La Visión
de Petorca.- La muerte del obispo Alday.- La avenida del
Mapocho en 1783.- La visita de la diócesis.
De los
acontecimientos que la poesía se haya encargado de
hermosear ninguno más querido para el pueblo, ninguno
que haya acariciado más que la Visión de Petorca.
Era por los fines del siglo pasado el mineral sitio concurrido
de gente acomodada, de aventureros audaces y de incansables
cateadores, una de esas colonias formadas al acaso, con sus
días de esplendor, sus esperanzas de futura prosperidad
y sus sueños de oro.
Entre todos aquellos cerros
descollaba por su fama la mina llamada del Bronce Viejo,
propiedad de la señora doña María del
Rosario Muchastegui.
En los días en que corre esta
narración, (octubre de 1779) siete hombres, apires
y barreteros de la labor, habían dado con un riquísimo
manto de oro.
Eran pobres, ambiciosos, gastadores. Quisieron
hacerse ricos, y se propusieron una noche robar el escondido
tesoro, cuyo secreto ellos solos poseían.
Fijada
la hora, esperaron que las sombras de la noche ocultaran
—368→
sus proyectos. Sacaron del sitio en que el mayordomo las
tenía colocadas sendas lámparas para alumbrarse
en la tarea, y sin vacilar se entraron por la boca de la
mina.
Quizá daban el primer barretazo, cuando ven
que las luces comienzan a apagarse, como si un soplo invisible
impeliese la llama. A poco, una oscuridad completa reinaba
en aquellos pasadizos subterráneos, húmedos
y poblados solo de emanaciones mortíferas...
Poco
a poco sienten debilitarse su respiración; llenos
de espanto dan voces que solo las profundidades repercuten,
devolviéndoles sus propios ecos que los aterrorizan
más y más. ¡Es el vértigo de la muerte
que llega envuelta en el contacto de aquella atmósfera
pestilente!
Cuando al día siguiente el mayordomo
de la faena, notando la falta de algunos de sus peones y
sus lámparas, sospecha cierta de robo, entró
a registrar la mina, seguido de un amigo y de un arriero
esforzado, dio bien pronto con los infelices, trocados en
cadáveres en medio de la vida. Dos estaban de pie
y con los rostros vueltos, como que intentasen un movimiento
haciendo la cruz con la mano; tres inclinaban la cabeza sobre
el pecho, también con la cara vuelta; otro como que
descansara, sentado en un pequeño recodo, y el último,
de bruces sobre una puente.
Despavoridos los exploradores
ante tan extraño, espectáculo de la muerte,
corrieron a la población a referir lo que habían
visto. Juntose gran número de pueblo, que con el juez
a la cabeza fue a dar fe de lo sucedido y a extraer los restos
de los infortunados mineros, los cuales después de
permanecer medio día en pública expectación,
fueron decentemente enterrados a costa de sus compañeros
de trabajo.
Este fenómeno natural, pero probablemente
desconocido para aquellas buenas gentes, aparecía
ante sus ojos con todos los caracteres de lo misterioso.
Eran crédulos y supersticiosos; los pobres hombres
habían perecido, además, al intentar un delito,
y lo primero que ocurrió fue decir: ¡justicia de Dios!
Corrió por todo Chile el triste acontecimiento, yendo
atemorizar
—369→
a los pequeñuelos de las más remotas
aldeas; se hizo, pues, popular; y los versos que contaban
la Visión de Petorca llegaron a ser del dominio de
todos304.
«Por mucho tiempo se creyó que esos versos
eran obra de un caballero llamado don Bernardo de Guevara;
pero parece que últimamente se ha descubierto ser
su autor el fraile agustino fray Sebastián de la Cueva,
español de nacimiento, promovido más tarde
por sus méritos a la dignidad de canónigo del
Cuzco, y después a obispo de Cartagena, en cuya mitra
murió»305.
Fray Sebastián que se creía
poeta, y que lo confiesa, dice que se propuso despertar el
recuerdo del suceso y divulgarlo por el mundo. Eligió
para ello el romance octosílabo asonantado, y tejió
su relación en una forma fácil, aunque llena
de divagaciones, dividiéndola en tres partes de diversa
índole, que abrazan quinientos versos en todo.
En
la primera, después de una invocación a la
musa Euterpe, cargada de erudición mitológica,
da noticias de Chile y muy especialmente de Santiago:
Armario, taller y centro;
mártir de las almas, como
Adonis del galanteo;
paraíso de delicias
y de bellezas espejo;
corriendo
hacia el norte se detiene en el cerro de Petorca:
Viven en su verde falda
muchos nobles caballeros,
mercaderes, oficiales,
vecinos
y forasteros,
que a la multitud del oro
han cifrado su
comercio.
No se olvida tampoco
de precisar la fecha de la historia, de un
—370→
modo tan extraño
que le permite citar a Bossuet y otros autores, y elogiar
al
Monarca de las Españas,
señor don Carlos tercero,
quien Dios guarde para
ser
de sus vasallos consuelo.
La
Segunda Parte es mucho mejor que las otras y está
consagrada a la verdadera relación del hecho, en una
disposición sencilla y natural, inspirada por el pueblo
y destinada a él. La tercera, finalmente, es la moraleja
del cuento, aplicable a plebeyos y nobles, pobres y ricos,
usureros y escribanos, etc.
Toda la composición se
resiente del estado y educación del poeta, tanto que,
a no saberse su nombre, no sería difícil caer
en cuenta de que era obra de un sacerdote español
de esos tiempos. Ha utilizado, pues, sus recuerdos mitológicos,
prodigándolos con exceso; sus conocimientos de la
Sagrada Escritura, que ha sembrado a manera de citas de un
sermón, como para dar al conjunto cierto tono sentencioso
y grave. Creemos, además, inútil advertir que
como el autor narra la tragedia de Petorca con el propósito
de ejemplarizar, ha visto en los hechos la intervención
de la Divina Justicia, y en la muerte de los mineros un hecho
digno de recordarse para futuras enmiendas.
Si las divagaciones
del padre La Cueva pecan por inoficiosas, no puede decirse
tampoco que sean buenas, pues tan minucioso ha deseado ser
que contra lo que pide el lenguaje poético, ha medido
lejos de haber pintado los sitios que ha querido dar a conocer.
Pero, sin duda que algunas de sus descripciones no carecen
de verdad y sentimiento, como aquella con que da principio
a la Segunda Parte:
El veinte y cuatro de octubre
cuando el animoso Febo
desde el ocaso corría
para el nadir contrapuesto,
y la tenebrosa noche
tendiendo
su manto negro
arrastraba sus capuces
con muy temeroso
ceño;
cuando a su canto las aves
—371→
habían
puesto silencio
y cada cual abrigaba
en su nido los polluelos;
cuando solo se escuchaba
entre los peñascos huecos
el tristísimo caístro
de pájaros
agoreros;
de vos canes el latido,
de los ríos
el despecho,
y en los árboles y riscos
el azote
de los vientos; etc.
Hay
mucho de natural y de verdadero en los versos siguientes,
que pintan la entrada que el pueblo hizo a la mina para reconocer
los cadáveres, y el efecto que produjo en los circunstantes:
Juntando bastante gente
a la mina descendieron:
los miserables despojos
de la
muerte conocieron,
que sin herida ninguna
los siete estaban
ilesos.
Mandó el juez que los sacaran,
y a la
plaza del asiento
los llevaron, donde al punto
la noticia
discurriendo
en unas y otras personas,
con muy lastimeros
ecos
y temerosa expresión
parece que iban diciendo:
¡Venid a ver la justicia
que mandó hacer el Supremo
soberano y absoluto
juez de los vivos y muertos!
Y
no poca elevación en estos conceptos:
Llegaron, pues, a la boca
de la mina, cuyo seno
parece que del abismo
era un lóbrego
bostezo,
sin duda que el corazón,
que adivinó
verdadero
es un pronóstico fiel
de los sucesos
adversos.
Comenzaría
a latir
en los delincuentes pechos;
discurriría
en las venas
la sangre con algún hielo,
y el tímido
animaría
a los demás para el hecho
con
muchas voces tal vez,
para esforzarse así mesmo:
que más valor finge siempre
el hombre que tiene
menos.
—372→
No nos detenemos en este análisis
porque el lector podrá registrar este curioso monumento
literario entre las piezas que se incluyen al fin de la obra.
Otro hecho en el cual los poetas chilenos como que hubiesen
querido rivalizar en lucir sus dotes y sentimientos artísticos,
fue la muerte del obispo de Santiago don Manuel de Alday,
ocurrida el 19 de febrero de 1788. Llegamos a sospechar que
así como era corriente en la metrópoli sudamericana
componer y publicar poesías en elogio de algún
gran personaje (ordinariamente el rey o la reina), así
también los ingenios santiaguinos debieron apresurarse
cuando falleció su amado cuanto ilustre pastor, a
dedicarle producciones destinadas a perpetuar el recuerdo
de su inteligencia y sus virtudes. Juzgue el lector si no
aparece esta idea de la serie de estrofas, más o menos
prosaicas, desaliñadas, o excesivamente cultas que
van a continuación:
¿Qué se hizo Alday? ¡Falleció!
¿Quién lo destruyó? ¡La muerte!
¿Y él
que adquirió? ¡Mejor suerte!
¿Y murió su
fama? ¡No!
¿Pues dónde está? ¡Se esculpió!
¿En qué? ¿En un bronce inmortal?
¿Y qué
ha dejado? ¡Señales!
¿De qué? De copiosa
ciencia.
¿Y de qué más? ¡De prudencia!
¿Y habrá otro así? ¡No habrá igual!
Esta décima en forma
de un catecismo, solo puede compararse con la siguiente explicación
que otro autor da de la etimología del nombre del
obispo, o del significado de cada una de sus letras:
En esta voz Alday, se comprendían
cinco letras, cada una misteriosa:
la inicial expresa
una arca hermosa
de virtudes que más lo esclarecían;
en la cuarta muchos lauros se exprimían,
que a
esta ciudad hacen tan hermosa;
la D significaba prodigiosa.
¡Cuántos dones en él resplandecían!
Las tres primeris letras fenecieron;
las dos que restan
han quedado impresas,
pues permanece el ¡ay! que produjeron;
las que se redujeron a pavesas,
para que en un puro ¡ay!
viviendo Chile
se acabe con el ¡ay! y se aniquile.
—373→
No
es tan malo el siguiente Soneto que pinta el dolor que cubrió
a la nación después del suceso:
Todo Chile alterado se divisa,
las campanas con lúgubres acentos,
las gentes con
gemidos y lamentos,
reduciendo sus faustos a ceniza;
La iglesia viuda en llanto se eterniza
viendo yerto a su esposo y sin alientos;
triste música
aumenta sentimientos
y hoy trueca en dolor lo que era risa.
No hay corazón alegre,
todo es pena,
la Parca la remiten a los ojos;
la ciudad
de pesares está llena.
Lágrimas
tributando por despojos:
pero, con todo, ¡cuán estrecho
el llanto
para llorar a príncipe tan santo!
No
faltan en esta composición algunos buenos pensamientos,
por más que la versificación sea poco fluida
y armoniosa; «eternizarse en llanto» es una expresión
feliz, que es lástima se vea deslucida renglón
de por medio con otra que lejos de aumentar el grado se emociona
que se nos supone llegados, no hace más que impresionarnos
desagradablemente. Porque, en efecto, después de haber
dicho que la iglesia no se consolaría jamás
«viendo yerto a su esposo y sin alientos» agrega que la música
viene a aumentar el sentimiento: aquí se necesitaba
algo más serio y conmovedor que no desdijese de lo
precedente.
Esta pincelada, «no hay corazón alegre,
todo es pena», es valiente y atrevida, aunque afeada también
por el amanerado conceptismo de la «Parca, remitida a los
ojos».
Por último, no carece de arte ni expresión
la frase final en que exagerando el dolor del país
que parecía ya no podía ser superado después
de lo dicho en los cuartetos anteriores, insiste en que sin
embargo no ha sido tan grande como lo mereciera príncipe
tan excelso.
No de tantas pretensiones y más inclinado
a la verdad es este otro;
—374→
Triste ciudad a luto reducida
ovejas sin pastor desconsoladas,
en mares de sollozos
anegadas,
prodigio es que podáis estar con vida.
Ya se eclipsó la antorcha
no lucida
de cuantas han habido iluminadas,
porque se
miran las luces apagadas
cuando la superior está
extinguida.
Todo es ansia, penalidad
y llanto:
aquí el pobre se queja sin consuelo,
allí la viuda llora su quebranto.
Todos
a una imploran al santo cielo
para que la Divina Providencia
use, (viendo esta falta) de clemencia.
He
aquí otra forma de versos, también llorando
la muerte del obispo de Santiago:
Fúnebre
mausoleo,
monumento, catástrofe, que erguido
con
enlutado aseo,
solicita que triunfe del olvido
la
memoria de Alday, cuya luz para
se
ha reducido a nueva arquitectura.
Murió
Alday, ¡dolor grave!
Que un príncipe tributo dé
a la muerte,
sí,
porque ya se sabe
que el que es mortal se mira de esa suerte,
y
para éste fue honrosa la partida:
¡Fue
para renacer a mejor vida!
Si
no contamos esta última exclamación, lo demás
de las liras precedentes carece de todo mérito: la
primera se ve afeada por la desacertada expresión
aseo tan impropia del asunto a que se le aplica y tan ajena
del lenguaje poético; y a la segunda la oscurecen
completamente la vulgaridad que encierra y el pobrísimo
lenguaje de los versos tercero y cuarto.
Increíble
parece que en las quintillas que siguen pueda expresa el
dolor con más pedantería: no siente, sin duda,
quien habla tan sabio lenguaje:
Glorias insignes son
las que allí ves por despojos,
y si es que haces
reflexión
no sé que puedan tus ojos
mirarlos
sin compasión.
—375→
¡Apolo rompió
su lira
levantó Heráclito el llanto,
Demócrito
ya no aspira
a la risa que usó tanto,
y es porque
Alday no respira!
¡Tristes
muestras de la decadencia a que habían llegado nuestros
de palabras, alucinados con la creencia de que para fabricar
buenos versos era necesario, ante todo, hacer alarde de una
ridícula y pretenciosa erudición, o pasar a
salto de mata por sobre las pueriles dificultades en que
de antemano se proponían tropezar en sus trabajos!
¡Era imposible producir nada más pobre, ni más
pequeño a propósito de un acontecimiento justamente
ponderado como grande: moría el padre del pueblo,
el sacerdote bienhechor, el pastor venerado, y ni una lágrima,
ni un acento de dolor se mezclaba al tañido de las
campanas ni a las preces de los frailes pidiendo a Dios descanso
por el alma de aquel hombre ilustre! Realmente después
de esto, se apodera del crítico el desaliento y siéntese
temeroso de que el lector lo abandone; pero así era
ese tiempo, y es necesario estudiarlo.
En vida de este obispo
ocurrió la memorable avenida del 16 de julio de 1783
que haciendo desbordarse a nuestro Mapocho de ordinario tan
poco caudaloso, lo arrojó a estrellarse contra las
murallas de los claustros del convento de las monjas de San
Rafael. Las religiosas que sólo vinieron a tener noticia
del suceso cuando ya la corriente invadía sus propios
aposentos, se vieron con razón en extremo contristadas.
Acogéronse a rezar a la iglesia, esperando por momentos
su última hora, que hubiera llegado para ellas sin
duda a no haber mediado alguna gente compasiva que, introduciéndose
por el torno de la portería, les abrió un paso
al través de las murallas y las salvó de esta
manera. Un padre de San Francisco con el agua a la cintura
penetró en el templo y sacó el Santísimo,
y el prior de la Recoleta con tierna solicitud les ofreció
a aquellas pobres mujeres un asilo en la Casa de Observancia
en la cual estuvieron viviendo hasta la reedificación
de su propia morada.
—376→
Las diversas peripecias de este suceso,
la salida que las monjas hicieron, y su traslación
a la nueva vivienda, dio origen a que una de ellas escribiese
un romance asonantado, que titulé Relación
de la inundación que hizo el río Mapocho, que
al parecer fue publicado en Lima ese mismo año306. El
autor ha contado con sencillez, sin preámbulos ni
adornos, por más que en ocasiones la narración
se ve afeada por el empleo de términos bajos y de
hechos ajenos a la poesía. Sin embargo, no puede negarse
que está impregnada de cierto tinte ingenuo y melancólico
y de un profundo sentimiento religioso que la hacen parecer
muy superior a las piezas que acabamos de registrar.
Cuando
don Manuel de Alday y Aspee visitó en desempeño
de su ministerio el territorio de Chile, llevó en
su comitiva a dos jesuitas, uno de los cuales sospechamos
que sea el autor de los versos siguientes, en que se refieren
las incidencias de aquel viaje religioso.
Empezando por Lampa la visita
el ilustre prelado se acredita
lámpara luminosa
con su anhelo,
como el sol que es la lámpara del
cielo
y en benignos reflejos se declara:
que a gente
desvalida es quien la ampara
con el afán y oficio
que ejercita:
buen pastor en su día se acredita.
Por Chicaume, Polpaico, por Tiltil
y otros parajes mil
o pasando o haciendo detención
a todos iba echando
bendición,
y bendita su mano si la daba
también
mil bendiciones recobraba.
Y
la gente ansiosa
salía de sus ranchos presurosa:
devota y humillada
salía a recibirlo arrodillada
de Limachi, Colina, Limarí,
de Quillota, Andacollo,
Sotaquí,
Ligua, Mincha, Chuapa y Copiapó
(sin contar otros que los dividió)
Elqui, Coquimbo,
Guasco, Curimon,
Aconcagua, Petorca y Renca son
diez
y siete curatos, que visita
con diligencia próvida
exquisita,
—377→
y en las seiscientas leguas, (cosa extraña)
procura dar tres veces vuelta a España.
Va por
arduas subidas y bajadas
por los cachos, cachinas, totorales,
por los cachos, cachinas, totorales,
por médanos
desiertos, sequedades,
por Llampaguis, Chuncalcos y Tilamas,
Amilamas, los Burros y las Damas,
y por más que
le cueste buscando almas
era la cuesta siempre de las Palmas;
y aunque él con singular frecuencia
todos al fin
tenían su Eminencia,
encumbrados en lo alto de la
cuesta,
en quien más el bajar que el subir cuesta.
Por más que cada cura
con esmero su hospicio le procura,
pero no obstante tanta
diligencia
también llegó a faltar la Providencia,
porque por la distancia
sin embargo de tanta vigilancia,
sucedió, por acaso o por ventura,
quedarse a buenas
noches, más sin cura,
y al último de mayo,
no es extraño que hubiera algún desmayo.
Era a la noche el toldo dormitorio
y solía ser
antes refitorio;
y armado a la mañana ya su altar
solo un día dejó de celebrar,
comulgando
en razón por asentado
al obispo dejó descomulgado.
Al mediodía un medio
totoral
era un rancho palacio episcopal,
y aunque en
las poblaciones
solían ser las más confirmaciones,
también en la cabaña
confirmaba la gente
de campaña
que al camino ocurría
y mucha
que de lejos aún venía.
Los guainitas gritones
lloraban por temor de bofetones.
Acompañaba la
caballería
(aunque en Talca salió la infantería)
con su estandarte, sables y picanas;
con sus bandas ufanas
enristraban sus lanzas los vecinos,
cada cual parecía
otro Lonjino:
el sombrero calado,
el cabello tendido
y bien peinado
y los ponchos listados
era uniforme vano
de soldados.
No obstante, alguna
vez se reducía
toda la compañía
tal vez a solo un cabo
y un cabo tal vez se quedó
al cabo.
—378→
Más cuando gente había
era digna
de ver su gallardía
en sus escaramuzas
dignas
de celebrarlas muchas
musas como es aquella que a la Musa
pica
del señor marquesito de la Pica
que en militar
afán
se mostró Santiaguito capitán.
Los árboles sus ramas
enlazaban
y al príncipe formaban
muchos arcos
triunfales,
aunque otros fueron artificiales
y muchos
guarnecidos, adornados
portátiles, dóciles
traslados.
A donde su ilustrísima pasaba
también
se disparaba
truenos, y mosquetería
en señal
de alegría,
y una vez reflexiendo luces bellas
el obispo pasó pisando estrellas
si bien aunque
el obsequio era muy justo,
sin embargo, a las mulas les
dio susto:
mas cuando se asustaban
hacían ademán
de que bailaban.
Pero a más
de estas señas manifiestas
ocurrieron también
algunas fiestas
que el gozo celebró en pompa devota
como las cuarenta horas de Quillota;
la que solemnizó
festivo esmero
y aparato Guerrero
el Corpus celebrado
en Limarí
y otras muchas que vi,
como en Coquimbo
al corazón divino
en las juntas de gracias del destino
del insigne prelado.
El día dos de octubre consagrado
y en el Hiarmo (?) y también en Copiapó
su piedad celebró
del patriarca Ignacio la memoria
con su tema de Dios a mayor gloria;
y en Coquimbo, Manuel,
que era el prelado
(más con su apostolado)
con
él entrando doce en ejercicios
parecían de
Ignacio ser novicios.
Y al fin
en breve cifra
lo que se practicaba se descifra;
se rezó
cada día
el sagrado Rosario de María;
la
salve se entonaba
y cuando había gente se exhortaba
con esmero, con plática o sermón.
Con un
triduo, y más días de misión
de Jesús
al Divino Corazón
también se le cantaba una
canción.
—379→
Y en música armonía
todo
el pueblo entonando respondía;
más de doscientos
fueron los sermones
sobre dos mil quinientas confesiones.
¿Los pecados confesados cuántos son?
En uno solo.
. . . . .; en cuánto a ti un millón
mas,
punto aquí. . . . . . Sin otras maravillas,
visitó
cuatro dieces de capillas;
se cuentan doce mil confirmaciones
pero las bendiciones a millones.
Como
se ve, si el autor no carecía de cierto talento para
describir, su tendencia a los juegos de palabras, su prurito
constante por las antítesis de mal gusto, afean notablemente
su obra en esas estrofas. Hay algunas escenas que están
muy bien pintadas, y algunos datos curiosos que un historiador
diligente puede aprovechar307.
—381→
Capítulo XV
Poesías sueltas
- III -
Poesía mística
Dibujo de un alma, etc.-
Fray Manuel Oteiza.
Muestras no despreciables del sentimiento
religioso de los chilenos aplicado a la poesía, hemos
visto ya en las composiciones intercaladas por Núñez
de Pineda y Bascuñán en su Cautiverio feliz,
y para completar este cuadro sólo nos resta hablar
de las traducciones de los Salmos hechas por el padre Oteiza
y de un libro bastante original que se encuentra en el tomo
43 de la Segunda serie de M. S. de la Biblioteca Nacional
de Santiago, con este título: Dibujo de un alma que
puesta en los crisoles purgativos camina por la muerte mística
a la unión pasiva con Jesucristo. Trabajo de un contemptible
sacerdote para luz de las almas que S. M. pusiere en esta
felicidad. Año de 1798. Léase, además,
al frente de la primera página en malísima
ortografía, que el libro «es de uso de la hermana
Pilar, indigna capuchina, con licencia de la obediencia».
Aunque en el plan del autor los versos que él titula
«Canciones» son sólo el pretexto para los comentarios
que han de derivarse, es indudable que esas composiciones
poéticas forman lo principal
—382→
de la obra, porque son
su clave y el resumen de la enseñanza: tal es el motivo
porque creemos que es este el lugar propio en que debemos
examinarlas.
Véase ahora cómo expresa sus
propósitos, suponiendo que habla esa alma, cuyos secretos
dolores examina y cuyas esperanzas señala en un porvenir
superior al que el mundo pueda ofrecer:
En medio de sus trabajos
quiere una alma tornar
este desahogo, sin que se piense
se quiere de su Dios quejar.
Confiésalo liberal
y justo,
origen de toda bondad,
Lella se confiesa humilde,
depósito de la maldad.
Mal pudiera, pues, quejarse
sin aumentar su impiedad,
que más patente se haría
en su mayor ceguedad.
Téngase,
pues, entendido
que lo que sigue diciendo
es sólo
para manifestar
lo mucho que está padeciendo,
sin comprender como sea
ni qué nombre se pueda dar
a un padecer que no tiene
vocablos con qué explicar...
A continuación indica
cuál sea la forma de sus sufrimientos:
...Él es un conjunto de penas
en que el espíritu ahogado
se halla, como indefenso
en sus miserias atosigado.
Es
un calabozo donde
se puede sin ponderación
decir:
pierde su nombre
la más apurada aflicción.
Es una escasez tan grande
que, al parecer, la pobreza
puesta en su comparación
se puede llamar riqueza:
es una recopilación tal,
y se malicia tan apurada,
que de los alquimistas del vicio
se encuentra muy ignorada.
Es una proveída oficina
de los desperdicios del mundo,
en que se alimenta ciego
El corazón más inmundo;
—383→
es un lastimoso
edificio
que en sus ruinas sofocado
se presenta al desengaño
en su sepulcro encerrado;
es un árido desierto
de sabandijas poblado,
incentivos horrorosos
del original
pecado.
Es una abastecida botica
donde se hallan refinados
de la concupiscencia y soberbia
los mortíferos bocados;
es un entretejido de pena
en confuso laberinto
en que el vicio con orgullo
se
bracea en su recinto;
está al fin la vivienda
en que el miserable espíritu
pena, sin poder quejarse
ni haber do consuelo halle.
En
esta tenebrosa noche
en que está el alma metida
quiere levantar los ojos
A la región de la vida...
De estos tristes lugares,
oscuras cárceles del espíritu, va a tender
el alma su vuelo a las regiones superiores;
. . . . .Levántase presurosa
sacudiendo su cobardía,
y al querer el vuelo dar
se mira como desfallecida.
Repréndese con viveza
volviendo al puerto alentada,
y al querer supeditarse
retrocede acobardada.
No desiste
de la empresa
por no parecer desconfiada;
mas faltándole
el aliento,
queda la nave encallada.
Echa al aire los
afectos
de su helado corazón,
y retroceden rendidos
a encerrarse en su prisión:
quiere aligerar la
carga
con que se mira agobiada,
y faltándole las
fuerzas
reconoce no poder nada.
Quiere
impetrar el socorro
en cualidad de necesitada,
y se le
responde que sufra
en su caverna encerrada.
—384→
En este
laberinto de penas,
queriéndose algo sosegar,
repara en que sus enemigos
la acechan para acabar.
Determina
defenderse,
pareciéndole puede echar
manos de
sus actos, para
poder de sí misma triunfar.
Pero
aquí viene la lucha: a ese ímpetu primero,
hijo de los cielos, sucede el desaliento, sublévanse
sus sentidos, halágale el mundo y la tentación
le promete desde luego fáciles goces, mostrándole
abierta para más tarde la puerta de la infinita piedad:
Que bien puede de pronto
del mundo sus brindis gustar,
reservando para después
la dieta que quiero guardar.
Cuando sea tiempo, lo dicen,
nosotras te prometemos
concurrir para tu ayuda,
según
te conviene sabemos.
A tan infernal propuesta
tiene por
bien el callar,
atendiendo a que no tiene
tribunal donde
apelar.
¿Qué debe la
infeliz hacer
en aprieto tan desmedido?
No lo sabe el
pobre espíritu
en sus penas sumergido:
quiere
a la fuga entregarse,
a modo de decir, aburrido,
y le
detienen los pasos
en su caverna metido;
quiere desde
lo profundo
la vista un paso explayar,
buscando algunos
recuerdos
que la puedan alentar.
Y
lo hacen que retroceda
puesto en mayor ceguedad,
para
que sin consuelo pene
en su amarga soledad,
solicita
mano echar
de las riendas de la razón,
para contener
en sus límites
su rebelde condición,
usando
animosamente
del freno de su libertad,
mediante el debido
concurso
del acto de su voluntad;
—385→
pero crece su amargura
al querer este paso dar,
sintiendo esta noble potencia
resuelta a quererse entregar,
olvidada de los deberes
con que debe agradecida
por no ofender a su Dios
exponer
gustosa la vida.
Después
de esta especie de introducción o preámbulo,
advierte el escritor que «su doctrina se dirige a las almas
de buena voluntad que después de estar resueltas a
guardar la santa ley del Señor y las obligaciones
debidas al desempeño de los deberes de su estado,
se contraen con resolución a buscar en los aumentos
de la caridad la inefable unión activa o pasiva (si
su Majestad se las quiere dar) con su Dios, determinadas
a pasar por agua y fuego, según la divina disposición».
Por el contrario, agrega, aquellas almas a quienes los trabajos
y sufrimientos que Dios les envía no los miran como
pruebas de un cariño paternal, sino que se inquietan
y desconsuelan; «con las tales almas, mientras sigan su errado
sistema, no habla esta doctrina, pues ella se encamina a
manifestar al alma cómo ha de concurrir con la gracia
para conseguir en la desnudez de sí misma la unión
de su voluntad con la de Dios, para cuyo feliz logro es preciso,
después de renunciar el alma su propio querer, el
que abrace con resignación, confianza y buena voluntad
todas las cosas, reconociéndolas como dadas o permitidas
de Su Majestad a su favor para su provecho y espiritual labor;
y así reconocerá lo que dice San Pablo, que
todas las cosas cooperan a su bien, al alma que ama a Dios».
«Grandes -dice después-, son los trabajos que padece
el espíritu en estos tiempos, encerrado en tan horrorosa
sepultura; pero mucho mayores son las utilidades que le resultan
si se sabe aprovechar de las proporciones que en él
se le presentan, principalmente en orden al conocimiento
propio, sin cuya ayuda no podría entrar en posesión
de la preciosa joya de la santa humildad... Mucho importa
en la vida espiritual la santa libertad de espíritu,
firme confianza y perseverante tesón en sacudir y
arrancar todo lo que abate y aprisiona el espíritu;
el que, siendo precario, para surgir
—386→
a su región
y asentar su morada en ella, el que tome dominio sobre su
porción inferior, es, por consiguiente, serle preciso
aplicar su diligencia, vestida de estas como preciosas cualidades,
para de providencia ordinaria, con el tiempo de sí
misma, conseguir la unión activa de su voluntad con
la de Dios... El alma que de veras anhelase a la felicidad
de que tratamos, debe intrépida determinarse a sufrir,
no sólo lo poco que queda apuntado, sino también
lo mucho que resta por decir: cierta de que, no pudiendo
cosa alguna por sí, lo podrá todo con la gracia
de su Dios, si con su debida cooperación lo obliga
a que lo conforte»...
Dadas estas explicaciones, se entra
propiamente en los comentarios de cada canción. Ahí
manifiesta que el hombre se vio en un principio en estado
de inocencia, pero que después por su pecado hallose
sometido a una ley inexorable que lo arrastra a la maldad,
por más que sus aspiraciones sean a lo bueno, sujeto
a las tentaciones, pero pudiendo dominarlas con el espíritu
y la razón. Ésta es, pues, la lucha que presencia
nuestro interior todos los días, y que el alma ha
comenzado por revelarnos en los versos trascritos; pero más
allá se asienta la victoria, guardando sus lauros
para el valiente que desafía y aborda sereno el peligro:
¡él solo también será ceñido
con la corona del triunfo! Y continúa:
En situación tan crítica
el vigilante Tinoco
se presenta a la palestra
encubierto
y oficioso,
extendiendo con armonía
y compasiva
merced
de calamitosos conceptos
su más mortífera
sed.
Para que perturbada la
mente
y desnuda su razón,
sin rienda los apetitos
corran tras su inclinación
a sepultarse irritados
en el sensitivo bocado,
que le quedó de herencia
al corazón estragado.
En
vano fatigas, le dice,
a tu voluntad oprimida
después
que la tengo del todo
a sus apetitos rendida:
—387→
y para
prueba, repara
cómo toda su afición
se
abalanza ciegamente
a ponerse a mi jurisdicción.
Y pues te hallas ya perdida
y de Dios abandonada
confórmate con el tiempo
y quedarás consolada,
gustando del bien y mal
ínterin con más proporción
te se
facilita el ascenso
a tu deseada región.
Esto es lo que el Señor por ahora
quiere, puesto que en el padecer
te quita aún
los advertivos
para poderte de mí defender,
negándote
todo recurso
y dejaste en tu soledad
sin rienda para
que puedas
gozar de tu libertad.
A
tan infernal consejo
y doctrina tan depravada
el alma
sin perturbarse
le corresponde alentada.
Diciendo para
confundirlo
y espolear su infelicidad,
que se contente
a la puerta,
como perro con ladrar.
Si
antes, el alma le dice,
me mordiste, bestia fiera,
fue
porque ponerme quise
do no era razón lo hiciera;
más ahora que me encuentro
de mi bendito Dios
sostenida
me río de tus amenazas
aún figurándome
perdida.
A que guste me convidas
de los brindis del sentido
y yo, solo concurras deseo
a mi dichoso martirio,
persuadida como me hallo
y determinada
a separar
la voluntad de cuanto me pueda
a tu jurisdicción
acercar.
Y pues el cuerpo en
donde
te cuentas encastillado,
ufanamente triunfante
con las fuerzas que te he dado;
—388→
yo le declaro la guerra
con firme resolución
de acudirle cuanto pueda
con la santa mortificación.
Siendo
su objeto la dirección del alma para el cielo, divide
este camino en tres estaciones: purgativa, iluminativa y
unitiva; entra en seguida a hacer el diagnóstico de
cada uno de estos estados, manifestando los signos en que
se conocen y las cosas que deben practicarse para llegar
a buen término, algo como los grados de penitencia
establecidos entre los antiguos cristianos. Llama a la primera
«la fuerza laboriosa y penosa que cuasi de continuo necesita
hacerse el alma para contener sus potencias mal habitadas;
la segunda, aquella en que se comienza a encontrar prácticamente
la verdad que el alma busca y desea; y la tercera, aquella
en que, ilustrado el entendimiento con las verdades católicas,
y su voluntad inclinada a la virtud y amor del Sumo Bien
sobre todas las cosas, como única aspiración
de su voluntad». Algunas veces, apartándose de su
plan, tomando vuelo a impulsos de su exaltación y
violentamente impresionado, hace que el alma prorrumpa en
exclamaciones dirigidas a sus enemigos espirituales y corporales:
Apuradas ya las voces
de la humana explicación
parece debía el
espíritu
sepultarse en su aflicción;
mas,
como de este silencio
se pudiera originar
el que presumirse
pudiese
que terminó su penar;
O
que falto ya de fuerzas
sin al término haber llegado
de su purgativa prueba
espiritual nominado,
en la que
la divina influencia
las potencias afligiendo
a su original
pureza las va
con maravilloso arte volviendo.
Sigue, aunque ya sin aliento,
queriendo
darse a entender
al ministro que presume
podrá
a su bien concurrir,
—389→
enseñado de la experiencia
o de la divina luz ilustrado,
pues si uno u otro no encuentra
será su trabajo doblado.
Como
lastimosamente sucede
a el alma en esta mansión
en que pierde los arrimos
de la activa comprensión;
topa con algún ciego
que después de atribularla
la pone al afanoso; y aunque
pasa de su anterior sacarla.
Conténtanse los directores
inatentamente mirar
a los instrumentos activos,
para
que lo procure actual
el alma, según le conviene
y los debe ejercitar,
dejando lo que no entienden,
si desean acertar.
¿A dónde
estáis, Dios mío?
Reclama el alma afligida:
¡Oh! parece todo es acabado,
yo me siento ya perdida,
pues los efectos todos
de que me hallo revestida
me
anuncian mudamente
que mi causa está concluida.
Mis potencias se pierden
cuanto
a poder rastrear
para sus preceptivos actos
lo que me
afano en buscar;
pues oscurecido el entendimiento,
y
la voluntad aniquilada,
la memoria sólo anuncia
estar de mi Dios dejada.
Esto
mesmo me persuade
lo práctico de la experiencia,
pues de la virtud sólo poseo
meramente la apariencia;
esto es, de la moral hablando
en cuya activa actuación
se me hacen sólo perceptibles
los dejos de mi
concepción.
Ocultándoseme
del todo
el semblante que debiera
minorarme mi trabajo
pendiente de lo que espero.
—390→
¡Oh qué dolorosa
vista
espera el alma afligida
al verse por todas partes
de malicia entretejida!
Auméntase
su dolor
al sentirse como despojada
de las teologales
virtudes
de que debe estar adornada;
pues si cree, espera
y ama
es a modo como soñado
que solo visos lo
deja de
aquello a que estuvo habituada.
Faltándole
la experiencia
de todo movimiento vital,
perceptible
a las potencias
en su parte espiritual:
lo que eficazmente
persuade
al espíritu en su aflicción,
lo
vano de su confianza
anunciándole su perdición.
¿Y qué remedio nos queda
para enmendar lo perdido,
extinguidas ya las sendas
que debía haber seguido,
para por ellas buscar
en el aprehensivo modo
el blanco de sus afanes
donde
se encierra su todo?
¿Adónde
te escondes, Dios mío,
y como en tal situación
significáis no conocéis
la obra de tu miseración,
como si parte no tuviera
en lo que debe buscar,
y como
si el fallo cerrado
no tuviera ya que esperar?
El morir me fuera alivio
en mi vergonzosa
orfandad;
mas, de este consuelo me privan
los vicios
de la eternidad,
de que rodeada me siento
sin tener donde
apelar,
ni quien mis voces oiga,
caso que las pudiera
dar.
Pero esto no se esconde
a mi extremada aflicción,
para que se redoble
el trabajo
con signos de desesperación;
—391→
a modo
aburrido, sin tino
me revuelvo en mi aflicción,
ignorante do lo que pasa
en mi espiritual región.
Pues de ella sólo se
anuncia
a mi espíritu atribulado
en una congoja
suma
el que todo está acabado,
por un modo tan
extraño
que a la esperanza agotada
le afligen
las mismas especies
en que debe estar estribada.
¡Oh y qué temperamento es este
en que habitadora me hallo;
si purgatorio le nombro
es aún poco lo que digo,
pues los efectos siento
que no los puedo explicar:
de albores o vislumbres son
del infierno en su penar!
Pues
sin Dios y sin recurso,
virtudes, ni actividad
vivo sin
saber el cómo,
esquilmado en mi soledad,
hecho
la burla y escarnio
de mi ropaje inferior,
y como sin
sustancia vital,
cuanto a la porción superior.
Aquí es el agonizar
sin asenso ni descenso,
entrada ni salida
a la inclemencia
suspenso.
Crucifixión en el espíritu,
pobre
y desamparado,
se asemeja en sus congojas
a su Salvador
crucificado.
¡Oh similitud dichosa,
si para poderte alcanzar
es preciso me resuelva
a por
el infierno pasar:
el ánimo pronto lo abraza,
según su sentir superior:
¡mueran los reclamos de
todos
de mi porción inferior!
¡Al
arma, ánimo mío!
Os toca mi resolución;
¡sepúltense los alegatos
de mi baja condición,
—392→
y supeditándome a mi mesma,
de mi Jesús
amparado
muramos a lo visible todo
en su sepulcro encerrado!
En este sepulcro místico,
de todo consuelo olvidada
aguardemos, alma mía,
la felicidad deseada;
sin que haya ya más querer
que el de la santa voluntad
de mi amabilísimo
Dios,
en el tiempo y la eternidad.
La
tranquilidad de espíritu del que escribía,
inspirado del amor de Dios y del prójimo, como que
se trasmite a sus lectores; respiran sus palabras unción,
y sin duda que sus exhortaciones sabrían volver la
calma a una inteligencia atribulada, pero dispuesta a dejarse
conducir; y son, además, perfectamente oportunas para
mantener el fervor de esas mujeres que encerradas en un claustro
y en la soledad del silencio de sus viejas paredes, ven deslizarse
sus días y el mundo, que sólo perciben por
los confusos ruidos que llegan hasta ellas. Aburridas, fatigadas,
habrían de encontrar un nuevo cordial que, reanimándolas,
las sostuviese al atravesar la senda que habían emprendido.
Este desfallecimiento lo ha comprendido el autor, y por eso
en sus páginas no se cansa de repetirles: ¡buen ánimo,
siempre adelante!
Para llegar a este resultado, en ninguna
parte de la obra se hace gala de erudición, ni de
los recursos teológicos: su lenguaje es el de la piedad,
e hijo del corazón y de un acendrado misticismo. La
paciencia, la humildad, la abnegación de sí
mismo, el sufrimiento, el anonadamiento del propio albedrío,
haciéndolo depender de Dios; la virtud en general;
el amor a Dios, sobre todo; la fe, la esperanza, la caridad;
tal es su doctrina. «La fe muestra el objeto, y la esperanza
anhela a la consecución de lo que está prometido
al verdadero creyente; y la santa caridad, alma de las precedentes
virtudes, les da vida y las anima, haciéndolas partícipes
de su incremento, esto es, aumenta la intención de
sus actos mediante su sufragio, a proporción del grado
de amor de que ella se encuentra penetrado».
—393→
El método
del libro es, pues, mostrar en una mano el sufrimiento como
prueba, y en la otra, el cielo como término. «Preciso
es, le dice al Alma, que muráis aniquilada y desamparada
en medio de aflicciones y tormentos, a imitación de
nuestro amantísimo, Redentor, para que sepultando
nuestro anterior maculado y viciado ser, y olvidada la memoria,
figura y semblante de lo que fuisteis, acompañéis
dentro de la escura purgativa influencia divina y los aflictivos
vapores de nuestra corrompida tierra encerrada en tu lóbrego
sepulcro, al que quiso morir para darte la vida y ser sepultado
para convidarte a su sepultura, en la que extinguida tu corrupción,
pudieses retener libre de tu ropaje viejo, para gozar, libre
de las dolencias del pecado, de los principios de la verdadera
vida, que espero de Su Majestad gozaremos por entero en la
entera permanente vida. Amén. Alabemos sin cesar a
Jesús María y José».
Vale, pues, este
ignorado escritor mucho más por la ternura y religiosidad
de sus pensamientos, que por la forma en que los ha vertido,
a no juzgar más que sus versos. Al paso que sus ideas
se acercan a las de la Imitación de Cristo, sus estrofas
es de lo peor que pueda hallarse aún en la misma literatura
colonial: desaliñadas, triviales, sin entonación
alguna, apenas con forma poética, de seguro que la
confesada a quienes estuvieron confiadas y en cuyo servicio
se compusieron, debió preferir, como nosotros, que
el honrado sacerdote lejos de maltratar las musas y atormentar
su ingenio, hubiese traducido sus sentimientos en la prosa
de la cual nos dejó muestras no tan malas.
Un religioso
que se hizo notable en la colonia por su ingenio poético
fue el agustino fray Manuel Oteiza. Nacido en Santiago por
los años de 1735, profesó en 1759, y, andando
los años, llegó a graduarse de maestro en filosofía.
Oteiza descolló principalmente por sus aptitudes
para la oratoria sagrada. En las parentaciones que se celebraron
en esta ciudad a la memoria del conde de la Unión,
él fue el encargado de la oración fúnebre,
y en un viaje que hizo a Linia, el virrey en
—394→
persona asistió
a cierto sermón que predicó poco antes de volver
a su patria.
«El padre Oteiza -dice don Carlos Aguirre Vargas-,
era en Santiago predicador de gran fama, mimado, por el público
devoto y solicitado con afán para las principales
solemnidades religiosas, donde lucía la abundancia
de su versación en las Sagradas Escrituras y padres
de la Iglesia, y la elocución de una palabra fácil,
elegante y persuasiva.
»El obispo de Santiago le encomendó
un año uno de los sermones de tabla de la catedral,
el que debía predicarse el último día
de la festividad de la Purísima Concepción,
y si mis recuerdos no me engañan, el padre Oteiza
residía a la sazón en la estancia conventual
de su orden en Melipilla.
»Llegado el día de la fiesta,
la concurrencia de fieles que inundaba nuestra vastísima
catedral se estrechaba ansiosísima de oír al
famoso predicador sagrado. Ocupaban el templo el presidente,
el obispo, la Audiencia, los dos cabildos, el eclesiástico
y el secular, todas las corporaciones, gran parte del clero,
los más ilustres y nobles vecinos, y un gentío
inmenso de todas clases y condiciones, todo según
era de estilo en las grandes celebraciones religiosas de
este pueblo de Santiago, esencialmente religioso.
»Con anticipación
envió el obispo a preguntar por el padre Oteiza al
provincial de San Agustín para que se le anunciase
que debía ir ese día a predicar el sermón
encomendado de antemano. No fue poca la sorpresa del obispo
al imponerse de que a su recado contestaba el provincial
con que Oteiza no había llegado a Santiago: «Diga
usted a S. S. Iltma. (contestó el provincial) que
al padre Oteiza se le ha mandado llamar de Melipilla, y ya
tres días, con recado urgente, y no se ha aparecido
todavía».
«Era preciso esperar, con todo. A Oteiza
se le había hecho saber la comisión de que
predicase el sermón de Purísima, y no era concebible
que burlase así la orden del diocesano y la expectativa
de toda la concurrencia. El obispo aguardó hasta última
hora, desazonado e impaciente por cada momento de tardanza.
»Vino el momento de la predicación y el religioso
no llegaba.
—395→
»Trascurridos algunos momentos, verdaderas
horas de ansiedad, subió pausadamente a la cátedra
sagrada un fraile agustino de reposado continente, se arrodilló
en ella cortos instantes, levantose en seguida con la frente
alzada, cruzose de brazos, y con aire de gravedad paseó
sus miradas desde uno a otro ámbito del templo. Después
quedose impasible y mudo ante la general expectación,
ante el asombro de muchos y ante la impaciencia del obispo,
como si desafiara por un capricho inexplicable, la justa
indignación de su prelado y el aparato de aquella
imponente solemnidad.
»Habrá adivinado, el lector
que aquel tan impertérrito fraile no era otro que
fray José Manuel Oteiza, el famosísimo orador
conocido de todo Santiago el cual acababa de llegar de Melipilla
en aquellos instantes mismos, y sin pasar a su convento,
como quien entra a casa propia y al seno de los suyos, se
exhibía en el púlpito del más soberbio
de nuestros templos en aquel día y delante de tan
lucida concurrencia.
»Viendo el obispo que el decantado
predicador no se dignaba abrir los labios, sino que continuaba
mudo como la estatua de la contemplación, envió
al maestro de ceremonias a que le hiciera entender que si
se le había confiado un sermón era para que
predicase, y que si hasta entonces había tenido la
paciencia de aguardarlo no era para que se contentase con
exhibir su figura ante las primeras autoridades del reino
y aquel respetable concurso, como lo hacían y de que
se hallaba corrido y avergonzado.
-¿Y qué quiere
su Ilustrísima que haga? -contestó con sorna
el agustino al maestro de ceremonias.
-¡Que predique usted!
-contestó este.
-¿Y sobre qué? -agregó
el fraile, con el mismo tono de sorna.
-Sobre la Inmaculada
Concepción de la Virgen Santísima, que es la
fiesta de hoy -contestó incomodado el maestro de ceremonias.
-Dígale a su Ilustrísima que está bien,
que ya voy a predicar -fue la respuesta del empecinado fraile.
»Esta escena había pasado a vista de todos los fieles
que apenas
—396→
si salían de una sorpresa para caer en
otra, con tanta dilación y tan extraños incidentes;
lo que los había movido a escándalo cuando
no a curiosidad. Unos pocos, los más cercanos a la
cátedra, se habían enterado del anterior diálogo;
pues, el fraile, maldito lo que se había cuidado de
no hablar recio.
»Por felicidad, iba a llegar el desenlace
de una situación tan embarazosa. Aquello no pasó
de ser una mala jugada. El predicador hizo la señal
de la cruz, pronunció el texto latino de su discurso,
y volviéndose al auditorio, derramó con ademán
severo al principio, tierno y persuasivo después,
los raudales de una elocuencia flexible y conmovedora, llevada
en alas de una voz insinuante y robusta, y artísticamente
envuelta en frases melodiosas.
»El escándalo había
quedado suspenso por cerca de hora y media en los labios
elocuentes del fraile y en el corazón conmovido de
los que le escuchaban. Aquel sermón era, a no dudarlo,
una pieza maestra digna de imprimirse, un triunfo más
agregado a los muchos que el insigne predicador se había
conquistado a boca de todos.
»Pero, ¿el escándalo
y la burla?
»El agustino tomó desde luego sus providencias.
Del púlpito pasé al caballo que por ahí
cerca había dejado; y, cuando se mandó en busca
de la persona del predicador, inmediatamente de acabada la
fiesta, ya éste no se encontraba ni en su convento,
ni en parte ninguna, que se supiera. Algunas personas le
habían visto salir a caballo, pero nadie sabía
adonde, mucho menos su prelado, el provincial de San Agustín.
»Motivos que no son del caso mencionar, dice un cronista,
la hicieron pasar las cordilleras de los Andes y permanecer
de conventual en el convento de su religión de la
ciudad de San Juan de la frontera. Salvado como por milagro
de una fiera que le acometía en una de esas travesías
tan frecuentes en la provincia del Tucumán, principió
vida más severa y se consagró con ejemplar
constancia al lleno de sus obligaciones religiosas»308.
—397→
Este
talento de improvisación, Oteiza lo poseía
no sólo en el púlpito, sino que sabía
aplicarlo también, a la poesía. Es conocida
aquella décima suya hecha a una flor que había
nacido al acaso en un cráneo que yacía medio
descubierto en un cementerio.
Flor hermosa y delicada
entre fealdad espantosa,
que cuanto tienes de hermosa
has de morir de asustada.
¿Dónde irás,
firme o cortada,
sin tener infausta suerte?
Cortarte
es dolor muy fuerte;
dejarte es muerte crecida;
pues
dejarte con la vida
es dejarte con la muerte.
Pero
la principal obra poética de Oteiza es su Liberto
penitente, o sea el pecador arrepentido que a imitación
de David implora misericordia por medio de la penitencia.
El tema de esta composición está basado en
los salmos de la Escritura, cuyos textos ha parafraseado
el religioso agustino dándoles cierta unidad para
tejer un argumento. Oteiza supone que un pecador después
de conocer el mundo comienza a sentir el arrepentimiento
de sus faltas; y que sucesivamente, merced a sus súplicas
y a la gracia divina, va pasando por los respectivos estados
de la vida purgativa activa, pasiva e iluminativa.
La manera
como haya llenado sus propósitos nuestro autor peca
desgraciadamente por la pobreza de su ejecución. Liberto
llora continuamente, se lamenta en todos los tonos, sostiene
diálogos con su corazón, pero sin que jamás
logre interesarnos por sus místicos dolores, ni por
las atribulaciones de su alma. Todo lo que consigue es abrumarnos
sobremanera con sus continuas jeremiadas y con sus insulsos
lamentos. El libro que pinta sus emociones es detestable,
el monumento más completo de majadería que
se haya escrito entre nosotros.
Esta obra está incompleta,
pues su autor solo alcanzó a terminar las dos partes
primeras, que evidentemente ha sido donde pudo interesarnos
más vivamente por su héroe. Dividida en libros
cada uno de éstos en capítulos, y éstos
a su vez en párrafos, forma
—398→
el tejido de cada uno
de ellos, según lo que significa cada una de las letras
del alfabeto hebraico. Así, por ejemplo, la cuarta
letra de ese alfabeto se llama Daleth que en castellano significa
temor, de lo cual Oteiza toma pie para ponderar que el santo
temor es uno de los mayores bienes que el alma pueda desear.
Libro inferior a los dotes que sus contemporáneos
atribuyeron al autor, habría valido más para
su fama que no hubiese llegado hasta nosotros.
—399→
Capítulo XVI
Poesía satírica
- II -
La ensalada poética
Lugar honroso merece en nuestros
estudios un saladísimo libro, la más notable
producción de su especie en toda la historia colonial,
y que, como uno anterior de que venimos de hablar, se conserva
también en nuestra Biblioteca de Santiago. Llámase
Ensalada poética joco-seria, en que se refiere el
nacimiento, crianza y principales hechos del célebre
don Plácido Artela, compuesta por un íntimo
amigo suyo, tan ignorante de las cosas del Parnaso que jamás
ha subido a este monte, y aún apenas llegó
alguna vez a sus faldas; llegándose a descubrir que
su autor fue don Manuel Fernández Ortelano309.
En un
prólogo tan original como chistoso, parte en prosa
y parte en verso, ha hecho alarde el escritor de su independencia
de espíritu y de los propósitos que le guiaban.
Doy al diablo, declara, el oficio de poeta,
que sin poder valerme una peseta...
Pero
de nada le servía tan triste convicción (hasta
ahora achaque común de nuestros literatos) cuando
se sentía en vena, ni siquiera le detenía el
temor de los «critiquillos»,
—400→
Que en Santiago muchos son.
Pues si alguno notase:
Que sobra o que falta alguna partícula,
o echase de menos algún adminículo,
aunque
le parezca ser cosa ridícula,
quiero que llegue
al horno de un químico
y se purifique sobre una
cratícula.
Este mundo,
expresa después, se compone de locos, unos más
y otros menos: unos que hacen o escriben versos, aunque saben
poco, y otros que los enseñan, aunque no los saben.
«El autor de esta obrilla no es profesor de la secta de los
que abominan la confesión, y por consiguiente, no
rehúsa, confesar que tiene muchos defectos»; y
Por más que a mi vena, exhausta
y exigua,
parezca imposible asunto tan arduo,
cantar me he propuesto
en metros poéticos
las obras insignes del grande
don Plácido...
...Así,
pues, mi Ensalada
ha
de formarse
de
versos diferentes,
según
me agrade:
pues
en mi mano
está
hacer, como dicen,
la
capa un sayo.
Parece que
el libro circuló al principio en cierta forma, y que
después experimentó algunas adiciones o correcciones;
más, como discurría muy bien el autor,
Plácido,
hijo de su padre, y nacido de su madre, era un muchacho oriundo
de Estella en Navarra, tierra
De santos un gran montón,
que yo no pienso cantar
porque pasan de un millón.
—402→
Grandes prodigios hubo el
día del nacimiento del héroe,
Y los principales son,
que nació mi Placidito,
con pasmo y admiración
de los presentes, en cueros,
pues ni aún camisa
sacó.
. . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . .
Que ladraron dos perritas
a quien un perro
mordió,
que relinchaba un caballo,
y que un burro
rebuznó;
que se vio salir la luna
redonda como
un doblón;
y que el sol salió también,
(pues la gente lo observó)
al lado opuesto de
donde
el día antes se ocultó.
Lloraba
y mamaba el muchacho,
Comía desde chiquito
y bebía con primor
agua o vino, según era
lo que a sus manos llegó.
Apenas
adolescente era ya un portento,
Pues en menos de quince años
enteramente aprendió
leer, escribir y contar,
que es cosa de admiración.
Tan plácida como
el nombre
era su conversación;
plácidos
eran sus juegos;
plácida su diversión;
con placer comía siempre,
con placer siempre durmió;
con placer rezaba, y era
plácida su devoción;
con placer oía misa,
con placer iba al sermón,
y aún con placer admitía
los azotes que
le dio
ya el maestro y ya su padre
cuando los necesitó,
aunque nunca picardía
chica o grande cometió.
Hallábase un día
el muchacho encaramado en una parra, comiendo uvas a más
y mejor, cuando a un pájaro travieso se le ocurrió
picarle un párpado;
—403→
Con cuyo dolor
cayó sobre un cántaro,
donde se rompió
un jeme del cráneo.
Cae,
pues, plácido de golpe a la cama. Sin saber cómo,
presentose cierto médico famoso que recetó
al enfermo un soporífero que lo dejó como muerto.
Con todo, el pobre Plácido va muy mal, se confiesa
y sacramenta, exclamando en esta décima:
Dios me llama, Dios me quiere,
con mi Dios me quiero ir,
que vivir aquí es morir,
y sólo vive quien muere
y pues ya nada hay que
espere
de esta vida miserable,
nadie me trate ni hable
de cosas que el mundo tiene;
pues lo que a mí
me conviene
es pensar en lo inmutable.
Prorrumpe
en seguida en acción de gracias a su Criador, preparándose
para pasar a mejor vida. En este desesperante estado, desahuciado
ya el médico, se presenta cierta mujer amiga de la
madre de Plácido, que le dice que el doctor es un
ignorante y que ella recetará; y ante la gran parentela
reunida, tomando una guitarra de manos de «la tía
de la abuela», canta estas seguidillas:
En mi jardín hay yerbas
tan excelentes
que con ellas se quitan
mil accidentes;
pero la ruda
casi todos los males
lueguito cura.
Hay ajenjos muy buenos
y estomacales
para los que padecen
de frialdades,
pero no llega
su virtud a la ruda
ni con cien leguas.
Hay
yerba buena,
aunque es amarga
que para las lombrices
está aprobada,
que su virtud no iguala
la de
la ruda.
—404→
Dale con ruda,
verás
como el divieso
luego madura;
pues los pone blanditos
aunque estén tiesos.
Dale
con ruda
verás como el divieso
luego madura.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .
Si tienes a tu hijo
rota la testa,
ponle emplasto de ruda
que poco cuesta.
Aunque
se halla un enfermo
ya desahuciado
con aplicarle ruda
lo verás sano,
pues la exquisita
virtud de aquesta
yerba
es infinita.
Siempre
con este emplasto
mezclarás grasa
sin sal, o bien
de chancho,
o bien de vaca;
y no eches mano
de médico,
botica,
ni cirujano.
Y así
luego corriendo
voy a sanarte
a Plácido tu hijo,
y a consolarte:
aquí está pronta
la ruda,
y verás prima
si yo soy tonta.
Aplícase
al enfermo cierto remedio muy conocido, el cual produciendo
su natural efecto hasta cicatriza la herida; con cuyo motivo
exclama la madre:
Dios, con benéfica mano
sano,
viendo lo que yo me aflijo
a
mi hijo,
cuando a su bondad plació
me
dio.
Mil gracias le daré yo
mientras me dure la
vida,
pues que viéndome afligida
sano a mi hijo
me dio.
—405→
Ya en vez de la pena, siento
contento;
ya yo tengo en vez de susto
gusto;
y en lugar de padecer
placer.
De mi Dios el gran poder
alabaré a toca llena,
pues me da en lugar de pena,
contento, gusto y placer.
Bien lejos podéis ya iros
suspiros;
ya no vertiré yo tantos
llantos;
no arrojaré ya sentidos
gemidos
Dios con benignos oídos
mi triste oración
oyó,
y de un golpe me quitó
suspiros, llantos,
gemidos.
Ya se mira en dulce calma
mi
alma;
ya se ve fortalecida
mi
vida.
Ya logra consolación
mi
corazón.
Y con sobrada razón
a mi Dios
la mente elevo,
pues por tal favor le debo
alma, vida
y corazón.
Restablecido
Plácido, lo primero que hace es irse a misa; y al
saberse que está ya bueno, vienen a darle la enhorabuena
las muchachas del lugar, las viejas, el cura y el corregidor,
etc., etc.; comenzando los festejos por una danza da las
aldeanas al uso del país y al son del tamboril, del
pito y del pandero.
El sacristán no ignora
la junta de las mozuelas,
y por eso a todas velas
vino,
y dentro se zampó.
Vino y más vino bebió
hasta ponerse repleto,
y ajustándose el coleto,
y estirando los calzones,
dio fin a tales funciones
con el siguiente Soneto:
Aunque
yo soy un pobre sacristán
tengo algunos versitos
de retén,
bien que limados con primor no estén,
más no parecen pasto de un patán.
—406→
A veces golpes doy como un batán,
aunque procuro irme ten con ten,
para que no me fría
en su sartén
el mismo que me tienta, que es Satán.
Quisiera sabio ser como Platón,
o tener la elocuencia de Agustín
para elogiar
a Plácido. El bastón
tridente
yo me tomo de Plutón,
y haciendo en la campana el
retintín,
alegre tocaré: tan, ten, tin, ton.
Con esto termina propiamente
la acción principal. Pero fue el caso que al autor
se le perdió su Ensalada y púsose a llorar
con acento tan triste que da pena oírlo:
Cual reo sentenciado
a muerte, que ya puesto en la capilla,
loco y desatinado,
el pelo arranca, hiere la mejilla;
así yo, inconsolable
en mi fracaso,
cien locuras intento a cada paso.
Cual noche tenebrosa
que con truenos,
relámpagos y rayos,
terrible y espantosa,
sólo
infunde deliquios y desmayos;
así y pena incomprensible
y rara,
solo muerte y sepulcro me prepara.
Cambia
luego de tono, y dirigiéndose a su Ensalada, le dice:
...¿Por qué de mi te apartas,
te escondes y retiras?
¿Por
ti no despreciaba
paseos a frutillas,
los toros, las
comedias,
y otras diversioncillas?
Encerrado
contigo,
no daba alegres risas
como cuando Cervantes
su Quijote escribía?
¿Y
no llegó tal vez
a temer mi familia
que estaba
perturbada
mi pobre fantasía?
—407→
¿Tanto
que resolvieron
por curar mi manía
quitarme los
papeles
en donde yo escribía?
A
fin de que parezca su tesoro, fija un cartel anunciando la
pérdida, y ofreciendo tres cuartillos o un real por
albricias. Mientras tanto, la Ensalada ha caído en
manos de varias gentes que se entretienen en criticarla.
Rompen el fuego dos buenos religiosos, uno de los cuales
se propone nada menos que copiarla entera. Salen entonces
dos santas monjas a la palestra:
Estos versos tan fáciles,
que tan bien ocultan el trabajo del poeta, hacen recordar
a Iriarte, con cuyo estilo tantos puntos de contacto se advierten,
y por eso no podemos menos de trascribirlas íntegras:
Lea usted primero,
yo la escucharé,
y después leeré
el trozo postrero.
—408→
Se daban tal prisa,
que se la engullían,
y pausas hacían
con gozo y con risa.
Ni un sólo
renglón
quedó sin repaso,
aunque el tiempo
escaso
era su opinión.
Después de acabada
la crítica hicieron,
y acordes dijeron:
«Fría
es la Ensalada».
Mil versos mejores
lindos y bonitos
hemos visto, escritos
por varios autores.
Aquellas
endechas
fueran buena cosa,
si a la Dolorosa
estuvieran
hechas.
Yo acomodaré
aquella letrita
y en su
novenita
las injeriré;
pues tales injertos
solemos
hacer,
con riesgo de ser
derechos o tuertos.
El sáfico-adónico
también nos gustara
si asunto tratara
devoto
o heroico.
Mas, a un San Juanito
se acomodará,
y así quedará
tal cual alegrito;
tanto
que el autor
si le llega a ver
cruces se ha de hacer
de nuestro primor.
La chamberga está
tal cual
graciosita,
y alguna cosita.
De gusto nos da.
La glosa
en quintillas
está pasadera,
con tal o cual bolera,
y las redondillas.
Al punto escribieron
estos pasajitos,
y en varios ratitos
se los aprendieron.
Y aún
toda enterita
copiado se hubiera
si prisa no diera
la buena primita.
—409→
Una solterona
se lamenta después de que el autor haya dedicado tan
poco a la buena tía, «aquella rara gracia curativa»;
pero el poeta sabe de buen origen que la tal dama pasa de
los cuarenta, y que no se olvidó de sacar una copia
de la recetita de la ruda, pues adolece de cierto mal para
el cual puede mucho la prodigiosa yerba.
Un chacarero, con
lenguaje algo brusco, critica en la Ensalada, (y no sin razón)
el empleo de ciertas frases poco «morales», pues, como él
dice, por decencia debía haber callado ciertas cosas
que no había para qué nombrar.
Tercian en
seguida, gallegos, navarros y andaluces, que en el lenguaje
de su tierra dan al pasar algunos alfilerazos al pobre poeta.
Llega el turno a los médicos. Uno de ellos quiere
acusar el libro al «gobierno superior», y sublevar con el
mismo objeto a los boticarios; pero otro colega que le escucha
impasible, le responde:
Amigo, muy majadero
es usted (aquí entre nos),
pues lleva a mal que
se burlen
de un ignorante hablador,
indigno de ejercer
tan útil y tan grande profesión.
¿Quién
ha dicho que el poeta
a todos nos comprendió
en
su censura? A los necios
tan solo se dirigió;
y ojalá que no fuera
cierto que hay hombres
como
el que pintó.
Una
vieja rabiosa pregunta muy admirada:
¿Cómo no se ha estorbado
el que tales sonseras
al público haya dado?
La
misma hace en seguida muy donosamente la crítica de
la sociedad, y especialmente de las mujeres de la época,
en estos términos:
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Tan sólo de las hembras
pudiera
yo esperarlo,
pues en día tienen
más juicio
que los machos.
—410→
¡Mas, no, no! Las mujeres
de modo se
han trocado
que en nada se parecen
a las que yo vi antaño.
Entonces las casadas
sentadas en su estrado
remendaban
vestidos
del hijo y del criado;
daban leche a sus pechos
al fruto de sus partos,
y con dos faldellines
estaba
hecho su gasto.
pero hoy de camisones
tres baúles
o cuatro
quieren tener, y aún no
su gusto está
saciado.
Y entregan sus hijitos
¡Lástima da el
pensarlo!
A negras y mulatas,
por ahorrar de cuidados.
Entonces las solteras,
cerradas en sus cuartos
sólo
a misa salían
al templo más cercano:
éstas
no concurrían
a bodas, ni a fandangos,
a comedias,
ni toros,
como hay están usando.
Metidas en sus
huertas
cultivaban sus manos
las flores y las yerbas,
y en nada más pensaron.
Y no por este encierro
maridos les faltaron,
pues las solicitaban
los hombres
más honrados,
y al tálamo llegaban
sin
haberlos tocado
un dedito siquiera,
cuanto más;...
pero callo.
Mas, hoy ¡válgame el cielo!
Antes
que esté bien claro
el día ya se ven
andar
callejeando;
y las noches les duran
hasta que clareando
otra vez viene el día,
y aún no se han
contentado.
¡Y si sólo esto fuera!
Más
¡ay! que a los dos lados
llevan tales personas
que no
es decente hablarlo.
Sauces de la Alameda
¿cuántos,
cuántos desvaríos
vuestras hojas oyeron,
ya que ojos os faltaron?
—411→
¡Qué chistes al oído!
¡Qué apretones de manos!
¡Yo lo vi, yo lo vi,
que no me lo han contado!
Plaza de toros, dime,
los
feos y nefandos
males que por las noches
has visto y
has palpado, etc.
Con estos
principios juzga el libro la vieja y lo condena naturalmente,
aconsejando al autor que
Se deje de Ensaladas,
rece muchos rosarios,
oiga bastantes misas,
y pida a
Dios perdón de su pecado.
Dos
poetas que se reúnen a comentar la historia de la
famosa cura de Plácido, tienen el siguiente diálogo:
-Dime, amigo, ¿leíste la Ensalada?
-Entera la leí, por vida mía.
-¿Y qué
te pareció? -¡Bachillería!
¡Ripio y más
ripio; y de provecho, nada!
Y a ti ¿qué te parece?
-Que infundada
es tu opinión y nace de manía.
-¡Pues qué! No entiendo yo de poesía
para
hacer una crítica acertada.
-Que lo entiendas o
no, de mí te juro
que la tal Ensalada me ha gustado,
pues su lenguaje es agradable y puro;
metros bastante
lindos ha mezclado;
tiene gracia y concepto, y te aseguro
merece este papel ser estampado.
Y
en verdad, que debemos admirar sobre todo en este agudo e
ingenioso juguete, la sorprendente facilidad con que el autor
maneja las cuerdas de su lira, amoldándola a todos
los tonos, desde el más risueño y festivo,
hasta el solemne y profundo con que se dirige al Supremo
Ser. Así, por ejemplo, lo vemos expresarse muy felizmente
por boca de la madre de Plácido, cuando pinta las
gracias de su hijo en estos términos:
Mi Plácido hermoso
quince años cumplió
y en ellos creció
gallardo y airoso
—412→
su padre gozoso
en él se
miraba
y lo contemplaba
con tierno reposo.
La madre era exceso
lo que le quería
pues casi la había
trastornado el seso.
Y como travieso
nunca el niño
fue
creía ella que
no pecaba en eso.
Aprendió a cantar
la jota y
folías,
y otras melodías
que vio en su
lugar.
También a bailar
al son de la gaita,
tanto que su taita
llegó
a chochear.
Con el tamboril
y el pito bailaba,
y zapateaba
a lo pastoril.
Y así el femenil
afecto arrastró
y celos causó
al sexo viril.
Verdad
es que atento
siempre se mostraba
y a nadie causaba
algún sentimiento.
Padres
más de ciento
sus hijas le dieran
si en él
conocieran
querer casamiento.
Pero
no pensó
en tal niñería
ni su fantasía
se lo imaginó.
Soltero
llegó
hasta el año veinte
en que un accidente
raro sucedió.
—413→
Mas,
ya me he cansado
de tanta coplita,
y así a otra
cosita
me veo tentado.
Es
muy poco usado
el metro que emprendo,
mas, en todo entiendo
que es bien delicado.
Difícil
nos parece, y por lo tanto aplaudimos, que el mismo hombre,
mudando a poco de asunto, y con el asunto el metro, cante
las magnificencias de Jesucristo y el arrepentimiento humilde
de un pecador, como lo ha hecho:
¡Dios inmenso, benigno y poderoso,
que con entrañas llenas de clemencia
al corazón
más feo y asqueroso
admites compasivo a tu presencia!
¡Escúchenme, Señor; mira piadoso
que soy
hechura de tu omnipotencia,
y pues tu cuerpo y sangre hoy
he gustado
espero no salir desconsolado!
Tú,
Señor, que penetras lo escondido,
lo pasado, presente
y venidero,
sin que suceda ni haya sucedido
cosa que
no la sepas por entero:
mira este pecador que dolorido,
con arrepentimiento verdadero
confiesa vergonzoso y humillado
la grande fealdad de su pecado.
Bien
sé que contra ti pequé, Dios mío,
sin que a ofenderte nadie me forzara,
pues que me diste
libre el albedrío
para que a bueno o malo me inclinara;
pero tan grande fue mi desvarío
que a tu ley santa
le volví la cara;
y por esto merezco en fuego eterno
padecer para siempre en el infierno.
Mas
ya que tu piedad me ha tolerado
tantos años de ofensas
y de agravios,
las llagas de tus pies, y tu costado
aplico
reverente hoy a mis labios.
Lave tu sangre, lave mi pecado
y borre de mi alma sus resabios;
pues si mil años
más vivir pudiera
siempre te amara y nunca te ofendiera.
—414→
Hasta hoy me tuvieron mis locuras
sujeto de la culpa a las pasiones:
¡Desátame las
fuertes ligaduras
de que mi yerro fabricó eslabones;
olvida ya, Señor, mis travesuras,
pues humilde
te pido me perdones;
acábese esta vida transitoria
y la eterna concédeme en tu gloria!
Tiene,
además, cuadros muy notables por lo fino de la burla
y lo propio de la expresión. ¿Quién no aplaudirá
oyendo al grave y pedante doctor disertar sobre la enfermedad
del muchacho, formando ridículo contraste con las
expresiones de la tía curandera? He aquí estas
pinceladas de mano maestra:
Apareció otra vez el noble Febo
alumbrando los montes y las selvas,
y el médico
también sin que lo busquen
vino a ver al enfermo,
cuidadoso.
La madre le contó que ya orina,
estaba
en aptitud de levantarse,
pues la noche pasó muy
descansado,
como si tal no hubiera sucedido.
Tomole el
pulso, examinó la orina,
y también la nariz
aplicó al vaso,
cuyo olor le causó muy poco
gusto,
según se echó de ver en el semblante.
No registró la herida, porque dijo
que para nada
lo necesitaba,
pues sólo los que son médicos
nuevos
necesitan hacer aquel examen.
Y como era tan inteligente
formó un juicio diverso del de aquella;
sin embargo,
no digo cosa alguna,
y mandó proseguir como hasta
entonces.
Pero al tercero día, como sabio,
vio
que no daba treguas el asunto,
y arqueando las cejas, y
poniendo
los ojos muy abiertos y espantables,
encarado
a las gentes que allí estaban,
y arrimando el polvillo
a las narices,
dijo en tono de réquiem
este discreto
y mísero pronóstico:
«Señores y señoras:
nuestra vida
es más débil que el barro quebradizo,
y cuando Dios dispone darla acabo
en vano son los médicos
más hábiles.
Así, pues, aunque yo
soy uno de ellos,
y he cursado treinta años esta
ciencia
veo que nuestro enfermo ya no tiene
remedio,
y morirá sin falta alguna.
Y porque ustedes lo comprendan
todo
les diré la razón en que me fundo.
—415→
Hipócrates escribe: cuando veas
exaltado de modo
el humor sanguino
que no obedezca, a tópicos y eméticos
en vano esperarás curar tal hombre;
Aberraes también
en otra parte
nos dijo: si la pleura está engrifada
y no cediese a cataplasmas tónicas
se morirá
tu enfermo sin remedio.
Pero más claramente el Avicena,
que escribió treinta libros de este asunto,
comentando
a Galeno, aquel asombro
de la sabia y sagrada medicina,
pues, asienta por cosa indubitable
y que nunca burló
sus experiencias,
que cuando no aprovecha el sinapismo,
y los sesos están escorbutados,
solo Dios sanar
puede a tal paciente,
y debe retirarse luego el médico:
por tanto, abandonemos esta cura,
pues es inútil
continuar recetas;
Plácido morirá de aquí
a dos días,
semana, más o menos a lo sumo;
apronten luego la mortaja,
y quédense con Dios
hasta otra vista».
Pasmado se miró aquel auditorio,
de haber oído un médico tan sabio
y que
con tal primer contado había
el arte de curar cabezas
rotas, etc.
Bastante bien
se inicia la escena: la aparición del «noble Febo,
relacionada con la del cirujano, que llega sin que nadie
lo llame; el examen que hace de las circunstancias del caso,
despreciando las que pudieran darle alguna luz, son rasgos
felices. El discurso en que el hijo de Hipócrates
expone su opinión, desahuciando al enfermo, no carece
tampoco de interés, pues está adornado de naturalidad
y de un aire de pedantería muy oportuno y medido,
y además de buenos pensamientos, como aquella vulgaridad
de «la vida es frágil», y aquella fijación
del plazo en que ha de morir el enfermo. Pero así
como creemos que el autor no ha sacado todo los recursos
que la materia le ofrecía en el empleo de términos
médicos citados disparatadamente; por el contrario,
juzgamos de mal gusto la inclusión que el doctor hace
de sí entre los hábiles de la profesión,
cosa que debió dejarse a la apreciación del
vulgo circunstante. Necesario es abultar las líneas
de una fisonomía cuando se trata de ponerla en escena
para que resalte bien la figura y se produzca el contraste;
pero todo el efecto
—416→
se pierde cuando por tender demasiado
la cuerda se inutiliza el instrumento.
Cayó al fin
la Ensalada en manos de un amigo del autor, en circunstancias
que, muy guardada en una casa, se preparaban ya para quemarla,
«vestidita y calzadita», y aconsejándole que se dejase
de escribir versos que a lo más habían de acarrearle
sinsabores, remitiósela sin tardanza a su dueño,
el cual, loco de gusto se puso a saltar y bailar al son de
esta letrilla:
Albricias, alma mía,
ya llegó el día
que tu alegría
acábese ya el susto,
renazca el gusto
que despertaba
tu corazón.
Estribillo:
Vénganlo a ver,
porque mi Ensaladita,
Linda, bonita,
y fresquecita
pareció ayer.
Ya cesó mi tormento
y sentimiento;
mi
descontento
ya feneció.
Ya dieron fin los malos
y ansias mortales
con que mi alma
casi se ahogó.
Vénganlo a ver...
Todo
el mundo ha sabido
lo sucedido
cuando perdido
mi bien
se vio.
Mas ya me lo trajeron,
y en él me dieron
placer tan grande
cual fue el dolor:
vénganlo
a ver...
Ya duermo, ya pasee,
ya me recreo,
y mi deseo
ya se sació;
—417→
ya
se acabó mi pena
y la cadena
que me oprimía
ya se rompió
vénganlo a ver...
Ya no hay porque afligirme:
sino reírme
y divertirme
¡Hagámoslo!
Bailemos y dancemos
Versos continuos
con regocijo,
como es razón.
Vénganlo a ver...
Ya
me llevo la palma,
pues que mi alma
la dulce calma
tener logró;
en vez de los azares,
justos pesares,
ansias y penas
que padeció.
Vénganlo
a ver...
No quiero tener juicio,
pues más perjuicio que beneficio
me ocasionó.
Las locuras y excesos
mis embelesos
son; pues el gozo
me emborrachó.
Vénganlo a ver...
Pues ya mi Ensalada
está cansada,
y fatigada
de la canción,
dejémosla en
sosiego,
hasta que luego
continuar pueda
la diversión.
Véngalo a ver,
porque
mi Ensaladita,
linda, bonita
y fresquecita
pareció
ayer.
A fuer de imparciales
debemos declarar, sin embargo, que la Ensalada no es igualmente
apreciable en toda su versificación,
—418→
pues se ven
en ellas lunares que no le hacen honor, especialmente en
el empleo del sáfico-adónico, usado en la obra
sin asonantes aunque en general con todos sus acentos típicos,
como el siguiente:
Plácido lindo, Plácido gracioso,
mucho mi afecto hacia a ti me arrastra,
mucho me debes,
mucho es mi cariño
mucho te amo.
No
pensamos, pues, como la monja parlera, que los tales versos
serían buenos sólo a condición de tratar
asuntos devotos. Pero desde Homero acá dormitan a
veces los poetas, y no ha de parecer justo que hagamos hincapié
en defectillos disculpados en demasía con el buen
humor y los entretenidos conceptos del poeta.
Como hemos
dicho, fue el autor de esta producción notable intitulada
Ensalada poética don Manuel Fernández Ortelano,
nacido en España «de clase distinguida», y la escribió
allá por los fines de 1804. Cuando vino la revolución,
Fernández se hizo patriota y publicó en el
número tercero de La Aurora las siguientes estrofas
en que celebra los beneficios del nuevo régimen:
Fue
elegido más tarde miembro del primer congreso nacional313;
pero cuando vino la reconquista española todo pudieron
perdonarle los nuevos mandatarios menos estos versos en que
hablaba del despotismo del gobierno español. El infeliz
fue obligado a cantar la palinodia, publicando una Explicación
(que corre impresa) del objeto que se propuso para escribir
la Canción, en la cual hace esfuerzos inauditos por
torcer el sentido de lo que dijera en el entusiasmo de un
noble arrebato.