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La Araucana

Alonso de Ercilla



  —V→  

ArribaAbajoAdvertencia

Radical y patriótico es el pensamiento, concebido por la Academia Española, de publicar una Biblioteca selecta de nuestros clásicos autores, y desarrollado estuviera en parte o del todo, si no lo embarazara la escasez de recursos. Conatos hubo de acometer y superar las dificultades hacia la fecha de la última edición del Quijote, ilustrada por el Académico insigne D. Martín Fernández Navarrete. De cerca debía seguir Ercilla a Cervantes, y D. José Vargas Ponce tuvo a cargo la ilustración de La Araucana.

Este preclaro hijo de Cádiz se hallaba en relaciones íntimas con la Academia desde mozo; no era más que guardia marina, cuando alcanzó el premio ofrecido al autor del mejor Elogio de Don Alonso el Sabio. Dotado de superior entendimiento y feliz   —VI→   memoria; a su sabor en el estudio y acaudalando instrucción vasta; con el estímulo poderoso del lauro debido al primer ensayo de su pluma, la manejó de fácil manera sobre diversos géneros literarios, y dando quizá forma y vida a un centenar de composiciones. Su buen humor y estro fecundo le valieron justa reputación de poeta festivo; su profundo conocimiento de nuestros fastos y su recto juicio sobre las personas y las cosas, de que hizo gala por conducto de la imprenta a menudo, le elevaron al puesto gloriosamente ocupado en la Academia de la Historia por Montiano y Luyando y por Campomanes; su acendrado patriotismo y su amor a las políticas reformas, sentimientos acreditados de igual modo por su expedita pluma durante la heroica guerra de la independencia, le trajeron de diputado a las Cortes ordinarias; méritos grandes se le conocían además de buen crítico y de literato eminente, y con admitirle en su seno, los galardonó la Academia Española. No pudo asistir más que once meses a sus juntas y en dos períodos bien lejanos; de Febrero a Mayo de 1814 el primero, y de Junio de 1820 a Enero de 1821 el segundo, cuyo espacio llena su destierro político de la corte, socolor de encomendarle el arreglo del Archivo de Indias. Repetidamente mostrose fiel por extremo a la memoria agradable del origen de sus estrechas relaciones con nuestra Academia, al promover dos certámenes literarios; en la junta de 22 de Marzo de 1814 el uno, y en la de 27 de Julio   —VII→   de 1820 el otro, para premiar a los más dignos panegiristas del dos de Mayo, y del sistema constitucional en oposición del absoluto. Sin embargo de su ausencia forzosa de seis años, activa correspondencia mantuvo con la Academia Española; ya haciendo puntual referencia de lo mucho que en Hamburgo se estimaban las obras antiguas de nuestros buenos escritores; ya anunciando el envío de la Silva de Romances viejos castellanos, recién dada a luz en la capital de Austria; ya mandando obsequioso dos obras suyas, de índole tan diferente como el Tontorrontón y el discurso laureado sobre los servicios hechos de 1808 a 1816 por su ciudad nativa. Aún fue el 13 de Julio de 1819 de mayor precio la remisión del plan formado para la publicación de La Araucana, con la vida de Ercilla y diversas notas. Aquí trajo personalmente el 23 de Diciembre de 1820 su análisis del poema famoso, y el 18 de Enero de 1821 cierta exposición autógrafa del poeta ilustre. Mas no fue dado avanzar al respetable Señor Vargas Ponce, pues le sobrevino a poco la muerte, el 6 de Febrero, cuando le faltaban cuatro meses e igual número de días para cumplir sesenta y un años.

Bien desdorante ingratitud hubiera sido no pagar tributo de alabanza a quien supo diligente reunir datos muy preciosos, y de ellos principió a hacer buen uso con observaciones de crítica sana; datos y observaciones, que sobremanera facilitan la tarea confiada a débiles fuerzas hoy que por dicha está la Academia   —VIII→   Española en situación bastante holgada, para antender a popularizar las obras de nuestros mejores ingenios. Casi todas las de Vargas Ponce adolecen de superabundancia de noticias y reflexiones de varias clases, no siempre oportunas; escritor de erudición extensa, a la pluma daba leve impulso, y de ella fluían especies como a raudales, produciendo así frecuentísimas divagaciones. Sin menoscabo de su legítima fama, necesario es decir que se deleitaba en hacer larga referencia de todo o de mucho al autor o al libro que traía entre manos; y esto mismo le sucedió entonces. Su Advertencia preliminar especificaba el método preferible para la edición proyectada. Al frente iba a poner la vida de Ercilla; después el análisis completo de su obra; luego su parangón peculiar con las antiguas composiciones metrificadas, especialmente con las españolas, y más de propósito con las de su continuador y su antagonista; en seguida la exposición de la influencia de su poema sobre los posteriores; a continuación La Araucana toda; para principio de remate un comentario particular sobre cada canto y sus partes constitutivas, sin omitir su enlace respecto del conjunto, ni sus bellezas más sobresalientes, ni sus descuidos y sus tachas; además una colección de las sentencias de Ercilla, para que más fácilmente se retuvieran de memoria; y a lo último un gran cúmulo de ilustraciones, ociosas algunas de todo punto. Muy contra la voluntad expansiva del señor Vargas Ponce, quizá labrara así   —IX→   un monumento grandioso, para sepultura de La Araucana.

Otro método parece más recomendable, y consiste en dar a conocer al autor afamado, y en decir de su libro lo suficiente para engolosinar a los lectores, con la explicación de su esencia y su forma, si bien hecha de modo de no desflorar el asunto a fuerza de citas de pasajes, y de laboriosos y prolijos desmenuzamientos, o de áridas y rebuscadas ponderaciones. Por vía de apéndice cabe agregar notas que satisfagan a los eruditos, y completen lo que a la totalidad del trabajo pueda servir de lustre y realce. Así lo quiere sin duda la Academia Española; su edición de La Araucana debe sobrepujar por esmerada y correcta a cuantas se conocen hasta el día, señalándose además por contener todo lo de interés verdadero y relativo al célebre poeta, de quien todavía se ignora mucho; y aunque la tarea está encomendada al menor de sus individuos, con celo ardoroso, y voluntad firme, y tenaz perseverancia, se esforzará por suplir lo que le falte de suficiencia, y por quedar airoso bajo el aspecto de corresponder a la confianza de la Corporación y de no mancillar sus blasones.



  —XI→  

ArribaAbajoIntroducción

Don Alfonso de Ercilla


Su vida y su Araucana



- I -

Oriundo de Bermeo, natural de la metrópoli andaluza y colegial de Bolonia, Fortún García de Ercilla adquirió tal renombre de jurisconsulto en Italia que el gran papa León X le quiso persuadir a fijar la residencia en Roma, a la par que se propuso el emperador Carlos V traerle al Consejo y Cámara de Castilla. Por la regencia del Consejo de Navarra y por el Consejo de las Órdenes hubo de pasar en el breve término de dos años, para ascender a la superior magistratura. De cuarenta y en Dueñas por Septiembre de 1534 fue su temprana muerte, cuando estaba designado para maestro del príncipe de Asturias. A su mujer Doña Leonor de Zúñiga dejó tres hembras y tres varones, el menor de poco más de un año, nacido en Madrid el de 1533 a 7 de Agosto, y llamado   —XII→   Alonso, que es de quien se refieren aquí las vicisitudes. Su madre quedaba en situación holgada como poseedora del señorío de Bobadilla, sin venir a menos por su incorporación a la corona, pues resarcida fue con el cargo de guarda mayor de las damas de la infanta Doña María; y así tuvo proporción de hacer paje del príncipe D. Felipe al huérfano Benjamín de su casa.

Constando que el emperador Carlos había mandado escribir la obra de los Oficios de la Casa Real a Gonzalo Fernández de Oviedo, sin otro fin que el de establecer y ordenar el cuarto de su primogénito querido, según lo trazaron del todo para el príncipe D. Juan sus abuelos augustos, no se necesitan conjeturas en testimonio de que fue esmerada la educación de D. Alonso de Ercilla. Además de la enseñanza de maestros doctos, desde mancebo comenzó a reunir la instrucción variada y fructuosa, que se adquiere en los viajes y con el trato de las cortes. A los quince años salió por vez primera de España, cuando en 1548 fue el príncipe D. Felipe a tomar posesión del Brabante, y hasta 1551 acompañole por Italia, Alemania y el Luxemburgo; recorriendo así buena parte de lo mejor de Europa en ocasión de tanto brillo, siempre entre espectáculos y festejos, y alternando con los personajes de más nota. Despejadísimo y amigo de saber como pocos, naturalmente sacó buen fruto de tan sublime escuela, cuyas lecciones volvía a aprovechar en seguida, acompañando a Bohemia a su   —XIII→   madre, y dejándola allí con la infanta Doña María y su esposo el archiduque Maximiliano. Entonces le fue dado visitar el Austria, la Hungría y otros países del Norte; y explayándose más y más en su espíritu juvenil y ardoroso, no concebía sino ideas elevadas, ni su corazón se alimentaba más que de sentimientos de honor y de gloria. Corta residencia hizo en España a la vuelta del segundo viaje, y al tercero salió en 1554 con el príncipe D. Felipe, ya rey de Nápoles y próximo esposo de Doña María de Inglaterra en segundas nupcias, solemnizadas con espléndidas fiestas, cuyas descripciones llenas las historias. De qué modo influyeron sobre el ánimo de Ercilla no es posible determinarlo a fondo; por inferencia cabe acaso decir sin yerro que no le satisfacía el regalado bullicio de los palacios, y que sus ímpetus le aguijaban a mudar prestamente de vida.

Aún colmaba de agasajos al rey Felipe la corte de Londres, cuando a Europa llegó noticia alarmante de las turbaciones del Perú y de Chile, promovidas las primeras por la deslealtad del cruel Francisco Hernández Girón, y las segundas por el amor de los araucanos a la nativa independencia. Virey del Perú fue nombrado el marqués de Cañete, D. Andrés Hurtado de Mendoza, y Adelantado de Chile se hizo a Gerónimo de Alderete, varón afamado allí por su buen seso y por su arrojo. En Londres le conoció Ercilla, y entusiasmado con la relación de sus fatigas y aventuras y con la poética descripción de tan   —XIV→   remotos países, anhelante por correr mundo, ansioso de lauro, e inducido por su enérgico temple a conseguirlo entre la agitación de las campañas, mejor que entre el ocio de las cortes, a ir en compañía del Adelantado se determinó por impulso propio; y obtenida licencia del rey Felipe, muy alegre se ciñó espada, y hacia el año de 1555 y desde la cubierta de un barco divisaba las costas españolas cada vez en más lejano horizonte, hasta perderlas de vista sin derramar llanto.

Siempre extasía la contemplación del Océano tranquilo o proceloso: Ercilla lo surcaba en edad florida y con numen lozano: fijamente había alcanzado a algunos contemporáneos de Cristóbal Colón y de los Pinzones, y conocido a bastantes de los asistentes a las conquistas de los imperios de Motezuma y Atahualpa: sin duda por lecturas estaba al tanto de los sucesos del Nuevo-Mundo: a bordo se hubo de enterar de los de más reciente fecha por voz de testigos oculares y aun quizá de actores; y de cierto oiría embelesado una vez y otra a Gerónimo de Alderete hablar de Chile y del Arauco. Poco interesa averiguar si fue su navegación larga o corta; verosímilmente los días se le volaron fugaces bajo la intuitiva y doble impresión de pasmosos recuerdos y de mágicas esperanzas, hasta que en el curso del viaje le sobrevino gran desventura. A su entrada en la vida se había quedado sin padre, y ahora faltole valedor al principio de su carrera, pues murió Alderete   —XV→   en el istmo de Panamá y cerca de la pequeña Taboga. Desamparado siguió hacia Lima, donde ya Hernández Girón había pagado sobre el patíbulo sus traiciones, y desde donde el marqués de Cañete se aprestaba a enviar socorros a Chile.

En aquella región apartada y descubierta por Diego de Almagro, pronto hizo asiento Pedro de Valdivia, fundando a Santiago, la Imperial y otras ciudades; recientemente le habían derrotado y muerto los araucanos, y Francisco de Villagrán le sucedió al frente de los españoles, puestos otra vez en fuga por Caupolicán y obligados a abandonar la ciudad de la Concepción a los vencedores. De resultas al virey del Perú llegaron mensajeros en demanda de auxilios y de su hijo D. García Hurtado de Mendoza con la investidura de jefe. Mancebo era de veintiún años, si bien de tan acreditados bríos que no se podía atribuir la ardiente súplica a ruin lisonja. Ya había asistido en Córcega a la expulsión de los franceses, y en Toscana a la toma de Sena bajo las órdenes de Don Alonso de Lugo, y en Flandes y a las del emperador Carlos al triunfo obtenido junto a Rentin contra Enrique II de Francia, obrando siempre como quien arrostraba los peligros por natural hervor de la sangre, tras de abandonar su casa y emprender la profesión de la milicia sin el beneplácito paterno. Ahora lo obtuvo amplio, y hacia Chile despachó socorros por tierra, tomando en persona el mismo rumbo desde el Callao y con la gente principal en   —XVI→   naves. A bordo fue también D. Alonso de Ercilla, esperanzado en medrar bajo el nuevo jefe, a quien llevaba dos años, y conocía desde Madrid y Londres.

Felizmente surgió la flota en Coquimbo: dos leguas adentro se alzaba la Serena, donde se detuvo D. García lo necesario para que su autoridad fuera acatada por todos, aun a costa de imponer prisiones y castigos severos; y otra vez en franquía las naves, tras de sufrir deshecha borrasca, por mayo de 1557 surgieron en la isla de Talcaguano. Pacífico mensaje del Arauco recibió allí el jefe; mas, sospechando que sus caciques prevenían las armas, a tierra firme dispuso que pasaran ciento y treinta jóvenes de los más intrépidos y robustos, para levantar un fuerte junto a la costa. Entre ellos fue D. Alonso de Ercilla, siempre alentado a dar un tiento a la fortuna; y por igual señalose al prevenir la defensa en un día que al repeler el asalto de ocho mil araucanos en 10 de Agosto y después de más de seis horas de combate. Dentro del fuerte de Penco se mantuvieron los españoles hasta llegar los caballos y demás socorros por tierra: ya teniéndolos bajo su mano, D. García moviose adelante; y apenas cruzado el caudaloso Biobío en 10 de Octubre, Caupolicán le vino a presentar batalla. Principio tuvo por una fuerte espolonada de la caballería de Alonso Reinoso, capitán a cuyas órdenes iba Ercilla, y terminó con insigne victoria, tras de fiera lucha en un pantano, donde los indios se acogieron por miedo a los caballos y donde les   —XVII→   destrozaron los arcabuces. Otra vez demostraron su indomable tesón y patriótico ardimiento en Millarapue el 30 de Noviembre, y mucho costó de fatiga arrancarles el triunfo, pues lo disputaron ya fugitivos dentro de enmarañado bosque, sin que osaran los nuestros penetrar por la horrenda espesura. A Ercilla atrajo el bélico ruido: notada fue del maestre de campo Juan Remón su llegada, y al punto dijo en voz de aliento: -«¡Ea, D. Alonso, esta es ocasión de señalarse con honra!»- Oyendo su nombre y observando que le miraban todos, compelido por la vergüenza y sin poder ya excusar el trance, a pie y espada en mano acometió la peligrosísima empresa: unos pocos le siguieron a la desesperada; otros le ayudaron después con furia, y por su gallarda intrepidez fue conducida a jornada a perfecto remate.

Así pudieron todos trasponer el cerro de Andalicán y echar los cimientos de Cañete de la Frontera y hacer por el Arauco muy vigorosas entradas. Prisionero cogió Ercilla en una de ellas al animoso Cariolano, poco antes de contarse entre los cincuenta españoles, llevados a la Imperial por el Capitán D. Miguel de Velasco, para traer de allí provisiones: ya volvían por la más fragosa hondura de la quebrada de Purén con dos mil cabezas de ganado y otras vituallas, cuando el fiel Cariolano vino a avisar a su señor de que los araucanos se disponían a interceptar el socorro, y de que por el río le salvaría a nado, en   —XVIII→   ocasión de referirle afligida Glaura cómo había perdido a su esposo. No era otro que Cariolano; y Ercilla premiole con la libertad en seguida. Furiosamente salieron los araucanos de su celada, y a los españoles atropellaron sobre angosturas, donde ni aun podían revolver los caballos. Vencidos estaban sin remedio bajo el ímpetu de tanta muchedumbre: por fortuna pudo Ercilla romper hasta un hueco del monte, y arrinconados vio allí diez camaradas: con brío estimuloles a trepar a la cumbre por breñosa aspereza; y ya arriba, a impeler piedras y a disparar los arcabuces hacia donde más cargaban los indios, de cuyo modo les sobrecogieron de súbito miedo y les obligaron a rápida fuga. Todos los españoles fueron heridos y saqueados en parte; mas al fuerte de Tucapel dieron vista, y sus compañeros les saludaron con aclamaciones triunfales.

Otra vez se aventuraron los araucanos a reñida y sangriente batalla de que salieron con tales apariencias de vencidos y escarmentados que Hurtado de Mendoza se creyó en proporción de atender a vigorizar las leyes en toda la comarca de Chile; y encomendado la custodia del fuerte de Tucapel a Reinoso volvieron a dar ayuda la víspera de lanzarse los araucanos en su contra. De resultas de trato doble de un indio mozo, Caupolicán dispuso a medio día el ataque, bajo la certidumbre de coger   —XIX→   desprevenidos y hasta durmiendo a los españoles; e informado Reinoso de todo, los tenía muy vigilantes y con anhelo por esgrimir las armas. Superfluos aparecieran más pormenores sobre esta jornada lastimosa: allí perdieron muchos enemigos la vida, se dispersaron los restantes, y el mismo Caupolicán tuvo que andar oculto de un lado a otro, no valiéndole tal cautela, pues la traición de un indio le condujo a prisión y cadalso.

Satisfactorio es consignar que Ercilla sólo de oídas supo la iniquidad enorme; ya a la sazón iba con su gefe a la exploración de tierras ignotas, las más rudas y descompuestas del mundo, hacia el estrecho de Magallanes. Jamás la naturaleza opuso mayores estorbos a los hombres: como un mes avanzaron los nuestros con falsas guías, y sin otra que el sol a veces, cuando no lo ocultaban espesas y lóbregas nubes, o árboles gigantescos y tupido ramaje, por entre ríos caudalosos y hondos pantanos; hacia enhiestas cumbres o espantables derrumbaderos; sobre pedruscos salientes o arraigados matorrales, que rompían al golpe de picos y azadones, para sentar la planta; cubiertos de sangre, de sudor y de lodo; sufriendo furiosas ventiscas e inundantes lluvias; no hallando varias noches donde reclinar los cuerpos lasos; dejándose a pedazos los vestidos entre las zarzas, y apretándoles el hambre aquejadora las cuerdas del duro tormento, hasta que por fin divisaron el archipiélago de Chonos. Tres islas visitó Ercilla a   —XX→   bordo de una piragua, por inquirir el trato y ejercicio, las leyes y costumbres, los ritos y las ceremonias de sus naturales: con diez amigos arriscados cruzó luego el desaguadero impetuoso, que separa del continente a la isla de Chiloe, internándose media milla más que todos, y escribiendo sobre la corteza de un árbol con su cuchillo, que antes que otro alguno había llegado allí el 28 de Febrero de 1558 a las dos de la tarde.

Por menos mal camino les condujo un indio joven a la vuelta; y en los vecinos de la Imperial hallaron generosidad agasajadora. Allá recibieron una fausta nueva de España, la de la victoria de San Quintín sin duda, alcanzada el mismo día en que del fuerte de Penco rechazaron ciento treinta españoles a ochomil araucanos. Con este motivo se celebraron justas: sobre el mayor o menor lucimiento en las suertes, D. Alonso de Ercilla y D. Juan de Pineda se trabaron de palabras, que subieron hasta provocaciones sobre la mejor o peor calidad de la estirpe, en términos de no poder ya estar las espadas ociosas. A la par que las de ambos, se desenvainaron otras muchas; pero afortunadamente sosegose el alboroto sin correr sangre. Muy preciosa la quiso derramar el joven caudillo, dando bulto de premeditado motín al caso no pensado, por aceleramiento propio, y quizá también por malévola sugestión de su secretario Ortigosa, y condenando a Ercilla y Pineda a ser degollados en la plaza. Nada valieron súplicas y recomendaciones: tal   —XXI→   vez temía el geje que su autoridad padeciera menoscabo, si revocaba la arbitraria sentencia; y así aferrose en que se ejecutara a todo trance. Levantado estuvo el tablado, y todo induce a suponer que Ercilla y Pineda llegaron al pie de sus escalones: siendo amados de sus compañeros por valerosos, y bien quistos por liberales, clamor general escucharon con voces de ruego y en son de amenaza a favor de su vida; y la debieron a la necesidad perentoria de evitar el motín violento, que estallara de golpe, si llegaba a ejercer su oficio el verdugo.

Trascendental fue tal desmán a la posteridad más remota, pues Ercilla narraba con fácil estro cuanto acontecía en la magna lucha, sobre los mismos lugares, hurtando el tiempo que podía al descanso, para tenerlo de ocio y lograr que no pasaran oscurecidas las hazañas de sus compatriotas, aun con el trabajo de estar falto de papel a veces, y de haber de escribir sobre cuero y en pedazos de cartas; y desde que se le atropelló de tal modo, no quiso ya dar la habitual ocupación a su pluma. Abreviadamente dijo sólo, que sufrió prisión larga, sin dejar de servir de día y de noche en la frontera, donde hubo continuos rebatos y estratagemas peligrosas para los españoles, hasta que en el asalto y gran batalla de la albarrada de Quipeo les regocijó la más esclarecida victoria. Por especificación de ajeno relato consta que Ercilla tuvo nuevas ocasiones de   —XXII→   acrecer sus timbres en una emboscada; y durante la resistencia al asalto furioso, dado a la Imperial por los araucanos; y rigiendo una gallarda escuadra de veinte jóvenes contra mayor número de puelches a orillas del Maule, y de andalicanos sobre su territorio; y sustentando lid singular con el cacique Elicura y tendiéndole muerto en la última y decisiva jornada, que fue el año de 1558 a 13 de Diciembre, y en la cual perecieron todos los jefes enemigos más afamados.

No maravilla que Arauco apareciera ya bajo el yugo de los españoles. Ante la perspectiva de reposo, y cada vez más estimulado y roído por el agravio, siempre fresco dentro del alma, Ercilla aceleró su partida repentina de aquella ingratísima tierra, que le costaba tanto de afán y sangre; y en un bajel de trato llegó al Callao sin el menor contratiempo. De Lima salió nuevamente a probar fortuna contra Lope de Aguirre, fiero guipuzcoano, asesino del capitán Pedro de Ursúa, con quien desde el Perú había ido a la conquista de los omeguas, y cruel tirano hasta el extremo de matar a su propia hija. Más de dos mil millas le separaban de Venezuela; pero acostumbrado a carrera más larga, por mar tomó la vía sin demora ninguna, y aun así al mismo tiempo fueron su llegada a Panamá y la del anuncio de estar Lope de Aguirre ya degollado y hecho cuartos. Una enfermedad prolija y extraña detuvo a Ercilla en Tierra-Firme; y tan luego como se vio convalecido,   —XXIII→   por las islas Terceras y el año 1562 hizo rumbo hacia España.

Aquí supo la reciente muerte de su amada madre, ocurrida en el palacio de Viena; circunstancia dolorosa que no le permitió la quietud apetecida tras largo viaje, por la necesidad imprescindible de emprender el tercero a Alemania, así que dio cuenta a Felipe II de sus penalidades y aventuras. D. Fadrique que de Portugal era caballerizo mayor de la tercera esposa del rey de España, y quería pasar a segundas nupcias con Doña Magdalena de Ercilla, dama de la misma reina que su difunta madre. Para traerla de Hungría, su hermano D. Alonso cruzó la Francia y el Austria, y por los cantones suizos y el Languedoc fue a principios de 1564 su retorno. Interceptando las nieves sobre el puerto de San Adrián la carretera, algunos días hubo de estar en Mondragón y algunos pueblos alaveses: quizá del historiador Garivay fue conocido entonces; y cobrándose afición grande, sin propósito deliberado le dio materia para mencionar estimablemente hechos suyos en las Genealogías.

Ya en su patria de asiento y con insólito descanso, lo más del tiempo dedicó a poner en orden y pulir sus papeles sueltos y relativos a las proezas de sus compatriotas en las antárticas regiones. Galanteador era como joven y español y soldado: atractivos de apostura grata y de producción amena tenía de sobra para cautivar damas; y así el año de 1566 fue   —XXIV→   padre de un hijo, a quien puso Diego por nombre. Poco más anduvo de soltura en amorosos extravíos, celebrando a principios de 1570 con Doña María de Bazán su boda, y mereciendo el alto honor de que le apadrinaran el Archiduque Rodulfo y Doña Ana de Austria, cuarta mujer del rey Felipe. Doméstica y no interrumpida ventura le deparó su compañera, muy noble de prosapia, insigne por su cristiandad y virtudes y aun por su claro entendimiento, que se deleitaba en cultivar con lecturas de historia. Otra gran satisfacción tuvo este mismo año al publicar la primera parte de La Araucana, perfectamente recibida en España y Europa y el Nuevo-Mundo, de manera de colocarle unos al nivel y otros por encima de Ariosto: nada vanaglorioso y modesto por demás en el común trato, a los que le conocían más de cerca produjo mayor asombro con su libro, no juzgándole capaz de brillar por la pluma como por la espada. Merced del hábito de Santiago le hizo Felipe II al año siguiente, honrosa insignia que también había llevado su ilustre padre sobre la toga; en la parroquia de San Justo y día del aniversario de la sangrienta batalla, decidida en Millaraque sólo por su arrojo, le armó caballero el personaje que después fue duque de Lerma.

Tres años adelante seguía en Real favor nuestro D. Alonso, y lo demuestra la circunstancia de elegirle el secretario Juan de Vivanco, para sacar de pila a su hijo D. Bernardino, cuya partida de bautismo   —XXV→   tiene la fecha de 4 de Mayo de 1574 y se halla en los libros de la parroquia de Santiago. Aún aspiraba a más laureles, en ocasión de sitiar a Túnez y la Goleta los turcos, y de recorrer el célebre D. Juan de Austria las costas, desde Génova hasta Sicilia, con el ardimiento de su gran corazón y la vehemente prisa de ir al socorro. De Nápoles habían de zapar las naves, y allá voló Ercilla, alentado como de costumbre; desdichadamente sólo para saber la súbita y triste noticia de haber podido más la fuerza numérica de los sitiadores que el heroísmo de los sitiados. Entonces dirigiose a Roma, y nuestro embajador y su pariente Don Juan de Zúñiga le presentó el 6 de Abril de 1575 al papa, Gregorio XIII de nombre y natural de Bolonia, donde había conocido de joven a Fortún García de Ercilla. De pronto supuso que hablaba con su nieto, y de su persona y literatura le hizo grandes elogios; mucho se holgó de saber que era hijo y de oírle atentamente la relación de sus aventuras, con especialidad hacia el estrecho de Magallanes; y tras largo rato, le dio su bendición y extraordinarias indulgencias a la despedida.

Cuarta vez estuvo Ercilla en Alemania, debiendo acogida graciosa al emperador Maximiliano y a la emperatriz Doña María, de quien fue servidora su madre, no menos que a Rodulfo, su padrino de boda y ya rey de Hungría. Por Septiembre de 1575 asistió en Praga a su coronación de rey de Bohemia, y en Ratisbona a su elección por rey de Romanos; ya le   —XXVI→   había creado su gentil-hombre, y en calidad de camarero le llevó la falda en las ceremonias. Vasto y fecundo asunto de reflexiones elevadas le hubieron de ofrecer los contrastes de su azarosa existencia, al renovar entre festejos lucidos la memoria de los gozados allí con la delicia de los años primaverales, y al interponer los recuerdos vivos de todo linaje de peligros y privaciones, hasta subir casi al patíbulo y estar a punto de perecer de miseria. Después de las solemnidades, se dio a visitar las comarcas de Estiria y Carintia y hasta Croacia, de donde obtuvo licencia para traer doce caballos, y en el trono imperial dejó a Rodulfo, cuando por Italia y el Friuli vino en 1577 a España. También se sabe que el año mismo fue a Uclés a profesar de caballero de Santiago, con fecha de 14 de Diciembre en manos del prior Diego Aponto de Quiñones, posteriormente obispo de Oviedo.

Sin pensamiento de tornar a salir de Madrid por entonces, se aplicó a imprimir el año de 1578 la segunda parte de La Araucana; mas no pudo saborear los parabienes con descanso, obligándole comisión honrosísima a nuevo e impensado viaje. Felipe II había sabido la llegada del duque Erico de Bransuich y de la duquesa el 14 de Octubre a Barcelona: aun apresurándose a disponer que los vireyes de Cataluña y de Aragón les tratasen como era de razón y les proveyesen de lo necesario, mayor demostración le pareció propia de los respetos debidos a la hija de su prima   —XXVII→   la duquesa de Lorena; y así, por la satisfacción que tenía de la persona y cordura de D. Alonso de Ercilla, su gentil-hombre, le previno que por la posta les saliese al encuentro, y les entregase cartas, y les hiciese ofrecimientos cordiales en su nombre y el de su augusta esposa. A la par que su deseo de verlos pronto, les debía significar la conveniencia de que se quedasen en Zaragoza, si bien proponiéndoselo de manera que lo tomaran a buena parte; y no imaginaran que se hacía por otro fin que el de la comodidad de sus personas; puesto que el rey trataba de ir a Monzón de meses atrás a celebrar cortés a los aragoneses, no había partido a causa de forzosos y no interrumpidos impedimentos, y todavía estaba en ánimo de emprender la jornada lo más presto que fuera posible. Después de estar con los duques el tiempo necesario para hacer este oficio y dejarlos contentos y quietos, se volvería a dar cuenta particular al rey de todo lo que hubiese pasado.

Autógrafas existen las cartas escritas al Secretario Gabriel de Zayas por D. Alonso de Ercilla, y así consta puntualmente su desempeño lucido en la comisión importante. De Madrid salió el 26 de Octubre y a los tres días llegó a Zaragoza, no pudiendo acreditar mayor diligencia, por el mal aparejo que en las postas había de caballos. Alojamiento diole el virey conde de Sástago en su casa; y al duque y a la duquesa de Bransuich fue a visitar a Fuentes. Le recibieron con bondad y cortesía, y   —XXVIII→   desde luego les indujo a su quedada en Zaragoza, de tan hábil manera que se mostraron alegres y muy reconocidos a la merced y el favor de los reyes en cuidar así de su reposo. Prudentemente apaciguó las diferencias suscitadas entre el virey y el Justicia sobre hospedar el duque y tener cada cual su palabra, mostrando ser más conforme a la Real voluntad que ocupara particular aposentamiento, y eligiendo por sí mismo la casa de D. Juan de Gamboa; y ocasión tuvo de encomiar al virey por su espíritu conciliador y rumboso porte con los egregios viajeros, a quienes envió caballos y coches, y dispuso buen recibimiento en la ciudad el 5 de Noviembre, y facilitó el modo de que allí se valieran de una cédula para Madrid y de la suma de cinco mil escudos, sin dejar de atender con la vireina a su distracción y regalo. No pudo Ercilla resistir las instancias de permanecer en su compañía hasta dejarlos establecidos, como que llegaban desalumbrados, a causa de la variación de trato y costumbre, no muy ricos y con pocos criados útiles a lo menos, tomados los más en Italia al paso, pues los que traían antiguos por miedo a la Inquisición se quedaron en Trento, y daba lástima que no se entendieran unos a otros. Ciertos genoveses procedentes de la corte fueron a besar las manos al duque, y como hombre que se preciaban de discursos, le imposibilitaron la ida del rey hasta la primavera, afirmándole haber llamado a cortes de Castilla, y que no se podían   —XXIX→   despachar antes. Mal corazón le pusieron de igual modo varios caballeros y señoras, y de resultas mandó a buscar a Ercilla, con quien estuvo muy triste, al tratar de sus negocios y al encarece la pérdida del tiempo. Le aquietó el Real comisionado a fuerza de mansas razones, que hubo de repetir a Madama por encargo especial de su esposo, y resueltos quedaron ambos a no pensar en mudanza alguna, hasta que los reyes fueran a Zaragoza, o se les enviara licencia para que viniesen a besarles en Madrid las manos. Así dio Ercilla su comisión por finalizada, y apresurose a conseguir que particularmente entendiera el rey de sus labios adónde enderezaba el duque de Bransuich los designios.

Datos hay seguros para saber algo de lo que puso en conocimiento del soberano. Por mandato expreso de su madre política venía el duque, trayendo una carta recomendatoria de sus servicios y autorizada con la firma del gran D. Juan de Austria, que había muerto a principios de aquel mes de Octubre. Anheloso por echarse a los pies del monarca y retenido en Zaragoza por orden suya, tanto la melancolizaba el contratiempo que ya había enunciado intención formal de retroceder a embarcarse en Barcelona, si no se le autorizaba para seguir a la corte muy pronto. Una guarda tenía de veinticuatro hombres, y a los zaragozanos daba en rostro que fueran con los arcabuces y las mechas encendidas a todas partes y que entraran así por los templos.   —XXX→   Enterado el monarca de todo, a la capital de Aragón tuvo que volver el 5 de Diciembre D. Alonso de Ercilla con reales órdenes terminantes; una relativa a acompañar a Madrid al duque, la cual supo con mucho gozo; otra para que deshiciera su guarda, y tomola de manera que hubo necesidad de reportamiento para no quedar muy desavenidos. No le quiso apretar demasiado, por conocer que pasado el primer ímpetu se dejaba persuadir y venía a lo bueno; y volviendo a tratar del negocio, le indujo a tener su consejo por sano.

Repartidas tenían los duques las jornadas de forma de llegar a Madrid en diez días, y el 17 de Diciembre salieron por fin de Zaragoza, bajo la palabra empeñada por Ercilla de que a tiempo se recibiría el pasaporte solicitado, para que ni en Tortuera ni en Torrubia les abriesen los cofres. Reservadamente lo había recomendado mucho al Secretario Zayas, en el concepto de ser de interés corto, a causa de la poca ropa nueva del duque, salvo si debían derecho de joyas, porque las llevaba Madama de las ricas que había jamás visto, especialmente en perlas y piedras. Cuando cenaban la primera noche de viaje, le llegaron a D. Alonso las dos cédulas de paso y de guía, y así tuvieron muy buena y regalada cena, y contentísimo el duque las hizo leer a voces en presencia de todos. Esta predisposición excelente aprovechó Ercilla, a fin de procurar con buena maña detener algunos días a los ilustres viajeros   —XXXI→   en el camino, sin darles a entender que se le ordenaba de la corte, mientras se hacían reparos en la casa donde habían de posar y se proveían las cosas necesarias a su hospedaje. Desde luego se propuso dificultar las jornadas; y hacer que parasen lo posible sin sospecha en Torija; y pintarles como descortesía no aceptar los ofrecimientos del duque del Infantado, si les quería agasajar en su Palacio de Guadalajara; y exponerles asimismo la inconveniencia de que unos príncipes como ellos entrasen en la corte, sin tener vista primero y repartida por persona entendida su posada y la de sus criados; con todo lo cual se lisonjeaba de lograr que hasta después de año nuevo permanecieran en Alcalá de Henares. Bueno era el plan a todas luces; pero no fácil de llevar a cabo, porque el duque tenía mucha prisa de llegar a Madrid y de obtener el gobierno de uno de los estados españoles. Entre los hombres de cuenta de su comitiva figuraba Andrea Doria, que, no pensando incurrir en yerro, siempre andaba muy a su gusto, y le hacía formar propósitos no practicables, de que Ercilla se veía obligado a sacarle en fuerza de industria, contraviniendo a su voluntad a veces por términos suaves. Entonces el marqués de Ayamonte era gobernador del estado de Milán y capitán general de Italia: al duque de Bransuich dijeron por el camino que este prócer había pasado a Flandes, con lo que se abría una gran puerta a sus pretensiones y se le avivaba el anhelo de ver al   —XXXII→   monarca, fundándose en ofrecimientos suyos hechos por cartas y que no permitían excusa. De todo avisaba perspicaz Ercilla, por si pareciere a su Magestad buscarla con tiempo, y cerrar la puerta que el duque hallaba tan abierta.

Hasta la raya de Castilla acompañaron al duque tres señores principales de Zaragoza, con muchos criados, halcones y perros, para venir de caza por el camino: después tuvo excelente acogida en todos los lugares, aunque, por estar míseros y faltos de ropa, las damas de la duquesa durmieron vestidas algunas noches; pero de buenos y baratos comestibles proveyó abundantemente el alcalde Tejada. Así llegaron a Torija la víspera de Pascua a la caída de la tarde, persuadidos a parar en Guadalajara, según se tirase de la capa el duque del Infantado: lo hizo tan cortamente que en veinticuatro horas no recibieron cumplimiento ninguno; y ya determinaron no aceptar por tardío el de mayor instancia. Aun retrayéndose Ercilla de ir en contra, por las cosas y juramentos que oyó al duque, modo tuvo de alargar las jornadas, con escribir a Bartolomé de Santoyo y a su muger Doña Ana de Ondegardo, a fin de que enmendasen la cortedad del duque del Infantado en su casa de Alcalá de Henares. Allí se hospedaron el segundo día de Pascua, y prevaliéndose de conocer a Santoyo y su esposa, ya les tenían comunicado el proyecto de partir la duquesa al Escorial a la lijera, sin noticia de Ercilla, que paró el golpe con sólo   —XXXIII→   decir verazmente cómo el marqués de Ayamonte no era ido a Flandes. Por fin pudo afirmar D. Alonso al Secretario Gabriel de Zayas, que desde allí vendría un criado de los duques a repartir el aposento a su modo, y que no se moverían de Alcalá antes de entrar el año.

Llenos están los despachos del conde de Sástago de alabanzas de Ercilla, por su discreción y buen modo, por su entendimiento e industria; pero nada caracteriza mejor su porte que este breve pasaje de carta propia. -«Del humor y proceder del duque no quiero decir lo que podría hasta que allá su condición apruebe mi paciencia, a costa de la cual le llevo contento por los términos y pasos que S. M. ha ordenado; habiendo recibido por cada cosa tantos encuentros que hubieran desbaratado a un hombre muy compuesto; que, como los alemanes son de natura sospechosos, y más los de menos entendimiento, aunque el duque lo tengo bueno, se entrega a su condición más que cuantos hasta hoy he conocido: la de Madama es de un ángel y el entendimiento muy bueno, pero tiénela el marido tan sujeta y temerosa de sus ímpetus que se queda con los buenos deseos y razones en el estómago. Estas y otras cosas entenderá vuestra merced más particularmente cuando le bese las manos.» -¿Dónde cabe ya encajar como oportuna y verídica la especie, echada a volar por el autor de los Avisos para Palacio, sobre que delante del Rey no acertaba   —XXXIV→   jamás D. Alonso de Ercilla a decir palabra, en términos de haberle de excitar Felipe II a que le hablara por escrito?

Casi todo anunciaba entonces que la sucesión a la corona de Portugal no se decidiría sin lides, y Ercilla lisonjeose de lucir otra vez su denuedo y sus arreos militares. Con espíritu belicoso, y servicios y merecimientos, y edad pujante y salud robusta para hacer buena figura en campaña; con testimonio reciente del aventajado concepto que Felipe II tenía de su persona; con valedores activos y celosos dentro de Palacio, como que su hermano D. Juan era limosnero mayor de la Reina y maestro del Infante D. Fernando, sin adolecer de lijero juicio se podía ya imaginar en el ejército y a la cabeza de alguna escuadra de jinetes. Dignas de su alto numen eran la guerra con Portugal y la segura victoria de España: créditos gozaba muy justos de manejar bien la espada y la pluma; y que lo quiso así practicar entonces, se ve a las claras en la exposición de su célebre canto sobre ser la guerra de derecho de gentes, y declarar el que al reino de Portugal tuvo el Rey D. Felipe juntamente con los requerimientos que hizo a los portugueses para justificar más sus armas.

En un vuelo se llevó la conquista de Portugal a remate, y D. Alonso de Ercilla no fue partícipe de tamaña gloria; caso también trascendental a las generaciones futuras. Se había propuesto cantar el   —XXXV→   furor de Castilla, el derecho al reino de Portugal remitido a las armas sangrientas, la paz convertida en rabiosa discordia, las lanzas arrojadas de una y otra parte a los parientes pechos; y a punto de ir ya a romper la batalla, cuando se le representaban el rumor de trompas sonorosas y los estandartes tremolando al viento, de súbito varió de tono, dejando la tarea a más felices escritores, y diciendo que la suerte buena valía más que el trabajo infructuoso como el suyo, que en seco y vacío había dado siempre. Tras de reseñar sus grandes peligros y trabajos en el Real servicio, con penetrante acento expuso la perseverancia de su voluntad y el desmayo de su esperanza, abatido como estaba por la porfía de su estrella: satisfecho declarose de haber seguido la carrera difícil por derecha vía: de manifiesto puso espíritu grande al proclamar la doctrina sublime de que las honras consistían en el merecimiento legítimo del premio, no en su logro; y enérgicamente calificó de cobarde el disfavor que le tenía arrinconado.

Aquí hay que descender por fuerza de los hechos a las conjeturas. Alguna poderosa enemistad embarazaba los adelantos de Ercilla, y de juro no era otra que la de D. García Hurtado de Mendoza, hijo del marqués de Cañete, nieto por su madre del conde de Osorno y casado con hija del conde de Lemos, cuyos entronques, y la circunstancia de regir la hueste el duque de Alba, de sobra alcanzaban a indisponer en el Real ánimo sin extraordinario esfuerzo   —XXXVI→   a quien todo lo pospuso a la verdad y no pensó en merecer bien de su caudillo con lisonjas. Hurtado de Mendoza estaba quejoso de no hacer en la Araucana un papel semejante al de Aquiles o el de Eneas en los poemas inmortales de Homero y Virgilio; y hasta lo tuvo por ofensa grave e intencionada, según lo comprueban diversas frases de sus panegiristas, Cristóbal Suárez de Figueroa en los Hechos del cuarto marqués de Cañete, y Pedro de Oña en el Arauco domado. A la campaña de Portugal fue aquel personaje de capitán de una de las veinte compañías de hombres de armas, que para su guarda tenía Castilla, mandadas por grandes y calificados títulos del reino; y en posición hallose de impedir que D. Alonso de Ercilla ganara más lauro, hasta dando color de conveniencia pública a su particular venganza. Desde luego pudo hacer gala de celo por la militar disciplina, y tildar a Ercilla como de condición turbulenta, sin más que pintar lo acontecido en la Imperial a su modo: con las dos partes de la Araucana en la mano, y al son de sentir lastimado el amor a la patria, muchos pasajes le facilitaban el testimonio de que de la pluma de Ercilla libraban a veces mejor los indios que los españoles; y sesgando con dañino espíritu de fanatismo los reparos, hasta cabía poner en tela de juicio sus creencias religiosas, pues dijo que en su edad no eran tantos los santos como antes; y censuró la fácil credulidad en milagros, bajo el concepto   —XXXVII→   explícito de que las cosas de esta vida van por su natural curso; y no omitiendo apuntar como digno móvil de la conquista de América el afán laudable de convertir infieles, tras de mencionar que iban franciscanos, dominicos y mercenarios en el socorro enviado por mar a Chile, al describir luego insultos y aun atrocidades tremendas, ni por asomo ocurrió a Ercilla la intervención de un fraile para poner coto a los excesos, o para endulzar las amargas tribulaciones de la gente vencida. Cuáles de estas u otras especies hizo D. García valer contra D. Alonso, no se puedo afirmar con datos; que su enemistad prepotente le cortó de plano la carrera, no admite duda; y de justicia es consignar que perpetuamente redundará tal proceder en desdoro de la alta fama del cuarto marqués de Cañete.

Frente por frente de la casa llamada del Cordón tenía Ercilla la suya propia; y retirado allí gozaba las consideraciones debidas a su clase y renombre, aunque le desatendiera el monarca. Doña María de Bazán labraba su ventura, y bajo el amparo de su deudo el marqués de Santa Cruz ponía a su hijo D. Diego, para que aprendiera a marchar por entre laureles a la gloria. Frecuentemente le designaba el Consejo de Castilla para examinar libros; a los años de 1580 y 1582 corresponden sus aprobaciones de las Poesías de Garcilaso con las anotaciones de Herrera, y de las Rimas pertenecientes a este poeta magno. De la casa imperial de Alemania y en 1585 recibía   —XXXVIII→   nueva y señaladísima honra, con la demanda de su retrato, para la colección de españoles contemporáneos e ilustres. Paulo Jovio había puesto en boga la costumbre de que a tales retratos acompañaran elogios, y el de Ercilla fue escrito por el licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa: hoy no ofrece interés alguno: lleno está de lugares comunes, trasminando a escolasticismo, y completamente vacío de noticias, que no se hallen más de relieve en La Araucana: hasta se resienten de exiguas las que apunta referentes a su persona, limitándose a decir que era de barba crespa, y de cabello levantado y de ojos constantes, lo cual se advierte a la simple vista del mismo retrato, que da testimonio de su gentil rostro y apostura. También de Ercilla tienen aprobaciones de 1586 a 1587 el Cancionero de López Maldonado, la primera, segunda y tercera parte del Caballero Asisio de Fray Gabriel de Mata, las Rimas de Vicente Espinel y el Florando de Castilla del licenciado Jerónimo de la Huerta. Para su corazón paternal fue el año 1588 por demás aciago: ya iba a zarpar la Invencible Armada del Puerto de Lisboa, cuando el marqués de Santa Cruz pasó allí de esta vida a la eterna: le sucedió en el mando el duque de Medinasidonia: en la expedición a Inglaterra fue D. Diego de Ercilla, mozo de poco más de cuatro lustros, entre los que montaban la nao de San Marcos, y transido de pena supo su padre que aumentó el número de las anegadas, sin salvarse ninguno de los de   —XXXIX→   a bordo. Vivamente se nos representa lo contristado de su espíritu en los últimos versos de La Araucana, cuya tercera parte sacó a luz al siguiente año. Allí aparece con la persuasión de no estar lejano del fin y término postrero, y con el propósito de acabar de vivir antes de que la existencia incierta acabara su curso; volviéndose a Dios al cabo, por no ser nunca tarde, y parando la pluma tras de escribir que razón era llorar y no cantar en lo sucesivo.

Nuevas aprobaciones de obras equivalen a fe de vida tan interesante como ya decadente: por los concisos y selectos dictámenes de Ercilla, 1589 a 1592 empezaron a circular sin tropiezo la Conquista de Granada de Duarte Díaz y Varias obras en lengua portuguesa y Castellana, y el Arte Poética de Juan Díaz Regifo. Del año 1593 hay cuatro cartas suyas, familiares y dirigidas a Valladolid con las fechas de 8 de Mayo, de 31 de Octubre, de 22 y 29 de Diciembre, y el sobre para D. Diego Sarmiento de Acuña, comendador de Calatrava. Su habitual jovialidad conservaba a los sesenta años, según revela este bellísimo pasaje. -«Vuestra Merced, mi Señor, piensa que no hay más sino venirse a Madrid a comerse la hacienda de los amigos, y ganarles su dinero, y volverse con salud a casa; pues sepa Vuestra Merced que no ha de pasar así, porque me dejó tan picado que pienso ir a ese lugar a desquitarme, no sólo de lo que Vuestra Merced me ganó, sino de lo que me comió, que cierto me ha   —XL→   dejado en el hospital; y con todo esto puedo certificar a Vuestra Merced que su ausencia se ha sentido mucho en esta casa y lo poco que, hablando verdades, se sirvió de ella. Hanos quedado un consuelo, el cual es que nunca se acaban en esta corte de una vez los negocios, y que Vuestra Merced ha de volver a los que dejó comenzados; Dios sabe lo que yo lo deseo y que sean tan grandes que obliguen a traer Vuestra Merced a mi señora Doña Constanza de asiento a ella, donde sirviésemos a su «Merced Doña María y yo como deseamos.» -Otros períodos se pudieran transcribir no menos agradables. De tiempo húmedo y de lluvias continuas hablaba la víspera de Todos Santos, y de no ir a Valladolid a pasar el invierno, porque se había hecho muy perezoso: en Diciembre las nieblas fueron muchas, y tuvo que guardar casa y cama; al secretario Paredes llamaba íntimo amigo suyo, y hacía mención del cardenal Archiduque Alberto como de persona con quien tenía íntimo trato.

Ya en 1594 aprobó Ercilla Las Navas de Tolosa, poema heroico de Cristóbal de Mesa. Desconsoladoras son las noticias posteriores y referentes al célebre autor de La Araucana. En 24 de Noviembre estaba postrado por enfermedad grave, que no le permitía descargar su ánima y conciencia, ni otorgar testamento; y su cara mujer lo hizo autorizada en debida forma, y según su voluntad conocida de antes. Por las mandas consta que tenía varios sobrinos,   —XLI→   a quienes legaba rentas o bienes, y pajes, lacayos, mozos de cámara y de cocina y caballeriza y otros criados, de quienes también hizo memoria, no con mayor largueza, porque al servicio de su mujer quedaban todos. Aun instituyendo a Doña María de Bazán por su universal heredera, le mandó la suma de diez mil ducados, para ayuda del monasterio que trataba de fundar y donde se les había de enterrar juntos; a cuyo sitio quiso igualmente que se trasladaran los huesos de su hermana Doña Magdalena, sepultada a la sazón en el convento de San Francisco de esta corte. Piedad filial acreditó en el codicilo del día siguiente, destinando al monasterio de benedictinos de Nuestra Señora de Valvanera la limosna de quinientos ducados, para que los empleara en renta o censo a razón de catorce, bajo obligación de rogar a Dios por su alma, y de hacer un paño negro de luto con el hábito de Santiago de grana colorada, a fin de que estuviera perpetuamente sobre la tumba donde yacían sus padres, de modo que, gastado uno, se hiciera otro nuevo. En unión de su amada esposa habían de ser testamentarios el conde de Francambuz y Don Sancho de la Cerda, aquél embajador del emperador y éste mayordoma de la emperatriz de Alemania, D. Pedro de Guzmán y Don Álvaro de Córdoba, ambos de la cámara del Príncipe de Asturias, y Fray Juan de Villoslada, prior de la iglesia de San Martín de esta villa; con personas de tanta calidad se hallaba nuestro D. Alonso de estrechísimas   —XLII→   relaciones. Su fallecimiento aflictivo fue el martes 29 de Noviembre: depositado estuvo su cadáver en el convento de carmelitas descalzas, vulgo Baronesas, hasta que la viuda fundó otro de la misma oren y con la advocación de San José en sus casas propias de la villa de Ocaña, tan presurosamente que el 22 de Noviembre de 1595 logró que se instalaran allí las monjas; sin duda con el patético designio de dar sepultura a su esposo amado al año cabal de llorarle difunto.

Siempre Felipe II llamó a D. Alonso de Ercilla su gentil hombre; nunca se quiso llamar D. Alonso de Ercilla más que gentil hombre del emperador de Alemania. ¿Por ventura trataría de formular así una respetuosa protesta del agravio de la postergación a que le condenaba el uno, y dar testimonio de agradecimiento a las honras con que le distinguía el otro? Quizá también autorizarían a pensar de esta suerte sus diversas dedicatorias: todas fueron al rey de España; pero el tono de la primera sube hasta el entusiasmo, y el de la última semeja de ceremonia pura. Con probada suficiencia y servicios relevantes para ascender en la milicia, o brillar en la diplomacia, tan desatendido y olvidado se vio del todo que, a no tener hacienda propia, fijamente viviera casi de limosna y acabara punto menos que de miseria, como poco después Cervantes. Nada pudieron las tenaces injusticias contra su ínclita fama: desde el rincón de su hogar tranquilo, donde todo ea dicha y holgura,   —XLIII→   a la inmortalidad levantó el vuelo y posolo magestuosamente por los siglos de los siglos sobre su cumbre, gracias a La Araucana. Tarea agradable es ahora la de reseñar su naturaleza y desempeño, como que resultan halagos para el patriotismo, atractivos para el amor a nuestra clásica literatura, y satisfacciones para el anhelo de rendir homenaje a la bien conquistada gloria.




- II -

Juan de Guzmán se contaba entre los mejores discípulos de Brocense; contemporáneo fue de la publicación de La Araucana y autor del Convite de oradores, donde escribió rotundamente que teníamos un Homero en Ercilla. Bartolomé Rodríguez Paton dijo el año de 1621 en su Elocuencia Española que muchos llamaban a D. Alonso de Ercilla el Homero de España. D. Diego Saavedra y Fajardo quiso como dar a entender en la República literaria que Ercilla tuvo intención de escribir una epopeya, no pudiendo acaudalar toda la erudición requerida para estos estudios, por la ocupación de las armas, si bien mostró en La Araucana un gran natural y espíritu con facilidad clara y fecunda. López Sedano en el Parnaso   —XLIV→   Español puso por nota que Ercilla ocupaba el primer lugar entre los infinitos épicos de la musa castellana. Lampillas en el Ensayo histórico apologético de la literatura española se entusiasmó hasta el extremo de aseverar que La Araucana era el segundo poema épico español anterior a La Jerusalén del Taso. Andrés en la Historia del origen, progreso y estado actual de toda la literatura dio a Ercilla entre los épicos un puesto bastante distinguido por la novedad de la materia de La Araucana, por algunos buenos pasajes y por haber tomado parte en la acción del poema. El Padre Luis Mínguez en la Adiciones a la Enciclopedia metódica llamó segundo Virgilio español a Ercilla. Masdeu en el Arte poética expuso que desde el principio hasta el fin habría que leer La Araucana, para fijar bien lo que es epopeya. Nuestro Don Francisco Antonio González dirigió el 15 de Junio de 1818 una instancia al teniente corregidor Don Ángel Fernández de los Ríos, por comisión de la Academia Española, y palabras suyas son las siguientes. -«Estando proyectada la edición de La Araucana, poema épico y producción de D. Alonso de Ercilla...» Mayor o menor mérito recomienda a los citados escritores; una misma opinión emiten contextes; se les puede reputar como autoridades; pero, con todos estos requisitos, desde luego partieran descarriados cuantos les tomaran por guía en tal punto.

Nadie supera en calidad al autor mismo para   —XLV→   dar testimonio irrefragable de la naturaleza esencial de su obra. D. Alonso de Ercilla se propuso cantar los hechos de los esforzados españoles, que sujetaron al yugo la no domada cerviz de Arauco, y las temerarias y memorables empresas de sus naturales, por ser proporcionada la estimación de los vencedores a la reputación propia de los vencidos. Prolija fuera por demás la simple enumeración de los lugares, donde afirma terminantemente que escribe historia. Como su relación arranca desde el descubrimiento y la población de Chile, y contiene las campañas de Valdivia y de Villagrán contra los araucanos, a las cuales no se halló presente, por necesidad hubo de consultar sobre los sucesos todos a los españoles y a los indios, no adoptando sino aquello en que unos y otros estaban acordes. Entre los lances de la guerra fue notable la retirada súbita de Caupolicán y su ejército poderoso de la Imperial y sus cercanías, cuando la ciudad se encontraba sin armas, vituallas ni municiones: por obra se tuvo de milagro; y tras de andar con dudas, lo admitió Ercilla como cierto, quitándole escrúpulos de raíz la insistencia de los araucanos en dar fe unánime de lo acontecido cuatro años antes de hacer la descripción puntual su pluma. Ya que pudo hablar como testigo, se obligó a que fuera más autorizada la historia, pues en aquellas tierras midieron sus pies todas las pisadas. Repetidas veces dijo con explícitas frases, que iba la verdad sin corromper y desnuda por completo de artificios,   —XLVI→   de fingimientos y de poéticos adornos: a menudo echó de ver que su escritura se resintiría quizá de trabajosa y de larga, por ir tan arrimado a la verdad y tratando siempre de una misma cosa, y por ser malo de un terrón sacar zumo: a sus ojos parecían como pintados los cuidados y contentos, que no son de amores, ocurriéndole qué gusto hubiese recibido y dado con andar por campos y jardines, y elegir flores olorosas, y entretejer fábulas deleitables; pero metido tan adentro de voluntad propia en escenas de batallas, horrores, muertes y destrozos, se creyó sin arbitrio para suspender la obra empezada con el buen celo de que de tanto valor quedase perpetua memoria. Algo introdujo maravilloso, para dar amenidad a su libro, por medio de visiones en sueños y de la ida a la cueva del hechicero Fitón dos veces; cuyas licencias poéticas son demostración acabada y palpable de la vocación especial que de historiador tenía Ercilla, no permitiéndoselas más que para hacer la descripción que para hacer la descripción del mundo y para pintar las celebérrimas batallas de San Quintín y de Lepanto. Buscando campo descubierto y anchura, donde espaciar el ánimo fatigado y sentir y proporcionar algún recreo, también intercaló otro episodio, sin conexión alguna con las guerras de Arauco, socolor de entretener a soldados españoles durante cierta marcha; y aquí se atuvo asimismo del modo más riguroso a la historia, narrando verazmente la de la preclara fundadora de Cartago, heroína infamada   —XLVII→   por el eminente Virgilio. Nada hay que neutralice o atenúe la índole exclusivamente histórica de La Araucana, hasta el punto de no habérsele escapado nunca a Ercilla ni aún la voz genérica de poema, aplicable a todo libro metrificado.

Al escribir historia de esta manera, D. Alonso de Ercilla continuaba las tradiciones de su patria. Estrabón afirma que los turdetanos tenían sus leyes e historias en verso: de Metelo se dice como positivo que llevó poetas cordobeses a Roma, para celebrar sus hazañas: Lucano y Silio Itálico fueron poetas historiadores. Viniendo a los tiempos de la formación de habla castellana, aún balbuciente produjo los poemas del Cid y de Santo Domingo de Silos, verdaderos cronicones en rimas: nuestro D. José Caveda patentiza que antiguos cantares entraron como elementos constitutivos de la Crónica general de España de Alonso el Sabio; y que por la poesía adquirieron carta de naturaleza en la historia los amores de Florinda, la odiosa venganza de su padre, la visita de D. Rodrigo al encantado palacio de Toledo, las traidoras sugestiones de D. Opas, los prodigios del alzamiento y de la victoria de Pelayo, la aparición de Santiago en Clavijo, y mucho de lo referente a personajes como Bernardo del Carpio, el conde Fernán González y los siete infantes de Lara. Reciente está la publicación del poema de Rodrigo Yáñez sobre el reinado de Alonso Onceno: muchas de las coplas de Juan de Mena son pura historia: Lorenzo Galíndez   —XLVIII→   de Carvajal atestigua que el poeta Hernando de Rivera iba con Fernando el Católico a la conquista de Granada, y que su composición era diario y sabroso plato de la Real mesa, teniendo allí a los mismos héroes por censores, y depurándose la verdad hasta quedar acrisolada. No son éstos más que ligeros apuntes de los copiosos ejemplares que se pudieran citar en corroboración de haber practicado felizmente D. Alonso de Ercilla la antigua costumbre española de referir historia en verso, y como testigo presencial de los sucesos todos, sin que den tampoco a La Araucana el menor viso de epopeya la división en cantos, ni las moralidades al principio de cada uno de ellos. Si división tal constituyera precepto seguro, no serían poemas épicos la Iliada y la Eneida, pues la tienen ambos en libros; lo de hacerse en cantos significa sólo que, siendo propios los versos para cantados por su armonía, se cortan sin otro objeto que el de proporcionar descanso oportuno así al cantor como a los oyentes. Acerca de que las moralidades caben holgadamente en la historia, superfluas aparecerían doctas disertaciones, bastando conmemorar los escritos inmortales de Salustio y Plutarco.

Entre los contemporáneos del autor ilustre, ni los muchos admiradores y amigos, ni los pocos desentonadores del aplauso general con censuras, le miraron como trasunto del famoso alfarero de la Epístola a los Pisones; antes bien creyeron unos y otros que su obra de ánfora tuvo principio y remate. Grave   —XLIX→   dijo el licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa, dedicándole merecido elogio, que, ayudado de las fuerzas de su ingenio y de sus estudios, con generoso cuidado hizo en verso heroico la relación verídica de las jornadas de los españoles a lo más apartado y escondido de la tierra, para que fuese más universal esta forma de escritura, cuanto lo es más la poesía que la historia. Ya muerto D. Alonso de Ercilla, casi al mismo tiempo empezaron a circular por España la cuarta y quinta parte de La Araucana desde Barcelona, y la primera del Arauco Domado desde la ciudad de los Reyes. Mozos eran sus respectivos autores D. Diego de Santisteban Osorio y el licenciado Pedro de Oña: con distinto fin tomaron la pluma; y sin saber uno de otro, se precavieron acordes contra la nota de osadía, por volver a materia ya tratada superiormente. Santisteban Osorio quiso proseguir y acabar lo que el sutil, histórico y elegante poeta D. Alonso de Ercilla dejó comenzado, no por modo de competencia, sino por ser historia tan recibida de todos, y por parecerle que servía así a sus aficionados, y pagaba el debido tributo a quien escribió su poema con tantas ventajas. Oña supuso que, rencoroso y apasionado, Ercilla calló de propósito los méritos y la gloria del cuarto marqués de Cañete, y que por eso quedó su historia deslustrada y en opinión quizá de menos cierta, no embarazándole esta censura meticulosa, para calificar de divino al autor de la riquísima Araucana. Luis Alfonso Caravallo en su   —L→   Cisne de Apolo, Vicente Espinel en su Casa de la Memoria y Cristóbal de Mesa en su Restauración de España, por historiador y poeta ensalzaron a Ercilla. Tan vergonzantemente como el licenciado Pedro de Oña le había criticado en verso, años adelante le criticó el doctor Cristóbal Suárez de Figueroa en prosa, y por la causa idéntica de forjar el supuesto de que introdujo un cuerpo sin cabeza, o un ejército sin memoria de caudillo; todo para decir a buenos entendedores y como de pasada, que por pasión quedó casi como apócrifa en opinión de las gentes de la historia, que llegara a lo sumo de verdadera, si el autor insigne adulara al cuarto marqués de Cañete, a semejanza del qué a sus Hechos dio pomposo y exagerado bulto.

Necesidad hay de abreviar citas, no haciéndolas ya sino de los tiempos de la crítica en progreso magestuoso. Don Ignacio Luzán divulgó sazonada enseñanza, para formar juicio sobre las obras de literatura a tenor de las reglas del arte y del buen gusto, y en su Poética estimable dijo de plano. -«Según Aristóteles las acciones épicas deben ser desemejantes de las historias acostumbradas, porque en las historias se refieren las cosas como fueron y según el curso regular y ordinario de las cosas; pero en la epopeya todo ha de ser extraordinario, admirable y figurado. Por esto muchos poemas, como la Farsalia de Lucano, La Araucana de D. Alonso de Ercilla, la Austriada de Juan Rufo, la Mejicana de Gabriel   —LI→   Laos, la vida de S. Josef del Maestro Josef de Valdivieso, la España libertada de Doña Isabel de Ferreira, y otros muchos, por faltarles esta calidad y ser meramente historias, no tienen en rigor derecho alguno al título de epopeyas.» Lumbrera de críticos españoles fue D. Juan Pablo Forner a fines del siglo pasado: muy bien le cuadra tal calificación por varios escritos; sus Exequias de la lengua castellana, Fábula Menipea entre otros. Allí puso a la cabeza de los poetas épicos a Balbuena, Ariosto de España; a Zárate dando la derecha a Cristóbal de Mesa, y detrás no pocos autores, que en sus poemas acumularon todas las riquezas épicas de profuso modo, sin haber acertado a componer una buena epopeya; y de seguida escribió con textuales palabras. -«Alonso de Ercilla y Juan Rufo precedían a los históricos, aquel magestuoso, noble, vivísimo en las pinturas y descripciones, maravilloso en los afectos y pocas veces inferior a la grandeza de la trompa; este grave, natural, aliñado, más elocuente que poeta.» Autoridades tenemos dentro de casa muy dignas, y que redondean el juicio crítico del todo. Solemnemente y sin asomo de duda afirma D. José Vargas Ponce que La Araucana es una historia, y que su texto se lo persuadirá siempre al lector de criterio no obtuso. D. Manuel José Quintana expresa con severo tono que, después de la protesta de D. Alonso de Ercilla sobre su intento de hacer una historia de las guerras de Arauco, no es justo pedir lo que no quiso   —LII→   poner en su libro; y que así los preceptistas poéticos se hallan extrañamente desconcertados cuando quieren ajustar La Araucana al canon de sus teorías.

Superabundantes pruebas son las alegadas, para testimonio de haber incurrido en equivocación grande cuantos llamaron Homero o Virgilio español al célebre autor de La Araucana. Sin embargo, no hay que arrumbarlos con aire de menosprecio, cual a hombres de escaso valer o superficial juicio. Su error merece indulgencia lata y aun respeto profundo, como derivado radicalmente de acendradísimo amor a la patria, y nutrido por el anhelo noble de enriquecer la literatura nacional con una epopeya. Para dar figura de verdad notoria a su yerro enorme, les suministraba fundamento la acción misma de obra tan afamada, con extraordinaria copia de personajes y de sucesos historiales, que de épicos tienen visos y que los cantores de Aquiles y de Eneas prohijaran de buen talante. Fascinados por apariencias tan seductoras, no pudieron ya discurrir exentos de preocupaciones, a fin de hallar la clave de todo, mediante el examen sencillo de quienes eran históricamente los españoles y los araucanos, al tiempo de su pasmosa lucha. M. Prat anduvo atinado en su Revolución de Bayona, proclamando con arranque espontáneo de ánimo sincero y persuasivo que los españoles dieron cima en el nuevo mundo a lo fingido por la antigüedad respecto de sus semidioses. Derrocados fueron los grandes imperios de Méjico   —LIII→   y del Cuzco, sin que los dos célebres extremeños de Medellín y de Trujillo capitanearan mayor hueste que la enviada en socorro de Chile. Allí poseían veinte leguas de término los araucanos, de tierra no áspera y rodeada por tres ciudades españolas, teniendo contra sí además en el centro dos plazas; y sin pueblo formado, ni muro, ni sitio fuerte para su reparo, ni armas defensivas, con puro valor y porfiada determinación redimieron y sustentaron su independencia contra tan fieros enemigos como los españoles, tras de abrasar con patriótica saña sus casas y haciendas, y defendiendo unos terrenos secos y campos incultos y pedregosos. Por gozar la libertad nativa derramaron tanta sangre así suya como de españoles, que había pocos lugares que no estuviesen teñidos de ella y poblados de huesos; no faltando a los muertos quien les sucediese en llevar su opinión adelante, pues los hijos, ganosos de la venganza de sus muertos padres, con la natural rabia que los movía y el valor heredado de ellos, acelerando el curso de los años, antes de tiempo tomaban las armas y se ofrecían al rigor de la guerra; y tanta era la falta de gente, por la mucha fenecida en esta demanda, que, para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones, también las mujeres iban a las batallas, y peleando algunas veces como varones, se entregaban con grande ánimo a la muerte. No son estas ponderaciones de Ercilla, pues le acreditan de veraz muy preciosos datos.

  —LIV→  

Imaginaria o transitoria fue la sumisión de los indómitos araucanos al yugo de los intrépidos españoles. Ya iba a dejar el virreinato del Perú D. García hurtado de Mendoza, cuando a principios de 1596 le halagaba Pedro de Oña con la publicación de su poema; y en el prólogo dijo estas mismas palabras. -«Acordé dalle el título de Arauco domado, porque, aunque sea verdad que agora por culpas nuestras no lo esté, lo es, lo estuvo en su gobierno.» Fray Alonso Fernández refiere en su Historia eclesiástica lo ejecutado el año de 1605 por los araucanos. Tomando la ofensiva, millares de ginetes y peones suyos destruyeron cinco ciudades, la Imperial entre ellas, a pesar de la gran resistencia de los españoles; y derribaron otros tantos conventos de la orden de Santo Domingo, martirizando a la mayor parte de los religiosos, y llevándose esclavas más de mil personas, entre los cuales había no poca gente principal y criada en mucho regalo. Aun concentrándose la autoridad gubernativa, desde el establecimiento de capitanía general y de audiencia en Santiago de Chile, casi dos siglos pugnaron tenaces por mantener su independencia los araucanos, y al cabo de ellos no rindieron la cerviz a la servidumbre, si no que se limitaron a capitular con los españoles en la forma significada por esta noticia de interés sumo. Contra la metrópoli esgrimía el Perú las armas, al tiempo en que D. José Vargas Ponce preparaba la edición del poema de D. Alonso de Ercilla, e indagando el jefe   —LV→   español a cuál de las dos parcialidades se inclinarían los araucanos, su principal cacique les dio la siguiente respuesta. -«Nosotros estamos convencidos a que no somos para sostener guerra contra el señor de España: como sus aliados estamos dispuestos a romper dos lanzas y a matar dos caballos en su ayuda.» -Al fin emancipose de España la América del continente: sus cuatro virreinatos y sus diversas capitanías generales se transformaron de súbito en repúblicas más o menos extensas: todas se hallan devoradas por la anarquía desde entonces, aun la sometida al régimen imperial por extranjero y pujante influjo; todas, menos la de Chile, y lo revelaría de manera notoria, a falta de otros documentos, un signo de autenticidad singular y magnitud extraordinaria. Mientras execraba el Perú todo lo concerniente a Francisco Pizarro, y mientras Méjico estuvo a pique de escandalizar al universo y de cubrirse de eterno oprobio, profanando la tumba de Hernán Cortés y aventando sus veneradas cenizas, Chile dedicaba a Pedro de Valdivia una estatua, en memoria de serle deudores sus ciudadanos de cuanto promueve y fomenta la ilustración y ventura de las naciones. Pues todos los elementos de robusta vitalidad organizadora y atractiva, de eficaz trascendencia para consumar el acto sublime y honroso de asentar la independencia sobre sólidas bases, y de hacer plena justicia y rendir homenaje de respeto a la dominación derrocada, no han bastado a los chilenos para obtener más que   —LVI→   la alianza de los araucanos, tan libres hoy como antes y después de sus renombradísimas guerras.

Cuando los españoles tenían asombrado y agitado el antiguo mundo con su ambición y su poder, y descubierto y subyugado el nuevo con su osadía, unos salvajes oscuros les disputaban heroicamente su pobre, lejano y estrecho territorio; y así no debe mover a extrañeza que abunden rasgos épicos en La Araucana, siendo verídica historia de tan pertinaz lucha, bien que la amenicen los halagos de la poesía encantadora. Sólo falta ya determinar fijamente cómo llevó Don Alonso de Ercilla a término su propósito deliberado.




- III -

Con La Araucana es imposible parangonar El Monserrate ni La Austriada; por lo cual hace mal efecto que Miguel de Cervantes elevara al nivel de D. Alonso de Ercilla a Cristóbal de Virues y a Juan Rufo, estando tan por encima de ambos que adolecería de ocioso cuanto se adujese como prueba. Desde el padre jesuita Alonso de Ovalle, que imprimió su Historia de Chile el año 1646 en Roma, hasta el conde de Maule, que el año 1805 dio a luz en Madrid su traducción excelente del Compendio, escrito por el abate D. Juan Ignacio de Molina en lengua italiana, todos los historiadores de aquel país remoto califican de conforme a la verdad y digna de   —LVII→   entero crédito la relación hecha por nuestro Don Alonso, de los sucesos de que fue testigo de vista. Al interés de la verdad fiel se agrega el mérito de no cegarle pasión y huir de quitar a ninguno lo que es suyo, resaltando por consiguiente la imparcialidad más severa de las hermosas páginas de La Araucana. Para muestra se apuntarán aquí muy contados ejemplos. Tachado fue el autor preclaro de haber omitido rencoroso las alabanzas de su caudillo Don García Hurtado de Mendoza: no blasonaba de gerarquía angélica D. Alonso de Ercilla, y como hombre pudo sin duda conservar ingrata memoria del que quiso conducir al cadalso y después ejercitó el influjo en daño de su carrera lucida; pero ni asomos de malevolencia y menos de saña se notan por cierto en quien una vez y otra le hizo representar magna figura. Según el texto de La Araucana, al poco tiempo de la victoria lograda a las márgenes del Biobío, un mozo gallardo se presentó a retar con ademán irrespetuoso y bárbara arrogancia de parte de Caupolicán al jefe de los españoles; y delante de mucha gente le dijo a gritos: que si era ambicioso de honor bien ganado, su próspera fortuna le deparaba la ocasión propicia de remitir a las armas el mejor derecho en singular combate y entre los dos campos, al romper la siguiente mañana. Reposado oyole Hurtado de Mendoza encarecer lo grande y notorio del peligro, y aun casi alardear lo imposible de la victoria; y sintiéndose con aliento superior a la   —LVIII→   responsabilidad formidable de aventurar en personal contienda el fruto de fatigas tan rudas, no dijo más que estas heroicas palabras: Contento soy con aceptar el combate, y a su voluntad puede venir seguro al plazo y lugar señalados; tras de lo cual fuese el indio jurando que tan osada respuesta le haría por siempre famoso. Bien se pueden rebuscar e inquirir los más recortados pasajes de quienes hicieron como incienso de la pluma para sublimar al cuarto marqués de Cañete con el humo de la lisonja; nada se hallará semejante ni de lejanía en grandeza a su situación más que humana, sobre los términos de Chile y del orbe conocido hasta entonces; afirmando el pie en la raya divisoria y a la puerta del país ignoto; delante de un puñado de españoles, y arengándolos como a la nación toda, vencedora de imposibles y hasta de la fuerza de las estrellas y de los elementos, admirada por sus hazañas en dos largos mundos, digna por su bravura de conquistar otro, donde tanta gloria y riqueza le tenían aparejadas los hados; e influyendo en su ánimo de forma que libremente pisaron de tropel la nueva tierra, jamás batida de pie extranjero.

Al dar principio a la pintura de esta expedición ardua, Ercilla consigna que el interés allana montes y quebranta dificultades: cuando, superadas las indecibles del penoso y largo camino, se vieron los españoles a la margen de extendido lago adonde arribaron piraguas con gentes sencillas, que les trajeron abundantes comestibles, sin querer nada en trueque,   —LIX→   oportunamente expresa cómo tan sincera bondad revelada de sobre que allí no habían penetrado aún la maldad, el robo y la injusticia, alimento común de las guerras, y añade que ellos mismos, abriéndose paso con la insolencia de costumbre, les dieron bien pronto ancha entrada; pero antes de esta declaración ingenua, al trazar los accidentes continuos y enormes con que hubieron de luchar sus camaradas en aquella exploración más que atrevida, hasta la extremidad pavorosa de cortarles un dejativo sudor frío todo el vigor de los miembros cansados, ya había dicho en tono de muy noble orgullo que el corazón les restauró las fuerzas e hizo fácil todo lo porvenir y menospreciable cualquier escollo, considerando la gloria que aseguraba el trabajo. No se concibe puntualización de más perfilada franqueza relativamente al contraste de heroísmo y codicia de los españoles en la prodigiosa conquista de las Indias Occidentales.

Siempre que de los araucanos habla D. Alonso de Ercilla, su bello carácter moral resplandece con vivísima lumbre. Aun hostilizándolos bizarramente y cumpliendo los deberes de militar y español en la dura campaña, no puede menos de celebrar sus proezas y el sentimiento de patriotismo que les impele y estimula a no soltar las armas de las encallecidas manos. Solícito e infatigable anhela y procura la total victoria de España, a la par que humano y sensible ante la desventura, se interesa por los vencidos; y da libertad a sus esclavos; y defiende la   —LX→   existencia del implacable Galvarino hasta de sus mismos furores; y ya que, por estar lejos, no puede salvar al fuerte Caupolicán del cruel Reinoso, a lo menos vierte lágrimas de dolor y de admiración sobre su acerbo y doloroso castigo. «Así en medio de aquel campo, en que sólo se veían y se oían la agitación de la independencia, los esfuerzos de la indignación y los gritos de la rabia de parte de los indios; y de la de sus dominadores irritados el orgullo de la fuerza, el desprecio hacia los salvajes, y los rigores de una autoridad ofendida y desairada, el joven poeta es el solo que en su conducta y sus versos aparece como hombre entre aquellos tigres feroces, oyendo las voces de la clemencia y de la compasión y siguiendo las máximas de la equidad y de la justicia.» Verazmente pudo Santiesteban Osorio significar por boca de Glaura la expresión dulce de la gratitud de los araucanos a Ercilla con esta sentidísima frase: «Dichoso el hombre que es alabado en la lengua del vulgo»: y en lo sublime rayó Quintana, de quien es el pasaje antecedente, al aseverar que los hechos de Ercilla pertenecen a categoría harto más respetable que la de altos, porque son magnánimos y buenos, y que en ese concepto ningún poeta épico se ha mostrado al mundo de un modo tan interesante.

Sin comentarios y sin notas se comprende bien La Araucana, porque allí el dificilísimo arte de contar está llevado a la perfección suma. Descriptos admirablemente   —LXI→   los lugares, determinados con fiel puntualidad los tiempos, definidas a maravilla las costumbres, puestos en acción a su debido turno los personajes, la narración es animada y calorosa y a todo comunica mágico impulso, como hecha en el rico idioma de la imaginación y del sentimiento. No hay protagonista entre los españoles: además de sus varios caudillos, desde Almagro hasta Hurtado de Mendoza, a las veces figuran como héroes principales Remón o Reinoso: cuando la ciudad de la Concepción es abandonada, nadie supera a Doña Mencía de Nidos en varonil esfuerzo: siempre encantarán el pundonor y el arrojo de Martín de Elvira por recuperar su perdida lanza; así como no dejará de producir asombro el pujante empuje del genovés Andrea. Tampoco entre los araucanos hay personajes que ocupen el primer término de continuo. Si Caupolicán es su jefe, ni con la inquebrantable constancia en las venturas y adversidades alcanza a eclipsar la brillantez genuina de Lautaro, trasformado súbitamente de indio yanacona en salvador heroico de su raza; de Tucapel y de Rengo, émulos en la indómita braveza; de Galvarino, desesperado e iracundo contra los que reputa por tiranos; de Orompello, jamás rendido a la fatigosa y sangrienta lucha. Aun siendo todos feroces, valientes hasta la temeridad y membrudos, su aparente semejanza desaparece bajo la magistral pluma de Ercilla, que dibuja sus caracteres con diversos rasgos y muy distintas proporciones.   —LXII→   Por sesudísimos sobresalen Peteguelén y Colocolo: viejos son ambos y hombres de gran consejo, y no hay posibilidad racional de confundir a uno y otro, diferenciándose tanto la índole y el tono de sus respectivos discursos. Variada es asimismo la expresión del amor conyugal en las palabras y las acciones de Glaura y de Guacolda, de Tegualda y de Fresia, mujeres que se presentan con tanta novedad y distinción a nuestra fantasía por efecto de la claridad con que las vio el poeta en la suya, y las supo retratar en sus versos al vivo.

¿Dónde hallar mayor calor e igual movimiento a los de las batallas, descriptas en La Araucana por quien anduvo revuelto entre los azares y fue partícipe de sus peligros? «Vense allí las cosas, no se leen: los bárbaros gallardos se animan con tal brío, acometen con tal furia y descargan sus golpes con tal fuerza, que se oyen estallar las celadas y abollarse los arneses de los castellanos, a quienes la ligereza de sus caballos no salva, ni su valor y disciplina defiende. ¿Dónde más bien que en el cantor de Arauco está expresado aquel espíritu imprevisto y fuerza irresistible en el ataque, que obliga a ceder a los acometidos por valientes que sean; aquella vergüenza que los constriñe a volver al peligro para no pasar por la afrenta de vencidos; aquel desengaño cruel de que la resistencia es en balde y convierte el valor y la esperanza en terror y en agonía; en fin el flujo y reflujo de desgracia y de fortuna, de aliento   —LXIII→   y desaliento que hay en los combates, cuando están sostenidos menos por la táctica y disciplina que por el esfuerzo personal y las pasiones?» De este inimitable modo bosqueja Quintana el gran mérito de las batallas descriptas por D. Alonso de Ercilla, mostrándose constantemente fogoso, rápido y de espíritu extraordinario, según palabras de Vargas Ponce; con adoptar los dictámenes juiciosos de críticos tan esclarecidos, nada se toma de fuera de casa.

Dentro del asunto del libro se hallan muy preciosos ornatos, que distraen de sañudas refriegas y dan variedad al conjunto: selectísimos cuadros forma la pintura de la extraña manera de proceder a la elección de general entre los caciques, de las juntas de guerra de los araucanos, de sus juegos y regocijos; así como la de la grande tormenta que entre el río de Maule y el puerto de la Concepción experimentaron los españoles, y de sus padecimientos en las jornadas angustiosas hacia el estrecho de Magallanes. Varios episodios se podían arrancar de cuajo, según rígidos preceptistas, no teniendo enlace alguno con el poema: sin embargo, para no hacer desatentadas mutilaciones, también hay la regla segura de que a todo autor se le ve retratado en sus obras. Eliminadas de La Araucana las descripciones del mundo y de las batallas de San Quintín y de Lepanto, se mermaría a sabiendas y mucho la natural expansión de los sentimientos patrióticos y aun domésticos de Ercilla. Tentadora por demás era para su   —LXIV→   mente juvenil de poeta y soldado la circunstancia de coincidir en el mismo día la gloriosa batalla de San Quintín y la bizarra defensa del fuerte de Penco: ante la más alta ocasión que vieron los siglos su numen fecundo se había de exaltar poderoso; del siempre vencedor y nunca vencido marqués de Santa Cruz era pariente; por maestro eligiole de su único hijo. ¿Cómo formar capítulo de culpas de que en La Araucana diera cabida al fruto de su ardiente inspiración sobre el nacional triunfo de Lepanto? ¿Ni cómo hacer abstracción redonda de pasajes, en que dedicó memoria tierna al país de donde era oriundo, y dulce plática amorosa a la ilustre dama, que vino a labrar su ventura? Para decir bien siempre es buen tiempo y la verdad en cualquiera sazón debe ser bien escuchada; máximas tan morales alegó por excusa de la digresión hecha con el propósito noble de restituir en su honor a Dido. ¿No se le han de admitir con descargo absoluto? Nada tiene que ver con La Araucana su postrer canto, principiado y seguido en bélico tono, y terminado en voz de dolor y llanto de gemido, que traspasan y parten el alma... A los artífices de preceptos se proporcionara quizá gusto con la supresión de esos episodios; pero la bella y simpática figura moral del autor afamado aparecería incompleta, al modo que la imagen física del que se mirara a un espejo falto a trechos de azogue.

Abundante mies hay en La Araucana donde cosechar tesoros de elocuencia, graduada a tenor de   —LXV→   las distintas circunstancias de los personajes, que aspiran a captarse la voluntad o el afecto de sus auditorios; comparaciones variadas, numerosas, precisas y de mérito relevante, como de talento observador en grado sumo, que había estudiado la naturaleza bajo diversos climas; sentencias graves y sensata, o máximas sólidas y saludables de política y guerra, de alta moral y práctica de vida, que aleccionan el corazón y elevan el espíritu de los lectores; todo sin trasposiciones violentas ni oscuridades, con lenguaje propio, fluido y correcto, y en dicción natural y pura. No son bellas, dulces y sonoras todas sus octavas: a las veces decaen sus versos, por falta de tono en el número y los sonidos, y de esmero y elegancia en las rimas: quizás se encuentren algunas frases o expresiones triviales; pero es tarea ingrata y poco digna y menos justa la de hacer hincapié excesivo en ligeros defectos, ora provengan de descuido, ora de la mísera condición humana, donde brillan y centellean miles y miles de primores a todas luces.

Hora es de resumir especies. Criado en palacio desde la infancia; de corte en corte desde la adolescencia; sintiéndose desde el albor de la juventud lozana con espíritu belicoso, que pudo ciertamente desfogar en Europa y con graduación correspondiente a su clase, D. Alonso de Ercilla y Zúñiga se resolvió a pelear en América de simple voluntario, quizá buscando medicina en la ausencia contra malaventurados amores. Aunque ejecutó con la espada mucho   —LXVI→   más de lo que dijo con la pluma, según testimonio fidedigno de su antagonista Pedro de Oña, allí se le pudieron aproximar bastantes e igualar no pocos por el denuedo, si bien la inspiración poética le elevaba imponderablemente sobre el nivel de todos: con ella exaltada ante el espectáculo asombroso de las extrañas costumbres, del carácter indomable y del heroico valor de los araucanos, desde luego puso por obra el gran designio de transmitir a la posteridad las hazañas de sus compatriotas, hostilizando y venciendo a enemigos de tanta intrepidez y tesón tanto en defender su independencia. A España trajo los preciosos borradores a la vuelta de siete años: cerca de veinte dedicó a ponerlos en orden y darlos forma y revestirlos de ornato y gala: versado estaba en los clásicos antiguos: le eran familiares los italianos y españoles, notándosele preferencia por Ariosto y por Garcilaso; y opulento de numen y con grande fondo de estudio y rectitud suprema de juicio y caudal valioso de nobilísimos sentimientos, se halló fuerzas muy superiores a la carga, que voluntariamente había echado sobre sus hombros. Así dominó por completo la materia de La Araucana: y compuso un excelente libro histórico de buena poesía, donde el arte de contar está llevado a perfección maravillosa, no alcanzada ni de lejos por ningún otro poeta ni prosista de entonces, y cuya dicción es tan pura que rara frase o voz se encontrarán allí usadas en distinto sentido que ahora. Por consiguiente D. Alonso de   —LXVII→   Ercilla y Zúñiga figura entre los primeros clásicos españoles, a la par de Fray Luis de Granada y Miguel de Cervantes; y entre nuestros más estimables libros se contará La Araucana, mientras la hermosa lengua de Castilla suene en labios de hombres, y mientras sea base principal de crítica sana el buen gusto.

Antonio Ferrer del Río





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ArribaAbajoPrólogo del autor

Si pensara que el trabajo que he puesto en esta obra me había de quitar tan poco el miedo de publicarla, sé cierto de mí que no tuviera ánimo para llevarla al cabo. Pero considerando ser la historia verdadera y de cosas de guerra, a las cuales hay tantos aficionados, me he resuelto en imprimirla, ayudando a ello las importunaciones de muchos testigos que en lo de más dello se hallaron, y el agravio que algunos españoles recibirían quedando sus hazañas en perpetuo silencio, faltando quien las escriba; no por ser ellas pequeñas, pero porque la tierra es tan remota y apartada y la postrera que los españoles han pisado por la parte del Perú, que no se puede tener della casi noticia, y por el mal aparejo y poco tiempo que para escrebir hay con la ocupación de la guerra, que no da lugar a ello; y así el que pude hurtar le gasté en este libro, el cual porque fuese más cierto y verdadero se hizo en la misma guerra   —2→   y en los mismos pasos y sitios, escribiendo muchas veces en cuero por falta de papel, y en pedazos de cartas, algunos tan pequeños que apenas cabían seis versos, que no me costó después poco trabajo juntarlos; y por esto, y por la humildad con que va la obra, como criada en tan pobres pañales, acompañándola el celo y la intención con que se hizo, espero que será parte para poder sufrir quien la leyere las faltas que lleva. Y si a alguno le pareciere que me muestro algo inclinado a la parte de los araucanos, tratando sus cosas y valentías más extendidamente de lo que para bárbaros se requiere; si queremos mirar su crianza, costumbres, modos de guerra y ejercicio della, veremos que muchos no les han hecho ventaja, y que son pocos los que con tal constancia y firmeza han defendido su tierra contra tan fieros enemigos como son los españoles. Y cierto es cosa de admiración que, no poseyendo los araucanos más de veinte leguas de término, sin tener en todo él pueblo formado, ni muro, ni casa fuerte para su reparo, ni armas, a lo menos defensivas, que la prolija guerra y españoles las han gastado y consumido, y en tierra no áspera, rodeada de tres pueblos españoles y dos plazas fuertes en medio della, con puro valor y porfiada determinación hayan redimido y sustentado su libertad, derramando en sacrificio della tanta sangre así suya como de españoles, que con verdad se puede decir haber pocos lugares que no estén della teñidos y poblados de huesos; no faltando a los muertos quien les suceda en llevar su opinión adelante; pues los hijos, ganosos de la venganza de sus muertos padres, con la natural   —3→   rabia que los mueve y el valor que dellos heredaron, acelerando el curso de los años, antes de tiempo tomando las armas, se ofrecen al rigor de la guerra; y es tanta la falta de gente por la mucha que ha muerto en esta demanda, que, para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones, vienen también las mujeres a la guerra, y peleando algunas veces como varones, se entregan con grande ánimo a la muerte. Todo esto he querido traer para prueba y en abono del valor destas gentes, digno de mayor loor del que yo le podré dar con mis versos. Y pues, como dije arriba, hay agora en España cantidad de personas que se hallaron en muchas cosas de las que aquí escribo, a ellos remito la defensa de mi obra en esta parte, y a los que la leyeren se la encomiendo.



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ArribaAbajoDeclaración de algunas cosas de esta obra

Porque hay en este libro algunas cosas y vocablos que por ser de indios no se dejan bien entender, me pareció declararlas aquí para que fácilmente se entiendan.


Angol. Valle donde los españoles poblaron una ciudad, y le pusieron por nombre Los confines de Angol.

Apó. Señor o capitán absoluto de otros.

Arauco (el Estado de). Es una provincia pequeña de veinte leguas de largo y siete de ancho poco más o menos, la cual ha sido la más belicosa de todas las Indias; y por esto es llamado el Estado indómito. Llámanse los indios de él Araucanos, tomando el nombre de la provincia.

Arcabuco. Espesura grande de árboles altos y boscaje.

Bohío. Es una casa pajiza grande, de sola una pieza sin alto.

Cacique. Quiere decir señor de vasallos, que tiene gente a su cargo. Los caciques toman el nombre de los valles de donde son señores, y de la misma manera los hijos o sucesores que suceden en ellos: declárase esto porque los que mueren en la guerra   —5→   se oirán después nombrar en otra batalla; entiéndase que son los hijos o sucesores de los muertos.

Caupolicán. Fue hijo de Leocán, y Lautaro hijo de Pillán. Declaro esto, porque como son capitanes señalados, de los cuales la historia hace muchas veces mención, por no poner tantas veces sus nombres, me aprovecho de los de los de sus padres.

Cautén. Es un valle hermosísimo y fértil, donde los españoles fundaron la más próspera ciudad que ha habido en aquellas partes, la cual tenía trescientos mil indios casados de servicio: llamáronla La Imperial, porque, cuando entraron los españoles en aquella provincia, hallaron sobre todas las puertas y tejados águilas imperiales de dos cabezas hechas de palo, a manera de timbre de armas; que cierto es extraña cosa y de notar, pues jamás en aquella tierra se ha visto ave con dos cabezas.

Coquimbo. Es el primer valle de Chile donde pobló el capitán Valdivia un pueblo que le llamó La Serena, por ser él natural de La Serena: tiene un muy buen puerto de mar, y llámase también el pueblo Coquimbo, tomando el nombre del valle.

Chaquiras. Son unas cuentas muy menudas a manera de aljófar, que las hallan por las marinas, y cuanto más menudas, son más preciadas: labran y adornan con ellas sus llautos, y las mujeres sus hinchos, que son como una cinta angosta que les ciñe la cabeza por la frente a manera de bicos o ciertas puntillas de oro que se ponían en los birretes de terciopelo con que antiguamente se cubría la cabeza: andan siempre en cabello, y suelto por los hombros y espalda.

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Chile. Es una provincia grande que contiene en sí otras muchas provincias: nómbrase Chile por un valle principal llamado así: fue sujeto al Inga rey del Perú, de donde le traían cada año gran suma de oro, por lo cual los españoles tuvieron noticia deste valle; y cuando entraron en la tierra, como iban en demanda del valle de Chile, llamaron Chile a toda la provincia hasta el estrecho de Magallanes.

Eponamón. Es nombre que dan al demonio, por el cual juran cuando quieren obligarse infaliblemente a cumplir lo que prometen.

Jota. Véase Ojota.

Llauto. Es un trocho o rodete redondo, ancho de dos dedos, que ponen en la frente y les ciñe la cabeza: son labrados de oro y chaquira con muchas piedras y dijes en ellos, en los cuales asientan las plumas o penachos de que ellos son muy amigos: no los traen en la guerra, porque entonces usan celadas.

Mapochó. Es un hermoso valle donde los españoles poblaron la ciudad de Santiago, y llámase asimismo el pueblo Mapochó.

Mita. Es la carga o tributo que trae el indio tributario.

Mitayo. Es el indio que la lleva o trae.

Ojota, y por contracción jota. Especie de calzado que usaban las indias, el cual era a modo de los alpargates de España. Dábalas el novio a la novia al tiempo de casarse: si era doncella se las daba de lana, y si no, de esparto.

Paco. Especie de carnero que se cría en Indias, algo   —7→   mayor que el común. Son muy lanudos y tienen el cuello muy largo. Son de varios colores, blancos, negros o pardos. Es animal muy útil y provechoso, porque su carne es sabrosa y mantiene mucho. Sirve para el tráfico y conducción de las mercaderías y géneros que se llevan de una parte a otra. Los pacos a veces se enojan y aburren con la carga, y échanse con ella, sin remedio de hacerlos levantar.

Pálla. Es lo que llamamos nosotros señora: pero entre ellos no alcanza este nombre sino a la noble de linaje, y señora de muchos vasallos y hacienda.

Penco. Es un valle muy pequeño y no llano, pero porque es puerto de mar poblaron en él los españoles una ciudad, la cual llamaron La Concepción.

Puelches. Se llaman los indios serranos, los cuales son fortísimos y ligeros, aunque de menos entendimiento que los otros.

Valdivia. Es un pueblo bueno y provechoso: tiene un puerto de mar por un río arriba, tan seguro, que varan las naos en tierra, y está fundado no muy lejos de un gran lago, al cual y a la ciudad llamó Valdivia de su nombre. Entiéndese que cuando se fundaron estos pueblos era Valdivia capitán general de los españoles, y a él se atribuye la gloria del descubrimiento y población de Chile.

Vicuña. Cabra montés que se cría en Indias: no tiene cuernos y es más alta de cuerpo que una cabra por grande que sea. Su lana es finísima y nunca pierde el color.

Villa-Rica. Es otro pueblo que fundaron los españoles a la ribera de un lago pequeño cerca de dos   —8→   volcanes, que lanzan a tiempos tanto fuego y tan alto que acontece llover en el pueblo ceniza.

Yanacónas. Son indios mozos amigos que sirven a los españoles, andan en su traje, y algunos muy bien tratados, que se precian mucho de policía en su vestido: pelean a las veces en favor de sus amos, y algunos animosamente, en especial cuando los españoles dejan los caballos y pelean a pie, porque en las retiradas los suelen dejar en las manos de los enemigos, que los matan cruelísimamente.





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