Detalles
bibliográficos.- Argumento.- Excelencia del fondo.-
Discusión sobre el autor.- Análisis.
Pertenece
también a la historia de la literatura colonial un
poema sin nombre de autor, dividido en once cantos con cerca
de ocho mil versos, destinado a celebrar las guerras de los
araucanos y españoles en Chile.
Fue el manuscrito
original en un principio de la reina doña Mariana
de Austria, cuyas armas estaban grabadas en la pasta; pasó
de ahí en seguida según toda probabilidad a
la librería de Barcia245, concluyendo por ir a dar a
la Biblioteca Nacional de Madrid, donde lo halló el
señor Barros Arana confundido en un rincón
entre otros libros. Pero vemos ya que en el Índice
de las obras raras y curiosas que Gallardo publicó
en Madrid con las anotaciones de Sancho Rayón ninguna
mención se hace de él.
El manuscrito existente
en Chile fielmente copiado del original, no tiene más
título que el sumario del Canto I, que dice así:
—240→
Hácese descripción de las provincias que
el Reino de Chile en sí contiene. Las que por más
belicosas han sustentado las guerras. Los modos que en gobernarse
tienen, y algunas no escritas hasta aquí de sus costumbres
y otras cosas memorables acontecidas en el discurso de varios
gobernadores hasta el tiempo de Martín García
de Loyola que, viajando de la Imperial, seguido de Pelantaro,
se alojó en Curalaba.
Entrando ya a su discurso hace
el autor manifestación de sus propósitos en
los versos siguientes:
La guerra envejecida y larga canto,
tan grave, tan prolija y tan pesada
que, a un reino poderoso
y rico tanto
lo tiene la cerviz ya quebrantada;
y en
el discurso de ella también cuanto
han hecho memorable
por la espada
aquellos que a despecho del Estado
el gran
valor de Arauco han sustentado.
Los
casos contaré más señalados
en el
discurso de esto acontecidos
entre los españoles
no cansados
y los rebeldes indios invencidos.
Los casos
que jamás fueron contados
dignos de ser por graves
preferidos,
al tiempo y al olvido en tal historia
que
vivos los conserve la memoria.
A
vos, marqués invicto, a quien es dado
egregio disponer
de un mundo entero
del gran monarca ibero señalado
por recto, por preclaro, por sincero,
suplícoos
de favor necesitado
lo deis con escuchar la que refiero,
que estando el vuestro, basta de mi parte
a que el decir
exceda en todo al arte.
Canto
I
Para llegar a su asunto,
ha necesitado el poeta trabajar un compendio de los primeros
tiempos de la historia de Chile, tan bien expresado por la
concisión del relato, la rapidez de la acción
y el fácil enlace de los sucesos, y trazado con pluma
tan diestra, que en esta parte suelen bastarle dos pinceladas
para presentar todo un cuadro a vista del lector.
—241→
Después
que cuenta la muerte de Loyola es cuando puede decirse que
comienzan a desplegarse los verdaderos propósitos
del autor. Desde el canto III aparecen los caciques araucanos
reunidos en consejo para discutir el plan que debe adoptarse
en las futuras operaciones de la guerra. Muchos indios emiten
sus pareceres, pero no hay uno solo de ellos que al través
de sus arengas no sepa conservar una fisonomía propia
y peculiar: el pintor descuella de nuevo esta vez por la
felicidad con que maneja su pincel.
Entretanto, los soldados
españoles de guarnición en un fuerte de la
frontera, traicionados por un tal Sánchez emprenden
la retirada hacia el Cauten. Llegan allí casi despavoridos,
lastimados, y en medio del llanto de los niños y los
ayes de las mujeres: acompáñalos el poeta en
su dolor y exhala sus sentimientos y apura su ternura. Los
enemigos que llegaban casi a la empalizada del recinto, al
percibir tan gran gritería, creen que viene socorro
a los sitiados y emprenden la retirada; pero conducidos de
nuevo al «que por el denodado Pelantaro se traba la batalla
en un cerro inmediato. Hallábanse medio vencidos los
indígenas cuando son auxiliados por doscientos de
sus compañeros; arriba también Vizcarra en
protección de los españoles; mas, aunque intentan
prodigios de valor, habrían sido éstos derrotados
a no venir en su protección el valiente Quirós,
cuya ayuda fue tan eficaz que apenas si uno de los contrarios
escapó la vida.
La acción se traslada después
al Perú. Sabedores allí de la desastrosa muerte
del gobernador Loyola, se describen los aprestos que se hicieron
para la salida del convoy que se mandó a las órdenes
de don Francisco de Quiñones.
Concluye con esto el
canto quinto, para comenzar en el sexto la relación
de un asalto dado al fuerte del Cauten por el cacique Pailaguala,
que sale al fin derrotado.
Pelantaro auxiliado por Quelentaro
se preparaba a incendiar el fuerte, a cuyo efecto había
acopiado una grandísima cantidad de leña, y
lo hubiera logrado sin duda a no ser por Iván y Quezada
que le prendieron fuego anticipadamente, y comenzando a degollar
—242→
a la luz de la hoguera a los indios ebrios y amedrentados,
consiguieron que se retiraran.
Por allá a lo lejos
se divisan en el mar unas naves que azota la tempestad en
las alturas de Juan Fernández y que traen el deseado
socorro, que arriba por fin a Talcahuano. Dos hombres se
acercan a las embarcaciones y uno de ellos relata a los recién
llegados la historia de los padecimientos que por seis meses
han sufrido en el fuerte los compañeros del capitán,
Urbaneja, sitiados de los enemigos acosados por el hambre,
disminuidos hora a hora por los combates de cada día,
y el viaje que ambos han hecho en una canoa desde lo interior
para demandar auxilios y referir los extremos a que se veían
reducidos: parte bien interesante del poema en que el lector
se siente conmovido y deseoso de aplaudir el talento del
poeta que tan bien ha relatado el heroísmo de ese
puñado de valientes.
Noticiados los indios de la
llegada de la expedición, arriban en número
de seis mil a presentar la batalla; pero con su derrota es
socorrida la ciudad a tiempo que la vuelta de la primavera
Daba, vistiendo a Chile de verdura,
la más noble sazón, graciosa y pura.
En
el canto noveno se ofrece al lector el tiernísimo
episodio de Guaquimilla y Anganamón y la fiesta a
que da lugar, cuya relación aunque muy bien traída
y no falta de interés, peca por demasiado larga, hace
distraer la atención y aún preguntarse cuál
es la verdad que pueda hermosearla.
Más tarde, aumentándose
ya el gusto del autor, por las ficciones, supone que un mago
indio pide a Eponamón que caiga sobre Chile una gran
sequedad. Descríbese ésta largamente, y su
pintura no carece de talento por la amena variedad con que
está hecho el cuadro y el vigor de los tintes que
han solido emplearse.
La ciudad en extremo afligida dirige
su vista hacia Dios y le invoca con sentidas palabras. Se
aprovecha el poeta de esta circunstancia para describir los
efectos de la omnipotencia del Ser
—243→
Supremo, eligiendo con
muy buen gusto las grandes escenas de la naturaleza, los
ríos, las montañas, la luna y los astros, etc.
Distrae después su musa contando la venida de los
holandeses a las órdenes de Simón de Cordes
a las riberas de Castro. Se le aparece entonces al intruso
la Venganza, le manifiesta los castigos que en el mundo ha
ejecutado con los ambiciosos desde Júpiter acá
y le predice su muerte.
Una vez terminada la relación
de las aventuras de los extranjeros, un cacique toma la palabra
y les da noticias del lugar a que han arribado, la odiosa
sujeción en que se tiene a los indígenas, y
concluye con los últimos versos del poeta pidiéndoles
que los liberte del yugo de los españoles.
Aunque
la acción pudiera parecer a primera vista perdida
en la serie de acontecimientos subalternos que la envuelven
como procurando ahogarla, se destaca bastante bien el fondo
y se reduce a la historia de los padecimientos experimentados
por las ciudades españolas en la guerra de los araucanos
al finalizar el siglo XVI, asunto verdaderamente dramático
y digno de llamar la atención de la trompa épica.
Pero el autor se penetró muy bien de ese defecto que
resalta a la simple lectura de la obra, y cuidó, en
consecuencia, de significar el porqué de su proceder,
en unos versos que dicen así:
No os enfade, señor, en esta historia
el ver que de mi pluma el boto filo
os dejó en
tanta boga la memoria
tomando yo alternada por estilo,
que orden la división hace notoria
y no trama
una tela un solo hilo:
andar de grado en grado es de importancia
para llegar al fin de una distancia.
Canto
II
Pero esto mismo demuestra
que el autor obedecía a un programa que supo llevar
a término, dejando la puerta abierta para una continuación
posterior. La ejecución del plan se resiente de demasiado
desarrollo en los accesorios, que así difunde el argumento
primordial y hace perder al lector el hilo de la narración.
Si
—244→
Mendoza o llámese como quiera el que lo compuso,
sabe contenerse al dar cuenta de los sucesos que contribuían
a llevar al lector un cabal conocimiento del asunto destinado
a recordarse en primera línea, es evidente que su
obra habría sido la mejor ideada de cuantas nos legara
nuestra antigua literatura. Así, por ejemplo, pudo
acortar muchísimo la relación de los primeros
sucesos ocurridos a los españoles desde que llegaron
por primera vez a Chile, y hasta prescindir por completo
de detalles anteriores a en asunto, suponiéndolos
conocidos de aquellos a quienes se dirigía. Lo único
que en su abono podría decirse es la circunstancia
especial de que su trabajo se refería a un país
tan desconocido como Chile lo era en aquel entonces en las
cortes europeas, que, visto lo que hoy sucede, nos parece
perfectamente posible que alguien al tomar el libro y leer
en él el nombre de Chile se hubiera preguntado qué
posición ocupaba en el mapa de los pueblos de la tierra.
Más, prescindiendo de este particular, no debería
juzgarse otro tanto respecto de alguno de los demás
episodios que abultan la narración; por no decir de
algunos en que se hace relación en términos
desmesurados de unos juegos a que los araucanos se entregaron
en la celebración de una fiesta.
Mientras tanto aparece
del caso no seguir adelante sin que insistamos antes por
un momento en la averiguación del autor de la pieza
literaria que nos ocupa.
Como hemos dicho, este poema no
lleva a su frente ninguna indicación que pueda darnos
a conocer tan importante detalle; pero sin desanimarnos por
eso, veremos que se encuentran en el cuerpo de la obra algunas
circunstancias que debemos citar para que nos sirvan de punto
de partida en nuestras investigaciones. Se hallan al final
del Canto V y dicen así, refiriéndose a la
época en que se juntaba en el Perú el socorro
que debía mandarse a Chile:
Con dictamen algo
ligero se ha creído por algunos que estos pormenores
rezan con don Luis Merlo de la Fuente, el que fue presidente
interino de Chile por el término de cerca de cinco
meses a contar desde el 16 de agosto de 1610; fundándose
en unas palabras de don Gaspar de Escalona y Agüero
que se ven impresas al frente del libro de Santiago de Tesillo,
titulado Guerras de Chile, etc., y que expresan lo siguiente:
«Prosiguió escribiendo los sucesos de su tiempo el
doctor Merlo de la Fuente, en estilo métrico». Mas,
a nuestro juicio, por las razones que van a leerse, estas
palabras del antiguo oidor de Chile no pasan de ser también
una ligereza de su pluma, estampadas con muy poco conocimiento
de la materia.
En efecto, conste desde luego, según
los versos precedentes, que nuestro ignorado autor fue apasionadísimo
por la carrera de las armas,
Que aqueste de contino fue mi oficio
y éste ha de ser de contino mi ejercicio.
Merlo
de la Fuente, por el contrario, muy tarde, sólo cuando
estuvo en Chile, recién vino «con valerosos sucesos
a subordinar la toga a las armas», por citar la textual expresión
del oidor Escalona.
Consta también de aquel pasaje
que el autor del poema llegó a Chile con don Francisco
de Quiñones, es decir, en el último año
del siglo XVI, al paso que los archivos de la Universidad
de San Felipe y San Marcos testifican que Luis Merlo de la
Fuente sólo en 28 de abril de 1607 se presentó
a incorporarse de licenciado en cánones, así
como dos días antes, siendo ya alcalde de corte, se
le había admitido de doctor en el claustro.
—249→
Réstanos
todavía que citar un documento aún más
importante, por ser casi totalmente auténtico, o más
bien dicho, porque procede de una persona muy inmediata a
nuestro don Luis.
Es el caso que un hijo de su mismo nombre
habiendo sido acusado por ciertas faltas en el ejercicio
de su cargo de oidor decano de la Audiencia de la Plata,
publicó en Madrid un escrito247 en que al propio tiempo
que procura vindicarse, cita en su defensa los méritos
de su padre, enumerados muy al por menor y con todo el interés
de su afecto filial. Pues bien, aunque hace hincapié
en los servicios prestados a las letras por don Luis como
doctor y alcalde, se cuida muy bien el atribulado oidor de
atribuirle ninguna obra literaria, limitándose a colacionar
en su elogio lo que de él dijeron algunos escritores.
Pero en verdad que esta disensión, además
de hacerse fatigosa, peca por inútil, pues tenemos
a la mano la explicación del error en que incurrió
Escalona y Agüero. Junto con un libro que en verso publicó
en Lima don Melchor Xufré del Águila iba una
larga carta que el gobernador de Chile Merlo de la Fuente
escribía dando cuenta «de los sucesos ocurridos durante
su administración». Algo había, pues, dado
que hacer a la pluma el gobernador togado, y casualmente
se hallaba lo suyo en un libro de versos. Pero el crítico
posterior confundió lastimosamente los términos,
y sin más diligencias aseguró que el doctor
Merlo de la Fuente había continuado «los sucesos de
su tiempo» en estilo métrico248.
Quede, por lo tanto,
establecido que no existe poema alguno conocido
—250→
de Merlo
de la Fuente, y en último resultado que el que analizamos
ahora no le pertenece.
¿Quién fue entonces su autor?
Sin pretender dar precisamente en la dificultad, aventuraremos
una opinión que el juicioso lector estimará
como fuese de su agrado y aquella le mereciere.
Muy al acaso,
casi desapercibida se encuentra en el Canto XXIII de la obra
que compuso el capitán Hernando Álvarez de
Toledo con el título de Puren indómito una
estrofa, que dice así:
No os pido yo el favor, no de Elicona,
hermanas nuevo del intenso Apolo,
que don Juan de Mendoza
es quien abona
mi heroica historia, y basta el suyo solo:
el cual, pues, de Elio quiso la corona
ya es bien vaya
del uno al otro polo
la fama eternizando las hazañas
del Marte nuevo honor de las Españas.
(Pág.
455)
Conviene con este motivo
fijarse en dos particularidades que se desprenden con toda
claridad de la estrofa citada, a saber: que existió
un poeta llamado don Juan de Mendoza, muy inclinado a la
guerra, y a quien las musas habían protegido una vez
que se le ocurrió celebrar las mismas hazañas
que ocupaban la mente del que vino siguiendo sus huellas,
esto es, la historia de don Francisco de Quiñones
de quien Álvarez de Toledo escribía en ese
momento.
Según las declaraciones expresadas en los
versos del poema que analizamos, el autor fue y tenía
la intención de permanecer adicto a las armas, y nada
de extraño nos parecerá por consiguiente que
andando el tiempo y hablándose de él en estilo
poético se dijese que había alcanzado a ser
un Marte, apodo muy corrientemente dado en aquel entonces
en poesía a algún valiente campeón.
Sabemos que este «nuevo honor de España» trató
en su libro, y desde que salió del Perú, de
aquel bueno de don Francisco de Quiñones que tan simpático
fue siempre a nuestros poetas.
Pues, estas tres coincidencias
de un escritor guerrero cantando
—251→
los hechos de un determinado
personaje (que aunque no sea el único y principal,
bastante, sin embargo, para justificar el dicho de Álvarez),
¿no es un vehementísimo indicio de que debe considerársele,
mientras no haya prueba en contrario, como el padre de este
poema en once cantos, tan agradable de leer?
Sería
fácil llevar más adelante nuestras conjeturas
registrando antiguos papeles por ver si entre sus renglones
se ha consignado el nombre de algún Juan de Mendoza,
por cuyos hechos pudiéramos llegar a cabal conocimiento
de salvar nuestras dudas; mas toda diligencia nuestra ha
sido completamente infructuosa a este respecto249.
Prescindiendo
de lo que ocurre con el autor de los tercetos que se registran
en los preliminares de la monumental obra de Rosales, vamos
a buscar en ella misma alguna luz sobre el Juan de Mendoza
que Álvarez de Toledo citaba con tanto elogio. En
efecto, refiere el diligente y estudioso jesuita que don
Juan de Mendoza «fue muchas veces capitán y teniente
de gobernador y capitán general,
—252→
mostrándose
gran soldado y jugando tan bien la espada como la pluma,
porque era gran letrado y abogado de varias audiencias del
Perú y Chile, y auditor general por Su Majestad».
Era don Juan descendiente de «ilustre sangre» por su padre
el capitán Juan de Cuevas, uno de los primeros conquistadores
y pobladores de este reino, y por su abuelo Andrés
Jiménez Mendoza, «de los primeros conquistadores del
Perú, que habiendo vuelto a España le envió
otra vez Su Majestad al socorro de las guerras del Perú,
y vino con un navío y gente que trajo a su costa250»...
—253→
Aunque nacido en Chile, no necesitaba, sin embargo, nuestro
don Juan más ejecutoria de nobleza que la de sus propios
hechos, cuya valía tanto estimó el marqués
de Guadalcazar, que habiendo ido de estas tierras al Perú,
le envió de allá por sargento mayor, cabo y
gobernador de un cuerpo de ciento y sesenta soldados que
trajo a este reinos251. Si hubiera ido a España, dice
un grave y juicioso sacerdote que le conoció, el rey
le habría premiado con un gran puesto252. Radicado entre
nosotros después de haber confiado su ventura a una
de las hijas del famoso Bernal de Mercado, parece probable
que jamás intentara tentativa tan peligrosa, prefiriendo
morir tranquilo en la apacibilidad de en hogar antes que
correr los albures del favor real253.
Siguiendo, ahora nuestro
interrumpido análisis, el poema de Mendoza (que así
nos atreveremos a llamarlo en adelante) por sus condiciones
está más próximo que ningún otro
en nuestra literatura (aparte de la Araucana) de ajustarse
a los requisitos indicados por los preceptistas como característicos
de la epopeya: acción bastante bien circunscrita,
detalles un poco extensos, pero muy de las circunstancias,
episodios como el de Guaiquimilla que distraen agradablemente
la atención del lector, etc. El desenlace debió
sí buscarlo el poeta antes del punto a que llega en
realidad, pues concretándose únicamente al
sitio y destrucción de las ciudades españolas
por los araucanos en el año preciso en que expiraba
el siglo XVI, el tema se habría semejado mucho al
primero que honró Homero con su lira inmortal.
Reúne
también el trabajo en cuestión el no despreciable
mérito de alejar de su fondo la credulidad sistemática
de aquel tiempo, que hoy nos parecería grosera, atribuyendo
a Dios y a la Virgen con sus milagros y apariciones una intervención
imposible de admitir en la forma que ciertos poetas le han
dado. Cuando en las
—254→
obras paganas asistimos a las deliberaciones
de los dioses y presenciamos de cerca sus rivalidades, odios
y amoríos, y en seguida los vemos mezclarse con los
simples mortales, interesándose por la suerte de determinados
personajes, ya sabemos desde un principio que todo eso pasa
en la mente del escritor y de ahí a los versos que
ha de leer el público como realizado imaginariamente
y contado sólo para amenizar la relación verídica
(si tenía cabida) con fábulas cuyo carácter
salta a la vista. Mas, en la generalidad de los otros poemas
referentes a Chile, los autores no tratan de inventar ni
de reír, sino de presentar a la consideración
del vulgo sucesos que suponen obrados por Dios para castigo,
enmienda o socorro de los mortales. Hay, pues, una diferencia
esencial entre la máquina poética de los antiguos
o de las naciones europeas de una literatura propia, de la
que los autores de la colonia ofrecen, bien sea puramente
católica y religiosa, bien confundida con las ficciones
del paganismo, o puramente alegórica.
Si sólo
en parte puede servir de título de disculpa a esos
poetas el empleo del milagro, en cuanto refleja las creencias
de una época: los que abusan de las citas mitológicas
(y casi siempre han abusado los que han tenido este prurito)
se hacen en extremo fastidiosos con sus repetidas alusiones
a los caballos alados, a Marte y a Venus y a toda la falange
de los ideados pobladores del alto Olimpo. Mendoza, evitando
en lo que de suyo tiene la relación que compuso, ambos
extremos, no pudo libertarse de la ocurrencia de poner en
escena personajes alegóricos, destituidos de interés,
como sucede siempre que de ellos se trata, e hizo, según
ya sabemos, que la Venganza contara largamente al pirata
holandés los grandes entuertos que desde el principio
ejecutara en el mundo.
Pero, en resumen, no podemos menos
de convenir en que si el autor de nuestro poema hubiese procedido
con más cuidado en cuanto a la hilación del
argumento, su trabajo habría sido excelente, y como
obra literaria, acortada en la mitad, sería mucho
más acabada, más condensada y expresiva, y,
naturalmente, más artística también.
—255→
Ahora, en cuanto a la forma, la estrofa empleada por Mendoza
es la misma octava real acostumbrada por Ercilla y demás.
El lenguaje es poco castigado, por más que se deslice
con harta facilidad y de un modo desembarazado. Sin embargo,
a veces peca de hinchado, como cuando dice:
Rumor de terremoto o torbellino,
fuerza de tempestad, temblor de tierra,
estrépito
de trueno repentino,
precipicio horrendo de una sierra,
naufragio que Satán a mover vino,
el ribombar
de máquina de guerra:
la furia de esto junto comparada
a tan horrenda furia fuera nada.
Canto
IV
O de ampuloso, al expresar
que
Víase en su persona deleznable
de la muerte un retrato bien al vivo,
iba desnudo, sello
miserable,
hispérido, disforme, asombrativo
pestífero
y de modo abominable,
que visto de cualquiera era nocivo,
denegrido, medroso, sucio, horrendo
espantable, espantado
y estupendo.
Canto
III
En otras ocasiones se
nota poca energía y concisión en la frase,
repitiéndose mucho y procurando sólo llenar
la medida de los versos; hay algunos mal medidos, otros sin
pulimiento alguno, palabras ajenas a la poesía: defectos
que con las rimas pobremente elegidas, tomadas en muchas
ocasiones por la facilidad con que se presentaban, traicionan
en el autor tanto la prisa con que escribía como su
intención de cumplir el propósito comenzado
de redactar una historia y no de fabricar una obra de arte.
Como que en efecto este poema aún inédito es
una historia verdadera, como su autor lo declaró en
muchos pasajes, procurando, según decía, «producir
la certidumbre», referir la «verdad pura», escribiendo la
«cierta historia», etc.
Ha encontrado el poeta en su inspiración
más de un bello acento que sembrar dentro del apretado
cinto de la verdad, y que concurren
—256→
a dar más realce
al argumento. Ya es una, delicadísima comparación
en que se confunden lo tierno de las imágenes con
la verdad del boceto:
Cual en mercados suelen por enero
ir cantidad de ciegos en hilera,
«vamos bien», preguntando
al delantero
como si sólo aquel por todos viera;
mas, él tan ciego y más que no el postrero
responde un «me parece»; en tal manera
los bárbaros
andaban rodeando,
ciegos tras ciegos todos ignorando.
Canto
III
Y así sabe utilizar
las desgracias del hombre como sus gustos e inclinaciones:
en la estrofa que acabamos de ver son los «pobres ciegos»
quienes le prestan una idea, aquí la afición
del cazador y sus alegrías están manifestadas
con viveza:
Jamás de las guaridas ya apartados
la banda de los cuervos corredores
fueron con tanto gusto
divisados
de los apercibidos cazadores,
como los españoles
esperados, etc.
Canto
III
Ya es un guerrero que
después de haber escapado con harta suerte de manos
enemigas, vuelve riendas y se mete entre ellas al oír
la voz de su asistente que lo llama:
A veces hace gala de una
gran naturalidad y de un colorido local inimitable:
. . . . . .Otros también sin estos
acudieron
gente aunque noble y rica no obligada
que de ajenas provincias
concurrieron
por ser contra cristianos la jornada.
Tiempo
después de juntos no pudieron:
que cuando la chicharra
no callada
marchaba de una siesta el curso ardiente,
dieron sobre la plaza de repente, etc.
¿Quién
que haya visto el campo y su vida en Chile no se creerá
—257→
en él cuando se le habla de la chicharra que canta
por la siesta?...
En ocasiones trata el poeta de darla de
ingenioso, como por ejemplo:
Sólo un tiempo la guerra trae consigo
y en éste al buen gobierno es necesario
temer cuando
temer convenga, digo,
y ser, si conviniere, temerario:
flaco ha de ser buscado el enemigo,
y recelado, fuerte
y voluntario:
fuego que no se apaga amortiguado
suele
resucitar más esforzado.
Siempre
que lo desea, el poeta habla con dulzura, sobre todo cuando
la suavidad del asunto que trae entre manos así lo
requiere. Esta estrofa se encuentra en el episodio de amor
que tiene la obra:
La causa de la nuestra placentera
tan súbita, improvisa y no pensada,
era llegar
la dulce primavera
sazón de Anganamón regocijada,
por ser la que de cárcel lastimera,
a dulce libertad
nunca esperada
el mortal amor lo sacó sano
de
la enemiga mano del cristiano.
Canto
IX
Y se vale de la siguiente
para pintar los halagos de la seducción:
No vuelvas, aunque más te infunda
pena,
varón, tan de ligero al canto extraño,
que
es entonado canto de sirena
que tierno al navegante causa
engaño;
es aprendida voz de canto llena
que al
hombre por su nombre lleva al daño;
es un contrario
al bien, un viento incierto
que a naufragar te vuelve desde
el puerto.
Canto
IV
Pero si es necesario mostrarse
enérgico pintando los sentimientos de los bárbaros
de Arauco, es robusto, valiente:
Yo por el odio vivo (dice uno) y el interno
que a Dios y a los cristianos he tenido
—258→
de serles enemigo
juro eterno,
y en procurar su daño endurecido
hago al Pillán testigo sempiterno
y antes muerto
seré que arrepentido.
Canto
III
En la reunión
que celebraron después de la muerte de Loyola, otro
emite su opinión en estos términos:
También yo como tu jurando cierto
serlo perpetuo suyo determino
no solamente vivo pero muerto
o bien o mal suceda de contino:
podrá faltar a
todo su concierto
y desviarse el sol de su camino,
mas
no en causa tan justa y tan expresa
la fe de Anganamón
y la promesa.
Y si faltare de
ésta, que no creo,
que faltara lo grave do su abismo,
la clara luz me ciegue con que veo
y ciego muera con
agua de bautismo, etc.
Pinta
de la manera siguiente el temor, de los indios amedrentados
cuando huyen:
...Piensan que cada grito es un cristiano
y
un arcabuz cada gemido...
Seis
veces dio su vuelta acostumbrada
el soberano autor del
claro día
y aún no se oye de trompa la sonada
ni bárbaro enemigo parecía;
mas ya por
la ciudad desamparada
al puntar la sombra negra y fría
resuenan las vecinas voces fieras
de las vecinas trompas
y extranjeras.
Canto
V
Se encuentran también
en el poema de Mendoza algunos de sus rasgos personales,
como impregnados de su espíritu, de sus tendencias
e inclinaciones. Ya es la manifestación de sus sentimientos
de cristiano que le impide dar crédito a cosas de
adivinos, o la idea que tiene de Dios. Proclama los efectos
de la muerte:
Que al centro ha de volver al fin lo grave,
y en poca tierra el cuerpo mayor cabe;
—259→
y la vanidad de
las cosas humanas:
¡Oh! celo sin sustancia de la vida,
carga que apremia el ánimo gustosa,
máquina
de un cabello solo asida,
visión que presto pasa
deleitosa.
ponzoña que más sed pone bebida,
privanza en todos tiempos engañosos,
¡oh! ¡cómo
al fin tus gajes saboreamos
vana prosperidad de los humanos!
Canto
V
Amante de la gloria, por
último, no podía menos de indignarse contra
el espíritu de servilismo y de conquista:
¡Oh! mal haya el primero que ambiciando
la ajena patria y libre señoría
salió
a hierro... trasgresando
la ley universal de la paz pía;
causa a quien peregrinos miserando
hecha costumbre, y
a la tiranía
buscando los ajenos y sus males
imitan
hoy los míseros mortales.
Canto
VIII
—261→
Capítulo XI
Hernando Álvarez de Toledo
El puren indómito
Su llegada a Chile.- Datos anteriores.- Excursión
en Arauco.- Los piratas ingleses.- Otras noticias.- Los encomenderos
de Santiago.- La Araucana de Álvarez de Toledo.- Su
argumento.- Propósitos del autor.- Los araucanos.-
Sus ideas religiosas.- Algunos rasgos de su carácter.-
Mérito histórico del Puren indómito.-
Crítica.- El amor.
En el año de 1581 zarpaba
de las aguas de Cádiz con dirección a Chile
una expedición compuesta de veinte y tres naves que
llevaban a su bordo tres mil quinientos hombres, un gran
número de familias de una posición distinguida,
y a más seiscientos veteranos de Flandes. Entre éstos
venían sujetos tan notables en nuestra historia como
don Alonso de Sotomayor, Alonso García Ramón
y Hernando Álvarez de Toledo. Malos fueron los vientos
que corrieron a aquel convoy: en alta mar los elementos conjurados
hundieron en las profundidades del océano a más
de un bajel, y más de uno de los aventureros que soñaran
glorias y riquezas dejaron sus huesos confundidos entre el
lodo y las algas. Era casualmente el tiempo en que las aguas
se enardecen con los vientos y las lluvias del invierno,
y en que las tormentas reinan sobre el mar.
Los expedicionarios
arribaron al fin a las costas del Brasil, donde se vieron
obligados a permanecer por algunos meses. Don Alonso de Sotomayor
para quien bajo tan malos auspicios se
—262→
iniciaba su paso
a América, no se resolvía a la inacción
de una forzada estadía, e impaciente por arribar al
lugar de su destino, comenzó por atravesar las desiertas
pampas de la Argentina, y el elevado y majestuoso muro que
la separa de Chile. Pero era siempre la naturaleza: y al
hundirse y elevarse de las olas, fiel imagen de los vaivenes
de la fortuna, sucedieron los deshechos huracanes de las
montañas y el inclemente granizo de esas altísimas
regiones. Mas, al cabo la constancia y energía del
hombre pudieron más que las fuerzas ciegas, y don
Alonso de Sotomayor acompañado de Álvarez de
Toledo, llegó a la capital del país que iba
a ser teatro de las hazañas guerreras del uno y de
los cantos poéticos del otro.
¿Cuál era la
historia anterior de este aventurero que llegaba a las playas
del Pacífico acaso como tantos otros, desnudo de fortuna
pero lleno de esperanzas, con sus despachos de capitán
de ejército en las faltriqueras, bien terciada la
capa y la espada al cinto? Álvarez de Toledo había
nacido en España, de la cual como buen hijo de un
suelo siempre caro, ha consignado en sus versos los recuerdos
que ella le inspiraba a la distancia.
Y
el padre Ovalle que, cual los sepulcros que encierran las
momias de los egipcios y que guardan en sus jeroglíficos
la memoria de sus dueños, ha conservado casi los únicos
pormenores que nos quedan de nuestro autor, señala
un dato más, que precisa el lugar de su nacimiento
y su alcurnia, noticiándonos que era un caballero
andaluz. ¡La bella Andalucía, la patria de las hermosas
—263→
vio, pues, mecerse su cuna que tal vez estuvo tapizada en
no toscos pañales y en la cual se dormiría
al dulce son de las sentidas canciones de las nodrizas de
su tierra!
Álvarez de Toledo antes de llegar a Chile
traía ya un vasto caudal de experiencia de las cosas
de la vida y de los hombres. Había atravesado las
montañas de su país, había peleado en
Flandes y hasta había encaminado sus pasos a la distante
Noruega. He aquí por qué, como él mismo
dice, no se extrañaba de encontrarse en medio de la
sangrienta guerra de Arauco, sin asustarse de las crueldades
de los bárbaros ni de las calamidades de otra especie,
porque
Tuve, tengo y tendré constante pecho:
infortunios he visto, y tempestades
en el mar de Noruega
y paso estrecho;
muertes, naufragios, espantables guerras
en partes varias y en remotas tierras.
Canto
XVI, pág. 320.
Las
escasas huellas de sus años de permanencia en Europa
apenas sí podemos, pues, bosquejarlas, borradas con
el tiempo y la distancia y con el olvido voluntario del hombre
que echaba a su espalda los mejores días de su juventud
y de su fama. Mas no sucedió lo mismo durante los
años que residió en los valles chilenos, pues
cuidó de darnos indicio de su paso, señalando
en dos o tres ocasionéis en el curso de su poema las
acciones en las cuales le cupo algún papel.
Cual
ciertos guerreros romanos que admira la historia, Álvarez
de Toledo, establecido en Chile, alternaba la espada con
el arado, encontrando tiempo todavía en sus veladas
para robar al sueño algunas horas y dedicarlas al
culto de las Musas. Era hombre diligente, entusiasta por
el adelantamiento de su hacienda y de su nombre y que procuraba
amoldarse en lo posible a aquel precepto del ingenioso poeta
latino que aconsejaba con su ejemplo mezclar lo útil
a lo agradable. Había alcanzado a ser poseedor de
haciendas pobladas de grandes rebaños de ovejas que
guardaban para él los rudos pastores indios, cuando
la veleidad
—264→
de la fortuna, contra la cual aconsejaba precaverse
y que por el tono de sus palabras parece sabía sobrellevar,
le arrebató en un día tan floreciente situación.
El cacique Gonzalo Quilacán había reunido
a sus compatriotas para tomar vengaza de una sorpresa de
que habían sido víctimas. A este efecto resolvió
dirigir sus huestes sobre la ciudad de Chillán, contando
con la imprevisión del enemigo que se dormía
al borde del precipicio y con las sombras de la noche que
envolverían sus proyectos y sus hombres. El éxito
coronó la empresa y el saqueo más espléndido
sobrepasó sus más exageradas expectativas.
Fue aquel un arreo completo de mujeres, de riquezas y ganados.
Álvarez de Toledo, que era alcalde ordinario de la
ciudad, se encontraba a la fecha practicando la visita de
su distrito por orden del gobernador don Francisco de Quiñones,
y esa noche dormía en Itata a unas cuantas leguas
del siniestro, sólo en compañía de dos
hombres, entrambos sus cuñados. Al amanecer, un indio
le dio la fatal nueva, y apurado de su dolor y de su ansiedad,
en hora y media alcanzaba a las puertas de la saqueada población.
Ahí supo que sus haciendas habían sido robadas,
arreados sus ganados y que sus pastores habían sido
cautivados. Su angustia primera no lo aniquiló, con
todo, y veinte y tres horas después del asalto recorría
ya las campiñas tras las pisadas de los bárbaros,
registrando los bosques, vadeando los ríos y soportando
la tormenta y la lluvia que todo lo empantanaba. La excursión
se prolongaba ya todo el día y nada habían
conseguido: a nadie habían rescatado y ni siquiera
un indio se percibía en todo los contornos. Fatigados
de tanto vagar inútilmente, se habían detenido,
cansados y aburridos, a orillas de un caudaloso estero, cuando
divisaron a la distancia levantarse con el crepúsculo
de la tarde una gruesa columna de humo, y
Cual suele suceder perdiendo el tino
al cazador incauto en la montaña,
del mal hallado
y áspero camino
que revuelve en contorno la campaña,
—265→
y buscando la senda por do vino
el humo vio salir de
la cabaña,
y dejando el intento comenzado
allá
encamina el paso acelerado;
Así,
cuando nosotros descubrimos
el humo espeso en la montaña
Rala,
los feroces caballos revolvimos
a buscar la perversa
gente mala, etc.
Bajo aquel
pajizo techo se encontraban siete araucanos, solos, todos
jóvenes y todos desarmados: les hicieron dos preguntas
y sus cabezas rodaron confundidas con las cenizas del fuego
a cuyo amor se calentaban. Los hispanos siguieron su marcha
acelerada, pero detenidos por el arroyo, que convertido en
torrente habían pasado a nado los enemigos en un remanso,
dieron la vuelta a la ciudad cuando todo era tinieblas y
descanso.
Después de esta excursión Álvarez
de Toledo tuvo muy pronto oportunidad de encontrarse en una
sangrienta correría que por poco no le costó
la vida. En los días que siguieron al asalto de Chillán,
el capitán Miguel de Silva recibió algunos
refuerzos de Santiago, proponiéndose vengar con ellos
aquella dasastrosa sorpresa. Reunió sus soldados y
se puso en marcha. Los araucanos estaban parapetados en una
especie de desfiladero llamado de Calbe, donde habían
pensado prepararse por emboscadas y astucias una de esas
fiestas terribles que no pocas veces les deparaba su constancia
y su valor; pero, por fortuna, sus manejos entonces les salieron
vanos y tuvieron que medirse cuerpo a cuerpo con los airados
españoles. Álvarez de Toledo que no había
sido de los últimos en el ataque y que procuraba con
otros compañeros forzar las trincheras tras las que
se abrigaban los bárbaros, recibió una pedrada
tan feroz que a no ser, como él mismo asegura por
el fino temple de su celada, le habría hecho pedazos
el cráneo; con todo, fue bastante para aturdirlo completamente,
dejándolo privado de sentido por más de una
hora y sin recuerdo alguno de lo que en el intermedio pasara.
Más tarde asistió a la batalla de Yumbel bajo
las órdenes de Quiñones, y a no dudarlo, alguna
buena parte le cupo en ella,
—266→
pues es manifiesta en su libro
la complacencia con que recuerda sus menores peripecias,
no olvidando en su descripción un tanto ampulosa,
ni un nombre ni una circunstancia cualquiera.
Pero el acontecimiento
más interesante, porque es característico de
la época, en el cual alguna participación cupo
a nuestro autor, es, sin disputa, el desembarco de la gente
del corsario inglés Tomás Cavendish, que en
1587, después de avistar a Valparaíso, se había
encaminado en busca de leña y agua a la hermosa bahía
descubierta por Alonso Quintero. Cavendish se había
dado a la vela desde el puerto de Plymouth, a mediados del
año anterior, y ya el 6 de enero del subsiguiente
«con una, navegación comparativamente acelerada, se
encontraba en medio del Estrecho de Magallanes, frente a
la ciudad del rey Felipe, que los españoles habían
fundado para cerrar aquel suprimiéndole del globo.
«Sus pilotos divisaron, al pasar a la vista de aquellos
campos desolados, un grupo de hombres moribundos que desde
un peñón les llamaban con señales. Eran
aquellos los últimos restos de los pobladores que
trajera a esos inclementes páramos el iluso Sarmiento,
y uno de ellos... llamábase Tomé Hernández.
A éste sólo dio asilo en su buque el egoísta
navegante inglés para aprovechar su ingenio como práctico,
porque era tal vez el único de sus compañeros
que conocía el mar del Sur, dejando a los demás
abandonados a una horrible muerte con una inhumanidad más
horrible todavía. Cavendish, aunque valiente, no tenía
el alma templada en heroísmo... El pobre refugiado
vengaría, sin embargo, bien que con un engaño
ingrato, a sus desventurados compañeros»256.
«Al primer
anuncio de haberse avistado la vela sospechosa corrieron
las fuerzas de Santiago, Quillota y Valparaíso a la
ensenada en que Cavendish había buscado asilo, a las
órdenes del animoso Ramiriáñez Bravo
de Saravia, hijo del presidente de su nombre, y de don Pedro
Molina.
»Entretanto, llevado de su mala inspiración
y de la confianza que le inspiraba un país completamente
salvaje y despoblado, el
—267→
capitán inglés había
echado en tierra una partida de cuarenta o cincuenta exploradores.
Guiados éstos por el astuto Hernández, que
aunque libertado de la muerte se consideraba triste prisionero
de herejes, adelantáronse hacia el interior y a lo
largo de la costa, por el espacio de tres leguas, hasta divisar
un valle ameno y anchuroso, cuyas praderas poblaban ingentes
ganados, a que procuraban dar caza con sus arcabuces. Pero
huían aquellos a su aspecto hacia los montes, mientras
que innumerables aves agitaban el aire con bullicioso clamor
al rededor de sus vegas y lagunas. Así describe aquel
paisaje el mismo caudillo de la expedición, y no podía
ser el último sino el que ofrece el río de
Quillota cerca de su embocadura, entre Concón y Colmo.
»Los aventureros no habían divisado, entretanto,
sino algún fugitivo vaquero que les acechaba desde
lejos; pero a la vuelta de un bosque, se acercaron tres jinetes
lo suficiente para que Tomé Hernández entrase
en plática con ellos. Rógoles entonces con
disimulo el último, se le allegasen para salvarle
de su cautividad, y ejecutándolo aquellos, saltó
el español a la grupa de un caballo y perdiose en
el monte a la vista de los ingleses.
»Burlados éstos
y sin guía, resolvieron retroceder. Pero ya venía
sobre ellos la columa de Ramiriáñez, y un sangriento
conflicto no tardó en tener lugar... Los ingleses
se batían desde el primer momento con el acostumbrado
denuedo de los aventureros, esforzándose por ganar
el amparo de su buque y sus cañones. Y aunque al fin
lo consiguieron, mediante un auxilio de quince arcabuceros
que Cavendish despachó al sentir el fragor de la pelea,
si no fuera por la ligereza con que se acogieron a un peñón
metido en el agua donde no llegaban los nuestros, por los
muchos tiros que disparaban sus navíos, no quedara
hombre con vida»257.
Ovalle agrega que les hicieron catorce
prisioneros, de los que «con no poca dicha suya, ahorcaron
doce», convertidos en apariencia a la fe católica;
que los principales que se distinguieron en la acción
los nombra el capitán Fernando Álvarez de Toledo,
—268→
que fue uno de ellos, en la primera parte de su Araucana,
en la siguiente octava:
El capitán Gaspar de la Barrera,
don Gonzalo, el de Cuevas y Molina,
Campo Frío,
Pasten y el de Herrera
Angulo, Pero Gómez y Medina,
Juan Venegas. Valor en gran manera
descubre cada cual
en la marina
derribando cabezas enemigas
cual diestro
segador cortando espigas.
Muchos
serían los encuentros que pudiéramos además
citar en que nuestro autor se midió cuerpo a cuerpo
con los indomables araucanos; mas poca importancia tienen
si atendemos a que en esa época nada más común
que el soldado antes de entregarse al sueño preparase
la mecha de su arcabuz. Basta, pues, no olvidemos que, como
dice el señor G. V. Amunátegui, acontecimientos
como esos debieron ser muy frecuentes en la vida de Álvarez
de Toledo258.
Más tarde, cual los cometas que divisamos
una tarde, desapareciendo en seguida en la inmensidad de
los mundos para no mostrarse más, perdemos el rastro
de la vida del poeta en el silencio de las generaciones que
pasaron también para no volver... Triste suerte la
del hombre, cuyas obras permanecen... ¡pero el artífice,
el instrumento al cual debieron su existencia y que valió
más que ellas, va a descomponerse en un sepulcro para
dormitar en el sueño eterno del olvido! Con todo,
establecido en Chile, el cantor de Puren como encomendero,
arraigado por los lazos de la familia y de la fortuna, es
más que probable que terminase sus días en
el país, y precisamente en Santiago259.
—269→
Exhumando del
polvo de los archivos y minuciosamente rebuscando entre los
ya casi indescifrables borrones de los cuadernos de actas
del cabildo de esta ciudad, podemos informarnos todavía
que en 1.º de enero del año 1605, Álvarez de
Toledo presentaba a la consideración de aquella grave
y ceremoniosa asamblea un dictamen en que manifiesta su parecer
respecto de quienes podían ser nombrados alcaldes
y regidores para el entrante período: consideración
acaso debida a sus años, a su posición y a
su talento260.
Hay, sin embargo, un hecho que viene a interrumpir
la monotonía de la serie interminable de encuentros
belicosos en la sucesión de la vida del poeta andaluz,
acaecido precisamente en el tiempo en que tranquilo veía
llegar la vejez, abrigado de las lluvias
—270→
del invierno y
de los fríos de la cordillera, calentándose
al rededor de su brasero bajo el techo de tejas de su casa
habitación de la plaza principal
Allá por
el año de 1597 tuvo noticia el gobernador de Chile
don Martín García Óñez de Loyola,
que en la ciudad de los Reyes del Perú el visorrey
don Luis de Velasco levantaba un tercio de soldados que había
de conducir el maestre de campo don Gabriel de Castilla para
auxiliarlo en la guerra de Arauco. Como a la fecha en que
habían de desembarcar, él probablemente se
encontraría lejos de la capital adonde primero habían
de arribar, comisionó al capitán Nicolás
de Quiroga, corregidor y justicia mayor de Santiago, tanto
«para que en ella, y sus términos y partidos de corregimientos
levantase soldados para la continuación de esta guerra,
y se tomasen caballos, y pertrechos, y bastimentos a cuenta
de Su Majestad, y haciéndose cargo de ellos al factor
y proveedor general, para los encabalgar y aviar», como para
repartirlos, entre los soldados que se esperaba llegarían.
Debía quedar constancia de la contribución
de los vecinos por las libranzas que el capitán Quiroga
tenía orden de otorgarles contra la hacienda real;
«y por el recibo de los soldados a quien él diese,
sería bastante recaudo para su descargo y se recibiese
en cuenta»261.
Hasta la Real Audiencia pregonó y publicó
provisiones o insertó carta real para que los encomenderos
y moradores «acudiesen a la dicha guerra y llamamientos que
para ella le fuesen fechos».
Mas, los honrados vecinos de
la ciudad, siempre dispuestos a protestar contra toda exacción
en detrimento de un caudal que tanto les costaba adquirir,
lejos de obedecer a las provisiones del gobernador y a los
requerimientos del principal tribunal del reino, levantaron
la voz al cielo y formaron un alboroto intrincadísimo.
El mismo capitán Hernando Álvarez de Toledo,
que parece estaba totalmente cambiado de sus antiguos hábitos
de guerra y que con los años le había cobrado
extremado cariño a los
—271→
cordones de su bolsa era uno
de los más grandes alborotadores.
El gobernador Óñez
de Loyola, deseoso más tarde de informarse de un desacato
tan enorme a su autoridad y de una manifestación tan
poco conforme a la obediencia debida a los delegados reales,
levantó en la ciudad de Santa Cruz (que había
fundado), un expediente indagatorio en el cual puede registrarse
la declaración de un cierto capitán Pedro de
Escalante que presenció todo lo sucedido y cuya palabra
impregnada de ese sabor expresivo del antiguo lenguaje, dice,
en parte, así: «Vido este testigo que los vecinos
de la dicha ciudad de Santiago [...] no acudieron a los llamamientos
que por parte de Su Señoría les fueron fechos
para venir este verano a la dicha guerra, ni quisieron ayudar
a encabalgar los dichos soldados, resistiéndose y
haciendo corrillos, diciendo que Su Majestad por la real
carta inserta en la dicha provisión no les mandaba
sino que acudiesen a sus obligaciones, que esto era estar
en sus casas y sustentar su república, y ansí
no querían salir della, y que harto habían
gastado ellos y sus padres: y que esta era plática
general entre todos, y lo trataron y dijeron a este testigo
diversas veces; y que querían hacer sus papeles y
los andaban haciendo, y que los que particularmente trataban
desto era el capitán Tomás de Pastén,
[...] Hernando Álvarez de Toledo, y generalmente todos
unánimes, conformes en resistir de no estar obligados
a acudir a la dicha guerra; y haciendo impedimentos y requerimientos
a el dicho maestre de campo por el bando que echó,
y saliendo a los caminos a volver a los indios que de su
voluntad venían con los soldados, por ser naturales
de acá arriba... y publicando en la dicha ciudad nuevas
de que estaba proveído nuevo gobernador, y que Su
Señoría despachaba pliegos informes por el
Río de la Plata a España, y otras invenciones
y nuevas; todo dirigido a estorbo e impedimento, que fue
tanto el que en la dicha ciudad se hizo que sólo salieron
de ella dos encomenderos para la guerra, etc.»262.
—272→
En dos
de mayo de 1598 el capitán general Martín García
Óñez de Loyola mandó sacar de la información
un traslado en pública forma y enviarlo «a Su Majestad
y visorrey del Perú e Real Audiencia».
Parece probable
que Álvarez de Toledo muriese en Santiago, como decíamos,
pues habiendo otorgado su testamento en esta ciudad extendió
codicilo en 1631, en el cual pedía le enterrasen en
el convento de Santo Domingo, amortajado en el hábito
de San Francisco263.
¿Qué fue lo que escribió
Álvarez de Toledo?... ¿Sólo el Puren indómito?
¡No, evidentemente, no! Parece que en el plan que se propuso,
este libro era sólo, un intermediario entre uno anterior
que tituló Araucana, y una continuación del
Puren que apenas conocemos por dos versos que se le escaparon
en él. En efecto, en el Canto XIX habla de los refuerzos
que el virrey del Perú mandó a Chile a las
órdenes de un militar Corona, y después de
contar su llegada a Valdivia y su paso para Osorno, agrega:
Su fin diré, los triunfos y victoria
en la segunda parte de esta historia.
Y
sin embargo, leyendo el libro hasta el fin, se ve que en
ninguno
—273→
de los cantos que siguen ha dicho de él una
palabra, ni ha titulado tampoco parte alguna posterior la
segunda de la obra. He aquí todo lo que nos queda
de este libro: una promesa que no sabemos si alguna vez cumplió,
o que acaso no pasara de ser uno de tantos proyectos que
bullen en la cabeza de un autor.
Mas, respecto de su Araucana,
ya dejamos de observar por la endija que apenas da paso a
un rayo de luz para entrar en el salón alumbrado a
giorno. Es cierto que siempre conjeturamos; pero las probabilidades
son aquí certidumbre. Ya hemos visto la referencia
que Ovalle hace a propósito de los ingleses en la
octava de la primera parte de la Araucana que trascribe.
En la página 222 de su Relación dice el mismo
escritor, hablando de ciertos españoles que se distinguieron
en un combate, «que los nombra el capitán Fernando
Álvarez de Toledo, caballero andaluz muy valeroso
y gran cristiano que se halló presente y es el que
me ha dado la materia que toco de este gobierno (Sotomayor),
en estas dos octavas de su Araucana que para honra de los
contenidos en ella y de sus nobles descendientes, de que
vienen hoy muchos, quiero yo poner aquí como las hallo
en su autor»:
Oh gran don Luis Jofré, que siempre
has dado
gran muestra de valor en tu persona;
hoy Miranda, Durán
y Maldonado
y el de Atenas, sois dignos de corona
Aguirre,
don Gaspar, y Juan Hurtado,
Tobar, Luis de Toledo, ya pregona
la fama vuestros hechos sonorosa
con los de Cerda, Silva
y Espinosa.
Alonso de Rivero,
Honorato
Luis de Cuevas Fagúndez y el de Vera,
Aranda, Alonso Sánchez y Serato,
Pedro Gómez,
Ortiz y el de Rivera,
Pedro Pastén, Cisternas y
Morato
Miguel de la Barría y Aguilera,
cada cual
firme anduvo hoy en la silla,
y entre ellos Diego Vázquez
de Padilla.
Varias otras
son las referencias de Ovalle a la Araucana de Álvarez
de Toledo, pues, en general, aparece que conocía perfectamente
el manuscrito y que le daba la importancia de un documento
—274→
auténtico. Por el contrario, jamás tuvo la
menor noticia del Puren, lo que haría suponer tal
vez que trascurrieron algunos años entre la composición
de aquella y la del último. Aquel historiador después
de contarnos la muerte de Loyola, dice comenzando el capítulo
XV del libro IV: «Aquí me hallo ya casi del todo sin
ningunos papeles ni relaciones de la lastimosa tragedia que
sucedió a las ciudades que habían fundado en
Chile los españoles después de la que queda
referida de su malogrado gobernador». Tales palabras no habrían
tenido, en consecuencia, razón de ser, si hubiese
visto las primeras octavas del Puren que cabalmente están
destinadas a recordar esa muerte.
Sabemos también
que ninguna de las once estrofas que Ovalle da como de la
Araucana se encuentran en el Puren; y atendiendo a los sucesos
a que hacen mención, ni siquiera podían tener
cabida en él, pues todas ellas tratan de hechos anteriores
a la muerte del gobernador Loyola264.
Antonio de León
Pinelo en su Biblioteca Oriental y Occidental
—275→
(tomo II,
tít. XI, pág., 659) insinúa «que la
Araucana parece por el título obra diversa del Puren».
A estamos al genuino sentido de estas palabras, es manifiesto
que desconocía alguno de los dos
—276→
poemas; mas, es
muy natural preguntarse ¿cómo supo que existía
la Araucana? Por anotaciones extrañas, por las citas
de Ovalle u otro autor, o realmente tuvo en alguna ocasión
un ejemplar del libro en sus manos? Siendo efectiva esta
hipótesis, además de ser un dato en favor de
la realidad de la existencia del libro, sería una
lejana esperanza para el porvenir, y nos podríamos
lisonjear con que si Ovalle tuvo el manuscrito y alguien
vio otro que acertadamente puede creerse no fue el mismo,
habría ya una probabilidad más de encontrar
en algún tiempo ese documento que sería un
hallazgo para la historia y la antigua literatura de Chile265.
No es muy difícil formarse una idea del argumento
de la Araucana de Álvarez de Toledo. El padre Ovalle
manifiesta que la historia de los sucesos de que se ocupa
en el libro VI de su Histórica Relación está
tomada de la Araucana de Álvarez de Toledo266; ahora
bien, esa parte del libro de Ovalle comprende el gobierno
de Sotomayor en Chile, asunto que se explica perfectamente
en la elección del poeta, siendo que había
militado en
—277→
Flandes bajo sus órdenes, había
sido su compañero de viajes y de peligros, y más
que eso su jefe en la guerra de Arauco. Precisando más
todavía la materia, podemos sentar que los Cantos
IX y X estaban destinados a celebrar el famoso desafío
de Alonso García Ramón y del jefe indio Cadeguala,
episodio que por su carácter caballeresco debió
llamar la atención del poeta hasta dedicarle, como
lo hizo, dos de los capítulos de su crónica
histórica267. La lectura del libro VI de la obra del
padre Ovalle será también; por consiguiente,
la historia de la Araucana, desnuda, es cierto de los encantos
de la imaginación y de la armoniosa poesía.
Y de aquí un nuevo y poderoso argumento en pro de
la diversidad de obras, encerradas bajo títulos también
diversos, Araucana y Puren, pues hasta comparar en ambas
el resumen de esos cantos IX y X para convencerse de que
evidentemente ninguna analogía tienen entre sí.
Tal es lo que nos queda del hombre que después de
haber recorrido casi toda la Europa iba a cantar en sus versos,
en el infeliz presidio de Chile, las proezas de sus compatriotas
y el heroísmo y los sufrimientos y miserias de los
indomables araucanos.
Álvarez de Toledo se muestra
en su poema, más que un poeta épico simplemente
un soldado que versificaba con facilidad, y que sin pretensiones,
llamaba en su auxilio a la divina inspiración para
consignar de una manera agradable los hechos de armas en
que él mismo había figurado o que conocía
minuciosamente por las relaciones de sus compañeros,
repetidas en las noches a la luz de los fuegos del campamento.
Y esto no es de extrañar atendido el objeto que se
propuso: en su plan no entraban las invenciones poéticas,
los episodios de imaginación, ni la ficción,
ni el amor: su diosa es la verdad. Es cierto que los acontecimientos
que lo impulsan a cantar son dignos de la trompa épica;
pero ni esta consideración, ni lo eximio de los actores
pueden influir en su ánimo para que abandone la humilde
encordadura de su instrumento. Variar lo cierto con lo fabuloso
tiene atractivos, lo creo, decía:
—278→
Pero como en razón no se consiente
mezclar con la verdad las variedades
de fábulas,
por ser tan diferente
las unas de las otras calidades,
y porque cuando alguno mucho siente
crédito no
le dan a sus verdades,
la una sola va pobre y desnuda
porque la variedad engendra duda.
Canto
XI
Así, sus narraciones
no tendrán otro encanto que el de la verdad.
Porque tiene ella en sí tanta hermosura,
tanta gracia, donaire y gentileza,
tan agradable y bella
la figura
que no creó otra la naturaleza:
no ha
menester adorno o compostura
que siempre ha sido amiga
de llaneza,
es vergonzosa, afable, grave, honesta,
y
más grave desnuda que compuesta.
Canto
XII
Por el contrario, si
algo puede deslumbrar la verdad,
La composición
en verso de una crónica histórica, tal fue
lo que Álvarez se propuso; y por eso si pensamos por
un momento que su obra se ajuste a las calidades de la epopeya,
desde ese mismo instante nos veremos precisados a decir:
¡no existe! Ni siquiera guarda la forma del poema: nada de
invocación, nada de máquina, nada de majestad,
ningún nudo, ni siquiera desenlace. El tiempo mismo
que ha elegido para la acción excluye la unidad, que
exige un personaje en torno al cual se agrupen los acontecimientos,
o un hecho a cuya realización se dirijan los esfuerzos
—279→
de los actores. Comienza por referirnos la muerte de Óñez
de Loyola, y nos habla con admiración de don Francisco
de Quiñones, y en este campo tan estrecho y en medio
de sucesos inconexos tiene el poeta que correr; y por eso
su libro, podría decirse muy bien, bajo este aspecto
no es otra cosa que un paisaje al cual se divisa desde lejos
y por la estrecha reja de una prisión: percibimos
el arroyo que corre a trechos tranquilo, dormido, en otras
impetuoso, agresor; ¡pero nos faltan las montañas,
el conjunto, el aire, la luz!
Veinte y cuatro veces se ha
sentado el viajero a descansar de la fatiga al pie de los
árboles que con protectora sombra cubren el camino;
y al concluir su jornada se ha encontrado con que las batallas,
las pinturas y las declamaciones comprenden más de
quince mil versos. El poeta ha marchado de aquí para
allá, vuelto de nuevo a su punto de partida, de Chile
al Perú, de Santiago a Concepción, de la orilla
de los ríos a las oscuridades de los bosques seculares
de Arauco, de las arenas que bañan las olas del mar
a las estrechas gargantas de la cordillera, todo seguido,
agrupado, en confusión. Como él dice,
Andaré de los pies de la manera
que anda la revuelta lanzadera.
No
se ha escapado a su memoria ni un nombre, a no ser el de
los cobardes, ni una fecha, la hora exacta del día,
las aventuras del soldado más desconocido, un robo
cualquiera, el color de un caballo, el más minucioso
detalle. El modo de proceder que ha empleado en la obra ha
sido probablemente la imitación exacta de lo que hacía
en las filas al frente del enemigo, moviéndose en
todo sentido, dando una palabra de aliento al entusiasta
y valeroso, un reproche al tímido, una invectiva al
enemigo. Estas mismas detenciones producen el efecto de que
muchas veces deje olvidado el hilo de la narración,
desviándose por los senderos que sólo después
de largos rodeos retornan al camino, y perjudicando así
la marcha regular de la acción y el interés
dramático, y desarrollando inevitablemente en el lector
cierto sentimiento de desagrado.
—280→
De aquí fluye también
que muchas de sus estrofas se vean deslucidas, inarmónicas
e ilegibles por el agrupamiento de nombres araucanos y españoles
de los que más se distinguieron en los combates o
que estima la posteridad merece conocer por otros títulos.
Particularmente en el último canto cuando refiere
la batalla de Yumbel, es donde más se hace notar este
defecto que, aunque se trate de una crónica histórica,
no es disculpable cuando se escribe en verso. Al hablar de
su estilo nos detendremos algo más en este punto.
Para Álvarez de Toledo los araucanos son gente que
puede mirarse de dos maneras, como una medalla con su revés
y su derecho; que llegando el caso están dispuestos:
A vencer o morir determinados;
y que como defensores de la santa causa de la independencia,
de su suelo,
La misma gloria y títulos merecen
estos indios de Chile y más loores,
pues por su
cara patria ellos padecen
muertes, penas, afanes y dolores;
y en lo que más todos se engrandecen
es preciarse
de ser sus defensores,
pues quieren más perder la
dulce vida
que verla de españoles oprimida.
Canto
X
No es valor tampoco el
que les falta,
Que como pocas veces son vencidos
ni a volver las espaldas están hechos
sienten en
mayor grado la huida
que perder en batalla alma y vida.
Pero son inconstantes, traidores,
intratables, sin verdad, sin fe, sin ley, pueblo infame,
vil canalla:
Miradas
estas expresiones en su conjunto, despojados unos bárbaros
del prestigio que Ercilla les dio con su epopeya, podrían
parecernos tal vez exageradas. Mas, atendida la época
que Álvarez de Toledo ha delineado, y sobre todo cuando
podemos cerciorarnos que sus epítetos no dejan de
hallar en más de un caso la plena confirmación
de su exactitud, asentimos al retrato de nuestro autor. Como
salvajes son incultos, llenos de astucia, falaces; ¡pero
bravos de corazón y entusiastas de patriotismo!
Los
tiempos de Caupolicán, Tu capel, Lautaro, no habían
pasado para el indio valeroso: era siempre su misma constancia,
su misma sublime porfía, el mismo amor a sus hogares
que sus descendientes habían heredado en sus almas;
sus recuerdos dormían intactos en la memoria de su
pueblo; en los festines se celebraban los triunfos obtenidos
por sus padres de los más famosos jefes españoles;
se halagaban con que el porvenir les reservaba la más
completa libertad y el total exterminio de los invasores;
pero les faltaba el genio, ese agrupamiento de grandes rasgos
que dispersos uno a uno se habían repartido numerosos
caciques, herederos del valor y de la gloria de aquellos
grandes hombres que el suelo de Arauco hacía tiempo
no producía ya... El cantor del Puren, ajustándose
a la verdad y desechando de sus versos toda ficción
poética, no prestó a los araucanos esa aureola
de que los revistió Ercilla y que lo dominaron hasta
el punto de prestarles a ellos, sus enemigos, todo el interés
de su relato; y en ello fue justo.
Los enemigos del nombre
español han sido estudiados todavía bajo otro
punto de vista en el libro de Álvarez de Toledo. El
poeta no se ha preocupado sólo de sus caracteres morales
sino que ha consignado una porción de curiosas noticias
sobre sus costumbres, usos, trajes, adornos, ceremonias,
su táctica militar, sus conocimientos, sus diversiones.
Como lo han observado muy
—282→
exactamente dos escritores nacionales,
tiene el Puren Indómito el mérito de darnos
a conocer de un modo cabal las relaciones de españoles
y araucanos, el duro yugo de los primeros, la opresión
de los segundos, la crueldad y lujuria de aquellos, la servidumbre
de éstos. Pero sólo hasta aquí la historia,
porque más tarde la ficción que tanto manifiesta
detestar el poeta, se apodera de lleno de su espíritu,
olvida el buen sentido y pone en boca de los indios pulidos
y eruditos discursos en que se manifiestan conocedores de
la mitología y muy particularmente de la historia
romana. A pesar de ello, es de perdonarle este defecto tan
común en los escritores de aquel tiempo que se ocuparon
de nuestros indígenas, porque muchas de esas piezas
son naturales y bastante fieles en la pintura de los caracteres.
Hay una, sobre todo, en que se manifiestan las contradicciones
en que los dominadores incurrieran predicando la verdad,
la ley de Dios, y portándose en sus actos como decididos
adoradores del vicio y la maldad, que constituye quizá
el trozo más acabado del libro, y que puesto en boca
de un indio es una amarga burla a los españoles:
Estas estrofas nos muestran
que si su autor no se hubiera visto obligado a referir hechos
descarnados, habría podido elevarse a la altura que
ellos nos hacen presentir; porque es digno de notarse que
siempre que Álvarez de Toledo canta en su nombre,
cuando no se ve atado por el tirante lazo de la verdad histórica,
que excluye el vuelo de la imaginación, es realmente
poeta. Sentimos en esos versos la energía que brota,
un alma que no excluye el sentimiento y que sabe transmitir
al lector todo el fuego de la pasión que lo domina,
y hasta el odio y el desprecio que una conducta soez e indigna
inspira a los corazones honrados. Es sólo de
—284→
lamentar
que estos acentos libres y personales escaseen tanto en el
¡Puren Indómito!
Tal como en los caminos adivinamos
por la impresión que en el polvo han dejado las ruedas
al pasar, quien nos lleva la delantera; así también
necesitamos ocurrir y apoderarnos ansiosamente de los casi
imperceptibles rastros que el hombre ha dejado de sí
en el libro para el estudio de su carácter e inclinaciones.
Pues bien, practicando este reconocimiento, diremos así
de la obra de Álvarez de Toledo, podríamos
aventurarnos a establecer que era religioso hasta la superstición,
sin que sus escrúpulos lo impidiesen degollar a un
enemigo indefenso, llegado el caso; valiente como soldado;
como hombre, desconfiado; práctico en las cosas humadas;
prudente, pero que no desperdicia la ocasión.
Su
religión tiene mucho de tierno y mucho de grotesco:
cuando habla del «Soberano Hijo de María», en sus
súplicas a la Virgen, en la oración que supone
pronunciada por Quiñones durante los azares de la
tempestad, no carece de unción y es hasta conmovedor.
En general, de sus palabras puede colegirse que a no ser
él un predicador de aquellos contra los cuales tanto
se indigna (lo que no creemos) su vida debió hallarse
conforme con sus verdades de fe y con los preceptos de la
religión que se enorgullecía de profesar. Pero
como buen hidalgo español, de una nube que ve levantarse
en el horizonte deduce su presagio de muerte; del volido
de las aves, del canto de la lechuza, un presentimiento de
desgracia. Las derrotas de los castellanos no las ocasionan
su escaso número, sus descuidos y sus errores, sitio
que son castigos que Dios les envía por sus culpas
y pecados; y por el contrario, el indio que moría
debía, naturalmente ir
. . . . . . .al fuego del infierno
en donde penará por tiempo eterno.
En
hechos perfectamente naturales ve la intervención
de la Providencia, y en la feliz huida, de un soldado la
realización de un milagro. En ocasiones, tanto se
deja dominar de sus sentimientos
—285→
religiosos que a renglón
seguido de una invocación a Apolo se dirige al Todopoderoso;
en otras, contrapone los católicos (españoles)
a los gentiles (araucanos); y en otras, dedica a la relación
de las aventuras de un fraile, por ser sacerdote, tantas
páginas como ha empleado en la descripción
de las desgracias de todos sus demás compañeros.
Pero aquí mismo, cuando va a imponernos de esas desgracias,
por una oportunidad cuya delicadeza todos podemos apreciar,
dice así, elevándose hasta Dios:
Eterno Padre, poderoso y alto,
tu divino favor, Señor, me envía
con el
cual contaré sin quedar falto
el sangriento destrozo
de este día.
El Dios
de los cristianos como padre de la poesía es un bello
arranque y muy apropiado a las circunstancias, siendo que
ya a referir, como hemos insinuado, la muerte de sus compañeros.
Esto mismo lo hace dolerse profundamente y sentir volver
«a sus tristes lágrimas» y a su «dolor de ardiente
fuerza».
Sin embargo, está muy distante de ser fatalista,
no cansándose de repetir que «lo que ha de ser no
hay quien lo vede»:
Es un notable error en que caemos,
pues es libre albedrío el que tenemos.
Que
todos vivan preparados, que la muerte ha de ser cual fue
la vida, y en la guerra el soldado, en el mar el marinero,
el hombre en la desgracia
. . . . . . . . . .haga en todo de manera
que está a cualquiera trance apercibido.
Su
profesión de soldado se trasluce a cada paso en sus
versos: de su obra podría formarse un curso más
o menos completo de táctica militar; las lecciones
que da versan casi exclusivamente sobre la carrera de las
armas, y muchos de sus cantos comienzan con reflexiones sobre
este tema. Como soldado exige que se lleve el valor hasta
el heroísmo, se indigna contra los cobardes, y dice:
Ni de hombres tales quiero haya memoria
ni nombrarles sus nombres en mi historia.
—286→
A
él nada le importa que el botín de un asalto
sea más o menos opulento o que los despojos de los
enemigos sean crecidos, pues se contenta con su propia satisfacción,
Y con la fama eterna y soberana
que en restaurar su propia tierra gana.
No
estima los triunfos que cuestan sangre, porque
Más digna es la victoria de alabanza
ganada por industria que por lanza.
En
muchas de sus páginas deja traslucir la bondad de
su corazón, predica el bien, el olvido de las injurias
y el perdón; a veces lo domina la tristeza y se lamenta
de las desgracias de los que tal vez fueron sus amigos; y
en otras exhala la amargura de que su alma debió hallarse
poseída con el conocimiento de los hombres que la
experiencia de su vida agitada y sus largas correrías
debieron darle. También en ocasiones repite la desconfianza
que deben inspirar los prósperos vientos de la fortuna,
que se complace en arrebatar lo que ayer nos ofreció
con mano generosa, las peripecias de la existencia y los
desengaños que nos acarrea nuestra loca fantasía;
que si la suerte nos halaga, es necesario no desperdiciar
la buena oportunidad que probablemente ya en mucho tiempo
no se presentará. La misma facilidad con que en su
libro marcha sin transición de un asunto a otro, no
es sino la imagen fiel con que desea se proceda en todo.
¡Cuántos desastres, cuántas oportunidades perdidas
por haber sido tardo y dejado las cosas al tiempo; pero es
necesario también que el juicio venga a decirnos cuándo,
por el contrario, debemos retardar el paso y no dar un traspié
por precipitados!
En los ejemplos siguientes veremos sus
pensamientos arrojados aquí y allá, como el
labrador esparce la simiente por los surcos pacientemente
trazados por su mano que dirige el arado, mientras alienta
con su robusta voz al manso buey, fatigado con el calor del
mediodía y con el pesado trabajo:
Con todo, es muy digno
de llamar la atención lo poco, poquísimo, que
Álvarez de Toledo se ha ocupado en su libro de si
mismo; silencio tanto más de extrañar cuanto
que, como sabemos,
—288→
fue un actor notable en los mismos acontecimientos
que consigna. Apenas si en el discurso de la obra se encuentran
las dos o tres palabras que hemos citado acerca de su nacimiento,
y el episodio del asalto de Chillán.
Pedro de Oña
había hablado con entusiasmo de Chile «su patria querida»,
y Álvarez de Toledo, por el contrario, no pierde ocasión
de desprestigiarla de un modo exagerado. No se figuraba que
lo que él veía en el ejército, vanidad,
favoritismo, odios, vicios, no podía aplicarse con
fundamento a las demás clases de la sociedad: por
generalizar demasiado, lejos de respetar la verdad la ofendió
con sus resentimientos de soldado y de su juicio falseado
por lo que presenciaba junto a sí. Basta leer la estrofa
siguiente para entrar en duda acerca de sus sentimientos
imparciales y desapasionados sobre un respecto que historiadores
dignos de fe están distantes de mirar como general:
En
este reino mísero reinaban
insultos, fraudes, trampas, odios, iras,
adulterios, incestos
no faltaban,
envidia, ambiciones, ni mentiras:
los vicios
todos sin cansar se andaban
tirando apriesa ponzoñosas
viras
a las mezquinas ánimas dolientes
de aquellos
miserables sus sirvientes.
Canto
XX
Esto nos conduce naturalmente
a examinar el mérito que como documento histórico
pueda prestarse al Puren Indómito, y para ello debemos
principiar por la averiguación de lo que el autor
se propuso.
Ya hemos visto que desde las primeras páginas,
Álvarez de Toledo declaró que no había
sido su ánimo componer un poema en que pudieran tener
cabida las ficciones de la imaginación, y ahora robusteceremos
sus insinuaciones con algunos de los pasajes de su libro
en los cuales manifiesta sus propósitos y las fuentes
de que se ha servido en la composición de su crónica:
Siendo testigo de muchos
de los sucesos que refiere, o habiéndolos sabido de
sus compañeros, escribiéndolos a vista de todo
el mundo, (lo cual dice que le ha acarreado persecuciones)
no era posible que falsease la verdad, ni había tampoco
fundamento para errores de bulto. Del contexto general del
libro, como se expresa el señor Amunátegui,
se palpa que no es una novela la que tenemos a nuestra vista.
Hay, además, métodos muy sencillos de comprobar
la verdad
—290→
histórica del Puren Indómito. Si
los documentos auténticos que nos han quedado de la
época se encuentran conformes con las páginas
correspondientes de Álvarez de Toledo ¿por qué
dudar de la exactitud del resto de la obra? Si autores como
el padre Ovalle han ido a buscar en la Araucana de Álvarez
de Toledo datos para la composición de un libro histórico
¿por qué siendo el Puren Indómito la continuación
de aquella sería menos exacta268?
Es necesario recordemos
aquí aquellos pormenores que revelan la paciencia
del cronista, que le han permitido tener siempre presente
en su relato hasta la hora precisa de los acontecimientos
que menciona, y de lo que manifiestamente no habría
tenido necesidad de preocuparse si sólo se hubiera
propuesto componer una obra de imaginación, en cuyo
caso su modo de expresión sería muy diverso.
Conviene también tomar nota de que su celo por la
honra española no le impide cuando llega el caso confesar
los desdoros que ha sufrido y asentar versos como los siguientes:
Perdieron la victoria los de España
honra, gloria, el honor, fama y campaña;
Canto
IV
en lo que no hace más que cumplir a la letra
el programa ofrecido de dar a cada uno lo que es suyo.
El
señor Barros Arana en su introducción al libro
de Álvarez de Toledo, se felicita de hallar en él
«una relación fiel» y concluye:
«Hemos dicho que
el padre Ovalle lo cita como una autoridad histórica;
y añade que el padre Diego Rosales, autor de una voluminosa
historia de Chile, escrita en la segunda mitad del siglo
XVII y aún inédita, ha seguido página
por página la relación de Álvarez de
Toledo y aún ha tomado de él los presagios
y milagros que anunciaron la muerte de Loyola. Más
tarde, el sabio González Barcia, en su edición
de la Biblioteca Oriental y Occidental
—291→
del licenciado Antonio
de León Pinelo, cita el Puren Indómito en el
capítulo consagrado a los historiadores de Chile».
De aquí, pues, el mérito del Puren Indómito:
tenemos una epopeya menos, y un documento histórico
más; menos una obra literaria que un libro de estudio;
menos recreación y más fondo: por lo menos
también lo uno vale lo otro.
Críticos hay
para quienes el Puren Indómito no tiene mérito
literario alguno, pues hallan que falta en él inspiración
y sobra vulgaridad, sin que dejen de agregar tampoco que
su forma externa es sumamente defectuosa.
Debemos desde
luego no olvidar que el autor fue bastante modesto para declarar
sinceramente lo que pensaba de su trabajo269: a su juicio sólo
verdad hay en él, y seguro está de que no ha
de despertar envidias; torpes y cojos son sus pies, y marcha
en pos de los pasos de Oña, cual en un flaco rocín.
Y a nuestro turno convengamos también en que ceñido
el versificador, digamos, por el círculo de hierro
inexorable de acontecimientos por sí mismos extremadamente
prosaicos, habría necesitado más que inspiración
para remontarse a regiones que los simples admiradores califican
de sublimes: convengamos en que habría necesitado
genio.
No es igualmente muy exacto que nunca sepa cantar
como un poeta, pues, como lo hemos notado ya, citando vuela
por sí mismo y deja la jaula en que yace aprisionado,
exhala sus sentimientos en trinos que no carecen de armonía
y elevación. Sus aptitudes se revelan, sobre todo,
en el género descriptivo, para el cual tiene facilidad
y muy buenas perspectivas. Así, comparaciones como
las siguientes, en que campean delicadeza, buen gusto y energía,
no son raras en él:
No faltan tampoco ejemplos de armonía imitativa,
como el siguiente que hace recordar el conocido de Fray Luis
de León:
—293→
Desplegadas al viento las banderas
suave y blandamente tremolando.
Canto
II
Véase como describe
la ruda actividad de uno de los pobladores de Arauco:
Al son horrible de la ronca trompa
su gente el crudo bárbaro recoge,
con menos brío
orgullo, fausto y pompa
manda que aquella noche allí
se aloje;
mas antes que la luz del alba rompa
ni el bélico
español lo desaloje,
a Puren a gran priesa se retira,
impaciente, furioso, ardiendo en ira.
Canto
VI
El duro y corvo cuerno al
punto arrima
el furibundo bárbaro a la boca:
en
la infernal caverna y honda cima
retumba el trepidante
son que toca,
poniendo gran terror, espanto y grima,
en la región ardiente a do revoca,
a cuyo ronco
y bélico ruïdo
acudía todo el bando
fementido.
Canto
XI
Como se nota, es muy fácil
percibir en las dos estrofas anteriores la energía
del araucano, su falta de cultura y su entusiasmo guerrero.
En contraposición, señalamos ahora el terror
y sobresalto de que iban poseídos los españoles,
temiendo una emboscada:
Cual suele andar huyendo el delincuente
de la justicia a sombra de tejados,
y a cualquiera rumor
a voz que siente
de temor vuelve y mira a todos lados:
así va de ese modo nuestra gente
la vista pronta
y cuellos levantados,
a cualquiera ruido que se ofrece
que es el bravo enemigo le parece.
Canto
VII
Oña comenzaba
sus cantos por reflexiones filosóficas, y Álvarez
de Toledo, imitándolo, da también principio
a los suyos con consideraciones acerca de la religión
o la milicia; ambos dejan traslucir
—294→
que el Virgilio ha sido
su lectura favorita. El asalto de Chillán por los
indios hace recordar en el Puren algunos de los rasgos de
la toma de Troya; y el mismo Álvarez trae cierta referencia
a este respecto. A continuación apuntamos los mejores
pasajes del episodio:
Hablando del talento
descriptivo del poeta andaluz es indispensable fijarse que
en sus batallas, engolfándose en detalles y hazañas
de cada soldado en particular, olvida completamente el conjunto
y no se preocupa en lo menor de los movimientos generales
que dan grandiosidad a la acción y producen nuestro
interés, preocupados de la suerte de los ejércitos
y no de la de los personajes que no nos han sido presentados
antes y que ni siquiera de nombre conocemos. Esto ha acarreado
uno de los más serios defectos que afean el libro
de Álvarez de Toledo, cual es el de esas interminables
enumeraciones de nombres propios que destruyen la armonía,
que no constituyen ni siquiera una versificación,
y que hacen sin remedio abandonar su lectura. Muchas serían
las estrofas que pudiésemos señalar compuestas
bajo esta norma y que a veces el autor hace seguir de otra
y otra; pero, en obsequio a los que nos acompañan
en esta excursión de crítica literaria, nos
limitaremos a la siguiente curiosísima octava:
Montero, Montes, Montanés, Montejo
Calva, Calvo, Calvete y Moncalvillo
Ovalle, Valle, Valladar,
Vallejo
Castillo, Castellanos y Costillo
Lancha, Losada,
Mármol, Marmolejo,
Laso, Luengo, Delgado, Delgadillo,
Barros, Barroso, Barrial, Barrera,
Barrenan cuerpos y
echan almas fuera.
Canto
XXIV
Hay otras compuestas
únicamente de verbos y sustantivos que lejos de reforzar
la idea capital, sólo deslustran el verso y muestran
redundancias de la peor especie:
Al bárbaro escuadrón bravo atropella
y cual hambriento tigre despedaza,
derriba, mata, hiende,
pisa, huella,
castiga, daña, espanta y amenaza:
parte, corta, machuca, abre, degüella,
atormenta,
deshace y hace plaza,
esparce, siembra, estrella y arrebata
asuela, descoyunta y desbarata.
Canto
VI
—296→
Otras veces, entreteniéndose
con los juegos de palabras, ha deseado pasarla de ingenioso;
y así ha dicho:
Pues antes que éste tiempo vuele
y pase
volemos y pasémonos con tiempo,
que el buen tiempo
es razón se mida y tase
para que no nos falte después
tiempo:
porque si el tiempo a tiempo nos faltase
y nos
queremos ir después sin tiempo
nos dará un
temporal de tiempo incierto
que no deje tomar con tiempo
el puerto.
Canto
VIII
A este respecto, manifiesta
el señor don G. V. Amunátegui, en su trabajo
citado, «que este empleo de adornos inadmisibles, estas fastidiosas
enumeraciones, indican ostentación y miseria intelectual,
pretensiones literarias y carencia de títulos en que
apoyarlas». Pero si hemos de estarnos a lo que Álvarez
de Toledo nos anuncia, estas pretensiones son bien limitadas,
pues él mismo reconoce que su estilo no es elevado
sino humilde, sus cantos no los de la epopeya sino simplemente
los que le parecieron convenir al asunto que trataba:
Tales
son las declaraciones que respecto de la forma externa de
su obra ha consignado en sus versos; mas, ellas lo arrastran
a veces tan lejos, que no sólo la poesía pero
aún la prosa más vulgar, excluiría la
bajeza del estilo y las comparaciones de que se sirve. Son
notables bajo este triste aspecto las estrofas con que da
principio a su canto IV, en que hablando de la conformidad
que debe haber entre las palabras del predicador y sus obras,
comparas aquél con el cedazo que echa la harina y
se guarda el afrecho; y hablando de un escuadrón de
indios, dice que se colocaron como los vaqueros que
Cuando quieren juntar todas las vacas,
así les daban voces y matracas.
—297→
Como
versificador pudiera mirarse a Álvarez de Toledo como
superior a Oña, si no fuera que sus expresiones no
tienen esa sonoridad que debía corresponder a su entonación;
a que es habitual en él la consonancia de una palabra
consigo misma o sus compuestos; y por último, a la
común carencia que en sus versos se nota de los principales
acentos rítmicos. Su trabajo, por consiguiente, está
muy distante de ser acabado bajo tal concepto.
Una circunstancia
singular tratándose de un poeta, cuya imaginación
los arrastra siempre a regiones más bellas que la
realidad, por lo mismo que son ideales, que contribuye por
mucho a la aridez de sus cantos, interminables relaciones
de guerras y combates, es el voto que formulé en estos
términos:
Pues tengo en el principio prometido
de no contar hazañas de Cupido:
voto tanto más
extraño cuanto que los asuntos se le ofrecían
naturalmente a su pluma, como los dos versos señalados
muy claro lo dejan entender. Todos sabemos cuánto
placer no proporciona al alma fatigada con ver siempre ante
sus ojos, maldades, muertes y odios, pinturas en que la pasión
reemplace el modo ordinario de ser, y en que por un momento
dejemos la prosa diaria de la vida para recrearnos con escenas
que sólo a los poetas les es dado diseñar.
Un paisaje siempre igual, por muy bello que sea, forzosamente
con la frecuencia de verlo nos hace olvidar los encantos
de la primera aparición y hasta pierde mucho del mérito
que tendría mirado junto a otros de diverso género.
La tétrica hermosura de los cuadros guerreros estaría,
pues, muy bien al lado de la risueña fisonomía
de los amores. Oña, que puede decirse vivió
encerrado, sin más horizonte que el cielo de su cuarto
y sin más práctica que el comercio de una vida
sin aventuras, manifestó, por su propio estudio, ser
un maestro en el arte, y sus amores de Fresia y Caupolicán
no es lo que menos contribuye al realce del Arauco domado.
¿Cómo Álvarez de Toledo que tuvo a su disposición,
más y más variados elementos para dedicarse
al asunto,
—298→
que se manifiesta imitador de aquél, enmudeció
completamente? Cuatro únicos versos es todo lo que
el curioso lector puede hallar como extraviados en aquella
enorme suma del Puren Indómito, que dicen así: