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ArribaAbajoDon Álvaro de Luna

AUTORES CONSULTADOS. -Crónica de don Juan el Segundo. Crónica de don Álvaro Seguro de Tordesillas. Centón Epistolario, del bachiller Cibdareal. Generaciones y Semblanzas, de Fernán Pérez de Guzmán Historia del gran cardenal de España. Mariana, Zurita y demás compiladores generales. Algunos documentos inéditos del tiempo, comunicados al autor.

EL espectáculo que presentan los sucesos públicos de Castilla en el reinado de Juan el Segundo, aunque aflige el animo por el desorden tumultuoso de las pasiones, llama poderosamente la atención con el movimiento y con la variedad. Peleóse encarnizadamente treinta años seguidos entre los próceres del reino sobre quién se había de enseñorear del Rey, incapaz de gobernar y falto de fuerza y de carácter para mandar y hacerse obedecer. Todo aquel largo período no fue más que un flujo y reflujo continuo de facciones y de intrigas, de confederaciones y guerras, de convenios, mal guardados y de rompimientos sin fin; y en medio de esta agitación luce a las veces una audacia y una energía, una generosidad y magnificencia que honran sobremanera a la nobleza castellana; al paso que en otras ocasiones se descubren unas miras tan interesadas, una ambición y codicia tan sin freno, y una falta de fe tan sin pudor, que desdicen sin duda alguna de tan altos príncipes y señores. El personaje que al fin sobrepuja a todos en fortuna y en poder, y sabe, a pesar de sus embates, sostenerse en la exclusiva privanza a que su diligencia y esfuerzo le subieron, ese cierra aquel dilatado drama con una catástrofe sangrienta, tan inesperada como inconcebible: fácil ocasión a moralistas e historiadores para declamaciones vagas y triviales sobre el frágil favor de los reyes, y sobre la inconstancia y caprichos de la fortuna. Pero otras lecciones harto más graves e importantes resultan de los acontecimientos en que nos vamos a ocupar; y como el reinado de Juan el Segundo no es, propiamente hablando, más que el reinado de don Álvaro de Luna, las vicisitudes de su vida dan mejor razón de aquellos continuos movimientos que otra cualquiera descripción, porque él es el origen de donde hacen, el pretexto que los mantiene, el blanco adonde constantemente se encaminan.

Este célebre privado, semejante a tantos hombres ilustres de Castilla y del mundo, no fue hijo del himeneo, sino del libertinaje o del amor. Húbole su padre en una doña María Fernández Xarava, a la cual, si la diligencia de los genealogistas ha podido restablecer en el concepto de mujer noble y distinguida, no ha bastado por eso a reponerla en el de mujer honesta y virtuosa94. Los tres hermanos que ella dio al Condestable, todos de padres diferentes, manifiestan el poco recato de su conducta y costumbres, y justifican el desprecio en que sus contemporáneos la tuvieron. No así al padre de nuestro don Álvaro, que tuvo el mismo nombre que su hijo. Era señor de Juvera, Alfaro, Cornago y Cañete; copero mayor del rey Enrique III, tenido por uno de los buenos caballeros de su tiempo, y estimado no sólo por su nobleza, una de las primeras de Aragón, sino también por los importantes servicios que su casa había hecho a la familia reinante en Castilla. Ignórase el lugar y el año en que nació aquel niño que había de ser tan poderoso y célebre después, y aun los principios de su vida son a la verdad bien oscuros. Siete años tenía cuando murió su padre, y si ha de creerse a su cronista, fue acogido y educado en todos los ejercicios propios de caballero por su tío don Juan Martínez de Luna, hermano de su padre y alférez del infante don Fernando. Fue ayo suyo un Ramiro de Tamayo; a los diez años ya sabía leer, escribir, montar a caballo, cuidar de sus armas, traerse galán y hablar con afabilidad y cortesía. Ya mancebo, y deseoso de señalarse y de servir en la corte, fue llevado a ella por su tío el arzobispo de Toledo don Pedro de Luna, que de acuerdo con su primo don Juan puso a su sobrino la casa y estado que correspondía a su nacimiento. Esto fue en la primavera de 1408, y dos años después el Rey le recibió por su paje, comenzando de este modo la carrera de su engrandecimiento.

La tradición preferida por los detractores del Condestable, y consignada en la crónica del Rey, es algo diferente, y para algunos más anovelada y picante. Según ella, el señor de Juvera tuvo siempre abandonado a su hijo, dudoso de que lo fuese por las estragadas costumbres de su madre. Enajenados en vida sus señoríos, y hechas sus disposiciones testamentarias, el viejo don Álvaro iba a morir sin dejar nada a aquel niño, cuando uno de sus escuderos, Juan de Olío, movido a compasión, le pidió que no usase de semejante rigor con tan inocente criatura, que ciertamente era su hijo, y no debía dejarle miserablemente desamparado. Oyó el moribundo los ruegos de aquel buen servidor, y mandó que se diesen al niño ochocientos florines que quedaban después de cumplidas las mandas del testamento, y falleció sin darle otra prueba de afecto paternal. Con el dinero y el niño partió al instante el escudero, y se presentó al antipapa Benedicto XIII, hermano de don Juan Martínez de Luna, abuelo del pobre huérfano. El prelado le reconoció sin dificultad por su deudo, le dio la confirmación, mudándole el nombre de Pedro, que antes tenía, en el de Álvaro, y le crió con todo esmero y regalo en su palacio. En fin, cuando después el sobrino de Benedicto, don Pedro de Luna, arzobispo de Toledo, se vino a Castilla y se presentó en la corte, trájosele consigo, y por medio de Gómez Carrillo, ayo de Juan el Segundo y deudo suyo, pudo conseguir que se le admitiese al servicio de palacio y se le pusiese en la cámara del Monarca.

A pesar de la diversidad de estas noticias, siempre resultan de ellas dos hechos positivos que no pueden controvertirse: el uno, que don Álvaro de Luna quedó muy niño huérfano de padre, sin casa, sin estado y sin fortuna, y puede decirse que abandonado; el otro, que su presentación en la corte de Castilla fue hecha por el arzobispo de Toledo en 1408. Que entrase de pronto en el servicio de palacio, o que esto se verificase dos años después, es cuestión de poco momento; pero en lo que todos convienen es en el ascendiente prodigioso que empezó a tomar al instante en aquel teatro. La gracia sin igual que se veía en sus modales, el atractivo de sus palabras, la prudencia de su conducta en una edad tan temprana, le hacían querer y estimar de sus inferiores, a quienes siempre trataba con afabilidad y con llaneza; de sus iguales, que encontraban en él un amigo y un muy divertido compañero; de sus superiores en fin, a quienes sabía ganar con su respeto y cordura. Festivo y bullicioso con los niños, gentil y bizarro con los mancebos, galán y discreto con las damas, sabía prestarse a todo, y en todo sobresalía95. Lo más admirable fue el instinto o el arte con que se supo hacer amar del Rey, y cautivar su ánimo con unos vínculos tan fuertes en medio de la disparidad de las edades. Él tenía a la sacón diez y ocho años96, el Rey no más de tres, y a poco tiempo de la entrada del nuevo doncel en palacio, ya no sólo le prefería a los demás cortesanos de cualquiera clase y edad que fuesen, sino que no sabía respirar ni vivir sino con él. El solo halago de la adulación y del obsequio no basta a dar razón de este fenómeno moral: todos los palaciegos aspirarían a lo mismo, y adularían y obsequiarían a porfía; pero con cuál prestigio supiese don Álvaro ganarse la preferencia, y tomase un dominio tan absoluto y tan largo sobre la voluntad del Rey, no es fácil decirlo ahora con una puntualidad que satisfaga. Sus ignorantes enemigos lo atribuyeron entonces a hechizos vanos y artes del demonio. Ahora se diría tal vez que fue una incomprensible simpatía. Pero no es muy difícil comprender, atendidas las prendas y habilidades de don Álvaro, que el Rey se aficionase con tanta vehemencia a aquél que sobresaliendo entre todos los que le rodeaban, era el que más gusto le daba cuando niño, el que mejor le entretenía cuando muchacho, y el que mejores y más sanos consejos le daba cuando joven. Añádase a esto la habilidad con que el favorito supo aprovechar estas propicias disposiciones, la eminencia de sus servicios, y el predominio que necesariamente toma toda alma fuerte sobre otra indolente y débil que se acostumbra a ser subyugada por ella.

La primera vez que se manifestó esta inclinación exclusiva fue con motivo de un viaje que hizo don Álvaro a Toledo para visitar al Arzobispo su tío. El Rey niño empezó de pronto a mudar de semblante, a no manifestar el contentamiento que solía, a no complacerse con nada ni con nadie. La Reina su madre, conociendo el motivo de su disgusto, mandó venir a don Álvaro, y con su presencia el Rey volvió a su alegría acostumbrada. Crecía en años, y crecía con ellos la gracia y la privanza del doncel afortunado. Una mitad de la corte le obsequiaba y se postraba delante de su grandeza futura, mientras que la otra intentaba derribarle de aquel valimiento anticipado, y trataba de separarle de palacio. Creyóse haber hallado la ocasión oportuna para ello en el viaje que la infanta doña María, hermana del Rey, iba a hacer para casarse con el príncipe heredero de Aragón. Nombrados los prelados, grandes y caballeros que habían de acompañarla, fue también nombrado don Álvaro entre ellos, como para honrarle y proporcionarle el gusto de visitar y reconocer a los parientes que tenía en aquel país. Bien conoció él, a pesar de estas aparentes ventajas, el tiro que se le hacía; pero no siendo llegado aún el tiempo de mandar, se resignó a obedecer. Dispuso su partida, y se llegó a besar la mano y despedirse del Rey, que manifestó desde luego su repugnancia a aquella separación; y cuando don Álvaro le hizo presente que convenía a su servicio que él partiese con la Infanta el Rey entonces, arrasados de lágrimas los ojos, y echándole sus pequeñuelos brazos el cuello, le dijo que si todavía quería su servicio, se viniese luego para él. Así partió a Aragón, donde fue aplaudido y obsequiado a porfía, por su familia, según su calidad y esperanzas, y donde el anciano Benedicto, a quien duraba aún su poder pontificio, se regocijó con él y le echó su bendición. más la impaciencia del Rey por tenerlo junto a sí no le dejó disfrutar mucho tiempo estos obsequios: la Reina le mandó venir, y el Monarca y la corte volvieron a recobrar la gentileza y alegría que, según su coronista, les había sido robada toda con su ausencia.

A quien más parte cupo de este regocijo público fue a las damas, que prendadas de sus gracias o ambiciosas de su fortuna, unas le querían por su galán, otras le codiciaban para marido. Correspondía él a los halagos de las unas con la amabilidad y el agrado que siempre le acompañaban, y se defendía de las otras con cautela y con prudencia, diciéndoles que un caballero tan joven y sin fortuna no era bien que tomase estado todavía. Sus miras eran más altas, como se vio después, pero la obra de su circunspección estuvo a pique de venir al suelo por la prontitud y voluntariedad de la Reina, que intentó a deshora casarle casi por fuerza. Entre las damas que le favorecían se señalaba con más esmero y cariño una Inés de Torres, favorita de la Reina y la persona más poderosa de palacio. Ésta le distinguía entre los demás donceles del Rey con un afecto particular y constante, le llamaba hijo, le consolaba cuando triste, le cuidaba cuando enfermo. Sus finezas en fin eran tales, que llegaron a causar cuidado al caballero que la galanteaba, Juan Álvarez de Osorio, un señor poderoso en León y entonces el cortesano de mayor influjo. Ya por quitarse esta sombra había sido el aconsejador principal del viaje de don Álvaro a Aragón. Pero como esta intriga no produjo efecto ninguno, y don Álvaro volvió de su viaje más poderoso y peligroso que nunca, se dio a pensar que haciéndole casar cuanto antes se desembarazaría de tan incómodo rival. Tuvo pues arte para persuadir a la Reina que aquel mozo estaba prendado de Constanza Barba, otra dama de palacio agregada al servicio de la infanta doña Catalina, añadiendo que ella no lo estaba menos de él, y que era conveniente al decoro de la casa real, y también al de los dos, que prontamente se desposasen. La Reina, prevenida, llama a su cámara a don Álvaro, le manda esperar allí, y entrándose en su retrete, donde tenía ya llamadas a Constanza y a su madre, las previene que el desposorio de los dos iba a celebrarse al instante. El doncel, que entreoyó lo que se trataba y estaba convencido de cuán poco le convenía, tomó al instante su partido con resolución, y se salió de la cámara y del palacio, dejando así plantada la novia, el casamiento y la casamentera. Mantúvose en su casa sin presentarse en la corte, y quejándose altamente a todo el mundo de la violencia de la Reina, que así quería atropellar y perder a un joven desvalido. más este retiro no podía durar mucho tiempo; y el Rey echándole menos, según su costumbre, y no pudiendo vivir sin él, fue necesario que el doncel volviese a su puesto cerca de su persona, y no se habló más de lo pasado.

No perdió por eso con las damas el favor que antes tenía; antes bien, como les quedaba aún la ilusión o la esperanza de hacerle suyo, todas a porfía le festejaban, y él continuó por mucho tiempo siendo el ídolo de todas. Mostróse esta inclinación de un modo bien halagüeño en el funesto accidente que le aconteció en la justa celebrada en Madrid cuando entrado el Rey en la mayor edad, se entregaba de la gobernación del Estado. Esmeróse él aquel día en gallardía y lucimiento, como para justificar el amor del Rey y el favor de la corte; y después de haber roto muchas lanzas y hecho diferentes carreras bizarras y vistosas, quiso su desgracia que en el último encuentro que tuvo con un gran justador que allí se hallaba, y se decía Gonzalo Cuadros, el roquete de la lanza de éste le rompió la visera y le quebrantó el casco de la cabeza. Empezó al instante a arrojar la sangre como a ríos, de que se inundaron las armas, las sobrevistas, y las trenzaderas de oro de que pendía la joya que le había dado su amiga. No cayó por eso del caballo; más sus amigos acudieron, le desarmaron y le llevaron en andas a su casa. El Rey le envió sus físicos para curarle, le fue a ver muchas veces, y a su ejemplo toda la corte. Las damas sobre todo hicieron gran duelo por su desgracia, como si se les enlutara su alegría: rogaron, rezaron, prometieron, y los votos a que algunas se obligaron los tendríamos ahora por extravagantes, a no considerar que estos actos se resienten siempre o se complican con las opiniones, con los gustos y con las costumbres del tiempo en que se celebran97.

La cura fue peligrosa y larga, y por lo mismo no pudo seguir la corte, que a principios de abril se trasladó de Madrid a Segovia. En su ausencia los grandes y caballeros que rodeaban al Rey arreglaron los destinos de palacio y los oficios de cámara sin tener la debida cuenta con él ni guardarle las promesas y pactos que que con él tenían hechos. Así, cuando don Álvaro, sano ya de su herida, se presentó en Segovia, todo lo encontró mudado: la corte dividida en bandos, él sin puesto alguno distinguido cerca del Rey, y sus rivales triunfando ya de su desaire. más cuando una noche el Monarca, delante del Condestable y otros cortesanos que en vano habían pretendido el mismo favor, le dijo que se acostase a los pies de su cama, ellos salieron corridos y enojados de aquella preferencia singular, con la cual caían al suelo sus maquinaciones y esperanzas.

Ayudóle mucho en esta ocasión el mayordomo mayor del Rey, Juan Hurtado de Mendoza, casado con doña María de Luna, prima hermana suya, y desde aquel punto la dirección y principal influjo en los negocios empezó a depender de los dos: de Juan Hurtado más al descubierto, por el puesto que obtenía; de don Álvaro con más disimulo, por no tener todavía destino ni cargo alguno en el Estado. Pero esta oscuridad no podía durar mucho tiempo: ya era hombre hecho, el Rey cada vez más prendado de él, su alma sintiendo en sí los talentos que llevan al mando y a la gloria, y estimulada con todos los incentivos de la ambición, y si se quiere, de la soberbia. Todo pues le impelía a salir de aquella estación indecisa, propia de un muchacho, y no de hombre, y a entrar en la carrera de honores y poder que veía abierta delante de sí y a que le convidaba la fortuna. Lleno de estas ideas y de tan grandes esperanzas, le empezó a tratar con más solemnidad y aparato; y aquel mancebo que tres años antes, cuando la Reina le quiso casar, se llamaba pobre y desvalido, al partir el Rey de Segovia para Valladolid, y sin tener más título que el de su doncel, sacaba ya su hueste de hasta trescientos hombres de armas, siguiendo su estandarte diferentes mancebos nobles e ilustres caballeros. Señalábanse entre ellos Carcía Álvarez, señor de Oropesa; Alfonso Téllez Girón, señor de Belmonte; don Alfonso de Guzmán, señor de Santa Ofelia; Pedro de Portocarrero, señor de Moguer98: cuyo séquito y cuyo nombre daban autoridad y ostentación al joven ambicioso que los acaudillaba, y empezaban a mostrar al mundo el futuro regulador de Castilla.

Ocupados hasta ahora en dar alguna idea de sus principios y mocedades, hemos dejado para este lugar la exposición del estado en que se hallaba la monarquía: exposición necesaria para entender los sucesos que van a referirse, y que nos obliga por lo mismo a volver los ojos más arriba, y examinar por un camino diverso el período de tiempo que acabamos de recorrer.

El cetro de Castilla al morir Enrique III había pasado a las manos de su hijo Juan el Segundo, niño entonces de veinte y dos meses (24 de diciembre de 1406). Quedaban por gobernadores del reino y por tutores del Rey, doña Catalina su madre y el infante don Fernando su tío, hermano del rey difunto. más a pesar de esta prudente disposición de Enrique, todavía los ánimos recelosos temían las agitaciones y peligros que amenazaban en una minoría tan dilatada. Movidos de este instinto, se dice que convidaron al infante con el trono, y le incitaron a que se llamase rey99, y que él, desechando unas sugestiones tan indignas de su carácter, hizo proclamar a su sobrino con una solemnidad no conocida hasta entonces, y fue el primero a jurarle obediencia y lealtad. Era sin duda don Fernando un príncipe muy cabal y digno de dar este virtuoso ejemplo a los hombres. Pero en aquel caso la prudencia se hermanaba perfectamente con la justicia, y aconsejaba con igual eficacia desatender las voces de la lisonja y de la ambición. Reunía el rey niño en su persona los intereses de las dos casas contendientes; y el partido vencido en los campos de Montiel tenía en fin la satisfacción de ver sobre el trono de Castilla al descendiente del infeliz don Pedro. El trastorno en la sucesión hubiera dado un pretexto justísimo de descontento a aquel partido, no bien sosegado todavía, y el medio imaginado para precaver los desórdenes de la minoridad fuera cabalmente la ocasión de darles principio y movimiento con la usurpación del Infante.

De cualquiera modo que esto fuese, él correspondió dignamente a la confianza del rey su hermano. Tenía una cualidad, harto rara por desgracia en los que se hallan en la cima del poder, que era una inclinación y amor sincero a la equidad y a la justicia: de modo que su gobierno fue benigno y recto con los pueblos, firme y respetado con los grandes, al paso que terrible y glorioso para con los moros. La guerra que tenía proyectada contra ellos el rey difunto fue realizada por él, y de un modo el más brillante y afortunado. Ganóles la batalla de Antequera, se apoderó de esta villa, y también de Zahara, Cañete, Pruna, Ortexicar y la torre de Albaquín; y no se sabe hasta qué punto los hubiera reducido con la fuerza de sus armas si en medio de sus sucesos no hubiera venido a suspenderlos la fortuna, ciñendo a sus sienes la corona de Aragón, para lo cual quizá tuvo más parte su buen nombre y sus virtudes que su derecho, por grande que se le suponga.

No así la Reina gobernadora, alma común, carácter ordinario, inhábil al mando, indócil al consejo y neciamente celosa de su autoridad. Entregada sin reserva a mujeres y hombres oscuros, que abusaban de su confianza, daba, como todos los ánimos pobres y rastreros, fácil oído a chismes, rencillas y sospechas; y sin la noble condición y cordura del Infante, más de una vez hubiera estallado en debates escandalosos aquella tutoría de justicia, de tranquilidad y de gloria. Estimábala el rey su esposo en lo poco que ella merecía, y si juzgó de necesidad política darla parte en el gobierno, no juzgó conveniente dejarla el cuidado de la custodia y educación del Príncipe heredero. Así que mandó expresamente en su testamento que fuese puesto en poder de dos caballeros de su confianza, Diego López de Stúñiga, justicia mayor de Castilla, y Juan Velasco, camarero mayor del Rey; los cuales, en compañía del sabio obispo de Cartagena, don Pablo de Santa María, le guardasen, rigiesen y educasen cual convenía al bien del estado que después había de gobernar. Esta cláusula del testamento no se cumplió: doña Catalina alegó los derechos de madre, a quien a la verdad parecía duro desapoderar de su hijo; el infante y los testamentarios quisieron consentirlo, y esta condescendencia fatal fue la primera causa de todas las agitaciones y desgracias que sobrevinieron después.

Porque recelosa de perder la ventaja que acababa de conseguir, y en la cual cifraba ella toda su importancia y poderío, su principal cuidado, o más bien su único pensamiento en toda aquella larga tutoría, fue tener al Rey siempre a su vista y casi siempre encerrado para que no se le quitasen. Nadie le veía sino las pocas personas de quienes ella se fiaba, y él no veía nada de lo que pudiera despejar su espíritu y fortalecer su carácter. Crióse así con más señas de cautivo que de monarca, contrayendo en aquel dilatado y estrecho pupilaje dos vicios que desgracian mucho a cualquier hombre, por privado y poco importante que sea, y desdicen del todo de la condición de rey: la servidumbre y la indolencia. El encierro en que estaba aquel miserable príncipe en los seis últimos años de su menor edad fue tal, que cuando su madre murió de repente en l.º de junio de 1418, la primera providencia de los grandes que componían el gobierno fue mandar abrir las puertas del palacio y que el Rey saliese por las calles de la ciudad a ver y ser visto de los castellanos, reputándose aquel día en la opinión general como el de un segundo nacimiento.

Ocho meses después fue declarado mayor y se entregó del gobierno. Había cumplido ya los catorce años requeridos por la ley; en la cual se han querido atajar los inconvenientes de las regencias, aunque sea a costa de dejar abierta la puerta a todos los males que nacen de la incapacidad y la inexperiencia propias de edad tan temprana. Así sucedió desgraciadamente con Juan el Segundo. Él se sentó en el trono de Castilla, pero ni sus manos estaban en aquella época más firmes para manejar el cetro, ni su cabeza más hábil para dictar leyes a su pueblo, que cuando catorce años antes los castellanos le habían jurado en la cuna por heredero de la monarquía niño era entonces, niño fue después: el vacío que se descubría en la silla del poder era demasiado grande para no excitar el ansia de llenarle; y si la ley excusaba ya al Príncipe de tutor, la necesidad y su carácter propio se le volvían a imponer.

La ambición turbulenta de los grandes de Castilla, contenida tantos años por la firmeza de Enrique III y por la prudencia del Infante gobernador durante la minoridad de su hijo, tenía abierto ahora un campo bien ancho en que ejercitarse. Dábales mayor facilidad para ello una circunstancia que al parecer debiera refrenarles, y era la intervención de los dos infantes de Aragón don Juan y don Enrique. Primos hermanos del rey de Castilla, heredados ampliamente en el reino, hijos de en príncipe cuya memoria y servicios eran tan gratos a los castellanos, necesariamente tenían que ser los primeros en poder, los más atendidos en el Consejo, los mejores defensores de la autoridad del Rey su primo. Pero estos príncipes, demasiado jóvenes todavía, seguían el impulso de las pasiones de los que los gobernaban, y luego que fueron hombres no atendieron a más que a contentar y satisfacer el interés y el frenesí de sus pasiones propias. Para mayor confusión, los ánimos e intereses de los dos estaban divididos y discordes. Los grandes, que no podían disputarle la autoridad, se dividieron entre ellos según la afición, el interés, la ocasión y las obligaciones y pactos que de antes los enlazaban. Al infante don Juan seguía el arzobispo de Toledo don Sancho de Rojas, que en la época anterior había tenido la mayor parte en el gobierno; don Fadrique, conde de Trastámara; Juan Hurtado de Mendoza y otros muchos. Los principales que seguían a don Enrique eran el arzobispo de Santiago don Lope de Mendoza, el condestable de Castilla don Ruy López Dávalos, y el adelantado Pedro de Manrique. Cada uno de estos dos infantes tenía pues su partido para torcer las cosas en su favor cuando le conviniese, y el Rey no tenía aún ninguno para gobernar y administrar el Estado según conviniese al bien público y al decoro de su autoridad.

Cuando la corte, hecha la solemnidad de la entrega del gobierno al Rey, pasó de Madrid a Segovia, los próceres que componían su consejo, además de disponer de los oficios y dignidades del Estado y de palacio en la forma que les convino, establecieron el orden en que habían de intervenir en la gobernación, sin estorbarse los unos a los otros. Eran en número de quince, y acordaron que cinco nada más estuviesen en ejercicio, y alternasen de cuatro en cuatro meses en la asistencia a la corte y en el despacho de los negocios: forma en sí misma insuficiente para gobernar bien, y menos para consérvarlos en paz. La corte pasó después a Valladolid, de donde partió a Navarra el infante don Juan a celebrar sus bodas con la princesa hereditaria de aquel reino, doña Blanca, hija de Carlos el Noble (1420). Y como el infante don Enrique anduviese ya quejoso de que no se guardaba con él lo que se había capitulado en su favor en Segovia, y envidiase la mayor cabida que su hermano tenía en la dirección de las cosas y en la afición de los hombres, hubo de aprovechar la ocasión que se le ofrecía con su ausencia, y mejorarse en fortuna y en partido. Él fatigó con recados importunos y proposiciones a cual más excesivas a Álvaro de Luna, Juan Hurtado de Mendoza y Fernán Alonso de Robres, que eran los que estaban más en la intimidad del Rey, para que atendiesen a sus negocios y le favoreciesen en ellos. Su anhelo principal entonces era casarse con su prima la infanta doña Catalina, hermana del Rey, a la cual se diese en dote el marquesado de Villena. Con esta rica presea, y con el maestrazgo de Santiago, que él tenía, le parecía estar ya con todos los medios de grandeza, de riqueza y de poder a que su corazón aspiraba, para no ceder a ninguno y abrirse paso a todo lo que su orgullo o su capricho le sugiriese. Los privados del Rey, o por celo o por desvío, no prestaron oído fácil a sus propuestas, y él, despechado entonces, concibió en su ánimo una temeridad que coronada al principio por la fortuna, fue el primer eslabón de aquella cadena de desastres que después sobrevinieron.

Hallábase el Rey en Tordesillas; allí estaba también la infanta doña María de Aragón su prima, con quien acababa de desposarse, y su hermana la infanta doña Catalina. El infante don Enrique hizo venir a la desfilada trescientos hombres de armas, y sorprendiendo de noche el palacio con ellos (12 de julio de 1420), entró en él acompañado de su mayordomo mayor y consejero íntimo Garci Fernández Manrique, del condestable don Ruy López Dávalos, del adelantado Pedro Manrique, del obispo Juan de Tordesillas y de otros caballeros de su bando, todos cubiertos de capas pardas para no ser conocidos. Lo primero que hicieron fue prender a Juan Hurtado de Mendoza y a su sobrino Pedro de Mendoza, señor de Almazán; a quienes sin duda consideraban como personajes de mayor oposición. Hecho esto, se fueron a la cámara del Rey, que estaba abierta, y le hallaron durmiendo, y a sus pies a don Álvaro de Luna. El Infante se acercó al Rey y le dijo: «Señor, levantáos, que tiempo es. -¿Qué es esto? dijo el Monarca, despavorido y turbado. -Señor, contestó el Infante, yo soy venido aquí por vuestro servicio, para separar de vos las personas que mal os sirven y para sacaros de la sujeción en que estáis.» diole parte en seguida de la prisión hecha en los dos Mendozas, y prometió hacerle más larga relación de todo fuego que se levantase. Menos satisfecho el Rey con la contestación que se le daba, «¿cómo es esto, primo? exclamó reconviniéndole; ¿esto habíades de hacer vos?» Procuraron al instante darle razón del hecho el Condestable y el Obispo, exponiéndole los muchos desórdenes que se cometían en su casa y en la gobernación del Estado por todos los que en ello influían, y persuadiéndole a que aquello se hacía por su servicio y bien universal del reino.

Entre tanto en el palacio todo era agitación y desorden: cruzaban los unos por entre los otros; éstos armados, aquellos desnudos, mezclados confusamente damas, sirvientes, hombres de guerra: todos despavoridos, y preguntándose con asombro y con dolor qué rebato y atropellamiento era aquél. Mientras duró la confusión y el alboroto tuvieron cuidado los conspiradores de que el Rey no saliese de su cámara, y para aquietarle y contentarle le decían que aunque los demás cortesanos eran malos, Álvaro de Luna era muy buen servidor suyo, y debía conservarle cerca de su persona y hacerle muchas mercedes. Su coronista asegura que él de pronto les afeó mucho su atentado; pero la crónica del Rey nada dice en esta parte, y es probable que él entonces, o sorprendido o cauteloso, guardase un silencio que la situación le prescribía. Lo cierto es que los facciosos vencedores procuraron ganarle con toda clase de obsequios: entonces se le nombró del consejo del Rey, y se le señalaron los cien mil maravedises anuales que disfrutaban los que servían igual cargo y dignidad.

Como el objeto principal de don Enrique era apoderarse del Rey, y lograr de ese modo casarse con la Infanta y adquirir el grande estado a que aspiraba, la revolución que acababa de realizar en palacio no fue sangrienta a ninguno. Contentóse con quitar los guardias y oficiales del Rey y poner otros de su valía, con desterrar a Fernán Alonso de Robres a Valladolid, y tener preso a Juan Hurtado de Mendoza. De éste exigieron que hiciese entregar el alcázar de Segovia, adonde el Infante quería llevar al Rey, temerosos de que su hermano viniese en fuerza a deshacer aquel hecho. más como el alcaide que tenía el alcázar por Juan Hurtado no quisiese entregarle sino a él en persona, dieron a Juan Hurtado licencia, con pleito-homenaje que prestó de hacer luego la entrega por sí mismo, dejando para ello en rehenes a su mujer doña María de Luna y dos hijos pequeños. Él salió, pero en vez de ir a Segovia, se fue a Olmedo al infante don Juan, dando por disculpa de su falta de palabra que el pleito-homenaje se le habían tomado estando preso y para cosas de deservicio del Rey. Por esta razón el viaje a Segovia no tuvo efecto, y se determinó que la corte fuese a Ávila. más al moverse de Tordesillas hubo otra dificultad, y fue que la infanta doña Catalina, sabedora de los intentos de su primo, y entonces no gustosa de ellos, quiso quedarse en Tordesillas, y para eso se entró como a despedir de la abadesa del monasterio de monjas que allí había, de donde envió a decir a su prima la esposa del Rey, que se fuese en buen hora, porque ella no entendía salir de allí. Llamada y vuelta a llamar de parte del Rey, y visto que a todo requerimiento se negaba, fue necesario que el Obispo amenazase a la Abadesa de proceder contra ella, y que Garci Fernández amagase con que iba a derribar el monasterio. Entonces salió la Infanta con pleito-homenaje que la hicieron de que no se la haría fuerza ninguna para casarla con don Enrique, ni le quitarían a María Barba su aya.

Esto allanado, el Infante llevó la corte a Ávila, la que no podía ser a Segovia, y allí hizo llamamiento de sus parciales, al mismo tiempo que el infante don Juan, el infante don Pedro, su hermano, y el arzobispo de Toledo, primero en Cuellar y después en Olmedo, hicieron llamamiento de los suyos, y reunieron la gente de armas que pudieron para venir a poner al Rey en libertad. Las cosas amenazaban un rompimiento escandaloso, sin la reina viuda de Aragón, que empezó a intervenir en ellas y, a procurar concertar entre sí a los Infantes sus hijos. Moviéronse algunos tratos de convenio, que no tuvieron efecto, porque don Enrique no quería absolutamente dar entrada a partido ninguno que le quitase la preponderancia exclusiva que tenía usurpada cerca del Rey. Su hermano, por respeto a la mediación que intervenía, y cumpliendo con uno de los artículos del convenio en que los dos partidos se acordaron, licenció la gente de guerra que había juntado en Olmedo. Don Enrique y los suyos acordaron conservar mil lanzas en la corte a sueldo del Rey, para quedar así los más fuertes. Y como don Juan y el Arzobispo hubiesen enviado cartas a las ciudades y villas del reino afeando el hecho de Tordesillas, y convidándolas a que por sus diputados se prestasen con ellos a entender en lo que tan grave caso requería, don Enrique envió también las suyas en sentido contrario, afeando la conducta del partido opuesto, así antes como después de aquel acontecimiento, y convocándolas a cortos generales, para con su consejo proceder a lo que fuese más del servicio del Rey y provecho del reino.

Ya antes en Tordesillas, deseoso de tener la opinión popular en su favor, había negociado con algunos procuradores de Cortes que acaso allí se hallaban, que escribiesen a sus pueblos poniendo en buen lugar lo que entonces se hizo, y les mandó de parte del Rey que aunque el tiempo de sus procuradurías era pasado, usasen, sin embargo, de ellas y le acompañasen para tomar del consejo en las cosas que a su servicio cumplían. más las cortes que se celebraron después en Ávila, tuvieron otra solemnidad, y debían producir en concepto del Infante un resultado más favorable a su causa. Acudieron con efecto los procuradores de las ciudades al llamamiento del Rey. Las cortes se celebraron solemnemente en aquella catedral, y el joven Monarca, sentado en su real trono, manifestó a los grandes, prelados y procuradores presentes, que los había juntado allí por las razones que les daría de su orden el arcediano de Guadalajara don Gutierre Gómez de Toledo. Este eclesiástico, que tenía entonces opinión de gran letrado, salió al instante al púlpito, y en un discurso artificioso y lleno de autoridades y de citas100, probablemente poco entendidas del auditorio, expuso las injusticias y desaguisados que se cometían por los que gobernaban el reino anteriormente; la necesidad de lo hecho en Tordesillas para remediarlos y estorbar la perdición del reino, que iba a verificarse con ellos; la aprobación que el Rey hacía de aquel hecho, y su mandato a todos los grandes de su reino, a los de su consejo y a los procuradores que lo aprobasen también. El Rey, acabado el discurso, repitió el mandato, y los grandes y los más de los procuradores obedecieron, diciendo que lo aprobaban; de todo lo cual se extendió un largo testimonio por los escribanos de cámara que lo presenciaron. En medio de esta docilidad general es digna de notarse la noble oposición de los procuradores de Burgos, que dijeron no poderse llamar cortes donde no estaban ni habían sido llamados los principales que en ellas deberían estar; añadiendo que antes que aquellas cortes se hiciesen deberían ser convocados y oídos todos los señores y prelados que faltaban, y acordadas todas las divisiones que parecía haber en estos reinos101.

No satisfecho el Infante con esta aprobación, al parecer nacional, quiso también tener la del Papa, y para ello diputó a su orador don Gutierre, para que hiciese saber al Santo Padre de parte del Rey el estado del reino y las cosas pasadas, justificando a don Enrique, y cargando toda la culpa al infante don Juan y a los prelados y señores de su parcialidad. Llevaba además aquel enviado una comisión más importante a don Enrique, y era una suplicación del Rey para que el Papa consintiese en que todas las villas y lugares del maestrazgo de Santiago fuesen del Infante por juro de heredad para él y sus descendientes, con título de ducado. Con este objeto se dieron al Arcediano cartas de creencia del Rey y de los de su consejo, y la crónica añade que además de sus dietas se le libraron en Sevilla diez mil doblas de oro del tesoro del Rey para que allá las repartiese entre quienes fuese menester: hecho que pone bien de manifiesto el descaro con que en aquella noble gente se mostraban a porfía la codicia y la ambición.

Sólo faltaba al Infante para el total logro de sus miras efectuar su casamiento con doña Catalina. El Rey se había velado con la infanta doña María, su esposa, hermana del Infante, en los primeros días del mes de agosto (1420). Quisiera luego don Enrique conseguir sus miras con su pretendida esposa, pero ella lo repugnaba con igual tesón que al principio, y aun había enviado a su aya María Barba al infante don Juan, recomendándose a él para que no se la hiciese fuerza en ello. más en el viaje que la corte hizo desde Ávila a Talavera el Infante pudo hablarla y verla en la torre de Alamín, donde el Rey hizo parada. Y sea inconstancia femenil, o que don Enrique se hubiese hecho amar, o que se hiciese temer, lo cierto es que contra la espectación de todos, ella consintió allí en el casamiento, y luego que llegaron a Talavera se celebró el desposorio y se velaron. El Rey hizo donación a su hermana del marquesado de Villena, otorgó diferentes mercedes a los caballeros que servían al Infante, y aun entonces se dice que dio la villa de Santisteban de Gormaz a don Álvaro de Luna, el cual por aquellos días se veló con doña Elvira Portocarrero, hija de Martín Fernández Portocarrero, señor de Moguer y nieto del almirante don Alonso Enríquez102.

Pero esta máquina de artificio y de violencia no podía durar mucho tiempo. El Infante desde Talavera pensaba llevar al Rey a Andalucía, donde su partido era más poderoso que el de su hermano, y ya en este tiempo los principales grandes que le seguían, y con especialidad el conde don Fadrique y el de Benavente, estaban descontentos de él por la desigualdad con que distribuía entre ellos el favor y la confianza. El Rey, por otra parte cansado de ser juguete de aquel tropel de ambiciosos, anhelaba por salir de la opresión en que le tenían, y durante el viaje de Ávila a Talavera había manifestado más de una vez el deseo de escaparse de entre sus manos. Don Álvaro de Luna, con quien solamente lo consultaba, se lo desaconsejó por entonces, haciéndole ver las dificultades que en ello había por la vigilancia extraordinaria con que don Enrique le guardaba. más luego que llegado a Talavera y casado el Infante con doña Catalina, se le vio acudir más tarde de lo que solía a su receloso cortejo en palacio, entretenido con el regalo y gusto de su nuevo estado, entonces don Álvaro creyó llegada la ocasión que deseaba, y tomó con el Rey las disposiciones necesarias para la evasión.

La mañana pues del día en que se determinó ejecutarla (viernes 29 de noviembre de 1420), el Rey se levanta al alba, oye misa y monta a caballo. Al cabalgar manda se avise al Infante y a los demás caballeros que solían acompañarle en sus diversiones cómo él se iba a caza tras una garza que tenía concertada, y dada esta orden, parte a carrera acompañado solamente de don Álvaro, de su cuñado don Pedro Portocarrero, de Garci Álvarez, señor de Oropesa, que llevaba el estoque del ante, y de otros dos caballeros que solían dormir en su cámara. El alconero mayor iba detrás con sus dependientes sin saber nada del secreto de la marcha. Pensaban dirigirse a algún castillo que estuviese cerca, y hacerse fuertes en él hasta que llegasen gentes a reforzarlos y libertarlos. Llegados a la puente del Alverche, el Rey y don Álvaro, que iban montados en mulas, toman los caballos que para el caso iban prevenidos, hacen subir también al alconero mayor, y bajo el pretexto de ir a correr un jabalí que andaba en aquel soto se arman de las lanzas que llevaban algunos pajes, se alejan de la comitiva, y aguijan su camino de modo, que no eran pasadas dos lloras desde la salida cuando llegaron al castillo de Villalba, distante cuatro leguas de Talavera. más este castillo no servía de defensa, y fue preciso dirigirse al de Montalbán a la otra parte del río. Ya la comitiva era mayor: el conde don Fadrique y el de Benavente, sabedores del secreto, y algún otro caballero, habían podido alcanzarlos. El Rey se metió en la barca con don Álvaro, los dos condes y algún otro que cupo en ella; pasó el río y marchó a pié hasta el castillo de Malpica, donde esperó a que la demás gente llegase con los caballos. Apenas se ponen en camino, cuando se encuentran con una porción de gente a caballo, que podía atajarles el paso. Don Álvaro se adelanta y les gana la acción; el Rey se nombra y les manda que dejen sus caballos a su comparsa, y se lleven las mulas en que iban todavía algunos que le acompañaban103. Mejor montados así, siguen su camino, y llegan a Montalván al empezar la tarde. Dos caballeros se habían adelantado de orden del Rey a tomar la puerta del castillo, que casualmente se halló abierta. Ellos entraron, se apoderaron de la torre del Homenaje, y como hablaban a nombre del Monarca, ni el alcaide ni nadie de los de dentro les opuso resistencia alguna. El Rey llegó en seguida con los Condes y don Álvaro; el resto de la gente entró también de allí a poco, y así pudieron entonces tomar aliento y creerse a salvo de los que venían en su alcance.

Volaban con efecto los del Infante en pos de ellos, ansiosos de enmendar su descuido con la diligencia. Don Enrique al primer recado del Rey se levantó y se puso a oír misa muy despacio. En esto llegó su privado Garci Fernández, y le dijo que dejase la misa y acudiese al Rey, que se iba huyendo a toda priesa y no se sabía dónde. Turbáronse todos los circunstantes, y más cuando se añadió que sin duda el Rey se habría ido a junta con el infante don Juan, que estaba allí cerca esperándole con mucha gente de guerra. La noticia era falsa, pero el sobresalto y la probabilidad la hacían fácil de creer. Pues ¿cómo era de presumir que sin tener quien les guardase bien las espaldas, el Rey y sus nuevos consejeros acometiesen tal hecho? El Infante, sin embargo, no se dejó abatir por aquel contratiempo, y mandó que todos los caballeros y grandes que estaban en Talavera, con la gente de guerra que allí hubiese, se armasen y cabalgasen para ir con él en demanda del Rey. Entróse a armar él también, y a la sazón entraron su hermana la Reina y su esposa la Infanta a disuadirle de aquel intento, y pedirle con ruegos y con lágrimas que no diese lugar a las desgracias que de aquel conflicto podrían seguirse, yendo el Rey tan acompañado como se decía; suponían que el infante don Juan iba con él. Él insistía en partir, y en el largo rato que habló con las dos para persuadirlas de la necesidad de ir en busca del Rey, hubo tiempo para que se desvaneciese la nueva que les causaba a todos el mayor cuidado. Ellas cedieron, y él partió acompañado de todos los grandes que entonces componían la corte, entre ellos el arzobispo de Santiago, don Lope de Mendoza, el condestable Dávalos, Garci Fernández Manrique, y el célebre Íñigo López de Mendoza, señor de Hita, que fue después marqués de Santillana. Componían, entre próceres, caballeros y escuderos, hasta quinientos hombres de armas que todos tomaron a toda prisa el camino de la puente del Alverche, por donde el Rey había ido. Llegados a ella, y sabiendo cuán pocos eran los que huían, acordaron que el Infante se volviese a Talavera para ordenar y dirigir desde allí todo lo que conviniese a la consecución de sus designios, y que el grueso de la gente, mandado por el Condestable, siguiese en pos del Rey hasta alcanzarle y hacer que volviese a Talavera. Así se hizo: el infante se volvió, y los demás siguieron el alcance, sin ser parte para que don Enrique mudase de propósito haber llegado a él Diego de Miranda, un guarda del Rey y despachado por él al pasar la barca del Tajo, avisándoles que iba él al castillo de Montalbán a ordenar las cosas que cumpliesen a su servicio, y mandándoles que no saliesen de Talavera hasta que él les diese orden de ello.

Los del castillo entre tanto, viendo la falta absoluta de viandas y provisiones que en él había, y recelando que iban al instante a ser cercados, procuraron por todas vías recoger vituallas con que poderse sustentar, y de hecho pudieron reunir algunas en la mañana del día siguiente al que llegaron. Lo que más les acongojó de pronto fue que aquella noche, reconociendo a oscuras las defensas del castillo, el Rey se hincó un clavo en la planta del pié, y todos de pronto creyeron que aquel accidente podía traerles mucha desazón. Porque ¿qué se diría de la lealtad castellana, que así había arrancado a un rey casi niño todavía de las delicias de su corte y de los regalos de su esposa, para traerlo tan aprisa a un castillo sin muebles, sin víveres, sin luz, y donde le dejan herir, y desgraciarse quizá, tan indignamente y con tan poco decoro? Un atentado semejante se hubiera graduado de traición, y la desgracia casual si se hubiera consumado se acusara de regicidio. Pero la mujer del alcaide quemó luego la herida con aceite, y la curó lo mejor que le fue posible, hasta que después vinieron los cirujanos de la corte. Diose en seguida orden a todos los pueblos comarcanos y a las hermandades que viniesen a servir y socorrer al Rey: convocación que tuvo su efecto, porque ellos al fin acudieron; pero como ya los sitiadores habían llegado, estos los engañaron, y tomaron para sí todas las provisiones que traían para el castillo.

El Condestable y los caballeros que le seguían, entes de formalizar el sitio enviaron sus mensajeros al Rey a manifestarle la maravilla en que estaban del modo en que allí era venido, a pedirle que les diera sus órdenes, y a insinuarle que no siendo aquella fuga decorosa ni útil a su servicio, ellos creían que no era con voluntad suya, sino por sugestiones de los que le acompañaban. Los mensajeros dieron su embajada desde la barrera del castillo, y el Rey la oyó desde las almenas, contestándoles que él estaba allí de su voluntad, que ya lo había enviado a decir así con Diego de Miranda, y que no pusiesen duda ninguna en ello. Querían instar todavía, y el Rey, irritado, les mandó que no tratasen de altercar más y se fuesen en buen hora.

Visto este mal despacho, el Condestable y sus caballeros formalizaron el sitio del castillo, y su plan fue no combatirle, por guardar este respeto a la persona del Rey, sino rendirle por hambre, cerciorados como estaban de la falta de provisiones que en él había. Asentaron pues el real de modo que no pudiese entrar ni salir del castillo más que un caballo de frente, y diéronse a esperar el efecto de su bloqueo. Todos los días se enviaba al Rey un pan, una gallina y un pequeño jarro de vino para comer, y otro tanto para cenar. También le enviaron al instante cama en que dormir, pues la primera noche había reposado en la del alcaide, y luego dejaron que viniese y entrase la suya. Al entrar, un repostero del Rey tuvo modo de que en ella fuesen escondidos algunos panes, con que pudiesen socorrerse. Otro portero del Rey intentó también hacer lo mismo por su parte, y con más audacia todavía; porque cargando con pan y queso unas alforjas y las mangas y seno del vestido, y subido en una mula, andaba por todo el real como mirando por curiosidad lo que allí había, y de repente metió espuelas a la mula y subió la cuesta del castillo, y los de dentro le abrieron y dieron las gracias por su oportuno socorro. En fin, hasta un simple pastor, oyendo la necesidad en que tenían al Rey, subió al castillo como pudo con una perdiz en el seno, y pidió que le llevasen al Príncipe, a quien dijo: «Rey, toma esta perdiz.» El Rey holgó mucho de este don, y después le hizo merced.

Pero estos miserables socorros podían ser muestras de celo y de lealtad, mas no servían de auxilio efectivo para el intento de los sitiados, que era ganar tiempo. Serían hasta cuarenta y cinco o cincuenta, los más hombres de corte y delicados, no hechos a semejantes descomodidades. más viendo al Rey sufrirlas con tanta entereza como el primero, nadie se podía quejar, y resueltos a sostenerse, sólo pensaron en los medios de librarse de la necesidad que más los estrechaba. Al cuarto día de su entrada en el castillo acordaron matar los caballos para que les sirviesen de vianda. El Rey quiso que el primero fuese el suyo, y comido aquél, mataron otros dos: con ellos se mantuvieron el resto de los días que duró el cerco; y aun el Rey, como para mostrar la constancia con que pensaba resistir allí, mandó adobar los cueros para zapatos.

El Condestable y sus compañeros, vista la determinada resolución del Monarca, no se atrevieron a cargar solos con la responsabilidad que traía de suyo aquella odiosa facción; y bajo el pretexto de que se andaba en tratos de concordia con el Rey, enviaron a rogar al Infante que se viniese para ellos con la Reina, la Infanta y el resto de la corte, que había quedado en Talavera. Accedió el Infante a su ruego, y se vino a Montalbán con las dos princesas, los caballeros, prelados y procuradores que estaban con él. Del consejo que hubo a su llegada resultó que se continuase el cerco según se había comenzado, sin dar lugar a que entrasen viandas ni persona alguna en el castillo. Tomada esta resolución, dejaron ir para el Rey al obispo de Segovia, el cual le habló largamente, afeando mucho el modo con que se había venido al castillo y su mansión allí, y procurándole persuadir que la estada del Infante y los demás no era en deservicio suyo ni por darle enojo: aconsejóle que debía irse a Toledo, donde estaría muy a su placer, acompañándole solamente los que quisiese tener consigo, y que nadie le contradiría; aseguróle también que luego que saliese del castillo, el Infante y los demás caballeros irían adonde él les mandase. La respuesta del Rey fue la misma que había dado a los enviados primeros: que por salir de entre ellos y procurar por su libertad y por el bien de sus reinos se había venido a aquel castillo; que ya lo sabían; que su permanencia le era muy enojosa, y si su servicio querían y cumplir sus órdenes, se partiesen de allí, con lo cual saldría él y se iría donde más le conviniese.

No por eso el Infante mudó de propósito, y se intentó otro camino, que fue una conferencia del condestable Dávalos, adelantado Pedro Manrique y Garci Fernández con don Álvaro de Luna. Dadas las seguridades de una parte y otra, don Álvaro, acompañado de su cuñado y de otro caballero, Rui Sánchez Moscoso salió a verse con los tres que querían hablarle104. Llegados unos a otros, el Condestable, separado de los suyos, habló con don Álvaro, que también se apartó de los que le acompañaban: quejóse el Condestable de que por su consejo el Rey hubiese hecho aquella fuga tan en desdoro suyo y en tan grave daño y descrédito del Infante y su parcialidad; y con tanta más razón se quejaban, cuanto él era el solo a quien consintieron estar con el Rey, él a quien habían hecho tantas honras y mercedes, él, en fin, a quien se las harían mayores cada vez si influía con el Rey en lo que ellos pretendían. Él contestó confesando los favores y la consideración que les había merecido, y ofreciéndose de buena voluntad a todo lo que fuese en honra y ser vicio suyo; pero en cuanto a la evasión del Rey, tuviesen entendido que era propia voluntad del Monarca, y que él no había hecho más que acompañarle y servirle como era su obligación; añadiendo que supiesen que desde la salida de Tordesillas siempre había estado violento con ellos. Las mismas palabras tuvo sucesivamente con el Adelantado y Garci Fernández: de manera que, sin hacerse cosa alguna, trataron de volverse los unos al real y los otras al castillo. Al despedirse pidió el Condestable a don Álvaro que le consiguiese una audiencia del Rey: don Álvaro le desengaño, y le dijo que no le convenía; que lo que debían hacer todos era hacer lo que el Rey les mandaba, el cual no creyesen que era venido allí para hacerle mal a él ni a ninguno del Infante, ni tampoco para entregarse a la parcialidad del infante don Juan; que su determinación era arreglar y ajustar aquellos hechos sin que unos ni otros interviniesen, y que después los llamaría a todos, para dar la orden que conviniese al bien general de sus reinos.

A la inútil diligencia de estos caballeros sucedió la de los procuradores que el Infante envió al castillo por si lograban persuadir al Rey. Ésta fue todavía de resultado más desagradable, pues el Rey se quejó a ellos agriamente de todo lo que con él se había hecho desde que se atropelló y sorprendió su palacio en Tordesillas; les rogó que sintiesen con él aquellos hechos tan feos, y los despachó con la orden de que repitiesen de su parte al Infante y a los sitiadores el mandato que ya les tenía hecho de que partiesen de allí, pues de su permanencia no les podía seguir provecho alguno. Ellos volvieron al real, significaron la orden que tenían, y en tal modo, hubieron de hacerlo y tales cosas decir, que ya no pudo, dudarse de cuál era la voluntad del Monarca. Fue pues necesario someterse a ella, y con tanta más razón, cuanto el infante don Juan, a quien el Rey había enviado aviso de lo que pasaba y orden para que acudiese a asistirle, venía a largas marchas desde Olmedo, acompañado del infante don Pedro su hermano, del justicia mayor Pedro de Stúñiga, de otros muchos caballeros, y hasta ochocientos hombres de armas. A esta fuerza no era fácil resistir, y más, apoyada en la autoridad del Rey y en la opinión de los pueblos, que ya empezaban e resentirse de un escándalo tan grande. Cedió en fin el Infante bien a su pesar, y hubo de dejar la presa que con tanto afán y riesgo tuvo tanto tiempo en su poder. A los diez días de la estada del Rey en el castillo, y ocho del cerco, fue dejado el paso libre para entrar mantenimientos y gente. El Infante antes de partir pidió que se le permitiese entrar a besar la mano al Rey: no se le consintió, y se le mandó que fuese a Ocaña, donde se le ordenaría lo que conviniese. Tres días después de alzado el cerco se movió con sus caballeros y hueste, y pasando por delante del castillo, hizo reverencia al Rey, que estaba en las almenas, y se fue para su destino.

Partido así don Enrique, el Rey podía reputarse libre. Pero el designio del favorito después de haber aventurado y sufrido tanto para sacarle de aquella opresión, no era ni debía ser el de entregarle a la del infante don Juan. La primera medida que se tomó luego que se hubo alzado el cerco fue darle aviso del suceso, y encargarle de parte del Rey que se detuviese con su gente en el punto en que le cogiese el aviso, y no se moviese de allí hasta que se le dijese lo que había de hacer. Diose orden a la Reina para que se fuese a Santa Olalla, y a su ruego se la permitió ir a Toledo. A los procuradores de las ciudades se les mandó que se quedasen en una aldea vecina a Montalbán, para enviarlos a llamar cuando se necesitase de su consejo.

Llegaron en esto al castillo el almirante don Alonso Enríquez, tío del Rey, y Fernán Alonso de Robres, el Contador mayor, separado de la corte y desterrado a Valladolid cuando el suceso de Tordesillas. Habíaseles avisado para que viniesen en ayuda del Rey antes de que se estrechase el cerco, y ellos traían hasta cuatrocientos hombres de armas en su socorro. Con este refuerzo tan oportuno. y la demás gente y caballeros que de una y otra parte habían acudido al Rey, pudo don Álvaro apoyar su plan de independencia y quitar hasta el pretexto de seguridad que podía alegarse por don Juan para empeñarse en venir a escoltar al Monarca con su gente de guerra. El Infante envió a su privado el adelantado de Castilla Diego Gómez de Sandoval, que fue después conde de Castro, con el encargo de cumplimentar al Rey, de solicitar licencia para venir con su hermano don Pedro a besarle la mano, de ofrecerle sus servicios, pedirle sus órdenes, y aconsejar que saliese cuanto antes de aquel castillo, donde no le era decoroso permanecer. Sandoval fue recibido con mucha gratitud y agasajo, y se le repitió en sustancia lo que se dijo en el aviso anterior, añadiéndose que el Rey dispondría su partida muy en breve, y que se le haría saber al Infante y le comunicaría lo que debía hacer. Insistió don Juan en venir, y su demanda fue puesta en consejo. Resistíanla don Álvaro y el contador Robres bajo el pretexto de que no era conveniente admitir los dos infantes a la presencia del Rey hasta que sus debates con don Enrique estuviesen allanados: la verdad era que no querían ver en la corte a los que podían sobrepujarles en influjo y en poder. Los demás consejeros, sin embargo, y los procuradores decían que no era justo ni honesto negar la entrada para con el Rey a sus dos primos, que nunca habían estado fuera de su servicio y aún permanecían en él; y sobre todo eran venidos allí a ruego del Rey y para libertarle del aprieto en que se hallaba. Este dictamen venció, y se les envió a decir que el Rey era contento de qué, se viniesen a él, y que esto fuese cuando él saliese del castillo. A la reina viuda doña Leonor, que se movió para venir también sin duda a mediar entre estas querellas de sus hijos, se le advirtió que no se tomase esta pena; que el Rey iría a Talavera, y allí podría conferenciar con él. En fin, al infante don Enrique, que permanecía armado aún con toda su parcialidad en Ocaña, se le mandó que desarmase la gente, y los caballeros se fuesen a sus casas, so pena del enojo del Rey si lo contrario hiciesen.

Dadas estas disposiciones, salió de Montalbán a los veinte y tres días de haber entrado allí, acompañándole más de tres mil hombres entre los grandes, caballeros, ballesteros y lanceros de las hermandades que habían acudido a libertarle o defenderle. Al salir de la barca se le presentaron los Infantes y le besaron la mano. Él les dio paz y los recibió con el mayor agrado y benevolencia. Hubo muchas razones entre ellos: de parte de don Juan con sumisión, lealtad y reverencia; de parte del Rey, de agradecimiento y ofertas de honores y mercedes para él y los suyos. Fuéronse en seguida al castillo de Villalba, adonde el Rey comió, acompañándole a la mesa los dos infantes y don Alonso Enríquez. En él se acordó que el Infante y su comitiva volviese a Fuensalida, de donde habían venido, y allí estuviesen hasta que el Rey despachase en Talavera los negocios que urgían para del servicio. Quisiera don Juan quedar todavía algunos días en la corte, y habló para ello con don Álvaro; pero éste le respondió que la voluntad resuelta del Rey era arreglar los negocios de don Enrique, y entre tanto que ninguno de ellos continuase en su compañía, para que no se dijese que influían los unos en perjuicio de los otros; que él podía dejar al adelantado Sandoval en la corte para atender a sus intereses, los cuales serían tan favorecidos como si él estuviera presente. Hablóle tan resueltamente don Álvaro en este sentido, como aquél que ya con Alonso Fernán de Robres y con el conde de Benavente había acordado resistirlo a la fuerza, y para ello habían hecho venir disimulada mente sus hombres de armas. El Infante se persuadió y se fue a Fuensalida, y el Rey siguió su camino para Talavera.

Tal fue el éxito de la evasión del Rey y cerco de Montalbán, en cuyos acontecimientos ha debido detenerse algún tanto más la pluma por haber sido el cimiento principal de la elevación política de don Álvaro. No porquese acrecentase con ellos el cariño que el Rey le tenía, que en esto no cabía más, ni por las mercedes que entonces le hizo, que fueron muchas y grandes105, sino porque debió aumentarse en gran manera el aprecio y confianza que merecían su esfuerzo y su capacidad. Él era creador de aquel partido que podía llamarse del Rey, pues que pugnaba porque el Rey mandase o pareciese mandar; los otros dos eran realmente de los Infantes, no del Monarca ni del Estado.

Siguiéronse a aquellos sucesos las negociaciones prolijas para obligará don Enrique a deshacer el armamento con que permanecía en Ocaña (13 de junio de 1422), y a impedirle que ocupase las villas y lugares del marquesado de Villena, que él decía pertenecerle como dote de la infanta su mujer. Resistía él lo primero por seguridad, lo segundo por codicia y ambición. más en fin, intimidado con los preparativos del Rey, que se dispuso a marchar en fuerza contra él, y confiado en las seguridades que se le dieron, se presentó en Madrid, donde se hallaba la corte, acompañado de su privado Garci Fernández y de sesenta caballeros de su orden, armados solamente de espadas y dagas. Recibióle el Rey con gravedad y sin hacer con él las demostraciones de cariño que solía; y queriendo el Infante disculparse de lo pasado, le atajó diciéndole que se fuese a descansar, y que otro día le oiría delante de su consejo.

Este se juntó al día siguiente, y llamado el Infante, que fue mandado sentar en unos almohadones junto al trono, el Rey se volvió a él y le dijo: «Primo, yo os llamé a mi corte para conferenciar con vos sobre los hechos pasados y ver lo que en su razón debiera hacerse. No era ciertamente mi intención acriminarlos tanto cuanto ellos merecían, por respeto a vuestro honor. Pero después que yo envié por vos, y antes que llegaseis aquí, me ha sido dada noticia de algunos tratos que vuestros caballeros más íntimos tenían, en gran deservicio mío y grave daño de mis reinos. Estas cosas yo no puedo ni debo disimularlas, y es preciso que se aclaren del modo conveniente para que yo sepa la verdad y provea lo que corresponda. A este fin escuchad unas cartas que me han sido dadas, y se os van a leer ahora.» Leyéronse en seguida estas cartas por Sancho Romero, secretario del Rey. Eran catorce, todas al parecer firmadas con el nombre del condestable Dávalos y selladas con su sello; de las cuales se deducía un trato secreto hecho con el rey de Granada para que entrase poderosamente en el reino de Castilla, a lo cual le darían lugar el Condestable y sus amigos: con esto el rey don Juan se vería precisado a valerse del Infante, y haría lo que él quisiese. Implicábase en este trato no sólo a Garci Fernández y al adelantado de León Pedro Manrique, sino también al Infante, a quien se daba por sabedor, y se expresaban como negociadores en él a Alvar Núñez Herrera, mayordomo del Condestable, y a Diego Fernández de Molina, su contador; los cuales aparecía por aquellos escritos que habían ido y venido con mensajes y respuestas al rey de Granada.

La sangre del conquistador de Antequera debió bullir en las venas de su hijo al escuchar tan villana imputación. Reportándose sin embargo, hincó la rodilla en el suelo fuego que se finalizó la lectura, y dijo así al Rey: «El Condestable y los demás caballeros que han estado conmigo estuvieron por vuestro servicio y lo guardaron siempre en cuanto fue de su parte. Yo me maravillo que un caballero tan leal y tan bueno como es él haya sido en cosas tan feas; y si por verdad se hallare que haya caído en tales yerros, a mí placerá el que vuestra señoría mande proceder contra él por la forma que las leyes de vuestros reinos disponen. Supónese en esas cartas que yo soy sabedor de tal hecho. Dios sabe que no lo soy, ni que por pensamiento me ha pasado hacer cosa alguna en deservicio vuestro y en daño de vuestros reinos. Yo os suplico, señor, que mandéis averiguar la verdad, y si yo fuere hallado culpable, lo que no plegue a Dios ni puede ser, quiero que procedáis contra mí como contra el hombre más bajo de vuestro reino. En cuanto al Condestable, repito que no creo ni puedo creer lo que en esas cartas se dice, siendo tan buen caballero y habiendo recibido tantas mercedes de vuestro padre, de quien fue crianza y hechura.» Garci Fernández con más fuerza y mayor indignación se defendió a sí y al Infante de aquella calumnia, desafió a combate de igual a igual al que se atreviese a pensar otra cosa, acusó las cartas de calumniosas y falsas, y pidió, como el Infante, que se supiese la verdad y que se castigase con todo rigor al que resultase autor de cosas tan feas106. Volvióse entonces el Rey al Infante, y le dijo: «Muy bien dicho el que yo sepa la verdad de este caso, y tal es mi intención. Pero en tanto que la verdad se sube, pues este caso a vos toca, es mi voluntad que seáis detenidos vos y Garci Fernández Manrique: así pues vos, primo, id con Garci Álvarez de Toledo; y vos, Garci Fernández, con Pedro Portocarrero. -Sea, señor, como vuestra merced lo mandare,» contestó el Infante haciendo una reverencia, y luego, siguiendo cada uno de los dos al alcaide que se les señalaba, fueron encerrados separadamente en dos torres del alcázar.

La nueva de esta prisión llegó aquella misma tarde entes de anochecer a Ocaña, donde estaba la infanta doña Catalina, y sin detenerse un punto, temiendo ver venir al instante tras ella a los que habían aprisionado a su marido, huyó a todo correr con muy poca gente a Segura, en cuya fortaleza le pareció que estaría defendida por entonces. Allá fue a reunirse con ella el Condestable desde Arjona, donde estaba cuando le llegó la nueva del mandamiento de su prisión. Enójose el Rey de esta partida de la Infanta, y más todavía de que el Condestable la acompañase: envióla diferentes mensajes para persuadirla que se viniese a él, pues así convenía a su honra, a su estado, y aun al remedio de la prisión del Infante. El consejo era bueno, probablemente dado de buena fe, y por lo mismo provechoso; pero ella no quiso fiarse de él; y sabiendo que el Rey, malcontento de su resistencia, enviaba gente de armas para impedirle la salida, ella y el Condestable huyeron al reino de Aragón y fueron acogidos en Valencia. Igual suerte tuvo el adelantado Pedro Manrique, mandado también prender cuando el Condestable. Hallábase cerca de Logroño al tiempo de saber aquella novedad, y no queriendo tampoco fiarse ni en la templanza ni en la justicia del bando contrario, partió a toda prisa a Tarazona y después a Zaragoza, donde para mayor seguridad se hizo recibir de vecino.

Habíanse aprehendido todos los efectos y papeles que los dos presos tenían consigo; se les mandó formar causa, igualmente que al Adelantado y Condestable; se embargaron sus bienes, se les tomaron los castillos y lugares de que eran señores, se nombró administrador del maestrazgo de Santiago. Novecientos marcos de plata en vajilla que tenía el Condestable en uno de sus castillos fueron traídos al Rey, el cual los puso en calidad de secuestro en poder del infante don Juan, del arzobispo don Sancho de Rojas, del almirante don Alonso Enríquez y otros consejeros suyos hasta el número de nueve, entre ellos don Álvaro de Luna. La Crónica dice que de esta plata se hicieron diez partes, y que de ellas hubo dos el Infante y una cada cual de los otros depositarios. Dice más, y es que entonces fue cuando estos consejeros suplicaron al Rey que pues ellos habían tomado tanto trabajo y peligro por la prisión del Infante y en todas las otras cosas que le habían servido, tuviese a bien que si en algún tiempo fuese su voluntad de soltar al Infante y a Garci Fernández, y dar lugar a que el Adelantado y el Condestable volviesen a Castilla, no lo hiciese sin consejo de ellos; lo que el Rey les otorgó. Lástima da por cierto ver esta miserable y absurda transacción colocada en tal lugar: allí toma el aire de ser motivada por el anhelo de asegurarse su miserable botín, y en tal caso aquellos ricos-hombres más bien parecen bandoleros que políticos ni señores.

Seguíase entre tanto el proceso; y como en esta clase de causas hay ordinariamente algo de ridículo o de extravagante, propio de los odios que en ellas intervienen, en esta hubo la singularidad de que no se demandase al principal reo por el delito que en ella se perseguía. Así, mientras que a Alvar Núñez de Herrera, mayordomo del Condestable, que fue preso también, se le acusó por el fiscal del Rey como confidente y mensajero de su señor en los tratos con el rey de Granada, don Ruy López Dávalos fue sola y exclusivamente acusado por su entrada en el palacio de Tordesillas, por no haber obedecido al Rey cuando le mandó ir a sus tierras, por su venida al Espinar con gente de guerra, y en fin por haberse llevado la infanta doña Catalina a Aragón. Estos hechos eran tan fáciles de probar, como difícil o imposible su trato con el rey moro. Y en consecuencia fue dado el fallo definitivo, en que se le condenó por ellos a ser privado de la condestablía y demás dignidades, oficios y rentas que tenía en Castilla, y al perdimiento de todos los lugares, castillos y bienes que poseía, y fueron confiscados por el Rey. Repartióse al instante este rico despojo entre el infante don Juan, el almirante Enríquez, el adelantado Sandoval y demás cortesanos de la parcialidad opuesta (1423). A don Álvaro, además de diferentes pueblos y señoríos que se le dieron entonces, cupo también el título de conde de Santisteban y la dignidad de condestable; con lo cual quedó de allí en adelante tan rico en honores y en poder como lo era ya en influjo y confianza.

Pero si Dávalos, su antecesor, pudo perder así todos sus títulos y bienes en Castilla, no perdió por eso el honor con la mancha de la traición que sus enemigos le imputaron. Aquel Alvar Núñez su criado era hombre de una hidalguía y constancia a toda prueba. Sus contestaciones en el proceso hacían clara su inocencia, y sus amenazas de no parar hasta descubrir el origen de aquella imputación calumniosa estremecían a sus calumniadores. Ofreciósele la libertad, y aun se le prometieren mercedes, con condición de no hablar más en el asunto. «No plegue a Dios, respondió él, que por nada en el mundo deje yo de proseguir este negocio sin probar quién es el que ha hecho tan gran falsedad; y de tal modo lo haré patente, que la fama del Condestable mi señor quede sin la mancilla de maldad tan conocida. ¡Primero morir que dejar este hecho en duda!» Así lo dijo, así lo cumplió. Tenía un hijo, hombre de tesón como él, y comendador en la orden de Calatrava. Éste en sus pesquisas y averiguaciones no paró hasta dar con un Juan de Guadalajara, secretario que había sido del Condestable, autor y falsificador de aquellas cartas. Hízolo prender y llevar a Valladolid, donde se le dio tormento, confesó su delito y fue degollado por ello. El falsario en su confesión no sólo dijo su maldad, pero también declaró quién le había inducido e ella y cuánto se le había dado; más esta confesión se mantuvo siempre secreta, y hasta ahora no han traspirado los autores de semejante alevosía107. Pudo con esto Alvar Núñez conseguir su libertad y acreditar su celo y lealtad para con su señor; mas no aprovechó en nada al Condestable, que continuó viviendo en Valencia desterrado, pobre y desvalido. Dícese que algunos años después su sucesor le envió una visita de cumplimiento, y que el desgraciado anciano le contestó con estas palabras proféticas: «Decid al señor don Álvaro que cual él fuimos, y cual somos será.»

De esta manera uno de los primeros hombres de Castilla, esforzado, candoroso, llamado por sus amables cualidades el buen condestable, cayó víctima de sus imprudencias, o más bien del celo y lealtad con que servía al partido que se resolvió a seguir. Honrado y enriquecido por tres reyes, Juan I, Enrique III y Juan II; reuniendo bajo su mando una extensión tal de señoríos, que se decía podía ir desde Sevilla a Santiago descansando siempre en posesiones suyas o sujetas a su autoridad, murió pobre, viejo y lleno de achaques, en Valencia, algunos años después de su desgracia (1428). No hay duda en que sus yerros eran grandes, y que sin una excesiva indulgencia no podían disimularse. Pero la política y la equidad los disimularon después a los que habían sido compañeros y acaso instigadores suyos, y no había por cierto razón para ser más rigorosos con él. Lástima da verle mal asistido de la corte de Aragón, poco atendido de los príncipes en cuyo obsequio se había sacrificado, y olvidado en los convenios del año, de 425, cuando se dio libertad al infante don Enrique y se ajustaron las cosas de unos y otros. más grande sin duda que todos ellos fue aquel Alvar Núñez, que después de haber expuesto su libertad y su vida por la fama y la honra de su buen señor, supo también consagrarle su fortuna. Él vendió la mayor parte de los bienes que tenía, y el producto de su venta, escondido en los maderos huecos de un telar, y conducido por un hijo suyo disfrazado, sirvió a sostener al sin ventura Condestable con algún más desahogo las miserias de su destierro y de su vejez. Ejemplo de lealtad y gratitud raro en todos tiempos, y mucho más en aquél, en que por tan grandes señores se daban tantos de inconsecuencia, de olvido y de codicia.

Tal era el estado que tenían estos debates cuando el rey de Aragón volvió de Nápoles a España. Ya sabía él la discordia de sus hermanos los Infantes, la prisión de don Enrique, el enojo del rey de Castilla, y la fuga de la Infanta y demás caballeros a sus estados. Pero ocupado en aquellos negocios, y ausente en país extraño, no había dado a los de Castilla toda la atención que se merecían. Así, después de los primeros mensajes de respeto y cortesía que los dos monarcas se enviaron, se empezó a tratar del negocio principal, queriendo el rey de Aragón venir a verse con su primo, y ajustar personalmente entre los dos estas tristes diferencias. Esta conducta era propia de su carácter franco y resuelto, y convenía también a la urgencia con que le llamaban sus pretensiones en Italia. No desplacían al rey don Juan las vistas propuestas, y una buena parte de sus consejeros las aprobaba también como el mejor medio para tomar un arreglo seguro y provechoso; pero los más íntimos consejeros suyos, aquéllos que no querían desnudarse de los despojos adquiridos ni perder la esperanza de los que pudieran haber, se oponían a las vistas de los dos reyes y ponderaban los inconvenientes que de ellas podrían seguirse. Éstos eran muchos, y al fin pudieron más, porque les ayudaba también la opinión que se tenía del Infante, el cual, rencoroso, vengativo, audaz y valiente, procuraría por todos medios vengarse de cuantos habían influido en su prisión, y el Estado por consiguiente sería expuesto a nuevas revueltas. Eludióse por lo mismo la proposición del rey de Aragón bajo pretexto de tener que consultar con las ciudades y con los grandes, y aun se eludió también al principio la de que fuese admitida a vistas la reina doña María, hermana de don Juan, ya que no pudiese serlo su esposo. Después se aparentó ceder en esto último, convencida la corte de Castilla de lo duro e inhonesto que era negar la presencia del Rey a su misma hermana, reina de un estado tan principal, y que en nada les había ofendido. más ya don Alonso, cansado de aquellas dilaciones, instigado del amor que tenía a su hermano, y acalorado quizá por los caballeros ausentes, empezaba a prepararse para entrar armado en Castilla y verse de fuerza o grado con el Rey, suponiendo que aquellas dificultades no nacían de su voluntad, sino de las sugestiones de sus consejeros. Esto enconó más los ánimos en la corte de don Juan, donde también se empezó a hablar de guerra y a hacer preparativos para defenderle la entrada. Conformábase con estas disposiciones el espíritu general del reino, ofendido de la actitud hostil del rey de Aragón, y nada favorable a la intervención armada que pensaba atribuirse en los negocios interiores de Castilla. Así es que los procuradores de las ciudades fueron de parecer que si el rey de Aragón insistía en entrar se le resistiese poderosamente, y para ello ofrecieron cuanto fuese menester. Bien que añadieron que mientras se detenía en intentarlo sería bien tentar los medios de paz y de concordia, tan propios del parentesco que había entre los dos príncipes.

En esto don Alonso envió a su hermano el infante don Juan orden perentoria de que fuese a su presencia para conferenciar con él en negocios muy arduos y concernientes a su servicio. Como este infante era entonces tenido por la cabeza visible del partido contrario a don Enrique, creyó el príncipe aragonés que con traérselo a sí quitaba a los enemigos del preso su apoyo principal. Dudaba don Juan de lo que haría, temeroso de enojar al rey de Castilla si obedecía la orden, y revelando las consecuencias de su resistencia al llamamiento de su hermano, rey natural suyo y de quien era heredero presuntivo. De esta perplejidad le sacó el rey de Castilla con darle licencia para ir a la corte de Aragón, y al mismo tiempo poder amplio para negociar con su hermano del mismo modo que si el Rey tratara en persona. Él fue, y de pronto no halló buena acogida en don Alonso, que le consideraba autor de aquellas desavenencias y de la humillación del otro infante. más en los mismos días acertó a morir el rey don Carlos de Navarra, y el Infante, ya monarca de aquel reino por su esposa doña Blanca, pudo tratar de igual a igual con su hermano, y dar a sus propuestas ea aquella negociación prolija y dilatada la gravedad o importancia de una mediación, y no el espíritu interesado de cabeza de partido.

En fin, después de muchos mensajes y tratos que, como dice el cronista, serían graves de escribir y enojosos de leer, se acordó, con otros diferentes capítulos que tenía el concierto, la libertad del Infante con la condición de ser puesto en poder del rey de Navarra hasta que el de Aragón, que se hallaba a la sazón dentro de los confines de aquel reino, volviese al suyo y licenciase sus gentes. De esta manera se daba a la soltura del Infante el aspecto de deberse a los ruegos del rey y reina de Aragón, y no a sus amenazas. En consecuencia fue entregado a los comisionados del rey de Navarra (miércoles 10 de octubre de 1425), que fueron por él al castillo de Mora, adonde se le trasladó desde el alcázar de Madrid a pocos días de ser preso. No bien salió del castillo cuando las ahumadas, sucediéndose por momentos de cerro en cerro y de sierra en sierra, llevaron en día y medio esta noticia al rey de Aragón, que la deseaba con impaciencia y tenía dispuestas estas señales para cuando se llegase a verificar. Él, contento y satisfecho con haber logrado su principal deseo, se movió de San Vicente de Navarra, en donde estaba, se entró en Aragón y licenció su gente, según lo acordado. Don Enrique fue llevado a Ágreda, donde lo esperaba su hermano don Juan, que le salió a recibir honrosamente, pasando entre los dos muchas muestras de cordialidad y cortesía. Al día siguiente marcharon a Tarazona: allí los recibió el rey de Aragón con toda la pompa y solemnidad de un triunfo; y después de tres años de prisión y de infortunios, pudo así don Enrique recibir el beso de paz y las amantes caricias de su generoso libertador.

Cuál fuese el influjo personal del Condestable en toda esta transacción no puede determinarse fácilmente. Su cronista le hace siempre el autor único de cuanto se hacía entonces en la corte; en la crónica del Rey no se mienta más que al Príncipe en todos los actos de gobierno, y su voluntad es la única que suena al referirlos. Pero sin temor de equivocarse puede decirse que a no entrar don Álvaro gustoso en aquellas negociaciones y en la concordia que al fin resultó de ellas, no era dable que se hubiese hecho el concierto con la facilidad que se ajustó. Su privanza estaba entonces en su punto más alto: él cuando nació el príncipe don Enrique había sido uno de sus padrinos108; él acompañaba al Rey en todos sus viajes, aun cuando no hubiese de ir grande ninguno con él; él era su consejero hasta en las cosas más leves; él le ocupaba, él le entretenía, y puede decirse que él era su vida, su existencia toda. Unase a esta intimidad y favor absoluto la alta dignidad de que estaba revestido y la preponderancia que debían darle en las deliberaciones su capacidad y su audacia, y se hallará que el aspecto de conciliación y de sosiego que tomaban entonces los negocios del reino era debido principalmente a su dirección y a su influjo, y que la libertad del Infante y la rehabilitación civil y política de sus parciales no se hubiera verificado a no haberlo él consentido. La serie de los acontecimientos que van a seguirse manifestará cómo correspondieron aquellos príncipes a su deferencia y buena fe, y en qué manera los esfuerzos hechos para el sosiego y la tranquilidad fueron otros tantos estímulos y agentes de turbulencia y confusión.

Puesto en libertad el Infante, quedaron otros muy principales artículos que concertar: tales eran la restitución de su estado, honores y bienes, que se le embargaron; la designación de dote competente para la infanta su esposa, el pago de lo que se la debía de la herencia de su padre, la rehabilitación del adelantado Manrique, y el desembargo y restitución de sus bienes, rentas y honores; probablemente otros extremos no tan importantes, pero igualmente empachosos y complicados. Fuéronse arreglando unos tras otros, mas no con la celeridad que los interesados anhelaban: algunos de ellos a la verdad no eran tan fáciles y expeditos cual parecía a primera vista, tales como el dote de la Infanta y el ajuste de sus créditos. Pedro Manrique, que había venido a la corte con poderes del Infante y de su esposa para entender en sus negocios, cumplió con su comisión de un modo que descontentaba y aún daba que recelar. Artero, intrigante y denodado, mostraba el aspecto y la petulancia de vencedor, y no cesaba de tener conferencias sospechosas y entrar en ligas y confederaciones con los descontentos. Teníase ya noticia en la corte de que, con achaque de ir a cumplimentar al Infante por su libertad, los maestres de Calatrava y de Alcántara y algunos otros caballeros habían enviado un nuevo mensaje ofreciendo sus servicios a los dos hermanos para el caso que quisiesen ser contra ellos que tenían entonces mayor influjo en la corte. Sabedor el Rey de estas hablas, había dicho al de Navarra con resolución y entereza que semejantes manejos le desagradaban mucho, y que si el infante don Enrique seguía dando oídos a los intrigantes, se vería forzado a proveer sobre ello sin consideración alguna a los tratos y concordia hecha; los cuales en tal caso aprovecharían poco.

Pero esta amenaza, en vez de arredrar de su propósito a los agitadores, les añadió fuego y alas para proseguir en él. Ya tenían de su parte al rey de Navarra, que descontento sin duda del predominante influjo del Condestable, quería ser más bien el primero del bando opuesto que el segundo en el de la corte. Habíase conservado el Rey mil lanzas para su guarda al deshacer el armamento dispuesto cuando el amago de Aragón: los procuradores del reino, instigados por algunos cortesanos, pidieron que se suprimiesen para excusar los excesivos gastos que causaban109, y el Rey, aunque con mucha repugnancia, las redujo a ciento, cuyo mando dio al Condestable. Pero éste no podía estar bien guardado con cien lanzas solas: los tratos entre los caballeros eran ya tan escandalosos y feos, que el cronista dice ser más dignos de callarse que de escribirse en crónica; y el mayordomo mayor Juan Hurtado de Mendoza, que falleció por aquellos días, protestó muriendo, a su confesor, que iba contento al otro mundo por no ver los males que iban a pasar110.

Crecían las sospechas entre unos y otros, y a la par sus precauciones. Viniéronse don Juan, y los caballeros de su valía a Zamora, llamados por el Rey; pero vinieron más prevenidos para guerra que para corte. El Condestable por su parte, viendo aquella disposición siniestra, aumentó la guardia con algunos hombres de armas de su casa: de aquí quejas y reconvenciones de una parte y otra. Si tal vez se tenía el consejo en casa del rey de Navarra, don Álvaro dudaba de asistir por miedo de alguna asechanza; el rey de Navarra, que solía diariamente apearse en palacio y ver al Rey, dejaba a las veces de hacerlo por el mismo recelo. Celebrábanse los consejos sin la debida asistencia de los individuos que en ellos debían deliberar, y hubo a veces que tenerlos en el campo, porque allí recelaban menos los unos de los otros. Tal era la triste situación en que se hallaban las cosas, cuando vino a aumentar la confusión y la agrura la determinación que tomó de presto el Infante, de venirse a la corte desde Ocaña. Decía él que se alargaba el despacho de sus negocios por culpa de los que los trataban, y quería venirlos a procurar en persona. Vedóselo el Rey, enviándole a decir por dos veces que no emprendiese semejante viaje hasta que se le mandase, y que de no obedecer se exponía a alguna resolución que no se hallaría bien de ella. Vana amenaza de que el Infante no hizo caso alguno, seguro con el apoyo de los dos reyes sus hermanos y de una gran parte de los próceres de Castilla, que estaban ya en su favor. Los maestres de Alcántara y Calatrava le acompañaban, también otros muchos caballeros, y el séquito que llevaba parecía, por el número y por los arreos, que iba más para la defensa y el ataque, que para el lucimiento y el obsequio. Detúvose antes de llegar a Valladolid, porque aparentando dar todavía algún respeto a la majestad real no quiso entrar en la villa sin tener licencia de la corte. Consiguiósela al cabo de muchas instancias el rey de Navarra. Con esto los dos hermanos se reunieron allí: los grandes parciales de uno y otro vinieron también a juntárseles, y hechos un bando los que antes eran dos, alzaron declaradamente el estandarte de oposición contra el Condestable, y enviaron al Rey, que estaba a la sazón en Simancas, una petición para que le separase de su lado y del gobierno.

El Rey, perplejo, no sabía qué hacer: ni su edad ni su prudencia ni su carácter eran bastantes para tomar la resolución que correspondía en semejante crisis. El Condestable, que por interés propio y por el influjo que sobre él tenía era quien se le podía inspirar, no tenía seguridad de que él lo llevase adelante, ni tampoco de que los grandes. los doctores del Consejo y los procuradores del reino que en la corte había le confirmasen en su opinión y la ayudasen con sus esfuerzos. Todo era dudas, sospechas, temores, tratos clandestinos y aleves confianzas. Si se presentaban galanes por de fuera, los soforros, como decía Fernán Gómez, eran de más que muy buenas corazas: mientras que se amenazaban en público, de secreto se carteaban. Así lo hacía el Infante con el Condestable; los recados iban y venían, y nada al fin se llegaba a concluir. Por eso aquel ladino médico del Rey aconsejaba a Pedro de Stúñiga, el justicia mayor, que no se inclinase más a un bando que al otro, pues no estaba decidido por quién había de quedar el campo en aquella contienda de intrigas y de arterías111.

Adoptóse en fin el medio de nombrar cuatro caballeros de un bando y otro, en quienes se comprometiesen estos debates. y decidiesen lo que se debía resolver para evitar los escándalos que amenazaban, y fijar las cosas en paz. Éstos fueron el almirante don Alonso Enríquez; don Luis de Guzmán, maestre de Calatrava; el adelantado Pedro Manrique, y Fernán Alonso de Robres, contador mayor del Rey. Nombróse también para el caso de discordia al prior de San Benito, y se les dieron diez días de término para la deliberación y la sentencia. Todos juraron, y el Rey también, estar a lo que estos compromisarios decidiesen, y ellos se encerraron en el monasterio de San Benito, dando su fe de no salir de él en el término propuesto sin haber evacuado su compromiso.

De los cuatro encargados, el Adelantado y el Maestre eran francos y seguros parciales de los Infantes; los otros dos no podían servirles de equilibrio, porque aunque al parecer inclinados a don Álvaro, el uno por la afinidad que con él tenía, y el otro por la antigua amistad y confianza, el Almirante sin embargo, anciano respetable y virtuoso, sacrificaría cualquiera cosa a la paz y al sosiego del reino, y el Contador era más fiel a sus intereses y esperanzas que a cualquiera otro afecto humano. De aquí debía precisamente resultar que la causa del Condestable perdiese en la decisión. Acordaron primero que el Rey con la corte saliese para Cigales y el privado quedase en Simancas. Para la resolución de lo principal estuvieron más discordes, de modo que hubo de entrar a deliberar también el Prior. Éste era un pobre religioso, entregado todo a su retiro y ejercicios de piedad, que nada entendía en los nepcios del mundo, y que por conocerlo él así, se esquivaba de intervenir en asunto semejante. Hubo mucho trabajo en persuadirle, y al fin el contador Robres lo rindió diciendo que de su cuenta correrían los males que resultasen de no tomarse el concierto que se aguardaba. Cedió, hizo oración al cielo para que le iluminase, dijo la misa delante de ellos, y con la Hostia consagrada en la mano les rogó y amonestó que lo dijesen la verdad de todo sin ficción alguna, para que él no cayese en error y ellos cumpliesen con su encargo sin fraude y sin afecto: donde no, aquel Dios que allí veían les daría muy pronto la pena a que eran acreedores. Acabada la misa, se juntaron a deliberar, y últimamente pronunciaron que el Condestable saliese de Simancas dentro de tres días sin ver al Rey, y estuviese separado de la corte a quince leguas de distancia por el tiempo de año y medio: los empleados que él había puesto en palacio debían ser también separados de la misma manera que él.

Publicada la sentencia, el Condestable se dispuso con entereza de ánimo a cumplirla, y lo hizo escribiendo al Rey una carta de despedida, en que, como hábil cortesano, se manifestaba sin enojo de la sentencia: recomendó al Rey sus perseguidores como buenos y leales servidores suyos, y concluyó con que sólo le despacha el término que le ponían al destierro, porque le quitaban este tiempo de estarle acatando de rodillas112. Salid de Simancas y se dirigió a su villa de Ayllón, acompañado de Garci-Álvarez de Toledo, señor de Oropesa; de Pedro de Mendoza, señor de Almazán; de otros muchos caballeros que llevaban acostamiento suyo, y de los escuderos de su casa, y doscientas lanzas brillantemente armadas y montadas. En aquel lugar permaneció todo el tiempo que duró su destierro, que tal vez fue la época más dichosa de su villa. Allí, según su cronista, pasaba los días en montear, en hacer sala y placer a los muchos señores y prelados que le iban a hacer compañía, en responder a las frecuentes preguntas que se le hacían del Gobierno, en cartearse con el Rey, que diariamente le escribía o recibía cartas de él. Así honrado, rico y divertido donde se hallaba, deseado en palacio, respetado en todo el reino, su destierro, en vez de ser una mengua de su fortuna, podía más bien llamarse un ascenso, y más cuando se vuelven los ojos a lo que entre tanto pasaba en la corte de Castilla.

Porque no bien salió de ella don Álvaro cuando todos a porfía quisieron llenar el vacío que dejaba, como si fuera tan fácil ocupar el lugar que tenía en el corazón del Rey. Para eso era necesario haber poseído su flexibilidad, su gracia, sus modales, su conversación y recursos; en fin, aquel largo influjo que da la costumbre de tantos años, que convierte el trato y el cariño en una segunda naturaleza y como en segunda vida. Con cualquiera de ellos que el Rey comparase a su privado haría sobresalir más las amables y grandes calidades que tenía, y la desigualdad en que se hallaban con él113. Así es que no se le vio con rostro alegre desde que se ausentó de la corte, ni miró con buenos ojos a los que habían sido causa de tan grande novedad. Don Juan el Segundo, aunque débil y flojo en sumo grado, no era falto de entendimiento ni de capacidad. Viose entonces, en el diferente modo con que acogía y recibía a los cabezas del bando vencedor, que sabía hacer distinción discreta del porte de unos y de otros. Al infante don Enrique, que le fue presentado al instante que la transacción fue acordada, recibió con benévolo semblante, se dio por satisfecho de sus disculpas, admitió su propósito de lealtad y servicio para adelanto, y le mostró de ordinario un agasajo y afabilidad que negaba al rey de Navarra y al adelantado Sandoval, ya entonces hecho conde de Castro-Jeriz. Decía del Infante y de su partido que no era de extrañar su encono con el Condestable, puesto que desde el suceso de Montalbán eran enemigos suyos. Pero al rey de Navarra, al conde de Castro y demás de aquel bando los reputaba poco fieles a su compañero, y desleales al partido real; y a la verdad que no iba muy fuera de razón.

Su enojo era mucho mayor con el contador Robres, a quien creía más culpable que a todos en el destierro del Condestable. Este hombre, que desde muy bajos principios había, a fuerza de talento y de malicia, subido a la altura de la privanza en tiempo de la Reina madre; que después debía a la amistad de don Álvaro la conservación de su poder y el acrecentamiento de su fortuna; que tuvo la honra de ser nombrado con tan grandes señores para decidir el debate entre el Condestable y los grandes, parecía que debía ser más consecuente a los vínculos que le unían con el privado, y sostener mejor su causa en aquel juicio. Don Álvaro lo creía así, y por eso consintió en que fuese nombrado, a pesar de las sospechas de sus amigos, que recelaban lo contrario y se lo decían. más don Álvaro, que se detenía mucho en dar su amistad y confianza, era otro tanto duro y difícil en quitarla; y respondía a los sospechosos que si él no había de tener confianza en sus amigos, ¿en quién la podría tener o en dónde la podría hallar? Robres, o por flaqueza o por liviandad o por ambición, consintió en aquella sentencia, y aún se decía que él mismo la había ordenado. El Rey lo llevó tan a mal, que en la misma noche del día de la pronunciación dijo a los que le desnudaban: «Fernando Alonso es desleal al Condestable, que le ha sublimado; mal podrá serme leal a mí114.» El semblante que le hizo en los días siguientes fue conforme a estas palabras. De manera que los grandes, ya indispuestos de antiguo por sus artificios, sus malicias y su altivez, irritados más a la sazón por verle afectar el lugar y la privanza que había tenido el Condestable, tanto, que ál las veces se fingía doliente para que los consejos se tuviesen en su posada, formaron una conspiración contra él, a cuya frente estaban el rey de Navarra y el Infante. Acordábanse de las humillaciones que les había hecho sufrir en tiempo de la reina doña Catalina. Un escribano, subido a contador mayor por el favor de la fortuna, solía tener a sus pies a los ricos-hombres de Castilla, Su figura era fea, su ingenio capaz y penetrante, sus modales ásperos y altivos, sus tesoros muchos, sus artificios más. El odio, por tanto, que se había adquirido era tan vivo como universal, y la ocasión de perderle aprovechada con ansia. En pleno consejo fue acusado delante del Rey de ser él la causa de todos los disturbios del reino; que no cesaba de dividir a unos y otros con sus malas artes, sus chismes y mentiras; que aun del Monarca hablaba con desprecio y temeridad; en fin, tales cosas le acumularon, que el Rey, que no deseaba otra cosa, vino en ello, y fue acordado que al instante se le prendiese. Esto se ejecutó en el mismo día por Ruy Díaz de Mendoza y un alcalde de corte115, y fue llevado al alcázar de Segovia, y después al castillo de Ubeda, donde murió tres años adelante. Pena excesiva, quizá mayor que sus yerros: a nosotros ha llegado la noticia del odio en que era tenido, mas no la de sus delitos; y como su prisión y su desgracia se hicieron sin juicio y sin proceso, al paso que nos dan una triste idea de la insuficiencia de las leyes de aquel tiempo para la seguridad personal, se nos presentan más como un desquite de orgullo y de venganza que como un ejemplo de justicia.

Arreglábase entre tanto todo lo que correspondía a las pretensiones del infante don Enrique y de su esposa, igualmente que a las indemnizaciones del rey de Navarra por los gastos que había hecho en obsequio y servicio del Rey. Todo se dispuso a satisfacción y gusto de los interesados; pero ni esta condescendencia ni otras disposiciones igualmente benévolas y conciliadoras que se tomaron116 fueron bastantes a conservarlos quietos y acordes entre sí; y los que antes estuvieron tan unidos para alejar al Condestable de la persona del Rey, ya se dividían en bandos y comenzaban bullicios, y mostraban la confusión que en ellos causaba el ansia de poseerle solos. Los dos cabezas de la liga, el rey de Navarra y el Infante, no se entendían como antes, y volviéronse a dividir, queriendo cada uno ser exclusivamente el instrumento del poder y confianza real. Y como la pasión del rey hacia el Condestable, en vez de entibiarse, se había exaltado más con la ausencia, y era evidente que acabado el término del destierro había de volver más poderoso que nunca, cada uno de los dos partidos quiso tenerlo a su favor y adquirir el mérito de anticiparle la venida. Comenzaron pues a tratar secretamente con él: estos tratos se descubrieron, y en la acusación que recíprocamente se hacían de faltar a lo convenido, cada uno echaba sobre el otro la imputación de haber sido el primero117. La conclusión de todo fue que, así el rey de Navarra como el Infante y los más de los grandes y señores de una y otra parcialidad, se convinieron en pedir al Rey que mandase venir al Condestable a la corte. Esto era, según decían, lo que convenía a su servicio;.y la misma vehemencia ponían entonces para que viniese, que antes habían puesto para su salida. El Rey, que ninguna cosa más deseaba, les concedió inmediatamente su demanda, y el Condestable fue mandado venir a Turuégano, donde a la sazón se hallaba la corte. Él lo ejecutó con una magnificencia verdaderamente regia: los trajes, los arreos, las armas y los caballos, el gran séquito de gente, y los grandes, prelados y caballeros que le acompañaban, hacían una pompa bellísima y triunfal. Distinguíanse en su acompañamiento, los señores de Almazán y de Oropesa, López Vázquez de Acuña, señor de Buendía y Azenor; los obispos de Osma y de Ávila. A una legua de ta villa le salieron a recibir el rey de Navarra, el Infante su hermano y todos los grandes y caballeros de la corte. La gente que acudió de toda la comarca a ver aquel espectáculo era infinita; él, recibiendo los parabienes de todos y saludándolos con la gracia inimitable que tenía, llegó en medio de aquel inmenso concurso a palacio y entró a hacer reverencia al Rey, que al instante que le vio se levantó de su silla, salió a él hasta el medio de la sala, le echó los brazos al cuello, y le tuvo así algún tiempo. Pasé en seguida a la presencia de la Reina, cuyas damas y doncellas manifestaron el mayor gusto en su venida y la de sus caballeros, pues sólo cuando él estaba presente decían ellas que tenía la corte la nobleza y resplandor de tal. diole sala y convite aquel día el rey de Navarra, que había hecho todo ahínco para ello; y para más honor sirvieron a la mesa hombres muy distinguidos por su nobleza y sus prendas. «De allí en adelante, dice la crónica del Rey, él tornó a la gobernación como de primero.»

A la satisfacción y alegría que causó en la corte esta vuelta de don Álvaro, siguieron después los regocijos tenidos en Valladolid en obsequio de la infanta doña Leonor. Era hermana de los reyes de Aragón y de Navarra, y venía a despedirse del rey de Castilla para ir a Portugal a celebrar sus bodas con el príncipe heredero de aquel reino. Esmeróse la corte en obsequiarla y honrarla: hubo justas, torneos, convites y saraos, y la misma porfía que antes tuvieron unos y otros por la primacía en el poder, tenían a la sazón por llevarse la palma de la gala y de la bizarría. El Infante, el rey de Navarra, el de Castilla, y últimamente el Condestable dieron cada uno su fiesta a competencia, cuyas circunstancias pueden verse en las memorias del tiempo: cosas en aquella época bien interesantes; ahora menos por la mudanza absoluta que ha habido en los gustos y pasatiempos, y porque, si bien nos parecen magnífico y caballerescos aquéllos, no dejaban de tener sus grandes inconvenientes, a lo menos el de convertir en luto la función más lucida, como sucedió en la que dio el infante, donde un sobrino del conde de Castro, el gran privado del rey de Navarra, Gutierre de Sandoval, perdió la vida de un encuentro que le dio Alonso de Urrea, un muy amigo suyo, que de despecho no quiso seguir justando. Don Álvaro en aquella grande ocasión no sólo se manifestó igual a la magnificencia de aquellos príncipes, sino que se llevó la palma por su destreza y manejo en toda clase de ejercicios de caballero y justador118.

En las danzas y saraos la novia llevó la gala de graciosa y bien apuesta. Tenía donaire y desahogo con discreción. Al arzobispo de Lisboa, que había venido de Portugal para acompañarla, rogó una noche que bailase con ella una zambra. El prelado, que era de la familia real, nieto de don Enrique II, excusóse cortésmente, diciendo «que si supiera que tan apuesta señora le había de llamar al baile, no trajera tan luenga vestidura».

Pasadas las fiestas y partida la Infanta, los regocijos dieron lugar a los negocios políticos. Quiso el Rey que se desembarazase la corte de tantos grandes y prelados como la componían, y sólo servían de gasto y de embarazo. El infante don Enrique también se despidió con el objeto de hacer una romería a Santiago, y también se consiguió que el rey de Navarra se fuese para su reino. Repugnábalo él, pero al cabo tuvo que ceder en vista del mensaje que le envió el rey de Castilla con dos doctores de su consejo, en que le amonestaba que partiese, una vez que todos los negocios, así suyos como de su hermano y de la infanta doña Catalina, estaban ya fenecidos. Ofrecíale que siempre tendría por muy recomendadas sus cosa, y que miraría por ellas bien, como de rey tan cercano pariente y amigo. Vínole también a esta sazón al rey de Navarra un aviso de su esposa doña Blanca instándole a que se fuese para ella; y así, hubo de hacer lo que por todas partes se le rogaba, y despedido amigablemente del Rey su primo, se fue a Navarra con todas las apariencias de buena armonía.

Eran no más que apariencias: los dos hermanos estaban ya descompuestos, y don Enrique era quien más había avivado el pensamiento de hacerle marchar. Pensaba así quedar solo, no desconfiando de derribar al Condestable cuando la ocasión se presentase. Entre tanto se carteaba y correspondía con él; lo mismo hacía el rey de Navarra: los dos se acusaban recíprocamente de venderse al enemigo común, mientras que don Álvaro, más grande o más hábil que ellos, en vez de sacar partido de sus disensiones para acrecentar su poder, envió a decir expresamente al rey de Aragón la discordia que entre ellos había, y lo bien que sería remediarla, ofreciéndose de su parte a concurrir en ello conforme él se lo mandase119. Don Alonso respondió que siempre tendría muy grande satisfacción en cualquiera honra y favor que se hiciese al Infante, y que el rey de Navarra estaba bien en su reino Añadió también, como por vía de consejo, que si el Condestable quería el sosiego de Castilla, debía echar de la corte, al adelantado Pedro Manrique, porque él era quien había puesto en discordia a sus hermanos, él quien había causado todos los disgustos y turbulencias pasadas, el en fin quien no dejaría haber paz mientras tuviese alguna cabida en los negocios. Tal vez el Adelantado era así, y el consejo provechoso a darse de buena fe; pero en esto había mucha duda, y los sucesos que después siguieron pusieron de manifiesto el poco candor conque se daba.

Creíase ya desembarazada la corte de Castilla de los disturbios domésticos, y tratábase en ella de renovar la guerra contra los moros, suspendida desde la gloriosa campaña de Antequera. Los deseos de la opinión pública estaban siempre de acuerdo en este designio, y las cortes del reino tenidas entonces en Valladolid (a principios de 1429) concedieron fácilmente al Rey para esta guerra igual subsidio que las de Toledo otorgaron veinte y tres años antes con mayor dificultad a su moribundo padre. Veía el Condestable en esta empresa abierto delante de sí aquel camino de honor que tanto debía anhelar. Justificar la estimación y confianza de su príncipe, mostrarse por su talento y su justicia digno del gobierno de las armas que tenía a su cargo, reducir al silencio la envidia a fuerza de hazañas y de sacrificios, y servir noblemente al Estado y a su rey contra los enemigos del nombre cristiano, eran todos motivos de esperanza y de alegría para su noble ambición en la grande ocasión que se le presentaba; pero su mala suerte le negó esta gloria, y en vez de mostrarse al mundo como el campeón de la religión y de la patria, tiene que aparecer otra vez casi con el carácter de un jefe de partido que, bajo el pretexto de defender la independencia y las prerogativas de su rey, no combate en realidad sino por defender su privanza; equívoco en sus miras, aislado en sus intereses.

Ya el rey de Aragón se había negado a firmar el tratado de paz y confederación entre los tres reinos, que el rey de Navarra había ajustado con el rey de Castilla, y firmado por sí y a nombre de su hermano con poderes que de él tenía. Ya habían empezado los dos a prevenirse de armas y de gente y a abastecer y fortificar las plazas fronterizas. Ya se anunciaba su venida en aparato y séquito de guerra para no ser impedidos de ver al rey de Castilla, y tratar con él de las mudanzas que debía hacer en su gobierno y en su corte. Ya en fin, para que este rompimiento llevara los mismos pasos que el anterior, llamó el rey de Aragón al infante don Enrique, que a la sazón se mostraba uno de los más fervorosos parciales del bando de la corte. Por eso, y por las muchas protestas que hizo de no faltar jamás al deber, logró licencia del rey de Castilla para irá verse con su hermano. Así los tratados, las confederaciones, los juramentos, todas las muestras de paz y de armonía desaparecieron como el humo, y los cuatro príncipes aragoneses, a pesar de la división y mala inteligencia en que al parecer estaban, volvieron a coligarse con más ahínco que nunca para apoderarse del gobierno y disponer a su arbitrio de Castilla120.

En vano el Rey, queriendo evitar por medios honestos el rompimiento, les envió a decir y a rogar, no una vez sola, que desistiesen de aquel dañado propósito: todo fue inútil, y ellos se dispusieron a realizar sus designios, entrando a mano armada precipitadamente en el reino. Entonces ya las fuerzas que iban a emplearse contra los moros tuvieron que ser empleadas contra aquellos príncipes agresores. El Rey hizo llamamiento general de todos los grandes y caballeros de sus reinos para que le vinieran a asistir fin aquella justa guerra. Tardaban de venir de parte de los grandes el infante don Enrique, el duque de Arjona, Íñigo López de Mendoza, señor de Hita, que fue después marqués de Santillana, y algún otro. De aquí se tomó sospecha que no todos estaban de buena voluntad de servir, antes bien que gustaban de la venida de los Reyes y tal vez les ayudasen. Para poner algún reparo a este mal se acordó que todos suscribiesen y pusiesen sus sellos en la fórmula de un juramento, por el cual se obligaban a servir al rey don Juan de Castilla leal y derechamente, «cesante toda cautela, simulación, fraude o engaño,» así contra los reyes de Aragón y de Navarra como contra todos los que les diesen favor, y aun contra los que fuesen inobedientes al Rey; y esta obligación era so pena de ser, sí otra cosa hiciesen, perjuros, fementidos y traidores conocidos por el mismo hecho, sin otra sentencia ni declaración, y de que sus bienes fuesen confiscados por ello para la cámara del Rey, sin otra esperanza de venía ni de otro recurso alguno. Juró también por su parte el Rey de amparar y defender a todos los que hiciesen aquel juramento y pleito-homenaje, como también sus bienes, honras y estados, y de poner su persona por ello; prometiendo también que si algún trato o concierto le fuese movido, él se lo haría saber, y no vendría en ello sin el consentimiento de todos o de la mayor parte. Este acto solemne se hizo en Palencia, donde la corte estaba a la sazón (30 de mayo de 1429). Acto que manifiesta por sí mismo cuán desconcertados estaban los vínculos de lealtad entre aquellos ricos-hombres, pues era necesaria semejante formalidad para creerlos más obligados por ella a cumplir con sus deberes, y aun bien inútil por cierto para semejante fin, según lo que los sucesos dijeron después.

La invasión entre tanto amenazaba: el Rey aún no tenía prontas las fuerzas que debían acompañarle en su marcha, y se resolvió que el Condestable con dos mil lanzas partiese apresuradamente a resistir la entrada a los Reyes. Ésta era su primera campaña, y si bien iban con él como cabos de aquella fuerza don Fadrique el almirante, el adelantado Pedro Manrique y el camarero mayor Pedro de Velasco, todos más antiguos en servicio que don Álvaro, el mando superior se le dio a él, así por su dignidad de Condestable como por el favor y privanza que gozaba. Llegados a Almazán, supieron que los Reyes eran ya entrados en Castilla por la Huerta de Ariza, y se dirigían hacia Hita, donde se decía que Íñigo López de Mendoza los aguardaba de amigo. Su tardanza en venir al llamamiento del Rey daba cuerpo a esta sospecha, que después resultó infundada. Los caballeros castellanos siguieron el mismo camino que los enemigos, no importándoles nada que se hubiesca internado, pues así los creían más fáciles de desbaratar. Iban bien cerca los unos de los otros; y cuando los Reyes levantaron su real de Jadraque y lo fueron a poner cerca de Cogolludo, el Condestable fue a asentar su campo en Jadraque, en el mismo punto de donde ellos le habían levantado, y después se avanzó a Cogolludo y acampó a legua y media del sitio en que ellos estaban. La fuerza era desigual: los castellanos no eran más que mil y setecientos hombres de armas y cuatrocientos peones entre ballesteros y lanceros; los contrarios tenían hasta dos mil y quinientos hombres de armas perfectamente equipados ellos y sus caballos, y hasta mil hombres de a pié armados a la manera de Aragón. Al real de Cogolludo llegó en aquella sazón a juntarse con sus hermanos el infante don Enrique, después de haber intentado, aunque en vano, metiendo hombres y armas ocultamente en Toledo, apoderarse de aquella ciudad. De este modo cumplía con las protestas que había hecho al rey de Castilla, de no faltar de su servicio, con el juramento que prestó por él y por si su privado Garci Fernández, igual al que habían hecho los demás grandes en Palencia, y con la obligación que se hallaba habiendo recibido sueldo del Rey para servirle en esta guerra121. Llevaba solamente consigo pocos más de doscientos caballos entre hombres de armas y jinetes: pequeño refuerzo para los grandes prometimientos que antes hizo. «¿Estos son, hermano, le dijo el rey de Aragón, los mil y quinientos caballos que me habíades de tener puestos para cuando entrase? -Tantos y más os hubiera traído, contestó el Infante, si no me faltaran los que conmigo se comprometieron.»

Cuando los Reyes vieron tan cerca de sí a sus contrarios, y cuán desiguales les eran en número, resolvieron aprovecharse de la ventaja que les llevaban y darles batalla antes que se reforzasen. Movieron pues sus haces a pelear (viernes 1.º de julio de 1429), mientras que los castellanos se dispusieron a recibirlos en su mismo campo, barreado con sus carros, y supliendo con su esfuerzo y con la ventaja que el terreno les daba la desigualdad del número. La vanguardia la mandaba Pedro de Velasco, el segundo cuerpo lo gobernaban el Almirante y el Adelantado, y el tercero el Condestable, habiéndose pregonado que nadie cabalgase ni echase silla a caballo so pena de la vida. Ya los corredores estaban cerca del real, y las armas arrojadizas iban a empezar la batalla, cuando el cardenal de Fox, legado del Papa en Aragón122, se presentó a toda prisa en el campo con el intento de atajar aquella contienda y evitar el derramamiento de sangre en una guerra que se podía llamar más que civil. Llegóse al Condestable y requirióle de parte de Dios que no quisiese dar lugar a las muertes que iban a suceder, y a que se perdiese España en una pelea donde lo mejor de ella iba a combatir, y en que ninguno podía ser vencedor sin gran daño de sí mismo. «Cuánto desplacer nos cause, respondió el Condestable, que las cosas hayan venido a este estado, Dios lo sabe, reverendo padre: nosotros hemos venido aquí por mandado del Rey mi señor a defender su dignidad y su honra contra el deshonor y agravio que los reyes de Aragón y Navarra le hacen en entrar en su reino contra su voluntad. Vos, señor, lo veis, y debéis considerar que no nos conviene hacer otra cosa de lo que hacemos.» A la justicia de estas razones y a la valentía de la resolución no era fácil contestar; sin embargo, el Cardenal insistió en que por lo menos el Adelantado saliese a hablar con el Infante, que lo deseaba. Consintióse en ello, y salieron con efecto el Adelantado y el Infante, cada uno con dos personas de compañía. Al estar cerca uno de otro, «¡maldito sea, exclamó el Infante, por quien tanto mal ha venido! -Así plegue a Dios, respondió el Adelantado. -No perdamos tiempo, ved si hay algún remedio para que España no perezca el día de hoy. -Señor, respondió el Adelantado, nosotros quisiéramos serviros, pero guardando el servicio del Rey nuestro señor: vosotros habéis querido venirnos a buscar, forzoso es que nos defendamos; si os venciésemos, gran merced nos hará Dios; si morimos, él nos premiará en el cielo, porque morimos por su servicio, por el del Rey y por el de sus reinos. -Pues que así es, pártalo Dios,» replicó el Infante; y sin decirse más, cada uno volvió a los suyos. Esta seca y desabrida conclusión era casi la señal de pelear; y con efecto, ya el cuerpo que mandaba el rey de Navarra se movía para el campamento castellano y las escaramuzas empezaban. Pero aquel hombre bueno y piadoso no cesaba en su humano propósito, y andaba de una parte y otra con un crucifijo en la mano, requiriendo, amonestando y rogando que se abstuviesen de combatir. Pudo recabar al fin que saliese otra vez Pedro Manrique a hablar con él, y le pidió que le diese palabra de que los castellanos se estuviesen quietos aquel día y noche siguiente, asegurándole que él lograría del rey de Aragón el mismo seguro por igual tiempo. «Eso es de ver a los Reyes», respondieron el Condestable y sus compañeros, con quienes lo consultó el Adelantado. En fin, tanto trabajó y se afanó el buen Cardenal, que consiguió aquellas breves treguas, y el combate se dilató hasta el otro día.

La dilación fue provechosa a los castellanos, que aquella noche recibieron el refuerzo de doscientos jinetes, con los cuales más seguros y confiados, se dispusieron a recibir a sus enemigos, que muy de mañana movieron sus huestes otra vez, y las ordenaron en batalla en el mismo sitio que el día antes. Pero el pacífico anhelo de aquel respetable eclesiástico, quizá ya endeble para atajar el furor, fue ayudado entonces por otro poder más grande, que dio dichoso remate a sus esfuerzos Apareció la reina de Aragón de repente en aquel campo, venida a grandes jornadas con el mismo intento que el Cardenal123. Ella se llegó al real castellano, pidió al Condestable que la diese una tienda, y la hizo plantar entre los dos campos. No se atrevieron aquellos hombres furiosos a atropellar tal sagrado, y faltar a un tiempo a toda la atención de vasallos, parientes y caballeros, hollando los respetos que se debían a una dama tan principal, prima de los dos infantes, hermana del rey de Castilla, esposa del rey de Aragón. Suspensas así las armas, ella pidió a los generales castellanos que le otorgasen tres cosas: una, que no se quitase al rey de Navarra nada de lo que tenía en Castilla; otra, que no se hiciese daño al infante don Enrique; y la tercera, que cesasen los pregones de guerra que se hacían en Castilla contra Aragón y Navarra; y con esto prometía que los Reyes se retirarían luego a sus estados. Respondió el Condestable que conceder aquellas demandas no estaba en su mano, sino en la del Rey, y que lo más que ellos podían hacer era suplicárselo por merced y persuadirle a ello en cuanto pudiesen. Ella, conociendo la razón que les asistía, les dijo que con tal que le asegurasen de hacerlo así, sería contenta. Y vuelta al Rey su marido, que acaso ya estaba pesaroso de haberse dejado arrastrar en aquel paso imprudente y temerario, le persuadió a que aprobase aquellas treguas condicionales; y a pesar del rey de Navarra, que, como más fiero y rencoroso, quería de todos modos pelear, el concierto se concluyó conviniendo los Reyes en retirarse, y el Condestable y sus compañeros haciendo pleito-homenaje de suplicar al Rey que otorgase las tres concesiones pedidas. Quiso la Reina todavía salvar el honor de los Príncipes pretendiendo que el Condestable y los caballeros castellanos levantasen el campo primero. «Eso no nos está bien, respondieron, ni por cosa alguna del mundo lo haremos»; ella trabajó, afanó, porfió: todo en vano: por manera que perdida la esperanza de rendirlos a su deseo, dejó de rogar, y los Reyes tuvieron que volverse como fugitivos a Aragón.

Mas aquella mujer varonil, que pudo estorbar una batalla poniéndose en medio de los combatientes, no logró la satisfacción de terminar también la guerra. La fácil condescendencia que halló en sus primos y en su esposo no la pudo conseguir de su hermano. Los mansos por indolencia son inexorables cuando se llegan a embravecer, y tal era el rey de Castilla. Honor y fortuna suya fue entonces que su enojo estuviese escudado con tanta razón, y que el poder que le asistía fuese proporcionado a su enojo. Acababa de rendir la villa de Peñafiel, obligando a encerrarse en su castillo al infante don Pedro y al conde de Castro, que la defendían; y al frente de toda la nobleza castellana, seguido de diez mil caballos y cincuenta mil peones, dilató sus huestes por los campos de Castilla, y se acercó a grandes marchas a la frontera de Aragón, con intento resuelto de dar batalla a sus contrarios donde quiera que los encontrase. Pregonó guerra contra Aragón y Navarra en todas las ciudades y villas de sus reinos, envió a Extremadura al conde de Benavente a secuestrar todas las villas y lugares de don Enrique, así del maestrazgo como suyas, y un rey de armas fue de su parte a desafiar a los dos reyes y a decirles que sentía no le hubiesen esperado para verle, una vez que con este intento habían a su despecho entrado en su reino; que supiesen que el iba a ellos, y les rogaba que se aguardasen donde les encontrase aquel mensaje. Alcanzólos el rey de armas en Ariza y les expresó lo que el Rey su señor les decía: ellos respondieron con atención y con brio, pero no tuvieron por conveniente esperarle, y se retiraron hasta Calatayud.

Entre tanto la reina de Aragón y el cardenal de Fox se le presentaron en Piquera, adonde el ejército castellano hizo un descanso. Él, sabiendo que su hermana venía, salió a encontrarla como una legua del real, la recibió con alegría y ternura, y la mandó poner una rica tienda junto a la suya. Pero todas las demostraciones de aprecio y de cariño que le hizo no alteraron en nada la resolución firme que llevaba de tomar venganza del atrevimiento de los reyes coligados, o de recibir la satisfacción correspondiente a su dignidad ultrajada y a su independencia y soberanía ofendidas. Así, por más súplicas y consideraciones que su hermana le hizo para que aquellos debates cesasen, y quisiese perdonar a su esposo y sus primos, quedando las cosas en el estado que venían antes de la desventurada tentativa, no pudo sacar más respuesta sino de que por su honor le convenía a él entrar en los reinos de ellos, como ellos lo habían hecho en el suyo; y que si en adelante el rey de Aragón se enmendaba y le guardaba los respetos que lo debía, él se los guardaría a él y miraría por su honor, según el deudo que había entre los dos. Ella no se dio por contenta con esta respuesta, y como ya en aquellos días, entrados que fueron los Reyes en Aragón, el Condestable y sus compañeros habían venido a hacer reverencia al Rey, habló con unos y con otros reclamando la intercesión que la habían ofrecido. Mas no adelantando nada tampoco por este camino, les decía afligida bien ásperas palabras, y les echaba la culpa del enojo y dureza del Rey su hermano. Despidióse en fin: el Rey la acompañó como media legua del real, y el Condestable, el Almirante y otros caballeros la siguieron hasta más adelante, mostrando ella a todos, y mucho más al Condestable, el grande sentimiento que llevaba por lo poco que por ella se había hecho.

Fue esta despedida en el real de Belamazán, adonde el Rey se había acampado, siguiendo derecho su camino a la frontera. Allí se dio otra muestra de rigor, que por entonces se atribuyó al genio vindicativo del Rey, que después se imputó al Condestable, y que la posteridad, aún dudosa, no sabe a quién verdaderamente atribuir. Ya se dijo arriba que la tardanza de Íñigo López de Mendoza y la del duque de Arjona en venir al llamamiento del Rey se había hecho muy sospechosa. El primero se le presentó en Santisteban de Gormaz, fue recibido con semblante alegre, y supo disculparse de modo que el Rey perdió toda sospecha, y él prestó el juramento que los demás grandes habían hecho en Palencia y con la misma solemnidad124. El duque de Arjona no fue tan feliz: su venida había sido más lenta, el armamento que traía consigo era numeroso, seguíanle caballeros de mucho estado, y a las cartas que el Rey le enviaba mandando que acelerase la jornada, pues por la detención suya no era entrado ya en Aragón, respondía que su gente no era llegada aún toda, y por eso no iba con la prisa que se le mandaba. Él siguió siempre su marcha, pero despacio: de manera que los unos sospechaban si quería irse a Aragón, los otros que quería dar largas a ver cómo se declaraba la fortuna. En un pariente tan cercano al Rey, tan favorecido por él, y cuya conducta en tal caso era de tanta importancia, el aspecto que presentaba no era franco ni seguro: por ventura no era culpable más que de flojedad y tibieza. Pero, aunque con pretextos diferentes, los caminos le fueron tomados para que no pudiese escaparse a Aragón. Él entre tanto se acercaba al campo del Rey, incierto y dudoso ya de la suerte que le aguardaba. Aconsejábanle algunos de los suyos que exigiese del Rey seguro para presentarse a él, otros lo contradecían, diciéndole que no le convenía tener esta conducta con el Rey, lo cual por otra parte sería en algún modo declararse culpable y poner dudas donde acaso no las había. Llegó en fin, plantó su campo media legua del Rey, y después se vino a él con los caballeros principales de su casa y hasta sesenta hombres de armas. Saliéronle a recibir todos los grandes señores del campo, y él se presentó al Rey, que a la sazón estaba a la puerta de su tienda. Arrodillóse ante él, y comenzó a disculparse de la tardanza (miércoles 20 de julio de 1429). El Rey le interrumpió, y le mandó entrar en la tienda para oírle en ella delante de su consejo. Hízole allí los cargos que resultaban contra él, a los cuales respondió que no había errado en cosa alguna de aquéllas; que en caso de ser culpable no hubiera venido al Rey con tanta seguridad y con tanta voluntad de servirle: suplicóle que mandase saber la verdad, y después de sabida hiciese lo que su voluntad fuese. El Rey le dijo entonces que esto era lo que él quería, pero que entre tanto convenía que fuese detenido. En seguida le mandó meter en la cámara de madera que había en su tienda, y dio el cargo de guardarle a Pedro de Mendoza, señor de Almazán. Los caballeros que con él iban fueron asegurados por el Rey mismo que aquel rigor no se entendía con ellos. El miserable preso fue después llevado al castillo de Peñafiel, en donde al año siguiente falleció, con lástima y compasión de todos aquéllos que le amaban por su afabilidad, generosidad y cortesía. Era primo del Rey, hijo de don Pedro, conde de Trastámara, segundo condestable de Castilla125, y nieto del maestre de Santiago don Fadrique, hermano del rey don Pedro. La crónica del Rey nada expresa de los motivos reales y efectivos de su prisión ni si se le formó causa alguna. El médico Fernán Gómez en su correspondencia da a entender que le pesaba de su muerte, y aún se inclina a creer lo que algunos decían en su favor, «que era la médula de la humanidad y cortesía, e el vero acogimiento de los que le demandaban ayuda.» El Rey se puso luto por su muerte, y le hizo muy honradas exequias en Astudillo, donde se tuvo la noticia de ella. El no haberse hallado el Condestable ni el Almirante en el consejo en que se le prendió, dio a entender a muchos, que ellos eran sabedores del caso, y tal vez sus acusadores, si se atiende bien a la expresión que hay en la Crónica de don Álvaro: «Muchas cosas se fallaron contra este duque porque el Rey había razón de haberle en su ira.» En la pasión del cronista por su héroe, este falto rigoroso contra el preso da gran sospecha de que don Álvaro tuvo parte en su desgracia, y por eso le justifica de aquel modo indirecto. De todos modos, el castigo del duque de Arjona no escarmentó a otros grandes, que siguieron su ejemplo después y fueron harto más venturosos. Pero esto manifiesta las vicisitudes que tenía el poder del Rey, según los consejos o firmes o dudosos que le regían.

Ya empezaba la guerra a arder en las provincias fronterizas de Aragón y de Navarra, excitados los castellanos flor los pregones del Rey a vengar con guerras, talas y estragos en los pueblos limítrofes el agravio hecho al país con aquella invasión insolente. El ejército castellano desde Belamazán pasó a Medinaceli, y de allí a Arcos para efectuar su entrada en Aragón. Pero antes el rey don Juan, consiguiente a lo que había prometido a su hermana, envió embajadores al rey de Aragón a hacerle las mismas proposiciones que antes hizo a la Reina, a saber, que él suspendería su entrada en Aragón y dejaría de hacer en él los males y daños que tan merecidos le tenían, con tal que él dejase de ayudar al rey de Navarra y al infante don Enrique en los debates que tenían en Castilla, pues que aquél, por los estados que aquí tenía, y el otro por ser vasallo suyo, debían estar sujetos a lo que el Rey mandase, sin tener que dar cuenta a nadie de sus procedimientos con ellos, más que a las leyes y a su justicia. Fueron por embajadores don Gutierre Gómez de Toledo, obispo de Palencia, y Pedro de Mendoza, señor de Almazán. Recibió el rey de Aragón estos embajadores en Calatayud: la conferencia fue algo acalorada; y cuando don Alonso les dijo que él no podía ni en la ley de naturaleza, ni en la de equidad, ni en las positivas, faltar a la defensa de sus hermanos y de las personas a quienes fuese obligado por pleitesía y defensión, el Obispo respondió denodadamente que ninguna ley divina ni humana le obligaban a ser juez en el reino de otro ni a amparar a aquéllos que se partían del homenaje del Rey. A lo que el monarca aragonés inmediatamente replicó: «Obispo don Gutierre de Toledo (Centón epistolar, epíst. 25 ), andad a predicar a vuestros parientes, que me demandan que los guarisca.» Prueba clara de que la entrada había sido hecha en la esperanza de que había muchos quejosos que la deseaban, y aun que la habían concertado.

Como los embajadores, aunque despedidos con buenas palabras, no volvieron con la contestación terminante y positiva que el Rey deseaba, la entrada en Aragón se resolvió, y el Condestable fue el encargado de hacer experimentar a aquel país la venganza de Castilla. Con mil y quinientas lanzas entre hombres de armas y jinetes entró seis leguas adentro, talando los campos, quemando los lugares y haciendo huir los hombres delante de sí, que despavoridos se huían a las sierras con su ropa y sus pobres alhajas. Rindiósele el lugar y fortaleza de Monreal, donde puso alcaide por el Rey; destruyó a Cétiva, que fue tomada a fuerza de armas, pero no llegó a tomar la fortaleza por no poder detenerse. Volvióse con esto al Rey, que ya, como despejado el campo, entró al día siguiente con el grueso del ejército en Aragón, poniendo espanto en toda la comarca. Diez mil caballos y sobre cincuenta mil peones que llevaba asombraron a todos los pueblos convecinos, que se veían expuestos a aquella inundación sin defensa y sin abrigo. Todos ellos se despoblaron: el rey de Castilla llegó a Ariza, que fue combatida y medio quemada; y esperó a ver si los reyes de Navarra y de Aragón, que en aquel punto habían recibido su cartel de desafío, querían venir a encontrarse con él. Ellos se estuvieron en Calatayud sin moverse; y el campo castellano, vengado así, y satisfecho al parecer el honor de la nación, no habiendo enemigos con quien combatir, se volvió para atrás a hacer nuevos y mejores preparativos de guerra y ataque para la siguiente campaña.

Ofrecióse el Condestable a quedar por capitán en aquella frontera, y a guardarla con los caballeros y escuderos de su casa. El Rey no venía en ello, así por contemplación a ser aquella gente la que más había trabajado hasta entonces, como por necesitar de su persona a su lado para su asistencia y consejo. Y aunque el Condestable porfiaba por quedar allí, alegando que mientras más trabajo hubiese, más merced se le hacía en encomendárselo, hubo en fin de ceder a la voluntad del Monarca, que quiso llevarle consigo; quedando por fronteros de Aragón y de Navarra Pedro Velasco, Íñigo López de Mendoza, Fernando Álvarez de Toledo, señor de Valdecorneja, y Alonso Yáñez Fajardo.

El Rey con su ejército tomó el camino de Peñafiel con deseo de rendir el castillo, que antes no pudo tomar por la prisa con que quiso acudir a la frontera. Apenas le bubo tomado, cuando le vinieron nuevas de los males y estragos que los infantes de Aragón don Enrique y don Pedro hacían en la tierra de Extremadura. El primero cuando sus hermanos los reyes se salieron de Castilla los acompañó hasta Huerta, allí se despidió de ellos, y se vino a Uclés, donde estaba la infanta su mujer. De Uclés pasó a Ocaña; mas no creyendo aquella villa bastante fuerte para hacerla centro y base de las correrías con que pensaba infestar la provincia, llevó la Infanta al castillo de Segura, y dejando con ella una buena guarnición que la defendiese, él se vino para Trujillo. Allí le fue a encontrar su hermano el infante don Pedro, a quien la gloriosa muerte que después recibió en el sitio de Nápoles no puede lavar la nota que justamente ponen en su nombre sus hechos en Castilla. A pesar de sus juramentos y promesas, había resistido al rey don Juan en el cerco de Peñafiel, después en Medina del Campo había tomado sin pagarlas muchas mercaderías de valor a los traficantes extranjeros; y por último se había venido por Portugal a reunirse con su hermano en Extremadura, y a ayudarle en sus robos y saqueos. Porque tales eran los medios con que estos dos príncipes querían corroborar sus reclamaciones al gobierno exclusivo del Estado. El conde de Benavente, enviado por el Rey para secuestrar los pueblos y fortalezas del infante don Enrique y asegurar el país, no tenía fuerzas suficientes para resistir a los dos hermanos, y pedía a gritos ayuda, pintando y aun quizá exagerando el estrago. El Rey, ofendido de tales demasías, quisiera pasar en persona a reprimirlas; mas no era conveniente que se alejase tanto de las fronteras de Aragón y de Navarra, donde el peligro podía ser más inminente y las necesidades mayores. Ninguno de los grandes se presentaba a tomar aquella empresa sobre sí, esquivando comprometerse con aquellos señores tan altos como obstinados y rencorosos. En tal estado el Condestable presentó al Rey y le pidió la capitanía de Extremadura. Sabido es, señor, le dijo al pedirla, por qué los caballeros de vuestra corte se excusan de hacer esta jornada contra los infantes: los unos porque los aman, los otros porque los temen; yo no amo ni temo sino a vos.» El Rey le agradeció mucho su demanda, y se la concedió gustoso, teniéndosela en mucho servicio. Las órdenes se dieron al instante para marchar: mandóse a los maestres de Alcántara y Calatrava que pusiesen a su disposición doscientos hombres de armas, a los capitanes de Andalucía que le enviasen cuantos jinetes los pidiese, y a las ciudades y villas las cartas de creencia acostumbradas en iguales casos, y con la mayor amplitud. Él partió de la corte a la provincia126, llevando consigo los caballeros y escuderos de sil casa, toda gente y lucida, y acompañado de diferentes señores, entre los cuales se distinguían por su experiencia y destreza en las armas el adelantado de Cazorla, Alonso Tenorio; don Juan Ramírez de Guzmán, comendador mayor de Calatrava, y el célebre don Pedro Niño, señor de Cigales y después conde de Buelna.

A nadie en realidad correspondía mejor que al Condestable el cargo de la expedición. Él servía de pretexto a aquella discordia civil, y él debía por lo mismo tomarse el mayor cuidado de atajar sus consecuencias, a él tocaba defender lo que el Infante trataba de asolar, él iba a probarse en armas con su personal enemigo, y después de haberle vencido en consejo y en la corte, mostrarle que no le era inferior tampoco en la guerra y en el campo. Lo primero que hizo al entrar en la provincia fue escribir al rey de Portugal que guardase mejor las treguas que tenía asentadas con Castilla, y mandase restituir a sus dueños los ganados robados por los Infantes y acogidos en su reino. Aquel rey contestó tener entendido que los ganados que se reclamaban eran de los Infantes o de vasallos suyos, y que en este supuesto los había dejado abrigar en sus tierras. Marchó en seguida el Condestable a Trujillo, donde los enemigos, no atreviéndose a esperarle, quemaron los arrabales de la villa, y con trescientos hombres de armas y mil peones se fueron a encerrar en Alburquerque, la plaza más fuerte de toda la comarca y que por su proximidad a Portugal podía ser fácilmente socorrida. Los de la villa salieron a recibir al Condestable como a un dios tutelar que venía a defenderlos del robo y saqueo con que los Infantes les amenazaban. Pero si la posesión de la villa o costó dificultad ninguna, la del castillo la presentaba muy grande, así por su fortaleza como por los defensores que en él habían quedado. El título de alcaide le tenía Pedro Alonso de Orellana, un caballero de Trujillo; pero el comandante en realidad era un bachiller llamado Garci Sánchez de Quincoces, criado de la infanta doña Catalina, que con el cargo y título de corregidor había sido dejado allí para mantener la fortaleza por sus señores. Convenía a don Álvaro entregarse de ella por inteligencias, a fin de no perder tiempo para ir a encontrar a los Infantes, que era lo que más anhelaba. Los tratos que para ello tuvo con el alcaide Orellana fueron en vano, aun cuando intentó reforzarlos con el peligro de dos hijos suyos que pudo haber a las manos, a quienes amenazó degollar si el castillo no se le entregaba. El alcaide respondía que esto no estaba en su arbitrio, y que mientras el bachiller Quincoces no se allanase a la entrega, excusado era que él lo ofreciese por su parte. No era esto fácil lograrlo del bachiller: el hombre era robusto y membrudo de cuerpo, tenaz e inflexible en el ánimo, muy pagado de su saber como letrado, leal a sus señores y fiel a su obligación particular, que según la moral que rige en tiempos de partidos, aun entre hombres de bien es siempre preferida a las obligaciones públicas127. Costó al Condestable gran dificultad que saliese a vistas con él; pero el fin convino en ello, con tal que fuese a poca distancia del castillo, en una cuesta que iba a parar a unos derrumbaderos: los dos torreones de la fortaleza, que dominaban la cuesta y registraban el campo a lo largo, le aseguraban de cualquiera celada que contra él se intentase. El Condestable mandó la noche antes que se entrasen en una ermita que estaba en el campo no lejos de la cuesta en que había de ser la conferencia, hasta treinta hombres de armas, sin decirles para qué los ponía allí. Él cabalgó en una mula, que dejó al pié de la cuesta con su alférez Juan de Silva, a quien para lo que pudiese ofrecerse llevó consigo en hábito de mozo de a pié. Llegó a la mitad de la cuesta, donde al mismo punto se presentó el bachiller: los dos iban armados de sólo espada y puñal, que así estaba convenido; y después de hacer Quincoces la debida reverencia al Condestable, comenzaron a tratar del asunto. Duró largo rato la conferencia, alegando el letrado la fe que debía a sus señores, su palabra dada y las leyes de Partida, que él explicaba a su modo: el Condestable, al contrario, le decía que era más obligado que nadie a guardar las leyes, pues tan bien las sabía; le ponía delante los derechos de la preeminencia y prerogativa real, le hacía cargo de los daños y males que se siguiesen por su resistencia, y prometíale en fin mercedes muy grandes de parte del Rey si cedía a lo que era tan de razón.

Terco el uno, obstinado el otro, de las palabras vinieron a las manos, y el Condestable, abrazándose de pronto con aquel alto jayán, y burlando con su maña y destreza los esfuerzos impotentes de su membrudo contrario, se echó cuesta abajo con él. Veíanlos rodar desde el castillo, veíanlos rodar desde la villa; pero cuando los unos acudieron a defender a su alcaide, ya este pobre, estropeado un brazo y atado a la mula del Condestable, estaba entre los hombres de armas, que quitaron a sus contrarios, que ya salían, la esperanza de rescatar el prisionero. Con esto se rindió el castillo, y don Álvaro, poniendo en él un alcaide de su confianza, prosiguió su marcha contra los Infantes. Costóle esta proeza un carrillo que se le deshizo, un pié que se le malparó, y a pesar de cuanto digan sus panegiristas, no poca mancha en su buena fe. Él hizo sin duda alguna prueba de maña y fuerza como atleta; pero faltando al seguro que había dado, no la hizo de honradez y pundonor como caballero.

Seguíase en el orden de reducción el castillo de Montanches; pero el Condestable, dejando el cuidado de bloquearlo a uno de sus caballeros, pasó adelante con su hueste hasta dar vista a Alburquerque, donde estaban los Infantes. Vociferaban ellos que darían batalla a cualquiera que viniese a encontrarlos, como no fuese el Rey en persona, y no estaba en el carácter ni quizá en la posición de don Álvaro dar ocasión a que se dijese que no los buscaba de miedo. Envióles pues un faraute suyo a decirles que ya estaba en el campo y los esperaba a batalla: ellos contestaron con Juan de Ocaña, su prosevante128, que en la villa no tenían gente bastante para pelear de poder a poder; pero que si al Condestable y conde de Benavente contentaba hacer campo con ellos dos solos, prontos estaban, y aguardaban la respuesta «No pudieras traerme nuevas que más gusto me diesen, dijo al prosevante, y le dio en albricias la rica sobreveste que encima de las armas traía; y aceptando el reto por sí y por el Conde, les respondió con Juan de Ocaña que esperaba le dijesen la hora y el sitio en que había de ser el combate; «y porque el infante don Enrique, añadió, es más valiente de persona y de cuerpo que el infante don Pedro, y yo soy el más flaco de la parte de acá, decirle has que le pido por merced que a él plegue que él y yo lo hayamos.»

Los Infantes, que creyeron eludir la batalla con la jactancia del desafío, imaginando que por miedo o por respeto su adversario no le aceptaría, viéndose también engañados en esta parte, dejaron correr el tiempo con varias dificultades, sin embargo de que don Álvaro llegó ya a señalar las armas para el combate y se ofreció a pelear con ellos en la plaza del castillo, para que de este modo los vencedores quedasen dueños de la plaza, y los muertos fuesen arrojados afuera por los adarves. Así nada quedó por su parte para manifestar que en hecho de armas y valentía nada tenía que ceder a los Príncipes que tanto encono mostraban contra su privanza129.

Si ésta fue una lección de valor, también supo darles otras de generosidad y cortesía, propias de las costumbres caballerescas del tiempo. Solía el infante don Pedro, como mozo poco advertido, salir a una de las buitreras del castillo a tirar desde ella a los buitres. Algunos de la hueste del Condestable se determinaron a meterse en la buitrera por la noche, y allí atacar al Infante a tiros de ballesta, y matarle si podían. Dijeron su pensamiento al Condestable antes de ponerle en ejecución, en la creencia de que quien con tanto ahínco deseaba combatir con los Infantes tendría gusto en que de cualquier modo pereciesen. «No permita Dios, contestó él, que en la hueste que yo gobierno se haga una alevosía semejante, y Perezca por ella hijo de tan noble rey como fue el rey don Fernando de Aragón. No penséis en tal cosa, y sabed que si las leyes de caballería permiten tomar venganza de sus enemigos en público rigor de batalla, no así por asechanzas cautelosas, donde la fuerza es salteada y la virtud no puede defender al que la posee.» Con tales razones los despidió, y al punto envió, según se dice, a avisar al Infante que tuviese más recato con su persona130.

Cayó el mismo infante enfermo por aquellos días. Y como no hubiese en Alburquerque disposición, ni facultativo que le pudiese asistir, viose don Enrique en la necesidad de enviar un mensajero al Condestable pidiéndole seguro para tomar un médico de Portugal. El Condestable no sólo dio aquel salvoconducto tan cumplido como pudiera desearse, sino que mandó también al físico Fernán Gómez, que a la sazón se hallaba con él, fuese a asistir al Infante, mientras el médico portugués venía, o por el tiempo que fuese su voluntad. El médico, aunque receloso de ir temiendo el éxito de su comisión la desempeñó sin embargo con discreción y fortuna131. No sólo el infante enfermo cobró salud en sus manos, sino que por su cuerda conducta y oportunas razones estuvo a punto de componer aquellas diferencias. Porque, sensible don Enrique a aquel buen porte del Condestable, cuando Fernán Gómez entró a su presencia no pudo menos de manifestar su agradecimiento, añadiendo que siempre le quiso bien, y como vasallo natural del rey de Aragón su padre, siempre le había agradable amistad; pero que el Condestable le pagaba mal: sin duda le escocia todavía la escapada de Talavera. También hablaron los Infantes con él de los términos en que se hallaban con el Rey, culpando su mala ventura y echando la culpa de todo a malos yentes y vinientes. Él les aseguró de la buena voluntad del Rey, y de las honras y mercedes que les haría si no estuvieran siempre huyendo de su obediencia y respeto. Escribía todas estas cosas al Rey y al Condestable; y al partir de Alburquerque podía lisonjearse de que a lo menos había sido un ministro de salud, y en cuanto estuvo de su parte también de reconciliación y de paz132.

Pero era muy dudoso que estas disposiciones pacíficas de que él se lisonjeaba fuesen sinceras, o a lo menos si lo fueron se desvanecieron bien pronto. El Condestable tenía ya tratado con el alcaide del castillo de Montanches que la fortaleza se rendiría viniendo el Rey en persona a entregarse de ella, y esperaba que lo mismo podría suceder con Alburquerque, cuyos defensores, faltos ya de vituallas, querrían tal vez aprovecharse de la buena disposición en que la corte estaba de recibirlos de paz, y poner al fin un término a aquellos debates interiores. Vino con efecto el Rey, llamado del Condestable, desde Medina del Campo, donde estaba, y el castillo de Montanches se le rindió, según lo pactado. más cuando se acercó con su hueste a la villa de Alburquerque y mandó hacer con toda solemnidad la intimación de que se le abriesen las puertas y los Infantes se viniesen para él (2 de enero de 1430), ofreciendo perdonar a los que estaban con ellos los yerros en que hubiesen incurrido, desde el caso menor hasta el mayor, los Infantes, en vez de aceptar aquel perdón, harto generoso por cierto, levantaron otro pendón real sobre la torre de la villa en que tenían sus estandartes, y empezaron a llover al instante piedras, saetas y aun tiros de pólvora, sobre el pendón del Rey y los que le acompañaban, sin miramiento a su presencia, ni retraerse por respeto alguno de un desacato tan enorme. Repitióse la misma intimación dos días después con el mismo mal suceso, y aun con insultos mayores de modo que no quedó ya al rey de Castilla otro término que usar con aquellos hombres tenaces y temerarios más que la justicia y el rigor. A fin de justificar las medidas severas que iba a tomar, publicó en carta que hizo circular por todos sus reinos, los desacatos cometidos contra él en las murallas de Alburquerque. Aplazó todavía a mayor abundamiento a los Infantes para que en el término de treinta días se presentasen a deducir su derecho ante él, y en el de cuarenta los que estaban con ellos, y se volvió a Medina del Campo con el Condestable y la mayor parte de las fuerzas que allí había, dejando por frontero de los Infantes y el encargo de defender la tierra al maestre de Alcántara don Juan de Sotomayor, y a don Juan Ponce de León, hijo del señor de Marchena.

Llegado el Rey a Medina, llamó allí todos los individuos de su consejo, los grandes del reino y los procuradores de las ciudades y villas, y reunidos en cortes hizo exponer ante ellas todos los excesos y delitos cometidos por los Infantes y los que los seguían, y pidió su parecer de lo que debía hacer contra ellos. Los dictamenes variaban: los unos decían que pues las leyes determinaban las penas a que se hacían acreedores los que tales yerros cometian, fuesen tratados con todo el rigor del derecho, y se hiciesen las declaraciones competentes en su razón. Otros seguían un dictamen más suave: los delitos eran tan feos, que no les parecía bien se mancillase con el oprobio de una sentencia pública a príncipes tan conexionados con el Monarca. Bastaba, según ellos, desheredarlos de las posesiones y estados que en Castilla tenían y aun penarlos en sus personas si pudiesen ser habidos. Los procuradores no quisieron dar su voto en un negocio para el cual decían que tenían que consultar a los pueblos de donde eran enviados. El Rey, en medio de esta diversidad de dictamenes, acordó el desheredamiento; pero se abstuvo de declaraciones odiosas, y aun dilataba la repartición del despojo, que sus cortesanos anhelaban. Por ventura esperaba que los Infantes se redujesen al deber, y excusarse los inconvenientes grandísimos que resultan siempre para las concordias de esta clase de repartimientos. más cuando supo que en aquellos días el infante don Pedro, venido desde Alburquerque por Portugal, había entrado en tierra de Zamora, tomado el castillo de Alba de Liste, y comenzado desde allí a talar y robar la tierra, según su costumbre, entonces, dejando aparte todo respeto, procedió a la repartición deseada, y contentó a sus servidores con los bienes de sus enemigos. Dióse entonces a don Álvaro la administración del maestrazgo de Santiago, y si ya sería molesto y poco interesante nombrar a todos los agraciados, la verdad de la historia y su justicia no permiten que se prescinda de nombrar algunos, para que se vea que no sólo el Condestable sabía sacar partido de esta clase de revueltas, y que los más buenos, los más respetables de los grandes tomaron de muy buena gana cuanto pudieron pescar de aquella redada. Al camarero mayor Pedro de Velasco se dieron las villas de Haro y Villorado, elevándose poco tiempo después la primera a título de conde. Con este motivo se dio al justicia mayor Pedro de Stúñiga la villa de Ledesma; a Iñigo López de Mendoza tocaron unos pueblos de la infanta doña Catalina, que por estar cerca de su villa de Hita le convenían, al adelantado Manrique la villa de Paredes, que era antes del rey de Navarra, al obispo de Palencia don Gutierre Gómez de Toledo la villa de Alba de Tormes, que había sido del mismo; y así a otros muchos de la corte, tanto grandes como doctores. Muchos de estos caballeros habían sido antes parciales de los Infantes, y tal vez algunos se entendían todavía con ellos. No deja de causar admiración ver en la lista de los agraciados a Garci Fernández Manrique, conde de Castañeda, con la villa de Galisteo, que había sido del infante su señor. Pues disculpar la admisión de estas gracias con la necesidad y el peligro a que en las cortes de los reyes expone la repulsa, tampoco es posible en este caso. Semejante excusa podría valer para Afranio y para Séneca en la corte de Nerón, pero el rey don Juan no era un tirano como el de Roma. Aun en aquella misma ocasión un hombre de más baja jerarquía dio a los próceres un ejemplo que pudieran imitar. El relator del consejo del Rey, Fernando Díaz, a quien se agració con quinientos vasallos en las tierras que él señalase de los príncipes desposeídos, se excusó de recibirlos diciendo al Rey «que ni a su honor ni a su hacienda convenía ser heredero del rey de Navarra ni del infante don Enrique»133.

La guerra entre tanto, que no se había realmente hecho más que con palabras y algunas facciones y escaramuzas de poca importancia en las fronteras134, iba a arreciarse por momentos, porque todos los preparativos militares de Castilla estaban hechos y arrimados a la raya. El rey don Juan desde Burgos había hecho llamamiento general de sus capitanes y de los grandes de su reino, para entrar poderosamente en Aragón, y asegurar allí a fuerza de armas su independencia y sus prerogativas, ultrajadas y holladas por las pretensiones de los príncipes sus contrarios. más por la parte del rey de Aragón no había hechos los mismos preparativos ni por ventura el mismo deseo de hacer la guerra. Sus reinos no debían estar bien dispuestos a auxiliarle en una empresa en la cual no se trataba más que de los privados intereses de sus hermanos en Castilla, y de contentar su ambición de mandar ellos solos en los negocios de acá. Él mismo debía conocer el papel desairado que hacía en sostener aquellas pretensiones pueriles; y a la verdad, en todas estas transacciones suyas en España por aquel tiempo se desconoce al príncipe tan amable como discreto, y tan grande como feliz, que después fue el moderador de la Italia, el protector de las letras, el modelo de los reyes y el objeto de las alabanzas de los pueblos y de los ingenios. Su anhelo y sus esperanzas le llamaban a Nápoles, y le era forzoso dar algún corte a este fastidioso debate, en que se había dejado enredar por las pasiones y miras estrechas de sus hermanos.

Al tiempo pues en que ya el rey de Castilla se hallaba en el Burgo de Osma a punto de hacer su entrada en Aragón, llegaron embajadores de aquel rey y del de Navarra: por el primero venían el obispo de Lérida y otros dos caballeros de su reino; por el segundo un fraile menor, que se titulaba arzobispo de Tiro, confesor de la Reina de Navarra; un deán de Tudela y un caballero llamado mosen Pierres de Peralta, mayordomo mayor de aquel rey. dioles el de Castilla audiencia delante de su consejo de Estado, y tomando la palabra el obispo de Lérida, se hizo cargo al principio de las quejas que el rey de Castilla tenía del de Aragón y sus hermanos por su mala correspondencia respecto de las grandes mercedes y favores que de él recibieron. Descargó el Embajador en la manera que pudo a su rey y a los infantes de la nota de ingratitud, y ponderó en razones magníficas los servicios hechos al rey de Castilla por su tutor y tío el infante de Antequera don Fernando, después rey de Aragón; servicios que él decía eran dignos de todas aquellas mercedes y aun de más. Que lejos de haber por parte de Castilla la consecuencia que a ellos se debía, los Infantes sus hijos se veían separados de la gracia y presencia del Monarca, agraviados y desposeídos en gran parte de lo que tenían; el rey de Aragón no admitido a las vistas que tenía propuestas, y la Reina su mujer, hermana del príncipe castellano, desairada y desatendida: todo por culpa de los que cerca del Rey andaban, los cuales le daban estos malos consejos en desdoro de su persona y familia y no menor perjuicio de sus reinos135. Cuando este embajador hubo cesado, el fraile arzobispo su compañero tomó la palabra, y con más atrevimiento que respeto y conveniencia, añadió a las razones dichas que el rey don Fernando si quisiera pudiera haber sido rey de Castilla cuando murió don Enrique III su hermano; dando a entender con esto que los agravios y desaires hechos a sus hijos eran un pago bien poco correspondiente a la entereza y lealtad con que entonces aquel justísimo príncipe se había conducido.

Cesaron en fin; y como el blanco principal a que tiraban en sus palabras era culpar a los consejeros del Rey, y principalmente a don Álvaro, aun cuando no le nombraban, tomó este la palabra, y manifestó con tanta claridad como vehemencia que de las cosas pasadas ni el Rey su señor, ni los que cerca de él estaban, ni mucho menos él, tenían culpa ninguna: recordó los desacatos, desafueros y agitaciones de los Infantes contra la persona del Rey y la tranquilidad de sus estados: ahora mismo ¿no acaba el rey de Aragón de dirigir cartas a muchos de los grandes de Castilla, prometiendo repartirles villas, lugares y vasallos propios del Rey, si querían seguir su opinión? Mostró estas cartas allí en prueba de su verdad, y añadió que por lo que a él tocaba ninguno de cuantos andaban cerca del Rey deseaba más la paz entre los dos monarcas, así por la confianza que merecía a su señor como por la naturaleza que en ambos reinos tenía, y por el linaje de donde procedía, señalado, como era notorio al mundo, por los muchos y eminentes servicios que a unos y a otros reyes tenía hechos, premiados también con tan altas mercedes y honores. Abstúvose, tal vez por consideración, de contestar a la indecorosa inculpación del arzobispo de Tiro; pero el conde de Benavente no quiso que quedase sin respuesta, y después de confirmar cuanto el Condestable había dicho, añadió que se maravillaba mucho de que nadie se atreviese a decir que el infante don Fernando pudiera ser rey de Castilla cuando murió don Enrique III, puesto que aun cuando su lealtad y su virtud le permitieran semejante pensamiento, lo cual no era de presumir, no se lo permitiera jamás la lealtad castellana ni incurriera en tan grande exceso contra su rey y señor. Y por tanto, que lejos de deberle éste la corona al rey de Aragón, como se quería dar a entender, don Fernando era quien debía la suya al rey de Castilla, quien, sin los respetos que le eran debidos, hiciera valer los derechos que tenía al trono aragonés, más fuertes por ventura que los del rey don Fernando. A esto contestó vivamente mosén Perellós que éstos habían sido declarados en justicia por mayores que los de otro cualquier concurrente, y a esta declaración dada por valientes letrados debía la preferencia que obtuvo. Dícese que a estas palabras se siguió el retar a quien otra cosa pensase o dijese. Disimulóse el desacato en obsequio del motivo que le inspiraba: la presencia del Rey contuvo la réplica, y la audiencia se levantó sin pasarse a vías de hecho ni resultar de ella efecto ninguno positivo más que el desabrimiento causado por la disputa.

Así es que el rey de Castilla resolvió marchar adelante para entrar en Aragón. Entonces los embajadores, que según la costumbre de estas legacías, empezaron braveando para aflojar después, trataron en particular con los grandes que componían el consejo del Rey sobre ajuste de treguas, y tanto al fin hicieron y prometieron, que se concertaron en el real de Almajano entre los dos reinos por cinco años, contados desde el día 25 de julio de aquel año (1430). Los artículos principales fueron que desde aquel día cesase toda hostilidad, quedando las cosas en el estado que a la sazón tenían; que se abriese la comunicación y tráfico con los tres reinos, como antes de la guerra; que se nombrasen siete jueces porcada parte, y que éstos decidiesen y determinasen sobretodos los debates que se habían causado, para poder ajustar una paz duradera, y los reyes estuviesen a lo que estos jueces determinasen: los Infantes eran comprendidos en la tregua; no se les haría mal a daño en sus personas ni en sus bienes aunque se mantuviesen en los castillos donde entonces se hallaban; ellos tampoco habían de cometer hostilidad ninguna, so pena de no ser auxiliados en nada por los reyes sus hermanos, ni aun recibidos en sus estados. A cualquiera de las partes contratantes que quebrantase algún capítulo de la tregua se le impondría la multa de dos millones de coronas de oro de Francia para la parte obediente perjudicada; más que no por eso se entendiese quebrantada la totalidad de la tregua ni la concordia hecha para todo aquel tiempo. La muchedumbre de interesados y su voltariedad hizo probablemente poner este artículo para la conservación del ajuste; que a la verdad se guardó bien poco por los Infantes136. Por parte del rey de Castilla otorgaron la tregua el condestable don Álvaro y don Lope de Mendoza, arzobispo de Santiago, y los mismos nombraron los siete diputados castellanos para el arreglo y determinación de las diferencias ocurridas, y señalaron la villa de Ágreda para su residencia durante su comisión, así como la de los aragoneses fue la ciudad de Tarazona.

Con esto el rey de Castilla se volvió al Burgo, y hecho allí el alarde de su gente, les mandó ir a sus casas, aplazándolos para el mes de marzo siguiente, en que pensaba hacer la guerra poderosamente al rey de Granada. Él, después de haber ido a Segovia a ver al Príncipe su hijo, y a Madrigal, donde estaba la Reina, pasó a Salamanca, y allí le hallaron los procuradores de Cortes, que había mandado llamar para consultar con ellos los auxilios con que el reino debía asistirle para la guerra que meditaba. La proposición del Rey fue recibida muy graciosamente por las Cortes: ofrecieron para aquella justa y santa empresa cuanto sus ciudades y villas podían, y acordaron servir al Rey con cuarenta y cinco cuentos, para lo cual se repartieron quince monedas y pedido y medio.

El Condestable, viudo a la sazón de su primera mujer doña Elvira Portocarrero, se casó en segundas nupcias por aquellos días con doña Juana Pimentel, hija del conde de Benavente. Las memorias del tiempo, que no dan idea ventajosa de las prendas personales de doña Elvira, la dan muy lisonjera de la apostura de doña Juana137. Una y otra eran nietas de don Alonso Enríquez, almirante de Castilla. Y como doña Juana de Mendoza, viuda de este señor, falleciese en aquellos días138, la cual había sido una dama muy notable y estimada en su tiempo por las prendas sobresalientes de alma y cuerpo que en ella había, su estrecho parentesco con la novia hizo que las bodas no se festejasen con la gala y magnificencia correspondientes. Celebráronse en Calabazanos, cerca de Palencia, y no hubo más grandeza en ellas que haber sido padrinos el rey y la reina de Castilla.

Mas no bien fueron terminadas las solemnidades de aquel nuevo himeneo, cuando el Condestable, arrancándose a los halagos de su bella desposada, y dando de mano a las intrigas y solicitudes de la corte, quiso ir al instante a Andalucía a probar sus fuerzas con los moros. Pidió licencia al Rey para que mientras se concluían los negocios que debían quedar fenecidos antes de la grande entrada que el Monarca había de hacer, le permitiese ir con la gente de su casa y con las que había en la frontera a hacer una entrada en la tierra enemiga, y como a allanarle el camino para cuando él se presentase con toda la fuerza de Castilla. Diósela el Rey, agradecido a su buen deseo; y él, dispuesta y armada la hueste de su casa, marchó a Córdoba, y allí hizo venir a que se uniesen con él los capitanes de la frontera y toda la gente que tenían. Vinieron ellos, y al frente de tres mil caballos, cinco mil peones, y de la flor de la nobleza de Andalucía, que también quiso seguirle, entró por las tierras de Granada hacia la parte de Illora, quemando y talando cuanto encontró en su camino. Sembrados, plantíos, casas de campo, alquerías, arrabales de pueblos fuertes, lugares también enteros, todo lo arrasaba aquella devastación, sin que los moros saliesen a impedirla ni hiciesen demostración alguna de querer combatir con él, como ansiosamente lo anhelaba. Llegaron sus gastadores y caballos ligeros hasta una legua de Granada, y allí envió un mensaje al Rey convidándole bizarra y caballerosamente al combate139. Sentó después su campo en un cerro, frente de Tajara, y allí estuvo un día esperando la respuesta. El moro se excusó; él se volvió Genil abajo hacia Loja y Archidona, cuyos alrededores taló y estragó también, sin que los moros de aquellos pueblos se les defendiesen sino con ligeras escaramuzas. La falta de provisiones le hizo bajar hasta Antequera, donde pensaba tomar víveres para diez días, y entrar a talar y destruir las tierras de Málaga, como había hecho en las de Granada. Su pensamiento no se le cumplió por la mala voluntad del peonaje que llevaba, el cual, no hallando en Antequera las provisiones que esperaba, comenzaba a desertarse y marchar. «Las viandas vendrán, les decía él, pero esperad algún tanto mientras llegan; que yo comeré yerbas con vosotros si menester es, por el gran servicio que vamos a hacer al Rey y a toda esta tierra. -Nosotros no somos bestias para comer yerbas, respondían los capitanes de aquellos peones, ni estamos tampoco aquí más.» El castigo siguió de pronto a la insolencia, y los más culpables de aquellos capitanes fueron degollados. Pero la necesidad no se remedió por eso con la prontitud que era precisa; y el Condestable, o de despecho o de fatiga, o más bien de todo a un tiempo, cayó gravemente enfermo, de modo que se desesperó de su salud, y los Sacramentos se le administraron. Cobróse de la dolencia a tiempo que no era oportuna la irrupción sobre Málaga, porque el Rey y el grande ejército estaban ya en Córdoba, y él debía ir a reunirse con ellos. Pasó pues con la hueste desde Antequera a Écija, dando así fin a aquella entrada, que un escritor de aquel tiempo, bien práctico en la guerra, llama a boca llena famosa140. Ninguna, con efecto, de las expediciones de esta clase hechas por aquel tiempo se hizo con más orden, con más audacia ni con más daño del enemigo; ninguna pudo dar más confianza en el feliz éxito de la guerra; y el valor castellano pudo y debió considerarla como un anuncio venturoso de victoria.

El Condestable juntó su hueste con la del Rey en el castillo de Alvendín, ocho leguas de Córdoba, y desde allí el ejército castellano, casi por los mismos pasos que había llevado don Álvaro, se precipitó sobra la vega. El intento, según lo resuelto antes en el consejo de guerra tenido en Córdoba, era encontrar al enemigo donde quiera que estuviese, y pelear con él de poder a poder, y seguir después a lo que las consecuencias de la batalla mostrasen conveniente. Teníanse esperanzas de que las divisiones que había entre los moros por causa del mando no les dejarían hacer grande resistencia; y aun se creía que al acercarse a Granada se les pasarían muchos, y con ellos un personaje muy principal, infante de la casa real de Granada, llamado Benalmao, descontento a la sazón con el monarca reinante, y aspirante a la corona. Aun sin estas inteligencias el poder del rey de Castilla era tan superior al de los infieles, que no era posible dejarles de vencer y arrollar. Seguíanle sobre ochenta mil hombres de guerra, y de ellos hasta diez mil caballos, entre hombres de armas y jinetes. Toda la nobleza castellana iba allí ansiosa de combatir y vencer a los ojos de su rey, el cual, si bien indolente y descuidado y nada a propósito para las ocupaciones del gobierno, estaba en la flor de la juventud, era codicioso de gloria, intrépido, o a lo menos sin cuidado alguno en el peligro, y puesto en aquella expedición todo lo que podía dar al instinto de la religión y al de la celebridad. El Condestable reasumió en sí el gobierno de las armas, que por su cargo le correspondía: ordenó las haces, se puso con su hueste en la vanguardia, y mandó ir por descubridores delante mil jinetes suyos, al mando del adelantado Diego de Ribera y del comendador mayor de Calatrava Juan Ramírez de Guzmán. La entrada se hizo en 26 de junio de aquel año (1431), y los daños y estragos que el ejército iba haciendo en la tierra enemiga eran correspondientes a su número y a su rencor141. Nada quedó en pie: ni torre, ni casa, ni árbol, ni alquería; todo lo allanaba aquella plaga devastadora. Tres veces se asentó el real, una en Moclín, otra en Mallerena, y por fin en las faldas de la sierra de Elvira. Antes de sentarle en este punto, los moros salieron ya en crecido número de la ciudad, y empezaron a escaramuzar con los jinetes delanteros castellanos, a los cuales acudió el conde de Haro con su hueste, que estaba acaso más cerca. Los moros se retiraron porque vieron mover todo el ejército hacia ellos, y el real se sentó en el sitio señalado. Y como allí había de ser la base de las operaciones, el Condestable le hizo cercar de un palenque fuerte y bien hecho, y dio las órdenes para que las guardias y la disciplina se hiciesen y observasen con la más exacta puntualidad. Según su cronista él fue quien dio el primer ejemplo de esta exactitud, pues le tocó hacer la guardia la primera noche. A la segunda tocó hacerla al conde de Haro, a Fernán Gómez, señor de Valdecorneja, y a don Gutierre, obispo de Palencia, el cual, con más apariencias de guerrero que de prelado, andaba por aquel campo, ahorrado de faldas y con corazas dobles. Éstos, ganosos de señalarse, se adelantaron más allá del término que les fue señalado, se encontraron con los moros y empezaron a escaramuzar con ellos. más como los enemigos cargasen en demasía, pidieron socorro, que les retardó el Condestable a cuidado, como para castigarles su inoportuna osadía. Al fin fue a ellos con gente bastante a desembarazarlos del mal paso en que se hallaban, y les reprendió bien colérico su desobediencia y la ocasión de rebato que habían dado en el real. «¿Creéis por ventura, les dijo, que yo por mengua de fuerza y de valor dejó la noche pasada de pasar más adelante? Poder de gente y valor me sobran, como veis; pero era necesario no salir de la orden dada, y guardar el lugar en que a cada uno se pone. Y vos, obispo, añadió volviéndose a don Gutierre, que por vuestros muchos años y vuestra dignidad debierais templar y corregir nuestras demasías, vos también os excedéis y desordenáis a los otros.» El Obispo, ruboroso, confesó que habían errado, y prometió que no saldrían de lo que el Rey mandase y de la ordenanza que el Condestable les diese.

Los moros entre tanto no habían estado tan descuidados como parecía, ni la defensa que opusieron a aquel nublado que vino sobre ellos fue desacertada y bárbara, como acaso pudo presumirse. Mandaba entonces allí el rey Mahomad, dicho el Izquierdo, el cual, si por haber sido puesto en el trono, quitado después, vuelto a poner y vuelto a quitar, hace tan triste papel en la historia política de Granada, en aquella ocasión a lo menos no cayó de ánimo, y supo resistir al temporal con esfuerzo y osadía y con prudencia laudable. No pudiendo defender sus campos y alquerías, ni aventurarse al combate lejos de la ciudad, hizo retraer a ella sus gentes de todas partes, los hizo acampar junto a los muros, y la capital les servía a un tiempo de arsenal, de alcázar y de refugio. En los días que mediaron desde el 27 al 30 no cesaron de molestar con alarmas y escaramuzas, así e los trabajadores como a los descubridores que salían algo más lejos. Sentado sin embargo el real castellano de la falda de la sierra, hecho el palenque y ordenadas las tiendas, ellos adelantaron el día 29 sus reales, y los pusieron entre la ciudad y el campo castellano, ocupando las viñas y olivares que había en medio. Su muchedumbre era grande, pues aunque sean difíciles de creer los doscientos mil peones que les dan las memorias del tiempo, para cuatro o cinco mil a que ascienden no más los caballos, la misma exageración prueba la multitud; aunque a la verdad, siendo la mayor parte de gentes inexpertas en la guerra y armadas entonces tumultuariamente para acudir al peligro común, más podía servirles de estorbo que de provecho142. De cualquier modo que esto sea, ellos sentaron sus reales allí, donde no podían ser fácilmente forzados por los cristianos, y todo aquel día y el siguiente se pasó en inútiles escaramuzas, no habiendo podido los nuestros traerlos al llano para quitarles la ventaja que les daba su posición.

Al otro día, que era 1.º de julio de 1431, prosiguieron los castellanos la devastación que hacían en el campo y el trabajo de allanar las acequias y terraplenar los barrancos. Estaba esta facción encargada al maestre de Calatrava don Luis de Guzmán, el cual, aunque vio venir los moros sobre sí, no creyendo que fuesen más en número que otras veces, empezó a pelear con ellos con la esperanza de rechazarlos. Cargaban ellos por momentos de manera que no pudiéndolos ya sufrir, envió a decir al Condestable y al Rey que le ordenasen lo que debía hacer. A la nueva de su peligro el Rey mandó al conde de Niebla don Enrique de Guzmán, al conde de Ledesma y al conde de Castañeda que le fuesen a socorrer: volaron ellos al instante, empezaron a combatir; pero los moros eran más, y les fue necesario enviar por más socorro. El Rey, que no tenía pensado dar la batalla aquel día, mandó al Condestable que fuese allá con la vanguardia y los desembarazase de los enemigos, y los retrajese al real para combatir otro día con más orden y más tiempo. Pero cuando llegó el Condestable ya casi todo el poder de Granada estaba sobre el Maestre y los Condes, y ellos de tal modo enredados y peleando, que sólo pareciendo que huían podían retirarse, con desdoro de Castilla y dando acaso ocasión de confusión y desorden al ejército. Entonces tomó resueltamente su partido, mandó a todos los caballeros del real que cada uno por su parte moviese sus huestes para embestir, y al Rey envió a decir que viniese lo más pronto que pudiese con la gente que estaba con él; que ya tenía en las manos la batalla que tanto deseaba, y que él con la ayuda de Diosle anunciaba la victoria. Esperaba el Rey armado de pies a cabeza a las puertas del palenque lo que resultarla de la ida de don Álvaro, y oído su mensaje, dio al instante la señal de marchar al grueso de su ejército, que ya estaba prevenido y sobre las armas, y salió del real con las bandero tendidas, rodeado de sus grandes y capitanes. Sus nombres se ven en las crónicas del tiempo: allí están, puede decirse, todos los personajes visibles del Estado143, y la igualdad de esfuerzo y de pujanza con que todos acometieron a los enemigos y los arrollaron delante de sí, no dejó distinguirse a nadie en particular, ni las circunstancias o la fortuna favorecieron a ninguno para ello. El Condestable luego que vio que el Rey se movía movió su batalla contra los enemigos y se metió en lo más recio del combate: los demás capitanes hicieron lo mismo cada cual por la parte que les había sido ordenado; y los moros, aunque tantos en número, y rabiosos y soberbios con la ventaja que habían llevado en lo demás del día, no pudieron sufrir el choque de aquella caballería, tan superior en fuerzas y en número a la suya. Diéronse pues a huir con la misma prisa y celeridad con que habían venido a pelear, y al caer de la tarde ya no había en el campo más enemigos que los muertos y los heridos. Los unos huyeron a la ciudad, los otros a las sierras, otros a unas huertas que había no lejos de allí en sitios ásperos y montuosos. Siguieron los cristianos el alcance: el Condestable hasta cerca de Granada, adonde el mayor tropel de moros se fue a refugiar; su hermano el obispo de Osma, don Juan de Cerezuela, con los caballeros que don Álvaro le había dejado para su escolta asaltó y saqueó los reales de los moros puestos en los olivares; otros, en fin, persiguieron a los fugitivos por puntos y direcciones diferentes. La noche puso fin a la matanza. Había en medio del campo plantada una higuera, que acaso pudo salvarse de la devastación general, y de ella tomó nombre esta batalla, en la cual perdieron los moros treinta mil hombres entre muertos y heridos144. En los cristianos fue poco el daño, y no faltó hombre ninguno dé importancia. El Rey, puesto en fuga el enemigo, se volvió al campo, de donde le salieron a recibir en procesión sus capellanes y demás eclesiásticos que allí quedaron, con las cruces altas y entonando el Te Deum. Él al llegar a ellos se apeó del caballo, adoró la cruz, dio gracias a Dios por el suceso, y entre vivas y salutaciones alegres se encaminó a su tienda. Así este monarca, conocido solamente por su negligencia, incapacidad y descuido, pudo aquella noche descansar sobre un laurel que hubiera honrado dignamente las sienes del vencedor del Salado o del conquistador de Sevilla.

El Condestable volvió más tarde de seguir el alcance a los enemigos, y fue recibido por el Rey con las muestras de regocijo y gratitud debidas a las felices disposiciones y al valor con que le había conseguido aquella señalada victoria. Pero estaba escrito en sus destinos que aquél había de ser el único día verdaderamente grande de toda su carrera, pues la gloria adquirida en él era peleando con los enemigos naturales del Estado. El resto de su vida volvió a ser un obstinado y enojoso combate contra la envidia y malicia de sus émulos y rivales, y contra la odiosidad que aun en los ánimos imparciales le granjearon los excesos de orgullo, de soberbia y de venganza a que se abandonó después, agitado siempre en el torbellino de las intrigas de palacio, o enredado en los escándalos de la guerra civil. días tuvo, sí, de orgullo satisfecho, de ambición contenta, de venganza saciada; pero día en que el noble anhelo de señalarse fuese tan favorecido de la fortuna, de acuerdo con la virtud, ninguno en su larga carrera le amaneció como aquél.

Ya después de ganada la batalla, en vez de sacar de ella el ventajoso partido que el temor de los moros y la confianza de los castellanos prometía, el Rey y el ejército a los diez días se pusieron en camino para Córdoba, sin hacer cosa de momento. No era ésta la espectación y los clamores de muchos de aquellos capitanes, que esperaban rendir a Granada con solamente embestirla145, o por lo menos caer sobre Málaga a otra plaza importante que coronase una campaña tan gloriosa. Las razones que se dieron para esta resolución inesperada eran que la estación avanzaba, que el país estaba todo agostado, y que para ponerse sobre Granada eran necesarias muchas provisiones de boca, las cuales les faltaban y eran costosas y difíciles de traerse; siendo para los de esta opinión más conveniente que el Rey volviese a su reino, e hiciese sus preparativos para entrar con más tiempo en campaña al año siguiente y continuar su buena fortuna y sus conquistas. Esto se hizo porque a este parecer se allegó el Condestable. Fue muy válida entonces en el vulgo la opinión de que esta retirada la consiguieron los moros de don Álvaro por una gran suma de oro que le enviaron, oculta en un presente de higos y pasas que le hicieron. El regalo de la fruta se efectuó, pues existe el testimonio de quien de ella comió mas no existe ni entonces hubo el menor indicio del coecho, y sólo es de sentir que el carácter y la opinión del Condestable no le pusiesen a cubierto de tan ignominiosa y vil imputación. La verdad fue que la guerra de intriga que sus enemigos le hacían no había podido cesar ni aun con la guerra extranjera146. Apenas se ganó la batalla cuando hubo sospechas y aun noticias de los conciertos e intentos de algunos grandes para la pérdida de don Álvaro y para poner en nuevas dificultades al Rey. Hablábase de inteligencias particulares de varios de ellos con los reyes de Navarra y de Aragón, y del riesgo que había de que se valiesen de aquella ausencia del rey don Juan para hacer en Castilla una entrada favorable a los intentos de los que deseaban la mudanza de gobierno. La desgracia fue que se encontraban iniciados en estas sospechas los principales caballeros que aconsejaban la continuación de la jornada y el ataque de la capital enemiga, el conde de Haro, el obispo de Palencia, Fernando Álvarez de Toledo su sobrino. Parece que una acusación como ésta no debía hallar cabida en el crédito del Rey ni en el de su privado. Pero los oídos de los príncipes y de sus ministros son fáciles a oír el mal, y sus pechos muy tiernos a las sospechas. Con aquel recelo no era prudente seguir en la campaña comenzada: el ejército se volvió a Córdoba, y los temores siguieron tomando cuerpo bastante, pues a principios del año siguiente aquellos señores fueron presos, como se dirá después.

Pero si las consecuencias inmediatas de la batalla de la Higuera no fueron correspondientes al atuendo y aparato con que el Rey hizo su expedición, no por eso debe absolutamente calificarse de estéril. El príncipe Benalmao, que con alguna gente de su parcialidad se había pasado al real castellano, quedó encargado a los dos capitanes fronteros, don Luis de Guzmán, maestre de Calatrava, y adelantado Diego de Rivera, a quienes se dejaron fuerzas suficientes, para proseguir la guerra con ventaja. Tanto hicieron ellos con sus armas y con sus inteligencias, que Septenil, Illora, Ronda, Archidona, y al fin Loja, rindieron su obediencia a Benalmao. Por último, también Granada tuvo que ceder, y Mahomad con la gente de su parcialidad salió de su corte y hubo de dejar el trono a su rival, que sentado en él, se reconoció vasallo y feudatario del rey de Castilla, y ajustó todas las relaciones de estado a estado a gusto y voluntad de los cristianos, que le habían subido a tanta altura. Esta situación de cosas duró poco tiempo, porque habiendo fallecido Benalmao pocos meses después, Mahomad, que se había refugiado a Málaga, que siempre se le mantuvo fiel, tuvo forma de volver a entronizarse en Granada, y la guerra se continuó con diferentes sucesos en la frontera, hasta que las inquietudes y estrecheces del rey de Castilla pudieron hacer que se le concediesen unas treguas que había estado siempre deseando.

Mas la elevación de Benalmao no sucedió hasta principios del año de 432: entre tanto el rey de Castilla, después de celebrar su triunfo en Córdoba y Toledo, y de asistir en Escalona a los regocijos y fiestas magníficas que le tuvo don Álvaro, partió a Medina del Campo, para donde tenía convocados los procuradores del reino. Las Cortes allí, deseosas de contribuir por su parte el grande anhelo de su príncipe por la continuación de la guerra, le otorgaron cuarenta y cinco cuentos de maravedises para la campaña siguiente; y a fin de que no se gastasen en otros objetos, acordaron que este subsidio se pusiese en dos personas de su confianza que le tuviesen en su poder, y no le fuesen dando sino a las atenciones a que se destinaba. Pero en los sucesos que sobrevinieron después el subsidio pudo aparecer superfluo y la precaución por demás. La mudanza que tuvieron las cosas en Granada con la expulsión de Mahomad hacía ya inútiles los preparativos de guerra, al paso que las inquietudes, los disgustos y las sospechas que volvieron a brotar con mayor fuerza en la corte de Castilla fueron una distracción funesta de aquel objeto esencial, al que según la opinión pública debían dirigirse exclusivamente todas las fuerzas activas del Estado. más ya el objeto primero en interés y ocupación era la adquisición del poder: don Álvaro no era hombre de dejárselo arrancar, sus adversarios no se le querían consentir; y la serie de intrigas, animosidades y partidos, que rompiendo al cabo en una guerra civil, se terminaron por la catástrofe del Condestable, llena los últimos veinte años de un reinado que, a emplearse bien las fuerzas y lozanía que entonces tenía Castilla, fuera la época de sus triunfos más gloriosos.

Diose la señal a estos desabrimientos en Zamora, donde se ordenó la prisión del obispo de Palencia don Gutierre de Toledo, de su sobrino Fernando Álvarez, señor de Valdecorneja; del conde de Haro don Pedro de Velasco, y del señor de Batres Fernán Pérez de Guzmán, el célebre cronista, primo también del Obispo.

Acusados de inteligencias secretas con los reyes de Aragón y Navarra, duraba desde el anterior estío la prevención o la intriga contra estos señores, y en vez de desvanecerse con el tiempo, fue tomando cuerpo bastante para dar aquel estallido. Era extraño por cierto y difícil de creer que aquellos caballeros manchasen su carácter, su nobleza y sus servicios con semejante indignidad. El Conde era un varón señalado en aquel tiempo como espejo de honradez, integridad y bondad, de donde le vino el bello dictado del buen conde de Haro. El Obispo, aunque afectaba más las costumbres y modales de caballero o de militar que de eclesiástico, en ninguna de sus acciones dio antes ni después motivo a dudar de su franqueza pundonor y lealtad al servicio del Rey y del Estado. Su sobrino había siempre servido en las banderas del Condestable, y se hallaba en el mismo caso, sin haber tenido ni unos ni otros motivos de separarse del deber, o por lo menos de aquel partido en que eran considerados los primeros para la estimación y para el consejo. Debió pues escandalizar a la corte el rigor que con ellos se usó, y más cuando se oyó al Rey, reconvenido por el obispo de Zamora sobre que don Gutierre había sido preso por seglares, responder irritado «que a todo obispo que fuese revolvedor en sus reinos le faría emprisionar la persona, e doblar y limpiar su hábito para lo enviar al Santo Padre». Alcanzaba también la acusación o la sospecha a Bigo López de Mentinza, que se hallaba entonces en Guadalajara, y luego que supo las prisiones ejecutadas en sus amigos no quiso que la malicia de sus acusadores le encontrase desprevenido, ni fiar su seguridad a su justicia o a su merced. Fuese pues a su castillo de Hita, uno de los más fuertes del reino, y empezólo a abastecer a toda priesa de viandas y municiones, encerrándose en él con más gente de la que solía. Parecieron de mala sonada en la corte estos preparativos hostiles, y el Rey le escribió su disgusto, asegurándole que no tenía motivo de recelar por su persona. Él se excusó atribuyendo sus medidas a otros motivos, pero no desamparó su guarida hasta que la tormenta contra el Obispo se fue serenando, como sucedió poco después147.

A lo menos en aquella ocasión no se puede acusar al privado de Juan a de rencor y de mala fe. El Rey manifestó a los grandes de su consejo y procuradores del reino las causas que tuvo para prender a estos caballeros. Ellos tuvieron en su arresto todos los alivios y miramientos que se debían a su clase y a sus méritos anteriores. El camino y los medios para su defensa y reposición les fueron generosa o justamente abiertos; y antes de cumplirse el año de su desgracia ya pudieron deshacer de tal modo las nieblas opuestas contra su concepto y confianza, que no sólo se les volvió la libertad, sino que fueron recibidos a brazos abiertos en la corte, agasajados por el Rey y por el Condestable, y ganada su confianza en términos que Fernando Álvarez fue enviado de frontero a las tierras de Granada, y el Obispo y el Conde restituidos a sus puestos y honores de palacio como primero.

Por el mismo tiempo fue destituido el maestre de Alcántara don Juan de Sotomayor, procesado el conde de Castro, y hecho prisionero el infante don Pedro, por un conjunto de circunstancias y acontecimientos casuales, que parecen más propios de novela que de historia. No hay para qué detenerse en referirlos por menor, pues en ellos el Condestable no aparece intervenir directamente. El de más importancia es la prisión del Infante: para conseguir su libertad tuvo su hermano don Enrique que entregar al rey de Castilla a Alburquerque y todas las fortalezas que tenía en el reino. Con esto concluyó la guerra de Extremadura (a fines de 1432), que duraba cerca de tres años con gravísimo perjuicio del país, y sin provecho ni honor ninguno de los que la promovían. Poco tiempo después fueron llamados los Infantes por el rey de Aragón para asistirle en la guerra de Nápoles: ellos partieron y su ausencia fue un suceso de bendición para Castilla, que se vio libre así por algún tiempo de su perniciosa influencia.

Mas de cuatro años mediaron entre la terminación de estos bullicios y los que se suscitaron después; y éste puede decirse que fue el período más tranquilo y más feliz del reinado de don Juan II. Las paces ajustadas el año anterior con Portugal, las treguas que se mantenían con Aragón, los moros ya poco temibles, humillados y enfrenados siempre por los capitanes de la frontera; los grandes quietos y obedientes, los pueblos seguros y sosegados, daban lugar a que los nobles castellanos se entregasen al gusto de las fiestas y diversiones del tiempo. Justas y torneos, empresas y pruebas de valor y destreza en armas, banquetes, saraos, contiendas de versos, y también de amores, llenaban apaciblemente los días de aquellos ricoshombres, entonces al parecer tan acordes, y después tan contrarios y enconados entre sí. Don Álvaro, a la sazón en lo más alto de su privanza, usaba de su poder sin contraposición y sin rivales, y era el que más frecuentemente se señalaba en aquella clase de funciones. Al nacimiento de su hijo don Juan se redoblaron estas demostraciones de magnificencia, y más con la satisfacción de haber sido el Rey y la Reina padrinos del recién nacido, manifestándose el gusto de los Príncipes en el regalo que hicieron a la parida, el Rey de un rubí, la Reina de un diamante, que cada uno valía mil doblas de oro. Es lástima que el Condestable diese en aquellos años tanta rienda a la ambición desmesurada, y aun a la codicia, que en él no se oponía a la magnificencia, y de que le acusaban sus rivales con mengua de su carácter y desdoro de su dignidad. Entre las adquisiciones que le granjearon más odio fue la del castillo de Montalbán. que era de la Reina, heredado de su madre la reina viuda de Aragón, y por lo mismo lo tenía en mucho precio. Ansiábalo don Álvaro, así por la oportunidad de su situación con otras fortalezas y lugares suyos, como por haber sido el teatro de sus primeros servicios en obsequio del Rey y de su autoridad. Don Juan, que nada sabía negarle, tanto hizo con su esposa, que al fin logró se le diese al privado; y las tercias de Arévalo, que se la concedieron en indemnización, no pudieron quitarle el desabrimiento de quedarse sin aquella alhaja. Mostró ella bien su disgusto cuando al leerle la escritura, en que el secretario Simon de León, que la había extendido, repetía tantas veces la frase de que «hacía la donación de su grado, dijo con tanta agudeza como malicia, que no se acordaba haberse confesado tan cumplidamente con Simon de León148».

Y no eran estas adquisiciones personales, ni la muchedumbre de cargos y empleos que sobre sí tenía, las que solas le hacían odioso en aquel teatro de envidia y de interés: ayudaba a ello también la exclusiva preferencia que tenían sus parientes, sus criados y sus adictos a las gracias y honores del Estado. El más indiferente y hasta el más desinteresado debía mirar, no sólo con extrañeza, sino también con escándalo, a un hombre sin virtud, sin letras, sin servicios, como don Juan de Cerezuela, hecho en pocos años obispo de Osma, después arzobispo de Sevilla, y al fin de Toledo, sin otros méritos que ser hermano de madre del Condestable. La promoción última fue la que debió causar mayor sentimiento: mediaban dos canónigos respetables, entre quienes estaban divididas las opiniones de los electores; uno el arcediano de Toledo don Vasco Ramírez, y el otro el deán de la misma iglesia don Ruy García de Villaquirán: la interposición de la corte dirimió la competencia, y el elegido fue Cerezuela (1434)149.

Añadir más pormenores de esta clase, sería envilecer la historia. Es fuerza sin embargo no omitir que cuando la plaza de ayo del Príncipe vacó por muerte de Pedro Fernández de Córdoba (1435), el Condestable la deseó y obtuvo para sí; y como sus obligaciones de corte no le dejaban lugar para cumplir con esta nueva atención, la encargó a un caballero que llamaban Pedro Manuel Lando, y ordenó que siempre estuviesen cerca del Príncipe como en guarda suya, su hermano el arzobispo de Toledo y el mayordomo mayor de palacio Ruy Díaz de Mendoza, también allegado a él por su padre Juan Hurtado. Tenía entonces el Príncipe diez años, edad a propósito todavía para la enseñanza y para la dirección, si de ello verdaderamente se tratara. Pero jamás hubo educación más mala, o por mejor decir, más abandonada que la del malhadado Enrique IV. Entregado para la instrucción a un fraile ignorante que nada le podía enseñar, abandonado a la compañía y sugestiones de mozuelos viciosos e intrigantes, que estragaron y aniquilaron su fuerza física con deleites ilícitos y viles, y corrompieron su alma con los vicios de la ligereza, ingratitud y falta de vergüenza, jamás en príncipe alguno la degeneración moral llegó a un grado tan bajo como en él: hijo irreverente y revoltoso, mal padre, dado caso que lo fuese; mal marido, mal hermano, y un rey a todas luces odioso y despreciable. Y no porque yo lo suponga de un carácter tan perverso como le atribuye la historia; pero un cuerpo enfermo, un alma torpe y débil, una mala educación, la falta de capacidad, el ningún saber, y un total abandono a consejos interesados, pérfidos y siniestros, deben llevar a un príncipe a tantos errores y a desgracias iguales o más grandes que las suyas. Él fue al fin la víctima miserable de sus enormes defectos; pero su funesto influjo cayó primeramente sobre el Condestable, y del mal que de esta parte le vino no hay porqué compadecerle, pues él se lo granjeó por sí mismo, queriéndose encargar de una educación que ni pudo ni supo ni quiso desempeñar.

Acercábase ya el término de las treguas concertadas con los reyes de Navarra y de Aragón. Ellos por la misma época (5 de agosto de 1435) vencidos en la batalla naval de Ponza por los genoveses y prisioneros de guerra, teniendo que hacer frente a su adversa fortuna y a los grandes negocios que tenían sobre si en Italia, no podían atender a la guerra de Castilla si su rey quería renovarla cuando feneciese la tregua. Pero Juan II y su consejo, lejos de abusar de aquella situación deplorable, tuvieron el porte generoso que correspondía a la dignidad de su poder y a los vínculos de sangre que le unjan con los príncipes desgraciados. Y no sólo se concedió a la reina de Aragón, que vino consternada a verse con su hermano, la prolongación de las treguas que pedía, sino que recibida con el mayor agasajo y cordialidad y tratada con toda magnificencia y respeto, salió de Castilla con la esperanza de ver convertidas muy pronto aquellas treguas en paces. Verificóse así el año siguiente, y ajustóse la concordia entre los tres reinos con condiciones tan ventajosas para los reyes de Aragón y Navarra, que el tratado no se resiente en parte alguna de las dificultades y apuros en que a la sazón se hallaban. La principal condición fue el casamiento del príncipe de Asturias don Enrique con la infanta doña Blanca, hija de los reyes de Navarra, dándosele en arras diferentes villas de Castilla y el marquesado de Villena: no se hizo novedad en la administración del maestrazgo, bien que se dio alguna indemnización al infante don Enrique y a su mujer por lo que perdían en el reino. Concertóse que ni los Reyes ni los Infantes habían de entrar en Castilla sin consentimiento del Rey; y por último, se concedió perdón general a todos los caballeros que se habían ido con el rey de Navarra y con el Infante. Fueron exceptuados de esta indulgencia don Juan de Sotomayor y el conde de Castro; pero este último, aunque procesado antes y condenado por su desobediencia a perder cuanto tenía, fue probablemente indultado a ruegos de su protector el rey de Navarra, pues no mucho tiempo después del ajuste de la paz, se le ve en la corte de Castilla acompañando al Rey entre los demás grandes. Error grande fue en don Álvaro, o necesidad muy fuerte, dejar venir cerca de sí a un enemigo tan implacable, y hombre cuyo carácter y tesón no podían menos de contribuir en gran parte a los disgustos y turbulencias, que se renovaron después con más confusión y encono que jamás.

Porque no bien se habían ajustado las paces y celebrádose el desposorio del Príncipe, en que don Álvaro se señaló con su bizarría y magnificencia acostumbrada, cuando la serenidad que estos sucesos anunciaban se alteró en Medina del Campo con la prisión repentina de Pedro Manrique (17 de agosto de 1437). Era tenido por inquieto y voluble este adelantado, y por intrigante también. Pero en los once años que habían mediado desde su reconciliación con la corte, en 1426, lejos de dar motivo alguno de queja, había merecido toda la confianza del Rey y del Consejo; y en las dos expediciones de Extremadura y de Granada había quedado al frente del Gobierno para despachar los negocios civiles en ausencia del Monarca. Quizá era más indiscreto que intrigante y que voluble: la orden de su prisión sonaba que era por tratos y hablas contrarias al servicio del Rey, y hasta averiguarse la verdad. Creyóse por lo mismo que no había en el caso más que sospechas poco fundadas de parte del Rey y del privado, y se extrañó mucho que tan de ligero se procediese y con semejante rigor con un hombre que por su dignidad, por sus servicios, por sus conexiones de familia y por todas sus circunstancias era uno de los primeros personajes de Castilla. Sus hijos, hombres ya de grande estado, y su hermano el Almirante, alterados con tan grande novedad, comenzaron a agitarse, a pertrechar fortalezas, mover tratos, buscar alianzas. Vedólas el Rey por edictos, llamó y sosegó al Almirante, prometiéndole que la prisión del Adelantado no sería más que una detención de dos años, permitiéndosele en ella toda clase de alivio, la compañía de su familia, y aun a veces la diversión de la caza. más cuando sus parciales creían que se le iba definitivamente a dar la libertad, fue llevado al castillo de Fuentidueña y guardado allí con mayor estrechez. Entonces todos ellos se pusieron en movimiento y ajustaron sus figas para defenderse de las violencias de la corte, y cuando estos tratos estuvieron suficientemente adelantados Pedro de Manrique se escapó de su prisión con su familia, y acogido en un castillo de su yerno Álvaro de Stúñiga, hijo del conde de Ledesma, se hizo centro y cabeza principal de la confederación.

Allá volaron a juntarse con él todos los señores descontentos: los principales eran el Almirante y el conde de Ledesma, y el grueso de sus gentes se empezó a reunir en Medina de Ríoseco. También el Rey y el Condestable hicieron llamamiento de las suyas, y desde Madrigal, donde les cogió la nueva de la soltura del Adelantado, se vinieron para Roa. La guerra de pluma se empezó, como es de costumbre, antes de venir a la de espadas. A las inculpaciones de la corte sobre su desobediencia contestaron los grandes disidentes con una carta al Rey, firmada del Almirante y del Adelantado, en la cual, bien que con formas sumisas y respetuosas, venían a concluir en que ellos, cumpliendo con las obligaciones que tenían como ricoshombres, y a imitación y ejemplo de lo que habían hecho sus mayores en semejantes casos, le pedían que gobernase sólo con el Príncipe su hijo, pues ya tenía edad para ello; y que separase de sí al Condestable, de quien venían todos los males y daños que el reino experimentaba150. Muchos de aquellos señores, que por razón de sus cargos militares o de conciertos anteriores recibían acostamiento del Condestable, le escribieron al mismo tiempo renunciando a su servicio y despidiéndose de él. Su bando por momentos crecía: Pedro de Quiñones, merino mayor de Asturias, se había apoderado de León, los Stúñigas de Valladolid, y para colmo del mal y aumentar la confusión, ya el rey de Navarra y el infante don Enrique, abandonando las palmas de gloria que les ofrecía la Italia, se presentaban en las fronteras de Castilla a recoger en ella los frutos de la sedición y de la discordia, más sabrosos para ellos.

Cada uno de los dos partidos quiso ganarlos para sí, pero sea que no estuviesen acordes en sus miras, o que considerasen series más provechoso dividirse, el rey de Navarra resolvió juntarse con el de Castilla, y el Infante con los grandes. De este modo, puesto el uno a la cabeza del partido disidente, y el otro en la corte con el carácter de mediador imparcial, les era fácil tener la preponderancia en los tratos que debían seguirse, y no se tomaría resolución ninguna positiva, fuese en bien fuese en mal, sin su participación y conocimiento. Las conferencias continuaron por muchos días y en parajes diferentes, sin lograr hacerse un convenio que tranquilizase el Estado; porque los intereses que había de por medio eran demasiado grandes y complicados para que fácilmente se aviniesen. De estas conferencias la más célebre fue la que se conoce en las memorias del tiempo con el nombre de Seguro de Tordesillas, en que, no bastando la palabra del Monarca para asegurar a los interesados en las vistas de que se trataba, fue necesario que interviniese, revestido de la autoridad suprema y como asegurador principal, un particular caballero, en cuya palabra y fe así el Rey como los grandes de uno y otro bando descansasen. Cupo este insigne honor al buen conde de Haro, que nos ha dejado una relación curiosa de todas las formalidades, negociaciones e incidentes de aquella transacción singular. Pero a pesar de sus esfuerzos generosos151, y a pesar de la aparente cortesanía con que unos y otros se trataron en Tordesillas, nada se adelantó allí para el intento principal; y los días del seguro se emplearon y concluyeron en formalidades superfluas, en efugios, cavilaciones e inconsecuencias, tan odiosas como inesperadas, y tan cansadas de escribirse y de leerse como indignas de guardare en la memoria.

Conservóse el equilibrio entre los dos partidos mientras el rey de Navarra se mantuvo unido al de la corte. Pero esta unión era aparente, y en su ánimo enconado y ambicioso no había menos anhelo de arruinar al Condestable que en el del Infante su hermano. Imaginábase otra vez que expelido don Álvaro de la corte, nadie podría hacerle frente, y a la sombra y con el nombre del Rey dispondría de todo a su antojo. Arrastrado de esta orgullosa esperanza, intentó en Medina del Campo, villa suya propia, en que se hallaba casualmente con el Rey, apoderarse de su persona con tanta perfidia como insolencia y desacato. Pero el Rey llamó en su socorro al conde de Haro, que acudió desde Tordesillas cola hasta mil hombres de guerra, y le salvó de aquella afrenta. Perdido el lance por entonces, trató el rey de Navarra de aplacar su enojo disculpando lo hecho, y puso por intercesor al Conde para que le oyese y permitiese acompañarle. «Acatando, le respondió el Rey, al amor que mostrabais a mi servicio, he venido a vuestra villa y a vuestra casa desarmado y confiado como pudiera venir a la del Rey mi padre. Debiérades pues, en razón de esta buena fe mía, mirar más por vuestra opinión y decoro y no proceder como lo habéis hecho: a hablaros la verdad, el sentimiento que tengo por una conducta tan extraña no es fácil perderlo tan pronto: eso será según os portéis en adelante.» Dicho esto, partió con el conde de Haro a Tordesillas, sin consentirle que fuese en su compañía.

Pero esta tentativa escandalosa, que por su mismo mal éxito debiera favorecer a las miras del Rey y su privado, produjo un efecto contrario, y los señores descontentos, seguros del apoyo del rey de Navarra, insistieron más que nunca en la salida del Condestable. Firmes en su propósito, se negaban a todo partido en los demás puntos de la discordia mientras esto no se arreglase primero, y así se lo dijeron resueltamente a don Álvaro el adelantado Manrique y el conde de Benavente en unas vistas que tuvo con e los. Fue pues preciso al Condestable ceder, y convino en ausentarse de la corte, según se deseaba, pero con condición de que se había de dar la orden conveniente para que fuesen aseguradas su persona, su casa y su dignidad. Diéronsele cuantas seguridades apetecía, hasta con protestas de amistad y de confederación, que constan en los documentos del tiempo, y luego que se concertaron los demás extremos principales de las negociaciones, el Condestable, dejando muy particularmente encomendadas sus cosas al Almirante, se despidió del Rey y salió a cumplir su destierro. (29 de octubre de 1439.)

Este había de durar seis meses, y en ellos no había de escribir al Rey ni tratar cosa alguna en perjuicio del rey de Navarra ni del Infante su hermano, ni de ninguno de los caballeros de su valía. Pero si había sido difícil arrancar a don Álvaro de la corte, lo era mucho más arrancarle del corazón de Juan II, y mientras esto no se hiciese, nada habían conseguido sus émulos. El Almirante al principio cumplió como caballero leal con los encargos del Condestable, y obtuvo fácilmente el primer lugar en la atención del Monarca. Los Príncipes, que en todo querían ser los primeros, envidiosos de su favor y despechados de verse todavía contrariados con las intrigas de don Álvaro, le hicieron retraer de su propósito a fuerza de reconvenciones y de quejas, y él se sometió del todo a su voluntad y a su ascendiente. Mas no por eso se hallaron más adelantados en la privanza y poderío a que exclusivamente anhelaban en el ánimo del Rey. Privaban de preferencia con él don Gutierre de Toledo, ya arzobispo de Sevilla; su sobrino Fernando Álvarez de Toledo, ya conde de Alba; don Lope Barrientos, obispo de Segovia, y Alonso Pérez de Vivero, contador mayor. Eran todos ellos parciales del Condestable, y con todas sus fuerzas procuraban separar al Rey de los Infantes y caballeros que lo seguían. Dábales él fácil oído, como que le inclinaban al rumbo a que él propendía, y sin discreción ni seso se puso a huir de sus primos, de los grandes y de su consejo, a manera de pupilo fugitivo que se arroja a salvarse y escapar de los amagos y rigor de un ayo o de un tutor cruel. De Madrigal, con pretexto de la caza, va al Horcajo, de allí pasa aceleradamente a Cantalapiedra, después a Salamanca, y desde Salamanca a Bonilla; fortificándose en todas partes luego que llegaba, y saliendo de ellas al instante que entendía que los Príncipes sus primo, se movían para seguirle. En esta especie de fuga le acompañaban el Príncipe su hijo y los señores antes mencionados. más como este estado, igualmente violento que absurdo, no pudiese durar mucho tiempo, y al cabo llegase a entender que por aquel camino los escándalos y bullicios iban a comenzar con más furor que primero, desde Bonilla se resolvió a enviar un mensaje al rey de Navarra y al Infante, pidiéndoles salvoconducto para tres parlamentarios que quería enviarles, y asegurándolos que él vendría en todo lo que fuese razón para dar sosiego a sus reinos. Mengua por cierto bien grande, harto más oprobiosa que el seguro de Tordesillas, y que manifiesta que ya don Juan a era más bien un juguete que un monarca.

Dieron ellos el seguro que se les pedía, y él les envió al arzobispo don Gutierre, al doctor Periáñez y a Alonso Pérez de Vivero. Pero mientras estos tratos se hacían, y por si acaso las cosas llegaban a rompimiento, quiso tener por suya a la ciudad de Ávila, y envió para que se apoderasen de ella en su nombre al conde de Alba y Gómez Carrillo de Acuña, su camarero. Los que tenía puestos allí el rey de Navarra, y tenían ocupadas algunas torres con gente de armas, se negaron a la intimación que el conde de Alba les hizo: de modo que sin poder adelantar nada en su encargo, los dos comisionados se volvieron para el Rey. Los príncipes y los grandes, noticiosos de esto, fueron inmediatamente a Ávila, y se hicieron fuertes en ella a toda satisfacción suya. Después con los mismos embajadores que allí les diputó el Rey le escribieron una carta, en que ya no por rodeos ni con los respetos y miramientos que antes, sino con todo el encono y la audacia del espíritu de partido, se desencadenaron contra el gobierno y la persona del Condestable, imputándole los delitos más atroces, y esforzándose a llenar el alma del Monarca de horror y abominación contra su privado. Él, decían, se había apoderado a fuerza de astucia y de malicia de la voluntad del Rey y de v la su autoridad, contra la disposición de las leyes y la voluntad de los pueblos; él los tenía vejados y oprimidos con pechos y derramas injustas, disponía de todos los tesoros del Estado, se aprovechaba de las rentas, y para contentar su codicia había llegado hasta el punto de hacer fabricar falsa moneda en las casas públicas del Rey, de autorizar en algunas ciudades del reino los juegos prohibidos por las leyes, de lucrarse en otros de los oficios que valían intereses, como las corredurías de Sevilla; en fin, de proveer los arzobispados, obispados y dignidades eclesiásticas en sugetos indignos, para que partiesen con él el producto de sus rentas. El tesoro que había allegado con estas artes era inmenso, del cual tenía pasada ya mucha parte a Génova y Venecia para tenerlo allí seguro. En el consejo del Rey no había más voto que el suyo: todos los individuos, ya grandes, ya letrados, eran puestos por su mano; quien se le oponía estaba cierto de ser echado de la corte y perseguido. Para separar a los grandes de la confianza del Rey y que no se pudieran unir contra él, los había tenido siempre divididos entre sí con chismes y con intrigas, envolviéndolos en guerras y querellas continuas, prohibiéndoles toda confederación y alianza, y acriminándolos con falsos pretextos y delaciones. ¿Quién sino él había procurado la muerte del duque de Arjona, la del conde de Luna, la de Fernando Alonso de Robres, muertos los tres en prisiones; los dos primeros para heredarlos, y el segundo en venganza de la sentencia que dio contra él en Valladolid? ¿No había hecho degollar en Burgos al contador Sancho Hernández porque no quiso sentar en sus libros la merced que el Rey le hiciera de las salinas de Atienza? Semejante orgullo y soberbia en un extraño era insufrible, y más cuando se veía que su insolencia y su frenesí llegaban hasta el punto de faltar al respeto a su mismo Rey, el cual debiera acordarse que en su presencia misma tuvo el desacato de matar un escudero y de apalear a un criado suyo sobre los hombros mismos del Monarca, a cuyo sagrado se había refugiado huyendo de su cólera. Esta sujeción tan sin ejemplo, esta degeneración tan fea en un Príncipe tan excelente en discreción y en virtud, no podían menos de ser producidas por mágicas y diabólicas encantaciones, con las cuales tenía atadas todas las potencias corporales e intelectuales del Rey, para que no entendiese ni amase ni hablase sino a antojo y capricho del Condestable. Por lo cual le rogaban, como fieles súbditos y vasallos, que quisiese poner fin a tan enormes excesos y abominaciones, y le pluguiese dar orden para la recuperación de su libertad y de su poder de rey.

Esta insolente invectiva, en la cual por desgracia no dejaba de haber extremos que fuesen ciertos, sobrecogió sin duda al Monarca y le tuvo algún tiempo aturdido; porque ni quiso que se respondiese a ella, como le aconsejaban los parciales de don Álvaro, ni se le vio por muchos días con la serenidad que acostumbraba152; antes bien, callado y pensativo, daba a entender que la cosa tenía para él una importancia a que antes no había dado atención ninguna. más, cualquiera que fuese el efecto que hizo de pronto en su ánimo aquella acusación, no tardó en manifestar que el lugar exclusivo que don Álvaro tenía en su pecho no le había perdido todavía; porque, habiéndose concertado que la corte y los grandes descontentos se reuniesen en Valladolid, donde convocadas cortes generales del reino, se arreglasen en ellas aquellos grandes debates, el Rey no sosegó hasta que por los grandes se dio salvoconducto al Condestable para concurrir a la deliberación con los demás. Y como también en aquellos días hubiese determinado el Rey poner casa al Príncipe su hijo, ya en edad de quince años y próximo a concluir su casamiento con la infanta de Navarra, don Álvaro fue puesto al frente de ella con el título y cargo de mayordomo mayor. Esto no sirvió en nada ni a su grandeza ni a su defensa, y sólo contribuyó a encender más la emulación y la envidia. Por manera que sus adversarios no podían dudar cuán inútiles eran todos sus esfuerzos para arrojarle del lugar exclusivo que tenía con el Rey; ni su unión, al sus intrigas, ni sus calumnias, ni aun los errores mismos y los vicios del Condestable, eran parte para ello. Quedaba sólo el arbitrio de la fuerza y de la violencia, y a ella apelaron; pero era muy dudoso que con todo el poderío que les daba la confederación saliesen con su intento mientras él tuviese en su favor al Rey. Por otra parte, ya sabían por experiencia cuán duro tenía el brazo, cuán indomable el pecho, más temible por ventura en el campo de la guerra que hábil y artero en los laberintos de la intriga: así, después de haber excitado por sí mismos el escándalo y los estragos de la discordia y guerra civil, los males de esta violenta conspiración cayeron en último resultado tristemente sobre sus autores.

Suspendióse algún tanto el curso de las intrigas y de los bullicios con las bodas, que se celebraron (jueves 15 de setiembre de 1440) inmediatamente a este suceso. Juntáronse las dos cortes de Navarra y de Castilla con este motivo, y se abandonaron a la pasión que entonces se tenía por justas, festines y saraos. Parecía que no tenían otro cuidado ni otra ambición que la de señalarse en destreza de armas, en galas y en bizarría. Si el Condestable, separado ya tantos días de la corte y ajeno de cuanto se hacía en ella, tuvo el desabrimiento de no hallarse en aquella solemnidad y regocijos, pudo consolarse fácilmente con no ser testigo de las desgracias ocurridas en ellos, como si la fortuna hubiese tomado por su cuenta el desgraciar unas fiestas donde no se veis su mejor regulador y su actor más sobresaliente. Dos caballeros muertos de dos peligrosos encuentros, y heridos gravemente un sobrino del conde de Castro y el hermano del Almirante, hicieron parecer bien costosos aquellos pasatiempos, que el Rey, condolido de tanto azar siniestro, mandó suspender. Pero y que principalmente acibaró los regocijos de entonces fue la poca satisfacción que prometía aquel malhadado himeneo. El miserable Enrique, que presumía poder mantener el equilibrio entre los dos partidos del Estado, carecía de vigor para cumplir los deberes y saborear las delicias de marido. Su precoz depravación había agotado en él las fuentes de la vida y de la virilidad, y la novia salió del lecho nupcial tan virgen como nació. En medio de aquellas ocurrencias fallecieron el adelantado Pedro Manrique y el conde de Benavente enemigo personal aquél, y este suegro del Condestable, y uno y otro miembros muy principales de la confederación hecha contra él. La muerte del primero dio mucho que hablar a la malignidad, y al instante se dijo que el Adelantado muriera de yerbas que le fueron dadas mientras estuvo preso, y que le tuvieron doliente casi todo el tiempo trascurrido desde que, se escapó del castillo de Fuentidueña. Acusábase al Condestable de esta atrocidad como de tantas otras tan soñadas como ella, y el rumor no sólo corría entre el vulgo, sino entre los cortesanos y entre los hijos del Adelantado. Las cartas del físico del Rey manifiestan a un tiempo cuánto cundía la calumnia y cuánta pena el honrado Fernán Gómez se tomaba para desvanecerlo153. más la falta de estos dos coligados no entibió el ardor de sus compañeros en la empresa a que aspiraban; antes bien, debe creerse que con ella se les quitaron de en medio los estorbos que las gestiones o respetos debidos al conde de Benavente podían oponer a la entera destrucción de su yerno. Luego pues que se terminaron las solemnidades y regocijos de la boda del Príncipe y éste partió a Segovia, ellos tuvieron modo, por medio de su favorito Juan Pacheco, hijo de Alonso Téllez Girón, señor de Belmonte, que entrase formalmente en la confederación y firmase la liga que tenían hecha contra don Álvaro.

Fuertes con esta unión, y seguros también de la Reina, que hacía mucho tiempo estaba de su parte, ya no quisieron guardar más miramientos, y enviaron a desafiar al Condestable como capital enemigo, disipador y destruidor del reino, desatando y dando por nula cualquiera seguridad que le hubiesen dado antes. Hicieron saber esto mismo al Rey por un mensaje, manifestándole que lo hacían porque era notorio que su voluntad seguía siempre sujeta al Condestable, y que se guiaba y gobernaba por sus consejos del mismo modo ausente que presente; y que siendo notorios los males, daños y disipaciones que se habían seguido de la tiránica y dura gobernación de don Álvaro, ellos estaban obligados en conciencia a no dejarlos pasar adelante, e iban a ponerlo por obra. Con semejante declaración era la inevitable el rompimiento; y la guerra civil que había estado amenazando a Castilla desde la prisión del Adelantado, suspensa por más de un año con la salida del Condestable, se encendió al fin de una vez cuando los confederados se desengañaron de que con separarle de la corte no le quitaban su influjo ni su privanza.

Comenzáronla ellos con un poder y una preponderancia que parecía prometerles toda buena fortuna en sus intentos (1441). Su liga se componía de un rey de Navarra, de un infante de Aragón, maestre de Santiago, del almirante de Castilla y de los grandes más poderosos del Estado. Las principales ciudades del reino, ocupadas por ellos, llevaban su voz y su opinión. De León estaba apoderado Pedro de Quiñones, de Segovia Ruy Díaz de Mendoza, de Zamora don Enrique, hermano del Almirante; de Valladolid, Burgos y Plasencia los Stúñigas. A Toledo, cuyo alcázar tenía por el rey Pedro López de Ayala, marchó el infante don Enrique para ocuparla, y púdolo conseguir, por tener de su parte al alcaide. En vano el Rey lo quiso impedir con órdenes que envió al uno para que no entrase, al otro para que no recibiese; en vano voló él mismo acompañado de unos pocos caballeros para anticiparse al Infante y ocuparla ciudad de antemano. Ya don Enrique estaba aposentado en San Lázaro, y despreciando sus mandatos, riéndose de sus amenazas, a la insinuación que se le hizo de que dejase libre la ciudad contestó resueltamente: «El Rey mi señor venga en buen hora, e como quier que ahora estoy aposentado en San Lázaro, su alteza me hallará dentro de la ciudad.» Dada esta respuesta, se entró en Toledo, y añadió al desacato cometido el de prender a tres individuos del consejo del Rey, que le fueron enviados para amonestarle y requerirle. Salió en armas de la ciudad y se presentó a la vista del Rey, que estaba aposentado en San Lázaro, y a modo de insulto le envió a decir con su camarero Lorenzo Dávalos que si su alteza quería entrar en Toledo, que allí estaba muy a su servicio. Y como los que acompañaban al Rey recelasen que orgulloso el Infante con la superioridad de fuerzas que tenía, quisiese llevar su insolencia hasta el último punto y apoderarse de la persona del Monarca, determinaron barrear aquella estancia donde se hallaban, y con la dirección y actividad del conde de Rivadeo, don Rodrigo de Villandrando, el Ayax de aquel tiempo, se hizo un palenque tal, que los treinta caballeros que estaban allí podían defenderse de los doscientos hombres que tenía el Infante, todo el tiempo necesario para que la hueste del Rey que detrás venía pudiese llegar y reforzarlos.

Sucedió esto en el día de la Epifanía154 y con tan malos auspicios comenzó el año 41. El Rey se volvió para Ávila, mal enojado por aquel desacato y proyectando castigos y venganzas. Pero el condestable don Álvaro, que desde el tiempo de su salida de la corte se había mantenido en sus estados, y más principalmente en su villa de Escalona, sin tomar en apariencia parte alguna en los negocios del Gobierno, vio que desañado y amenazado como estaba, el Rey comprometido y resuelto, y todo ya en movimiento, no le era lícito guardar más aquel aspecto de indiferencia y sosiego. De todos los próceres del Estado sólo su hermano el Arzobispo estaba personalmente unido a sus intereses y podía decirse que iba a arrostrar casi solo con aquella confederación poderosa; pero tenía de su parte al Rey, y creía tener también la opinión. Por eso sin duda, y para ponerla más en su favor, pidió al Rey que le enviase algunos de sus consejeros para tratar de los medios de excusar el rompimiento. El Rey le envió casi todos los que tenía entonces consigo, y habiéndose juntado con ellos en el Tiemblo, una aldea cerca de Ávila, él en la conferencia que allí se tuvo fue de opinión que se propusiese a los Infantes estar a las condiciones ajustadas el año anterior en Bonilla por los condes de Haro y Benavente, antes de pasar la corte a Valladolid. Estas condiciones venían a resumirse en que se comprometiese el arreglo definitivo de estos debates en personas imparciales, nombradas a satisfacción de ambas partes, o que se decidiese en cortes generales del reino; y decía don Álvaro que en el caso de negarse los confederados a estas condiciones tan razonables, todos los males y resultas del rompimiento cargarían sobre ellos, y el Rey tendría de su parte a Dios y a la justicia. Hízose así, y se les envió el mensaje en los términos propuestos; pero los grandes, tomando nuevo motivo de queja por la conferencia del Tiemblo, como si fuera una nueva ofensa que les hacían el Rey y su privado, respondieron que no vendrían en partido ninguno «sin que primeramente el Condestable saliese de la corte». Como él a la sazón no estaba en ella, no se acierta qué era lo que querían decir con esta condición, que fue recibida por el Rey como una insolencia, puesto que daban por resuelta la principal cuestión de que se había de tratar y que tantos años hacía estaba en pié. Arrebatado por la ira, no respiraba sino guerra: entonces fue cuando mosén Diego de Valera, uno de los hombres más notables de aquel tiempo por sus letras, por su valor y sus aventuras caballerescas, escribió una carta al Rey persuadiéndole a la paz. Valera estaba a la sazón en servicio del Príncipe, y siempre fue de los más encarnizados adversarios del Condestable. Su carta, no mal concertada en lenguaje y en estilo para la rudeza del tiempo, era en la sustancia un tejido de lugares comunes de moral y de alusiones a la historia sagrada y profana, que ayudaban al propósito del escritor: particularizaba poco en las dificultades de los negocios presentes. Así es que cuando se leyó en el Consejo de orden del Rey, el arzobispo don Gutierre, aunque grande parlador y citador él también en otro tiempo, tuvo la retórica de Valera por una declamación vaga e importuna, y prorumpió con arrogante desenfado: «Digan a mosén Diego que nos envíe gente o dineros; que consejo no nos fallece.»

Rompiéronse pues las hostilidades. Por fortuna la guerra no. se llevó por aquel término de rigor y de violencia que suele usarse en las discordias civiles: faltaba a los unos el poder, a los otros el rencor, y a los más la voluntad; el Condestable especialmente entraba en ella a disgusto, y así no es extraño que se procediese en sus operaciones con tibieza o flojedad, o si se quiere mejor, con una nobleza y cortesía propias de ánimos generosos que contienden por el mando, y no por saciar el encono y la venganza. Una parte de las fuerzas de los confederados salió de Arévalo (febrero 16 de 1441 ) al mando del Almirante, del conde de Benavente, de Pedro de Quiñones y Rodrigo Manrique, comendador de Segura; y se dirigió a los estados del Condestable, situados al lado de allá de los puertos, para llevarlos, según decían, a sangre y fuego, y darle batalla si los esperaba en el campo. Avisáronle del tiempo en que allí llegarían para que estuviese prevenido; y él, aunque manifestó repugnancia de atender a aquella provocación, se dispuso animosamente a recibirlos, llamó a su hermano para que le asistiese con su hueste, y salió de Escalona, marchando a su encuentro por el camino que le pareció que vendrían. Dos días los esperó en él, y pasado el plazo señalado, los dos hermanos se dividieron, recogiéndose el Arzobispo en Illescas y el Condestable en Maqueda. Los coligados quisieron salvar la mengua de su tardanza, enviándole nuevo desafío, y aplazándole para día determinado: él les pidió dos días más para reunir la gente que tenía derramada por sus villas y fortalezas y llamar al Arzobispo, y ofreció estar pronta a la batalla. Ellos no le dieron aquellos dos días: se acercaron a Maqueda «para follarle, según decían, en su presencia su tierra, así como él y su hermano habían follado la tierra de Casarrubios, que era del Almirante». Detuviéronse cuatro días en aquellos contornos, hicieron todo el mal y daño que pudieron en las tierras y lugares indefensos, y contentos con esta satisfacción, acordaron dividirse, yéndose los unos a Casarrubios, y los otros a Toledo con el Infante, que allí estaba.

Dos encuentros hubo después, en que se derramó alguna sangre: uno fue junto a Alcalá, donde Juan de Carrillo, adelantado de Cazorla, que mandaba la gente de armas del Arzobispo, sorprendió a Íñigo López de Mendoza, señor de Hita, y a Gabriel Manrique, comendador mayor de Castilla, que mantenían aquel punto por el partido de los grandes. El Adelantado cayó desde Madrid sobre ellos de improviso, y trabó el combate con tanta ventaja suya, que hizo huir al Comendador, y a pesar del esfuerzo y tesón de Íñigo López, le hizo también dejar el campo, desbaratado y mal herido, quedando muertos ciento cincuenta caballos de unos y otros, y ochenta prisioneros, que se llevaron los vencedores a Madrid. El otro encuentro fue cerca de Escalona, donde ya estaba el Condestable entre alguna gente suya y otra de don Enrique: la de este último fue vencida con pérdida de la mayor parte de sus hombres, de quienes el más sentido fue Lorenzo Dávalos, camarero del Infante, que en aquella refriega hacía sus primeras armas. Herido mortalmente y llevado prisionero a Escalona, falleció de allí a pocos días, a pesar del esmero y cuidado que con él se tuvo. Hízosele por el Condestable un funeral correspondiente a su valor y a su cuna, y después su cadáver fue enviado al Infante su señor, a Toledo, honrosamente acompañado. Estos dos encuentros serían insignificantes sin la relación que tienen con las letras españolas: el de Alcalá es célebre por haber intervenido en él un escritor tan señalado entonces como lo fue el marqués de Santillana; y la muerte de Dávalos, llorada por Juan de Mena en su Laberinto, no dejará olvidar el combate de Escalona mientras viva la poesía castellana, a cuyas manos, aunque tiernas todavía, debió aquel desgraciado joven las flores que adornaron su sepulcro155.

Lo peor es que por más tentativas que el Infante hizo para satisfacerse de estos descalabros, no consiguió otra cosa que nuevos desaires de fortuna, y poner más en claro la superioridad de su enemigo156. Con toda la fuerza que tenía en Toledo salió para Escalona, donde el Condestable le dejó emplear en vano su tiempo y sus bravezas contra los campos y las murallas. De allí volvió su ira contra Maqueda, que se defendió de sus ataques, y donde sacó muchas de sus gentes heridas, sin más desquite que haber quemado algunas casas del arrabal. Al fin el Condestable, reforzado con la hueste de su hermano el Arzobispo, a quien había mandado venir a unirse con él, tomó el campo y la ofensiva, hizo encerrar al Infante en Torrijos, y dispuso sus gentes y sus correrías de modo que llegando hasta Toledo, nadie pudiese entrar ni salir de la ciudad, ni andar por aquellos contornos sin ser puesto en su poder. En tal estrecho el Infante pidió refuerzo de gentes a su hermano el rey de Navarra para contener las demasías de su enemigo. Movieron los confederados todas sus huestes de Arévalo para ir en su socorro, y tuvieron la arrogancia de pasar con las banderas tendidas muy cerca de Ávila, donde estaba el Rey, como en vilipendio de su dignidad, y menospreciando las intimaciones que les tenía hechas para que dejasen las armas.

Uniéronse los dos príncipes hermanos y demás coligados cerca de Toledo, y se dispusieron a caer con todas sus fuerzas sobre su adversario, que no teniéndolas iguales para contrarestarlos, debía considerarse perdido. más sus amigos en la corte hicieron tomar al Rey el saludable partido de atacar al instante las villas y fortalezas que el rey de Navarra y sus parciales tenían en Castilla la Vieja, y de ese modo, o hacerles abandonar la empresa del Condestable, o perder más de lo que allí podrán ganar. Púsose pues en marcha con hasta novecientos caballos, entre hombres de armas y jinetes, y se dirigió a Cantalapiedra, después a Medina, y luego a Olmedo. Todas estas villas le abrieron las puertas, y, la Mota de Medina, una de las fortalezas más señaladas de Castilla, se le rindió por trato. Quisieron contenerle los confederados con un mensaje que le enviaron, pidiéndole que no oyese a los amigos y parciales de don Álvaro en los siniestros consejos que le daban contra ellos, pues en la empresa que habían tomado no miraban a otra cosa que a su libertad, a su honor y a hacerle servicio. Él les contestó echándoles en cara sus desafueros, sus bullicios y el desprecio que habían hecho de su autoridad y de las propuestas de paz que tantas veces les hiciera, y les aseguró que él seguiría recorriendo su reino, procurando el sosiego de él, entrando en las villas que le conviniese, y haciendo justicia157. Ellos en esta respuesta comprendieron su intención, y retrocedieron volando a defender sus estados.

Su pensamiento era dividirse, y cada uno ir con su hueste a encerrarse y defenderse en sus castillos; pero antes acordaron acercarse a Medina, donde estaba el Rey, y ver lo que daban de sí la fuerza, la intriga o las negociaciones. Aposentáronse en la Zarza, una aldea de Olmedo a dos leguas de Medina: su fuerza era de mil y setecientos caballos, superior a la del Rey, que no tenía más que mil y quinientos158. Estaban también a su favor la Reina y el Príncipe, que bajo mano los ayudaban, y que afectando diligencia y cuidado por los males del rompimiento, estando los unos y los otros en armas y tan cerca, enviaron a decir al Rey que no tuviese a mal que ellos interviniesen en estos hechos, para excusar sus malas resultas. El Rey, ofendido de que los confederados le hubiesen ido a buscar allí en aquella actitud hostil, negóse a la mediación que ofrecían la Reina y el Príncipe, y les contestó que él entendía arreglarlos según conviniese a su servicio. A los grandes, que le pidieron los dejase entrar en la villa, respondió que desarmasen su gente, como tantas veces se lo había mandado, y entonces él los recibiría benignamente, los haría aposentar en la villa, les oiría lo que le quisiesen decir, y haría en todo como correspondía a rey verdadero y justiciero; pero que si de otra manera venían, él entendía resistirlos por su persona, no pudiendo sufrir más sus atrevimientos. En medio de estos tratos y conferencias el rey de Navarra volvió a apoderarse de Olmedo por trato con sus vecinos; y la hueste de los confederados, reforzada con doscientos caballos que les había traído Pedro Suárez de Quiñones, se acercó más a Medina, y asentó su real en la dehesa de la villa, como a dos tiros de ballesta de distancia. Las escaramuzas empezaron desde el día siguiente, y parecía que la acción general debía empeñarse de un momento a otro, y que los confederados, siendo más fuertes en número, acabarían por vencer y dar la ley que quisiesen a la corte.

Pero al día siguiente de haber ellos sentado su real sobre Medina (viernes 9 de junio de 1441), el Condestable, acompañado de su hermano y del maestre de Alcántara, y seguido de mil seiscientos caballos, entre hombres de armas y jinetes, se entró a media noche en la villa, sin que los enemigos le estorbasen ni aun le sintiesen. Este oportuno socorro alentó los ánimos de los caballeros que estaban con el Rey, los cuales por la inferioridad de sus fuerzas no podían salir al campo a medirse con sus contrarios. De allí en adelante salieron con más confianza, y las escaramuzas se continuaron con bastante daño de unos y otros, pero sin empeñarse en una acción general. No se sabe a qué atribuir esta especie de detenimiento en el partido del Rey, y por qué no se aprovechó al instante de la mucha ventaja que tenía: error fatal, si es que fue error, y que costó al Condestable todo el fruto de aquella campaña, mantenida por él hasta entonces con tanto acierto y fortuna. Iban pasándose los días: volvióse a hablar de concordia por el Príncipe y por la Reina, acaso con cautela para descuidar los ánimos, y el rey de Navarra aprovechó astutamente el tiempo que sus enemigos perdían. Como Medina era suya, tenía en ella muchos amigos y parciales: él concertó clandestinamente con ellos que le diesen entrada por la noche, y este trato secreto, que duró algunos días, se empezó, se siguió, y tuvo todo el éxito que pudieron desear sus autores.

Con efecto, una noche (28 de junio), en que los encargados de la ronda se descuidaron en hacerla como debían, la muralla fue rota por los de dentro en dos partes diferentes, entrando por la una seiscientos hombres de armas al mando de dos caballeros del rey de Navarra que habían sido medianeros en el trato, y por la otra los dos Infantes y caballeros de su valía con todo el grueso de sus tropas. Al ruido y tumulto que al instante se sintieron en la villa, el Rey, a quien no faltaba intrepidez y serenidad en los peligros, se hizo armar, y montando a caballo, salió de su palacio con un bastón en la mano y desarmada la cabeza: un paje le llevaba detrás la adarga, la lanza y la celada; y mandando a su alférez Juan de Silva que tendiese su bandera, se apostó en la plaza de San Antolín: vinieron al instante a ponerse a su lado el Condestable, el conde de Rivadeo, el conde de Alba, el maestre de Alcántara, y todos los otros grandes, caballeros y prelados que en la corte había. más de la gente de armas se allegaba poca, porque aturdida con aquel rebato inesperado, no osaba salir de sus alojamientos, y apenas se habían reunido con el Rey unos quinientos hombres: cortísima fuerza para contener a los enemigos, que ya se venían acercando. El día iba a parecer, y entonces el Rey tomando su resolución con un desahogo en él bien poco frecuente, dijo al Condestable que entrada la villa y siendo él el principal objeto del encono de los coligados, le convenía salir y ponerse en salvo antes que se apoderasen de todo, una vez que él carecía de fuerzas en aquella ocasión para defenderle. diole este consejo como amigo, y se lo mandó como rey; y don Álvaro, conociendo que no le quedaba otro partido que aquél, se despidió de su señor, y antecogiendo consigo al maestre de Alcántara, al Arzobispo su hermano, y a otros caballeros adictos a su fortuna, rompió por la hueste del Almirante, que se encontró en el camino, y sin ser conocido de ella, se salió por la puerta de Arcifio y tornó el camino de Escalona, adonde llegó sin tropiezo alguno.

El Rey luego que se fue don Álvaro quisiera todavía pelear y abrirse camino por medio de los enemigos, pero vela en los que le rodeaban poco ardor para el combate, y dudaba de lo que haría159. Entonces el arzobispo don Gutierre le dijo: «Señor, enviad por el Almirante. -Id pues a buscarle vos, contestó; y con efecto, el prelado fue adonde estaban los grandes, habló con el Almirante, y volvió con él para el Rey. Besóle el Almirante la mano, y después sucesivamente el conde de Ledesma, el rey de Navarra, el Infante y demás caballeros de su parcialidad se le presentaron y le hicieron reverencia; y acompañándole a su palacio cuando quiso volver a él, tomaron su licencia y se volvieron al real.

Inmediatamente, como a gozar del triunfo y a ponerse al frente del bando vencedor, vinieron a Medina la Reina su mujer, el Príncipe su hijo, y la reina viuda de Portugal doña Leonor, que había también intervenido en aquel negocio y ayudado en cuanto pudo a los Infantes sus hermanos. Hablaron con el Rey, se aposentaron en palacio, y las primeras consecuencias que se vieron de la ventaja adquirida por los grandes disidentes fue mandar el Príncipe y la Reina que saliesen de la corte todos los parciales del Condestable y todos los oficiales de palacio puestos por su mano. A consecuencia de esta orden salieron de Medina el arzobispo de Sevilla, el conde de Alba su sobrino, y el obispo de Segovia don Lope Barrientos, que aunque maestro y buen servidor del Príncipe, se inclinaba más a los intereses de don Álvaro, por entender quizá que eran unos con los del Rey.

En seguida el rey don Juan otorgó su poder cumplido a la Reina su esposa, al Príncipe y al Almirante, a los cuales se agregó también el conde de Alba, con el fin de dar mayor aspecto de seguridad y de justicia a la comisión que se nombraba, para que entre todos viesen y decidiesen los debates que había entre el rey de Navarra, el infante don Enrique y don Álvaro de Luna, haciendo pleito-homenaje de estar por lo que ellos sentenciasen. Ellos aceptaron el poder y compromiso que se les daba; y habido su consejo, y oídos en él los letrados que al efecto el Rey y ellos nombraron, pronunciaron su sentencia (julio 3 de 1441) sobre todos aquellos negocios, cuyos principales artículos fueron los siguientes: Que el Condestable debía estar seis años continuos, contados desde la fecha, en sus villas de San Martín de Valdeiglesias y Riaza, donde más le acomodase, y en caso de haber epidemia en ellas, morar en Castil Colmenar Nuevo mientras durase el contagio; que en estos seis años no había de escribir al Rey ni enviarle mensaje alguno sino sobre hechos particulares suyos, y que la carta o el mensajero había de ser visto y examinado antes por el Príncipe o la Reina; que ni el Rey ni el Condestable, por sí o por otros, durante aquel mismo tiempo habían de mover ni hacer confederación ni liga con persona ninguna de cualquier ley, estado, condición o dignidad que fuese, sobre cosa relativa a los bandos o partidos anteriores; que el Condestable ni su hermano el Arzobispo habían de tener consigo arriba de cincuenta hombres de armas cada uno; que para seguridad de cumplir con estas condiciones el Condestable había de entregar nueve fortalezas de las suyas, que le designaron, para que estuviesen durante el mismo término en poder de personas de la confianza de los jueces compromisarios; que para mayor seguridad debía también entregar a su hijo don Juan, el cual estaría en poder de su tío el conde de Benavente durante el mismo tiempo. Los parciales del Condestable debían salir de la corte dentro de tercero día, quedando el encargo de designarlos al rey de Navarra, Infante y demás cabos principales del bando vencedor. Los demás artículos en lo general decían relación a los negocios particulares de los interesados, en que ninguno se olvidó de lo que le convenía, haciéndose notar el respectivo a la casa del Príncipe, en que dándose por nula la disposición antes hecha por su padre, quedó el Príncipe autorizado para ordenar y disponer los oficios de ella según él entendiese que cumplía más a su servicio. Algunos pocos artículos se dirigían a interés público y general, tales como el desarmamiento de la gente armada, a excepción de seiscientos hombres de armas, que habían de quedar en la corte hasta que el Condestable cumpliese con las seguridades que se le prescribían; la formación del consejo del Rey, en que volvieron al antiguo turno de mudarse de tres en tres meses los que habían de asistir a él; la evacuación de las ciudades, villas y fortalezas de que ésta han apoderados los grandes con motivo de aquellas discordias, igualmente que de los tributos y derechos pertenecientes al Rey; y algún otro artículo de igual naturaleza, aunque de menor importancia.

Esta sentencia fue publicada y acordada a nombre del Rey con una especie de manifiesto, en que, según la costumbre de semejantes escritos, se hizo hablar al Monarca en los términos en que los vencedores quisieron: se echó un velo discreto sobre la sorpresa de Medina, se puso a salvo su dignidad y autoridad real, y también el respeto que ellos como sus vasallos la debían, se dio a todo el asunto el aspecto de una querella particular entre el Condestable y los grandes, terminada por aquella transacción; se trató al Condestable y a sus cosas con alguna especie de circunspección y de respeto; y en fin, se anunció por el Monarca a sus pueblos que los escándalos estaban ya atajados y suprimidos, pacificados los reinos, y todas las cosas seguras en la manera que cumplía al servicio de Dios y del Rey.

Debió sin duda alguna causar esta sentencia muy grande enojo al Condestable, que protestó formalmente contra ella. Estar ausente de la corte por tanto tiempo, entregar sus mejores fortalezas, dar en rehenes su hijo y desarmar sus gentes, era quitar todos los cimientos al edificio de su grandeza, para después al antojo de sus émulos hacerla venir de un soplo al suelo. más al cabo la fortuna se había declarado por ellos en Medina, la voz del Rey, que tenían en su poder, legitimaba cuanto quisiesen hacer en su daño, y por lo mismo la sentencia podía parecer suave. La única cosa de que le privaban era del lado del Rey, de la privanza que tenía con él, de lo cual ellos se ofendían, y en su opinión abusaba. Las cosas entonces no eran iguales entre los dos bandos, y puesto que el uno era vencedor y el otro vencido, fuerza era a éste recibir la ley que le impusiese aquél; y es preciso confesar que no fue tan rigorosa como prometía la animosidad mostrada contra don Álvaro y las odiosas imputaciones con que antes le cargaban160.

Aun aquel rigor con que estaba concebida la sentencia se fue mitigando al instante por respetos al Rey, por gestiones del mismo Condestable, por condescendencia de sus adversarios, que satisfechos y seguros del gran golpe que le dieron, no quisieron llevar las cosas al extremo. Ya en 30 de setiembre del mismo año, por carta original que aún se conserva, se obligaron todos ellos a respetar y defender las personas, cosas y estados del Condestable y de su hermano el Arzobispo, haciendo pleito-homenaje de no ir contra ellos en modo alguno. A consecuencia de este especie de confederación fueron vueltos a la corte y restituidos a sus empleos el doctor Periáñez, Alonso Pérez de Vivero, y otros parciales y antiguos servidores del Condestable. Posteriormente le dispensaron de entregar la fortaleza de Escalona, siendo así que era una de las designadas en la sentencia, y quizá la principal de sus estados. No consta que fuesen entregadas las otras, aun cuando fueron señaladas las personas en cuyo poder habían de estar. Tampoco consta ni es presumible que llegase a dar en rehenes la persona de su hijo, y él prosiguió residiendo, según su costumbre, en Escalona. A estas condescendencias de sus adversarios tuvo él forma de añadir otras seguridades más positivas. El Rey, movido duda por los amigos que tenía en la corte, había revocado y dado por de ningún valor la decisión de los jueces compromisarios, y mandado al Condestable que no guardase ni cumpliese la que se decía sentencia; y como si esto no bastase, había confirmado tres veces en el mismo año aquella declaración de nulidad (1442). Esto sin duda se hizo con toda cautela y a escondidas de los Infantes y de los grandes, pues no se dieron por entendidos de novedad tan perjudicial para ellos. más cuando al año siguiente le vieron ir a Escalona, ser padrino con la Reina de la hija que nació en aquella sazón a don Álvaro, y darle una gran fiesta con aquel motivo, demostración de favor tan pública y solemne debió despertarlos del descuido en que se hallaban, y hacerles recordar la clase de hombre con quien las habían.

Las medidas de precaución que entonces tomaron para asegurar su poderse resintieron de la violencia del rey de Navarra, que estaba al frente de todo, y del descontento del Príncipe, que le servía de instrumento. Vuelta la corte a Castilla la Vieja, y hallándose el Rey en Rámaga, fueron presos a petición del Príncipe Alonso Pérez de Vivero y Fernando Yáñez de Jerez, como culpables de delitos gravísimos en deservicio del Rey y del Estado. Repugnábalo don Juan, pero fue preciso que consintiese en ello, igualmente que en la prisión de uno de sus donceles y un camarero, también odiosos a los que mandaban, por la confianza que el Rey en ellos tenía. Mandóse en seguida salir de palacio y de la corte a todos los oficiales puestos por influjo de don Álvaro y a todos sus parciales. Mudóse toda la servidumbre de la casa real, y fueron puestos en ella sugetos a gusto del Príncipe y del rey de Navarra. El Rey mismo, cuya dignidad había sido siempre respetada y su persona reverenciada, empezó a ser tratado con tal rigor, que nadie podía llegar a hablarle ni escribirle sin consentimiento del rey de Navarra y de su hijo, ni podía moverse a parte alguna sin su licencia. Hacíanle alternativamente la guardia don Enrique, hermano del Almirante, y Ruy Díaz de Mendoza, su mayordomo mayor, y él pudo considerarse, y se consideró de hecho, como prisionero en poder de sus enemigos sin fuerza y sin voluntad. Y añadiendo vilipendio a vilipendio, e insolencia a insolencia, le hicieron escribirá las ciudades y villas de su reino que las prisiones destierros y mudanzas acaecidas en Rámaga (1443) eran hechos por su servicio y muy de su aprobación.

Este manifiesto, lejos de aprovechar a los que le dictaron, produjo un efecto contrario enteramente a su intención. Toda Castilla se escandalizó de la manera indigna con que era tratado su príncipe, que aunque a la verdad flojo y poco capaz de gobierno, no era aborrecido ni despreciado tampoco. A lo menos, decían, cuando el Condestable está a su lado y le aconseja, su autoridad es respetada, sus acciones públicas son de rey, y el mando y el gobierno, aunque totalmente en manos de su privado, son suyos, pues que voluntariamente los cede. Pero ahora ¿qué es sino un pupilo, un cautivo de un rey extraño, de un hijo desconocido o ingrato y de unos grandes turbulentos? Añadíanse a estas tristes y vergonzosas reflexiones la consideración del poder incontrastable que tenía aquella facción ambiciosa, y cuán a su salvo se entregaba a toda la violencia y perfidia de sus atentados. El Rey fue llevado de Rámaga a Madrigal, y de Madrigal a Tordesillas, y siempre con el mismo cuidado y las mismas centinelas. En vano el buen conde de Haro, tal vez requerido secretamente por el Rey161, se puso en movimiento y empezó a tratar con don Pedro de Stúñiga, ya conde de Plasencia, y otros caballeros, de confederarse para ponerle en libertad. El rey de Navarra, más activo y diligente que ellos, sorprendió sus tratos, y parte con las armas, parte con negociación, pudo deshacer aquella liga. El Condestable, más interesado que nadie en contribuir a la libertad de su amigo y de su rey, se veía solo y sin fuerzas para entrar en la empresa. La muerte de su hermano el Arzobispo, sucedida en el año anterior, lo dejaba sin el apoyo único y seguro con que antes solía contar. El sucesor en aquella silla, don Gutierre de Toledo, aunque en lo general había seguido siempre el partido del Rey, debía su última promoción al de Navarra y al Infante, y no era prudente contar entonces con él para ningún proyecto que fuese contra ellos. Las disposiciones tomadas en la corte con los amigos de don Álvaro, y la total opresión del Rey, manifestaba a al Condestable cuál iba a ser su suerte, aunque no tuviese noticia de la confederación solemne hecha en Madrigal entre el Príncipe, los Infantes y los grandes para completar su ruina. Así, su desaliento era grande, y ya se decía que cediendo el campo a sus enemigos y a su mala fortuna, quería salirse del reino y buscar un refugio en Portugal.

Hallábase a la sazón en la corte (1444) el obispo de Ávila don Lope Barrientos, antiguo maestro del Príncipe, hombre de poca nota hasta entonces, y por sus cortas letras mofado alguna vez de los avisados y discretos. Pero aunque de natural tardo y de apariencia ruda, su intención era sana, y no le faltaba destreza para conducir sutilmente una intriga cuando la ocasión lo requería. Agradecido a don Álvaro, a quien debía su elevación, y al rey don Juan, que le apreciaba mucho por su buen seso o integridad, se propuso desenredar el laberinto en que se hallaban las cosas, darla libertad al Rey, restablecer al Condestable, y derribar el partido tan pujante de los Infantes y grandes confederados. Tanteó primero al favorito del Príncipe, Juan Pacheco, y hallándole favorable a sus miras, no les fue difícil a los dos ganar al Príncipe, que se entregó del todo a sus consejos, y abandonó los intereses de la confederación con la misma veleidad que antes había mostrado con los respetos e intereses de su padre. Una buena parte de los grandes, poco satisfechos de la preponderancia exclusiva del rey de Navarra y sus parciales, se mostraban prontos a entrar también en la nueva liga proyectada por el Obispo. Entonces éste avisó al Condestable que tuviese buen ánimo, y le enteró del estado de las cosas, convidándole a que se prestase a cuanto se proyectaba en razón de la mudanza. Dudaba él, no atreviéndose a fiar de la inconstancia del Príncipe ni de las cautelas de su privado; pero al fin, no teniendo otro partido que abrazar para mejorar su fortuna, y vencido de las exhortaciones de Barrientos, dio la mano a lo que se quería, y las negociaciones continuaron.

Lo más difícil era concertar el modo con que el Príncipe y el Rey se entendiesen para el grande hecho que se meditaba. El Obispo dio la traza para ello, y a pesar de la suspicaz vigilancia con que el Rey era observado y guardado, pudieron padre e hijo, en una visita que éste le hizo, darse las seguridades que se creyeron precisas para el caso162. La alegría que se vio en el rostro del Rey después de su conversación con el Príncipe puso en sospecha a los grandes, y el Almirante llegó a preguntar a Barrientos de qué se había tratado en ella. «Burlas no más, contestó, para divertirle y distraerle. -Cuidado, Obispo, con esas burlas, replicó el Almirante: el rey de Navarra tiene de vos grandes sospechas, y si por él fuera ya se os hubiera echado a un pozo. -Mal hacéis en sospechar de mí si estáis seguros del Príncipe; porque yo no he de hacer más que seguirle en lo que quiera y obedecer lo que me mande» (setiembre de 1444).

Estas amenazas, en vez de contener los deseos de don Lope, sólo sirvieron a estimularle a cumplirlos. El Príncipe se fue con él a Segovia, y allí, después de despedir con poco grata respuesta un mensaje que le envió el rey de Navarra recordándole el compromiso en que estaba con su parcialidad, se anunció públicamente como el campeón de la libertad de su padre, y levantó el pendón de la guerra. Acudieron al instante los grandes nuevamente coligados con él, el Condestable, el arzobispo de Toledo, el conde de Alba; y no hallándose entre todos con fuerzas suficientes para arrostrar a sus contrarios, volaron a Burgos a engrosarse con las gentes de los condes de Haro, Plasencia y Castañeda, y de Íñigo López de Mendoza163, todos ganados ya y comprometidos en la misma opinión. Así reforzados, salieron en busca del rey de Navarra, que juntas arrebatadamente sus gentes, vino a encontrarlos cerca de Pampliega, a cinco leguas de Burgos. Un ligero combate que allí hubo, en que los del Príncipe llevaron mucha ventaja, le hizo fácilmente conocer que no era bastante fuerte contra ellos, y sin empeñar acción ninguna de momento, se fue a encerrar con su hueste dentro de Palencia.

A este mal se añadió otro mayor, que fue libertarse el rey de Castilla de la custodia en que le tenía el conde de Castro, y venirse a juntar con sus defensores. Ya con el Monarca al frente y las fuerzas considerables que tenían a su disposición, su causa tenía el aspecto de más solemne y más justa, y el bando de los Infantes no podía sostenerse contra ella ni en opinión ni en poder. Así lo creyeron ellos, pues el rey de Navarra se salió de Castilla y se fue a prevenir más fuerzas para volver a probar fortuna; y el infante don Enrique, después de intentar en vano poner de su parte a Sevilla y la Andalucía, tuvo que encerrarse en Lorca, y abandonar a sus contrarios una gran parte de las villas y lugares de su maestrazgo.

Más aún cuando de resultas de estas primeras operaciones no quedase en toda Castilla una lanza levantada contra el Rey, y los grandes del bando contrario unos se hubiesen expatriado, otros encerrados en sus fortalezas, y todos estuviesen descontentos y abatidos, la actividad del rey de Navarra volvió a restaurar las cosas, y no bien empezó el nuevo año (1445) cuando ya se preparaba a entrar en el reino con fuerzas más frescas y mejores esperanzas. Entró con efecto por Atienza, y tomadas Torija, Alcalá de Henares, Alcalá la Vieja y Santorcaz, y unido allí con su hermano, que vino a juntársele con quinientos caballos, dio la vuelta para Olmedo. Allí se habían de reunir todos los grandes y fuerzas de su parcialidad, y allí había determinado la fortuna que tuviese término la obstinada contienda y se decidiese quién había de mandar en Castilla, si los infantes de Aragón o don Álvaro de Luna.

Vinieron con efecto a Olmedo el Almirante, el conde de Benavente, el merino de Asturias Pedro de Quiñones, y Juan de Tobar, señor de Berlanga. más cuando allá llegaron ya estaba el rey de Castilla acampado a menos de una legua de la villa, en unos molinos que llamaban de los Abades, y en su compañía el Príncipe, el Condestable, el conde de Alba, don Lope de Barrientos, ya obispo de Cuenca164, Íñigo López de Mendoza, y Juan Pacheco, el favorito del Príncipe. Los Infantes, aunque reforzados con la venida de los condes y demás caballeros, todavía dudaron de llevar las cosas a todo rigor de rompimiento, y quisieron negociar. Dióseles fácil oído por la corte, y hubo algunas conferencias en que las condiciones que de una y otra parte se proponían eran bastante moderadas. Mediaba el Obispo en estos tratos, que había prometido tener así en suspenso a los contrarios, para dar tiempo a que llegase la hueste del maestre de Alcántara, que aún faltaba, y los socorros pedidos por consejo del Condestable a Portugal. Siete días pasaron así, hasta que al fin llegó el Maestre al campo del Rey con un refuerzo de mil caballos, y de ellos cuatrocientos hombres de aridas. Entonces las propuestas por parte de la corte empezaron a ser más duras, el tono más agrio y la resolución más entera165. Apercibiéronse los grandes de este engaño, y conocieron que ya no era posible terminar el hecho sin venir a batalla. Enviaron sin embargo un mensaje al Rey, en que con forma exterior de súplica, pero más con el carácter de intimación y requerimiento, le decían que no quisiese dar lugar al perdimiento de sus reinos; que echase de sí y de su corte a don Álvaro, causa principal de todos aquellos males y escándalos y que ellos vendrían a su obediencia y se prestarían gustosos a lo que se determinase para la pacificación del Estado; donde no, protestaban apelar al Santo Padre, y que los robos, muertes y estragos que de aquella discordia se siguiesen cargarían todos sobre el Rey. Él oyó el mensaje, y respondió que lo tomaría en consideración y les contestaría. La contestación era fácil de prever, y los grandes en aquella diligencia tan inútil no atendían a otra cosa que a fascinar los ojos del vulgo, sin esperanza de lograr nada con ella. Ya los tiempos eran otros que los de Valladolid y Castro Nuño, cuando una y otra vez el Rey para evitar la guerra civil había separado de sí a su privado. El abuso que ellos habían hecho de su última victoria les había quitado el crédito y la fuerza, y puesto la razón de parte de su enemigo.

La batalla se dio dos días después de este mensaje (miércoles 19 de mayo de 1445), y el empeño fue casual, no pensando tal vez ni uno ni otro bando en venir a las armas tan pronto. Agradábase mucho el Príncipe de ver escaramuzar a los jinetes, y la mañana de aquel día salió del real con un escuadrón de ellos, se puso en un alto cerro cerca de la villa, como provocando a los de dentro. Salieron otros tantos de Olmedo; pero los del Príncipe advirtieron que algunos hombres de ar. más venían detrás con el intento de apoyarlos: entonces ellos, no creyendo la partida igual, aconsejaron al Príncipe que no debía comprometer su persona en aquel lance, y se retiraron a toda prisa al real, Siguieron los otros el alcance por algún trecho del campo; y el rey de Castilla, mal enojado de que así se atreviesen a faltar al respeto a su hijo, mandó tocar las trompetas y que las haces se armasen para salir a pelear. Iba el Condestable en la vanguardia con ochocientos hombres de armas, a su izquierda el Príncipe con su escuadrón, al cuidado y mando de Juan Pacheco; detrás de ellos el conde de Alba, Íñigo López de Mendoza y el maestre de Alcántara; en fin, el Rey con el cuerpo de reserva, asistido de los condes de Haro y Rivadeo y otros muchos grandes y caballeros. Podrían componer entre todos hasta el número de tres mil hombres de armas, sin los jinetes y el peonaje, que en esta clase de acciones servía poco y no se hacía cuenta de él. Llegó el ejército en esta formación muy cerca de la villa, y se puso a aguardar a que los enemigos saliesen: ellos tardaban, el día iba muy caído, y viendo que no faltaban ya más que dos horas de sol, el Rey tocó a recoger, y envió orden a su hijo y al Condestable para que se retirasen al real. Ya empezaban a volverse cuando de repente las puertas de Olmedo se abren, los escuadrones enemigos se arrojan al campo en formación de batalla, y el combate se hace inevitable. Don Álvaro envió a decir al Rey que era preciso pelear, y que sus tropas volviesen a la posición que antes tenían: hecho esto, dio la señal de acometer, y los dos ejércitos se vinieron el uno contra el otro.

La acción comenzó por los jinetes, que de una y otra parte salieron a escaramuzar, y luego los cuerpos delanteros la empeñaron. Tocó por suerte al Condestable tener al frente a su émulo don Enrique, y al Príncipe al rey de Navarra, su suegro. Las huestes, que inmediatamente los seguían, del maestre de Alcántara y del conde de Alba, se adelantaron también a sostenerlos: de modo que el cuerpo de reserva, en que el Rey estaba, fue el sólo que no entró en acción. El choque fue al principio áspero, dudoso y obstinado; y mientras que duró el día la fortuna estuvo suspensa, como si los jefes con su vista y con su ejemplo animasen a los soldados, y los contuviesen en el deber por el honor y el respeto. más luego que fue faltando la luz, el desaliento y el cansancio pudieron obrar con más disimulo, y muchos empezaron a resfriar y a retraerse de lo espeso de la refriega, los unos a la villa y los otros a la reserva. Fue excesivamente mayor el número de estos fugitivos en los batallones de los Infantes; con lo cual fue forzoso a éstos abandonar el campo y el honor de aquel día a sus contrarios, que más en número, más arriscados y más enteros, los ahuyentaron delante de sí, y los constriñeron a buscar de pronto un asilo en los muros de la villa, y después salir aquella misma noche a escape hacia las fronteras de Aragón.

Tal fue la batalla de Olmedo, nada memorable a la verdad ni por las evoluciones y talentos militares que en ella se desplegaron, ni por la mucha sangre vertida, ni por proezas particulares que allí se hiciesen. Solos treinta y siete hombres quedaron muertos en el campo, y esos ninguno de nota, doscientos se cree que fallecieron después de sus heridas, y el número de prisioneros tampoco fue considerable. La noche, que sobrevino y puso fin al alcance de los fugitivos, contribuyó en gran parte a la cortedad del estrago, pero jamás se vio derrota alguna más completa: todo el ejército enemigo quedó deshecho, sus estandartes derribados y cogidos, la mayor parte de sus principales cabos prisioneros. De este número fueron el Almirante, su hermano don Enrique, el conde de Castro, su hijo don Pedro, y otros tantos caballeros de la primera nobleza. Tuvo esta suerte el merino de Asturias Pedro de Quiñones, pero sin perder la serenidad y artería de su carácter se procuró la libertad, diciendo al escudero que le llevaba: «Señor, yo voy mal herido, y me haréis mucha merced en quitarme esta celada que me mata.» El escudero acudió compasivo a desarmarle, y mientras le tiraba de la celada, le alargó su espada para que se la tuviese: él le dio entonces a su salvo un mandoble con ella en el rostro, y dejándole aturdido, dio de espuelas al caballo y se salvó a toda carrera. También se salvó el Almirante, que pudo ganar al soldado que le llevaba, y en vez de conducirlo al real, le llevó a Torre de Lobatón, que era villa suya, y después a Medina de Ríoseco, en donde se despidió de su familia y se fue huyendo a Navarra.

La refriega fue más dura y más empeñada en donde se combatia a la gente del Infante y del Condestable. La animosidad de los jefes y su notorio valor debieron allí mantener por más tiempo el ardor y el tesón de combatir. Los dos salieron heridos, el Infante en una mano de un puntazo de espada, el Condestable de un encuentro de lanza en un muslo El primero, vencido y fugitivo, mal curado al principio en Olmedo, y peor luego en Calatayud, falleció de allí a pocos días, cayendo así víctima de su inquietud, de su ambición y de su ferocidad; el segundo, sostenido con el ardor del combate y el alborozo de la victoria, se mantuvo peleando mientras duró la acción, a pesar del golpe recibido, y aún siguió más vigorosamente que otro alguno el alcance de los que huían.

Otra circunstancia que contribuye muy principalmente a hacer memorable esta batalla es la moderación con que los vencedores usaron de su fortuna. Llenas tenían las tiendas de prisioneros principales, cogidos con las armas en la mano y combatiendo contra el pendón y persona de su monarca, y por lo mismo notoriamente rebeldes y sujetos a pena capital. Sin embargo, fuera de un García Sánchez de Alvarado, que a la mañana siguiente fue por mandado del Rey llevado a Valladolid y degollado en la plaza, ninguna otra víctima se ve sacrificada después de la victoria166. Sobrados motivos había de encono entre aquellos caballeros, y el Rey, que de suyo era naturalmente cruel y vengativo, en vez de ponerlos estorbo, hubiera abierto camino a sus pasiones. Prevalecieron felizmente la generosidad y bizarría castellana, y contra lo que frecuentemente se observa en las discordias civiles, el trofeo de Olmedo no se ve desairado a lo menos con la comparsa funesta de patíbulos y de justicias.

Vencida así la batalla, y vuelto el Condestable al campo, se reunieron aquella misma noche en su tienda el Rey, el Príncipe y los demás jefes del ejército a deliberar sobre lo que debía hacerse en la coyuntura presente. Bien quisiera el Rey seguir el alcance a los dos príncipes aragoneses, con quienes tenía más rencor; pero había otros que hacían valer el dictamen de que se atendiese antes a asegurar la paz en el interior del reino, y ocupar inmediatamente los estados y fortalezas de los próceres vencidos. El conde de Benavente se había escapado de la batalla tomando el camino de Pedraza, de donde se suponía que se iría a sus tierras y lugares; salíase también la evasión del Almirante y de Pedro de Quiñones, y se representaba con bastante apariencia de razón que si por perseguir a los Infantes se dejaba respirar a estos señores, el partido caído podría volverse a levantar y dar a la corte en qué entender.

Este consejo se tuvo por mejor, y el Rey inmediatamente se puso en movimiento para realizarle, acompañándole el Condestable en andas por causa de su herida. Las villas y fortalezas habrían hecho poca resistencia, y los frutos de la victoria fueran más prontos y decisivos, a no ocurrir entonces la novedad de disgustarse el Príncipe con su padre, y escaparse una siesta del real, que se hallaba puesto sobre Simancas. El Rey, irritado al saber aquella novedad, mandó ir tras él para que le volviesen de grado o de fuerza al campamento; más él caminaba con tal diligencia, que sin que nadie pudiese estorbarlo llegó a Segovia, que era suya, y allí guarecido, ya no tenía recelo de que le impusieran la ley. Éste era un contratiempo bien grande: la separación del Príncipe podía volver a enredar las cosas y poner en contingencia todo el provecho de la ventaja conseguida. Aunque su persona valía poco, su importancia política era mucha, y sabíase por experiencia que el partido a quien él se arrimaba era siempre el que vencía. Ignorábase el motivo de su disgusto y partida, y el Rey para saberlo le envió al obispo Barrientos y al contador Alonso Pérez de Vivero, para que conferenciasen con él y supiesen lo que quería. Después de algunas disculpas y efugios, tan indignos de un príncipe como de la historia, vino en conclusión a decir que él se había disgustado porque no se hizo el caso debido de la recomendación hecha por él del Almirante su tío, el cual le había encomendado sus negocios y prometido entregarle sus fortalezas, y sin embargo se trataba de arruinarle como a los demás de su parcialidad. Esto no era más que un pretexto: la verdadera causa del desabrimiento consistía en que no se trataba de cumplir las promesas que a él y a su favorito Juan Pacheco se hicieron al tiempo de concertar la libertad del Rey en Tordesillas. A él se le había ofrecido la villa de Cáceres y las ciudades de Jaén, Logroño y Ciudad-Rodrigo; a Pacheco las villas de Barcarota, Salvatierra y Salvaleón, lugares de Badajoz a la raya de Portugal; y parecía natural, decían ellos, que en vez de tirar a destruir al Almirante, a quien el Príncipe protegía, se cuidase primero de despojará los otros y de tomar las disposiciones convenientes para que a ellos se les cumpliese lo que se les tenía prometido. Así el Príncipe manifestó las miras interesadas con que había concurrido a la libertad de su padre, y empezó a ponerle en casi tantos disgustos y desaires como los que había recibido antes de los infantes y de los grandes167. A un mal sucedía otro mayor, a una contradicción otra más fuerte, y lo que era peor, los respetos de Príncipe hereditario estorbaban cualesquiera medidas de fuerza o de rigor que se quisiesen tomar con él. Así los ocho años que mediaron desde la batalla de Olmedo hasta la conclusión de aquel reinado se pasaron todos en vergonzosas discordias y en vanos conciertos y reconciliaciones.

El resultado de esta intercesión del Príncipe en favor del Almirante fue que no sólo al fin este señor fue perdonado y vuelto a la gracia del Rey bajo ciertas condiciones de seguridad que dio, sino que la corte, para no dar lugar al Príncipe a que también se hiciese un mérito de ello, se anticipó a hacer partidos iguales al conde de Benavente, que los aceptó gustosísimo, y más adelante también al conde de Castro. El hermano del Almirante don Enrique y otros caballeros fueron perdonados y restituidos a sus estados y honores. El pormenor de estas diferentes negociaciones no es de nuestro propósito, y pueden verse en la crónica del Rey: es preciso, después de haber presentado los pasos por donde el personaje que describimos llegó a la altura en que a esta sazón se hallaba, poner exclusivamente la atención en las causas de su caída.

Al mismo tiempo en que los grandes que fueron vencidos en Olmedo eran despojados los unos, los otros tratados con más indulgencia y perdonados; los que sirvieron en aquella batalla y habían contribuido a la libertad del Rey eran galardonados según el mérito que habían contraído. Don Juan Pacheco fue hecho marqués de Villena, su hermano Pedro Girón maestre de Calatrava, cuya dignidad se quitó a don Alfonso de Aragón, hijo natural del rey de Navarra; Íñigo, López de Mendoza marqués de Santillana y conde del Real de Manzanares, con cuyo primer título es principalmente conocido en la historia de la poesía castellano. más a nadie debía caber, ni realmente cupo, más parte de estas recompensas que al condestable don Álvaro, a cuyo esfuerzo se debía principalmente aquella victoria; ni era posible que en su genio ambicioso y codicioso, igualmente de honras y de mandos que de rentas, dejase pasar esta ocasión tan brillante de contentar estas pasiones. La muerte del infante don Enrique, maestre de Santiago, dejaba vacante aquella gran dignidad, que tantos años hacía estaba pasando de la mano de un rival a la del otro, en el uno como propiedad, en el otro como secuestro y administración. Éste era el mejor despojo de la batalla de Olmedo, y éste le hubo el Condestable, a quien el Rey le destinó desde luego cuando supo la muerte del Infante. Por su mandado el prior y capítulo de la orden, reunidos en Ávila, eligieron por su maestre al condestable don Álvaro en 30 de agosto del mismo año, elección confirmada por el Papa, y contrariada a los principios por Rodrigo Manrique, comendador de Segura, que pretendía tener derecho a aquella dignidad. Al fin fue reconocida también por él, mediante transacción que se hizo para ello, en la cual se le restituyó en compensación la villa de Paredes y se le dio título de conde. Y no paró aquí la munificencia del Rey o la ambición del favorito, pues además de esta elevación, recibió, también como recompensa entonces un número crecido de villas, lugares y posesiones, entre las cuales se señalan como más notables Cuéllar, Alburquerque con título de condado, en fin la ciudad de Trujillo, de la cual en sus últimos días llegó a titularse duque. Y como si este cúmulo de estados, de riquezas y de honores no fuese bastante ni a su seguridad ni a la ostentación de su poder, logró también que se le diese facultad para renunciar en su hijo don Juan no sólo sus estados, y ya lo hizo de algunos, sino sus empleos y dignidades, como eran la de camarero mayor, la de condestable, y al fin la de maestre, que así llegó a intentarlo antes de su caída, y aún tenía conseguida bula del Papa para ello. Disculpable es en el afecto de padre el anhelo de engrandecer a un hijo; pero este insensato amontonamiento de honores y de puestos públicos en un muchacho de diez años; pero querer prolongar su elevación en su hijo y que se repitiera en él, y suponer que la fortuna le serviría para ello y que la envidia se lo consentiría, es una alucinación tan desatinada, que no se puede disimular en un político que tanto conocimiento debía ya tener de las cosas y de los hombres.

Otro error todavía de más influjo para la mudanza espantosa que hubo en su suerte, fue el segundo casamiento del Rey, viudo a la sazón de su primera mujer doña María168. Ajustóle don Álvaro por sí mismo, sin contar con la voluntad del Monarca, y aun expresamente contra ella. Había en el tiempo de su desgracia formado conexiones muy estrechas con la familia real de Portugal, como quien se proponía buscar refugio en aquel reino si sus negocios se desesperaban de todo punto en Castilla. Después, cuando se hizo reunión de los caballeros en Ávila, el rey don Juan por consejo de su privado escribió al infante don Pedro, regente de Portugal, pidiéndole socorro de gentes para el caso en que se hallaba. Llevábanlo esto a mal los grandes que estaban con el Rey, principalmente el conde de Haro, reputándolo a mengua de Castilla169. Pero el Condestable, recelando que el partido de los Infantes fuese ayudado por el rey de Aragón, que quizá podría venir en persona desde Italia a sostenerlos, quiso tener este contrapeso a su favor. El socorro vino tarde, y se presentó al rey en Mayorca, cuando ya estaba ganada la batalla de Olmedo y no se le necesitaba. Mandábalo el joven condestable de Portugal, hijo del Regente, y traía consigo mil y doscientos hombres de armas, cuatrocientos jinetes y dos mil infantes: refuerzo de importancia, y que llegado a tiempo tal vez hubiera excusado la batalla y los Infantes se hubieran prestado a algún concierto razonable. El Rey no obstante agasajó con mucha urbanidad y cortesía a aquel mancebo, que era galán, discreto y entendido, igualmente que a los lucidos caballeros que traía consigo, y los despidió contentos y satisfechos de su buen término y magnificencia170. Para aquel tiempo ya don Álvaro tenía muy adelantado con el Regente el trato de casar al rey de Castilla con doña Isabel, hija del infante don Juan de Portugal. Con la venida de aquel condestable el concierto se ajustó definitivamente, y don Álvaro se lo hizo presente al Rey cuando ya todo estaba terminado. Quería él casar con madama Regunda, hija del rey de Francia, por la fama de hermosa que tenía; pero no tuvo resolución para contrarestar a su privado, y dio las manos bien a su pesar a un casamiento que no entraba en sus deseos. Sólo sí se le oyó decir privadamente entre su familia: «Yo me casaré, pues el Condestable lo ha hecho; más él meterá en Castilla quien a él de ella le sacará171

Ningunas profecías se cumplen mejor que aquéllas cuya ejecución depende del profeta mismo que las pronuncia; y ésta, si es que se hizo, tuvo con el tiempo un bien triste y colmado cumplimiento. No hay duda que don Álvaro se excedió en este paso con sobrada confianza; que debió, antes de entablar negociación alguna sobre un asunto tan grave, consultarlo con el Rey, y no tratarle como a un pupilo, a quien no se pregunta, sino que se le prescribe lo que ha de hacer. El rey don Juan no estaba ya en este caso, y a nadie convenía ponerle en él menos que a don Álvaro. Pero mirado el negocio bajo el aspecto de los motivos políticos que podían inclinar a esta elección, ya sería preciso dar la razón al. Condestable. Convenía mucho tener seguro aquel reino a su favor en los apuros en que cada día le ponían el Príncipe y los grandes, y no dejaba por otra parte de ser muy ventajoso el perdón de las cuantiosas sumas de dinero que se debían a los portugueses por los socorros que tenían enviados. A esto debía añadirse acaso la principal razón para don Álvaro, hacer por sí mismo una reina de Castilla la cual le agradeciese a él sólo su elección, y estuviese por consecuencia tan de su parte como la anterior había sido su enemiga.

Mas salióle a don Álvaro tan errado este cálculo, como a otros muchos ministros, que se han hallado muy mal de haber sido casamenteros de sus príncipes, sea porque los beneficios en vez de agradecimiento engendran odio cuando son tan grandes que no se pueden pagar, sea porque estos medianeros se olviden en tales casos de la distancia que hay entre ellos y el trono, y exijan una clase de reconocimiento que repugne a los príncipes y los ofenda. De cualquiera modo que esto sea, el casamiento se realizó dos años después (en agosto de 1447): la infanta portuguesa vino y no tardó en tomar sobre su esposo el influjo y la preponderancia que adquieren siempre las mujeres hermosas cuando son mucho más jóvenes que sus maridos. Ella se apoderó totalmente del corazón del Rey, donde ya don Álvaro no tenía más lugar que el que le daban el largo predominio y la costumbre. Quizá quiso imprudentemente intervenir en las intimidades de los dos esposos, y regular esta parte del régimen del Rey a pretexto o con motivo de su salud172. Así lo había hecho en el matrimonio anterior; y si quiso también hacerlo en el segundo, como es de presumir por algunas indicaciones que aún quedan, nada tiene de extraño que la Reina se resintiese de una pretensión tan excesiva, que para ella debía ser indecencia y atrevimiento. A poco tiempo de aquel himeneo, que debía asegurar para siempre los destinos y grandeza del Condestable, el Rey comunicó con la Reina los disgustos y desabrimientos que con él tenía, y aun las memorias del tiempo aseguran que ya desde entonces quedó concertado entre los dos el plan de su prisión y de su ruina en los mismos términos que se verificó seis años después173.

El Príncipe no asistió a estas bodas de su padre, con quien estaba entonces desavenido, como le sucedía con frecuencia. Entregado enteramente a los consejos de sus privados, principalmente del marqués de Villena, sabía siempre permanecer a aquella distancia de la corte que le pusiese en franquía para entenderse según le conviniese con los grandes descontentos, y dar continuamente recelos al Rey su padre. A cada disgusto sucedía una demanda, a cada demanda un amago, y tras de cada amago una concesión y un concierto, que a él le aumentaban la independencia y los medios de entregarse a sus veleidades, y a sus favoritos henchía de estados y de riquezas. Ya el marqués de Villena, no contento con presumir ser el don Álvaro de Luna del reinado siguiente, aspiraba a poderlo todo en el actual, y se atrevía en su arrogancia a ajar y a despreciar al Condestable174. De aquí celos, desabrimientos, enconos y cautelas que dividían la corte, desasosegaban a los grandes manteniéndolos en sus siniestros propósitos, y daban que recelar a todo el Estado

De este modo se hallaban los ánimos a principios del año 1448, tiempo en que la situación de las cosas no parece que debía dejar lugar a semejantes desavenencias. Empezaban a saltar chispas de guerra hacia las fronteras de Navarra y Aragón: el rey de Navarra excitaba a los grandes que habían sido sus parciales a nuevos disturbios, y lo peor es que ellos le oían: en fin, los moros de Granada, antes tan comprimidos y humillados, instigados ahora por el rey de Navarra y por la ocasión, se atrevían ya a levantar la frente, a insultar a sus vencedores, a conquistar fortalezas, y se les veía querer aprovecharse de la discordia en que la debilidad de los ánimos tenía puesto al reino, para adelantar sus hechos y vengar los agravios pasados. Un prelado fue el que en tal coyuntura trató de concertar las voluntades del padre y del hijo, y lo que era más difícil, la de los dos favoritos. Don Alonso de Fonseca, obispo de Ávila, personaje que después tuvo mucha autoridad y representó gran papel en los dos reinados siguientes, fue el que medió entre unos y otros, haciendo entender al Condestable y al marqués de Villena. que estando los dos unidos no habría nadie que se les opusiese, y lo mandarían todo a su placer Vinieran ellos en el trato y en la confederación; pero como en estas paces políticas siempre hay sacrificios de una parte y otra, húbolos de haber en esta, y fueron de tal calidad, que en vez de remediar los males que había, pusiéronlo todo de peor condición que antes. Como el objeto de los dos ministros era que nada quedase que pudiese hacerles; frente, convinieron en sacrificarse mutuamente y prender todos los señores que podían contrarestar sus intereses. La corte abandonó a los condes de Alba y Benavente, de quienes estaba sospechosa desde el año anterior por no haber querido asistir al Rey en la empresa de Atienza; y el Príncipe al Almirante, a su hermano, al conde de Castro, y a los dos hermanos Pedro y Suero de Quiñones. Túvose esta confederación muy secreta, de modo que el Rey y el Príncipe acordaron verse en Tordesillas y Villaverde, acompañados de estos señores y también del obispo de Ávila y de los dos privados. Diéronles orden de venir para asistir a la conferencia; pero el Almirante estaba indispuesto y se excusó, y el conde de Castro, que ya acaso había penetrado la intriga, no quiso acudir. Los demás concurrieron, y todos fueron presos allí, enviados a diferentes fortalezas, sus villas y castillos confiscados, y de ellos se apoderaron en pocos días el Rey y el Príncipe su hijo.

Cuánta fuese la parte del Condestable en esta trama insidiosa, y cuál la ocasión que aquellos señores dieron para el rigor usado con ellos, no es fácil averiguar. Pero en lo que no cabe duda es en que, inocentes o culpables, la opinión estuvo a su favor, y que toda la odiosidad y el escándalo recayeron sobre don Álvaro, a quien sólo se hacía autor de todos aquellos males, como si él solo fuera el injusto maquinador La mayor parte de los presos eran a la verdad del partido contrario y sirvieron bajo las banderas de los Infantes en la batalla de Olmedo. Pero este yerro ya estaba perdonado, y admitidos a la gracia del Monarca, no le habían ofendido después. ¿Qué culpa, sobre todo, era la del conde de Alba, ni qué odio podía granjearse, criado, formado y ensalzado bajo el estandarte del Condestable y siempre firme en el servicio del Rey? Si él recibía tal pago, ¿quién podría ya estar seguro, ni cómo defenderse de las cautelas del privado, de su orgullo indomable y de su hidrópica sed de estados y de mando? Así es que el conde de Plasencia, el de Haro, el marqués de Santillana y demás ricos hombres empezaron al instante a tratar entre sí a formar confederaciones contra el enemigo común, y a asentar una liga que restituyese a los presos y a los ausentes en sus estados y en su libertad, y pusiese a todos a cubierto de la insolencia tiránica de aquel hombre desaforado.

Sin duda este suceso, en que se ve al Condestable ser manifiestamente agresor, fue uno de sus más grandes yerros políticos y la causa principal de verse solo y desamparado cuando al fin el azote de la adversidad vino a descargar sobre él. Tiene que temer de todos aquél a quien todos temen, y no era ciertamente el tiempo de chocar otra vez con aquel partido tan poderoso cuando ya la afición del Rey le iba faltando, cuando tenía a la Reina contra sí, y cuando no podía fiar en las palabras y en la fe del Príncipe ni de su privado, inconstantes, caprichosos, interesados, y que a cada paso prestaban el oído y daban las manos a las tramas de los grandes en daño suyo. A lo menos hubiéranse hecho públicos los motivos de las prisiones ejecutadas en aquellos caballeros, y formándoles su causa con arreglo a las leyes, diérase satisfacción al mundo y a la justicia. más, lejos de esto, luego que hubo un hombre entero que se atrevió a reclamar esta medida de equidad y de decoro, se le tuvo tan a mal, que se le despojó de cuanto tenía en la corte.

Este fue mosén Diego de Valera, doncel del Rey, de quien ya se ha hecho mención, y procurador de Cuenca en las cortes convocadas para Valladolid en el mismo año, con el objeto de dar en ellas alguna especie de sanción al rigor empleado contra aquellos ricoshombres. El Rey y el Príncipe estaban ya desavenidos otra vez, y por consejo de don Álvaro se había tratado que padre e hijo se viesen en Tordesillas, teniendo la plaza segura don Alonso Carrillo, obispo de Sigüenza y ya electo arzobispo de Toledo por muerte de don Gutierre. El Príncipe acudió primero a la villa, y el Rey luego que lo supo salió de Valladolid para allá, y al despedirse dijo a los procuradores de Cortes: «Procuradores, yo os he enviado a llamar para que sepáis los dos objetos con que voy a Tordesillas, y me aconsejéis sobre ello: el primero es concordarme con mi muy caro y mi muy amado hijo; el segundo para dar orden cómo los que me han deservido reciban pena, y los que me sirvieron galardón; para lo cual entiendo hacer repartimiento de todos los bienes, así de los caballeros ausentes como de los que están presos.» Respondieron los procuradores por su orden aprobando todos el intento del Rey como santo y bueno, hasta que llegó a los de Cuenca, cuya voz llevaban Gómez Carrillo, señor de Torralba, y Diego de Valera: cedió el primero la voz al segundo, y éste dijo con laudable resolución al Rey: «Señor, suplico humildemente a vuestra alteza que no reciba enojo si yo añadiere algo a lo dicho por estos procuradores. No hay duda que el propósito de vuestra alteza es santo y bueno, pero sería cosa razonable que se llamase a todos estos caballeros, así ausentes como presos, para que parezcan ante vuestro consejo, a lo menos por procuradores, y allí se ventile su causa. Y cuando se halle que por mera justicia les podéis tomar lo suyo, ya entonces podríais o usar con ellos de clemencia o del rigor de la justicia; con lo cual se guardarían las leyes, que quieren que ninguno sea condenado sin ser oído, y que no se pueda decir de vos que la sentencia es justa y el juez injusto.» Oyó todo esto el Rey con semblante benigno y apacible; pero Fernando de Rivadeneira, camarero del Condestable y grande parcial suyo, «voto a Dios, Valera, exclamó, que os arrepentiréis de lo que habéis dicho.» Enojóse el Rey de aquella osadía, y mandando con gesto turbado a Rivadeneira que callase, sin esperar a que hablasen más procuradores, siguió su camino para Tordesillas.

Desde Valladolid escribió Valera una carta al Rey exhortándole a la paz y a la clemencia, glosando el tema Da pacem, Domine, in diebus nostris. Aunque salpicado de alguna pedantería y de cierta tintura de devoción facticia, propias una y otra del carácter que tenía la erudición del tiempo, este escrito presentaba algunas máximas sanas y bien expresadas. Decíale entre otras cosas, que aunque todas las virtudes convengan al Príncipe, más le conviene la clemencia que otra ninguna, mayormente en las ofensas propias, en las cuales ha entero lugar la virtud; porque perdonar injurias ajenas no es clemencia sino injusticia. «Pues para dar tranquilidad e sosiego e paz perpetua en vuestros reinos, según mi opinión cuatro cosas son necesarias, sin las cuales o faltando alguna de ellas yo no veo vía ni camino por dónde ni cómo esperarla debamos. Conviene a saber, entera concordia entre vos y el Príncipe, restitución de los caballeros ausentes, deliberación de los presos, de los culpados general perdón. Para lo cual, señor, conseguir, conviene consejo y deliberación de hombres discretos y de buena vida, ajenos de toda parcialidad y afición... ¡Oh señor! muévase agora el ánimo vuestro a compasión de tan duros males: mirad con los ojos del entendimiento las muy vivas llamas en que vuestros reinos se consumen y queman, acatad con recto juicio el estado en que los tomastes e cuál es el punto en que los tenéis, o qué tales que darán adelante si van las cosas según los comienzos; e si de nosotros no habéis compasión, habedla, señor, de vos, que mucho es cruel quien menosprecia su fama.» Valera concluía su carta pidiendo perdón al Rey si le hablaba con demasiada osadía. Leyóla el Rey, llamó en seguida a Alonso Pérez de Vivero y a Fernando de Rivadeneira, les mandó que se la volviesen a leer, y se la dio para que la leyese el Condestable. Enojóse don Álvaro de verla, y además de las muchas amenazas que profirió contra Valera, mandó que no se le librase nada de lo que percibía del Rey, y menos lo que se le debía por procurador. más el orador no perdió nada por ello. Uno de los muchos traslados que se hicieron de su carta fue llevado al conde de Plasencia, el cual recibió tanto gusto con ella y concibió tan alta estimación por su autor, que le llamó para encargarle la educación de don Pedro de Stúñiga, su nieto. Desde entonces Valera, más amigo y compañero que dependiente de aquellos señores, partícipe de sus miras, cómplice en sus proyectos, y por ventura instigador de sus pasiones, no fue el que menos contribuyó al gran trueco que iban a tener las cosas, y se vengó a su salvo del arrogante valido.

El cual ya en aquellos últimos años se sostenía más por su propio peso que por apoyo alguno que tuviese en la voluntad del Monarca, ni en los personajes de la corte, ni en las ciudades y villas del reino. Todo estaba al parecer quieto y pacífico: los grandes, unos huidos, otros desterrados, otros retirados a sus castillos, y todos escarmentados. De cuando en cuando saltaban aquí y allá algunas chispas de guerra y de inquietud, que era preciso ir a apagar al instante, de miedo de que prendiesen y el descontento las hiciese generales. Esto dio ocasión a los sitios de Atienza, de Toledo y de Palenzuela, donde el Condestable hizo tales pruebas de su persona y se aventajó tanto en actividad, en esfuerzo y en audacia, cual pudiera en los tiempos de su juventud y de su vigor primero. Jamás por cierto se mostró más digno del mando de las armas que en aquellas empresas militares, donde fuera dicha suya que la piedra que le alcanzó en la cabeza y le hirió gravemente en Atienza, o el flechazo que le atravesó un hombro en Palenzuela, dieran glorioso remate al mismo tiempo a su vida que a su privanza. Parte por trato y parte por fuerza, Toledo y las dos villas vinieron a poder del Rey. Entre tanto estas ocupaciones guerreras alternaban con las fiestas, convites y cacerías que el Condestable daba al Rey en Escalona y en otras villas suyas, donde le acontecía tener que recibirle a él y a su familia. Allí se esmeraba en magnificencia, en delicadeza y bizarría, así como en los campos de la guerra en constancia y en denuedo. Pero todo era en balde para hacer retoñar las raíces ya rotas del cariño y de la confianza. El sólo poseía al Rey, él componía toda su corte, él era quien se veía en los campos, en las cazas, en los fiestas, en los torneos, en los saraos; todo esto lo llenaban él, su familia y los cortesanos que de él dependían. más este favor o influjo privilegiado y exclusivo que había anhelado toda su vida y que entonces disfrutaba, debía ser va desagradable y fastidioso al Rey, a la Reina, a sus más íntimos cortesanos. El encanto antiguo estaba deshecho: el curso de los años acaba con la gracia y los atractivos del ánimo del mismo modo que con los del cuerpo, y ya el Condestable, viejo, soberbio y áspero, abusando del largo trato y privanza, no era para el rey don Juan lo que en otros tiempos había sido, y no producía en su ánimo más que desabrimientos, disgustos y enfado, mal disimulados y encubiertos. Temíale ya y no le amaba, y esta triste disposición daba campo abierto a las maquinaciones que sus enemigos, nunca descuidados, iban a ordenar inmediatamente para su perdición y su ruina.

La toma de Palenzuela fue el último servicio que don Álvaro hizo a Juan el Segundo175. Desde entonces las sospechas que empezó a tener respecto de la seguridad de su persona, el cuidado de salvarse de las asechanzas que creía se ponían a su vida, y el anhelo de saber y averiguar las tramas que se urdían contra él, llenaron tristemente todo el tiempo que medió desde la rendición de aquella plaza hasta su caída. El desabrimiento del Rey traspiraba cada vez más, y la mala voluntad de la Reina se manifestaba sin rebozo. No había a la verdad en la corte personaje alguno que le pudiese hacer frente; pero hervía de espías y de traidores contra él, los cuales, aunque puestos por su mano, y en otro tiempo servidores suyos, conociendo la mudanza de inclinación en los Reyes, también se mudaron ellos, y los servían según su presente deseo. Entre todos se distinguía Alonso Pérez de Vivero, criado en casa de don Álvaro, y elevado por su favor a ser uno de los principales del consejo del Rey, su contador mayor, y señor de las villas de Vivero, de Xerquera y Alcalá del Río. Había Alonso Pérez guardado siempre lealtad a don Álvaro, y aun padecido muchas veces por su causa en el tiempo de las mayores turbulencias y de los más fuertes combates hechos contra su fortuna. Pero en los últimos tiempos, y cuando el Condestable, subido a la cumbre de la fortuna y superior a todos sus enemigos, no tenía al parecer que temer a ninguno de ellos; sea ambición, sea contagio, sea villanía, su servidor, su hechura, su amigo, el que todos los días iba dos veces a su casa como a recibir su orden para lo que había de hacer, éste fue el que tomó por su cuenta acabarle de arrojar del corazón del Rey, el que se hizo centro de todas las intrigas y correspondencias que se tenían en su daño, el autor en fin de las viles maquinaciones que sucesivamente se formaban contra su vida.

Sospechábase de ellas el Condestable, aunque de pronto ignoró o no quiso creer el origen de donde venían. Y para ponerse a cubierto de semejantes emboscadas determinó llevar siempre consigo una numerosa guardia de hombres de armas y jinetes, al marido de su hijo natural don Pedro de Luna, señor de Fuentidueña y copero mayor del Rey. Húbole don Álvaro en una señora viuda noble de Toledo, llamada doña Margarita Manuel, y era mozo valiente y robusto, enseñado a todo ejercicio de armas y tiernamente afecto hacia su padre. Bien triste por cierto debió ser para éste tener que llamar a su hijo y decirle: «Los tiempos piden que miremos por nosotros y andemos con todo recato; y pues gente tenemos bastante, procura estar siempre bien acompañado, y no pierdas de vista la salud y vida de tu padre.» No le dijo más, quizá no osando manifestar que de quien se temía era del Rey176; pero el mozo, discreto y en tendido, puso tal cuidado en el encargo que se le hacía, aderezó y tuvo siempre tan a punto la gente de guerra que le acompañaba, y procedió con una diligencia y un aviso tan acertado, que sin insolencia, sin escándalo y sin dar que decir, guardó a su padre de todas las asechanzas que se le pusieron en Madrigal y en Tordesillas. Unas veces lo intentaron cuando iba con el Rey a caza, otras cuando concurría al Consejo, y otras formando alborotos a cuidado para que saliendo don Álvaro a sosegarlos con la prontitud que acostumbraba, pudiese en la confusión ser herido y muerto a salvo, sin saberse quién lo hacía. Pero este escudo tan fuerte y seguro, con el cual en el día del peligro hubiera podido arrostrar y aun arrollar a sus enemigos, la suerte le privó de él en un modo bien extraño. Como a pesar del desabrimiento y oposición que había en los ánimos, el semblante era siempre alegre y el gusto a las diversiones no se perdía, el Condestable gustó que se hiciese un juego de cañas allí en Tordesillas, en frente del palacio, para obsequiar y divertir a la Reina y a las damas. El juego fue bravo y porfiado, pues algunos de los combatientes perdieron la vida de los encuentros que allí recibieron. Tirábanse ya por más deporte bohordos de una parte a otra. Don Pedro de Luna estaba sentado junto a su hermano don Juan el conde de Salvatierra: algunos de los tiros caían hacia la parte donde ellos estaban, y viendo que uno iba derecho a aquel niño, le puso su adarga para defenderle a ocasión que vino otro tiro de un bohordo, y cogiéndole sin defensa, desarmado, vestido de gala y fiesta como de cañas, le hirió de golpe tan fuerte y peligroso, que cayó doliente en el lecho para no levantarse en muchos días. La guarda entonces de don Álvaro fue encomendada por él a su secretario y contador Alfonso González Tordesillas: este hombre, o por flojedad o por malicia, no curó del encargo que se confiaba a su cuidado; la guardia, mal regida, mal pagada, se desbarató y dispersó casi toda; el Condestable, ocupado en otros afanes y en su asistencia continua al lado del Rey, no dio su atención a este objeto tan principal: de manera que cuando salió de Valladolid para Burgos creía llevar seiscientos hombres de armas consigo, y no llevaba ni aun trescientos, y esos descontentos, mal gobernados, que no quisieron o no pudieron acudirle cuando debían. En esta forma al llegar la ocasión se encontró sin defensa, y puede decirse, con su cronista, que la herida de don Pedro en Tordesillas eclipsó la luna que su padre llevaba por armas, para no volver a lucir más.

Mientras que en la corte se hacían estas tentativas tan vanas como viles para destruir al Maestre, los grandes por su parte, aunque desparramados y dispersos, se entendían y confederaban en la misma intención. Púsose al frente de ellos el conde de Plasencia, amenazado, según se dijo entonces, de ser sorprendido y preso en su villa de Béjar al mismo tiempo que se iba a poner sitio sobre Piedrahita para contener las demasías que desde allí hacía don García de Toledo, hijo del conde de Alba. Avisóse de esto al conde de Plasencia por el contador Vivero, y se basteció y fortaleció de tal manera en Béjar, que no era posible pensar en sorprenderle ni en forzarle. Quedóse pues aquel intento en proyecto, si es que en realidad se formó177; pero el Conde juró en su ánimo la venganza, y trató de hacer la guerra a su enemigo, no por intrigas, sino a las claras y descubiertamente. Invitó primero al Príncipe, con quien tenía hecha una estrecha confederación y alianza para semejante caso, y no halló en él aquella disposición que deseaba178. Requirió después a los condes de Haro y Benavente y al marqués de Santillana, los cuales le respondieron más a su gusto, y ofrecieron sus personas y sus estados para aquel negocio, manifestándose prontos a seguirle y asistirle en la forma que él determinase. Resolvióse en consecuencia enviar bajo diferentes pretextos hacia Valladolid trescientas lanzas con don Álvaro de Stúñiga, hijo mayor del conde de Plasencia, y otras doscientas con don Diego Hurtado de Mendoza, hijo mayor del marqués de Santillana: con éstas y mil hombres con que contaban en la villa, y una puerta que tenían segura, pensaban entrar allí una noche y dirigirse en derechura a la casa donde posaba el Condestable, y por hierro o por fuego prenderle o matarle, tomando entre tanto la voz del Príncipe por las calles, y decir en alta voz que todo se hacía de orden suya. En la formación y concierto de este plan intervino muy principalmente mosén Diego de Valera, en cuyas manos hicieron aquellos caballeros pleito-homenaje de llevarlo a cabo.

No pudo este trato estar tan secreto, que no llegase a traspirar y a saberlo el Condestable, el cual llevó al instante al Rey a Burgos, no juzgándose seguro en Valladolid. Extraña resolución por cierto ir a una ciudad cuya fortaleza, al cuidado de Íñigo de Stúñiga, estaba a disposición de su contrario, y en donde éste gozaba de una popularidad y crédito que podían serle a él tan perjudiciales. El plan pues de los conjurados quedaba inútil con esta traslación. más ¿cuál debió de ser el contento del Conde cuando de allí a pocos días se le presenta su sobrina la condesa de Rivadeo de parte de la reina de Castilla, y le entrega una cédula real en que se le manda, como a justicia mayor, que prenda a don Álvaro de Luna? Añadió la Condesa que aquélla era la voluntad del Rey, el cual se lo tendría en gran servicio, y le galardonaría con larga mano por él. Fuera de sí el anciano con aquella alegre nueva, y no queriendo desaprovechar ni un momento solo tan grande ocasión, llamó a su hijo don Álvaro a media noche, y mostrándole la cédula del Rey, le dijo: «Por cierto que si yo fuerzas tuviese, la gloria y el peligro de este caso a nadie le diera sino a mí; más pues Dios y los años me la quitan, no puedo mostrar mejor el deseo que tengo de servir al Rey mi señor que poniendo a mi hijo mayor a todo riesgo por su mandado. Yo os ordeno pues que al instante partáis para Curiel, llevando sólo con vos a Diego Valera, a un secretario y a un paje: andad todo lo aprisa que podáis; dejad dispuesto que mañana salgan vuestras armas y caballos. Llegado a Curiel llamad a vos toda la gente que hayáis menester, y obrad como caballero.» Esto dicho por el Conde, partió don Álvaro acompañado de Valera, y en menos de dos días llegó a Curiel, distante treinta y cinco leguas de Béjar, y empezó a reunir a toda prisa los hombres de guerra que necesitaba para el hecho, esperando entre tanto a que le viniesen tas órdenes del Rey.

Es preciso hacer justicia a Juan el Segundo: no estaba en su corazón la entera destrucción de su hechura, y antes que la nube estallase quiso probar si lo podría impedir. En aquellos mismos días, siendo Miércoles Santo y hallándose con él a los oficios en la iglesia de Santa María, le aconsejó que se retirase y dejase el gobierno de buena voluntad; que ya veía que grandes, prelados y ciudades, todos estaban descontentos de la autoridad que tenía; que se fuese a alguno de sus lugares, y allí estuviese hasta que él le avisase de lo que hubiese de hacer; que él pensaba llamar a los grandes de su reino, y con consejo de todos tomar forma nueva en la gobernación. Contestóle don Álvaro que siendo aquélla su voluntad, él no la contradecía; pero que sería una mengua para él dejarle solo, y así le rogaba quisiese esperar a que viniese el arzobispo de Toledo y otros caballeros que él llamaría para que le acompañasen y le aconsejasen, y después él le daría gusto y se retiraría. «No cuidéis de eso vos: yo quedo, aunque solo, bien seguro en esta ciudad; no quiero que se llamen personas particulares; mi intento es convocar a todos los Grandes: vos seguid el consejo que os doy, porque eso es lo que os conviene: mirad que llegará tiempo en que aunque os quiera defender no podré.» Aquí acabó la conversación, separándose los dos bien poco satisfechos uno de otro; pero más disgustado el Condestable, que en vez de gobernarse por este aviso prudente y oportuno que su buena estrella le enviaba, no siguió más consejos que los de su orgullo y le su terca temeridad, y perdió la única ocasión que le quedaba de salvarse con honor y sin delito.

Llega el Viernes Santo, y las cosas estaban ya tan a punto de romper y sus respetos tan pocos, que en los divinos oficios de aquel día un dominicano predicando se a vio a hacer una invectiva contra él, cargándole con todas las desgracias del Estado y exhortando a todos a su destrucción y a su ruina. No le mentaba por su nombre a la verdad; pero le designaba con el gesto, le manifestaba en las indicaciones del discurso de modo que no, cabía duda contra quien se dirigían: esto a su presencia y a la del Rey, que aunque tan mal dispuesto con su privado, se irritó de la insolencia del fraile, y con el. bastón que tenía en la mano le hizo señal de callar. El obedeció, y dejó el púlpito y la iglesia a toda prisa. Don Álvaro se llegó al obispo de Burgos y lo dijo: «Reverendo obispo, vuestro es el cargo de indagar de esa fraile por qué se ha dejado decir tantas locuras y atrevimientos en tal día y en tal tiempo, y quién le puso en ello; ca por cierto no es de creer que saliese de él tan grande atrevimiento sin inducimiento de otro.» El Obispo le respondió que así lo haría y que le pondría en prisión, como efectivamente lo hizo. Fue después a dar cuenta de su pesquisa, y manifestó que no había podido sacar otra cosa de aquel sandio religioso sino que lo que había dicho era por revelación de Dios, y que ninguna persona del mundo le había inducido a ello; a lo que contestó desenfadadamente el Condestable: «Padre obispo, hacedle preguntar luego, según lo mandan las leyes; porque a la verdad es mucha mofa decir que un fraile gordo, colorado y mundanal como ese tenga revelaciones de Dios.»

Mejor fuera que su resentimiento se hubiese satisfecho con la pesadumbre y la prisión del predicador atrevido; pero no fue así, porque su ánimo, frenético ya con la ira, sin ser posible a contenerle, no respetó ni decoro ni peligro ni consideración alguna. Suponiendo que aquel tiro le venía también por influjo del aleve Contador, determinó poner aquel día en ejecución la que hacía mucho que meditaba, y satisfacer el enojo concebido contra él con una venganza atroz, a que él daba el nombre de justicia y de castigo. Vino, llamado por él, el miserable Alonso Pérez, y luego que estuvo en su presencia, delante de su yerno Juan de Luna y de su camarero Fernando de Rivadeneira, con quienes tenía comunicado su proyecto, sacó unas cartas y le dijo: «¿Conocéis esta letra? -Sí, señor -¿De quién es? -Del señor Rey. -Y esta otra ¿cúya es? -Señor, mía.» Entonces el Condestable dijo a Rivadeneira: «Leed esas cartas;» y él se las leyó a Alfonso Pérez, el cual luego que las oyó, y viendo convencida y manifiesta por ellas la traición y alevosía que estaba cometiendo contra su señor y favorecedor, mudóse de color y empezó a temblar todo, como ya viendo inevitable su muerte. «Una vez, le dijo don Álvaro, que por cuantos caminos y avisos que yo os he hecho nada ha bastado para apartaros de las maldades y tramas que contra mí habéis urdido, cúmplase en vos lo que ya otra vez os prometí delante de ese mismo Fernando de Rivadeneira que está presente. Ea, les dijo luego a los dos, tomad ese perverso y traidor criado, y echadle de la torre abajo.» Ellos lo hicieron así, y cogieron a aquel miserable, que tal vez de confuso y aturdido no se defendía. Díjose que Juan de Luna le dio antes un golpe en la cabeza con una maza, y que se la hizo pedazos; después le despeñaron de la torre de la casa cuyas verjas ya estaban preparadas de modo que se desencajasen al mismo tiempo que él cayese, y la desgracia pareciese casual, y no violenta. Así feneció aquel triste; y el grosero rebozo con que se quiso disimular la acción, conocido al instante de todos, no sirvió a otra cosa que a aumentar la indignación con la alevosía, sin disminuir la atrocidad.

Con tal atentado echó el Condestable el sello a su desgracia y cerró todos los caminos a la templanza y al perdón. El Rey empezó ya a temer por sí, y los cortesanos que le rodeaban, y sobre todo la Reina, procuraron con todo anhelo sostener esta disposición pusilánime179. ¿A qué no se atrevería ya, ni con qué freno contener al que en tan santo día, casi a la vista del Rey, se atrevía a asesinar en su casa a un ministro tan principal? Él era el solo prócer que acompañaba al Rey con gente armada, y ya, según fama, tenía llamado a su hijo don Pedro para que le trajese más gente: así de un momento a otro podía temerse de él un delito que resonase en el mundo y fuese un nuevo ejemplo de no alzar tanto a un valido para después tenerlo todo que temer de él. No era necesario tanto para determinar el azorado corazón del Rey, que inmediatamente envió a decir a don Álvaro de Stúñiga que, pospuesto cualquiera otro negocio, se viniese a Burgos con la gente que tuviese a punto. Dábale también noticia de la muerte de Vivero, con lo cual don Álvaro empezó a recelar que ya estuviese su trato descubierto y abortase el designio comenzado. Pero al fin él salió de Curiel el mismo día con setecientas lanzas que había juntado hasta entonces, y caminando de noche y recatadamente, él primero, y después id gente armada, entraron en la ciudadela. Dudaba el Rey del suceso viendo la poca fuerza que traía su campeón, y la mucha de que podía disponer el Condestable; y por lo mismo, no queriendo aventurarlo, envió a decir a Stúñiga que se volviese a Curiel, pues ya no entendía que se pudiese realizar lo que estaba pensado. «¡Volverme yo! exclamó aquel resuelto mancebo, no tan gran vergüenza conmigo: decid a su señoría que no saldré de Burgos sin prender o matar al maestre de Santiago, o perder la vida en la demanda; que se esté quedo en su palacio, que yo con mi gente y el partido que tengo en la ciudad basto a salir felizmente con mi empresa.» Y era así la verdad, porque ya tenía apalabrados en Burgos más de doscientos hombres de armas, que estaban con él en la ciudadela para asistirle. Vista esta contestación, el Rey le envió la cédula de autorización para el caso, concebida en los términos siguientes: «Don Álvaro de Stúñiga, mi alguacil mayor, yo vos mando que prendáis el cuerpo a don Álvaro de Luna maestre de Santiago, e si se defendiese, que le matéis. -YO EL REY.»

El Maestre entre tanto, noticioso que había entrado alguna gente armada en el castillo, quiso indagar la verdad, y llamó al obispo de Ávila, hermano de la mujer del alcaide, y le rogó que fuese a saberlo. El Obispo fue al castillo y vio a su hermana, y sea que ella le engañase, o que él ayudase al engaño, lo que contestó fue que los entrados eran unos sesenta hombres de a caballo para reforzar la guarnición del castillo por si acaso el Maestre quisiese tomarlo, y que con el mismo objeto estaba don Álvaro de Stúñiga en Curiel, esperando la gente del Conde su padre. Sosegóse el Condestable por entonces pero como la voz de que al otro día iba a ser preso corriese por toda la ciudad, aun cuando en todo aquel día, que era el martes de Pascua, nadie se hubiese atrevido a decírselo, un criado suyo llamado Diego Gotor vino a avisarle por la noche de lo que se decía, y aconsejarle que saliese con él, embozado, en una mula, antes que cerrasen las puertas, y que al amanecer verían cómo estaban las cosas, y si había peligro podrían escapar a su salvo mientras combatían la casa. Estaba cenando el Condestable cuando Gotor le daba este aviso, y aunque al principio convino en hacer lo que le decía, después de haber como dormitado un poco, despidió a Gotor diciéndole: «Anda, vete; que voto a Dios que no es nada. -Dios quiera que así sea, respondió aquel fiel criado; pero mucho me pesa que no toméis mi consejo.» Despedido, Gotor, y entrando a cuentas consigo, y quizá con los dependientes que tenía en su casa, tomó la resolución de enviar a palacio a su bravo y fiel doncel Gonzalo Chacón, a decir al Rey de su parte que él sabía la entrada en el castillo de ciertas acémilas cargadas de pertrechos de guerra, y alguna gente de armas, y lo ponía en su noticia para que su señoría determinase lo que debía hacerse en ello. Estaba el Rey cuando llegó Chacón desabrochándose a un brasero para irse a acostar y a dormir, y sorprendido al verle, le llamó aparte y se sentó en un banco, y estuvo un rato sin poderle decir razón concertada ninguna180; hasta que al fin pudo responder que aquella gente era venida en defensa del castillo; que por lo mismo no curase aquella noche de nada, y al otro día entre los dos verían lo que era, y qué cosa convenía hacerse, y aquello se haría. Con esto despidió el Rey a Chacón; más Pedro de Lujan, camarero del Rey y muy adicto al Condestable, que salió acompañándole hasta la puerta de palacio, le dijo con semblante bien afligido: «Decid al Maestre mi señor que plegue a Dios que mañana amanezcamos con nuestras cabezas, e que esto le envío yo a decir.» Oída una y otra cosa por el Condestable, conoció que las cosas iban muy mal para él, y por eso trató de salirse al instante de la ciudad, acompañado de Chacón y de Fernando de Sesé, otro camarero suyo, y mandó ensillar secretamente los caballos. Envió también a llamar a Fernando de Rivadeneira para consultar con él sobre el estrecho en que se hallaba; y éste le quitó del pensamiento la partida, desvaneciéndole las sospechas que tenía, y diciéndole que con aquella fuga iba él mismo a dar la razón a sus contrarios y a desdorar su fama. Creyóle el Condestable, y cesaron los preparativos de partir, quedando él tan descuidado y seguro, que tuvo serenidad para divertirse un rato oyendo a unos músicos nuevos que habían venido al Rey, y pasaban cantando por la calle. Fuese luego a reposar; pero el vigilante Chacón, no tan confiado como él, anduvo por la ciudad buscando alguna gente de la suya para traerlos a la posada de su amo, y que estuviese más seguro con ellos. No fueron más de veinte y cinco los que pudo reunir, que unidos a los pocos que había de continuo en ella, apenas llegaban a cuarenta hombres: corta fuerza sin duda para la que estaba ya preparada en contra suya.

Amanece, en fin, el fatal miércoles (4 de abril de 1453181), y apenas alborea el día cuando los armados de Stúñiga salen del castillo acaudillados por él. Iba enmedio de su tío Íñigo de Stúñiga el alcaide y de mosén Diego de Valera, y llevaba en la manopla la cédula de prisión librada el día anterior por el rey don Juan. Al dar la vista a la casa del Condestable gritaron todos: «¡Castilla, Castilla, libertad del Rey!» Acercáronse algún tanto más a la casa, de modo que los tiros podían llegar a ella; pero no hicieron ademán de combatirla, por la orden que envió el Rey, y fue de que la cercasen de modo que no se pudiese ir el Condestable y que nadie de ellos recibiese daño. Ya en esto el Condestable, a quien un Álvaro de Cartagena, sobrino del obispo de Burgos y criado de su casa, había venido corriendo ál dar aviso de la salida de aquella gente, estaba a una ventana, y no se había acabado de vestir, teniendo sólo un jubón de armas sobre la camisa, y las agujetas sueltas. Al ver el escuadrón no pudo menos de exclamar, según su costumbre: «¡Voto a Dios, qué hermosa gente es ésta!» Pero un pasador que le asestaron y dio en el canto de la ventana le hizo conocer su peligro. Entonces los de la casa, animados y dirigidos por el valiente Gonzalo Chacón, empezaron a hacer armas y a ofender a los de afuera con cuanto tenían a la mano: leños, piedras, pasadores, tiros de fuego, de todo usaron para arredrar aquella gente que se les venía encima. Un escudero cayó muerto de un tiro de fuego, otro fue herido en una mano de un ballestazo, Íñigo de Stúñiga recibió otro que le pasó el guardabrazo izquierdo y las corazas sin llegarle al cuerpo, y a mosén Diego tocó la misma suerte con otro que le pasó las armas sin hacerle daño. Stúñiga, impaciente, envió a decir al Rey con mosén Diego que le herian y mataban sus hombres, y así que le diese licencia para combatir la casa. más el Rey le respondió que se reparase como pudiese en los edificios cercanos, y dispusiese la gente de modo que sin recibir daño impidiese que el Maestre se escapase; y así se hizo.

El objeto principal de los sitiados en la desesperada resistencia que hacían era ver si la gente del Condestable, que estaba desparramada por la ciudad, le acudía a tiempo para combatir con más igualdad y vencer o sacar mejor partido. Pero nadie se movió, sea por falta de caudillo que los guiase y condujese, sea porque el Rey, acompañado de toda la gente armada de la ciudad, estaba en la plaza del Obispo y quitaba la proporción de reunirse y la esperanza de pelear con igualdad o ventaja. Visto lo cual por el Maestre y sus campeones, intentaron probar si haciendo ímpetu sobre sus contrarios podían, saliendo por unas puertas excusadas, pasarse a la casa de su hijo el conde don Juan, que más acompañada de gentes y más próxima al río, ofrecía más proporción para la resistencia o para la retirada. No se pudo esto conseguir, porque las gentes de Stúñiga conocieron la intención y se agolparon por aquella parte y estorbaron el paso. Entonces Chacón y Sesé dijeron, a su señor que lo que importaba era que su persona se salvase de cualquier modo que fuese; que todavía quedaba libre una salida detrás de Inca por donde podía salir disfrazado, y atravesando calles y parajes excusados, salir a las tenerías, y de allí al río, y escapar; que Álvaro de Cartagena, que sabía bien aquellos sitios, podía ser su guía. Tenía él a mengua huir así, y no se atrevía a fiarse del guía que le proponían. Al fin le persuadieron, Cartagena se ofreció gustoso a contribuir a su escape, y se le puso delante. Siguióle él empachado con el traje, que no era suyo, zozobroso y poco confiado; así sus pasos eran tardos, y el guía le llevaba siempre demasiada ventaja. De esto no se agradaba él, de manera que pesaroso y avergonzado de haber condescendido en aquel consejo, y por ventura cayendo de ánimo viéndose en aquellos pasos ya tan abatidos y desesperados, llamó a Cartagena y le dijo que más quería morir con los suyos y peleando noblemente, que salvarse andando por albañales ocultos y tenebrosos como hombre bellaco y de ruin condición. «Vete, añadió, a tu buena ventura, y di al Conde mi hijo, a Juan de Luna y a Fernando de Rivadeneira que reparen y abriguen a mis criados y se remedien según puedan.» Esto dicho, le dejó ir, y se volvió por el mismo camino que había traído a su casa, donde entró sin estorbo, porque Chacón, previendo esto mismo, había ordenado que la puerta quedase abierta, guardándola su compañero Fernando Sesé. Volvióse a armar, montó a caballo, y poniéndose en medio de la poca gente que tenía consigo, empezó a animarlos para que hiciesen bien su deber si el combate llegaba a empeñarse.

En esto llegó un faraute del Rey, que introducido a su presencia, le dijo que venía a pagar la deuda que con él tenía como servidor y hechura suya, y a hacerle saber que el Rey estaba en la plaza con el pendón tendido y mucha gente, y con propósito de no partir de allí hasta que fuese preso, y aun de venir a combatirle si se resistía. Quizá este hombre era enviado para hacerle indirectamente esta clase de intimación y ver si se le podía intimidar. De cualquier modo que fuese, el Condestable, después de algunas razones sobre aquella extraña y rigorosa determinación del Rey, despidió al faraute con estas razones: «Decid al Rey mi señor que si por mi lo ha, que envíe algunos caballeros de su casa y de su consejo con quienes yo me entienda en este caso.» Llevada al Rey esta contestación, envióle a preguntar qué caballeros quería que fuesen: él respondió que los que fuesen de su agrado, con tal que fuesen de su casa. Envióle el Rey al mayordomo mayor Ruy Díaz de Mendoza y al obispo de Burgos; los cuales, entrados del ante de él y haciéndole el acatamiento que acostumbraban, le dijeron de parte del Rey que se rindiese a prisión, porque así convenía a su servicio y al bien de sus reinos. El Maestre, dirigiéndose al Mayordomo, «¿es cierto, Ruy Díaz, le dijo, que el Rey mi señor me envía a mandar eso que vos me decís? -Sí por cierto, señor,» le respondió Ruy Díaz. El Maestre prosiguió: «Decid a su señoría que su querer es mi querer; pero que le suplico que para que yo pueda cumplir su mandamiento me mande dar y me dé seguridad de mis enemigos, que están con su señoría y han sabido trastornar su voluntad y llenarle de indignación contra mí.» Entonces dijo el Obispo: «No debéis, señor, pedir ahora esas cosas; porque el Rey ciertamente se muestra muy airado con vos, y si con esa demanda vamos, más el enojo se le acrecentará.» A lo que el Maestre, movido algún tanto a cólera, contestó: «Obispo, callad agora vos, y no curéis de hablar donde caballeros hablan: cuando hablasen otros de faldas luengas como las vuestras, entonces hablad vos cuanto queráis, mas no cuidéis de altercar más aquí; que yo con Ruy Díaz he hablado, y no con vos.»

Fuéronse con esta razón los dos mensajeros para el Rey, el cual tenía tanto deseo de terminar aquel hecho sin combate que acordó al instante y envió el seguro que se le pedía, firmado de su nombre y sellado con su sello; cuya suma era «que el Rey le daba su fe real que en su persona ni en hacienda no recibiría agravio ni injuria ni cosa que contra justicia se le hiciese»182. Bien conoció don Álvaro que no era éste el seguro que le convenía, y por esto dudaba ceder. Daban peso a estas dudas las reflexiones que Gonzalo Chacón le hacía sobre la voluble condición del Rey, su entero abandono a los que le aconsejaban, y la poca fe con que se solían guardar tales seguros. «Mas vale, señor, le añadía, que muramos aquí todos en defensa vuestra, y vos, señor, en nuestra compañía, y que quede la memoria de esta notable hazaña, antes que deshonor o por ventura muerte vergonzosa pase por nosotros. No es nuevo por cierto ahora, sino muy antiguo, el proverbio de que quien no asegura no prende. Dejemos pues, señor, ahora estos seguros y papeles, y volved al hecho de las armas; que el que os libró de las lanzas enemigas en Medina del Campo y en Olmedo también os sacará a salvo ahora del peligro en que estáis puesto.» Palabras eran éstas de un pecho bizarro y generoso, pero no bastantes a enardecer el ánimo de un anciano convencido ya de la imposibilidad de la resistencia, y sin osadía para hacer armas contra su príncipe. «No permita Dios, replicó él, que a la edad en que estoy ya tocando en la orilla del sepulcro, y después de haber vivido casi cuarenta años con tanto honor y tanto poder, deje yo a mis hijos la mancilla de pelear contra el pendón de mi rey. Hagan Dios y el Rey de mi lo que fuere su voluntad: el Rey mi señor me hizo, él me podrá deshacer si quisiere; y yo por cierto no haré ya otra cosa sino ponerme en sus manos.» Dichas estas palabras, se dio solemnemente a prisión, y los mensajeros del Rey pudieron ir al instante a decirle que su voluntad era cumplida y el león estaba rendido.

El aprovechó los pocos momentos que le podían quedar de voluntad libre y propia en disponer de sus cosas presentes: hízose traer las arcas a su presencia, distribuyó parte del tesoro que allí tenía entre sus criados; el resto le dejó allí a disposición del Rey: quemó también parte de sus papeles, y dejó otros intactos; hizo provisión de la encomienda de Usagre, entonces vacante, en un paje de lanza suyo, hijo del alcaide que tenía puesto en Alburquerque; y hecho este último acto de maestre, mandó traer un martillo, y él mismo con su propia mano quebró y deshizo sus sellos para que no fuesen instrumentos de iniquidad en manos de sus enemigos. Su cronista dice también que comió en compañía de sus principales dependientes Chacón, Sesé, Gotor y Cepeda; pero no es verosímil que sus enemigos le dejasen tiempo para tanto. Designó los dos pajes que habían de quedar a servirle, y encargó a Gonzalo Chacón el cuidado de gobernar y conducir el resto de su familia al Conde su hijo y a su mujer, pidiendo a todos que les, sirviesen con la misma fidelidad y afecto que le habían servido a él. Díjole entonces Chacón: «Señor, yo soy de vuestro hábito además de ser vuestro criado, y temo que el Rey por su crueldad y codicia me mande apremiar con juramentos y tormentos para que declare lo que sepa de vuestras riquezas y de vuestros hechos: yo más temo la fe del juramento que ninguna otra cosa; vos, que sois mi maestre y mi señor, ¿qué me mandáis que haga en razón de los juramentos, si contienen algunas cosas que sean contra vos?-Guardad la regla de vuestra orden, le respondió, en virtud de la obediencia que tenéis jurada, y cumplid lo que en ella se manda sobre el juramento.»

Hechas estas cosas, aderezóse su hábito y arreos correspondientes para ir a entregarse en poder del Rey, montó a caballo, y se despidió de todos sus criados con tan nobles y afectuosas razones, que todos, prorumpiendo en llanto y en gemidos, exclamaban: «¡Señor! ¿cómo nos dejáis así? ¿Adónde os vais sin nosotros? Con vos, señor, queremos ir, si vos preso, nosotros presos, si vos muerto, nosotros muertos.» Él dio fin a aquellos lamentos mandando abrir la puerta principal de su posada y disponiéndose a partir; mas no bien la hubieron abierto, cuando se le presentaron Ruy Díaz de Mendoza y el adelantado Pedro Afán de Rivera, y le desaconsejaron la ida al Rey, como peligrosa para él por el bullicio y animosidad del pueblo en contra suya. Porfiaba todavía en ir adelante: ellos le protestaron que alzaban el seguro que le dieron antes, pues no eran bastante fuertes para cumplirle; que fuese él solo, si se empeñaba en ello, pero fuese por cuenta y riesgo suyo. Entonces Chacón, que estaba todavía junto a él arrimado al cuello del caballo, le dijo: «Señor, paréceme que estos caballeros tienen razón, y que no será bien que os pongáis a merced de ese tropel de hombres alborotados, y os veáis en riesgo de ser maltratado y deshonrado de algún bellaco. Estos señores no pueden estorbarlo, ni contener el ruido y la curiosidad de las gentes ni excusar el mal que os puede venir; por donde me parece conveniente que vuestra señoría esté a la orden que ellos dieren en este negocio, según lo que el señor Rey les tenga mandado. -Sea pues en buen hora como vosotros queréis,» dijo el Maestre; y apeándose del caballo, se dejó ir a la voluntad de los dos, los cuales entraron con la gente que allí tenían en la casa, diciendo que era para defenderle de los insultos del pueblo, y se apoderaron de ella. Él volvió a encargar a Chacón que se fuese con los demás criados a la posada de su hijo don Juan, se subió a su cámara y quedó constituido en prisión.

Luego que el Rey supo que las cosas se hallaban ya en este estado, fue al templo a oír misa y mandó que se le dispusiera la comida en la casa misma donde el preso se hallaba183: por cierto cosa bien impropia de la majestad, ir como a insultar a su víctima y a gozar de su confusión, y a saciar él mismo su codicia con los tesoros y joyas de que le iba a despojar. Pidió don Álvaro al Rey mientras comía, licencia para hablarle; lo cual le fue negado, recordándole que él mismo le había dado por consejo, cuando la prisión de Pedro Manrique, que nunca hablase a persona a quien hubiese mandado prender. Así el miserable entonces era herido con las mismas armas que había forjado contra otros184. Después de comer mandó el Rey que le llevasen las llaves de las arcas de la recámara del Condestable e hizo sacar para sí toda la plata, oro y joyas que había en ellas. Hecho esto, salióse de la casa, dejando encargada la custodia del preso a Ruy Díaz. Encomendó éste su encargo a su hermano el prestamero de Vizcaya; pero como la gente de la ciudad no tuviese por seguros a aquellos guardadores y se tumultuase por ello, fue preciso para aquietarla nombrar en su lugar a don Alonso de Stúñiga.

Entre tanto la familia y gente del Condestable unos huían, otros se escondían, algunos eran presos. Su hijo el Conde, disfrazado de mujer, se escapó con un solo criado, y a poco de haber salido de Burgos se encontró afortunadamente con una partida de caballos de su padre, los cuales le llevaron a Portillo y desde allí a Escalona, donde estaba su madre la Condesa. Un clérigo sacó de la ciudad a don Juan de Luna, yerno del Condestable, en hábito disfrazado. A Fernando de Rivadeneira le tuvo oculto en su casa algunos días el obispo de Ávila; Gonzalo Chacón y Fernando de Sesé fueron desarmados al instante que la casa fue entrada por la gente de Ruy Díaz, despojados de todo lo que tenían y puestos en la cárcel pública, donde por bastante tiempo padecieron

El Maestre de allí a pocos días fue llevado a Valladolid y después pasado a la fortaleza de Portillo, donde se le tuvo en prisión bien estrecha y con mucha guardia, al cuidado dé Diego de Stúñiga, hijo del mariscal Íñigo de Stúñiga. Es probable que al principio no se determinó nada sobre su suerte, y que sólo se propuso al Rey que se fuese apoderando de los tesoros y estados del Condestable. Hízolo así, con efecto, de veinte y siete mil doblas que tenía en Portillo y de otras nueve mil que había en Armedilla. Después pasó los puertos con intención de apoderarse de las villas y fortalezas que tenía el Condestable en Castilla la Nueva y Extremadura. Mas no eran tan fáciles de rendir como se pensaba, y por la resistencia que hacía Fernando de Rivera en Maqueda, se vino en conocimiento de lo que costarían Escalona, Alburquerque, Toledo, Trujillo y las demás. Entonces fue cuando se resolvió la final perdición de don Álvaro. Todos le tenían abandonado: ni el obispo de Cuenca ni el de Toledo, ni otro prelado o grande alguno, ni el Príncipe y su privado, con quienes estaba en buena armonía al tiempo de su prisión, nadie, en suma, hizo el menor movimiento en su favor por vía de súplica o de amenaza. Hicieron pues sus enemigos entender al Rey que mientras él fuese vivo los defensores que tenía puestos en sus fortalezas le guardarían la fe jurada, y las mantendrían por él hasta la extremidad; y entonces mandó que se viese por los caballeros y letrados de su consejo el proceso mandado formar al Condestable, y le consultasen la pena a que se había hecho acreedor por sus delitos.

Son muy pocas las particularidades de este proceso que se saben con certeza. Las memorias del tiempo se limitan a generalidades vagas y a decir que fue condenado a muerte; pero no designan con especialidad los cargos que se le hicieron, ni tampoco si fue preguntado y oído como la equidad y las leyes lo requieren. Los procesos políticos van hasta donde quieren los que los mandan hacer. El que se formó entonces a don Álvaro de Luna, fulminado por el odio, la codicia y la venganza, llevaba envuelta consigo la catástrofe que le terminó; el que se formó después por sus descendientes para rehabilitar su memoria tenía en su favor el noble y piadoso motivo que le ocasionaba, y como ya no existían las pasiones rencorosas que mediaron en el primero, con los mismos supuestos que en aquél se le declaró inocente, y se dio por limpia de todo crimen su memoria. La justicia pudo violarse en un caso como en otro, y la diversidad especial consistía en el tiempo y en la inclinación del poder que dirigía el fallo, antes enemigo, después indiferente o favorable185.

De cualquiera modo que el proceso se hiciese, la mortal sentencia se pronunció, firmóla el Rey, y se dieron las disposiciones propias para ejecutarla. El Condestable fue sacado de la fortaleza de Portillo y llevado por Diego de Stúñiga a Valladolid, donde ya se estaban haciendo los preparativos del suplicio. Nadie tuvo ánimo para decirle a lo que le llevaban; pero al camino salieron como por acaso dos frailes franciscos del convento del Abrojo; uno de ellos fray Alonso de Espina, célebre teólogo y predicador entonces y conocido de don Álvaro. Trabó conversación con él y se puso a caminar en compañía suya, tratando de moralidades en general sobre los desengaños que da el mundo, y caprichos y reveses de la fortuna. Azoróse él con esta plática, y creyéndola preámbulo de otra más grave y funesta, preguntó al religioso si iba acaso a morir. «Todos mientras vivimos caminamos a la muerte, pero el hombre preso está más cercano a ella, y vos, señor, estáis sentenciado ya.» Entonces el Maestre, reponiéndose de su turbación primera, «mientras un hombre ignora, replicó, si ha de morir o no, puede recelar y temer la muerte; pero luego que está cierto de ello, no es la muerte tan espantosa a un cristiano, que la repugne y rehúse, y pronto estoy a ella si es la voluntad del Rey que muera.» El resto de la conversación fue consiguiente a este principio: rogó al padre Espina que no le desamparase en aquel trance, y así hablándole y consolándole llegaron a Valladolid, donde lo llevaron a apear a la casa misma de Alonso López de Vivero. Los mozos de la casa, que le vieron entrar en aquel modo, levantaron al instante un alarido disforme y empezaron a denostarle con palabras de insulto y de venganza, diciéndole que era providencia del cielo que viniese a morir a la casa del inocente que él había asesinado. Esta indignidad le hizo salir de la serenidad y entereza que ya tenía, y embravecióse bastante, creyéndolo hecho a cuidado por sus enemigos para hacerle beber el cáliz de la ignominia y de la amargura hasta las heces. Pero Diego de Stúñiga hizo callar a aquellos insolentes, y a ruego probablemente de los religiosos que le consolaban, fue sacado de allí y llevado a la casa de Alonso de Stúñiga, donde pasó la noche en consuelos espirituales con el confesor y haciendo su testamento y demás disposiciones que su triste y dolorosa situación le permitía.

Al día siguiente (2 de junio de 1453186) luego que amaneció oyó misa, comulgó devotamente y se preparó para ir al suplicio. Pidió que le diesen algo con que bebiese, y le trajeron un plato de guindas, de que comió unas pocas, y después bebió una taza de vino puro. Cabalgó luego en una mula, y le sacaron por las calles a la plaza Mayor, donde estaba levantado el cadalso, voceando el pregonero la sentencia, que llevaba delante de él en una caña hendida. «Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor a este cruel tirano usurpador de la corona real, y en pena de sus maldades mándele degollar por ello.» Luego que llegó al cadalso lo hicieron desmontar, y subió las escaleras con resolución y presteza: adoró una cruz que estaba allí delante con unas hachas encendidas, se levantó en pié y paseó dos veces el tablado como si quisiese hablar al concurso que estaba presente. Acaso vio allí a uno de los dos pajes que le habían acompañado en la prisión, llamado Morales, al que había dejado la mula al apearse; y dándole una sortija de sellar que tenía en el dedo, y el sombrero, «toma, le dijo, este postrimero don que de mí puedes recibir». Alzó entonces el mozo el grito con doloroso llanto, que fue correspondido por los espectadores, hasta entonces embargados en un profundo silencio. Dijéronle al instante los religiosos que no se acordase de las grandezas pasadas, y que pensase sólo en morir como buen cristiano. «Así lo hago, respondió él, y sed ciertos que muero con la misma fe que los mártires.» Alzó después los ojos y vio a Barrasa, caballerizo del Príncipe; llamóle y díjole: «Dile al Príncipe mi señor que mejor galardone a los que lealmente le sirvan que el Rey mi señor me ha galardonado a mí.» Ya el verdugo sacaba el cordel para atarlo las manos: «¿Qué quieres hacer?» le preguntó. «Ataros, señor, las manos. -No hagas así», le replicó; y sacando una cintilla de los pechos, se la dio, diciéndole: «Átame con ésta, y yo le ruego que mires si tienes el puñal bien afilado para que prestamente me despaches. Di, añadió, ¿para qué es ese garabato que está en ese madero?» El verdugo dijo que para poner su cabeza después que fuese degollado. «Hagan de ella lo que quieran: después de yo muerto, el cuerpo y la cabeza nada son.» Éstas fueron sus últimas razones187: tendióse en el estrado, que estaba hecho con un tapete negro; el verdugo llegó a él, diole paz, y pasándole prestamente el cuchillo por la garganta para degollarle de pronto, le cortó después la cabeza, que colocó en aquel clavo. Allí estuvo nueve días, el cuerpo tres; y para que nada faltase de lo que se hace con los ajusticiados, en una palancana de plata puesta a la cabecera se echaba limosna para enterrarle, y el entierro se hizo en la iglesia de San Andrés, donde se enterraban los malhechores que eran muertos por la justicia. La cabeza se llevó allí a los nueve días. A poco tiempo fue trasladado con grande acompañamiento a San Francisco, donde él había mandado enterrarse en el testamento que ordenó la noche antes de morir; y bastantes años después, por diligencia y cuidado de aquel honrado y bizarro Chacón fue llevado a Toledo y sepultado en la suntuosa capilla de Santiago, que el Condestable en los tiempos de su gloria había erigido para su enterramiento en la catedral.188

Al tiempo en que los enemigos de don Álvaro completaban así en Valladolid la sangrienta venganza tan anhelada de su rencor, el Rey, después de rendida Maqueda, que Rivedeneira le entregó al fin por no caer en caso de rebeldía, tenía puestos sus reales sobre Escalona, donde estaban guarecidos y fortificados la viuda del Maestre y su hijo el conde don Juan. Su resistencia duró lo que la vida del Condestable; porque sabida su muerte, escucharon las proposiciones del Rey y se ajustó entre ellos un convenio, por el cual quedándose el Monarca con las plazas más importantes por su fuerza y consideración, dejaba las demás a la familia de don Álvaro. De los tesoros se hicieron tres partes: dos para el Rey y una para la viuda. La cédula en que se acordó esta concordia es del 23 de junio, y en su tenor se guardó todo respeto a la memoria de don Álvaro. Por eso es más de extrañar el contexto de otro escrito que suena hecho tres días antes, y se conserva en la Crónica, dirigido por don Juan II a las ciudades del reino sobre las causas y motivos de la prisión y castigo del Condestable. Atribuyóse entonces a Diego Valera, el cual se dejó llevar de su animosidad de tal modo, que además de no poderse leer por lo grosera y pesadamente que está escrito, contra nadie cae la invectiva más fuertemente que contra el mismo Rey. Difícil es persuadirse que éste autorizase con su firma semejante documento, que viene a ser una confesión vergonzosa de su incapacidad, y una disculpa, por lo mismo, del abuso que un privado podía hacer de su confianza. Cuando Valera defendía los derechos de la justicia en las cortes de Valladolid era un ciudadano honrado y un procurador de Cortes entero y respetable; más al extender este manifiesto es un escritor absurdo y fastidioso, infamador de su rey, cegado por la animosidad, hombre que se complace vilmente en dar estocadas en un muerto.

Ninguno de los grandes ocupó el lugar que quedaba vacío por la muerte del privado. Aún podía decirse que el Rey quería seguirse dirigiendo por sus máximas, pues llamó al obispo Barrientos, que tan parcial había sido de don Álvaro, y al prior de Guadalupe, para servirse de sus consejos en la gobernación. Fácil es de entender lo poco que podrían ayudarle estos dos buenos hombres en la difícil y estragada condición de los tiempos. Pero no hubo lugar para que se realizasen, en bien o en mal, las consecuencias de ésta y otras medidas que el Monarca pensaba adoptar a la sazón. La tristeza, la soledad, los cuidados, y también su mal régimen, a que se abandonó más después de la muerte de su ministro, debilitaron su complexión poco robusta: las calenturas, que de cuando en cuando le aquejaban, le acometieron con más rigor y tenacidad que solían, y sin ser bastante a resistirlas, falleció en Valladolid a 21 de julio del año siguiente de 1454. Su muerte fue tan miserable y pusilánime como había sido su vida: tres horas antes de espirar decía a su médico: «Bachiller Cibdad-Real, nasciera yo fijo de un mecánico e hubiese sido fraile del Abrojo, e no rey de Castilla.» Tenía harta razón en ello, y esto hubiera sido mejor para él y para la monarquía. Así en poco más de un año faltaron estos dos personajes, que al parecer habían nacido para andar juntos la carrera de la vida, supliendo el uno con su vigor y actividad el vacío que el otro dejaba con su incapacidad y desidia. Pudo el Rey, quejoso o prevenido, quitar la vida a su privado; pero la falta del privado abrevió sin duda los días del Rey, y el muerto se le llevó a la huesa consigo189.

Tendría el Condestable cuando sus enemigos le acabaron sobre sesenta y tres años, y todavía en aquella edad conservaba íntegros el esfuerzo, la agilidad, la viveza y aplicación, por donde se había señalado desde su juventud primera. Parciales y enemigos, todos convienen en los grandes dones de cuerpo y alma de que estaba adornado, y en que pocos o ninguno de los señores contemporáneos suyos le llevaban ventaja, ni aun le igualaban. Mediano de estatura, gracioso y derecho de talle, alcanzaba grandes fuerzas, y en todas sus acciones y movimientos mostraba una flexibilidad y soltura que jamás perdió, porque siempre se mantuvo en unas carnes. Vestíase bien, armábase mejor, y sea que persiguiese las fieras en la selva, o que se ejercitase en los torneos, o que arrostrase los peligros, en las batallas, siempre se mostraba gran jinete, gran montero, diestro justador y valentísimo soldado. Sus ojos eran vivos y penetrantes, su habla algún tanto balbuciente; holgaba mucho con las cosas de risa, y apreciaba sobremanera las agudezas y artes del bien decir, especialmente la poesía, en la que alguna vez se ejercitaba. Su larga y constante conexión con Juan de Mena, príncipe de los ingenios de su tiempo, y hombre, tan respetable por su carácter como por su talento, hace honor al privado y al poeta. Era muy galan y atento con las damas, y fue muy discreto y reservado en sus amores. En hechos de guerra pocos de su tiempo se lo pudieron comparar; en sagacidad y penetración política, en tesón y atrevimiento, ninguno le compitió. Poro estas dotes eminentes fueron lastimosamente deslucidas con la ambición de adquirir estados, que no tenía límite alguno, con la codicia de allegar tesoros, todavía más vergonzosa; en fin, con el orgullo indómito, la soberbia, y acaso la crueldad inhumana190 de que se revistió en sus últimos tiempos y le enajenó las voluntades: como si fuera achaque necesario de la privanza excesiva no ejercerse nunca sin arrogancia y sin insolencia.

Cuatro siglos que han pasado desde entonces nos dan el derecho de juzgarle sin afición y sin envidia. Comparado con los émulos que tuvo, no hay duda que don Álvaro de Luna se presenta más grande que todos ellos: su privanza está bien motivada en sus servicios su ambición y su poder disculpados con su capacidad y sus talentos. Pero si esta ambición y este poder, tan largo tiempo combatidos de una parte, y tan bien defendidos de la otra, se miden con el objeto y uso a que los dirigió el Condestable; si se pregunta qué engrandecimiento le debió el reino, qué mejoras las leyes, qué adelantamientos la civilización y las costumbres, el qué disposición y estatutos procuró afianzar para lo futuro la quietud y prosperidad del Estado, ya la respuesta sería más difícil y el fallo harto más severo. Porque no de otro modo juzga la posteridad a los hombres públicos, y el bien o el mal que hicieron a las naciones que mandaron son la única regla por donde los aplaude o los condena.