio, y se preparó a recibir al enemigo.

Estaba ya para caer la noche, y Nemours, más prudente que dichoso, quería dilatar el ataque para el día siguiente; pero sus oficiales, principalmente Alegre, creyendo ya asir la victoria y acabar con aquel ejército fugitivo, opinaban que se acometiese al instante, y Alegre añadía que no podía esto diferirse sin nota de cobardía. A esta increpación Nemours picado vivamente da la señal de embestir, y él se pone al frente de la vanguardia, compuesta de los hombres de armas. Seguíale Chandenier, coronel de los suizos, con otro escuadrón, donde iba toda la infantería; y últimamente Alegre, con los caballos ligeros, cerraba las líneas, que no se presentaban totalmente de frente, sino con algún intervalo retrasada una de otra. Comenzó a disparar la artillería, que era igual de una y otra parte; pero con algún más daño de los franceses, por dominarlos la española desde la altura. A las primeras descargas un accidente hizo volar la pólvora de los nuestros, y la llamarada que levanta parece abrasar todo el campo: se anuncia este revés a Gonzalo, y él con cara alegre contesta: «Buen ánimo, amigos; esas son las luminarias de la victoria.» El duque de Nemours y su escuadrón, para libertarse del mal que les hacía la artillería, acometieron la lanza en ristre y a toda carrera contra la parte de donde les venía el daño; más halláronse allí atajados por el foso, por los garfios de hierro y por la resistencia que les hizo el tercio que mandaba Paredes; siéndoles forzoso dar el flanco a los nuestros, y correr a buscar otro paraje menos defendido para saltar al campo. En esta ocasión tuvieron que sufrir todo el fuego de la escopetería alemana, que estaba más allá; entonces cayó el general francés muerto de un arcabuzazo, y los caballos que le seguían, sin jefe y sin orden, comenzaron a huir. El escuadrón mandado por Chandenier quiso probar mejor fortuna; pero fue recibido por la infantería española, que lanzaba todas sus armas arrojadizas contra ellos, y no hizo efecto ninguno. El mismo Chandenier, que por la bizarría y brillo de sus armas y por su arrojo llamaba hacia sí la atención y los tiros, cayó también sin vida; caen al mismo tiempo los mejores capitanes suizos, y el desorden que esto causa hace inclinar la victoria hacia los españoles. Éstos, queriendo apurar su ventaja, salieron de sus líneas. Paredes al frente de su tercio, y el Gran Capitán con los hombres de armas, arrollan por todas partes a los enemigos, que a pesar del valor que emplearon Alegre y los príncipes de Melfi y Bisiñano, que iban en la retaguardia francesa, se vieron rotos y dispersos y se abandonaron a la fuga. La noche detuvo el alcance y atajó la mortandad. Próspero Colonna entró sin resistencia en el campamento enemigo, y viendo cerrada la noche, se alojó en la tienda del general francés, de cuya mesa y cena disfrutó, causando con su ausencia la mayor angustia a su primo Fabricio y al Gran Capitán, que viendo que no volvía le lloraban por muerto.

Este fue el éxito de la batalla de Cirinola, que si se regula por el número de los combatientes y por los muertos no se contará entre las más grandes, pero que se hace muy ilustre por el acierto y conducta del general vencedor y por las consecuencias importantes que tuvo. Los ejércitos eran casi iguales, o algo superior el de los franceses; de éstos murieron cerca de cuatro mil, y de los nuestros algunos dicen que ciento, otros que nueve. La acertada elección de terreno y el auxilio sacado del foso, unido a la temeridad de los enemigos dieron la victoria y la hicieron poco costosa, a pesar de ser su caballería tan superior, que Gonzalo afirmaba que semejante escuadrón de hombres de armas no había venido a Italia mucho tiempo había.

Al día siguiente se halló entre los muertos el general francés, a cuya vista no pudo el vencedor dejar de verter lágrimas, considerando la triste suerte de un caudillo joven, bizarro y galán en su persona, con quien tantas veces había conversado como amigo y como aliado. Hízole llevar a Barleta, donde se hicieron sus exequias con la misma magnificencia y bizarría que si fuesen celebradas por sus huestes vencedoras; y él se dispuso a seguir el rumbo que su buena estrella le señalaba.

Cerinola, Canosa, Melfi y todas las provincias convecinas se rindieron al vencedor, que al instante dirigió su marcha a Nápoles, a apoderarse de aquella capital. Llegado a Aterra, salieron a recibirle los síndicos de la ciudad, a cumplimentarle por su victoria y a rogarle que entrase en ella, donde en sus manos jurarían la obediencia al Rey Católico. La entrada en Nápoles se celebró con un aparato real, como si el obsequio se hiciese a la persona misma del nuevo monarca: la ciudad juró obediencia a España, y Gonzalo en nombre del Rey les juró la conservación de sus leyes y privilegios. Fue esta entrada a 16 de mayo (1503). Así en poco más de ocho años los napolitanos habían tenido siete reyes: Fernando I, Alfonso II, Fernando II, Carlos VIII, Federico III, Luis de Francia y Fernando el Católico. Nación incapaz de defenderse, incapaz de guardar fe; entregándose hoy al que es vencedor, para ser mañana del vencido si acaso la suerte se declara en favor suyo; sus guerreros, divididos entre los dos campos concurrentes, pasándose de una parte a otra a cada instante, y labrando ellos mismos las cadenas que se le echaban por los extranjeros; el pueblo nulo, y esclavo del primero que llegaba. Si hay alguna nación de quien deba tenerse a un tiempo lástima y desprecio, ésta es sin duda alguna: como si los sacrificios necesarios para mantener las instituciones militares y civiles que bastasen a defenderla de las invasiones de fuera, pudiesen jamás compararse con la desolación y el estrago causado por estas guerras de ambición y de concurrencia extraña.

Quedaban sin embargo por ganar los dos castillos de Nápoles, defendidos con una guarnición numerosa y bastecidos de todo lo necesario para una larga resistencia. Gonzalo, antes de marchar a Gaeta, donde estaban recogidas las reliquias del ejército enemigo, quería reducir aquellas dos fortalezas para dejar enteramente asegurada la capital. Hallábase en el ejército Pedro Navarro, y su destreza y su pericia en la construcción de las minas eran un poderoso recurso para vencer las dificultades casi insuperables que presentaban los castillos en su rendición. Embistióse primeramente a Castelnovo; y tomado un pequeño fuerte dicho la torre de San Vicente, que está antes, Navarro dispuso sus minas, y las llevó hasta debajo de la muralla principal del castillo. En tal estado, se intimó a los sitiados que se rindiesen, y ellos, confiados en la fuerza de la plaza, no sólo desecharon la intimación, sino que amenazaron al trompeta de matarle si volvía otra vez con semejante mensaje. En seguida pegóse fuego a la mina, y ella, reventando, abrió por mil partes la muralla, que dejando una gran boca abierta, con espantoso ruido y estrago miserable de la gente que había encima vino al suelo. Acometió al instante Navarro con los suyos, y anunciándose a Gonzalo que se estaba asaltando ya el castillo, salió corriendo, embrazado su broquel, a animar su gente y hallarse presente al combate. Éste fue furioso y porfiado: toda la gente de la ciudad se subió a contemplarle desde las azoteas y torres de las casas, y a juicio de todos, jamás los españoles manifestaron tal impetuosidad ni osadía. Ganaron primero el adarbe; y los enemigos, que se retrajeron a las puertas del castillo con intento de levantar los dos puentes que le defendían, no lo hicieron con tal prontitud que los españoles no llegasen al mismo tiempo. Ganaron el uno Ocampo, Navarro y otros españoles; el otro ya habían logrado los franceses levantarle, cuando Peláez Berrío, gentilhombre de Gonzalo que estaba allí, asido de un brazo a los maderos y subiendo con ellos, pudo, colgado en el aire, cortar con la espada las amarras de que estaban suspensos: cayó entonces el puente otra vez, y él entró acompañado de dos soldados, y entre los tres sostuvieron el ímpetu enemigo hasta que acudieron más Españoles, y entre todos arrollaron a los contrarios. Los franceses al fin se entraron en la ciudadela y pudieron cerrar las puertas. Entonces el combate se hizo más espantoso: los nuestros, ayudados de las hachas, picos y máquinas pugnaban por derribarlas, y los franceses, desde arriba, con cal, con piedras, con aceite, con fuego, con todo lo que el furor o el temor les suministraba, ofendían a los españoles, que, terribles aumentando siempre su furor y su ímpetu, batían por todos lados la fortaleza. Comenzaba el enemigo a flaquear y movía ya condiciones de entrega, cuando de resultas de haberse abrasado cincuenta españoles con la pólvora y artificios de fuego que los sitiados les arrojaban, embravecidos de nuevo, volvieron al combate con un furor tal que entraron por todas partes el fuerte, cuyos defensores perecieron todos, a excepción de unos pocos que se rindieron a merced de Gonzalo. Concedió éste a sus soldados el saco del castillo en premio de su valor, y ellos se arrojaron al instante sobre las inmensas riquezas que contenía atesoradas allí por los franceses. En su furor y en su codicia no perdonaron ni aun a las municiones, que el General había mandado se conservasen. Cuando se los quiso reprimir, dijeron que debiéndoseles tantos días de paga, y teniendo aquellas riquezas delante ganadas con su sangre y su sudor, querían pagarse por su mano. Gonzalo les dejó hacer, proponiéndose comprarles después los artículos necesarios; y porque algunos, menos expeditos y afortunados, se lastimaban de lo poco que habían cogido en el saqueo, su generoso general, «id, les dijo, a mi casa, ponedla toda a saco, y que mi liberalidad os indemnice de vuestra poca fortuna.» No bien fueron dichas estas palabras cuando aquellos miserables corrieron al palacio de Gonzalo, que estaba alhajado con la mayor magnificencia, y uniéndoseles mucha parte del pueblo, le despojaron todo, sin perdonar ni mueble ni cortina ni comestible, desde las salas más altas hasta las cuevas más profundas. Ganado así el castillo, puso en él por alcaide a Nuño de Ocampo, mandó que en él se quedase para guardarle la compañía de Pedro Navarro, donde estaban los más valientes soldados del ejército, y a Navarro mandó que sin dilación combatiese el otro castillo, que llaman del Ovo. Éste siguió la misma suerte, pero aun con más daño de los franceses, porque el efecto de las minas fue más espantoso.

La armada francesa, que había llegado al otro día de la toma de Castelnovo, tuvo que retirarse a Iscla, en donde tampoco fue admitida, por haberse ya alzado en aquella isla la bandera de España, y tuvo que volverse sin hacer efecto. El Gran Capitán, aun antes de que se rindiese el segundo castillo, reunido el grueso del ejército, salió de Nápoles, y rendidos San Germán y Roca Guillerma, el campo al fin se asentó sobre Gaeta. Esta plaza, ya fuerte y casi inexpugnable por su situación, estaba defendida por Alegre, que había llevado allí todas las reliquias del ejército vencido en Cerinola: allí estaban los principales barones que seguían el partido de Francia, los príncipes de Bisiñano y Salerno, el duque de Ariano, el marqués de Lochito y otros; tenían por suya la mar, y el marqués de Saluzo, que traía un socorro considerable de gente, anunciaba la venida de un ejército francés. Empezóse a batir la plaza; y aunque Navarro, después de allanado el castillo del Ovo, vino a reunirse con Gonzalo, y reforzaba con sus ardides y su arte las operaciones del sitio, nada se adelantaba en él. Los sitiados, cada vez más orgullosos con su número y la ventaja de su posición, despreciaban a su enemigo, y ofendían con tal acierto que muchos soldados y oficiales perecieron, entre ellos don Hugo de Cardona, tiernamente querido de Gonzalo. Así que, después de llorar amargamente este desastre, conocida la inutilidad de continuar por entonces el ataque mientras no fuese dueño del mar, y no queriendo enflaquecer su gente en el nuevo peligro que presentaban las cosas, apartó el real de Gaeta y se retrajo a Castellón, situado no muy lejos de allí.

Luis XII, en vez de perder el ánimo con la ruina de sus cosas en Nápoles, apeló a su poder y juntó tres ejércitos y dos escuadras a un mismo tiempo para atacar por todas partes a su enemigo. Dos ejércitos fueron destinados a acometer las fronteras de España por Vizcaya y Rosellón, y el tercero, mandado por Luis La Tremouille, uno de los mejores generales de aquel tiempo, se dirigía a entrar en Nápoles por el Milanés, y volverse a apoderar de aquel estado: de las escuadras, una, mandada por el marqués de Saluzo, había de sostener esta última expedición; y la otra se quedaría cruzando el Mediterráneo para impedir la llegada a Italia de los socorros que se enviasen de España. Era tal la confianza que los franceses tenían en el buen suceso de estos preparativos, que habiéndose dicho a La Tremouille que los españoles le saldrían a recibir, él respondió «que holgaría mucho de ello»; añadiendo «que daría veinte mil ducados por hallar al Gran Capitán en el campo de Vitervo». Tuvo el caudillo francés la petulancia de hacerlo decir en Venecia a Lorenzo Suárez, pariente de Gonzalo y embajador nuestro a la sazón cerca de la república; a lo que Suárez respondió graciosamente: «Mas hubiera dado el duque de Nemours por no haberle encontrado en la Pulla.»

No pudieron cumplírsele los deseos a Tremouille, porque una dolencia que le acometió le postró de tal suerte, que le fue forzoso retraerse a Milán. Entonces el rey de Francia dio el mando de sus tropas al marqués de Mantua, que, según la costumbre de los capitanes italianos de aquel tiempo, ofrecía sus servicios a quien más daba. Componíase el ejército de más de treinta mil hombres, pertrechados de tal modo, que si hubieran embestido al instante el reino de Nápoles, las cortas fuerzas de Gonzalo difícilmente resistieran. Pero la mala suerte de Francia hizo que en aquella sazón muriese Alejandro VI; y el cardenal de Amboise, ministro principal de Luis XII, quiso que las tropas destinadas a Nápoles se detuviesen al rededor de Roma para influir en el cónclave y ser elegido Papa. El cardenal de la Rovera tuvo maña para desconcertar sus medidas, alejar las tropas y hacer elegir pontífice a Pio III, que al cabo de pocos días falleció; en cuyo espacio pudo ganar los cardenales en favor suyo, y consiguió ser electo en el cónclave siguiente, tomando en consecuencia el nombre de Julio II. Las tropas francesas, detenidas y burladas, siguieron su camino a Nápoles; pero el tiempo estaba muy adelantado, y el cardenal de Amboise, después de subordinar los intereses del Rey a los suyas, ni consiguió ser papa ni aprovechó la ocasión única que se ofrecía de reconquistar aquel estado.

Era ya entrado el invierno (1503), y las lluvias fueron tantas, que los caminos hechos barrizales y las campiñas pantanos apenas dejaban marchar los hombres, cuanto más el gran tren de artillería que el ejército arrastraba consigo. Otro inconveniente que tuvo su tardanza fue que el de Gonzalo se engrosó con las tropas que había en Calabria, mandadas por don Fernando de Andrade y vencedoras de Aubigni, y con un número considerable de capitanes y soldados españoles que se vinieron a su campo, dejando las banderas del duque de Valentinois, cuyo poder, después de la muerte del Papa su padre, iba declinando a toda prisa. Pero al fin los franceses vencieron estas dificultades y llegaron a las fronteras del reino; intentaron tomar por fuerza de armas a Roca-Seca; y Pizarro, Zamudio y Villalba, que la defendían, los rechazaron de allí: Roca-Guillerma se les entregó casi por traición; pero Gonzalo a vista de su ejército lo volvió a tomar sin que ellos osasen moverse. Llegaron a la orilla del Garellano y empezaron a hacer sus disposiciones para pasarle, confiados en que hecho esto todo el país que hay desde el río hasta la capital se les allanaría fácilmente. Gonzalo estaba de la parte opuesta con su ejército, Y tenía la desventaja de que siendo por allí más baja la orilla, la artillería enemiga podía hacerle todo el daño que quisiese.

Los franceses, construido el puente de barcas y maderos con el cual intentaban pasar el río, a la sazón invadeable, hicieron varios esfuerzos para colocarle, y todos fueron vanos al principio, porque los españoles se lo estorbaban, y combatiendo con ellos, los hacían retroceder. Un día al fin más afortunados, encontrando con oficiales españoles poco diestros o esforzados, arrollaron la guardia de la orilla opuesta, sentaron la punta del puente, comenzaron a pasar, y ganaron el bastión en que los nuestros se colocaban. Retrajéronse los fugitivos al campo y le llenaron de agitación y tumulto. Llega a oídos del General que el enemigo había echado el puente, ganado el puesto, y que arrollando los soldados se acercaba al real; y al punto da la señal de la pelea, se arma, sube a caballo, y sale él mismo al frente de sus tropas a encontrar con los franceses. Precipítanse los demás capitanes a su ejemplo: Navarro, Andrade, Paredes, ordenan sus huestes y tienden sus banderas. Fabricio Colonna es el primero que arremete al enemigo, el cual, no bien ordenado todavía, no puede sostener el ímpetu de los nuestros y comienza a ciar. Era terrible el estrago que la artillería francesa hacía; más después que los españoles se mezclaron con los franceses no podía servir, a menos de hacer igual daño en unos que en otros. El grueso del ejército francés estaba ya sobre el puente, guiado por sus principales cabos que seguían a los primeros. Éstos, arrollados, caen desordenados sobre ellos, y los españoles, furiosos, entran también en el puente hiriendo, matando, arrojando al río cuanto hallan por delante. Fueles en fin forzoso a los franceses recogerse a sus estancias y abandonar el puente; siendo tal el furor con que se combatió de una parte y otra, que Hugo de Moncada, uno de los hombres más intrépidos y valientes de aquel tiempo, confesaba después que no había visto refriega más terrible. Arrolladas al suelo compañías enteras por la artillería, destrozados los hombres y caballos, eran al instante suplidos por otros que intrépidamente se ofrecían a la muerte por ganar la victoria. Llevóse aquel día el lauro del valor entre los oficiales Fabricio Colonna, que fue el primero que con más peligro salió al encuentro al enemigo y le lanzó hacia el puente, y entre los particulares Fernando de Illescas, alférez, que haciéndole llevado una bala la mano derecha, cogió la bandera con la izquierda, y llevada ésta también, cogió la insignia con los codos, y así se mantuvo hasta que Gonzalo dio la señal de recogerse.

No eran de extrañarse por cierto estos ejemplos de valor en un campo que por todas partes respiraba honor y bizarría. El puente quedó echado y protegido por la artillería que tenía el enemigo a la otra orilla. El Gran Capitán quería que se volviese a poner la guardia en el bastión mismo que tintes ocupaba. Diego García de Paredes le dijo: «Señor, ya no tenemos enemigos con quien combatir sino con la artillería: mejor será excusar la guardia, dejar que pasen mil o dos mil de ellos, y entonces los acometeremos y quizás podremos ganar su campo.» Gonzalo todavía irritado de la pérdida del bastión, le contestó: «Diego García, pues Dios no puso en vos miedo no le pongáis vos en mí. -Seguro está vuestro campo de miedo, respondió el campeón, si no entra en él más que el que yo inspirare.» Picado hasta lo vivo, desciende del caballo, y poniéndose un yelmo y cogiendo un montante, se entra sólo por el puente. Los franceses, que le conocían, creyendo en su ademán que quería parlamentar, salieron a él en gran número, y él se dispuso a hablar con ellos; más luego que los vio interpuestos entre sí y las baterías, diciendo en altas voces que iba a hacer prueba de su persona, sacó el montante y empezó a lidiar. Acudieron algunos pocos españoles a sostenerle en aquel empeño temerario, y trabóse una escaramuza en la cual al fin los nuestros tuvieron que retirarse, siendo el último Paredes, cuya ira y pundonor aún no estaban satisfechos con aquella prueba de arrojo.

Pocos días después sucedió otro caso, que demuestra bien el espíritu que animaba todo nuestro ejército. Habíase dado a guardar la torre del Garellano a un capitán gallego, y el puesto era tan fuerte que con diez hombres solos podía mantenerse, y tan importante que desde allí, como desde una atalaya, se veían todos los movimientos del campo enemigo. Los franceses, que no la pudieron tomar por fuerza, la compraron a los gallegos, y éstos se vinieron a nuestro real, dando por causa de su rendición mil falsedades que se les creyeron. más cuando al fin se supo en el campo su villanía y su traición, los soldados mismos hicieron pedazos a todos aquellos miserables, sin que el Gran Capitán castigase este exceso, que conformaba mucho con la severidad que él usaba en la disciplina militar.

Entre tanto la discordia tenía divididos entre sí a los cabos del ejército enemigo. Indignábanse los franceses de obedecer a un general extranjero sin acierto y sin fortuna, que los tenía detenidos allí sin poder adelantar sobre sus contrarios un palmo de tierra. Dábanle a gritos los dictados más viles; y él, desconfiado de salir con la empresa, conociendo ya por experiencia el valor y constancia española, ofendido de los libres discursos del ejército y de las increpaciones atrevidas de Alegre, renunció el mando y abandonó el ejército, llevándose un buen número de tropas italianas que le acompañaban. Todavía, a pesar de este desfalco, eran iguales o superiores a los nuestros, y el marqués de Saluzo, a quien dieron el mando después de ido el marqués de Mantua, era un general inteligente y activo. Su primera operación fue fortificar la punta del puente de esta parte, para que sus tropas al pasar no pudiesen ser molestadas. Logrólo con efecto, fortificó el puente, y puso en él su guardia. Mas no por eso había adelantado mucho en su intento de pasar delante: Gonzalo se colocó tan ventajosamente, que era imposible forzarle, y desde allí impedía la marcha del enemigo. Es verdad también que el invierno, entonces en su mayor rigor, contribuyó mucho a esta inacción de unos y otros. El Garellano saliendo de madre inundaba aquellas campiñas; pero era con mucho mayor daño de los españoles, que estaban situados en una hondonada: el campo hecho un lago, apenas podían con maderos, piedras y faginas oponer un reparo al agua sobre que estaban; los víveres escaseaban cada vez más, las enfermedades picaban y ya la paciencia fallecía. Hasta los oficiales primeros del ejército, Mendoza, los dos Colonnas, y otros de igual crédito y esfuerzo, habían desmayado y se fueron a Gonzalo a aconsejarle que, pues el enemigo no podía por el rigor de la estación emprender facción de momento, diese algún alivio a sus tropas y las pasase a Capua, donde mejor alojadas y mantenidas podrían repararse de los trabajos pasados y estarían a la mira de los movimientos de los franceses. más él, firme e incontrastable, les respondió con su magnanimidad acostumbrada: «Permanecer aquí es lo que importa al servicio del Rey y al logro de la victoria, y tened entendido que más quiero buscar la muerte dando tres pasos adelante, que vivir un siglo dando uno sólo hacia atrás.»

Los franceses no padecían igualmente por la intemperie: la ribera del río era por allí más alta, y las ruinas de un templo antiguo, donde se colocó una parte de su ejército, les dieron algún reparo contra la humedad; el resto fue repartido en los lugares convecinos, porque no acostumbrados a aquellas fatigas, hechos a llegar y combatir, e impacientes de la tardanza, se mostraban menos sufridos a los rigores de la estación. No creyendo que sus enemigos intentasen nada hasta la venida del buen tiempo, tampoco ellos proyectaban nada, y sólo atendían a guarecerse de las incomodidades que sufrían. Entre tanto llegó al campo español Bartolomé de Albiano, de la casa de los Ursinos, con tres mil hombres de socorro. Los Ursinos, familia ilustre romana, enemiga y rival de los Colonnas, y odiosa igualmente que ellos al papa Alejandro VI y a su hijo César, habían servido contra España hasta entonces; pero al fin fueron reducidos a seguir sus intereses por las negociaciones de Gonzalo, que tenía por máxima el atraer las voluntades de las casas principales de Italia. Este socorro pues llegó al tiempo más oportuno, y Albiano, que le conducía, era un excelente militar. El fue quien inspiró o hizo valer el dictamen de marchar al instante al enemigo, echando un puente más arriba de donde tenían el suyo los franceses. Gonzalo le dio el encargo de esta maniobra, y Albiano hizo construir cuatro millas más arriba un puente hecho de ruedas de carros, de barcas y toneles, todo bien trabado con maromas: tendióle en el río, y todo estuvo dispuesto para la noche del 27 de diciembre (1503). Al instante pasó la mayor parte del ejército, y Gonzalo aquella noche se alojó en Suyo, pueblo contiguo al río y ocupado por los primeros que pasaron. A la mañana siguiente se puso en marcha la vuelta del campo enemigo: llevaban la vanguardia Albiano, Paredes, Pizarro y Villalba; el centro, compuesto de los alemanes y demás infantería, le guiaba el mismo General; y la retaguardia, que se había quedado de la otra parte del río mandada por Andrade, tenía orden de embestir el fuerte que defendía el puente francés, y pasar por él a juntarse con el resto del ejército. En un mismo punto llegaron al campo enemigo las noticias de haberse construido el puente por los españoles, de su paso por el río y de su marcha al real. Al principio no lo creyeron; más después, ya seguros del hecho, y viendo que era tarde para esperar allí y contrarestar la furia del enemigo, aterrados y sin consejo, desamparan apresuradamente el campo y huyen despavoridos hacia Gaeta, pensando defender el puesto difícil de Mola y Castellón. Gonzalo envió a Próspero Colonna y a Albiano con doscientos caballos para que los inquietasen en su fuga, y entró en el real enemigo, lleno de despojos y municiones. Allí se juntó con él su retaguardia, porque los franceses que guardaban el puente, poseídos también de miedo, le habían desamparado y deshecho, puesta en las barcas su más pesada artillería para que río abajo llegase a Gaeta. más este mismo peso fue causa de que no caminasen con la priesa necesaria; y los españoles pudieron juntarlas con facilidad, rehacer el puente y pasar el río. Entre tanto los franceses huían, pero ordenados; hacían cara a sus contrarios en los pasos difíciles, para pasarlos sin desconcertarse, saliendo primero la artillería, luego los infantes, y la caballería se retiraba la última, aunque siempre con algún daño. Llegaron así al puente que está delante de Mola, y allí el marqués de Saluzo acordó hacer frente al enemigo y procurar recobrarse. Cien hombres de armas mandados por Bernardo Adorno se paran, y peleando valerosamente hacen a los nuestros detenerse y aun retroceder: acuden los fugitivos, y a la sombra de aquel escuadrón se ordenan junto a Mola, cobran ánimo y se preparan a la pelea. más el centro de nuestro ejército llegaba ya, conducido por Paredes y Navarro. El Gran Capitán iba allí animando la gente y exhortándola a apresurarse; el caballo en que iba tropieza en los resbaladeros del camino y cae con su dueño el suelo; acuden a socorrerle los que estaban cerca, y él, levantándose sin lesión, les dice alegremente lo que Scipión y César en ocasión semejante dijeron a sus soldados: «Ea, amigos, que pues la tierra nos abraza, bien nos quiere.» Ya en esto era Adorno muerto, y aquellos esforzados caballeros se ven constreñidos a huir. El vencedor terrible sigue su marcha aceleradamente a Mola, y dividiendo su ejército en tres trozos, embiste al enemigo por tres partes diferentes, con intención de envolverle y de cortarle. Fieros los españoles con su superioridad, peleaban como leones; no así los franceses, cuyo espíritu, primero sorprendido, después aterrado, no acertaba ni con la ofensa ni con la defensa, ni a guardar ni a seguir consejo. Su general en este apuro, no contando ya con la victoria y viendo la muerte y desolación por todas partes, dio a un tiempo la orden y el ejemplo de la fuga, y corre hacia Gaeta: todos le siguen, pero desordenados y dispersos, abandonando banderas, artillería y bagajes, atropellándose miserablemente unos a otros; entregándose éstos al hierro del enemigo, que ferozmente los hostiga, aquéllos a la venganza de los paisanos vecinos, que cogiéndolos dispersos, los degüellan.

Tal fue la célebre rota del Garellano, que costó a los franceses cerca de ocho mil hombres, todo su bagaje, la artillería mejor de Europa, y la pérdida irreparable de tan hermoso reino. La Italia, que había visto aquel poderoso ejército, cuya muchedumbre y aparato parecía que iba a devorar en un momento al débil enemigo que tenía delante, le vio a poco tiempo deshecho sin batalla, y casi sin peligro ni daño de sus vencedores. Debió Gonzalo esta victoria a la superioridad de sus talentos, al acierto de su posición, y a la constancia con que se mantuvo cincuenta días delante del enemigo, sin desviarse un momento de su propósito por las enormes dificultades y trabajos que se le oponían. Él conocía a los franceses, sabía que no estaban tan hechos a la fatiga como sus soldados, veía su impaciencia, y quiso a un tiempo ser superior a ellos y a la inclemencia de la estación. Pueden atribuirse otras victorias a la fortuna; pero la del Garellano es enteramente debida a la capacidad del Gran Capitán, que entonces llenó toda la extensión de este renombre.

Aquella noche reposó el general español con sus tropas en Castellón; y el descanso era bien necesario a unos hombres que habían hecho una marcha de seis leguas, lidiando y persiguiendo, sin haber tomado alimento en veinte y cuatro horas. Al día siguiente se puso sobre Gaeta; y luego que asentó la artillería para batirla, los sitiados se rindieron, a partido de que fuesen libres todos los prisioneros franceses, haciendo ellos lo mismo con los españoles: otorgóle Gonzalo, y entró en Gaeta el día 1 del año de 1504, habiendo antes desfilado los franceses, desmontados los caballeros, y doblada la punta de la espada los infantes. Gonzalo suavizó algún tanto la humillación de esta derrota a los vencidos, consolándolos, tratándolos con el mayor honor y cortesía, alabando su valor; y fue tal su atención a que se les guardase el respeto debido a los infelices, que viendo a un soldado suyo arrancar por fuerza a un suizo una cadena de oro que llevaba al cuello, arrojóse a castigarle con la espada desnuda, y le hubiera muerto sin arbitrio, a no haberse el soldado arrojado al mar.

Gaeta rendida, y puesto en ella por comandante a Luis de Herrera, Gonzalo dio la vuelta a Nápoles, donde la alegría y pompa triunfal hubo de convertirse en luto y llanto por la aguda dolencia que le sobrevino y le puso a punto de muerte. Toda Nápoles se estremeció al peligro, y el regocijo que manifestó de su mejoría fue igual a las muestras de sentimiento que hizo mientras estuvo enfermo. Siete días tuvo audiencia pública para que todos pudiesen saciarse con la vista de un hombre a quien amaban igualmente que admiraban. Cobradas al fin las fuerzas, se dio todo al cuidado de arreglar la administración y policía del reino; hizo confederaciones nuevas, y estrechó las antigas con los potentados y repúblicas de Italia; envió a varios de sus oficiales contra las pocas fortalezas que aún se tenían por los franceses, y empezó a repartir las recompensas merecidas por sus compañeros en la guerra. Como la liberalidad y magnificencia eran las virtudes que más sobresalían en él, los premios que dispensó fueron más propios de un rey que de un lugarteniente. Restituyó a los Colonnas los estados que les habían usurpado los franceses, a Albiano dio la ciudad de San Marcos, a Mendoza el condado de Mélito, el de Oliveto a Navarro, a Paredes dio el señorío de Coloneta; en fin, a todos los que se habían distinguido repartió estados, tierras, rentas pingües y magníficos presentes. Hacíanse todos lenguas en su alabanza, no sabiendo qué exaltar más en él, si la majestad heroica de su persona, la gracia y cortesanía de sus palabras y modales, su gloria y talentos bélicos, su justicia equilibrada con la severidad y la clemencia, o su generosidad verdaderamente real.

Es disculpable en los que merecen la gloria, que la busquen por todos los medios con que se adquiere. El gusto que recibía Gonzalo de ser alabado en versos latinos, aunque él no entendía esta lengua, lo hizo recompensar magníficamente los poemas miserables que en su alabanza compusieron Mantuano y Cantalicio. Ellos, juzgándose indignos del premio que habían recibido, exhortaron a Pedro Gravina, en quien reconocían mayores talentos para la alta poesía, a que se ejercitase en un asunto tan noble y tan bello. más a pesar de esta diligencia, hasta ahora la gloria de Gonzalo de Córdoba está depositada con más dignidad en los archivos de la historia que en los ecos de la poesía.

Como la pacificación y sosiego de Italia eran los mejores medios para asegurar la conquista, Gonzalo se dedicó todo a este objeto. Había empero un estorbo para conseguirlo, que era el genio revoltoso y terrible de César Borja. César, hijo del papa Alejandro VI, y hecho cardenal al tiempo de la exaltación de su padre, no quiso contentarse con aquella dignidad, y aspiró a los honores que tenía el duque de Gandía su hermano mayor. Hízole asesinar una noche; y el Papa, estremecido, en vez de castigarle, tuvo que concederle de allí a pocos días una dispensa para dejar las órdenes sagradas y el capelo. Luis XII, que entonces necesitaba de la ayuda del Papa, le dio el ducado de Valentinois, le señaló una pensión, le costeó una compañía de cien hombres de armas, y la casó con Juana Albret, hermana del rey de Navarra y parienta suya. Con semejante apoyo su ánimo fiero y atrevido se revolvió a los proyectos de ambición, y empezó a ocupar las tierras y fortalezas de la Romaña, a cuyo dominio entero aspiraba. Su divisa era Aut cesar aut nihil; sus medios todos los que le venían a la mano; y los conquistadores más célebres del mundo no emplearon en sus expediciones más esfuerzo, más osadía, más astucia, más perfidia ni más atrocidad que este hombre extraordinario, en la ocupación del corto territorio que deseaba. Echó de Roma a los Colonnas, se apoderó del ducado de Urbino, hizo dar muerte por la más baja alevosía a las principales cabezas de la casa Ursina; ocupó sus estados; y Rimini, Faenza, Forli, y todas las plazas y fuerzas de la Romaña tuvieron que bajar el cuello al yugo que les impuso. Los tesoros de su padre servían abundantemente a sus designios, y cuando éstos faltaban, el veneno dado a los cardenales más ricos proporcionaba con sus despojos nuevos recursos para nuevos designios. No había en Italia general ninguno que mejor pagase sus soldados, que más bien los tratase, y de todas partes acudían a servirle, principalmente españoles. En su escuela se formó una porción de oficiales excelentes, entre ellos Paredes y Hugo de Moneada. El de su persona era ágil, esforzado, diestrísimo en el manejo de todas armas, el primero en los peligros, el más ardiente en el combate. La gentil disposición de sus miembros era afeada por la terribilidad de su rostro, que lleno de herpes, destilando materia, y con los ojos hundidos y sanguiros, demostraba la negrura de su alma y daba a entender ser amasado con hiel y con ponzoña. Por una especie de prodigio, la naturaleza se había complacido en reunir en este hombre solo la ferocidad frenética de Calígula, la astucia profunda y maligna de Tiberio, y la ambición brillante y arrojada de Julio César. Igualmente atroz que torpe y escandaloso, hizo matar a su cuñado don Alonso de Aragón para gozar libremente de su hermana Lucrecia abusó feamente de Astor Manfredo, señor de Faenza, y después le hizo arrojar en el Tíber; mató con veneno al joven cardenal Borja, porque favorecía a su hermano mayor el duque de Gandía; hizo cortar la cabeza a Jacobo de Santa Cruz, su mayor amigo, por verle querido de la casa Ursina... La pluma se niega a seguir escribiendo tales crímenes, y la imaginación se horroriza al recordarlos. Nadie le igualó en ser malo; y el tigre, semejante a los más de los tiranos, que quieren la justicia para los demás y no para sí, la hacía guardar en los pueblos que dominaba, de tal modo, que cuando por la muerte de su padre su autoridad se deshizo y aquellos dominios pasaron a otras manos, los desórdenes y violencias que en ellos se cometían les hacían desear el gobierno de su señor primero.

La muerte del papa Alejandro cortó el vuelo a la ambición de César. Sus principales oficiales y soldados le abandonaron; los venecianos le ocuparon una parte de sus plazas, y el papa Julio II, en cuyo poder se puso imprudentemente, le arrestó y le hizo rendir a la Iglesia casi todas las demás. Entonces fue cuando con un salvoconducto firmado por el mismo Gran Capitán vino a Nápoles y se puso bajo el amparo de España. Dícese que el salvoconducto tenía por base que César no haría ningún movimiento ni empresa en perjuicio del Rey Católico: sin duda Gonzalo previó que en el genio inquieto y ambicioso de aquel hombre no cabía estar mucho tiempo sin faltar a sus pactos y dar por consiguiente ocasión a que no se le cumpliesen a él. Así fue, y nunca César Borja manifestó tanta capacidad y tanta travesura como entonces. Su designio era trastornar el estado de las cosas de Italia, y volverla a encender en guerra. El oro, que aún tenía en abundancia, lo daba lugar a conseguir sus intentos. Sin moverse de Nápoles hizo socorrer el castillo de Forli, que aún no había entregado al papa Julio; trató de ocupar el estado de Urbino; halló personas que se obligasen a entrar en Pésaro y matar al señor de ella; negoció con los Colonnas, dándoles dinero para pagar mil soldados; dio orden a un capitán Español que le servía, para que se metiese con gente de guerra en Pisa y estorbase que esta ciudad se pusiese bajo la protección de España; alteró a Pomblín, que se alzó por él; negociaba a un tiempo con Francia, con Roma y con el Turco; y empezó a sonsacar compañías enteras del ejército de Gonzalo, hallando siempre por su liberalidad dispuestos a servirle alemanes y españoles. Gonzalo, que había recibido orden del Rey para que echase de Nápoles a César y le enviase a Francia, a España o a Roma, noticioso también de sus tramas, le hizo arrestar en Castelnovo por Nuño de Ocampo. dio él al arrestarle un grande y furioso grito, maldiciendo su fortuna y acusando la perfidia del Gran Capitán. Nadie se movió a socorrerle, y de allí a pocos días fue enviado a España, donde estuvo preso dos años. Al cabo de ellos se escapó del castillo y se recogió a Navarra, donde sirviendo al Rey su cuñado en la guerra que hacía al conde de Lerín, fue muerto en una escaramuza junto a Mendavia. Tal fin hizo César Borja, en cuya prisión se culpa mucho la conducta del Gran Capitán: es verdad que César era un tizón eterno de discordia, incapaz de sosegar ni de dejar sosiego a nadie; es cierto que era un monstruo indigno de todo buen proceder; todo italiano tenía derecho a perseguirle como a una fiera; pero el Gran Capitán, que le había ofrecido un asilo en su desgracia, hubiera hecho más por su gloria si no abusara de la confianza que César había hecho de él poniéndose en sus manos.

Mientras él se desvelaba en asegurar su conquista y en mirar por los intereses de su patria y de su rey, la envidia empezaba a labrarle aquella corona de espinas que tiene siempre destinada al mérito y a la gloria. Nada había más opuesto entre sí que los dos caracteres del Rey Católico y de Gonzalo: este franco, confiado, magnífico y liberal; aquel celoso de su autoridad, suspicaz, económico y reservado. Gonzalo repartía a manos llenas las rentas del Estado, las tierras y los pueblos entre españoles o italianos, según los méritos contraídos por cada uno; y el Rey, que aún no se atrevía a irle a la mano en aquellas liberalidades, decía que de nada le servía tener un nuevo reino, conquistado sí con la mayor gloria y el esfuerzo más feliz, pero también disipado por la prodigalidad imprudente de su general. Los malsines atizaban esta siniestra disposición: los unos decían que las rentas se malgastaban sin orden ni arreglo alguno; los otros que se permitía al soldado una licencia opuesta a toda policía y ruinosa a los pueblos.

Hasta los Colonnas, ¡quién lo creyera! los Colonnas, celosos del favor que daba Gonzalo a los Ursinos, insinuaban al Rey que la conducta del Gran Capitán en Nápoles era más bien de un igual que de un lugarteniente suyo

Mientras vivió la Reina Católica estas semillas de división apenas produjeron efecto. Los poderes amplios que tenía se redujeron a las funciones de virey; y Fernando dio las tenencias de algunas plazas a otros que aquéllos a quiénes las había dado Gonzalo: entre ellas Castelnovo, donde estaba Nuño de Ocampo, fue dado en guarda a Luis Peijoo. Ofendióse altamente de esto el Gran Capitán, porque Ocampo había sido el que más se había distinguido cuando se tomó; y decía que el que supo ganar aquel castillo también le sabría defender. Quiso dejar la habitación que allí tenía; pero Peijoo a fuerza de súplicas le contuvo. En fin, pidió su licencia para volverse a España, exponiendo a los Reyes que añadiría este servicio a los demás que ya les había hecho; y que habiendo pasado por todos los trabajos y fatigas de caballero, ya era tiempo de que le permitiesen descansar y asistirles en su corte (26 de noviembre de 1504). No tuvo respuesta esta representación; y entre tanto murió Isabel, siguiéndola al sepulcro las lágrimas de toda Castilla, cuya civilizadora y engrandecedora había sido. A su magnanimidad, a su actividad y a su constancia se debe la pacificación del reino, entregado cuando ella entró a reinar, a facciones y a bandidos; la expulsión de los moros, la conquista de Nápoles, el descubrimiento de la América. Los errores de su administración, y algunos es fuerza confesar que han sido muy funestos, tienen disculpa en la ignorancia y en las ideas dominantes de su siglo; y si su carácter era más altivo, más rencoroso, más entero que lo que corresponde a una mujer, la austeridad respetable de sus costumbres, y el amor que tenía a la felicidad y a la gloria de la nación que mandaba, la excusaban delante de sus vasallos, y deben hacer olvidar estos defectos a los ojos de la posteridad.

Nadie perdió tanto en su muerte como Gonzalo. Ella había sido siempre su protectora y su defensora contra las cavilaciones y sospechas de Fernando; con su falta iba a ser el objeto de los desaires y desabrimientos de un príncipe que, desconfiado por carácter, hecho más sospechoso con la edad y con las circunstancias, viéndose impotente a galardonar los servicios del Gran Capitán, iba a entregarse a las sospechas, para quitarse de encima la obligación del agradecimiento. Envenenaban esta mala disposición Próspero Colonna, que entonces había venido a España, con sus pérfidas sugestiones; el ingrato Nuño de Ocampo, que también se manifestó su acusador con respecto a la inversión de caudales; el artificioso Francisco de Rojas, embajador de España en Roma, el cual, después de haber auxiliado a Gonzalo con la mayor actividad en la conquista, envidioso de su gloria y de su influjo en Italia, aspiraba que le sacasen de ella; en fin, el virey de Sicilia Juan de Lanuza, quejoso del Gran Capitán por la justicia que hizo a los pueblos de la isla cuando sus vejaciones los alborotaban. Todo se convertía por estos malsines envidiosos en su daño: sus condescendencias con los soldados, sus dádivas continuadas, el lujo y ostentosa magnificencia de su casa, el amor que le tenían los pueblos y barones principales del reino, la veneración y respeto de los estados de Italia.

Hallábase entonces Fernando en una de aquellas circunstancias críticas en que no bastan las luces y la inteligencia a un político, sino que es preciso apelar a la grandeza de alma y de carácter para no desmayar y cometer errores. Isabel al morir dejaba sus reinos a su hija doña Juana, casada con el archiduque Felipe de Austria, ordenando que si su hija o no quisiese o no pudiese intervenir en la gobernación de ellos, fuese gobernador el Rey Católico mientras llegaba a mayor edad Carlos su nieto, hijo mayor del Archiduque y Juana. Ésta, privada de razón, era absolutamente inútil al gobierno; y Fernando, en virtud de la disposición de Isabel, quería seguir mandando en Castilla: Felipe deseaba venir a administrar el patrimonio de su esposa, y la mayor parte de los grandes, impacientes por sacudir el freno y la sujeción en que habían estado hasta entonces, favorecían las pretensiones del Archiduque. Éste vino con la Reina a España, y fue en fin forzoso a Fernando salir casi como expelido de aquel estado que por tantos años había gobernado y acrecentado con el mayor acierto y la prosperidad más gloriosa.

En medio de las negociaciones y disputas que hubo para esto, el gran político perdió la prudencia que siempre le había asistido, y el resentimiento contra su yerno le hizo cometer una falta imperdonable. Quiso primeramente casar con la Beltraneja, y la envió a pedir a Portugal, donde vivía retirada en un claustro; pero ni aquel rey consintió, ni ella, ya vieja y dedicada a la austeridad, lo hubiera aceptado. ¿Qué era entonces en la consideración de Fernando la nulidad de su nacimiento, con cuyo pretexto la había despojado del reino? Volvióse a otra parte, y ajustó paz con Luis XII; contrató casarse con Germana de Fox, sobrina de aquel monarca, y ofreció restituir a todos los barones anjoinos los estados que habían perdido en Nápoles por la conquista. Su objeto en esta convención era buscar un apoyo contra los designios de su yerno, y ver si podía con su nuevo himeneo tener herederos a quien dejar sus propios dominios, y destruir así la grande obra de la reunión de España, anhelada y conseguida por él y su esposa difunta. Los estados de Nápoles, conquistados por las fuerzas de Castilla, pero en virtud de los derechos de la casa de Aragón, ofrecían un problema político que resolver. ¿Debían obedecer a Fernando, o al Archiduque? El Rey Católico temía que Gonzalo, siguiendo los intereses de este príncipe, alzase por él aquel reino y se le entregase. Su mayor ansia era traerle a España, creyendo con esto atajar aquel daño. Envió órdenes sobre órdenes para que se viniese; mandóle publicar la paz ajustada, restituir los estados a los barones desposeídos, y licenciar la gente de guerra. La paz se publicó en Nápoles, pero la restitución de los estados y el licenciamiento de los soldados eran dos negocios delicados, que pedían la asistencia de Gonzalo, y más tiempo que el que podía sufrir la impaciencia del monarca receloso. Para activar su salida de aquel reino, se obligó Fernando a conferirle, luego que llegase a su corte, el maestrazgo de Santiago. Entre tanto negociaban con él el Archiduque, Maximiliano su padre, y el Papa, procurando explorar sus intenciones, y ofreciéndole grandes premios si conservaba el estado bajo su obediencia. Dícese que le prometieron casar a su hija Elvira con el desdichado duque de Calabria don Fernando, restituir a éste en aquel reino como feudatario de Castilla, y dejarle a él allí de gobernador perpetuo.

Pero él, firme contra las sugestiones del interés y del temor, respondió fieramente al Papa que se acordase de quién era Gonzalo de Córdoba; no aceptó las ofertas de Maximiliano ni de su hijo, se desentendió de las sospechas de Fernando, y prosiguió haciendo su deber, aquietando los soldados, que se amotinaban porque se les hacía salir, enviándolos a España, y arreglando las cosas del reino para que no sufriesen alteración por su partida. Era duro sin duda haber de ser arrancado de aquel teatro de su gloria, conquistado con tanto esfuerzo y fatigas, gobernado con tanta prudencia y grandeza, sin más causa que la flaqueza del Rey en escuchar a cuatro malsines envidiosos, todos ingratos a sus beneficios. El Monarca, ya incapaz de sufrir más retardo en el cumplimiento de sus órdenes, y creyendo ciertas las traiciones y tratos que se temía, determinó enviar a Nápoles a su hijo el arzobispo de Zaragoza, con orden de reasumir en sí toda la autoridad y de prender a Gonzalo. Habían de auxiliar esta resolución Pedro Navarro, a quien se daba el mando de los españoles, y un Alberico de Terracina, encargado de aquietar a los napolitanos con la publicación de un nuevo privilegio que al efecto se les concedía. Esta providencia escandalosa, imposible quizá de ejecutarse, y capaz por sí sola de precipitar al héroe a una resolución desesperada, no se llevó a ejecución: o Fernando tuvo vergüenza de ella, o se apaciguó algún tanto con una carta que le escribió el Gran Capitán (2 de julio de 1506), en que entre otras cosas le decía: «Aunque vuesa Alteza se redujese a un solo caballo y en el mayor extremo de contrariedad que la fortuna pudiese obrar, y en mi mano estuviese la potestad y autoridad del mundo con la libertad que pudiese desear, no he de reconocer ni he de tener en mis días otro rey y señor sino a vuesa Alteza cuanto me querrá por su siervo y vasallo. En firmeza de lo cual, por esta letra, de mi mano escrita, lo juro a Dios como cristiano, y le hago pleito homenaje como caballero, y lo firmo con mi nombre y sello con el sello de mis armas, y lo envío a vuesa Alteza para que de mí tenga lo que hasta agora no ha tenido; aunque creo que para con vuesa Alteza, ni para más obligarme de lo que yo lo estoy por mi voluntad y deuda, no sea necesario.»

En fin, Fernando, teniéndose por desairado en España si no reinaba en Castilla, se embarcó en Barcelona para ir a Nápoles y visitar aquel reino: por el mismo tiempo Gonzalo se había embarcado en Gaeta para volverá España, y los dos se encontraron cerca del puerto de Génova (1.º de octubre de 1506). Al verle subir a la galera real, y al contemplar la alegre confianza conque se presentaba delante de aquel monarca a quien se suponía tan desconfiado y tan irritado con él, todos se quedaron suspensos; y el mismo Rey dio algunos momentos de la sorpresa que aquella inesperada vista la causaba. Sacudidas de su ánimo por entonces las viles sospechas que le habían agitado tanto tiempo, entregóse todo a los sentimientos de admiración, de agradecimiento y de respeto que la presencia de Gonzalo inspiraba y llenándole de elogios y de honras, le detuvo en su compañía y le llevó a Nápoles consigo.

Allí fue donde gozó el premio mejor de sus grandes servicios. El Rey ponía todo su mérito en la prudencia, en la equidad y en la justicia; Gonzalo en la liberalidad, en la magnificencia y en la gloria adquirida por el valor. Siempre al lado de Fernando, él le designaba los soldados que más bien le habían servido, le contaba sus hazañas, le manifestaba sus necesidades recomendaba sus pretensiones, y le pedía sus recompensas. ¿Veía entre el tropel de la corte alguno que por encogimiento no osaba llegar al Rey? Él entonces le llamaba por su nombre, le acercaba a besar la mano a Fernando, y le proporcionaba aquella acogida que nunca se hubiera atrevido o esperar. ¿Tenía otro alguna pretensión ardua? Acudía a Gonzalo, y Gonzalo se la conseguía. Aquel monarca reservado, detenido y pareo en galardonar, olvidaba su natural junto a Gonzalo, y se vio con admiración que nada de lo que le pidió en aquel tiempo en favor de otros fue denegado por él: como si hubiese tenido a menos en aquel teatro negar algo a quien se le había conquistado y defendido. Podían todavía estar ocultas en su pecho las semillas de la desconfianza., que rara vez salen enteramente del ánimo de los políticos pero allí escondidas, no se manifestaban, y siendo exteriormente todo demostraciones de amor, de admiración y confianza, el uso que Gonzalo hizo de su influjo le constituía a los ojos de la Italia el segundo en autoridad y en poder, pero el primero en dignidad y en benevolencia.

Esto no bastó sin embargo para que los tesoreros no prosiguiesen, en odio de Gonzalo y por adular al genio del Rey, las pesquisas fiscales con que ya anteriormente le habían amenazado. Quisieron tomarle residencia del empleo que había hecho de las sumas remitidas para los gastos de la guerra, y Fernando tuvo la miserable condescendencia de permitírselo, y aun de asistir a la conferencia. Ellos produjeron sus libros, por los cuales Gonzalo resultaba alcanzado en grandes cantidades; pero él trató aquella demanda con desprecio, y se propuso dar una lección. Así a ellos como al Rey, de la manera como debía tratarse un conquistador. Respondió pues que al día siguiente él presentaría sus cuentas, y por ellas se vería quién era el alcanzado, si él o el fisco. Con efecto presentó un libro, y empezó a leer las partidas que en él había sentado: «Doscientos mil setecientos y treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas del Rey. -Setecientos mil cuatrocientos noventa y cuatro ducados en espías.» Iba leyendo por este estilo otras partidas, tan extravagantes y abultadas, que los circunstantes soltaron la risa, los tesoreros se confundieron, y Fernando, avergonzado, rompió la sesión mandando que no se volviese a tratar más del asunto. Parece que se lee un cuento hecho a placer para tachar la ingratitud y avaricia del Rey; pero los historiadores de aquel tiempo lo aseguran, la tradición lo ha conservado, se ha solemnizado en el teatro, y las cuentas del Gran Capitán han pasado en proverbio. El Rey Católico no era ciertamente avaro, pues que a su muerte no se encontró en sus cofres con que enterrarle; pero su economía y su parsimonia tocaban a las veces, como en ésta, en nimiedad y en bajeza.

Su ida a Nápoles no satisfizo las grandes esperanzas que los estados de Italia habían concebido de ella. Antes de llegar recibió la noticia de la muerte de su yerno el Archiduque; el cual, acometido de una dolencia aguda en Burgos, había fallecido en tres días en la flor de su edad y antes de gozar el reino y la autoridad que tanto deseaba. Fernando prosiguió, sin embargo, su camino, y en su interior no suspiraba más que por Castilla, donde ya la mayor y más sana parte de los grandes y de los pueblos le llamaba para ponerle al frente del gobierno. Por esta razón no dio atención ninguna a los negocios de Italia; y la cosa más señalada que hizo en los siete meses que allí permaneció, fue la restitución de los estados confiscados a los barones anjoinos, según lo pactado en la paz con el rey de Francia. Estos estados se hallaban repartidos entre los conquistadores por premio de sus servicios, y era forzoso a Fernando ofrecerles una compensación correspondiente en otros bienes y en rentas. De aquí resultó que ni unos ni otros quedaron contentos: los conquistadores se dejaban arrancar con repugnancia aquellos estados, que habían conquistado con su esfuerzo y regado con su sangre, además que las compensaciones, por el apuro de las rentas y por el genio de Fernando, eran necesariamente escasas; los anjoinos, porque en todo lo que estaba sujete a controversia se les coartaba el beneficio de la restitución, pues cuanto menos se les devolvía a ellos, tanto menos había que recompensar a los otros. Gonzalo ofreció entonces y cedió voluntariamente el ducado de Sant-Angelo con sus dependencias, don que lo había hecho el desposeído Federico; y el Rey en recompensa le dio el ducado de Sesa con una cédula que pudiese servir de testimonio a los ojos del mundo y de la posteridad, de su agradecimiento a sus servicios, de su confianza en su lealtad, y del honor que merecía: cédula que por la singularidad de sus expresiones y de su estilo, superior a la rudeza del siglo y al fastidioso tono que tienen comúnmente estos instrumentos diplomáticos, he creído conveniente ponerla al fin por apéndice.

Mas a pesar de esta demostración, su ánimo no se aquietaba si no sacaba al Gran Capitán de Italia: negóse a las gestiones que hicieron los venecianos y el Papa para que se le dejase por general de sus armas en la guerra que iban a hacerse; y para satisfacerle de esta repulsa, que le cerraba el sendero de nuevas glorias, le volvió a prometer el maestrazgo de Santiago fuego que estuviesen en España. Llegado el tiempo de la partida, Gonzalo se detuvo algunos días; convocó a sus acreedores, a quienes satisfizo enteramente todos sus créditos; hizo que se portasen sus amigos del mismo modo, dando él de lo suyo a los que no tenían para cumplir; y arreglada su casa y, séquito, que por la calidad de las personas y trato que él les hacía era superior a la casa real, dio luego la vela para seguir a Fernando, sentido y llorado amargamente de todas las clases del reino, do los principales personajes, y de las damas, que salieron a despedirse de él basta el muelle, y le vieron embarcar con lágrimas de ternura y de admiración, como si al salir él de aquella capital faltaran de una vez toda su seguridad y su ornamento.

Alcanzó al Rey Católico en Génova, y asistió a las vistas que tuvo con Luis XII en Saona. Los dos príncipes, que hasta entonces habían dado a la Europa el espectáculo del rencor, de la venganza y de la mala fe, lo dieron entonces de confianza, de estimación y de amistad: contienda harto más gloriosa que la primera, si estas muestras en los políticos no fueran tan engañosas. Lucieron a porfía los cortesanos de una y otra nación su lujo ostentoso y bizarría; pero quien se llevaba tras sí todos los ojos y todo el aplauso era el Gran Capitán, Y la majestad de los monarcas se veía deslucida delante de los rayos de su gloria. Los franceses mismos, dice Guicciardini, que vencidos y rotos tantas veces por él debían odiarle, no cesaban de contemplarle con admiración, y no se cansaban de tributarle honores. Los que se habían hallado en Nápoles contaban a los otros, ya la celeridad y astucia increíble con que asaltó de improviso a los barones alojados en Layno; ya la constancia y sufrimiento con que se sostuvo en Barleta, sitiado a un tiempo de los franceses, del hambre y de la peste; ya la eficacia y diligencia con que ataba las voluntades de los hombres, y con la cual los sostuvo tanto tiempo sin dineros; el valor con que combatió en Cerinola, el valor y fortaleza con que, inferior en gente, y esa mal pagada, determinó no separarse del Garellano, y la industria militar y las estratagemas con que había conseguido aquella victoria. La admiración que causaban estos recuerdos era aumentada por la majestad excelente de su presencia, por la magnificencia de su semblante y sus palabras, y por la gravedad y gracia de sus modales13. más nadie le honró más dignamente que el rey Luis: él le hizo sentar a la mesa real y cenar con Fernando y consigo; le hizo contar sus diversas expediciones, llamó mil veces dichoso al Rey Católico por tener tal general; y quitándose del cuello una riquísima cadena que llevaba, se la puso a Gonzalo con sus propias manos.

Este fue el último día sereno (30 de diciembre de 1507) que amaneció al Gran Capitán en su carrera; el resto fue todo desabrimientos, desaires y amarguras. Desembarcó en Valencia, y habiendo descansado algunos días de la fatiga de la navegación, se dirigió a Burgos, donde la corte se hallaba. Su comitiva era inmensa: seguíale gran número de oficiales españoles e italianos distinguidos, que no querían separarse de él; a esto se añadía la muchedumbre de amigos, deudos y curiosos que de toda España corrían a verle y admirarle. Ni las posadas ni los pueblos eran bastantes a alojarlos. La pompa de su séquito era también otro espectáculo para los asombrados españoles: los oficiales y soldados veteranos que le acompañaban se ostentaban vestidos de púrpura y seda la más rica, adornados con las más exquisitas pieles, brillando el oro y las piedras en las cadenas y joyeles que traían al cuello y en las penachudas celadas que les cubrían las cabezas. El pueblo, deslumbrado con aquel magnífico aparato compuesto de todos los despojos de la Italia y de la Francia, le aplaudía y le apellidaba Grande; pero los más prudentes y recatados, que sabían el humor triste y encogido de Fernando, conocían cuánto le había de ofender aquella ostentación de poderío. Entre ellos el conde de Ureña dijo con mucha gracia «que aquella nave tan cargada y tan pomposa necesitaba de mucho fondo para caminar, y que presto encallaría en algún bajío».

Llegó a Burgos (24 de mayo de 1508), y toda la corte para honrarle salió a recibirle por mandato del Rey. Los oficiales y soldados se presentaron delante, y Gonzalo los seguía; al cual Fernando, como se inclinase a besarle la mano, le dijo cortésmente: «Veo, Gonzalo, que hoy habéis querido dar a los vuestros la ventaja de la precedencia, en cambio de las veces que la tomasteis para vos en las batallas.» Hizo pocos días después su pleito homenaje de obedecer a Fernando como regente de Castilla hasta la mayor edad de Carlos su nieto, y éste fue el último punto de su buena armonía con él. Desairado en la corte, no admitido en los consejos, desesperado de conseguir el maestrazgo que con tanta solemnidad se le había ofrecido, su disgusto traspiraba, y todos los buenos españoles le acompañaban en él. Entre ellos, el que más parte tomaba en su pena era el condestable de Castilla don Bernardino Velasco, con quien para estrechar más la amistad casó Gonzalo a su hija Elvira. Llevóse mal este enlace en la corte, con tanta más razón, cuanto el Rey quería casar con Elvira un nieto suyo, hijo del arzobispo de Zaragoza, para que así entrasen en la familia real las riquezas, estado y gloria de Gonzalo. El Condestable había sido antes casado con una hija natural de Fernando, y por esto un día la reina Germana le dijo severamente: «¿No os da vergüenza, Condestable, siendo como sois tan pundonoroso y tan discreto, enlazaros a una dama particular, habiéndoos antes desposado con hija de rey? El Rey me ha dado un ejemplo digno de seguirse, respondió él, pues habiendo estado antes casado con una gran reina, después se ha enlazado a una particular digna de serlo también.» Paróse indignada Germana con aquella respuesta imprevista y atrevida, que la recordaba quién era y la castigaba su orgullo; y quedó tan ofendida que no volvió a admitir ni el brazo ni la compañía de Gonzalo, que antes, por su dignidad y preeminencia, siempre la prestaba aquel obsequio. El Condestable perdió toda la gracia, y no volvió a ser admitido en la corte.

Por el mismo tiempo él y Gonzalo dieron otro desabrimiento al Rey. Quería éste que Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo, permutase esta dignidad con su hijo, prelado de Zaragoza. No daba Jiménez grato oído a esta propuesta, y habiendo ido a aconsejarse de los dos, ellos le afirmaron en su propósito, y le exhortaron a la resistencia. De modo que cuando se le volvió a hablar de parte del Rey acerca de ello, contestó que si se le apuraba abandonaría arzobispado, corte y dignidades, y se volvería a su celda, de donde contra su voluntad la reina Isabel le había sacado. Blandeó el Rey, conociendo cuán injuriosa era aquella permuta a la elección de su primera esposa, y no volvió a tratar del asunto.

Hacia esta época fue cuando Diego García de Paredes dio un alto testimonio de la lealtad y mérito de Gonzalo. Estaba este mal con aquel campeón porque se había puesto a servir con Próspero Colonna a quien por las cartas ya dichas Gonzalo aborrecía. Pero esta desavenencia no influyó nada para alterar el concepto que Paredes debía a su general. Hallábase un día en palacio, y en la sala misma del Rey oyó a dos caballeros que decían que el Gran Capitán no daría buena cuenta de sí. Entonces Paredes, alzando la voz de modo que lo oyese el Rey, exclamó «que cualquiera que dijese que el Gran Capitán no era el mejor vasallo que tenía, y de mejores obras, se tomase el guante que ponía sobre la mesa». Puso con efecto el guante: nadie osó contestar, y el Rey, tomándolo y devólviéndosele, dijo «que tenía razón en lo que decía». Desde entonces volvió a reinar la buena armonía entre los dos guerreros.

Pero el ánimo de Fernando, altamente ofendido de la alianza de Gonzalo y del Condestable, y de la contradicción que hacían a sus deseos, encontró poco después la ocasión de la venganza. Un alboroto ocurrido en Córdoba hizo que enviase a sosegarle a un alcalde de su casa y corte, con orden que intimase al marqués de Priego se saliese de la ciudad. Era el marqués hijo del ilustre y desgraciado don Alonso de Aguilar, y sobrino carnal de Gonzalo. Acostumbrado, como todos sus progenitores, a ejercer en Córdoba una especie de principado, se sintió altamente de la intimación que le hizo el alcalde, y no sólo no le obedeció, sino que se apoderó de su persona y le envió preso a su castillo de Montilla. Este desacato escandalizó a todo el reino. Fernando, que vio comprometida en él su autoridad, la de las leyes y la administración de justicia, soltó la rienda a su enojo, y trató de ejecutar por sí mismo el castigo con la severidad y aparato más solemne. Mandó aprestar armas y caballos, hizo llamamiento de gentes, y se dirigió desde Castilla a Andalucía, diciendo que iba a destruir aquella rebelión. Estremeciéronse los grandes, tembló Gonzalo por el Marqués, y todos se pusieron a interceder en su favor, pidiendo que se condonase aquel desvarío a su juventud y a su poco seso. Ya Gonzalo le había escrito estas precisas palabras: «Sobrino, sobre el yerro pasado lo que os puedo decir es que conviene que a la hora os pongáis en poder del Rey: si así lo hacéis, seréis castigado, y si no, os perderéis.» Obedeció el mozo, y con toda su familia se vino a poner a disposición del monarca irritado, a tiempo que éste, acompañado ya de un considerable número de tropas, llegaba a Toledo. Pero Fernando, sin admitirle a su presencia, le mandó ir siempre a una jornada distante de la corte y poner a disposición suya todas las fortalezas que tenía, y prosiguió su camino. Llegado a Córdoba, hizo prender el Marqués, fulminó proceso contra él y otros culpados, como reos de lesa majestad, castigó de muerte a algunos de ellos, y al Marqués, usando de clemencia, conmutó la pena capital en destierro de Andalucía y en que se arrasase la fortaleza de Montilla. En vano para detener estas demostraciones de rigor, y para salvar aquel castillo, donde había nacido el Gran Capitán y era el más bello de toda Andalucía, apuraron el Condestable, Gonzalo y los grandes todos los medios del ruego y de la queja; en vano le representaron que debía perdonar el desconcierto de un mozo arrepentido y humillado, en gracia de sus ascendientes muertos, ya que no hiciese caso del mérito de los vivos; en vano, en fin, los embajadores de Francia manifestaban que parecía indecoroso no conceder un castillo al que había ganado para la corona cien ciudades y un reino floreciente. El Rey se mantuvo inflexible: la fortaleza se demolió, y Gonzalo tuvo que devorar el desaire y la humillación de tan odiosa repulsa.

Para apaciguarle algún tanto le cedió Fernando por su vida la ciudad de Loja, y aun se la prometió en propiedad para sí y sus descendientes en caso de que renunciase al maestrazgo que se le había prometido y no se le confería. Era ciertamente impolítico desmembrar de la corona aquella dignidad en el estado en que se hallaban las cosas; pero ¿por qué hacer una promesa con ánimo de no cumplirla? El monarca más poderoso y prudente de Europa, ¿no tenía otros medios de recompensar a un héroe que con una palabra engañosa? Gonzalo, más generoso y más franco, no quiso admitir el dominio de Loja, y respondió fieramente que no trocaría jamás el título que le daba al maestrazgo una promesa real y solemne, «y que cuando menos, se quedaría con su queja, que para él valía más que una ciudad». En Loja vivió desde entonces, siendo su casa la concurrencia de todos los señores de Andalucía y la escuela de la cortesanía y de la magnificencia: él era su oráculo; él apaciguaba sus diferencias, y los instruía del estado y movimientos de toda la Europa y aun de Asia y África, en cuyas principales cortes tenía agentes que le daban cuenta de los negocios públicos. Otro encargo que allí se tomó fue el de proteger a los conversos y a los moros de aquellos contornos contra las injurias y los agravios que el odio de los cristianos les acarreaba. Gonzalo creía que debían tratarse con blandura, y atraerlos a la ley a la amistad con el ejemplo de la buena fe y de las virtudes y con los buenos tratamientos. El Rey, resuelto a no sacarle de aquel reposo oscuro, que tenía más apariencias de destierro que de retiro, ni quiso que Cisneros le llevase por general a la expedición que aquel prelado hizo a las costas de África, ni menos enviarle a los venecianos y al Papa, que en la nueva liga que con él habían sentado contra la Francia se le pedían para que mandase el ejército coligado. En estas circunstancias todos los generales le creían arruinado y sin recurso. «¡Qué encallada estará aquella nave!» decía el conde de Ureña; lo cual sabido por Gonzalo, «decid al Conde, contestó, que la nave, cada vez más firme y más entera, aguarda a que la mar suba para navegar a toda vela.»

Y así iba a suceder: la batalla de Ravena, en que los franceses derrotaron al ejército de la liga, mandado por el virey de Nápoles don Ramón de Cardona, mudó por un momento estas disposiciones de Fernando. Las potencias aliadas, las provincias de Italia estremecidas, los restos dispersos del ejército, todos clamaban por el Gran Capitán; y ahogando la necesidad entonces todas las sospechas, recibió la orden y poderes plenos para pasar con tropas a Italia. Aprestóse en Málaga la armada que había de conducirle, y toda la nobleza española voló a la Andalucía a alistarse en sus banderas y a entrar con él en las sendas de la gloria y de la fortuna. La porfía y la concurrencia era tal, que hasta los soldados que componían la infantería y guarda ordinaria del Rey se iban sin su licencia para el Gran Capitán, siendo de todas partes, pero más del Andalucía, infinitos los caballeros que se ofrecían a servir sin sueldo por marchar con él. Gonzalo con su generosidad y afabilidad natural los recibía, y con celeridad increíble corría de unos pueblos a otros, apresurando los preparativos de la expedición y aprestando la partida.

Pero esta llamarada de nobles esperanzas no duró más que un momento. A la primera noticia que el Rey tuvo de que las cosas de Italia iban mejorándose y de que los franceses no habían sabido sacar partido de aquella gran victoria, dio las órdenes para que se des hiciera el armamento y para que el Gran Capitán sobreseyese en su partida. Ya estaban hechos todos los gastos, los preparativos completos, algunas tropas embarcadas, y Gonzalo en Antequera acelerando la salida, cuando llegaron estas órdenes. Nunca fue recibida con tanto dolor y consternación por ejército o general ninguno la noticia de una derrota completa y del último infortunio; y aquel héroe que adversidad ninguna, ningún trabajo pudo contristar, se vio vencido por este contratiempo, y apenas poder disimular en el semblante el negro luto de que su corazón estaba vestido. Convocó a las tropas, las animó a la alegría por la mejora que habían tenido los negocios públicos, les prometió recomen dar al Rey su buena voluntad y los sacrificios que habían hecho en aquella ocasión, y las pidió que esperasen tres días para hacerles alguna demostración de su agradecimiento, por el celo con que le habían querido seguir. Al cabo de este tiempo hizo venir al campo de Antequera en dinero, joyas y vestidos hasta cantidad de cien mil ducados, y los repartió generosamente por los oficiales y soldados del ejército. Representábale un doméstico suyo la exorbitancia de aquella liberalidad y el empeño en que se metía por ella: «Dadlo, contestaba él; que nunca se goza mejor de la hacienda que cuando se reparte.»

Habiendo así cumplido con los soldados, volvió su ánimo a manifestar al Rey el profundo sentimiento que aquel trastorno le causaba. Otro que él hubiera tenido a fortuna que en el aprieto en que la batalla de Ravena había dejado las cosas toda Italia y toda España hubiesen vuelto a él los ojos, y cifrando en él solo su remedio, fuesen como a implorarle en aquellos agujeros de las Alpujarras, que así llamaba a Loja. más lleno ya el pensamiento de cosas grandes, preparado a quebrantar con nuevos servicios y nuevas glorias la envidia de sus émulos, su mayor dolor al tener que sacudir de sí aquellas ilusiones era creer que las malas sugestiones de los envidiosos fuesen causa de tanta novedad. Escribió pues al Rey una carta llena de quejas y amargura. Preguntábale «si sus reinos y sus estados habían recibido por su medio alguna mengua o deshonra; si no era cierto que de todos sus súbditos él era quien mejor le había servido, quien más había acrecentado su poder; que siendo esto así, ¿por qué en su patria, donde es tan natural que todos quieran alcanzar alguna honra, él había de pasar por la grita de tanto disfavor? más parecía esto venganza que otra cosa, y venganza de ofensas soñadas solamente por la malicia de los que no sabían con otros medios merecer el lugar que tenían cerca del Rey. Al fin él, acostumbrado a sufrir, podría llevar esto en paciencia; pero dolíale el daño padecido por muchos que habían vendido sus haciendas y desechado buenos partidos por servir en aquella expedición, los cuales estaban todavía sin gratificación ninguna. «Yo, añadía, no tengo más premio que la obligación de escuchar las quejas de todos; más si a ellos se atiende, y en algo se les recompensa, nadie estará más premiado que yo, pues por lo que toca a los gastos que he podido hacer con ellos, han salido de las liberalidades de vuesa Alteza, por cuyo servicio expenderé todo lo que tengo, hasta que dar en el fuste de Gonzalo Hernández.»

Con esta carta envió juntamente a pedir su licencia para salir de España y irse a vivir a su estado de Terranova. Demanda imprudente, pues de nada estaba más lejos Fernando, que de consentirle pasar a Italia, de cualquier modo que fuese. Respondió empero a sus primeras quejas con razones suaves, diciéndole que el Papa era la causa de haberse sobreseído en la empresa, pues no quería ya contribuir al pago del ejército, como se había obligado; y en cuanto a la licencia, le añadía que llevando unos poderes tan amplios como se le habían dado para la guerra y la paz, tales como el mismo Príncipe los llevara si allá fuera, no parecía conforme a razón que él se presentase en Italia antes de tener arregladas las cosas con aquellos príncipes; que por esto le parecía que debía ir a descansar a su casa en Loja, y que entre tanto se tomaría asiento en las cosas de la liga, y le avisaría lo que se determinase. Gonzalo, habida esta respuesta, devolvió al Rey sus poderes, diciendo «que para vivir como ermitaño poca necesidad tenía de ellos»; y añadió «que él se iría a sus agujeros, contento con su conciencia y con la memoria de sus servicios».

Con estas demostraciones de resentimiento no era fácil que disipase las siniestras impresiones de Fernando ni que suavizase su mala voluntad. Pidió sucesivamente dos encomiendas de la orden de Santiago, y se las negó; y a las cartas que el emperador Maximiliano le envió proponiéndole que diese el cargo de todas las cosas de Italia al Gran Capitán, contestó que en ninguna podía confiarse menos que en aquel caudillo, del cual tenía por cierto que trataba secretamente con el Papa para pasando a Italia tomar el cargo de general de la Iglesia, y arrojar de aquel país a todos los extranjeros, así españoles como alemanes y franceses, y que en recompensa el Papa le había ofrecido el ducado de Ferrara. Esta sospecha es igualmente injuriosa a la lealtad de Gonzalo que gloriosa a su capacidad; y Fernando, según la costumbre de los hombres suspicaces, daba por supuesto todo lo que en su imaginación lisiada se presentaba como posible. Decía también que los servicios de Gonzalo habían sido públicos, y sus ofensas secretas; sin duda para conciliar el honor con que le trataba en público, y el disfavor y estorbo que ponía a su engravidecimiento, con que tenía escandalizada a toda España.

Mas fundados quizá fueron los temores que le atosigaban respecto de su regencia. La grandeza estaba dividida en dos bandos: uno que quería el gobierno de Fernando, a cuya frente estaba el duque de Alba; otro de los que, descontentos con él, volvían sus ojos y sus esperanzas a la corte de Flandes, y aspiraban a traer a España al Príncipe heredero para que administrase los reinos de su madre, y lanzar otra vez al rey de Aragón a sus estados. El alma y cabeza de este partido se creía que era Gonzalo: ya se decía que a la primera ocasión daría la vela desde Málaga y partiría a Flandes para traer al Archiduque y ponerle en posesión de Castilla; por lo cual se dieron órdenes para que no saliese buque ninguno de aquel puerto, y aun se añade que ya se habían dado para prenderle14.

Él entre tanto, doliente y moribundo, salió de Loja, y se hizo llevar en andas por los contornos de Granada, a ver si la mudanza de aires cortaba las cuartanas tenaces que le apretaban. En los dos años que habían mediado desde su última ocurrencia había permanecido firme en su posición, sin abatirse nunca, y dando a su resentimiento la misma publicidad que tenía su disfavor. Púsose el Rey malo, y no le fue a ver, diciendo que no quería se atribuyese a lisonja, que era la moneda que menos quería dar y recibir. Llamóle Fernando para un capítulo de las órdenes militares que había de celebrarse en Valladolid; y no quiso asistir, dando por razón que su Alteza tendría a mayor servicio su falta que su presencia. En aquellos últimos días de amargura y soledad se le oyó decir que sólo se arrepentía de tres cosas en su vida: una la de haber faltado al juramento que hizo al duque de Calabria cuando la rendición de Taranto; otra la de no haber guardado el salvoconducto que dio a César Borja; y la tercera, una que no quería descubrir: creyendo algunos que fuese la de no haber puesto a Nápoles bajo la obediencia del Archiduque; otros el no haberse aprovechado él mismo del favor de la fortuna, y de la afición que le tenían los barones y los pueblos, y haberse hecho rey de aquel estado.

Sea de esto lo que fuere, él llegó a Granada, y la enfermedad, que por su naturaleza no era muy grave, hecha mortal por la edad y las pesadumbres, acabó con su vida el día 2 de diciembre de 1515. Su muerte apaciguó las sospechas del Rey y acalló la envidia de sus enemigos. Vistióse Fernando y toda la corte de luto; mandó que se le hiciesen honras en su capilla y en todo el reino, y escribió una carta afectuosa, dándole el pésame, a la duquesa viuda. Celebráronse sus exequias con toda pompa en la iglesia de San Francisco, donde fue depositado antes de pasarle a la de San Jerónimo, donde yace; y doscientas banderas y dos pendones reales que adornaban el túmulo, tomadas por él a los enemigos del Estado, recordaban a los afligidos concurrentes la gloria y los servicios del Gran Capitán.