—193→
De intento por no interrumpir el hilo de nuestros juicios, hemos demorado hasta ahora dar cuenta de una controversia literaria en que el bueno de Pedro de Oña se vio envuelto cuando trabajaba en la composición de su Arauco domado. Túvose noticia por primera vez de este pequeño incidente de la carrera literaria de nuestro poeta después que uno de nuestros más distinguidos historiadores adquirió en España una copia de los manuscritos que la referían, escritos en letra de fines del siglo XVI, justamente en la época en que ocurrían los sucesos215.
Fue el caso que un tal Sampayo pretendió colocarse, no sabemos por qué causa, en el número de los pocos destinados a subir hasta el Parnaso. Irritose el licenciado de semejante atentado y dirigió al audaz, ocultando su nombre, un soneto satírico. Respondió el aludido y se armó la disputa; y tan bien respondió, que el agresor, llevando la peor parte, tuvo que confesar que igual derecho —194→ asistía a los dos para beber de aquellas aguas escogidas que sólo corren por las laderas del monte tantas veces celebrado.
Vino esta contienda a demostrar que la musa del poeta de Arauco estaba muy distante de amoldarse al tono ligero, hiriente y fácil del escritor satírico. Renunció una vez a su seriedad y salió mal, tan mal como podrá el curioso verlo en el Apéndice, donde insertamos las piezas de que hacemos mérito y las apreciaciones que han merecido al autor del Bosquejo histórico de la Poesía chilena.
Después de la publicación de la primera «labor que salía de sus manos», el licenciado probablemente se dedicó al ejercicio de la carrera para la cual había sido educado y que debía serle grata216. Acaso en los ratos en que no hojeaba expedientes, trabajaba con el despacio que se había prometido, las estrofas de los dos poemas en embrión que anunciara anticipadamente al público y que en definitiva venían a constituir un verdadero compromiso de su parte para con el virrey Hurtado de Mendoza. Es cierto sí que éste no había alcanzado a oír en Lima las numerosas y exageradas alabanzas de que se le hizo objeto en el Arauco domado, pues ya desde 1595 se encontraba en España de pretendiente cortesano.
Lo que no admite duda es que en un libro que apareció en Lima el año de 1602 con título de Constituciones y Ordenanzas de la Real Universidad de San Marcos217, se registraba el Soneto siguiente en honor de la «florestísima Universidad de los Reyes, dedicado al glorioso evangelista San Marcos, que tiene por símbolo al león, y acrecentada por el león de España nuestro muy católico rey Felipe III. El menor hijo de ella Pedro de Oña».
¿Significaba esto un progreso? ¿Había depuración en el gusto? Por el contrario, la tal composición no pasa de ser un conjunto de versos amanerados, que se procura hacer lucir con las gruesas hipérboles y las más alusivas y lisonjeras metáforas al rey y a los sabios oficiales. Era justamente el caso de aplicar el célebre parangón de Boileau; ¿pero cómo el pequeño poema podría siquiera leerse al lado del Arauco domado?
Esta muestra del ingenio llegado a Lima del valle de Angol, fabricada en honor de aquella ilustre corporación, estaba, sin embargo, destinada a no quedar sin recompensa, pues al menos ella no se olvidó de Pedro de Oña, «su hijo menor.»
En 1596 navegaba en busca de las costas de la Nueva España «desde los riquísimos reinos del Perú, más por curiosidad de verlas que por el interés que por sus empleos tenía» un cierto Diego Mexía; pero quiso su mala suerte que antes naufragase la embarcación en un paraje llamado el golfo de los Papagayos, desde donde emprendió por tierra una larguísima jornada. Mexía, que sabía de latín, compró a un estudiante que halló al paso, una colección de las Epístolas de Ovidio Nasón con el laudable objeto de leerlas una a una y acortar así el camino. Tantas trazas se dio para leerlas y tanto duró el camino que cuando llegó al término del viaje se encontró sin saber cómo con que había puesto en verso castellano catorce de las veintiuna epístolas que componían la colección.
Entusiasmado con resultado tan lisonjero, dio cima al trabajo iniciado, y al fin y al cabo se resolvió a enviar años después desde —196→ Lima a España los originales para que se publicasen, (puestos bajo la protección de aquel mismo alcalde Juan de Villela que tan lisonjera aprobación prestara al libro de nuestro licenciado) como en efecto lo hicieron cajistas de Sevilla el año de 1609, con el título de Primera Parte del Parnaso Antártico de obras amatorias218.
Libro tan docto y tan honorífico para las letras americanas, no podía pasar desapercibido para la Universidad de San Felipe y San Marcos de la ciudad de los Reyes, como que ella daba el tono del buen gusto y del saber. Para expresar la aprobación que el trabajo le merecía, quiso la encopetada Academia que en los preliminares de la obra fuese alguna palabra suya, uno de esos elogios acostumbrados y tan embusteros, pero que tan indispensables eran para el autor deseoso de no salir deslucido. Acordáronse entonces los doctores de aquel estudiante que tan reconocido se mostraba a las aulas del establecimiento universitario, según lo había demostrado en el Soneto que registraban las Constituciones, —197→ y que por añadidura contaba con el timbre de haber celebrado las hazañas de un virrey.
Salió, pues, de nuevo a lucir Pedro de Oña, con su indispensable título de «licenciado», y escribió en nombre de la Antártica Academia de la ciudad de Lima en el Perú, este Soneto:
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—198→
¡Nuevo desencanto para el crítico ávido e incorregible! Busca la inspiración, rastrea un pensamiento original, una frase bien cortada, y sólo halla, como siempre, mucha prodigalidad de vanos y repetidos elogios, comparaciones triviales a fuerza de uso; ¡ni un destello de armonía y sólo la más desesperante vulgaridad! A haberse juzgado estas últimas producciones del licenciado, cualquiera diría, y con razón, que decaía visiblemente, que las halagüeñas esperanzas que dejara concebir de mozo, el viento se las había llevado lejos. Por fortuna, no pasará mucho sin que nos sea dado registrar algo del indiano más notable por cierto, que las dos piezas que hemos transcrito.
Cuentan las crónicas219 que allá por los años de 1609 un furioso temblor sacudió la ciudad de los Reyes, de ordinario tan tranquila.
Un temblor en aquellos siglos era algo más que un acontecimiento puramente natural: como no aparecían sus causas y sus efectos se hacían demasiado manifiestos, luego las gentes decían ¡castigo de Dios por nuestros pecados! y venía el llanto y las penitencias y los propósitos de enmendarse para siempre. Seguíanse después las rogativas y en adelante por cada año la conmemoración solemne del terrible cataclismo.
En nuestra Biblioteca Nacional existe un manuscrito (tal vez copiado de un impreso) intitulado Verdadera relación en que se da cuenta del temblor del año 1746. -Romance, en que vamos a ver expresadas, las creencias contemporáneas sobre la materia.
Su autor, que era limeño, (aunque desconocido) principia por advertir:
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Hace en seguida notar el autor que era Lima
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y después de estos versos tan poco armoniosos, agrega que la circunstancia de haber acontecido el suceso en día viernes era de por sí bastante vaticinio.
Cuando quiere entrar ya a referir el destrozo del temblor, exclama en tono de queja:
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Pero en esa pintura donde pudiéramos esperar que se hallase alguna frase siquiera sentida, se limita a decir:
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y cree excusarse con expresar sencillamente
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Pero es de reírse cuando interroga a la tierra en estos términos:
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y la tierra le responde:
¿No he de temblar cuando | |||
enojado al cielo miro, | |||
y con razón, pues yo más | |||
que otras tierras lo he ofendido? |
—200→
Sin duda que era este un bonito tema para escribir versos muy donosos, y más todavía que cultivo de las letras, una buena obra para recordar a la imaginación del pueblo con la cadencia del ritmo aquellas señales manifiestas de la ira de Dios. Aquel hombre tan religioso y timorato que conocimos escribiendo con tanta facilidad el Arauco domado, resolvió acometer empresa tan tentadora, púsose a la obra sin más dilación y ese mismo año de 1609 circulaba en Lima un librito en 8.º, que decía en su primera página El temblor de tierra de Lima220, que, aunque no nos ha sido posible consultar, sabemos de buena tinta que se componía de un sólo canto y estaba dividido en octavas221.
—201→
Pasó uno y otro, muchos años, y nadie había vuelto a oír hablar del licenciado Pedro de Oña: pero he aquí que de repente, treinta años cabales desde la última vez que su nombre había aparecido en letras de molde, corría por Sevilla un libro que llevaba a su frente con la fecha de 1636222 nada menos que dos aprobaciones, una del famoso doctor don Juan Pérez de Montalván y otra del más famoso todavía don Pedro Calderón de la Barca concebida así:
«Por mandado de V. A. he visto un poema sacro, que su autor intitula El Ignacio de Cantabria; aquel soberano patriarca fundador de la sagrada religión de la Compañía de Jesús: está escrito con el decoro, la agudeza, el celo y la atención que requirió tan grande asunto. No sólo no he hallado en él pequeño inconveniente, —202→ pero antes mucha utilidad, porque debajo de la numerosa suavidad de los versos, está más apacible la ejemplar enseñanza de sus virtudes».
Después de estos honrosos testimonios, en que era muy curioso de ver agrupadas las firmas de los mejores ingenios de ambos mundos, venía la constancia del privilegio concedido al autor, otorgado ante Francisco Gómez de Lasprilla, secretario de S. M.; y que se extendía hasta diez años «para que él o quien su poder tuviere, pudiera imprimir el libro». No se fijó tasa de privilegio porque la obra no estaba destinada a venderse, según es de presumirlo del tema sobre que versaba como de la dedicatoria que la precedía223.
Decía Pedro de Oña en esa pieza, dirigiéndose a la Compañía de Jesús, «ilustre y religiosa familia del gloriosísimo patriarca San Ignacio de Loyola»: «Pongo en vuestras manos nuestro Ignacio, y mío... Coronado os le devuelvo, cual héroe al común orden superior, pero con los lauros estériles que los Parnasos de la inculta América pudieron ofrecer a tan altas sienes... Coronáis nuestro Ignacio, imitándole; coronad el mío admitiéndole; puesto que por ser mío (dad licencia a mi afecto, dadle a mi desvelo piadoso, ocupado por quince años en seguir con el vuelo de mi pluma sus glorias, para que así le llame) no ha perdido el ser vuestro... Vuestro es el que a expensas de nuestra beneficencia en honrarme sale de la oficina de mis musas laureado y vestido... Así que, a logro he puesto mis desvelos en ilustrar a Ignacio, y la devoción de mis votos en dedicárosle (cual pude, no cual quise) pobremente ilustrado... Ni solamente pido sino recibo de nuestro heroico padre (como espero) los laureles de inmortal gloria; de vos, esclarecida Compañía, la corona, de vuestra protección minerval, que —203→ mayor no pudo aspirar mi deseo, y que apenas mi mérito igualará».
Esta dedicatoria o prólogo verdaderamente entusiasta, ofrece a los ojos del literato un marcadísimo interés y datos de bastante importancia sobre el autor y sus tendencias.
Ocurre desde luego fácilmente el tesón inquebrantable con que durante quince años se ocupara Oña en hilvanar las octavas del poema que al fin se resolvía a dar a luz; su afecto decidido por toda creencia religiosa conforme con sus ideas; y la humildad de su carácter devoto que llevaba a única gloria el que se le admitiese como cantor de los altos hechos y virtudes de Ignacio. Era manifiesto el progreso operado en su espíritu por sus inclinaciones primeras, pues, como dice el señor Amunátegui, «a medida que se iba envejeciendo y aproximando a la tumba, los objetos tomaban a su vista tintes más oscuros, como al sepultarse el sol en el ocaso las sombras de la noche comienzan a cubrirlo todo con un fúnebre crespón; junto con los años las ideas religiosas le iban invadiendo y dominando cada vez más; al Arauco domado sucedía el Ignacio de Cantabria, al poema profano, el poema sagrado»224.
Pero más que estas apreciaciones generales interesan al lector algunas noticias sobre la obra, sobre su argumento, su versificación y su estilo, las doctrinas que proclama, y por eso nos anticipamos ya a su impaciencia.
Formuló Oña el asunto que se proponía cantar en las dos primeras estrofas de su trabajo, que comienzan:
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proponiéndose de este modo referir tanto las altas pruebas a que Ignacio fue sometido en su peregrinación por el mundo, como la propagación de la sociedad que formara.
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Pijada ya en el suelo la hora en que han de comenzar a moverse sus actores, se remonta el poeta hasta el trono del Altísimo. Los santos más grandes del cristianismo discuten allí en una especie de cónclave los sucesos principales de la historia de España.
Compara de la manera siguiente lo que pasa en la tierra y lo que sucede en el cielo.
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Pide Elías:
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San Pedro, a su vez, acordándose de Lutero, pregunta al Criador:
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Les dijo:
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Al fin
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—206→
Conócese ésta a primera vista por la muchedumbre que se agrupa a la puerta de la alcoba del «joven floreciente».
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Lib. I, fol. 11 v. |
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Entregábase Ignacio, abrazado de un crucifijo sangriento a todos los terrores y angustias de esa hora suprema; se reconocía pecador, pero la esperanza no lo abandonaba: moría resignado.
En tales circunstancias llega el mensajero celestial y anuncia al enfermo que ha de recobrar la salud, que se le destina para grandes empresas; que larga y estrecha sería la jornada, pero que al fin estarían también la recompensa.
Había sido este un sueño deleitoso: cuando despertó, un perfume sobrenatural saturaba la estancia, y ya no estaba enfermo. Reconoce entonces la verdad de lo que le ha pasado y se entrega a largos coloquios sobre la escasez de sus fuerzas para lucha tan gigantesca como la que se le aguarda.
Al fin de prepararse a ella, empieza Ignacio dura penitencia; huye de la compañía de los demás, y a veces se le sorprende sollozando.
Un criado
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alarmado con lo que sucede, refiere al hermano mayor de Ignacio (cuyos pasos ha seguido):
—207→
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Lib. II, fol. 18 v. |
Preocupado a su vez el jefe de la familia con nueva tan extraña, resuelve llamar al hermano menor. Un día lo conduce bajo un precioso emparrado que había en la casa y allí sentado, le dice: tú desde muchacho has mostrado afición a la guerra; la corte de Fernando te conoce; glorias te han dado las campanas que hicistes en Francia, y como al último de los doce hermanos que fuimos, parece que la Fortuna se empeñó en arrullarte. Tú que eres, pues, la esperanza de nuestra casa, que tanta honra parece aparejarte el porvenir, ¿rehúsas ya al mundo? ¿Acaso tras el duro casco y la coraza no pueden esconderse los cilicios, si es que penitencia te llame?
A este razonamiento Ignacio responde.
Con un si acento equívoco, no doble
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Satisfecho con la respuesta; se va Martí a dar un aseo a caballo, mientras que Ignacio se recoge a sus habitaciones. Bellísimos cuadros profanos adornaban las paredes: por aquí se ve al joven Teucro.
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más allá un domador de monstruos perseguido por el dios tirano; —208→ por acá, cierto rey se viera desconocido «por no perder de vista un mirar tierno». Poseído de un santo furor, el joven desearía destruir esos cuadros mundanos, pero porque no sospechen en la casa la fuga que medita, se contenta con volverlos. Se pone en seguida a contemplar una imagen de la Virgen María que sostiene en sus brazos al niño Jesús. En el recogimiento profundo a que se entrega va el poeta a sorprenderlo, revelándonos el ideal que formaba de una vida perfecta y la escasez de medios que reconocía tener para la gran empresa que se le ha anunciado.
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Queda el joven turbado en un principio; mas, con las lágrimas que comienzan a desprenderse de sus ojos recobra una tranquilidad apacible. En el éxtasis que sucede tiene una visión en que divisa lo que pasa en las alturas celestiales, serafines que pulsan acordes liras, querubines que cantan en coro. La segunda jerarquía «y su dominación» celebra las glorias de María al son de dulcísimos violines; las virtudes a una cantan en vihuelas; las potestades en el órgano; cantan los principados; el escuadrón de los volantes,
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Júntanse todos a una voz y en medio de los cánticos de alabanza preguntan a la Virgen Santísima, a quién del suelo baja, quién es aquel a que tanta gloria se concede.
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Al dejar la virgen aquellas regiones llenas de armonías, va pasando en revista todos los planetas, hasta que llega donde Ignacio; le da una cinta
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la cual, cayéndole al joven a manera de estola sobre los hombros
—209→
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Con esto, huye al «Ángel toro», haciendo temblar los montes, brotando espuma y sangre; con blasfemias horribles
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Ignacio, entre tanto, guarda «sabio silencio».
Resuélvese al fin a partir acompañado de dos sirvientes de confianza, a quienes despide a poco trecho, al tomar la dirección de Monserrate. Pasa por ahí la noche atormentándose para vencer la carne rebelde, hasta que amaneciendo ya, percibe en lo alto de un árbol un ruiseñor que lo pronostica la larga serie de descendientes que le aguardan con el tiempo, cual a Abraham profetizara el ángel en su visión.
Prosigue la marcha y topando con un moro, se entretiene con él largamente, discutiendo sobre la Concepción de María; se acaloran a poco; ocurre Ignacio a su espada; ya lo sigue, ya se detiene, hasta que llega así a un paraje en que el camino aparecía dividido en dos, uno ancho y otro áspero y angosto, el cual elige el caballo, suelta la brida.
Espoléalo, con todo, el jinete; pero entonces, ¡oh! ¡prodigio sin igual! se detiene el bruto y le habla, postrado de hinojos; y, cosa más rara todavía, es el caballo el elegido por el poeta para que pronuncie estas palabras que han de disuadir al acalorado caballero que siga en persecución del moro blasfemo:
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Rásgase con eso el cielo y una voz en tono grave anuncia la batalla de Lepanto y las glorias que la casa de Austria reserva en lo porvenir a España.
Después de estos prodigios, Ignacio trata de pariente a su caballo —210→ y no lo monta ya más, continuando a pie hasta el monasterio de Monserrate. Encuentra a su paso una posada y se compra las armas que le han de servir en los combates que se prepara a librar.
Como hallase cerrada la puerta del convento, repasa en la memoria su vida pasada, preparándose para una confesión general; y encerrado por fin en su celda se entrega lo Ignacio a una vida contemplativa, llena de visiones sobre la Virgen y el cielo. Doma sus pasiones; la fama de sus virtudes crece a poco en la comarca: ¡el ángel rebelado se siente ya vencido!
Pero antes de confesarlo quiere ensayar una prueba. Toma una enorme bocina de bronce y la hace resonar por todos los ámbitos infernales, convocando a sus subordinados. Al ruido que los llama, acuden
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Llega la «turba ingrata» al palacio de Plutón, en cuyo umbral se asientan la muerte,
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Después de describir así el poeta al dios de los infiernos, le atribuye un largo discurso en que pinta la situación a que puede conducirlo la cruzada que Ignacio va a emprender contra sus fuerzas. Azuza pues a sus legiones para que caigan sobre el enemigo:
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Lib., VI. fol. 96 v. |
Muy pronto, signos precursores anuncian al hijo de Cantabria la tormenta que lo va a envolver; supone el poeta que se verá en medio de ella como los bajeles, juguetes de olas enfurecidas, y en este estilo figurado continúa por largo trecho hablando de las costas desolados, de los terribles naufragios, etc.
Comienzo al fin la batalla. Ignacio
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Lib.,VII, fol. 104 v. |
Entáblase una conversación en que Ignacio sale vencedor merced a su humildad, pues se ocupaba a ese tiempo en hablar de Dios a unos pordioseros, y cuando oye las razones del provocador se acerca más al pobre y «la mendiga ropa le besa humilde».
Vienen a continuación el Tedio y el Qué dirán a probar también sus armas en aquel torneo, y salen derrotados.
—213→
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Id., 108 v. |
Al fin y al cabo, el triunfo es completo. La fatiga rinde, sin embargo, al denonado paladín, que pregunta a Dios hasta cuándo durará el temporal, pues las aguas han entrado al último aposento del alma «cuya lengua sale a nado». Victorioso en una segunda lucha, que de nuevo se empeña entre aquellos esforzados campeones, cuando ya sus fuerzas las siente agotadas, prémialo Dios desplegándole en sueños ante su vista las maravillas de la creación.
En estos términos pinta el poeta aquellos momentos solemnes:
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Lib. VIII. |
—214→
Orando en la cumbre de un monte, ve patente la Eucaristía, y un coro de ángeles que viene a entonar un himno le habla de teología y le esclarece algunas dudas que abrigaba respecto de las penas eternas, las jerarquías celestiales, etc.
Sintiéndose enfermo, se recoge a un hospital, donde lo creen muerto a consecuencia de un éxtasis que le duró siete días, y que tuvo en compensación de otros siete que ayunara cuando recién convertido.
En un viaje que emprende a Barcelona calma una recia tempestad con solo su palabra. En el camino de Roma, hallándose en una hostería ve que dos soldados quieren abusar de una dama, la protege y ella le refiere su historia.
En la ciudad eterna no deja iglesia que no visita, reliquia que no examina. Parte después para Venecia. En una de sus jornadas se le aparece Jesús para confortarlo. Dentro de los muros de la «reina del Adriático», un noble arenga al Senado, expresando que ha tenido una visión en que ha divisado a un justo durmiendo bajo un portal mientras él descansaba en mullido lecho; hace indicación para que se busque, a fin de que por su mediación se consiga del cielo que cese la peste que aflige al pueblo. Ese justo es Ignacio.
Continuando sus peregrinaciones, se embarca para Chipre y como los marineros de la nave intentasen abandonarlo en un lugar desierto un viento furioso levantado de repente se los impide.
Llega hasta Jerusalén y vuelve a Venecia a tiempo de presenciar un duelo entre dos soldados, a uno de los cuales absuelve moribundo.
Tal es el argumento de la obra, que hemos procurado diseñar fiel y prolijamente de entre el dédalo de disertaciones teológicas en que se encuentra casi perdido. Creemos, en cambio, que el lector habrá podido apreciar de una manera cabal, tanto la inventiva del licenciado como las bellezas y defectos que la envuelven, según el especial cuidado que hemos tenido de presentar el asunto, en cuanto ha sido posible, con las mismas palabras del autor. Fácil es notar que la acción marcha con extrema lentitud; en —215→ vez de la vida y movimiento que respiran otros poemas sólo se hallan en éste eternas descripciones de las miras y tormentos espirituales del héroe. De aquí la pesadez del libro y su falta de interés.
Hay dos hechos que conviene dejar establecidos con el estudio del Ignacio de Cantabria, útiles para el conocimiento de la vida y carrera literaria de su autor: el progreso de sus ideas religiosas y el cambio radical de su versificación.
Cuando salía la primera labor de sus manos, Oña daba expansión a sus inclinaciones religiosas sembrando en el Arauco domado reflexiones morales importantes para la vida humana, como decía Villela; cuando el curso de los años carga ya sobre él, entonces no se preocupa de filosofía ni de moralidades y toda su atención se absorbe en el misticismo más exaltado, pues si en aquel trabajo se admiraba al hombre timorato, en este Ignacio de Cantabria se percibe un trasunto del anacoreta.
Los versos de su primera obra corrían sin trabajo y sin esfuerzo, como que se desprendían de una pluma llevada a escape; pero en la última, pesa cada frase, busca las trasposiciones por violentas que sean, parodia el estilo poético y lima sus estrofas por espacio de quince años.
Es cierto que en aquella ocasión se ocupaba de las guerras de los hombres, y en ésta de las luchas religiosas de un fraile y de las conversaciones de Dios y de los santos. Su lenguaje se tornaba de aquel andar ligero que vistió los hechos de don García en el rebuscado y confuso que ensalzaba las virtudes de Ignacio de Cantabria. Pero ¡cosa singular! al paso que cuando joven sus palabras eran siempre cultas y casi en todo dignas de la poesía, más tarde desciende a gran prisa y se hacen bajas y hasta groseras. Esta cualidad que la habrá notado el lector atento en más de uno de los versos que hemos trascrito, se hace más imperdonable que nunca cuando trata de los más elevados asuntos que al hombre le sea dado remover con su pluma. Su gusto declinaba rápidamente; puede decirse que estaba completamente estragado.
Basta recordar la pintura que hace de las mansiones celestiales. —216→ Dice muy bien a este respecto el señor Amunátegui, «esto de retratar al Ser Supremo en su naturaleza íntima y prestarlo un lenguaje conveniente para hacerle entrar en conversación tirada con los santos, es una empresa muy ardua, que requiera fuerzas sobrehumanas». Los más insignes poetas que la humanidad entera ha producido ya sabemos cuantos esfuerzos de talento y cuanto de su genio han necesitado siquiera para hacerse perdonar sus páginas relativas a lo que es difícil soñar. Oña, por lo tanto, no debió apurar sus fuerzas y contentándose mejor con un tema no tan difícil y no por eso menos interesante, habría cosechado más aplausos y menos desdén.
Pero sus pinturas del infierno son todavía peores, si cabe, y lo que es más grave, ha cometido en ellas el contrasentido de ocurrir a los poetas paganos, especialmente a Virgilio, para podernos, decir lo que allí pasa. Ya que escribía un poema católico y más que católico esencialmente místico, absurdo era, inspirándose en las Sagradas Escrituras y hablando del arcángel Miguel, venirnos a contar lo que a ese respecto ideó la antigüedad pagana y escribió con el encanto del lenguaje que hace inimitable la Eneida. Y todavía tiene la desgraciada ocurrencia de poner en acción seres tan imaginarios como Amor propio, el Tedio, etc., que no estaban llamados a contribuir en nada al interés.
Pero no era entonces la primera vez que el poeta chileno imaginaba descender a las regiones del dolor donde ausente reina la esperanza. Se recordará que cuando don García, el otro predilecto de su corazón, fue a la conquista de Arauco, se congregaron los negros habitantes del abismo para procurar perder al joven guerrero. Mas, el bosquejo que entonces hizo, aunque se veía deslustrado con la misma deplorable confusión del elemento cristiano y mitológico, siquiera tuvo en aquella ocasión acentos no del todo destituidos de agrado. Hablando del barquero Carón, había dicho:
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Canto IV, pág. 99. |
lo que ni está mal expresado ni carece de inventiva. No se atrevió en aquel lance a describir al «azufrado rey del hondo Averno»; pero, además de que no era estrictamente exigido por el fondo del asunto, supo medir sus bríos y no se aventuró por regiones tan oscuras como llenas de escollos para el poeta. Más tarde cobró alientos y tendió libremente sus alas, pero con desgracia, pues, cual el Ícaro de la fábula, a poco andar dio en tierra con estrépito, falto de inspiración y entre el bostezar de sus oyentes.
El poeta había vuelto también en su nueva obra a cantar en el metro típico de la octava real (que había abandonado en el Arauco por otra de su invención) durante los doce libros que comprende la primera parte del Ignacio de Cantabria, unos seis mil versos en todo.
Oña dejó inconclusa su segunda obra de largo aliento, como había quedado el monumento que dedicara al virrey del Perú, y es indudable que jamás catálogo alguno o erudito bibliógrafo registró después una segunda parte225.
Ante el juicio de sus contemporáneos lo que más contribuyó a cimentar la reputación de que el poeta chileno aún en Europa disfrutó, fue su Cantabria. Nada menos que el mismísimo Lope de Vega Carpio le dirigió en su Laurel de Apolo la estrofa siguiente:
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A pesar de este magnífico encomio, no debió gustar mucho la obra del licenciado, si se atiende a que nunca tuvo una segunda edición. La posteridad ha sido aún más severa, si hemos de prestar oído a los críticos que alguna vez han hojeado el libro de Oña. «Su único mérito -expresa Gayango227-, consiste en algunas octavas fáciles»; el fastidio que se experimenta en su lectura, añade el señor Amunátegui, es tan mortal que estaríamos inclinados a definirla, opio en páginas». Hoy nadie la lee, y por la escasez de sus ejemplares ha llegado a ser una verdadera curiosidad literaria que los chilenos debieran buscar con empeño.
—219→
Era el 26 de Agosto de 1633 años. Reunidos en su sala se hallaban ese día los cabildantes de la ciudad de Santiago y grave debía ser el negocio que los ocupaba a juzgar por lo que se decía de puertas afuera.
Era el caso que el presidente del reino don Francisco Lazo de la Vega, después de haber adolecido largo tiempo de una cruel enfermedad, había tenido una tarde la feliz inspiración de solicitar del reverendo padre guardián del convento de San Francisco que le enviase, por ver si mejoraba, una reliquia del bienaventurado Francisco Solano que habiendo muerto hacía poco en Lima, llenaba ya aquellas ciudades con la fama prodigiosa de sus milagros.
El guardián, que era hombre asequible, no se negó naturalmente a una súplica tan humilde y envió al afligido gobernador la reliquia que pedía, la cual «al entrarla por la cuadra donde el doliente esperaba por instantes el último de la vida, hizo que saliese la enfermedad».
«Descubrió don Francisco su corazón al cabildo, justicia y regimiento de la ciudad y, en especial, a su corregidor el general don Diego de Jara Quemada y a sus alcaldes ordinarios que con pío —220→ y santo celo hicieron propia la acción. Entraron en su ayuntamiento, que particular hicieron para tratar este negocio, donde confiriéndolo determinaron se diese parte cerca dél a los padres teólogos de las religiones para que viesen lo que se podía hacer en honor y veneración del venerable padre fray Francisco Solano».
Nombrados los comisarios y propuesto por ellos el caso a los prelados de las religiones, éstos después de conferir largamente el asunto con los teólogos de más nota, habían llevado escritos aquel día sus pareceres.
Hecha relación del asunto por el general Jara Quemada, y de lo actuado hasta ese momento, «dijeron los señores capitulares, sin que en esto hubiese discordancia, ni capítulo alguno previo, que todos miran y desean que se pida al santo su favor y protección para con Dios Nuestro Señor, y en este reino por sus culpas necesita dellas para que Su Divina Majestad aplaque su indignación y la mire con ojos de piedad y misericordia; [...] conformándose con los dichos pareceres, propusieron tener al bendito padre fray Francisco Solano por patrón y abogado de la paz deste reino, en conformidad de lo que hizo la ciudad de los Reyes, [...] para que como tal se la dé en la guerra que se tiene con los indios rebelados dél y le favorezca y ampare en todas sus necesidades: [...] y que ahora en demostración de tan cristiano y devoto afecto se jueguen en su memoria toros y cañas, y se pongan luminarias en todas las casas de esta ciudad: y dichas fiestas se continúen y agreguen a las que con tanta piedad y veneración hace al dicho esclarecido fray Francisco Solano el señor presidente y gobernador don Francisco Lazo de la Vega, y que con todo cuidado este cabildo suplique a su Santidad se sirva beatificarle y canonizarle, y lo firmaron. (Siguen doce firmas). Ante mí. -Diego Rutal, escribano público228.»
«Ordenáronse las fiestas y regocijos. La primera acción, y la de ingenio, que fue un certamen poético, se sacó de las Casas Reales y palacio, a los veintiocho de agosto, domingo a la tarde, delineada en limpísima vitela la Fama con dos alas, que tomando vuelo —221→ resonaba su trompa, que traía aplicada a la boca, demostrando no había que temer se acabase la del bendito padre fray Francisco Solano, porque a fuer de ser justo, era eterna para desempeño de la palabra divina: In memoria aeterna erit justus.
»Traía en el brazo derecho escrita del verso cuarto del Salmo 18, esta letra: In omnem terram exibit sonus. Y en el siniestro, una tarja en que ingeniosamente estaban escritas al modo de laberinto estas dicciones: PATRÓN DE CHILE SOLANO.
Con el índex de la mano diestra señalaba en tres certámenes las diferencias de versos, e intentos sobre que se habían de glosar, señalando para los que se aventajasen varios premios de plata, cortes de tabí y damascos, finas medias de seda, y un corte rico de clavo pasado...
»Y porque la brevedad y concisión que llevo no permite detenerme en todo, solo pondré la redondilla del primer certamen sobre que habían de ser las principales glosas, por ser del ingenio y devoción del muy docto y noble consejero de Su Majestad, el doctor don Cristóbal de la Cerda Sotomayor, oidor más antiguo de aquella Real Audiencia. Decía así:
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Jueces: el ilustre presidente, el reverendísimo doctor don Francisco de Salcedo, obispo de aquella diócesis, y el muy reverendo padre maestro fray Juan de Ahumada, provincial del orden de predicadores.
»A este certamen ceñía en circuito rica tela azul y oro. La asta era de plata, en que con preciosos lazos de bien obrados cordones de seda verde, que remataban borlas de una y otra, parte suspensas hasta la mitad del certamen, le mostraba patente a todos; llevando en la mano diestra uno de los capitanes del ejército del reino, a caballo ricamente aderezado y enjoyado de diamantes, que le publicaban festivo. Acompañábanle las justicias de la ciudad, su cabildo y todo lo noble, con que fue muy copioso el acompañamiento. —222→ El aplauso de todos los conventos fue unísono, repique de campanas, desde que las daba el cartel, hasta que le volvieron al lugar de donde había salido.
»Martes seis de setiembre, se hizo un alarde general, y se formó el campo por orden del gobernador presidente. Dijo el día con la representación. Ya se deja entender que en reino que profesa las armas, sería ocioso si intentara particularizar los capitanes, los ministros y demás oficiales. Conociose en la puntualidad con que todos acudieron al marcial ejercicio lo jocundo de los ánimos.
»Miércoles siete de setiembre, al esconder el sol sus luces, no se echó menos su falta, porque sus luminarias, que en todas las casas de la ciudad lucían, convirtieron en día la noche; los caballeros con primor y destreza corrieron hachazos, sin que alguno pretendiese excusar la acción.
»Jueves ocho de setiembre, salió del colegio Seminario del Ángel Custodio una bien ordenada e ingeniosa máscara, compuesta de variedad, madre de toda hermosura. Diela principio un maestro de campo, galantemente vestido sobre un cuatralba, que hace humano sentimiento al son de acordadas cajas, que iban delante.
»Siguiose una danza de seis gigantes, acompañados de seis enanos, que tejía un monstruo de siete cabezas.
»Los elementos siguieron después por su orden. El fuego sacó el vestido de su natividad, y sin permitirse al arte, naturalmente despedía su actividad centellas, sacudía llamas. El agua vestía blanco, virtiéndose por la boca de un búcaro de cristal. La tierra hizo ropaje verde de las flores y yerbas, de cuya variedad iba sembrada, y cornucopia debajo del brazo llena de frutas.
»Después de los elementos se siguieron los tiempos. La primavera iba como quien es, llevaba cuatro niños a los lados, coronados de flores, y esparciéndolas. El estío vistió amarillo, y se coronó de espigas. El otoño sacó vestidura naranjada, cuya guirnalda adornaban varias frutas. Acompañábanle cuatro niños ingeniosamente dispuestos. El invierno salió debajo de fieltro, con cuatro niños a sus lados que vistieron pellones, representando muy al vivo su papel.
—223→»A los planetas y tiempos siguió la compañía de los dioses de los cielos, mar e infierno, según los pintan las fábulas.
»Dio principio la luna, vestida de blanco, y de la misma color el caballo en que iba.
»El dios de las ciencias Mercurio, llevaba a su lado la diosa Minerva su hermana, ambos vestidos de rico terciopelo carmesí, y tela blanca con muchas joyas, y pedrería, y coronados de laureles, y sobre éstos, borlas de todas ciencias y facultades, esfera en la mano, y Mercurio una trompa. Llevaba en la cabeza, y en los hombros alas y en su acompañamiento doctores con capirotes y borlas.
»El sol, presidente en el cuarto cielo, iba vestido de carmesí, todo cercado de rayos de oro; iba solo como sol.
»El quinto lugar tuvo Marte con su mujer Belona: aquel armado de punta en blanco, y ésta ricamente enjoyada. Precedíales una compañía de gallardos soldados armados.
»Plutón, dios del infierno, vestido de negro y colorado, con bomba encendida en la mano, ocupaba el sexto lugar.
»Neptuno, el séptimo, con vestido azul, tridente en la mano, caballero en un delfín. Y Anfitritis su mujer, con galano ropaje sobre una ballena, le acompañaba. Llevaban por delante vistoso acompañamiento de veinte y cuatro ninfas con mantos de preciosas telas, guarnecidos de joyas y pedrería, con tocados de espumas, hechos en galana forma, con velillos de plata sembrados de varias joyas, y al último una sirena en caballo blanco, de la cintura arriba en forma de mujer, lo demás de pescado.
»Júpiter ocupó el octavo lugar: adornábale armador y calza carmesí, de rica obra: rodeábanle el cuerpo vistosas rosas; coronábanle rayos de oro, que pendían también de un arpón que llevaba Juno su mujer, y hermana iba a su lado ricamente vestida, con una cuna en la mano. Era grande el acompañamiento que delante llevaban.
»El perezoso Saturno, llevó la retaguardia, vestido de negro, corona en la cabeza y cetro en la mano, comiendo sus hijos. Ope, su mujer, procuraba impedírselo.
—224→»Siguiéronse después las cuatro partes del mundo. La África, ricamente aderezada, traía quitasol e incensario en las manos en señal de los frutos de aquellas tierras, y de los efectos que el sol causa en ellas. El rey de Guinea salió propiamente vestido. Era morcillo el caballo en que iba, traía las insignias reales, cetro y corona y paje de guión.
»A la África siguió la América, vestida al uso de la tierra con las armas y divisa de ella. El Inca vestido con propiedad.
»La Asia fue en tercer lugar, rodeada de lo que abunda aquella provincia, cera y sedas, que representó en su traje rico y vistoso. El Turco vestido con mucha riqueza y gala. Sus armas las llevaba el paje de guión, con majestuoso acompañamiento de turcos.
»Dio el complemento a esta máscara nuestra Europa, vestida muy galanamente, con estoque en la mano, a quien siguió un grave acompañamiento de grandes señores y caballeros de hábito, y del Tusón, que cortejaban a nuestro católico Rey don Felipe IV (que guarde Dios). Precedió a todos estos títulos el capitán de la Guardia, con que se dio fin a esta máscara.
»Siguiose otra de varias, muchas y graciosas invenciones, que bastantemente movieron la pasión de la risa: no se refieren, porque fueron más para vistas que para narradas. Ocupaban ambas muchas cuadras, y así hubieron menester el gobierno de tres sargentos mayores, que repartidos en sus puestos la gobernaron a satisfacción del señor Presidente y Real Audiencia.
»El viernes 9 de setiembre se corrieron toros. Hiciéronse por los caballeros (que entraron lucidamente a la plaza) como por los de a pie, extremadas suertes, y siendo muchos los toreadores, ninguno salió con detrimento, que la ferocidad de estos animales reconocía y respetaba la santidad, a cuyo honor se hacían estas fiestas. A la noche salió otra máscara con muchas invenciones y gastos, que hicieron los oficios.
»Sábado diez de setiembre, ni fue de menos regocijo, ni faltaron primores en los caballeros en los toros que se corrieron. Este día fueron pocos por dar lugar a las cañas: para que hicieron seña cuatro clarines de las cuatro esquinas de la plaza, por ser cuatro —225→ las cuadrillas, cada una de doce caballeros (que harían con los padrinos en número cincuenta y dos) que se vieron a un mismo tiempo correr parejas por los cuatro lienzos de la plaza, tan uniformes, que parecía gobernaba un solo caballero ambos caballos. La bizarría de los caballos, lucimiento de vestidos, libreas costosas, supongo como pedían tan nobles personas.
»Hechas sus entradas comenzaron a jugar con primor sus cañas, deseando cada uno dañar en competencia al contrario; puso las paces un toro, con que entró la noche.
»Domingo once de setiembre estaban prevenidos dos tablados, y vestidos los cuatro lienzos del palacio de riquísimas colgaduras: en el lienzo del oriente estaba vara y media en alto el teatro terraplenado, en que se habían de personar las comedias, no por comediantes, sino de los capitanes, sargentos mayores, caballeros de hábitos, licenciados y nobles del Reino, que presentó el señor Presidente, efecto de su gran devoción al esclarecido padre fray Francisco Solano, cuya bendita imagen estuvo éste, como los demás días, allí debajo de un cielo de rico terciopelo verde y sobre dosel del mismo color. El retrato del Santo renovaba las memorias de su vida y muerte, y movía dulcemente a los que con atención ponían en él los ojos, a gozo, devoción y ternura del corazón.
»En el lienzo del occidente estaba otro tablado, que cubrían riquísimas alcarifas turquescas, y pretendía competir con el techo de las altas paredes. Aquí tuvo su lugar el señor Presidente, el señor Obispo y la Real Audiencia. Seguíase el nobilísimo Cabildo secular. Al lado siniestro de éste estaba otro tablado de la misma altitud, y en él la autoridad sagrada del Cabildo eclesiástico y clerecía, y gente ilustre de la ciudad; y en el diestro, otro con no menor aparato, «que ocupaban las religiosas familias de las Ordenes. El vacío de abajo llenaba la numerosa gente de la ciudad y la de sus valles y lugares circunvecinos, que había concurrido a ver sus maravillas.
»Martes trece de setiembre, se pusieron todas las tarjas en los doseles del teatro; a muchas les faltó lugar con ser el de aquel —226→ de tantos espacios. Púsose un aparador cubierto de rica tela blanca, adonde se colocaron los premios en grabadas fuentes; y habiendo el día antes los ilustres jueces juntádose a hacer juicio, lo hicieron recto. Salió al teatro un secretario, y habiendo cantado una letra y orado una oración de maravilloso ingenio en loor del santo fray Francisco Solano, leyó una discretísima ficción poética. Introdujo a Apolo, que hacía juicio de las glosas; dio el repartirlas con donaire y placer, y en los tres certámenes fueron premiados los que más se adelantaron, cuyos nombres, glosas, canciones y sonetos, no caben en tan breve escritura, y por eso no se escriben aquí.
»Repartidos los premios, se cantó una letra en gloria del Santo; y bajando del tablado el secretario, danzaron en él doce hombres adornados y con preciosos vestidos turqueses, un sarao, con que se dio fin a los regocijos a las ocho de la noche, hora oportuna para que se encendiesen los fuegos, que estaban prevenidos en la plaza, y los viesen todos los que al repartir los premios habían asistido, que fue el mismo concurso que el de las comedias: disparose un castillo y un árbol vestido de bombas y cohetes, que pareció intervenir en su artificio Plutón.
»No se pudieron continuar estas fiestas con dos comedias, de que los plateros se encargaron, por haber sido apresurados, y así se dilataron hasta el veinte de setiembre. Hízose en el tablado y teatro un jardín hermosísimo, donde se puso una fuente de plata, fundada en arquitectura: tenía basa, y columna, y tasa, con una columna compósita de sobrepuestos. Sobre la tasa estaba una pirámide con cinco caras de agua, que la tasa recibía, todo de sobrepuestos y cincelado de valor inestimable. El complemento de estas fiestas le dieron las buenas nuevas que luego vinieron a la ciudad, porque al tiempo y cuando se celebraban las glorias del Santo, treinta indios valentones de tierra de guerra, los más escogidos y soldados de grande opinión, vinieron muy encubiertos por unas montañas para dar en unas estancias junto a la ciudad de Chillán, en nuestras tierras, y quemarlas, y llevar la gente que pudiesen. Fueron sentidos de algunos soldados españoles que —227→ el gobernador tenía en cierto paraje, y errando con ellos pelearon matando nueve, y cautivando veinte que llevaron al gobernador en triunfo: sólo se escapó uno mal herido que llevó la nueva a sus tierras. Juzgó (dice el gobernador en una carta que escribió a Lima al venerable padre fray Juan de la Concepción) ha sido este suceso por medio e intercesión del santo Solano, que aunque en la cantidad no era el mayor, en la calidad ha sido una gran suerte porque eran los mayores corsarios que tenían en tierra de guerra y los más formidables».
La noticia de estas fiestas celebradas en honor de fray Francisco Solano, que desde entonces quedaba elegido patrono de Santiago por órgano de sus legítimos representantes los señores del cabildo, había llegado hasta Madrid en una relación que el muy reverendo padre maestro en Santa teología fray Agustín Carrillo de Ojeda, del hábito de San Agustín, compusiera de orden superior, y que el cronista de la religión franciscana remitió en estampa229.
Circulaba también en aquella metrópoli un libro impreso en Lima en 1629 con el título de Vida, virtudes y milagros del santo padre fray Francisco Solano. Su autor el padre fray Alonso Mendieta que deseaba sacar en el año que corría de 1643 una segunda muestra de la obra con nuevas adiciones, dio casualmente con el indiano Pedro de Oña que desde cuatro años antes230 por su poema Ignacio —228→ de Cantabria cosechaba aplauso y admiraciones de los teólogos y literatos de más nota en la corte. El religioso licenciado, que estaba al cabo de la elección que la ciudad capital del reino en que naciera, había hecho de su patrono en el bendito fray Francisco, sin más ni más se entendió con el bueno de fray Alonso y le ofreció trabajar para los documentos de introducción de la segunda estampa que proyectaba, una pieza poética de gran efecto. Estaba interesado en ello como buen creyente, como poeta místico y, sobre todo, por su doble nacionalidad de chileno y de americano, ya que americano, por el teatro en que figuró, era aquel cuyas virtudes se trataba de preconizar.
Puso, pues, mano a la obra, y pronto viose con agrado en una de las primeras páginas de la edición proyectada una Canción real del licenciado Pedro de Oña, en que se recogen las exequias del santo, derramadas por este docto libro. Introduce el poeta al río Lima, hablando con el Tibre de Roma; para el intento de todo lo aquí escrito.
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Esta pieza, sin duda la más interesante de cuantas conocemos del licenciado chileno, se hace notar por la elevación de su estilo, por más que trasposiciones violentas y otras figuras de un gusto no —238→ muy puro vengan en ocasiones a deslustrarla. La ficción a que el poeta ocurre suponiendo que el río Rimac se dirige al Tíber para referirle todos los prodigios atribuidos a fray Francisco nos parece demasiado violenta, como que deja traslucir en alto grado las huellas del culteranismo de mal tono de que el autor estaba ya viciado.
Contaba Oña al dar a luz su último trabajo probablemente la respetable cifra de sesenta y ocho años.
¿Qué fue de él después? Hay alguien que ha dicho, no sabemos con qué fundamento, que murió a poco de haber oído provisto de fiscal de la Audiencia de Lima, lo que indicaría, por consiguiente, que el poeta había abandonado su residencia del viejo mundo para volver a los templados aires de la ciudad de los Reyes.
Deseosos de certificarnos del hecho fuimos en demanda del archivo de aquella corporación por si el nombre de nuestro poeta aparecía en el acta de alguna sesión, por si había puesto su firma al pie de algún dictamen, cuál fuera la fecha de su nombramiento o de su reemplazo; pero, por desgracia, nada o casi nada existe de los papeles que pertenecieron a aquella antigua autoridad244.
Oña fue sin duda el poeta más grande que tuvo Chile en su período colonial, y, como dice el señor Amunátegui, ha merecido bien de su país.
Como hombre, el recuerdo de su carácter bondadoso, honrado sencillo, amante de su patria y de su familia, no puede menos de despertar profundas simpatías; y como poeta, los versos del Arauco domado están destinados a durar bajo el doble aspecto de la historia y de la literatura. Su nombre fue familiar a los chilenos de la colonia, y su influencia muy notable en los escritores que posteriormente hablaron en verso, especialmente en Álvarez de Toledo que se precia de seguirle los pasos «cual en un f laco rocín».