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Ilustración, página 135




ArribaAbajoCanto IX


Llegan los araucanos a tres leguas de la Imperial con grueso ejército: no ha efeto su intención por permisión divina. Dan la vuelta a sus tierras, adonde les vino nueva que los españoles estaban en el asiento de Penco reedificando la ciudad de la Concepción; vienen sobre los españoles, y hubo entre ellos una recia batalla


    Si los hombres no veen milagros tantos
Como se vieron en la edad pasada,
Es causa haber agora pocos santos
Y estar la ley cristiana autorizada:
Y así de cualquier cosa hacen espantos
Que sobre el natural uso es obrada;
Y no sólo al Autor no dan creencia,
Mas ponen en su crédito dolencia.
—136→

    Que si al enfermo quiere Dios sanarle,
Por su costumbre y tiempo prevalece;
Si al bajo miserable levantarle,
Por modos ordinarios le engrandece;
Si al soberbio hinchado derribarle,
Por naturales términos se ofrece:
De suerte que las cosas de esta vida
Van por su natural curso y medida.

    Por do vemos que Dios quiere y procura
Hacer su voluntad naturalmente,
Sirviendo de instrumento la Natura,
Sobre la cual él sólo es el potente;
Y así los que creyeren por fe pura
Merecen más que si palpablemente
Viesen lo que, después de ya visible,
Sacarlos de que fue sería imposible.

    En contar una cosa estoy dudoso,
Que soy de poner dudas enemigo,
Y es un extraño caso milagroso,
Que fue todo un ejército testigo:
Aunque yo soy en esto escrupuloso,
Por lo que dello arriba, señor, digo,
No dejaré en efeto de contarlo,
Pues los indios no dejan de afirmarlo.

   Y manifiesto vemos hoy en día
Que, porque la ley sacra se extendiese,
Nuestro Dios los milagros permitía
Y que el natural orden se excediese:
Presumirse podrá por esta vía
Que, para que a la fe se redujese
La bárbara costumbre y ciega gente,
Usase de milagros claramente.

    Ya dije que el ejército araucano
De la Imperial tres leguas se alojaba,
En un dispuesto asiento y campo llano,
Y que Caupolicán determinaba
Entrar el pueblo con armada mano:
También cómo el castigo dilataba
Dios a su pueblo ingrato y sin emienda,
Usando de clemencia y larga rienda.
—137→

    Estaba la Imperial desbastecida
De armas, de munición y vitualla,
Bien que la gente della era escogida,
Pero muy poco para dar batalla;
Fuera por los cimientos destruida,
Cualquier fuerza bastara arruinalla;
Y persona de dentro no escapara
Si a vista el pueblo bárbaro llegara.

   Cuando el campo de allí quería mudarse,
Que ya la trompa a caminar tocaba,
Súbito comenzó el aire a turbarse,
Y de prodigios tristes se espesaba:
Nubes con nubes vienen a cerrarse,
Turbulento rumor se levantaba:
Que con airados ímpetus violentos
Mostraban su furor los cuatro vientos.

    Agua recia, granizo, piedra espesa
Las intricadas nubes despedían:
Rayos, truenos, relámpagos a priesa
Rompen los cielos y la tierra abrían:
Hacen los vientos áspera represa,
Que en su entera violencia competían:
Cuanto topa arrebata el torbellino,
Alzándolo en furioso remolino.

    Un miedo igual a todos atormenta:
No hay corazón, no hay ánimo así entero
Que en tanta confusión, furia y tormenta
No temblase, aunque más fuese de acero:
En esto Eponamón se les presenta
En forma de un dragón horrible y fiero,
Con enroscada cola, envuelto en fuego,
Y en ronca y torpe voz les habló luego,

    Diciéndoles que a priesa caminasen
Sobre el pueblo español amedrentado;
Que por cualquiera banda que llegasen
Con gran facilidad sería tomado;
Y que al cuchillo y fuego le entregasen
Sin dejar hombre a vida y muro alzado.
Esto dicho, que todos lo entendieron,
En humo se deshizo, y no lo vieron.
—138→

    Al punto los confusos elementos
Fueron sus movimientos aplacando,
Y los desenfrenados cuatro vientos
Se van a sus cavernas retirando:
Las nubes se retraen a sus asientos,
El cielo y claro sol desocupando:
Sólo el miedo en el pecho más osado
No dejó su lugar desocupado.

    La tempestad cesó, y el raso cielo
Vistió el húmido campo de alegría;
Cuando con claro y presuroso vuelo
En una nube una mujer venía
Cubierta de un hermoso y limpio velo,
Con tanto resplandor, que al medio día
La claridad del sol delante della
Es la que cerca dél tiene una estrella.

   Desterrando el temor la faz sagrada
todos confortó con su venida:
Venía de un viejo cano acompañada,
Al parecer de grave y santa vida:
Con una blanda voz y delicada
Les dice: «¿A dónde andáis, gente perdida?
Volved, volved el paso a vuestra tierra,
No vais a la Imperial a mover guerra.

    »Que Dios quiere ayudar a sus cristianos
Y darles sobre vos mando y potencia;
Pues ingratos, rebeldes inhumanos,
Así le habéis negado la obediencia:
Mirad, no vais allá, porque en sus manos
Pondrá Dios el cuchillo y la sentencia».
Diciendo esto, y dejando el bajo suelo,
Por el aire espacioso subió al cielo.

    Los araucanos la visión gloriosa
De aquel velo blanquísimo cubierta
Siguen con vista fija y codiciosa,
Casi sin alentar, la boca abierta:
Ya que despareció, fue extraña cosa,
Que, como quien atónito despierta,
Los unos a los otros se miraban
Y ninguna palabra se hablaban.
—139→

    Todos de un corazón y pensamiento,
Sin esperar mandato ni otro ruego,
Como si sólo aquél fuera su intento,
El camino de Arauco toman luego;
Van sin orden, ligeros como el viento,
Paréceles que de un sensible fuego
Por detrás las espaldas se encendían,
Y así con mayor ímpetu corrían.

    Heme, señor, de muchos informado,
Porque con más autoridad se cuente,
A veintitrés de abril, que hoy es mediado,
Hará cuatro años, cierta y justamente,
Que el caso milagroso aquí contado
Aconteció, un ejército presente,
El año de quinientos y cincuenta
Y cuatro sobre mil por cierta cuenta.

   Va la verdad en suma declarada,
Según que de los bárbaros se sabe,
Y no de fingimientos adornada,
Que es cosa que en materia tal no cabe;
Tienen ellos por cosa averiguada
(Que no es en prueba desto poco grave)
Que por esta visión hubo en dos años
Hambres, dolencias, muertes y otros daños.

    Que la mar, reprimiendo sus vapores,
Faltó la agua y vertientes de la sierra,
Talando el sol en tierna edad las flores,
Ayudado del fuego de la guerra:
Como creció la seca y las calores,
Por falta de humidad la árida tierra
Rompió banco y alzose con los frutos
Dejando de acudir con sus tributos.

    Causó que una maldad se introdujese
En el distrito y término araucano,
Y fue que carne humana se comiese
(¡Inorme introdución, caso inhumano!)
Y en parricidio error se convirtiese
El hermano en sustancia del hermano;
Tal madre hubo, que al hijo muy querido
Al vientre le volvió do había salido.
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    Digo, pues, que los bárbaros llegando
Al valle de Purén, paterno suelo,
Las armas por entonces arrimando,
Dieron lugar al tempestuoso cielo.
En este tiempo, en estas partes, cuando
El encogido invierno con su hielo
Del todo apoderándose en la tierra
Pone punto al discurso de la guerra.

   Espárcese y derrámase la gente,
Dejan el campo y buscan los poblados,
Cesa el fiero ejercicio comúnmente,
La tierra cubren húmidos ñublados.
Mas cuando enciende a Scorpio el sol ardiente
Y la frígida nieve los collados
Sacuden de sus cimas levantadas
Ya de la nueva yerba coronadas.

    En este tiempo el bullicioso Marte
Saca su carro con horrible estruendo,
Y ardiendo en ira belicosa, parte
Por el dispuesto Arauco discurriendo:
Hace temblar la tierra a cada parte,
Los ferrados caballos impeliendo,
Y en la diestra el sangriento hierro agudo
Bate con la siniestra el fuerte escudo.

   Luego a furor movidos los guerreros
Toman las armas, dejan el reposo;
Acuden los remotos forasteros
Al cebo de la guerra codicioso:
De los hierros renuevan los aceros;
Tiemplan la cuerda al arco vigoroso:
El peso de las mazas acrecientan,
Y el duro fresno de las astas tientan.

   La gente andaba ya desta manera,
Con el son de las arreas y bullicio,
Que codiciosa comenzar espera
El deseado bélico ejercicio:
Juntáronse a la usada borrachera
(Orden antigua y detestable vicio)
La más ilustre gente y señalada
A dar definición en la jornada.
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    Tratando en general concilio estaban
Del bien y aumentación de aquel estado,
Cuando cuatro soldados arribaban
Con triste muestra y paso apresurado,
Haciéndoles saber cómo ya andaban
En el sitio de Penco arrüinado
Cantidad de españoles trabajando,
Un grueso y fuerte muro levantando;

    Diciéndoles: «Venimos, ¡oh guerreros!,
De parte de los pueblos comarcanos
Con facultad bastante a prometeros,
Si desterráis de nuevo a los cristianos,
Que pagarán con suma de dineros
El trabajo y labor de vuestras manos:
Y no habiendo el efeto deseado,
La tercia parte hayáis de lo asentado.

   «Viendo el poco reparo y resistencia
Que sin vuestro favor todos tenemos,
Les dimos llanamente la obediencia
Que en el tiempo infelice dar solemos.
No fue por opresión, no fue violencia;
Pues, aunque desdichados, entendemos
Cuán breve es el sospiro de la muerte,
Que pone fin y límite a la suerte:

   »Mas, porque estando Arauco tan vecino,
Y fija en su favor la instable rueda,
La paz nos pareció mejor camino
Para que remediar todo se pueda;
Ya que lo estrague el áspero destino,
Tiempo para morir después nos queda;
Pues no estarán los brazos tan cansados
Que no puedan abrir nuestros costados.

   »Y pues os es patente y manifiesta
La embajada y gran priesa que traemos,
En ella hora tratad, que la respuesta
Con la resolución esperaremos:
Brevedad os pedimos, que con ésta
Podrá ser que sin riesgo derribemos
La soberbia española y confianza,
Antes que les dé esfuerzo la tardanza».
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    No se puede decir el gran contento
Que les dio a los caciques la embajada;
De todos desde allí en el pensamiento,
Antes que se acabase fue acetada:
Pero tuvieron freno y sufrimiento,
Que la primera voz estaba dada
Al hijo de Leocán, que, consultado,
Así responde en nombre del Senado:

   «Estamos con razón maravillados
De lo que en este caso hemos oído,
¿Y es verdad que hay cristianos tan osados
Que quieren con nosotros más rüido?
Sús, sús, que estos varones esforzados
Acetan la promesa y el partido:
No dando entero fin a la jornada,
Del trabajo no quieren llevar nada.

   »Bien os podéis volver luego con esto,
Que sin duda en efeto lo pondremos,
Y sobre los cristianos, lo más presto
Que se pueda dar orden, llegaremos;
Donde se mostrará bien manifiesto
Lo poco en que nosotros los tenemos;
Pero habéis de advertir con sabio modo
Que aviso se nos dé siempre de todo».

    Muy alegres los cuatro se partieron
Por llevar tal respuesta; y caminando
En breve a sus señores se volvieron,
Que estaban por momentos aguardando:
Y visto el buen despacho que trujeron,
El contento y traición disimulando,
Sufrían con discreción las vejaciones
Encubriendo las falsas intenciones.

    Domésticos se muestran en el trato;
Nadie toma la causa y la defiende,
Conociendo que el medio más barato
Del araucano ejército depende;
Y con doble y solícito contrato
La esperada venganza se pretende
Debajo de humildad y gran secreto,
Para que su intención viniese a efeto.
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    De nuestra gente y pueblo destrozado
Gran descuido en hablar he yo tenido;
Mas, como es en el mundo acostumbrado
Desamparar la parte del vencido,
Así yo tras el bando afortunado
He llevado camino tan seguido;
Y si aquí la ocasión no me avisara
Jamás pienso que della me acordara.

   Conté de la ciudad la despoblada
Y de sus ciudadanos el camino;
Púselos en el fin de la jornada,
Do forzoso dejarlos me convino:
Pues volviendo a la historia comenzada
Y al duro proceder de su destino,
Estuvieron el tiempo en Santiago
Que yo dellos mención aquí no hago.

   Retirados de allí, se reformaron
De todo el aparato conveniente,
Donde por los más votos acordaron
Reedificar a Penco nuevamente.
Con gran trabajo y gasto levantaron
Pequeña copia y número de gente:
Afirmar la ocasión desto no puedo,
Si fue la poca paga o mucho miedo.

    Al yermo Penco herboso habían llegado,
Y un sitio que en mitad del pueblo había,
Le tenían de tapión fortificado,
Que en recogido cuadro le ceñía,
De dos fuertes bastiones abrigado,
(fue cada uno dos frentes descubría;
Y a cada frente asiste una bombarda
Que con maciza bala el paso guarda.

    La gente comarcana, con fingida
Muestra, la paz malvada aseguraba,
Esperando la ayuda prometida
Que a cencerros tapados caminaba;
Pero no fue secreta esta partida,
Pues entre los cristianos se trataba
Que el valiente Lautaro había pasado
Las lomas con ejército formado.
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    Suénase que Purén allí venía,
Tomé, Pillolco, Angol y Cayeguano;
Tucapel, que en orgullo y bizarría
No le igualaba bárbaro araucano,
Ongolmo, Lemolemo y Lebopía,
Caniomangue, Elicura, Mareguano,
Cayocupil, Lincoya, Lepomande,
Chilcano, Leucotón y Mareande.

    Todos estos varones señalados
Fueron para esta guerra apercebidos
Con otros dos mil pláticos soldados
En el copioso ejército escogidos.
Venían de fuertes petos arreados.
Gruesas picas de hierros muy fornidos,
Ferradas mazas, hachas aceradas,
Armas arrojadizas y enastadas.

    Desta manera el escuadrón camina
En la callada noche y sombra escura,
Debajo del gobierno y diciplina
Del cuidoso Lautaro, que procura
Llegar cuando la estrella matutina
Alegra el mustio campo y la verdura,
Antes que por aviso y doble trato
De su venida hubiese algún recato.

   Pero los españoles, de un amigo
Bárbaro que con ellos contrataba.
Saben cómo el ejército enemigo
Con riguroso intento se acercaba:
Pues avisados desto, como digo,
Y de cuanto en secreto se trataba,
Al trance se aparejan y batalla,
Requiriendo los fosos y muralla.

    Era caudillo y capitán de España
El noble montañés Juan de Alvarado,
Hombre sagaz, solícito y de maña,
De gran esfuerzo y discreción dotado;
El cual con orden y presteza extraña,
Del presente peligro recatado,
Sazón no pierde, tiempo y coyuntura,
Antes las prevenciones apresura.
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    Que al punto, apercebidos los soldados,
En su lugar cada uno dellos puesto,
Manda a nueve guerreros más cursados
Que salgan a correr la tierra presto.
Y en la cerrada noche confiados
Llegan al campo bárbaro, y en esto
Del callado escuadrón fueron sentidos,
Levantando terribles alaridos.

    La grita, el sobresalto, los rumores,
El súbito alboroto de la guerra,
Las sonorosas trompas y atambores
Hacen gemir y estremecer la tierra;
En esto los astutos corredores,
Atravesando una pequeña sierra,
Toman la vuelta por más corta vía,
Dando aviso a la amiga compañía.

    Juan de Alvarado con ingenio y arte
De la fuerza lo flaco fortifica,
Y en lo más necesario, allí reparte
Gente del arcabuz y de la pica;
Proveído recaudo en toda parte,
A recebir al araucano pica;
Con la ligera escuadra de caballo,
Por no mostrar temor en esperallo.

   La nueva claridad del día siguiente
Sobre el claro horizonte se mostraba,
Y el sol por el dorado y fresco Oriente
De rojo ya las nubes coloraba:
A tal hora Alvarado con su gente
Del prevenido fuerte se alejaba
En busca de la escuadra lautarina,
Que a más andar también se le avecina.

    Los nuestros media legua aún no se habían
De aquel su muro lejos alongado,
Cuando al calar de un monte descubrían
El araucano ejército ordenado.
Allí las limpias armas relucían
Más que el claro cristal del sol tocado,
Cubiertas de altas plumas las celadas,
Verdes, azules, blancas, encarnadas.
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    ¿Quién pintaros podrá el contento, cuando
Sienten los araucanos el rüido,
Que, las diestras en alto levantando,
Pusieron en el cielo un alarido?
Mil instrumentos bárbaros tocando
Con grande orgullo y paso más tendido
Se vienen acercando a los de España,
Sonando en torno toda la campaña.

    Quieren los españoles responderlos
Con el horrible son de armada mano:
Calan el monte a fin de acometerlos,
Teniendo por mejor el sitio llano:
Bajas las lanzas vienen a romperlos;
Pero la osada muestra salió en vano,
Que los bárbaros ya diciplinados
Del todo se cerraron apiñados.

    Tan espesas las picas derribaron
Con pie y con rostro firme hacia delante,
Que no sólo el encuentro repararon,
Pero a desbaratarlos fue bastante:
Los nuestros sin romper se retiraron,
Y ellos gloriosos con furor pujante,
Por dar remate al venturoso lance,
Siguen con pies ligeros el alcance.

    Apretándolos iban reciamente,
Los nuestros resistiendo y peleando,
Hasta el estrecho paso de una puente,
Que allí Lautaro, al cuerno aliento dando,
El araucano ejército obediente
Se va al son conocido reparando;
Del fuerte tanto estrecho esto sería
Cuanto tira un cañón de puntería.

    Detúvose Lautaro, con intento
De esperar al caliente medio día,
Porque de la mañana el fresco viento
Los caballos y gente alentaría:
Reforma su escuadrón, haciendo asiento
A vista de los nuestros, que a porfía
Se habían al sitio fuerte recogido,
Teniendo por mejor aquel partido.
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    Cuando el sol en el medio cielo estaba
No declinando a parte un solo punto,
Y la aguda chicharra se entonaba
Con un desapacible contrapunto,
El astuto Lautaro levantaba
Su campo en escuadrón cerrado y junto,
Con grande estruendo y paso concertado,
Hacia el sitio español fortificado.

    Con audacia, desdén y confianza
Lautaro contra el fuerte caminaba:
Síguele atrás la gente en ordenanza,
Y él con gracioso término arrastraba
Una larga, ñudosa y gruesa lanza,
Que airoso, poco a poco, la terciaba,
Y tanto por el cuento la blandía,
Que juntar los extremos parecía.

   Los pocos españoles salen fuera,
Que encerrados no quieren esperallos;
De arcabuces delante una hilera
Otra de picas luego, y los caballos
A los lados: y así desta manera
Con fiera muestra vienen a buscallos:
Llegados donde ya podían herirse
Los unos a los otros dejan irse.

    Y de rencor intrínsico aguijados
Los movidos ejércitos venían:
Suenan los arcabuces asestados,
Del humo, fuego y polvo se cubrían;
Los corvos arcos con vigor flechados
Gran número de tiros despedían:
Vuelan nubadas de armas enastadas
Por los valientes brazos arrojadas.

    Cuales contrarias aguas a toparse
Van con rauda corriente sonorosa
Que, resistiendo al tiempo del mezclarse,
Aquélla más violenta y poderosa
A la menos pujante sin pararse
Volverla contra el curso es cierta cosa:
Así a nuestro escuadrón forzosamente
La arrebató la bárbara corriente.
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    No pudiendo sufrir la fuerza brava
Del número de gente y movimiento,
Al español el bárbaro llevaba
Como a liviana paja el recio viento.
Entran sin orden, que ya rota andaba,
Todos mezclados en el fuerte asiento,
Y dentro del cuadrado y ancho muro
Comienzan pie con pie un combate duro.

    Algunos españoles castigados
Recogerse en la fuerza no quisieron,
Que eran de corazones congojados
Y de verse en estrecho rehuyeron:
Quieren el campo abierto, y por los lados
Del turbado montón se dividieron;
Pero los de más ser, con mano osada
Procuran amparar la plaza entrada.

   Allí quieren morir o defenderse;
La carrera más larga otros tomaron,
Que acordaron con tiempo guarecerse;
Otros a la marina se llegaron
Metiéndose en un barco, sin poderse
Sufrir, las corvas áncoras alzaron;
Satisfaciendo al miedo y bajo intento,
Las velas con presteza dan al viento.

   Quien en llegar es algo perezoso,
Viendo levar el áncora a la nave,
No duda en arrojarse al mar furioso.
Teniendo aquel morir por menos grave.
Quien antes no nadaba, de medroso
Las olas rompe agora y nadar sabe:
Mirad, pues, el temor a qué ha llegado,
Que viene a ser de miedo el hombre osado.

    Los que están en la fuerza retraídos,
Como buenos guerreros se defienden;
Muertos quieren quedar y no vencidos,
Que ya sólo un honrado fin pretenden;
Y con tal presupuesto embravecidos,
Sin esperanza de vivir ofenden,
Haciendo en los contrarios tal estrago
Que la plaza de sangre era ya lago.
—149→

    Lautaro, gente y armas contrastando,
En la fuerza el primero entrado había,
Y muerto a dos soldados en entrando
Que en suerte le cupieron aquel día;
Lincoya iba hiriendo y derribando:
Mas ¿quién podrá decir la bravería
De Tucapel, que el cielo acometiera,
Si hallará algún camino o escalera?

    No entró el fuerte por puerta ni por puente,
Antes con desenvuelto y diestro salto,
Libre el foso salvó ligeramente,
Y estaba en un momento en lo más alto;
No le pudo seguir por allí gente,
Él solo de aquel lado dio el asalto;
Mas, como si de mil fuera guardado,
Se arroja luego en medio del cercado.

    Apenas puso el pie firme en la plaza,
Cuando el furioso bárbaro esgrimiendo
La ejercitada, dura y gruesa maza,
Iba los enemigos esparciendo:
No vale malla fina ni coraza;
Y las celadas fuertes, no pudiendo
Sufrir los recios golpes que bajaban,
Machucando los sesos se abollaban.

    Unos deja tullidos y contrechos,
Otros para en su vida lastimados,
A quien hunde el pescuezo por los pechos,
A quien rompe los lomos y costados
Cual si fueran de blanda cera hechos:
Magulla, muele y deja derrengados,
Y en el mayor peligro osadamente
Se arroja sin temor de armas y gente.

   Contra Ortiz revolvió con muestra airada,
Que había muerto a Torquín, mozo animoso,
La maza alta, y la vista en él clavada,
Rompe por el tropel de armas furioso:
No sé cuál fue la espada señalada
Ni aquel brazo pujante y provechoso,
Que el mástil cercenó del araucano
Y dos dedos con el de la una mano.
—150→

    Con el encendimiento que llevaba
No sintió la herida de repente;
Mas, cuando el brazo y golpe descargaba,
Que los dedos y maza faltar siente,
Herida tigre hircana no es tan brava,
Ni acosado león tan impaciente
Como el indio, que lleno de postema,
Del cielo, infierno, tierra y mar blasfema.

   Sobre las puntas de los pies estriba,
Y en ellas la persona más levanta:
El brazo cuanto puede atrás derriba,
Y el trozo impele con violencia tanta
Que a Ortiz, que alta la espada sobre él iba,
La celada y los cascos le quebranta,
Y del grave dolor desvanecido
Dio en el suelo de manos sin sentido.

   El bárbaro con esto no vengado,
Viene sobre él con furia acelerada,
Y con la diestra, aún no medrosa, airado,
A Ortiz arrebató la aguda espada;
Alzándole la cota por un lado,
Le atravesó de la una a la otra hijada,
Y la alma del corpóreo alojamiento
Hizo el duro y forzoso apartamiento.

    La espada a la siniestra el indio trueca,
Sintiéndose tullido de la diestra,
Y del golpe primero otro derrueca,
Que también en herir era maestra:
Como suele segar la paja seca
El presto segador con mano diestra,
Así aquel Tucapel con fuerza brava
Brazos, piernas y cuellos cercenaba.

    Dejándose guiar por do la ira
Le llevaba furioso, discurriendo,
Unos hiere, maltrata, otros retira,
La espesa selva de astas deshaciendo:
Acaso al Padre Lobo un golpe tira,
Que contra cuatro estaba combatiendo;
El cual sin ver el fin de aquella guerra
Dio el alma a Dios y el cuerpo dio a la tierra.
—151→

    El grave Leucotón, no menos fuerte,
Con el valor que el cielo le concede,
Hiere, aturde, derriba y da la muerte,
Que nadie en fuerza y ánimo le excede;
No sé cómo a escribirlo todo acierte,
Que mi cansada mano ya no puede
Por tanta confusión llevar la pluma,
Y así reduce mucho a breve suma.

   También Angol, soberbio y esforzado,
Su corvo y gran cuchillo en torno esgrime,
Hiere al joven Diego Oro y del pesado
Golpe en la dura tierra el cuerpo imprime;
Pero en esta sazón Juan de Alvarado,
La furia de una punta le reprime,
Que al tiempo que el furioso alfanje alzaba
Por debajo del brazo le calaba.

    No halló defensa la enemiga espada;
Lanzándose por parte descubierta,
Derecho al corazón hizo la entrada,
Abriendo una sangrienta y ancha puerta;
La cara antes del joven colorada
Se vio de amarillez mustia cubierta;
Descoyuntole el brazo un mortal hielo,
Batiendo el cuerpo helado el duro suelo.

    El corpulento mozo Mareguano,
Que airado a todas partes discurría,
Llegó al tiempo que Angol por diestra mano
Al riguroso hierro se rendía:
Era su íntimo amigo y primo hermano,
De estrecho trato antiguo y compañía;
«Pues fue siempre en la vida igual la suerte,
Quiero, dijo, también que sea en la muerte».

    Y contra el matador con repentina
Rabia, que el pecho y venas le abrasaba,
Un macizo y fornido tronco empina
Y con fuerza sobre él lo derribaba;
Mas, temiendo del golpe la rüina
Alvarado, que el ojo alerta estaba,
Saca presto el caballo apercebido,
Y en el suelo el troncón quedó metido.
—152→

    Chilcán, Ongolmo, Cayeguán de un lado,
Lepomande y Purén en compañía,
Habían así a los nuestros apretado,
Que ganaron gran crédito aquel día:
Tomé, Cayocupil y el esforzado
Pillolco, Caniomangue y Lebopía,
Mareande, Elicura y Lemolemo,
De su valor mostraron el extremo.

   En esto un rumor súbito se siente
Que los cóncavos cielos atronaba,
Y era que la vitoria abiertamente
Por el bárbaro infiel se declaraba;
Ya la española destrozada gente
Al camino de Itata enderezaba,
Desamparando el suelo desdichado,
De sangre y enemigos ocupado.

    Del todo a toda furia comenzando
Iban los españoles la hüida,
Siempre más el temor apresurando
Con agudas espuelas la corrida;
Sigue el alcance y valos aquejando
La bárbara canalla embravecida,
Envuelta en una espesa polvoreda,
Matando al que por flojo atrás se queda.

   Alvarado con ánimo y cordura
Los anima y esfuerza, y no aprovecha;
Que la turbada gente en tal rotura
Huye la muerte y plaza tan estrecha:
Cual encamina al monte y cual procura
De Mapochó la senda más derecha,
Y cual y cual constante todavía,
Animoso con Atropos porfía.

   Éstos, honrosa muerte deseando,
Despreciaban la vida deshonrada,
Aquel forzoso punto dilatando
Con raro esfuerzo y valerosa espada;
Presto quedó la plaza sin un bando,
De almas vacía y de cuerpos ocupada;
Que animosos los pocos que quedaban
A las armas y muerte se entregaban.
—153→

    Unos por los costados caen abiertos,
Otros de parte a parte atravesados,
Otros, que de su sangre están cubiertos,
Se rinden a la muerte desangrados:
Al fin, todos quedaron allí muertos,
Del riguroso hierro apedazados.
Vamos tras los que aguijan los caballos,
Que no haremos poco en alcanzallos.

    Quien por camino incierto, quien por senda
Áspera, peligrosa y desusada,
Bate al caballo y dale suelta rienda,
Que el miedo es grande y grande la jornada:
El bárbaro escuadrón con grita horrenda
Por sierra, monte, llano y por cañada
Las espaldas los iban calentando,
Hiriendo, dando muerte y derribando.

   Había de la comarca concurrido
Gente armada por uno y otro lado,
Que a la mira imparcial había asistido
Hasta ver el derecho declarado;
En esto, alzando un súbito alarido
Con el orgullo a vencedores dado,
Baja las armas hasta allí neutrales,
En daño de las señas imperiales.

    Sale en el codicioso seguimiento
De la española gente que corría
Con furia y ligereza más que el viento.
Sin hacerse uno a otro compañía,
La mucha turbación y desatiento,
Que a los nuestros el miedo les ponía,
Los lleva sin caminos, esparcidos
Por sierras, valles, montes, por ejidos.

    Los que tienen caballos más ligeros
¡Oh cuán de corazón son envidiados!
¡Qué poco se conocen compañeros
De largo tiempo y amistad tratados!
No aprovechan promesas de dineros,
Ni de bienes allí representados:
Tanto el miedo ocupado los había
Que lugar la codicia aún no tenía;
—154→

    Antes, los intereses despreciando,
Se muestran allí poco codiciosos,
Tras las ricas celadas arrojando
Petos de fina plata embarazosos:
Y así de las promesas no curando,
Jugaban los talones presurosos:
Sólo las alas de Ícaro quisieran,
Aunque pasando el amar se derritieran.

    Juan y Hernando Alvarados la jornada
Con el valiente Ibarra apresuraban,
Animando la gente desmayada,
Mas no por esto el paso moderaban:
Abren por la carrera embarazada,
Que ligeros caballos gobernaban,
Y aunque con viva espuela los batían,
Alargarse de un indio no podían.

   Delante largo trecho de la gente,
A los tres les da caza y atormenta
Un espaldudo bárbaro valiente,
Rengo llamado, mozo de gran cuenta:
Éste solo los sigue osadamente
Y a voces con palabras los afrenta;
Y los aprieta y corre a campo raso,
Sin poderle ganar un solo paso.

   «¡Jo! ¡jo! (les va gritando) ¡espera! ¡espera!».
Que más en castellano no sabía;
Pero en su natural lengua primera
Atrevidas injurias les decía.
Tres leguas los corrió desta manera,
Que jamás de las colas se partía
Por mucho que aguijasen los rocines,
Llamándolos infames y rüines.

   Llevaba una arma en alto levantada,
Que no hay quien su fación y forma diga:
Era una gruesa haya mal labrada,
De la grandeza y peso de una viga,
De metal la cabeza barreada:
Y esgrímela el garzón sin más fatiga
Quel presto esgrimidor suelto y liviano
Juega el fácil bastón con diestra mano.
—155→

    Si alguna vez con el troncón pesado
Los caballos el bárbaro alcanzaba,
Era de fuerza el golpe tan cargado
Que casi derrengados los dejaba;
Así cada caballo escarmentado
Sin espuelas el curso apresuraba,
Que jamás fue baqueta en la corrida
Como el bastón del bárbaro temida.

    Aunque gran trecho aquel follón se aleja
Del seguro montón y amigo bando,
No por esto la dura empresa deja,
Antes más los persigue y va afrentando;
Con prestos pies y maza los aqueja,
La nación española profanando
En lenguaje araucano, que entendían
Los tres, que a más correr dél se desvían.

   Veinte veces revuelven los cristianos,
Dando sobre él con súbita presteza:
A todos tres les da llenas las manos
Con su diabólica arma y ligereza:
Entretanto llegaban los ufanos
Indios en el alcance sin pereza,
Y volviendo los tres a su carrera
El bárbaro y bastón sobre ellos era.

   No por áspero monte ni agria cuesta
Afloja el curso y animoso brío;
Antes cual correr suele sobre apuesta
Tras las fieras el Puelche en desafío,
Los corre, aflige, aprieta y los molesta;
Y a diez millas de alcance, por do un río
El camino atraviesa al mar corriendo,
Se fue en la húmida orilla deteniendo.

    El bárbaro escuadrón parado había,
Solo el contumaz Rengo porfïando,
Desistir de la empresa no quería,
Aunque no vee persona de su bando:
Los tres lasos cristianos a porfía
Iban el ancho vado atravesando,
Cuando Rengo cargó de una pesada
Piedra la presta honda dél usada.
—156→

    El tronco en el suelo húmido fijado,
Rodea el brazo dos veces, despidiendo
El tosco y gran guijarro así arrojado,
Que el monte retumbó del sordo estruendo;
Las ninfas por lo más sesgo del vado,
Las cristalinas aguas revolviendo,
Sus doradas cabezas levantaron
Y a ver el caso atentas se pararon.

   El importuno bárbaro no cesa
Ni afloja de la empresa que pretende;
Antes con silbos, grita y piedra espesa,
La agua a más de la cinta, los ofende;
Y dándoles en esto mucha priesa,
El beber los caballos les defiende,
Diciendo: «¡Sús, salid, salid afuera,
Que yo os manterné campo en la ribera!».

   Viendo Alvarado a Rengo así orgulloso,
De la soberbia tema ya impaciente,
Dice a los dos: «¡Oh caso vergonzoso,
Que a tres nos siga un indio solamente
Y triunfe de nosotros vitorioso!
No es bien que de españoles tal se cuente:
Volvamos y de aquí jamás pasemos
Si primero morir no le hacemos».

   Así dijo, y las riendas revolviendo,
Segunda vez el vado atravesaban;
De morir o matarle proponiendo,
Los cansados caballos aguijaban;
En esto el araucano, conociendo
La cólera y furor con que tornaban,
Olvidando la maza y presupuesto,
Las voladoras plantas mueve presto.

    Una larga carrera por la arena
Los tres a toda furia le siguieron,
Aunque en balde tomaron esta pena,
Que el indio más corrió que ellos corrieron:
Faltos, no de intención, pero de lena,
De cansados las riendas recogieron;
Y en un áspero sitio y peligroso
Les hizo rostro el bárbaro animoso.
—157→

    Por espaldas tomó una gran quebrada,
Revolviendo a los tres con osadía,
Y a falta de la maza acostumbrada,
A menudo la honda sacudía:
De allí con mofa, silbos y pedrada,
Sin poderle ofender, los ofendía,
Por ser aquel lugar despeñadero,
Y más que ellos el bárbaro ligero.

    Visto Alvarado serle así excusado
El fin de lo que tanto deseaba,
Dejando libre al bárbaro esforzado,
Que bien de mala gana se quedaba,
Pasa otra vez el ya seguro vado,
Y al usado camino enderezaba,
Triste en ver que Fortuna por tal modo
Se le mostraba adversa y dura en todo.

   Había dejado el campo lautarino
De seguir el alcance grande rato;
Iban los españoles sin camino,
Como ovejas que van fuera de rato.
De no seguirlos más me determino,
Que por lo que adelante dellos trato,
Dejarlos por agora me es forzado
Donde otras veces ya los he dejado.

    Con la gente araucana quiero andarme,
Dichosa a la sazón y afortunada;
Y, como se acostumbra, desviarme
De la parte vencida y desdichada:
Por donde tantos van quiero guiarme,
Siguiendo la carrera tan usada,
Pues la costumbre y tiempo me convence,
Y todo el mundo es ya ¡viva quien vence!

   ¡Cuán usado es huir los abatidos
Y seguir los soberbios levantados,
De la instable Fortuna favoridos
Para sólo después ser derribados!
Al cabo estos favores, reducidos
A su valor, son bienes emprestados
Que habemos de pagar con siete tanto,
Como claro nos muestra el nuevo canto.

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