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Ilustración, página 227




ArribaAbajoCanto XIV


Llega Francisco de Villagra de noche sobre el fuerte de los enemigos sin ser dellos sentido: da al amanecer súbito en ellos y a la primera refriega muere Lautaro. Trábase la batalla con harta sangre de una parte y de otra


   ¿Cuál será aquella lengua desmandada
Que a ofender las mujeres ya se atreva,
Pues vemos que es pasión averiguada
La que a bajeza tal y error las lleva:
Si una bárbara moza no obligada
Hace de puro amor tan alta prueba,
Con razones y lágrimas, salidas
De las vivas entrañas encendidas?
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    Que ni la confianza, ni el seguro,
De su amigo le daba algún consuelo,
Ni el fuerte sitio, ni el fosado muro
Le basta asegurar de su recelo:
Que el gran temor nacido de amor puro
Todo lo allana y pone por el suelo;
Sólo halla el reparo de su suerte
En el mismo peligro de la muerte.

   Así los dos unidos corazones
Conformes en amor desconformaban,
Y dando dello allí demostraciones,
Más el dulce veneno alimentaban.
Los soldados en torno los tizones,
Ya de parlar cansados reposaban,
Teniendo centinelas, como digo,
Y el cerro a las espaldas por abrigo.

   Villagrán con silencio y paso presto
Había el áspero monte atravesado,
No sin grave trabajo, que sin esto,
Hacer mucha labor es excusado:
Llegado junto al fuerte, en un buen puesto,
Viendo que el cielo estaba aún estrellado,
Paró, esperando el claro y nuevo día,
Que ya por el Oriente descubría.

   De ninguno fue visto ni sentido:
La causa era la noche ser escura,
Y haber las centinelas desmentido
Por parte descuidada por segura;
Caballo no relincha, ni hay rüido,
Que está ya de su parte la ventura:
Esta hace las bestias avisadas,
Y a las personas bestias descuidadas.

   Cuando ya las tinieblas y aire escuro
Con la esperada luz se adelgazaban,
Las centinelas puestas por el muro
Al nuevo día de lejos saludaban:
Y pensando tener campo seguro
También a descansar se retiraban,
Quedando mudo el fuerte, y los soldados
En vino y dulce sueño sepultados.
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    Era llegada al mundo aquella hora
Que la escura tiniebla, no pudiendo
Sufrir la clara vista de la Aurora,
Se va en el Ocidente retrayendo:
Cuando la mustia Clicie se mejora
El rostro al rojo Oriente revolviendo,
Mirando tras las sombras ir la estrella,
Y al rubio Apolo Délfico tras ella.

    El español, que vee tiempo oportuno,
Se acerca poco a poco más al fuerte,
Sin estorbo de bárbaro ninguno,
Que sordos los tenía su triste suerte:
Bien descuidado duerme cada uno
De la cercana inexorable muerte:
Cierta señal que cerca della estamos
Cuando, más apartados nos juzgamos,

    No esperaron los nuestros más, que en viendo
Ser ya tiempo de darles el asalto,
De súbito levantan un estruendo
Con soberbio alarido horrendo y alto;
Y en tropel ordenado arremetiendo
Al fuerte van a dar de sobresalto;
Al fuerte más de sueño bastecido
Que al presente peligro apercebido.

   Como los malhechores que en su oficio
Jamás pueden hallar parte segura
Por ser la condición propia del vicio
Temer cualquier fortuna y desventura,
Que no sienten tan presto algún bullicio
Cuando el castigo y mal se les figura,
Y corren a las armas y defensa,
Según que cada cual valerse piensa;

   Así, medio dormidos y despiertos,
Saltan los araucanos alterados,
Y del peligro y sobresalto ciertos,
Baten toldos y ranchos levantados;
Por verse de corazas descubiertos
No dejan de mostrar pechos airados;
Mas con presteza y ánimo seguro
Acuden al reparo de su muro.
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    Sacudiendo el pesado y torpe sueño,
Y cobrando la furia acostumbrada,
Quién el arco arrebata, quién un leño,
Quién del fuego un tizón, y quién la espada;
Quién aguija al bastón de ajeno dueño,
Quién por salir más presto va sin nada,
Pensando averiguarlo desarmados,
Si no pueden a puños, a bocados.

   Lautaro a la sazón, según se entiende,
Con la gentil Guacolda razonaba;
Asegúrala, esfuerza y reprehende
De la desconfianza que mostraba:
Ella razón no admite y más se ofende,
Que aquello mayor pena le causaba,
Rompiendo el tierno punto en sus amores
El duro son de trompas y atambores.

    Mas no salta con tanta ligereza
El mísero avariento enriquecido,
Que siempre está pensando en su riqueza,
Si siente de ladrón algún rüido;
Ni madre así acudió con tal presteza
Al grito de su hijo muy querido,
Temiéndole de alguna bestia fiera,
Como Lautaro al son y voz primera.

    Revuelto el manto al brazo, en el instante
Con un desnudo estoque, y él desnudo,
Corre a la puerta el bárbaro arrogante,
Que armarse así tan súbito no pudo.
¡Oh pérfida fortuna, oh inconstante,
Cómo llevas tu fin por punto crudo,
Que el bien de tantos años en un punto
De un golpe lo arrebatas todo junto!

    Cuatrocientos amigos comarcanos
Por un lado la fuerza acometieron,
Que en ayuda y favor de los cristianos
Con sus pintados arcos acudieron,
Que con extrema fuerza y prestas manos
Gran número de tiros despidieron:
Del toldo el hijo de Pillán salía,
Y una flecha a buscarle que venía.
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    Por el siniestro lado ¡oh dura suerte!
Rompe la cruda punta, y tan derecho,
Que pasa el corazón más bravo y fuerte
Que jamás se encerró en humano pecho;
De tal tiro quedó ufana la muerte,
Viendo de un sólo golpe tan gran hecho;
Y, usurpando la gloria al homicida,
Se atribuye a la muerte esta herida.

   Tanto rigor la aguda flecha trujo
Que al bárbaro tendió sobre la arena,
Abriendo puerta a un abundante flujo
De negra sangre por copiosa vena:
Del rostro la color se le retrujo,
Los ojos tuerce, y con rabiosa pena
La alma, del mortal cuerpo desatada,
Bajó furiosa a la infernal morada.

    Ganan los nuestros foso y baluarte,
Que nadie los impide ni embaraza,
Y así por veinte lados la más parte
Pisaba de la fuerza ya la plaza:
Los bárbaros con ánimo y sin arte,
Sin celada, ni escudo, y sin coraza,
Comienzan la batalla peligrosa,
Cruda, fiera, reñida y sanguinosa.

    En oyendo los indios extranjeros
Que con Lautaro estaban recogidos
El súbito rumor, salen ligeros,
Del miedo y sobresalto apercebidos:
Mas sintiendo los golpes carniceros,
El ánimo turbado y los sentidos,
Con atentas orejas acechaban
A dónde con menor rigor sonaban.

   Como tímidos gamos, que el rüido
Sienten del cazador, y atentamente,
Altos los cuellos, tienden el oído
Hacia la parte que el rumor se siente,
Y el balar de la gama conocido,
Que apedazan los perros, y la gente,
Con furioso tropel toman la vía
Que más de aquel peligro se desvía.
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    La baja y vil canalla, acostumbrada
A rendirse al temor de aquella suerte,
Por ciega senda, inculta y desusada,
Rompe el camino y desampara el fuerte,
Acá y allá corriendo derramada:
Y era tan grande el miedo de la muerte,
Que al más valiente y bravo se le antoja
Ver un fiero español tras cada hoja.

    Pero aquellos que nunca el miedo pudo
Hacerlos con peligros de su bando,
Poniendo osado pecho por escudo,
Están la antigua riña averiguando:
La desnuda cabeza del agudo
Cuchillo no se vee estar rehusando,
Ni rehúsa la espada la siniestra,
Ejercitando el uso de la diestra.

    Que el joven Corpillán, no desmayado
Porque su espada y mano vino a tierra,
Antes en ira súbita abrasado
Contra la parte del contrario cierra;
Y habiendo la espada recobrado,
La diestra, que aún bullendo el puño afierra,
Lejos con gran desdén y furia lanza,
Ofreciendo la izquierda a la venganza.

    Flaqueza en Millapol no fue sentida,
Viéndose atravesado por la ijada
Y la cabeza de un revés hendida,
Ni por pasalle el pecho una lanzada:
Que de espumosa sangre a la salida
Vino la media lanza acompañada,
Dejando aquel lugar della vacío,
Aunque lleno de rabia y nuevo brío:

    Que a dos manos la maza aprieta fuerte,
Y con furia mayor la gobernaba:
Bien se puede llamar de triste suerte
Aquel que el fiero bárbaro alcanzaba;
Con la rabia postrera de la muerte,
Una vez el ferrado leño alzaba;
Mas faltole la vida en aquel punto,
Cayendo cuerpo y maza todo junto.
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    Aunque la muerte en medio del camino
Le quebrantó el furor con que venía,
Un valiente español a tierra vino,
Del peso y movimiento que traía:
Mas luego puesto en pie, con desatino
Hacia el lugar del dañador volvía,
Y viendo el cuerpo muerto dar en tierra,
Pensando que era vivo, con él cierra.

    Y encima del cadáver arrojado,
Dudar la muerte al muerto deseoso,
Recio por uno y por el otro lado,
Hiere y ofende el cuerpo sanguinoso,
Hasta tanto que, ya desalentado,
Se firma recatado y sospechoso,
Y vio aquel que aferrado así tenía
Vueltos los ojos y la cara fría.

    Traía la espada en esto Diego Cano
Tinta de sangre, y con Picol se junta:
Haciendo atrás la rigurosa mano
El pecho le barrena de una punta:
Turbado de la muerte el araucano
Cayó en tierra, la cara ya difunta,
Bascoso, revolviéndose en el lodo,
Hasta que la alma despidió del todo.

    De dos golpes Hernando de Alvarado
Dio con el suelto Talco en tierra muerto,
Pero fue mal herido por un lado
Del gallardo Guacoldo en descubierto:
Estuvo el español algo atronado;
Mas del atronamiento ya despierto,
Corriendo al fuerte bárbaro derecho
La espada le escondió dentro del pecho.

   El viejo Villagrán con la sangrienta
Espada por los bárbaros rompiendo,
Mata, hiere, tropella y atormenta,
A tiempo a todas partes revolviendo:
Un golpe a Nico en la cabeza asienta,
El cual los turbios ojos revolviendo,
A tierra vino muerto; y de otro a Polo
Le deja con el brazo izquierdo sólo.
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    Usadas las espadas al acero,
Topando la desnuda carne blanda,
Ayudadas de un ímpetu ligero
Dan con piernas y brazos a la banda:
No rehusa el segundo ser primero,
Antes todos siguiendo una demanda,
Como olas que creciendo van, crecían,
Y a la muerte animosos se ofrecían.

    La gente una con otra así se cierra,
Que aún no daban lugar a las espadas;
Apenas los mortales van a tierra,
Cuando estaban sus plazas ocupadas:
Unos por cima de otros se dan guerra
Enhiestas las personas y empinadas,
Y de modo a las veces se apretaban,
Que a meter por la espada se ayudaban.

    Las armas con tal rabia y fuerza esgrimen,
Que los más de los golpes son mortales,
Y los que no lo son, así se imprimen
Que dejan para siempre las señales:
Todos al descargar los brazos gimen,
Mas salen los efetos desiguales,
Que los unos topaban duro acero,
Los otros el desnudo y blando cuero.

   Como parten la carne en los tajones
Con los corvos cuchillos carniceros,
Y cual de fuerte hierro los planchones
Baten en dura yunque los herreros;
Así es la diferencia de los sones
Que forman con sus golpes los guerreros,
Quién la carne y los huesos quebrantando,
Quién templados arneses abollando.

    Pues Juan de Villagrán firme en la silla
Contra Guarcondo a toda furia parte,
Y la lanza le echó por la tetilla
Con una braza de asta a la otra parte:
El bárbaro, la cara ya amarilla,
Se arrima desmayado al baluarte;
Dando en el suelo súbita caída,
El alma gomitó por la herida.
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    Pero Rengo, su hermano, que en el suelo
El cuerpo vio caer descolorido,
Cuajósele la sangre, y hecho un hielo,
Del súbito dolor perdió el sentido;
Mas vuelto en sí, se vuelve contra el cielo,
Blasfemando el soberbio y descreído,
Y el ñudoso bastón alzando en alto,
A Juan de Villagrán llegó de un salto.

   Mas antes Pon con una flecha presta
Hirió al caballo en medio de la frente:
Empínase el caballo, el cuello enhiesta,
Al freno y a la espuela inobediente;
Y entre los brazos la cabeza puesta,
Sacude el lomo y piernas impaciente:
Rendido Villagrán al duro hado,
Desocupó el arzón y ocupó el prado.

    Apenas en el suelo había caído
Cuando la presta maza descendía
Con una extraña fuerza y un rüido
Que rayo o terremoto parecía:
Del golpe el español quedó adormido,
Y el bárbaro con otro revolvía,
Bajando a la cabeza de manera,
Que sesos, ojos y alma le echó fuera.

   Y con venganza tal no satisfecho
Del caso desastrado del hermano,
Antes con nueva rabia y más despecho,
Hiere de tal manera a Diego Cano,
Que, la barba inclinada sobre el pecho,
Se le cayó la rienda de la mano;
Y sin ningún sentido, casi frío,
El caballo lo lleva a su albedrío.

    En medio de la turba embravecido
Esgrime en torno la ferrada maza;
A cuál deja contrecho, a cuál tullido,
Cuál el pescuezo del caballo abraza;
Quién se tiende en las ancas aturdido;
Quién, forzado, el arzón desembaraza:
Que todo a su pujanza y furia insana
Se le bate, derriba y se le allana.
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    Por partes más de diez le iba manando
La sangre, de la cual cubierto andaba;
Pero no desfallece, antes bramando,
Con más fuerza y rigor los golpes daba:
Ligero corre acá y allá saltando,
Arneses y celadas abollaba;
Hunde las altas crestas, rompe sesos,
Muele los nervios, carne y duros huesos.

   En esto un gran rumor iba creciendo
De espadas, lanzas, grita y vocería,
Al cual confusamente, no sabiendo
La causa, mucha gente allí acudía:
Y era un gallardo mozo que, esgrimiendo
Un fornido cuchillo, discurría
Por medio de las bárbaras espadas,
Haciendo en armas cosas extremadas.

   Venía el valiente mozo belicoso
De una furia diabólica movido,
El rostro fiero, sucio y polvoroso,
Lleno de sangre y de sudor teñido,
Como el potente Marte sanguinoso,
Cuando de furor bélico encendido,
Bate el ferrado escudo de Vulcano,
Blandiendo la asta en la derecha mano.

    Con un diestro y prestísimo gobierno
El pesado cuchillo rodeaba,
Y a Cron, como si fuera junco tierno,
En dos partes de un golpe lo tajaba:
Tras éste al diestro Pon envía al infierno,
Y tras de Pon a Lauco despachaba:
No hallando defensa en armadura,
Descuartiza, desmiembra y desfigura.

   Llamábase éste Andrea; que en grandeza
Y proporción de cuerpo era gigante,
De estirpe humilde, y su naturaleza
Era arriba de Génova al Levante:
Pues con aquella fuerza y ligereza
A los robustos miembros semejante,
El gran cuchillo esgrime de tal suerte,
Que a todos los que alcanza da la muerte.
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    De un tiro a Guaticol por la cintura
Le divide en dos trozos en la arena.
Y de otro al desdichado Quilacura
Limpio el derecho muslo le cercena:
Pues de golpes así desta hechura
La gran plaza de muertos deja llena,
Que su espada a ninguno allí perdona,
Y unos cuerpos sobre otros amontona.

    A Colca de los hombros arrebata
La cabeza de un tajo, y luego tiende
La espada hacia Maulén, señor de Itata,
Y de alto a bajo de un revés le hiende:
Lanzas, hachas y mazas desbarata,
Que todo el pueblo bárbaro le ofende,
Llevando muchos tiros enclavados
En los pechos, espaldas y en los lados.

   Como la osa valiente perseguida,
Cuando levan monteros dando caza,
Que con rabia sintiéndose herida
Los ñudosos venablos despedaza,
Y furiosa, impaciente, embravecida,
La senda y callejón desembaraza,
Que los heridos perros lastimados
Le dan ancho lugar escarmentados;

    De la misma manera el fiero Andrea,
Cercado de los bárbaros venía,
Pero de tal manera se rodea
Que gran camino con la espada abría:
Crece el hervor, la grita y la pelea
Tanto que la más gente allí acudía:
He aquí a Rengo también ensangrentado
Que llega a la sazón por aquel lado.

    Y como dos mastines rodeados
De gozques importunos, que, en llegando
A verse, con los cerros erizados
Se van el uno al otro regañando:
Así los dos guerreros señalados,
Las inhumanas armas levantando,
Se vienen a herir... Pero el combate
Quiero que al otro canto se dilate.

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