Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoIV. Viaje de Ercilla a Chile

Ercilla resuelve partir al Perú con Jerónimo de Alderete nombrado gobernador de Chile.- Causas que influyeron en él para semejante determinación.- Célebre glosa de Ercilla.- Violento y contrariado amor de esa época de su juventud.- Huellas que de él nos ha dejado en su poema.- Ercilla se embarca para el Perú.- Peripecias de su viaje hasta llegar a Lima.- Sigue desde allí en dirección a Chile.- Arriba a la Serena.


En otra parte de esta obra encontrará el lector44 los antecedentes del nombramiento hecho en Londres por Felipe II del gobernador designado para suceder a Valdivia, que Ercilla ha resumido en cuatro versos de La Araucana:


Jerónimo de Alderete, adelantado,
A quien era el gobierno cometido...
Allí le distes cargo desta tierra,
De allí con gran favor le despachastes...



Jerónimo de Alderete, a quien casi de seguro conocía Ercilla desde Valladolid45, fue, pues, el nombrado. Oyó de sus labios allí, o quizás en Londres, los portentosos relatos que hacía de aquellas tierras situadas en el último límite del mundo conocido y de los secretos maravillosos que se suponía ocultaban, cuya verdad prestigiaban su alta posición, el crédito y figura en que era tenido46 y la propia experiencia que de ellas decía tener, y su ánimo de joven, dispuesto por temperamento a las aventuras y a los viajes, cuyo encanto había ya probado, se vio así exaltado aún más y resolvió acompañarle por lo menos hasta el Perú. Acaso, después se ofreciera ocasión de llegar hasta Chile -que vislumbró ya al solicitar su licencia para salir de España- y más allá todavía...47

Junto con él se resolvieron también a seguirle otros dos pajes sus compañeros, a   —22→   quienes más tarde hubo de recordar en sus cantos y alguno de los cuales se radicó para siempre en Chile48. No le llevaba, de fijo, el propósito de enriquecerse, que había sido el de tantos que antes que él surcaron el vasto océano y peregrinaron en las apartadas y salvajes regiones del Nuevo Mundo, y que tan pocos lograron, según era ya notorio49. ¿Era el simple deseo de servir a su príncipe, según él cuidaba de hacerlo notar al dedicarle su obra, el que le impulsaba a abandonar su situación en aquella brillante corte y, junto con ella, sus halagos, su vida descansada, sus espectativas de medrar a la sombra del favor de su amo, para trocar todo eso por una vida llena de penalidades y peligros?50 ¿No hubo algo más que influyera en tan romántica resolución, como la llama Ticknor? Para nosotros el hecho no admite duda, y que esa causa no debió de ser otra que los desengaños de una pasión amorosa tan vehemente como contrariada y que tan honda huella dejara en su corazón de joven ¡a los veintiún años! que muchos, muchos más tarde asaltaban su memoria y la llenaban de honda amargura.

Y aquí es de notar que la primera producción literaria de nuestro poeta fue una glosa, que posiblemente se imprimió en su tiempo, o que, por lo menos, tanta boga logró alcanzar, repitiéndose de boca en boca, que Lope de Vega la conoció, casi seguramente también Cervantes51, y que cerca de dos siglos más tarde llegó a incorporarse entre las piezas maestras del Parnaso español. Se impone el que la transcribamos en este lugar, tanto por haber sido la primicia poética de Ercilla, como por el alcance que se nos antoja cabe deducirse de los conceptos que encierra:




Glosa de D. Alonso de Ercilla


Seguro estoy de nuevo descontento
Yen males Y fatigas tan probado,
—23→
Que ya mis desventuras han hallado
El término que tiene el sufrimiento.

Amor me ha reducido a tanto estrecho
Y puesto en tal extremo un desengaño,
Que ya, no puede el bien hacer provecho,
Ni el mal, aunque se esfuerce, mayor daño;
Todo lo que es posible está ya hecho;
Y pues no puede ya el dolor extraño
Crecer ni declinar sólo un momento
Seguro estoy de nuevo descontento.

¿Qué desventura habrá para mí nueva?
¿Qué pena es la que yo no he padecido?
No ha habido mal, que al fin no se me atreva,
Y en mí no tenga un golpe conocido:
Todos en mi paciencia han hecho prueba,
Ensayando su fuerza en un rendido;
Estoy de tener bien desconfiado,
Y en males y fatigas tan probado.

Sufro y padezco tanto cada día
Que estoy corrido en verme cual me siento,
Pues viene a ser bajeza y cobardía
Tener de no matarme sufrimiento;
Mas, queriéndolo vos, señora mía,
No es bien que quiera yo contentamiento
Sino aquel triste y miserable estado,
Que ya mis desventuras han hallado.

He sido tan apriesa desdichado
Y está todo mi daño tan a punto,
Que sólo el primer paso ha llegado
Al último dolor y postrer punto:
La fortuna y amor se han conjurado
De hacerme todo el mal que puedan junto,
Para poder medir por mi tormento
El término que tiene el sufrimiento.52



He ahí, pues, cómo el poeta pinta el dolor de sus desengaños, la tristeza de sus sufrimientos y la amargura que para siempre había de encerrar su alma impresionable; generosa y caballeresca. Era tal su abatimiento que nada podría ya contra él ni el mayor daño: su desesperación involuntariamente le llevaba a reconocer como que nada era posible más allá de su dolor. En vano procuraba él mismo estimularse, estando corrido del extremo a que se dejaba llevar; excitaba a su alma a que se moviese, o que volviese de nuevo a la vida, saliendo del sepulcro en que se consumía, y ella, sorda, le respondía siempre ¡no puedo!

Lope de Vega, a cuyo testimonio aludíamos hace un momento, al bosquejar en su Laurel de Apolo la figura de Ercilla, como poeta y como hombre, aludía a ese su amor contrariado de su juventud, señalándolo como uno de los rasgos característicos de su vida. Es necesario que lo veamos:



Don Alonso de Ercilla
Tan ricas Indias en su ingenio tiene,
Que desde Chile viene
A enriquecer la musa de Castilla;
—24→

Pues del opuesto polo
Trajo el oro en la frente como Apolo,
Porque después del grave Garcilaso
Fue Colón de las Indias del Parnaso.
Y más cuando en el único instrumento
Cantaba en tiernos años lastimado:
«Que ya mis desventuras han hallado
El término que tiene el sufrimiento».



Ercilla, por lo demás, no había hecho misterio de aquella su pasión. En su poema, que tantos recuerdos personales suyos encierra, repitió una y otra vez los tormentos que le causara. Al referir el episodio de Tegualda, -la desgraciada india que buscaba entre los muertos en la batalla del fuerte de Penco el cuerpo de su marido, guiada por sólo «el pérfido amor, ingrato y ciego»,- es, sobre todo, cuando se explaya en la pintura de esos tormentos, haciéndole avivar sus propios recuerdos. Era en balde que en su obra se hubiese señalado como norma inquebrantable no cantar cosa alguna que tocase al amor, porque bastaba el menor incidente para que su imperio se sobrepusiese a su voluntad. Así, con aquel motivo, se increpaba, diciendo:



Pérfido amor tirano, ¿que provecho
piensas sacar de mi desasosiego?
¿No estás de mi promesa, satisfecho,
que quieres afligirme desde luego?
¡Ay! que ya siento en mi cuidoso pecho
labrarme poco a poco un vivo fuego,
y desde allí con movimiento blando
ir por venas y huesos penetrando.

¿Tanto, traidor, te, va en que yo no siga
el duro estilo del sangriento Marte,
que así de tal maniera me fatiga
tu importuna memoria en cada parte?
Déjame ya, no quieras que se diga
que, porque nadie quiere celebrarte,
al último rincón vas a buscarme,
y allí pones tu fuerza en aquejarme.



«Déjame ya», vuelve a repetir, después de increparlo en esos términos; y cuando esto leemos, es necesario convenir en que tales frases carecen de sentido y son del todo impertinentes, si nos apartamos del punto de vista que venimos considerando. ¿Qué significado podrían tener esas palabras en que se queja del desasosiego que un pasado amor le produce? ¿Qué, aquel deseo de no sentirse aquejado por tales ideas? Mas, si concedemos que él también amó y que, por una causa o por otra, su pasión le acarreó crueles sufrimientos, nos explicamos perfectamente tanto el valor de sus expresiones como la oportunidad con quejas pronuncia. Tegualda, al contar a quien como ella había conocido esos sufrimientos, la pena que le causaba un amor cortado por la muerte de su marido, era natural se los trajese a la memoria para desear en seguida que no viniesen a importunarlo; y esta semejanza de situaciones es también la que, naturalmente, nos explica la simpatía y la compasión de Ercilla por aquella mujer.

Esto nos demuestra asimismo, cuánta razón y cuánta verdad había en la glosa al lamentarse de su situación; el tiempo había pasado, se encontraba en medio de las aventuras guerreras que a cada paso comprometían su vida, y todo eso, y más, no habían conseguido aún borrar de su mente aquel amor, que debemos creer fue grande y dado sin reservas, cuando con la vuelta de los años y el cambio total de su existencia no había podido olvidarlo.

  —25→  

Todavía, en otro pasaje de La Araucana, que escribió casi en las postrimerías de su carrera, es más preciso respecto al momento de su vida en que aquella pasión amorosa lo dominara. En el canto XXXII, impreso en 1589, compadecido de otra joven indígena que demandaba la muerte como un favor en medio de su tristeza por la pérdida de su marido, decía el poeta:


Que algún simple, de lástima, a su ruego,
Con bárbara piedad condecediera;
Mas yo, que un tiempo aquel rabioso fuego.
Labró en mi inculto pecho, viendo que era
Más cruel el amor que la herida,
Corrí presto al remedio de la vida.



Hétenos, pues, así, con que Ercilla habla de la pasión que labró su inculto pecho, inculto por sus pocos años, aludiendo, a los de su primera juventud. No olvidemos, en efecto, que cuando se hallaba por aquellos días en Londres a penas contaba 21 años, y que en ningún caso podía aludir a los amores que cultivó, después de su regreso de Chile a España con una mujer que estuvo muy lejos de contrariarlos, ni a los que poco más tarde lleváronle a su feliz enlace con la que fue su esposa y que sólo le proporcionaron «ventura». Si nuestra hipótesis pudiera estimarse fundada, en ningún caso, sin embargo, podríamos indicar quién fuera la dama que tan violenta pasión logró inspirará Ercilla.

Previo este paréntesis, tan importante para el conocimiento de la vida de nuestro poeta y de la factura misma de su obra, continuemos con la relación de su viaje al Perú.

A la vez que Alderete era designado para gobernador de Chile, Don Felipe, que tenía ya a su cargo la regencia de los negocios de España e Indias, nombraba virrey del Perú a don Andrés Hurtado de Mendoza; encargándole especialmente que partiera a la mayor brevedad a hacerse cargo de su destino, por el estado en que se hallaban allí las cosas con motivo del alzamiento de Hernández Girón, «puesto que, le prevenía, según los últimos avisos [que] se tienen, quedaba de manera que debe ser deshecho y castigado y la tierra pacífica»53. Y tan acertado andaba, en efecto, en sus advertencias el Príncipe y tan al pie de la letra se habían cumplido ya, sin que él lo supiera, que el rebelde, después de la derrota, que sufrió en Pucará, había sido preso el 2 de aquel mes, para ser ajusticiado en Lima el 9 de diciembre siguiente. ¿Habría, por ventura, esta noticia, caso de saberse entonces en Londres, hecho desistir de su propósito a Ercilla? Es probable que no.

De Londres, donde se hallaban también, partieron para acompañar al nuevo virrey, sus hijos don García y don Felipe Ercilla, por su parte, -quien, vista la empresa a que iba a asociarse, es de suponer que fuese autorizado por esos días para cargar espada54,- lograda la licencia del Príncipe, que la otorgó con su gracia, partía desde allí en unión de Alderete, probablemente en la segunda quincena de noviembre de 1554, y después de hacer los preparativos para tan larga jornada, el 5 de marzo del año siguiente obtenía licencia en Valladolid para pasar al Perú y Chile con los cuatro criados que llevaría para su servicio55.

  —26→  

Pero se pasaron todavía seis meses largos antes de que la armada que debía conducir al nuevo Virrey y al Gobernador de Chile estuviera en situación de zarpar,   —27→   y sólo el 15 de octubre56 pudo al fin hacerlo del puerto de Sanlúcar la nave que se había señalado a Alderete y cuyo maestre era Diego Martín; siendo digno de notarse a ese respecto, que, al paso que en las restantes no iban más de diez mujeres con destino a Chile, en ella se embarcaron hasta dieciséis57. Tal fue la compañía que, sin otros soldados, tuvo Ercilla en su travesía del Atlántico. No había de serle venturosa en un principio. A los muchos días que llevaban ya de navegación, asaltó a la armada una violentísima tormenta, que obligó a varias de las naves y, entre ellas a la de Alderete, a regresar a Cádiz para reparar sus averías, en lo que demoró tanto, que sólo pudo de nuevo hacerse a la mar en los primeros días de diciembre58.

Arribaron al fin a nombre de Dios59, y atravesando desde ese punto el istmo,   —28→   fueron a embarcarse de nuevo en Panamá; cayó Alderete enfermo de calenturas60 y hubo de ser transportado hasta la isla de Taboga, allí inmediata, donde falleció en abril de 1556.

El Virrey, mientras tanto, después de detenerse algún tiempo en Panamá ocupado en tomar residencia a los oficiales reales y ministros de justicia y en el sometimiento y castigo de algunos negros cimarrones, había seguido su viaje hasta hacer escala en Taita, y luego en Trujillo, de donde continuó por tierra hasta Lima, ciudad en la que hizo su entrada, con las solemnidades acostumbradas, el 29 de junio de ese año de 1556.

Ercilla, después de una penosa y accidentada navegación desde Taboga, se había juntado al séquito del Virrey en Trujillo, y es, así, lo más probable que llegara junto con él a Lima61. Allí le hospedó en su casa62, rindiendo con ello, como hiciera con otros que se hallaban en su caso, justo homenaje a su nacimiento, al puesto que había ocupado en la corte, y, -no hay por qué dudarlo,- a la conducta que hasta entonces tenía observada. Andando el tiempo, le dispensaría todavía otros favores, a   —29→   que el poeta no se manifestó ingrato, celebrando más tarde en su epopeya la energía y prudencia del Marqués63.

Su residencia en palacio le permitió tratar de cerca al que había de ser su futuro jefe e imponerse de algunas medidas de gobierno que se tomaron en aquellas circunstancias y, entre ellas, en primer término, por lo que a él interesaba directamente, las relativas a Chile.

Ya no era el caso de pensar en salir a combatir a Hernández Girón, cuya cabeza había podido contemplar puesta en una jaula de hierro en la plaza principal de Lima, que publicaba así su delito y castigo; pero hacia el sur del virreinato la situación de los españoles se hacía cada día más crítica por la revuelta araucana. Ya también nos lo dice él en su Araucana (215- I:)


Nuevas por mar y tierra eran llegadas
del daño y perdición de nuestra gente,
por las vitorias grandes y jornadas
del araucano bárbaro potente;
pidiendo las ciudades apretadas
presuroso socorro y suficiente,
haciendo relación de cómo estaban
y de todas las cosas que pasaban.



Los emisarios llegados allí de Chile pedían socorro, y cuando supieron que el gobernador proveído por la Corte era fallecido, con ojo político certero comenzaron a instar cerca del Virrey a fin de que se nombrase en su lugar para el cargo a su hijo don García64. Es Ercilla quien, asimismo, lo cuenta, y la contestación que el Virrey les dio (216-4:)


El Marqués de Cañete, respondiendo
A la justa demanda alegremente,
vino en ella de grado, conociendo
ser cosa necesaria y conveniente:
y el hijo, hacienda y deudos ofreciendo,
al punto derramó en toda la gente
gran gana de pasar [a] aquella tierra,
a ejercitar las armas en tal guerra.



Viéronse, en efecto, acudir soldados hasta de los más apartados distritos del virreinato y aun en viejos cansados en la guerra parecía renacer el ardor juvenil «con el alegre son desta jornada». Se trabajaba activamente en reparar y fabricar armas y pertrechos, se acopiaban provisiones y se refinaba la pólvora, se alistaban las naves que habían de transportar a los expedicionarios, y todo el mundo procuraba presentarse con el mayor rumbo que podía, sin trepidar en contraer gruesas deudas para comprar caballos y aderezos de cuanta especie es posible imaginar. Ercilla no debió de ser de los últimos en ofrecerse a aquella jornada que parecía iniciarse bajo tan brillantes auspicios; ni uno de sus compañeros mostraba dudar del éxito, y solo él, allá en lo íntimo de su mente, se preguntaba si la fortuna, siempre mudable, por una de sus acostumbradas vueltas no les faltaría hasta el fin de la jornada a aquel país, donde ya la vencedora diestra española podía ver,


... si viera bien en lo pasado
El campo de sus huesos ocupado!



  —30→  

Reunida ya la mayor parte de la gente que había de formar la expedición, entre la cual se contaban algunos ricos encomenderos y otros de las familias más distinguidas del Perú, muchos religiosos de diversas órdenes y el oidor de la Audiencia de Lima, licenciado Hernando de Santillán, que iba nombrado por teniente de don García en las cosas de justicia, y concluidos casi de todo punto los aprestos necesarios para ella, su jefe despachó por tierra 150 de sus soldados con los caballos; otros tantos, y de los más granados65, cuales nunca se habían enviado a Chile, y entre quienes se contaba Ercilla, esperaban para partir por mar las primeras señales de bonanza. Por fin,


Con ordenada muestra y rico alarde
Salieron de los Reyes una tarde



con dirección al Callao, donde debían embarcarse; allí se les tenía preparado un festín de despedida, con mesas repartidas por el campo y abundantemente provistas de viandas delicadas y de vinos escogidos, de que gustaron recostados en la verde yerba.

Concluido el festejo, comenzó el embarque a presencia de un gran concurso de gentes de todas condiciones que acudían a despedirá los que partían; las músicas sonaban en tierra y las naves se veían embanderadas66. Una vez que todos estuvieron abordo, los marineros no perdieron tiempo y desplegando las velas se hacían a la mar con rumbo al sur. Era el 2 de febrero de 155767. A Ercilla le tocó embarcarse en el mismo navío en que iba don García68.

  —31→  

Luchando contra el viento sur, que sopla siempre en las vecindades de la costa en aquella época del año, cuando aún Juan Fernández no había tenido la feliz idea de engolfarse en busca de los alisios, cuya ruta permitió después reducir enormemente el camino a Chile, fueron navegando siempre con la tierra a la vista, y virando para no acercarse demasiado a ella, adonde con frecuencia se veían empujados, se hallaron cerca del Guarco; de otro bordo alcanzaron a la altura de Chincha; cambió el viento al norte al pasar frente a Nasca; siguieron su ruta por entre las islas llamadas entonces de Sangalla, para arribar, después de un mes de viaje, al puerto de Arica, en el que se detuvieron cuatro días. Desde allí hasta ver el valle de Copiapó, «primero Valle del distrito de Chile verdadero», que era la parte en que los vientos calmaban y se hacía más tarda la navegación, se demoraron no poco, logrando, al cabo, el 23 de abril echar el ancla la escuadrilla en el puerto de Coquimbo o La Serena. Habían gastado, así, en el viaje dos meses y 21 días, duración que no significaba para entonces nada de anormal y que aun podría mirarse como afortunada69. Ercilla, sin embargo, hubo de sentirse durante la navegación indispuesto, hasta el extremo de hacer necesaria en alguna ocasión la intervención del médico70.



  —32→  

ArribaAbajoV. Ercilla en Chile

I


La hospitalidad de la Serena.- Parte Ercilla en viaje al sur de Chile.- Furiosa tormenta que asalta a las naves.- Llegada a la isla de la Quiriquina.- Construcción del fuerte de Penco.- Es asaltado por los indios.- Llegan de Santiago las fuerzas de caballería.- Batalla de Bíobío.- Una excursión militar de Ercilla.- Batalla de Millarapue.- Galbarino y el poeta.- Combate de la quebrada de Purén.- Valiente resolución de Ercilla.- Parte con Hurtado de Mendoza a la Imperial.- Vuelve apresuradamente de allí al socorro de Cañete.- Llega a tiempo de rechazar el ataque ideado por Caupolicán.- Sale de nuevo en seguimiento del Gobernador.


Posiblemente el mismo día o, a más tardar, en el siguiente, don García y gran parte de su séquito, en «lozanos caballos guarnecidos» que se les tenía preparados, anduvieron las dos leguas que distaba el puerto de la ciudad, donde fueron hospedados con el mayor cariño, aunque con la poca comodidad de que pudieron disponer los vecinos, y proveídos de cuanto necesitaban para refrescarse de tan largo viaje71. Fueron, desde luego, a la iglesia a dar gracias a Dios que los había traído hasta allí en salvamento, y en la mañana del día siguiente 25, don García quedó recibido en su carácter de gobernador del reino, con el respetuoso acatamiento de Francisco de Aguirre, que tenía por suyo aquel pueblo, y era uno de los capitanes que hasta entonces había disputado el mando a Francisco de Villagra, que lo ejercía en Santiago; hospedose en casa de aquel viejo soldado y allí recibió el homenaje del enviado de Villagra y de los vecinos de la capital, que iban a suplicarle que se sirviese pasar a visitarlos72.

Hacía pocos días a que habían desembarcado, cuando llegó a La Serena la gente   —33→   que salió de Lima con los caballos, los cuales, después de un mes que estuvieron allí reponiéndose, fueron enviados a que siguiesen al sur; don García se negó a aceptar el ofrecimiento de que pasase a Santiago y resolvió continuar en dirección al sur con el resto de sus soldados por la ruta marítima73. Resolución desacertadísima si las hubo: desairaba, desde luego, con ella don García a los vecinos de Santiago, que eran la flor y nata del reino, y que tan sumisos se le mostraban; iba a seguir su viaje cuando comenzaba el invierno, harto más crudo en las regiones, pobladas de enemigos, a que iba a dirigirse; carecería allí, de fijo, de las provisiones y elementos indispensables a la vida, y sobre todo, de la caballería, que era el alma del ejército en las campañas contra los indios; todavía, sin que pudiese justificar semejante resolución la disculpa que daban algunos de que había sido enviado a repoblar a Concepción, porque tal cosa, en semejantes condiciones, era imposible. ¿No tuvo el Gobernador el consejo de quienes conocían estas cosas, antes de tomar semejante resolución? Ciertamente que sí; pero lo desestimó a puro efecto del miedo que aún perduraba en los españoles de Chile después de sus desastres en el sur74, y el hecho fue, que se hizo a la vela el 21   —34→   de junio75 con sólo dos de las naves y algo más de ciento cincuenta hombres, entre quienes se contaba Ercilla, que iba en la capitana.

Bien pronto iban a comenzar a experimentar los inconvenientes de aquel viaje. Iniciado con «un alegre alarde y apariencia», y


... sin temor de los airados
vientos, que entonces con mayor licencia
andan en esta parte derramados
mostrando más entera su violencia,



cuando el mar estaba en calma; una brisa fresca impelió suavemente las naves durante seis días, pero al seteno cambió el viento y un norte furioso empezó a azotarlas; la capitana, en la que iba Ercilla, que pronto se separó de su compañera, para no divisarla ya más, estuvo a pique de ver su mástil roto; acudían todos, marineros y soldados a la maniobra; la braveza del mar siguió arreciando; en un momento, negras nubes, en las que retumbaban los truenos y cruzaban innumerables rayos, hicieron cerrarse pronto el horizonte por completo; una ola, que parecía una montaña de agua en su grandor, embistió al galeón por un costado, «llevándolo un gran rato sumergido»; durante breve espacio se notó cambiar el viento y despejarse el cielo; pero, a la llegada de la noche, arreció la borrasca, hasta el punto de que las gavias parecían hundirse en las aguas, con tan repentina furia, que aún no fue posible amainarlas, a tiempo que los pilotos divisaron la costa y se creyeron ya perdidos. Faltoles entonces la serenidad, y sin saber qué hacerse, cuándo tan pronto se veía la nave con su quilla descubierta, cuándo parecía que se la tragaba el mar; se oían las voces de todos, que pretendían dirigir la maniobra para librarse de dar en las vecinas rocas, entre las cuales se veían reventar las olas, alumbrando aquel paisaje al chocar con la claridad que formaban las espumas. Nada parecía bastar a impedir que la nave se fuese acercando a la costa en que había de estrellarse, y cuando ya todos


Sin esperanza de remedio alguno
El gobierno dejaban a los hados
Corriendo acá y allá desatentados,



un accidente puramente casual vino a salvarles: un golpe de viento, al romper la mura   —35→   mayor, hizo que el cable que la sostenía, suelto el puño del trinquete, aferrase en un diente del ancla y, fijando así la vela, permitió el gobierno de la nave, haciéndola en el acto cambiar de dirección y librarla de la peligros a situación en que se hallaba.

Para colmo de fortuna, a ese tiempo, el viento, que había disipado la espesa neblina en que se encontraban envueltos, les permitió reconocer el morro de Penco, a cuyo abrigo fueron a echar el ancla, a vista de la isleta llamada de la Quiriquina, al amanecer del día 28 de junio76.

  —36→  

Alegres con haber escapado del gravísimo peligro en que se hallaron y de verse por fin en la tierra en que iniciarían la campaña, apenas llevados, comenzaron los aprestos del desembarco. Desde a bordo divisaban a los indios que habitaban la isla formados en escuadrones en una altura que dominaba la playa, quienes, al ver una sola embarcación, no trepidaron en salir a resistirles. Se arriaron los dos botes de la nave y en ellos se metieron cuantos españoles podían caber. Llovía en esos momentos copiosamente77. Por una extraña coincidencia, al tiempo que ponían pie en tierra, un rayo iluminó el horizonte, y un bólido, cruzando el firmamento, estallaba allí cerca con gran estruendo.

Amedrentados los indios con tal espectáculo, que miraron como fatídico agüero, y al ver mucha más gente de la que se imaginaron, rompieron sus filas y se dispersaron, para escapar de la isla en dirección al continente en balsas y maderos, transportando sus hijos, mujeres y comidas78.

Derramáronse, a su vez, los españoles por la isla, registrando las abandonadas chozas, los matorrales y cavernas en busca de los naturales, hasta lograr dar con algunos que estaban escondidos, y que, llevados a presencia de don García, trató de aquietarlos con palabras de amor, les hizo algunos obsequios y concluyó por amonestarles a que se convirtiesen a la fe católica y se sometiesen a la obediencia de Carlos V.

Procediose en seguida a preparar las viviendas en que habían de alojarse. Se sacaron de a bordo los toldos que tenían, se encendió fuego79 y se dio comienzo a tostar el trigo, ya mojado, de que debían alimentarse. Pero vino luego la noche, oscura y tenebrosa, con tal tormenta de viento, que no dejó cosa por trastornar de las que habían levantado para viviendas. Al día siguiente hubo que comenzar por repararlos daños sufridos y se dio principio a construir habitaciones más sólidas, con gruesas estacas enterradas en la arena, en un sitio descubierto y húmedo, que procuraron techar y   —37→   proteger con tablas, ramas y la paja que encontraron en los ranchos de los indios80. En breve espacio se levantaron tantas, que ofrecían la apariencia de un verdadero pueblo. Desembarcose también la artillería gruesa y se hicieron con ella salvas, cuyo eco fue a repercutir en el continente, alarmando a los indígenas, -ya sabedores de la llegada de aquellos huéspedes-, y que comenzaron a mostrarse


Descogiendo por todas las riberas
Sus lucidos pendones y banderas.



Además de la segunda nave de la armada, que había arribado allí, como dijimos, dos días después de la de don García, al cabo de otros 18, fondeaba también una tercera, que llevaba a Juan Gómez y algunos vecinos de Santiago, y, por último, dos más, todas «llenas de armas, de gente y bastimento»81. Hervía el campamento con el tráfago de la gente y el aparato bélico, cuando se presentó en él un indio llamado Millalauco, que llegó del continente en una piragua tripulada por algunos otros de sus compañeros, y que luego de saltar en tierra en la isla se dirigió en busca de don García. Era enviado por los caciques de Arauco en calidad de espía, para que se informase, sobre todo, del número de la gente española y penetrase sus designios, si fuese posible. Aunque joven, era reputado entre los suyos por inteligente y cauteloso. Al ver tantos soldados y el gran movimiento que se notaba en el campo, pareció por un momento confuso e indeciso; mas luego, observando de paso cuanto veía, enderezó al pabellón del gobernador, quien se hallaba en esos instantes acompañado de Ercilla, y saludándoles cortés y alegremente, dio comienzo a su embajada, para concluir diciendo que los caciques se hallaban por entonces sin voluntad de hacer la guerra y que sólo deseaban la paz. Contestó don García con palabras de agradecimiento a la   —38→   amistad que se le ofrecía, y que en nombre del Rey haría cuanto estuviera de su parte para que en lo de adelante fuesen excusados de algunos trabajos y jamás agraviados. Hízole algunos obsequios, y con muestras de reconocido volviose el indio a embarcar antes de que llegase la noche82.

Mientras tanto, el tiempo se pasaba sin que los españoles pudieran abandonar la isla, combatidos siempre de los rigores del invierno y sin adelantar un paso en la empresa para que habían llegado allí... A los grandes trabajos del frío y escasez de alimentos, por no decir del hambre, se añadía que vivían en perpetua zozobra por las noticias que con frecuencia se les daba de que iban a ser asaltados por los indios cuando aún no disponían de los caballos, el arma verdaderamente eficaz en aquella guerra83. Urgía ya salir de aquella situación, que el mismo Gobernador se había creado. Para ver modo de elegir el sitio en que pudiera establecerse en el continente y tomar nuevas de los indios, despachó a veinte de sus soldados, que en una noche tempestuosa lograron apresar algunos de ellos, de cuyas declaraciones, sin embargo, nada se mereció sacar en limpio84. En cambio, los tripulantes de uno de los barcos enviados desde Valparaíso con bastimentos le noticiaron haber hallado «en una punta sobre la mar sitio que para fortaleza con poco trabajo se ponía en mucha defensa»85. A ese propósito, que ya no era posible dilatar, y cuando tuvo nueva de que los caballos se habían puesto en marcha desde Santiago86, hizo que los barcos con casi toda la gente y pertrechos se trasladasen al fondeadero vecino al sitio que se le indicaba como más adecuado para su nuevo asiento, abandonando, por fin, su alojamiento de la isla al cabo de 48 días que había permanecido en ella87.

  —39→  

Para elegir el sitio conveniente donde había de levantarse el proyectado fuerte, don García en persona, con algunos soldados y, entre ellos, Juan Gómez, conocedor de aquellos parajes, pasó al continente, sin que divisaran un solo indio en los contornos88. Escogido, después de esa inspección, el lugar, que fue, como refiere Ercilla,


... en un pequeño cerro exento
sobre la mar vecina relevado89,



distante sólo un tiro de arcabuz de donde había estado la destruida Concepción90, cuatro días más tarde91 dispuso don García que en el silencio de la noche92 desembarcasen, a las órdenes de su hermano don Felipe de Mendoza93, 130 soldados, entre quienes se contaba a Ercilla, que, lleno de legítimo orgullo, pues se había elegido a los mejores, exclamaba, con ese motivo:


Yo con ellos también, que vez ninguna
dejé de dar un tiento a la fortuna.94



  —40→  

Habiendo puesto pie en tierra sin estorbo, comenzaron en el acto con febril actividad la tarea de levantar el fuerte, tanta, que, a pesar de que las noches iban haciéndose ya más cortas,


Antes que la alba fuese desterrando
las nocturnas estrellas, parecía
la cumbre del collado levantada,
de gente y materiales ocupada.95



Y se siguió trabajando con empeño tal, que antes de salir el sol del otro día96 se pudo ver terminado aquel fuerte, con sus traveses y cortinas, formados de gruesos troncos y fajina, y a todo su derredor un ancho y hondo foso, que reforzaban ocho gruesas piezas de campaña. Se izó entonces el estandarte Real, en el acto en que se tomó posesión de aquellos sitios a nombre de Felipe II, con las acostumbradas formalidades97; y luego pudo guarecerse en su recinto toda la gente española, -salvo la que pareció conveniente dejar a bordo para guarda de las naves,- que desde el primer momento fue repartida por las anchas cortinas, «según y por el orden que convino».

Tal es el momento que Ercilla, que no podía reposar un instante, según dice, hallándose   —41→   una de esas noches imaginativo y desvelado en espera del peligro a ratos, o con el cuidado de escribir que entonces tenía ya, eligió para ingerir en el poema su episodio del relato del asalto de San Quintín. Era, pues, entonces, el 10 de agosto de 1557, precisamente el día en que se verificaba aquel hecho de armas, y la situación en que se hallaba, oportunidad admirable para que más tarde al lector no disonase verlo pasaren sus cantos, del lejano fuerte levantado en territorio araucano, a la celebración de una vitoria que tan profundas huellas dejaría en el ánimo del soberano a quien había consagrado sus desvelos y su vida. Ese es también el punto de su relación en que, dejando por un rato el estruendo de las armas, veía allá en lontananza la figura de la clama a cuyos pies «había de rendir su fortuna». Se le aparecía en sueños, hermosa sobre las hermosas, brindándole su felicidad futura; y alcanzaba aún a saber su nombre, cuando hubo de despertar por el estruendo de las voces de los que ¡arma! ¡arma! gritaban, al ver aparecer, junto con la aurora en el horizonte andino, multitud de gente que ensordecía el aire con sus alaridos.

Eran, en efecto, los indios, que venían a asaltar el fuerte. Sabedores del desembarco de los españoles y del sitio en que se hallaban fortificados por los frecuentes espías que enviaban hasta él y de que aún no disponían de los caballos, se juntaron luego en Talcaguano, a poco más de dos millas de allí; caminaron durante la noche y fueron a esperar que aclarase ocultos en una gran barranca al pie de la montaña en que se levantaba el fuerte. Apenas despuntaban las primeras luces del 25 de agosto, marchaban al ataque, divididos en tres escuadrones, de unos mil hombres cada uno, que hicieron alto en lo más encumbrado del morro, para reconocer el alojamiento de los españoles. Pudieron así darse cuenta del muro y del foso que lo abrigaban, y esgrimiendo sus armas al son de espantosa gritería, llegaron hasta el borde del último, procurándolo cegar con tierra, ramas y maderos, mientras otros más osados intentaban salvarlo de un salto valiéndose de sus picas, para llegar a trabarse en lucha cuerpo a cuerpo.

Bien pronto no hubo necesidad de proseguir esta tarea. Los cañones y arcabuces de los españoles, que eran disparados de mampuesto, hacían tal estrago entre los indios, que con sus cuerpos muertos llenaban el foso; salvado así ese obstáculo, los demás lograron avanzar hasta el muro, que trepaban apoyados en sus picas,


Llegando por las partes más guardadas
a medir con nosotros las espadas,



como refiere el poeta, poniéndoles en tal estrecho y coyuntura, continúa diciendo, que lo que parecía imposible estuvo a punto de suceder.

A todo esto, los españoles que aun estaban en las naves, al sentir la gritería de los indios y el estruendo de los tiros, descolgaron los bateles, -y hasta hubo quienes saliesen a nado,- y se lanzaron en socorro de los del fuerte. Llegados a la playa, casi todos a una, formaron un escuadrón, pero en el acto mismo les salió al encuentro otro que los indígenas tenían allí en lo bajo del cerro, y se trabaron en batalla, distinguiéndose entré los españoles Julián de Valenzuela. En la muralla hacían otro tanto don García, que defendía tenazmente su cuartel, y, como él, no pocos cuyos nombres recuerda Ercilla. De ellos merece especial recordación Martín de Elvira.

De los primeros indios que intentaron salvar el foso fue uno llamado Gracolano, que, sin cuidarse de las espadas, tiros ni ballestas, logró cerrar con Elvira, y quitándole la lanza de las manos y apoyándose en ella, dejábase deslizar para salvar de nuevo el foso, cuando una piedra que le dio en las sienes, le quitó la vida; quedó la lanza allí arrimada; tomola entonces otro indio y cayó también muerto de dos balazos; cógela, por fin, un tercero y logra acogerse al montón de los suyos. Elvira, que desde lejos veía   —42→   su lanza sobresalir entre las de los enemigos, no trepidó tampoco en procurar recobrarla; sale por una pequeña puerta de la empalizada y logra llegar hasta el indio que la enarbolaba, y en lucha cuerpo a cuerpo, después de recibir un golpe que le dejó desatentado, tuvo medio de matarle a puñaladas, y arrebatándole aquella su arma, enderezó con ella hacia la puerta, que sus compañeros, que presenciaban emocionados aquel lance singular, le abrieron recibiéndole en palmas.

Después de más de cinco horas de lucha tan encarnizada, al ver los araucanos que sus intentos para apoderarse del fuerte resultaban vanos, emprendieron la retirada, pero en «paso concertado y rostro a rostro», llevándose cuanto los españoles tenían en las afueras del recinto amurallado. Tucapel era el único que quedaba todavía en lo alto, hasta que, viéndose solo y mal herido, logró llegar a un sitio en que, por ser el cerro allí peinado y cortado a pico, no había muro alguno, se dejó caer de un salto; allí abajo arremetió aún con los españoles que seguían combatiendo, y abriéndose paso por sus filas, se juntó con los suyos que se retiraban por las laderas del cerro98

  —43→  

Los españoles del fuerte, mientras tanto, habían formado un escuadrón para   —44→   perseguir a los indios que se retiraban, y aun los siguieron por cierto trecho, para regresar muy luego a su albergue, temerosos de que les armasen alguna emboscada.

  —45→  

El resto del día lo gastaron en limpiar el foso y en reparar los destrozos causados en el muro. En la noche se dispuso la guardia conveniente y se repartieron los centinelas   —46→   a usanza de guerra, cabiéndole a Ercilla el cuarto de la prima, sin hallar hora de reposo a sus fatigas, a pesar de que hacía quince días a que no se desarmaba. Había estado durmiendo en todo ese tiempo en la «húmida tierra empantanada» en lugar   —47→   de vino, había sido dádole probar sólo el agua llovediza desabrida, y por todo alimento, dos escasos puñados de cebada, cocida con yerbas y sazonada con agua del mar... Así y sin poder conciliar el sueño se hallaba, cuando durante el tiempo de su guardia le tocó encontrar a Tegualda, que buscaba entre los muertos el cuerpo de su marido, cuya ternísima historia cuenta entonces en su poema, y que da por terminada   —48→   en el momento en que don Simón Pereira le advierte que el tiempo de su turno era acabado.

Y se continuó en aquellas faenas los días siguientes de la semana99 pues, en verdad, que razón sobrada tenían los españoles para no perder momento en reparar el fuerte. La experiencia se había encargado de mostrarles que el empuje de los bárbaros pasaba de cuanto pudiera imaginarse y que de una hora en otra habían devolver al ataque. Así, al menos, lo repetían con insistencia los mismos indios amigos que les servían100.

Y, a todo esto, los caballos no llegaban. Para apurar su venida, don García, ya impaciente y seriamente preocupado de la tardanza, luego de pasar al continente había despachado nuevos emisarios101 en busca de los que los llevaban de Santiago, con orden duque acelerasen a toda costa la marcha. El sábado 28 por la mañana las noticias que se recibieron en el fuerte eran bien poco tranquilizadoras: uno de los indios que allí aportó a «gran priesa», refería que las fuerzas todas de los naturales marchaban al ataque, noticias que a medio día confirmó «un amigo cacique de la tierra», que añadía aún, que para el asalto los indios irían prevenidos de cuantos elementos habían logrado reunir, «puentes, traviesas, árboles, tablones», para poder salvar fácilmente el foso. Otros espías hasta llegaban a precisar que el asalto lo darían por tres lados a la vez, en las últimas horas de la noche de aquel día. Los españoles, aunque   —49→   resueltos a defenderse hasta lo último, se creyeron por instantes perdidos, llegando a confiar ya sólo en la «divina ayuda»102.

¡Calcúlese el gozo que tuvieron cuando en la tarde de ese mismo día, de repente vieron aparecer en lo alto del cerro, marchando en orden, a sus compañeros que les llevaban los caballos!103 Las voces de unos y otros, el relinchar de los caballos, las descargas de los arcabuces, las banderas y divisas que flotaban al viento al desfilar de los soldados, todo prestaba a aquel espectáculo una extraordinaria animación y llenaba los ánimos de alborozo. El peligro inminente había desaparecido desde ese mismo punto y ya podrían pensar en salir del encierro e impotencia a que se vieron reducidos.

Para hospedar a los recién llegados y encontrar colocación a los bagajes se improvisaron tiendas en la parte llana, aunque estrecha, que se extendía al pie del fuerte, en tanto número, que daba a ese alojamiento el aspecto de una ciudad104.

La gente restante que venía de Santiago sólo vino a llegar a reunirse con la de don García el 22 de septiembre105.

  —50→  

Juntos así la casi totalidad de los elementos con que don García podía contar para iniciar la campaña y dispuesto ya el arreglo del bagaje, no daba, sin embargo, la señal de marcha, probablemente en espera de que le llegasen también los socorros que había mandado pedir a las ciudades del sur, la Imperial y Valdivia. Murmuraba la «gente bulliciosa y esforzada» de tanta tardanza y se decidió al fin a representarlo al Gobernador, pidiendo que se acelerase la partida, que hubo así de fijarla para dentro de cinco días106. Antes de marchar, distribuyó el ejército en varias compañías de las tres armas, que en su totalidad puso a cargo de los capitanes que le acompañaban desde el Perú, dejando el mando de la caballería a los que habían militado en Chile, y la más numerosa de esta arma, compuesta de cien hombres, a Rodrigo Quiroga, «de la gente más principal que el dicho Gobernador traía»107. De crer es, por tanto, que Ercilla quedara desde un principio incorporado a esa compañía y bajo las órdenes inmediatas de aquel viejo cuanto hasta entonces honrado conquistador108.

Llegaba por fin, ese «aplazado y alegre día». El 1.º de noviembre Hurtado de Mendoza partía de sus cuarteles a la cabeza del más grande y numeroso ejército español que se hubiese visto hasta entonces en Chile109. Acabada la primera   —51→   jornada, de sólo dos leguas, se le reunieron los soldados que llegaban de la Imperial, perfectamente armados y con no pocos indios y ganado110, que recibieron el encargo de defender la ribera sur del río. El paso, iniciado con todas las precauciones imaginables y sin oposición alguna de los araucanos, acabaron, de realizarlo los soldados españoles en el siguiente día, pero se gastaron todavía cuatro en el de los indios, caballos y bagaje111. Desde ese momento, 7 de aquel mes, se hallaban, pues, en tierra enemiga, y en esa conformidad tomó don García sus disposiciones. En la misma tarde, en que todos se hallaban ya en la ribera opuesta del Bío-Bío, «ordené mi gente, dice, en esta manera: a media legua del campo, una compañía de cuarenta caballos   —52→   repartidos unos delante de otros y por todos lados, y otros diez de a caballo a vista dellos y del campo, para que, en dando ellos arma, nos la diesen a nosotros; y delante de mí, doce religiosos con la cruz, y luego yo, y tras de mí, mi compañía en la vanguardia, y tras la mía, tres compañías de infantería, de arcabuceros, y piqueros, y espadas, y rodelas; luego seguían cinco capitanes de a caballo en una hilera, y tras dellos el estandarte Real, y de un lado llevaban a don Pedro de Portugal, alférez general, y del otro lado al licenciado Santillán, y en la misma hilera los alférez de los capitanes que iban delante con sus estandartes, y tras dellos, en sus hileras, de cinco en cinco, todas las compañías y el fardaje y las piezas; llevábamoslo todo y por un lado una compañía de a caballo y otra de infantería de retaguardia»112.

Al día siguiente (8 de noviembre) el campo se ponía en marcha y al declinar la tarde iba a alojarse cerca de un arroyuelo, al pie de una ladera, y estaba apenas instalado, cuando se vio llegar a uno de los veinte soldados de la patrulla destacada en avanzada a cargo de Reinoso, que traía la noticia de que los indios tenían en gran aprieto a los que la formaban. Todo el campo se puso entonces en armas. De orden de don García partió luego Juan Remón en su socorro con treinta hombres de a caballo, y aunque reunidos los cincuenta españoles, no lograban romper a los indios, que los iban acosando de cerca en su retirada, la cual hacían deteniéndose por momentos para hacerles frente. En tales apuros se veían ya, que Remón despachó uno de los suyos al cuartel general en demanda de más gente. Fue entonces cuando Rodrigo de Quiroga recibió orden de salir con su compañía, de la cual, según decíamos, formaba parte Ercilla113.

Los indios venían tan cebados, que sólo cuando se veían ya entre las picas y lanzas de los españoles que salían del campamento, se apartaron


Al pie de un cerro, a la derecha mano
cerca de una laguna y gran pantano.



Allí fue donde se continuó la pelea y tuvo lugar la embestida de la compañía de Ercilla; allí fue, como él mismo cuenta, (361-3:)


Donde de nuestro cuerno arremetimos
un gran tropel a pie de gente armada,
que con presteza al arribar les dimos
espesa carga y súbita rociada;
y al cieno retirados, nos metimos
tras ellos, por venir espada a espada,
probando allí las fuerzas y el denuedo
con rostro firme y ánimo a pie quedo



  —53→  

Luchábase en aquel terreno pantanoso, perfectamente elegido por los indios para librarse de los caballos, a pie, metidos en el cieno, a veces hasta la cintura; a veces; un español contra dos y tres araucanos. De entre éstos, se distinguía sobre todos Rengo, que, maza en mano, hacía amedrentar a algunos de los que le divisaban cerca; pero no así a Ercilla y a otros de los que se hallaban a su lado; pues él mismo refiere que


Algunos españoles más cercanos
aguijamos sobre él con prestas manos:



osadía que hubo de costar cara al «joven Zúñiga», pues el bárbaro, después de asestar sendos golpes a dos indígenas amigos, de un tercero a aquel enderezado, le dejó sumido hasta el pecho en el cieno, a tiempo que la acometida de otros españoles vino a librarle de perecer a sus manos114.

  —54→  

La lucha había sido porfiada y concluyó al fin, cuando era ya de noche, con la retirada de los araucanos al pucará (fuerte hecho a su modo) no muy lejano de allí, en el que habían permanecido en un principio en asecho de los españoles115. Dejaban, sin embargo, en poder de éstos no pocos prisioneros, que en su mayoría se soltaron luego para que sirviesen de portadores cerca de los suyos de los propósitos de paz que animaban al jefe español; si bien trato tan humano distó de ser general, pues según apunta quien lo vio, «se aperrearon algunos, ahorcaron muchos, cortaron brazos, pies, manos, dedos sin número»116. Entre los mutilados se contó a Galbarino, preso en circunstancias que se había adelantado mucho de sus filas, y llevado casualmente al cuartel en que testaba alojado Ercilla, a quien le tocó presenciar, lleno de profunda lástima, -que nunca la piedad abandonó por un momento su corazón,- el acto en que le cortaron las manos, dejándonos en su poema las estrofas más vívidas y conmovedoras al pintar la entereza con que el bárbaro sufrió el atroz castigo. Andando los días, había de encontrarle aún en su camino...117

Aquella noche se pasó en el campamento español con guardias dobladas y todos bien apercibidos, sin ser molestados. Al rayar el sol, partió adelante la caballería y luego la infantería y demás gente, marchando tan de prisa, que a mediodía habían alcanzado ya lo alto de la cuesta, cuyas laderas se veían todavía cubiertas de los huesos de los soldados españoles muertos en el combate que allí peleó Francisco de Villena118. Desde la cumbre se divisaba, al oriente, el valle araucano, y al poniente se dilataba el mar, que llegaba hasta azotar con sus olas el pie de la montaña. Bajaron luego los españoles al llano y se asentaron en un sitio abundante de pastos y comidas [maíz]. Desde allí despacharon emisarios para ofrecer nuevamente la paz a los araucanos; pero no volvieron, ni los espías lograron descubrir cosa alguna respecto del paradero o intenciones de los indios119. Los que de éstos se conseguía apresar, no   —55→   había forma de sacarles cosa alguna, ni por dádivas, ni aun en el tormento120. Pasados algunos días en esta incertidumbre, se acordó despachar varias partidas exploradoras. En una de ellas partió Ercilla, «al salir tardo de la escasa luna», logrando encontrar durante la noche rancherías de indígenas infelices hasta quienes no había llegado aún el alboroto y estruendo de la guerra121.

Y tanto se tardó en su vuelta, que llegaron a tenerle por perdido. Ni él ni nadie había podido recoger dato alguno del paradero del ejército araucano; hasta que, así, desconcertados, resolvió don García emprender de nuevo la marcha al cabo de dos semanas pasadas allí


Con falsas armas y esperanzas vanas.



Según esto, la partida del campo expedicionario debió de verificarse el 27 de noviembre. Rehuyendo los pasos peligrosos, siguieron entonces avanzando por el territorio araucano, hasta ir a alojarse la tarde del 29 de aquel mes122 en un valle muy poblado, que atravesaba un arroyuelo, circundado de tierras cultivadas, y allí en lo más despejado se levantaron las tiendas y pabellones de las escuadras españolas. Aquel sitio se llamaba en lengua indígena Millarapue123.

Estaba apenas alojado el campo cuando se presentó en él un indio armado que preguntaba por don García. Conducido a su presencia, le dijo, sin el menor asomo de respeto y delante de mucha gente que a la novedad se había ido juntando, que iba a desafiarle de parte de su jefe Caupolicán. Contesto don García aceptando el reto, si bien la mayoría de los españoles creyó que todo eso no pasaba de ser un pretexto y que aquel indio no era ido a otra cosa que a informarse de lo que ocurría en el campamento español.

  —56→  

Con esta sospecha, los soldados vieron irse la noche arrimados a sus picas y con sus armaduras puestas, esperando por momentos el ataque de los indios; al amanecer, los alegres toques de diana que daban menestrales, trompetas y chirimías, saludaban el nuevo día, que era el de San Andrés, a las puertas de la tienda de don García, como homenaje al nombre que llevaba su padre, y luego todo el campo se hallaba ya listo para partir, cuando de improviso se vio aparecer a los indios que marchaban divididos en tres gruesos escuadrones124. Ocultos en los parajes vecinos y engañados por los sonidos de los instrumentos españoles, que se imaginaron haber dado la señal de que estaban descubiertos, marchaban resueltamente al ataque, pretendiendo cercar el campo español. Los jinetes, ya con las riendas en las manos, sin esperar la acometida enemiga, se lanzaron ladera abajo sobre el escuadrón izquierdo de los indios, mandado en persona por Caupolicán, que los esperó a pie firme, con sus picas caladas; el encuentro fue terrible; muchos indios cayeron atravesados de las lanzas, pero no pocos jinetes saltaron de sus sillas, para llegar en un instante a trabarse en combate cuerpo a cuerpo, teniendo que echar mano los españoles de sus espadas.

El escuadrón indígena del centro, al mando de Tucapel, que vio comprometido al de la derecha, apresuró entonces su carrera, saliéndole a recibir a toda rienda otra de las compañías españolas de a caballo; el tercero, que era el más numeroso, siguiendo su ascenso por la suave pendiente de la loma, de acuerdo con el plan señalado de antemano de rodear el campo enemigo, al notar que la batalla estaba ya trabada en el llano, se detuvo un momento en su subida, y luego, calando las picas, comenzó a descender con paso apresurado y resuelto, en formación compacta. Ya en la planicie pedregosa, le salía a su encuentro un tercer escuadrón de los españoles. Desde ese momento la batalla se había empeñado en toda la línea, y con tal furia se combatía, que, rotas ya las picas, se peleaba a rigor de espada y brazo a brazo. A poco, el escuadrón español de la izquierda, que primero había empeñado la lucha, comenzó a ceder, sobrepujado por el número de los indios, y éstos empezaban ya a cantar vitoria, cuando el postrer escuadrón español que había quedado de reserva, acometió, a su vez, por aquella parte en socorro de sus apurados compañeros. En él iba Ercilla125. Cargando con denuedo sobre los bárbaros, les fue retrayendo poco a poco, hasta que, poseídos ya del miedo, enderezaron a tomar una quebrada que formaban donde aquellas lomas; siguiéronles los españoles por entre los matorrales y el bosque, matando en la espesura casi a tientas a los que lograban al alcance de sus espadas, sin perdonar aún a los rendidos.

Los indios del escuadrón de la izquierda, que luego se dieron cuenta de que el más numeroso de los suyos iba en derrota, perdiendo con esto el ánimo, tocaron retirada y se alejaron con paso largo, aunque en orden, para ocultarse también en el bosque. Pero allí, en fila compacta, volvieron a hacer frente otra vez a los españoles que los seguían. Y este es el momento en que vamos a ver figurar de nuevo a Ercilla. Cuenta, pues, él:



Yo, que de aquella parte discurriendo
a vueltas del rumor también andaba,
la grita y nuevo estrépito sintiendo
que en el vecino bosque resonaba,
—57→

apresuré los pasos, acudiendo
hacia donde el rumor me encaminaba,
viendo al entrar del bosque detenidos
algunos españoles conocidos.

Estaba a un lado Juan Remón gritando:
«Caballeros, entrad, no temáis nada:»
Mas, ellos, el peligro ponderando,
dificultaban la dudosa entrada.
Yo, pues, a la sazón a pie arribando
donde estaba la gente recatada,
Juan Remón, que me vio, luego de frente
quiso obligarme allí públicamente,

diciendo: «¡Oh don Alonso! quien procura
ganar estimación y aventajarse,
este es el tiempo y esta es coyuntura
en que puede con honra señalarse;
no impida vuestra suerte esta espesura
donde quieren los indios entregarse;
que el que abriere la entrada defendida
le será la vitoria atribuida».

Oyendo, pues, mi nombre conocido
y que todos volvieron a mirarme,
del honor y vergüenza compelido,
no pudiendo del trance ya excusarme,
por lo espeso del bosque y más temido
comencé de romper y aventurarme,
siguiéndome Arias Pardo Maldonado,
Manrique, don Simón, y Coronado.

Los cuales de vivir desesperados,
los obstinados indios embistieron,
que en una espesa muela bien cerrados
las españoles armas atendieron.
En esto, ya al rumor por todos lados
de nuestra gente muchos acudieron...



Renovose entonces la pelea de nuevo, con tal ardor, que jugaban, ya los brazos, ya los puños y hasta los dientes... Los araucanos resistían con tesón, pero a poco rato fueron cayendo todos, prefiriendo morir antes que rendirse. En el campo dejaban también montones de cadáveres y en poder de sus vencedores gran número de prisioneros. De éstos, fueron elegidos doce de los más principales, reconocidos por sus insignias y vestimentas, para ser ahorcados y que sirviesen de escarmiento. Ercilla, que llegaba a tiempo de presenciar la escena, quiso salvará uno de ellos, dando en su favor por excusa que se había pasado a los españoles; pero el indio, a ese tiempo, levantando los brazos, que tenía escondidos debajo de la camiseta, se opuso a que se le concediese el perdón, pidiendo a gritos la muerte. ¡Era Galbarino! Ercilla que se hallaba a su lado, porfiaba todavía en que se le dejase con vida, y sin lograrlo, dice,


Forzado me aparté, y él fue llevado
A ser con los caciques justiciado.



¿Hemos de continuar relatando aquella escena, una de las más conmovedoras de La Araucana, y digna, por cierto, de la epopeya? ¿Hemos de contar cómo Galbarino reprende a su compatriota que vacila, ante el espectáculo de la muerte, en echarse la soga al cuello? ¿Y cómo, por fin, por falta de verdugo, se colgaron así propios en los árboles?

  —58→  

Tal fue el epílogo de aquella batalla, que Ercilla calificaba de la más sangrienta que se peleó en toda la campaña126.

Hecho el castigo de los indios, que seguramente se ejecutaría ardía siguiente, -de 1.º de diciembre,- el 2 don García emprendió la marcha y al cabo de tres jornadas arribaba a la casa fuerte llamada que había sido de Tucapel127. En breve levantaron los muros de la derruida fortaleza128, y ya de asiento allí, se dio principio a las excursiones a tierra enemiga, procurando siempre por todos medios reducir a sus pobladores a la obediencia. Ercilla apunta expresamente que le tocó hallarse formando parte de algunas de esas partidas exploradoras129, y que en una de ellas, que duró todo un día y en la que le acompañaba; entre otros amigos y soldados, Francisco Osorio y Acevedo, hizo diez prisioneros130: jornada en la que tuvo ocasión de mostrar una vez más la nobleza de sus sentimientos, salvando la vida a Cariolano: beneficio que éste, a su tiempo, trataría de corresponderle. Pero todo fue inútil: ni por bien, ni por caricias, amenazas y castigos hubo forma de reducir a la paz a los indios, quienes, por el contrario, se manifestaban cada día más endurecidos y obstinados. Con vista de esto y después de maduro consejo, se acordó establecer definitivamente allí un pueblo. Para sustentarlo, se imponía, en primer lugar, ver modo de reunir los bastimentos necesarios: el año se presentaba abundante; los maíces estaban ya en berza,   —59→   pero la gente a que había que alimentar era numerosa y le faltaba desde hacía muchos días un bocado de carne que llevarse a la boca. A esto tendieron por entonces los esfuerzos de don García, y como no podía proporcionarse el ganado desde Santiago, resolvió para ello despachará la Imperial a don Miguel de Velasco131 con algunos   —60→   de los soldados que más a punto se hallaban, entre quienes se contaba a Ercilla, para que fuesen allí a buscarlo. Con el riesgo que era de esperar pasando por tierra de guerra, aunque sin contraste alguno, llegaron a aquella ciudad, cuyos vecinos los recibieron cariñosamente y se apresuraron a contribuir con cuanto les fue posible: pan, frutas, semillas y ganados, cerdos especialmente, que eran por entonces abundantísimos en esa parte del país.

Alegres y satisfechos volvían muy luego los de la partida de Velasco con el abundante socorro que llevaban; al pie de la sierra de Purén y ya poco distantes del fuerte, se encontraron con una escolta de soldados132 a cargo de Alonso de Reinoso, que había sido enviada desde allí para proteger la marcha de la columna. Tal precaución estaba aconsejada por la más elemental previsión, pues se desconfiaba de lo que los indios pudieran intentar para impedir la llegada de aquel convoy, y, en efecto, sabedores por sus espías de que los de la Imperial se acercaban y que tendrían forzosamente que pasar «por medio de una espesa y gran quebrada», que estrechaba aún más un arroyo que corría por ella, hasta el punto de no permitir el paso a más de dos hombres a la vez,133 ocultos como estaban, dejaron pasar tranquilamente la escolta salida del fuerte y permanecieron en asecho de su vuelta. Reunido Reinoso con Velasco el 19 de enero de 1558, al día siguiente al amanecer emprendieron la marcha «alertamente». Adelante iba una descubierta, de la que formaba, parte Ercilla134, y cargas y el ganado caminaban rodeados de los soldados, formando gran ruido. Habían ya todos penetrado bastante adentro en la quebrada


Cuando una gruesa bárbara emboscada,
que estaba a los dos lados aguardando,
alzó al cielo una súbita algarada,
las salidas y pasos ocupando,
creciendo indios así, que parecía
que de las yerbas bárbaros nacían.



No permanecían, por cierto, ociosos los que estaban en lo alto de la quebrada, pues dejaban descolgar piedras por millares, que iban a dar en los españoles y espantaban el ganado; los que se hallaban al paso; disparaban sin ser vistos una lluvia de flechas, y algunos más osados se arrojaban a pelear cuerpo a cuerpo con los españoles, que, imposibilitados de valerse de sus caballos en aquella apretura, habían tenido que desmontarse.

En tales circustancias, un yanacona de Ercilla; aquel Cariolano a quien hacía poco le había salvado la vida, llegó corriendo hasta él para decirle que era locura pensar en resistir y menos en escapar, que se tirase al arroyo, que él, conocedor de aquellos parajes, sabría sacarle en salvo; pero Ercilla, dándole en ese punto libertad, picó su caballo   —61→   y se lanzó al combate. Grave empeño y pretensión intolerable de nuestra parte sería que continuáramos relatando esa función de guerra que el poeta ha pintado tan admirablemente en las estrofas finales del canto XXVIII de su Araucana. Recordemos sí, que, considerándose ya vencidos los españoles y que sin remedio habían de dejar sus vidas, a él debieron en gran parte su salvación. Rompiendo como pudo por entre los estorbos del camino, llegó hasta un hueco del monte, donde estaban arrinconados unos diez de sus compañeros; veía que los indios andaban ya cebados en el saqueo del bagaje y que si lograban, ellos siquiera, subir a lo alto, podrían desde allí, y sólo desde allí, llegar a dominarlos y vencerlos. Con tal resolución, arremetieron a subir la cuchilla del cerro, que era empinada y fragosa, logrando al fin alcanzarla cumbre cuando a los caballos ya les faltaba el aliento; y desde entonces, sin estorbo que lo impidiera, tales descargas de arcabucería y galgas desprendidas dieron sobre los indios, que comenzaron a remolinear ante aquella avalancha tan inesperada; otros españoles llegaron luego a juntárseles en ese sitio, haciendo tan eficaz la ofensiva, que bien pronto los indios se dieron a la fuga, ocupados entonces más de cargar con lo que habían logrado apañar que de intentar la resistencia.

Así terminó aquel extraordinario combate, que Ercilla juzgaba haber sido el más peligroso de cuantos hasta entonces había habido en la campaña135.

Merced, pues, a su industria, a su decisión y a su valor, «saqueados en parte y en parte vencedores», como él dice, pudieron, los españoles seguir su camino a Tucapel, a donde arribaron a más andar, aunque en su totalidad heridos136.

Refiere Ercilla que poco después de su arribo al fuerte tuvieron lugar algunos encuentros de importancia, -«no sin costa de sangre y gran trabajo»,- y una batalla reñida en que corrió también sangre de ambos bandos, cuyo relato omitía para ser breve, pero que sería contada como se debiera, andando los años, por algún otro escritor. Nos da pena decirlo: ni en los cronistas ni en los documentos hallamos la menor referencia a esa batalla, sin que creamos, por cierto, que semejante silencio importe un   —62→   desmentido a las afirmaciones del poeta, y en las cuales, acaso, debemos ver cierta ponderación de su parte, o, más bien, atribuirles un sentido algo diverso del que hoy concedemos a tales palabras. Sólo podría asegurarse, a ese respecto, que ha debido de ocurrir en el brevísimo espacio de tres días, según va a verse, y tal vez referirla al sangriento encuentro en que Rodrigo de Quiroga mató a 300 indios137.

Repoblada por Jerónimo de Villegas, a nombre de Hurtado de Mendoza, la ciudad de Concepción, el 6 de enero de 1558, y abastecido ya el fuerte de Tucapel con elementos de guerra y aprovisiones para dos meses138, procedió el Gobernador a hacer el trazo de la de Cañete y un fuerte pare su defensa139, donde consta se hallaba el 21 de ese mes140, y dejándola a cargo de Alonso de Reinoso, resolvió emprender la   —63→   visita y reformación, -usando de una palabra consagrada entonces,- de las ciudades de la Imperial, Villarrica y Valdivia141. A ese intento, salió de Cañete al cabo de dos días de dejarla fundada142. Ercilla nos informa que después de poner «en guarda de la tierra» los mejores soldados,

  —64→  

En orden de batalla y son de guerra
rompimos por los términos vedados
y atravesando de Purén la sierra
de la hambre y las armas fatigados,



arribaron a la Imperial en salvamento, no se sabe a punto fijo el día143, pero, según nuestro entender, seguramente, el 23 o 24 de enero144; que a poco de llegados al pueblo y cuando aún no habían tenido tiempo siquiera de reponer con el alimento y el sueño sus fatigas, se tuvo nueva de que los indios, al ver las fuerzas españolas divididas, comenzaban a alterarse, y que luego entonces, -tal vez el 1.º o el 2 del entrante febrero, - fue despachado a Cañete en un socorro de treinta hombres, los mejor apercibidos que se hallaron145.

Esta vez tomó el derrotero de la costa, fuera de todo camino146, atravesó la región boscosa de Tirúa, subiendo y bajando «la barrancosa tierra» y desmintiendo los pasos que tenían tomados los indios, y sin parar, ni dormir de noche ni de día, llegaba, por fin, al fuerte, cuyos defensores, profundamente alarmados con los síntomas de revuelta de los indios, acogieron con muestras del mayor júbilo aquel socorro, tan a tiempo recibido, que habiéndose apeado, Ercilla y sus compañeros a horas de puesta.

  —65→  

del sol el 4 de aquel mes147, al día siguiente a medio día se presentaron ante la ciudad todos los indios comarcanos, convocados para atacarla148.

No es del caso referir aquí cómo Caupolicán había preparado aquel asalto, en que la traidora inventiva del yanacona Andresillo le hizo caer. Acordado con el caudillo araucano que se verificase al día siguiente de la entrevista que acababa de tener con él, y sabedores del hecho los españoles, gastaron aquella noche en recorrer el foso y muro; alistáronse las armas y a todos se les señaló el puesto que debían ocupar cuando los indios se presentaran a la vista del fuerte. La noche se pasó en vela. La luna, en su cuarto menguante, dejábase apenas ver en el horizonte, cuando los primeros rayos del sol, medio empañados por la niebla, prestaban a la mañana los extraños tintes de un paisaje invernal. A la hora convenida, aquella en que los españoles acostumbraban dormir la siesta, Andresillo pudo mostrará Pran, el emisario de Caupolicán, el aparente descuido que reinaba en el fuerte;


Vieron en sus estancias recogidos
todos los oficiales y soldados,
sobre sus lechos, sin dormir, dormidos,
con aviso y cuidado, descuidados:
los arneses acá desguarnecidos,
los caballos allá desensillados:
todo de industria, al parecer revuelto,
en un mudo silencio y sueño envuelto.



Con este espectáculo y acortando camino por una senda que conocía, Pran voló a dar el esperado aviso a Caupolicán; pero tan pronto no había los pies traspuesto del muro, cuando los españoles ensillaban los caballos, asestaban las piezas de artillería a las dos entradas del fuerte, todos se vestían sus armaduras, los tiradores tomaban colocación en las troneras con las mechas de los arcabuces encendidas, y los restantes empuñaban la lanza o la espada. Luego quedó todo en el mayor silencio, tanto, que los indios de servicio, que tenían sus viviendas en las afueras del recinto fueron los primeros en creer que dentro todos reposaban.

Con el aviso de Pran, el caudillo indígena y los suyos corrieron al asalto, con tal prisa, que los españoles recién acababan de armarse cuando se vio aparecer ya muy cerca a los indios, por dos lados del fuerte, marchando agazapados y con las armas   —66→   casi arrastrando por el suelo, hasta llegar a sí a menos de treinta pasos de las puertas, que permanecían abiertas; desde donde, en número de dos mil, sin toque alguno de los instrumentos que usaban en tales casos, arremetieron en tropel. A ese mismo tiempo tronaban los cañones y Velasco y sus jinetes se lanzaban al galope, espoleando los caballos para abrirse paso por entre los cadáveres de los indios, casi destrozados por la descarga, e ir a caer en el grupo de los de más atrás, que, «ovillados», estaban como atónitos del caso, para producir en ellos una carnicería aun mayor. Los últimos, al ver lo que pasaba, emprendieron la fuga, no sin que algunos, más osados, dejasen por momentos de tratar de hacer frente a los jinetes que en su persecución los iban alanceando.

Los que habían perecido eran muchos, y no menos los que se tomaron prisioneros. De estos últimos se eligieron trece caciques para ser atados a la boca de un cañón y destrozados con un solo disparo.

Tal fue aquella función de guerra en que le tocó figurar a Ercilla. El, que tan admirablemente la cuenta, añade que anduvo en seguida practicando algunas correrías y trasnochadas en busca de Caupolicán149. En una de esas veces, nos cuenta también, que «saliendo a correr la tierra»


Por caminos y pasos desusados,
llevando por escolta y compañía
una escuadra de platicos soldados,



llegó hasta una oculta ranchería situada en medio de un bosque y ocupada por indios domésticos ausentados del servicio, donde encontró herida a Lauca, a quien confió allí a los cuidados de un indio ladino. Añade, en otra parte, que no pudo impedir el suplicio de Caupolicán, que tuvo lugar por aquellos días, pues


Que a la nueva conquista había partido
de la remota y nunca Mista gente,



aludiendo con esto al viaje que don García pensaba llevar hasta las más remotas regiones del sur del país, nada menos que hasta el estrecho de Magallanes.

Imagen