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ArribaAbajoX. Una misión diplomática de Ercilla

Felipe II encarga a Ercilla de una misión cerca de los Duques de Brunswick.- Instrucciones que se le dan.- Parte de Madrid para Zaragoza y se hospeda allí en casa, del Virrey.- Algunas noticias del carácter y temperamento de aquellos señores.- Buena acogida que dispensan a Ercilla y servicios que éste les presta.- Conducta diplomática del poeta.- Vuelve a Madrid y regresa otra vez a Zaragoza.- Iníciase el viaje a Madrid.- Tretas de que se vale Ercilla para demorarlo.- Elogios que su conducta merece al Conde de Sástago.- Desagradables incidencias ocurridas en el camino.- El arribo a Madrid.- Ninguna recompensa que Ercilla alcanzó del monarca por el desempeño de su comisión.


La repercusión de la fama literaria que alcanzó Ercilla con la publicación de esta parte de su obra llegó hasta los pies del trono. Aunque el poeta frecuentaba, indudablemente, la corte379, pasaba en ella casi ignorado. Otros literatos, antes, entonces y después, eran y fueron llamados a servir las secretarias de embajadores y hasta representar a España ante las naciones extranjeras. Ercilla, que había figurado con cierta notoriedad en el servicio del emperador Maximiliano y, sobre todo, en el de su hijo Rodulfo, jamás hasta esos días, cuando estaba en la plenitud de su vida y su nombre se veía en lo más alto del Parnaso, había merecido tal distinción. Por primera vez, el monarca, a quien había dedicado su obra, se acordó de él para confiarle una misión, tan delicada como ingrata. Casi de seguro influiría para ello el que Ercilla hablase el alemán, idioma que debía de poseer después de las largas estancias suyas en Austria, sobre todo la última, que había durado cerca de dos años.

Por carta de 14 de octubre, que le escribía desde Barcelona el Duque de Brunswick, había sabido el monarca que acababa de llegar allí, acompañado de la Duquesa su mujer, hija que era de la de Lorena, prima de Felipe II, anunciándole, a la vez, su propósito de ir a verle a Madrid, visita que le resultaba del todo importuna en aquellos días en que, preocupado de afanes de diversa índole, «trabajosos impedimentos que, unos tras otro, han sucedido de algunos meses a esta parte», según sus palabras, y en vísperas de partir a Monzón a tener allí las cortes próximas a celebrarse, no le era casi posible recibirla. Confiole, pues, a Ercilla, «por la satisfacción que tengo de vuestra persona y cordura», rezaban sus instrucciones, la comisión de que marchase apresuradamente al encuentro de los Duques y que, donde los hallase, pusiese en sus manos las cartas de la bienvenida que les daba, empresa bien fácil, ciertamente, pero que se complicaba con el verdadero objetivo de aquella embajada, cual era, que por todos los medios que le fuera posible, aunque siempre con la mayor disimulación y sin que en caso alguno pudieran tomarlo aquellos huéspedes a mala   —141→   parte, el procurar que no pasasen de Zaragoza. Para hacerles grata su permanencia allí, el monarca le advertía que había despachado orden al Conde de Sástago, su capitán general de Aragón, de que les hiciese dar una buena posada y les tratase con todo género de consideraciones. Ercilla era también portador de una carta para él a fin de que le informase del alojamiento que les hubiese preparado y pudiese así decírselo a los Duques donde los encontrase. Advertíale, por último, que partiera de Madrid ese mismo día 26 de octubre y, en siendo despachado con la contestación de los Duques, regresara inmediatamente a Madrid.

Para tener una idea cerca de quienes se acreditaba a Ercilla, conviene que digamos en dos palabras cuáles eran los rasgos principales del carácter de los señores de Brunswick.

Era el Duque lo que podríamos llamar un niño grande y regalón. Desconfiado de por sí, se dejaba llevar de su primer impulso; fácil en dar oídos a las sugestiones que se le hicieran, sobre todo si le halagaban, se impacientaba de toda contradicción; a veces se tamaiba sin motivo ostensible, y en otras se entregaba a trasportes de alegría cuya causa no aparecía; su inteligencia era menos que mediana; mucha la arrogancia que gastaba por su título y situación social; los dineros que traía, pocos; hartos recelos por su seguridad personal en España, tantos, que se hacía acompañar de 25 arcabuceros, que permanecían con las mechas de sus armas encendidas y que le seguían hasta en la iglesia; y, por sobre todo su deseo de que el monarca lo ocupase en algún gobierno, para lo cual aseguraba tener indicaciones en cartas suyas. La Duquesa, de una educación infinitamente superior, y de una inteligencia harto más notoria que la de su marido, era, a la vez, discreta y afable y sabía hacerse estimar desde que se la trataba; pero tales cualidades, que hubieran podido contrapesar las que le faltaban a su marido, resultaban perdidas, porque «teníala tan sujeta y temerosa de sus ímpetus, según observaba quien tuvo ocasión de tratar a los dos, que se quedaba con los buenos deseos y razones en el estómago».

Conforme a lo que se le ordenaba, Ercilla se puso en camino ese mismo día, y, aunque anduvo sin parar, con sol y de noche, por la mala calidad de los caballos o por la falta de ellos que halló en las postas del camino, sólo pudo llegar a Zaragoza el 29 de octubre por la mañana. «Dios sabe la pena que esto me daba, escribía al secretario Zayas, por habérseme encargado la diligencia, pero bien verá Vmd. que sin pies se puede correr mal». Luego avisó de su llegada al Conde de Sástago y pasó en seguida a verle; mostrole el aposento que en su propio palacio tenía preparado a los Duques, «que era muy bueno y muy bien aderezado, así de camas ricas y tapicerías, como de todas las demás cosas necesarias, cumplidamente». Satisfecho por esta parte, tuvo allí, sin embargo, la noticia de que los Duques se hallaban ya en Fuentes, a seis leguas de Zaragoza, a donde debían hacer su entrada en el día siguiente, y por más que deseó ir a reunírseles inmediatamente, hubo de diferir su partida a instancias del mayordomo de los Duques, que allí estaba ya, quien le pidió que la postergase hasta otro día, porque dijo que quería avisarles de su ida, para que no les tomase desapercibidos. Así lo hizo; en Fuentes visitó a los Duques de parte de los Reyes, entregándoles las cartas que de su parte para ellos llevaba; recibido cortésmente y al cabo de un rato de conversación, entró de lleno a tratar con ellos del objeto principal de su embajada, poniéndoles por delante cuán bien les estaría quedarse en Zaragoza, donde podrían reposar del largo viaje que habían traído, ahorrándose así tener que volver de nuevo a esa ciudad, pues el Rey tan presto habría de llegar a ella, y el trabajo y gastos consiguientes, «no proponiéndoselo, decía, de manera que pudiesen   —142→   sospechar que se hacía más de por su comodidad y reposo, y así vinieron alegremente en ello, mostrándose muy reconocidos de la merced y favor que Sus Majestades les hacían en tener tanto cuidado de su reposo»380.

Sin esto, razón sobrada tenían para alegrarse de ver a su lado en aquellas circunstancias a un hombre perfectamente al cabo de los usos y costumbres de un país que no conocían, que podría enseñarles y guiarles, tanto más, cuanto que en esos momentos se veían en una situación por demás escabrosa, pues los criados con que habían partido de Alemania, temerosos de la Inquisición de España, se les quedaron en Trento, y los que tenían, que habían ido tomando por el camino, eran italianos y no podían entenderse con ellos; a lo que se agregaba que el Duque se veía sumamente preocupado por lo de su alojamiento en Zaragoza, pues por una ligereza inexplicable, había aceptado el ofrecimiento que don Hernando de Toledo le había hecho en Barcelona de que fuera a hospedarse a casa del justicia de la capital de Aragón, y, a la vez, el que el Conde de Sástago le brindó, enviándole para ello a su hijo: dificultad tanto mayor ya, cuanto que aquellos personajes estaban allí en competencia acerca de esto, pretendiendo aquel que habían de ir a apearse a su casa, y cuando ya ambos tenían hechos los gastos consiguientes. Hallándose el Duque muy confuso; pidió en tal aprieto su parecer a Ercilla acerca de lo que debía de hacer, «porque deseaba cumplir con los dos, dice éste, pues a los dos se lo había prometido y no sabía qué medios tomase para no agraviar al uno, y así me pedía que le aconsejase». No le faltó medio a Ercilla para eludir la dificultad, diciendo que se excusase con ambos con que el Rey mandaba que se le tuviese una buena posada a su cargo; pero no sin que ello le obligase a hacer nuevo viaje a Zaragoza para que el Virrey aceptase tal temperamento, haciendo así cesar al mismo tiempo los encuentros que entre el justicia y éste se venían suscitando con tal motivo. Comenzó, pues, en el momento sus preparativos el Conde de Sástago para aderezarles la casa en que habían de posar, elegida de acuerdo y con el parecer de Ercilla, y se convino en que les enviaría sus coches y caballos para que el 5 de noviembre continuasen su viaje.

El Duque valiose aún de Ercilla para que viese modo de conseguirle el dinero que le faltaba, a cuyo intento en efecto escribió a Zayas; y tanto estimaron él y «madama», como designaban a la Duquesa, los servicios que podía prestarles, que le pidieron que no se separase de ellos hasta dejarlos definitivamente instalados; a lo que hubo de acceder, «pues vienen de manera y tan deslumbrados, refería en su carta a Zayas, que han bien menester quien les esté al lado, que como el trato y costumbre de Alemania difiere tanto de la nuestra..., temo que han de hacer algunos altibaxos». «Mi partida, será, añadía, en escribiendo el Duque y Madama y en dexándoles quietos y sosegados en su casa, que no lo haré antes, por habérmelo ellos, como digo, pedido, y vuestra merced me dixo que me detuviese lo que ellos quisiesen, y, llegando allá, podrá Su Majestad entender particularmente las pretensiones del Duque y a dónde endereza sus disignios».

El 5 arribaron, en efecto, con buen recibimiento, a Zaragoza. Muy contento se manifestaba el Duque con las seguridades que le daba el Virrey de que el monarca llegaría pronto allí, cosa que no se cansaba de preguntarle; pero, al día siguiente, cuando fue a visitarle en compañía de Ercilla, a quien había hospedado en su palacio,   —143→   le halló «mohíno», por la noticia que le dieron ciertos genoveses llegados de Madrid, que contaban que no había allí el menor ruido de la salida del Rey, «y aunque procuré deshacerlo, él lo siente de manera, que fue bien necesario; -así se lo anunciaba a Felipe II,- que don Alonso de Ercilla, (con quien se quedó, habiéndole yo dexado), pusiese su industria y buen modo para sosegarle; y así habremos de andar con él desta manera...» Según refería Ercilla, aquella noticia, que reiteraron al Duque las visitas que tuvo, asegurándole que el monarca tenía convocadas las Cortes para Castilla, le han «puesto tan mal corazón, decía, que enviándome a llamar ha estado conmigo muy triste tratando de sus negocios, encareciendo grandemente la pérdida del tiempo si Sus Majestades se detienen mucho». Con las mejores razones que pudo procuró convencerle de que no había tal, hasta lograr al fin aquietarle, no sin que le pidiese que repitiese a la Duquesa lo que a él le había dicho. Resueltos, pues, una vez más, a esperar allí al monarca, Ercilla les rogó le despachasen para poder regresar a Madrid a dar cuenta de su comisión, ofreciéndole que así lo harían en dos o tres días más. En esa conformidad, había Ercilla fijado su partida para el 11 de noviembre, pero los Duques no escribieron, y lejos de eso, le pidieron que se detuviese aún tres o cuatro días más, hasta que hubiese pasado «la furia de las visitas»; y otro tanto le instaba el Conde, por «algunos respetos que le movían», hasta lograr al fin realizar su regreso a Madrid, sin que sepamos de cierto qué fuera lo que allí tratara con el monarca o su secretario, y el hecho es que el 25 de aquel mes estaba de nuevo de vuelta en Zaragoza. Puédese sí sospechar que las instrucciones que recibió esa vez fueran las de seguir acompañando a los Duques, sin más propósito ulterior que el de procurar que no llegasen tan presto a la corte, al menos antes de que expirase el año, para dar tiempo de esa manera a que en Madrid se les pudiera preparar el conveniente alojamiento381.

Casa en que  Ercilla estuvo hospedado en Zaragoza

Casa en que Ercilla estuvo hospedado en Zaragoza

Gran contentamiento tuvieron en verle de nuevo allí, en tanta manera, que desde ese momento comenzaron otra vez a recibir visitas, cosa a que se habían negado hasta con el Virrey, y que después, mostrando quererse holgar y presenciar algún baile, ese magnate hubo de convidarles a un sarao y farsa que les dispuso en su palacio, que duró toda la noche, con asistencia de otras personas «muy de casa»382; pero, desde   —144→   ese punto comenzó también para Ercilla un trabajo constante para reducir al Duque que no hiciese ciertas cosas que no convenían. Había tomado, verbi gracia, muy a pechos no deshacer la guardia de que se rodeaba, lo que era mal visto en la ciudad y que había seguido de manera, refería Ercilla, que había sido necesario de su parte gran reportamiento para no quedar mal avenidos, tanto, que fracasado su primer intento de reducirlo, hubo de postergar la discusión que con él tuvo para después de comer, que era el momento en que esperaba mudaría de propósito. Manifestábase también muy inquieto el Duque con no tener pasaporte para su entrada en Castilla, haciendo de su falta caso en que pudiera salir desmedrada la autoridad de su persona.

A todo proveyó Ercilla con el tacto conveniente: instó en el acto a Zayas para que sin demora se le enviase ese documento, y redújole por fin al Duque a que despidiese la guardia, poniéndole en consideración cuán bien le estaría el ahorrar en aquellas circunstancias383. En todo condescendió, y aun llegó a señalar el día 15 para su partida de allí. Por indicación de Ercilla, el Conde facilitó a los Duques su carroza y mulas, y el 17 salieron de la ciudad acompañándoles varios caballeros principales, con muchos criados, halcones y perros para que fuesen cazando por el camino.

De la primera jornada llegaron a Muel, cuatro leguas de Zaragoza, donde Ercilla tuvo la satisfacción de recibir el pasaporte que había solicitado y la orden para que no se les registrasen los equipajes, ni pagasen derechos de entrada en Castilla, a tiempo que los Duques cenaban, y que se mostraron tan alegres con la noticia, que después que Ercilla les mostró y leyó esos documentos, los hicieron repetir delante de todos en voz alta. Para cumplir con la comisión de que demorasen el viaje el tiempo que se creía necesario, modificó en cuanto le fue posible el itinerario que se habían señalado, aconsejándoles desde luego que si el Duque del Infantado, que residía en Guadalajara, quisiese agasajarlos, como era de esperar, se detuviesen allí los días que para ello fuesen precisos; y, por fin, que no convenía a la dignidad de príncipes como ellos entrar a Madrid sin que persona de su confianza hubiese visto primero la casa en que se hospedarían y repartido sus dependencias a la servidumbre. Se hacía tanto más necesario el ocurrirá esos arbitrios, cuanto que el Duque había tenido noticia que el cargo que desempeñaba el Marqués de Ayamonte (que suponemos sería algún gobierno) iba a quedar vacante con su partida a Flandes, e instaba por llegarlo más pronto a vista del monarca, temiendo que su tardanza le pudiera perjudicar para entrar por aquella «gran puerta» que creía ver abierta para él. En todos estos tratos y persuasiones, Ercilla había tenido que desplegar tantos esfuerzos y usar de tanta diplomacia y reportamiento, que escribiendo a Zayas le expresaba: «del humor y proceder del Duque no quiero decir lo que podría hasta que allá su condición apruebe mi paciencia, a costa de la cual le llevo contento por los términos y pasos que Su Majestad ha ordenado, habiendo recebido por cada cosa tantos encuentros, que hubieran desbaratado a un hombre muy compuesto... Estas y otras cosas entenderá vuestra merced cuando le bese las manos».

Siguiendo su jornada, los Duques pasaron por Daroca, donde el Obispo de Teruel les dijo misa y les mostró los famosos corporales que se guardan en aquella ciudad, con gran contentamiento del pueblo; y de allí partieron el 20 de diciembre; en   —145→   las vísperas de Pascua entraron a Torija, donde ellos y Ercilla esperaban que el Duque del Infantado les mandara visitar, pero como no resultase así, sentidísimo el Duque, resolvió no pasar por Guadalajara y llegar en derechura a Alcalá. Tal contratiempo hacía acortar el viaje más de lo que Ercilla tenía calculado y ofrecido en Palacio: pero abrigaba aún la esperanza de que se detendría allí algunos días en espera del resultado del viaje de inspección que debía hacer en Madrid el encargado del Duque. En Alcalá, a donde alcanzaron el 26 en la noche, suplió el agasajo de Bartolomé de Santoyo, (conocido que era de los Duques) y de su mujer, la cortedad con que se había portado el del Infantado, haciéndoles en parte olvidar las penurias del camino que acababan de hacer, (hasta el extremo de que las damas de la Duquesa habían tenido que dormir algunas noches vestidas), si bien alguna compensación de ello se hallaba en el barato de los bastimentos, «que es de lo que el Duque gusta», haciéndole llevar esas faltas en paciencia. Por lo demás, algún tanto se había aquietado en su prisa por llegar, que había sido tanta, que el Duque estuvo determinado a despachar a su mujer para que, trasladándose al Escorial, obtuviese del Rey el cargo que dejaba vacante el Marqués de Ayamonte, con asegurarle que ni era ido a Flandes, ni dejaría el puesto de que estaba investido. Conforme a lo acordado, resolvieron al fin enviar adelante al emisario que había de examinar y distribuir la casa que se les tenía señalada y avisar a la vez al monarca de su llegada. Ercilla había pensado ir desde allí al día siguiente a visitar a doña María su mujer, para regresar luego a Alcalá, protestando que él quería ver también el alojamiento que se les tenía preparado, visita que hubo de postergar hasta el 28, pues los Duques le rogaron que no les dejase solos, «que aunque contravengo algunas veces a su voluntad, -observaba con tal motivo,- es con tanta suavidad y procuro por otra parte servirlos y entretenerlos de manera que se huelgan conmigo»384.

Tal fue el desempeño de Ercilla en la delicadísima y fastidiosa comisión que Felipe II le confió, que había durado dos meses cabales, en los que tuvo ocasión de hacer manifiestos tantas veces su discreción, su tino y su empeño por el real servicio. Podría suponerse, después de lo que hemos visto, que el Rey quedara de ella satisfecho, pero no hay antecedente alguno que lo compruebe: ni la menor merced, ni siquiera una palabra en su aplauso; muy lejos de eso...

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