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Ilustración, página 427




ArribaAbajoCanto XXVI


En este canto se trata el fin de la batalla y retirada de los araucanos; la obstinación y pertinacia de Galbarino y su muerte. Asimismo se pinta el jardín y estancia del Mago Fitón


   Nadie puede llamarse venturoso
Hasta ver de la vida el fin incierto;
Ni está libre del mar tempestuoso
Quien surto no se vee dentro del puerto:
Venir un bien tras otro es muy dudoso.
Y un mal tras otro mal es siempre cierto;
Jamás próspero tiempo fue durable,
Ni dejó de durar el miserable.
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   El ejemplo tenemos en las manos,
Y nos muestra bien claro aquí la historia
Cuan poco les duró a los araucanos
El nuevo gozo y engañosa gloria;
Pues llevando de rota a los cristianos
Y habiendo ya cantado la Vitoria,
De los contrarios hados rebatidos,
Quedaron vencedores los vencidos:

   Que, como os dije, el escuadrón postrero,
Adonde por testigo yo venía,
Ganando tierra siempre más entero,
Al bárbaro enemigo retraía;
Que, aunque el fuerte Lincoya el delantero
A la adversa fortuna resistía,
No pudo resistir últimamente
El ímpetu y la furia de la gente.

   Por una espesa y áspera quebrada,
Que en medio de dos lomas se hacía,
La bárbara canalla, quebrantada
La dañosa soberbia y osadía,
Ya del torpe temor señoreada,
Esforzadas espaldas revolvía,
Huyendo de la muerte el rostro airado,
Que clara a todos ya se había mostrado.

   Siguen los nuestros la vitoria apriesa,
Que aún no quieren venir en el partido,
Y de la inculta breña y selva espesa
Inquieren lo secreto y escondido:
El gran estrago y mortandad no cesa,
Suena el destrozo y áspero rüido,
Tirando a tiento golpes y estocadas
Por la espesura y matas intricadas.

   Jamás de los monteros en ojeo
Fue caza tan buscada y perseguida,
Cuando con ancho círculo y rodeo
Es a término estrecho reducida,
Que con impacientísimo deseo,
Atajados los pasos y huida,
Arrojan en las fieras montesinas
Lanzas, dardos, venablos, jabalinas;
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   Como los nuestros hasta allí cristianos,
Que, los términos lícitos pasando,
Con crueles armas y actos inhumanos
Iban la gran vitoria deslustrando;
Que ni el rendirse, puestas ya las manos,
La obediencia y servicio protestando,
Bastaba aquella gente desalmada
A reprimir la furia de la espada.

   Así el entendimiento y pluma mía,
Aunque usada al destrozo de la guerra,
Huye del grande estrago que este día
Hubo en los defensores de su tierra;
La sangre, que en arroyos ya corría
Por las abiertas grietas de las sierras,
Las lástimas, las voces y gemidos
De los míseros bárbaros rendidos.

   Los de la izquierda mano, que miraron
Su mayor escuadrón desbaratado,
Perdiendo todo el ánimo, dejaron
La tierra y el honor que habían ganado:
Así, la trompa a retirar tocaron,
Y con paso, aunque largo, concertado,
Altas y campeando las banderas,
Se dejaron calar por las laderas.

   No será bien pasar calladamente
La braveza de Rengo sin medida,
Pues que, desbaratada ya su gente
Y puesta en rota y mísera huida,
Fiero, arrogante, indómito, impaciente,
Sin mirar al peligro de la vida,
Dando más furia a la ferrada maza,
Solo sustenta la ganada plaza.

   Y allí como invencible y valeroso
Solo estuvo gran rato peleando;
Pero viendo el trabajo infrutuoso,
Y gente ya ninguna de su bando,
Con paso tardo, grave y espacioso,
Volviendo el rostro atrás de cuando en cuando
Tomó a la mano diestra una vereda
Hasta entrar en un bosque y arboleda.
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   Donde ya de la gente destrozada
Había el temor algunos escondido;
Pero viendo de Rengo la llegada,
Cobrando luego el ánimo perdido,
Con nuevo esfuerzo y muestra confiada,
En escuadrón formado y recogido,
Vuelven el rostro y pechos esforzados
A la corriente de los duros hados.

   Yo, que de aquella parte discurriendo
A vueltas del rumor también andaba,
La grita y nuevo estrépito sintiendo
Que en el vecino bosque resonaba,
Apresuré los pasos, acudiendo
Hacia donde el rumor me encaminaba,
Viendo al entrar del bosque detenidos
Algunos españoles conocidos.

   Estaba a un lado Juan Remón gritando:
«Caballeros, entrad, no temáis nada»;
Mas, ellos, el peligro ponderando,
Dificultaban la dudosa entrada.
Yo, pues, a la sazón a pie arribando
Donde estaba la gente recatada,
Juan Remón, que me vio, luego de frente
Quiso obligarme allí públicamente,

   Diciendo: «¡Oh don Alonso! quien procura
Ganar estimación y aventajarse,
Éste es el tiempo y ésta es coyuntura
En que puede con honra señalarse:
No impida vuestra suerte esta espesura
Donde quieren los indios entregarse;
Que el que abriere la entrada defendida
Le será la Vitoria atribuida».

   Oyendo, pues, mi nombre conocido
Y que todos volvieron a mirarme,
Del honor y vergüenza compelido,
No pudiendo del trance ya excusarme,
Por lo espeso del bosque y más temido
Comencé de romper y aventurarme,
Siguiéndome Arias Pardo Maldonado,
Manrique, don Simón, y Coronado.
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   Los cuales, de vivir desesperados,
Los obstinados indios embistieron,
Que en una espesa muela bien cerrados
Las españolas armas atendieron.
En esto, ya al rumor por todos lados
De nuestra gente muchos acudieron,
Comenzando con furia presurosa
Una guerra sangrienta y peligrosa.

   Renuévase el destrozo, reduciendo
A término dudoso el vencimento,
El menos animoso acometiendo
El más dificultoso impedimento.
¡Cuál será aquel que pueda ir escribiendo
De los brazos la furia y movimiento,
Y déste y de áquel otro la herida,
Y quién a cuál allí quitó la vida!

   Unos hienden por medio, otros barrenan
De parte a parte los airados pechos;
Por los muslos y cuerpo otros cercenan;
Otros, miembro por miembro, caen deshechos:
Los duros golpes todo el bosque atruenan,
Andando de ambas partes tan estrechos
Que vinieron algunos de impacientes
A los brazos, a puños y a los dientes.

   Pero la muerte allí difinidora
De la cruda batalla porfiada,
Ayudando a la parte vencedora,
Remató la contienda y gran jornada:
Que la gente araucana en poca de hora
En aquel sitio estrecho destrozada,
Quiso rendir al hierro antes la vida
Que al odioso español quedar rendida.

   Tendidos por el campo amontonados
Los indómitos bárbaros quedaron,
Y los demás con pasos ordenados,
Como ya dije atrás, se retiraron;
De manera que ya nuestros soldados,
Recogiendo el despojo que hallaron
Y un número copioso de prisiones
Volvieron a su asiento y pabellones,
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   Fueron entre estos presos escogidos
Doce los más dispuestos y valientes,
Que en las nobles insignias y vestidos
Mostraban ser personas preeminentes:
Éstos fueron allí constituidos
Para amenaza y miedo de las gentes,
Quedando por ejemplo y escarmiento
Colgados de los árboles al viento.

   Yo a la sazón al señalar llegando,
De la cruda sentencia condolido,
Salvar quise uno dellos, alegando
Haberse a nuestro ejército venido;
Mas él luego los brazos levantando,
Que debajo del peto había escondido,
Mostró en alto la falta de las manos
Por los cortados troncos aún no sanos.

   Era, pues, Galbarino este que cuento,
De quien el canto atrás os dio noticia,
Que, para ejemplo y público escarmiento
Le cortaron las manos por justicia:
El cual con el usado atrevimiento,
Mostrando la encubierta inimicicia,
Sin respeto ni miedo de la muerte,
Habló, mirando a todos, desta suerte:

   «¡Oh gentes fementidas, detestables,
Indignas de la gloria deste día!
Hartad vuestras gargantas insaciables
En esta aborrecida sangre mía;
Que, aunque los fieros hados variables
Trastornen la araucana monarquía,
Muertos podremos ser, mas no vencidos,
Ni los ánimos libres oprimidos.

   »No penséis que la muerte rehusamos,
Que en ella estriba ya nuestra esperanza:
Que si la odiosa vida dilatamos
Es por hacer mayor nuestra venganza:
Que, cuando el justo fin no consigamos,
Tenemos en la espada confianza,
Que os quitará (en nosotros convertida)
La gloria de poder darnos la vida.
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   »Sús, pues: ¿ya qué esperáis, o que os detiene
De no me dar mi premio y justo pago?
La muerte y no la vida me conviene,
Pues con ella a mi deuda satisfago;
Pero, si algún disgusto y pena tiene
Este importante y deseado trago,
Es no veros primero hechos pedazos
Con estos dientes y troncados brazos».

   De tal manera el bárbaro esforzado
La muerte en altavoz solicitaba,
De la infelice vida ya cansado,
Que largo espacio a su pesar duraba;
Y en el gentil propósito obstinado,
Diciéndonos injurias, procuraba
Un fin honroso de una honrosa espada,
Y rematar la mísera jornada.

   Yo, que estaba a par del considerando
El propósito firme y osadía,
Me opuse contra algunos, procurando
Dar la vida a quien ya la aborrecía;
Pero al fin los ministros porfiando
Que a la salud de todos convenía,
Forzado me aparté, y él fue llevado
A ser con los caciques justiciado.

   A la entrada de un monte, que vecino
Está de aquel asiento, en un repecho
Por el cual atraviesa un gran camino
Que al valle de Lincoya va derecho,
Con gran solemnidad y desatino
Fue el insulto y castigo injusto hecho,
Pagando allí la deuda con la vida,
En muchas opiniones no debida.

   Por falta de verdugo, que no había
Quien el oficio hubiese acostumbrado,
Quedó casi por uso de aquel día
Un modo de matar jamás usado:
Que a cada indio de aquella compañía
Un bastante cordel le fue entregado,
Diciéndole que el árbol eligiese
Donde a su voluntad se suspendiese.
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   No tan prestos los pláticos guerreros,
Del cierto asalto la señal tocando,
Por escalas, por picas y maderos
Suben a la muralla gateando:
Cuanto aquellos caciques, que ligeros,
Por los más grandes árboles trepando,
En un punto a las cimas arribaron,
Y de las altas ramas se colearon.

   Mas, uno de ellos, algo arrepentido
De su ligera priesa y diligencia,
A nuestra devoción ya reducido,
Vuelto pidió para hablar licencia;
Y habiéndosela todos concedido,
Con voz algo turbada y aparencia,
Los ánimos cristianos conmoviendo,
Habló contritamente diciendo:

   «Valerosa nación, invicta gente,
Donde el extremo de virtud se encierra.
Sabed que soy cacique, y decendiente
Del tronco más antiguo desta tierra:
No tengo padre, hermano, ni pariente,
Que todos son ya muertos en la guerra;
Y pues se acaba en mí la decendencia,
Os ruego uséis conmigo de clemencia».

   Quisiera proseguir, si Galbarino,
Que le miraba con airada cara,
De súbito saliéndole al camino,
La doméstica voz no le atajara,
Diciendo: «Pusilánime, mezquino,
Deslustrador de la progenie clara,
¿Por qué a tan gran bajeza así te mueve
El miedo torpe de una muerte breve?

   «Dime, infame traidor, de fe mudable,
¿Tienes por más partido y mejor suerte
El vivir en estado miserable
Que el morir como debe un varón fuerte?
Sigue el hado (aunque adverso) tolerable,
Que el fin de los trabajos es la muerte;
Y es poquedad que un afrentoso medio
Te saque de la mano este remedio».
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   Apenas la razón había acabado,
Cuando el noble cacique arrepentido,
Al cuello el corredizo lazo echado,
Quedó de una alta rama suspendido:
Tras él fue el audaz bárbaro obstinado,
Aún a la misma muerte no rendido:
Y los robustos robles desta prueba
Llevaron aquel año fruta nueva.

   Habida la vitoria, como cuento,
Y el enemigo roto retirado,
Dejando el infelice alojamiento
Todo de cuerpos bárbaros sembrado,
Llegamos sin desmán ni impedimento
A la bajada y sitio desdichado
Do Valdivia fundó la casa-fuerte
Y le dieron después infame muerte.

   Levantamos un muro brevemente,
Que el sitio de la casa circundaba,
Donde el bagaje, chusma y remanente
Con menos daño y más seguro estaba:
De allí el contorno y tierra inobediente
(Sin poderlo estorbar) se salteaba,
Haciendo siempre instancia y diligencia
De traerla, sin sangre, a la obediencia.

   Una mañana al comenzar del día,
Saliendo yo a correr aquella tierra,
Donde por cierto aviso se tenía
Que andaba gente bárbara de guerra;
Dejando un trecho atrás la compañía,
Cerca de un bosque espeso y alta sierra
Sentí cerca una voz envejecida,
Diciendo: «¿Dónde vais? que no hay salida».

   Volví el rostro y las riendas hacia el lado
Donde la extraña voz había salido,
Y vi a Fitón el mágico arrimado
Al tronco de un gran roble carcomido,
Sobre el herrado junco recostado,
Que como fue de mí reconocido,
Del caballo salté ligeramente,
Saludándole alegre y cortésmente.
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   Él me dijo: «Por cierto bien pudiera
Tomar de vos legítima venganza
Y en esa vuestra gente que anda fuera,
Que habéis hecho en los nuestros tal matanza;
Pero, aunque más razón y causa hubiera,
Haciendo vos de mí tal confianza.
No quiero ni será justo dañaros,
Antes en lo que es lícito ayudaros.

   »Que es orden de los cielos que padezca
Esta indómita gente su castigo
Y antes que contra Dios se ensoberbezca
Le abaje la soberbia el enemigo,
Y aunque vuestra ventura agora crezca,
No durará gran tiempo; porque os digo
Que, como a los demás, el duro hado
Os tiene su descuento aparejado.

   »Si la fortuna así a pedir de boca
Os abre el paso próspero a la entrada,
Grandes trabajos y ganancia poca
Al cabo sacaréis desta jornada:
Y porque a mí decir más no me toca,
Me quiero retirar a mi morada,
Que también desta banda tiene puerta,
Pero a todos oculta y encubierta».

   Yo de le ver así maravillado,
Y más de la siniestra profecía,
Mi caballo en un líbano arrendado,
Le quise hacer un rato compañía:
Y al fin de muchos ruegos acetado,
Siendo el viejo decrépito la guía,
Hendimos la espesura y breña extraña,
Hasta llegar al pie de la montaña.

   En un lado secreto y escondido,
Donde no había resquicio ni abertura,
Con el potente báculo torcido
Blandamente tocó en la peña dura;
Y luego con horrísono rüido
Se abrió una estrecha puerta y boca escura,
Por do tras él entré, erizado el pelo,
Pisando a tiento el peñascoso suelo.
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   Salimos a un hermoso y verde prado
Que recreaba el ánimo y la vista,
Do estaba en ancho cuadro fabricado
Un muro de belleza nunca vista,
De vario jaspe y pórfido escacado,
Y al fin de cada escaque una amatista;
En las puertas de cedro barreadas
Mil sabrosas historias entalladas.

   Abriéronse en llegando el mago apunto,
Y en un jardín entramos espacioso,
Do se puede decir que estaba junto
Todo lo natural y artificioso:
Hoja no discrepaba de otra un punto,
Haciendo cuadro o círculo ingenioso;
En medio un claro estanque, do las fuentes
Murmurando enviaban sus corrientes.

   No produce natura tantas flores
Cuando más rica primavera envía,
Ni tantas variedades de colores
Como en aquel jardín vicioso había:
Los frescos y suavísimos olores,
Las aves y su acorde melodía
Dejaban las potencias y sentidos
De un ajeno descuido poseídos.

   De mi fin y camino me olvidara,
Según suspenso estuve una gran pieza,
Si el anciano Fitón no me llamara
Haciéndome señal con la cabeza.
Metiome por la mano en una clara
Bóveda de alabastro, que a la pieza
Del milagroso globo respondía,
Adonde ya otra vez estado había.

   Quisiera ver la bola, mas no osaba
(Sin licencia del mago) avecinarme;
Mas él, que mis deseos penetraba,
Teniendo voluntad de contentarme,
Asido por la mano me acercaba,
Y comenzando él mesmo a señalarme,
El mundo me mostró, como si fuera
En su forma real y verdadera.
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   Pero para decir por orden cuanto
Vi dentro de la gran poma lúcida,
Es cierto menester un nuevo canto,
Y tener la memoria recogida:
Así, señor, os ruego que entre tanto
Que refuerzo la voz enflaquecida,
Perdonéis si lo dejo en este punto,
Que no puedo deciros tanto junto.

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