Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —179→  

ArribaAbajo XIII. Los negocios de Ercilla

Afirmación hecha por Ercilla en su poema acerca de la miseria suma en que se hallaba.- Los hechos demuestran que era falsa.- Sus negocios de compra y venta de objetos artísticos.- Ventas que hace al Conde de la Puebla, a don García de Alvarado y a otro individuo de la nobleza.- Sus relaciones con don Benito de Cisneros.- Comienza sus préstamos en dinero.- Ercilla y don Jerónimo de la Caballería.- Sus diferencias con él con motivo del juego de pelota.- Contratación de dos censos.- Cobranza de pequeñas cantidades.- Negocios con doña Blanca Enríquez y don Luis de Guzmán.- Fortuna de Ercilla al tiempo de finalizar su poema.- Se vale de un criado para contratar cierto censo.- Nuevos préstamos a Cisneros.- Lista de deudores de Ercilla, en que los hay de todas condiciones.


En los versos con que el poeta termina La Araucana y que leímos hace poco se encierra una aseveración que ha estado pasando hasta ahora como profundamente exacta y contribuido a rodear su persona de una aureola casi de conmiseración y en harto grado simpática; nos referimos a la que hacía en ellos de hallarse por los días en que publicaba la última parte de su libro, ya en la vejez, en la «miseria suma», y que hoy, examinada a la luz de los documentos que conocemos resulta del todo destituida de base, y que, por lo mismo, quisiéramos, francamente, no vernos en el caso de tratar. Nuestra admiración por la obra de Ercilla es tan grande, que deseáramos que no hubiese en ella una sola siquiera de sus afirmaciones que contradijera la verdad, que él tanto había amado en su vida, según lo reconoció en momento oportuno su antiguo juez y jefe don García Hurtado de Mendoza461. Mas, como historiador verídico, no nos es lícito callar lo que a ese respecto sabemos, al entrar a considerar al poeta como hombre de negocios, -cosas ambas que, al menos antaño,- andaban de ordinario reñidas, pues como decía con tanto donaire Cervantes en su Adjunta al Parnaso, «si algún poeta dijera que es pobre, sea luego creído por su simple palabra, sin otro juramento o averiguación alguna», ordenanza a que, con permiso de aquel gran ingenio, veremos se ha de faltar por esta vez462

Su esfera de actividad en esa materia abarca dos órdenes bien marcados: la compra y venta que solía hacer de objetos artísticos especialmente, y los préstamos en dinero. Ambos se desarrollaron, por lo demás, entre gentes de ordinario altamente colocadas por su fortuna, o sus títulos nobiliarios -en esa esfera aristocrática de que tanto gustaba y en que siempre rodó,- y por sus relaciones mercantiles, sobre todo entre extranjeros, con frecuencia italianos, que entonces acaparaban los negocios   —180→   de cambio en España; y, por último, entre hijos de familia que esperaban heredar. Con el tiempo, a medida que se fue acentuando en él el amor al dinero, le vemos descender hasta prestarse a operaciones de empeño de cosas de casa, que llegan a parecernos increíbles. En ese camino no debió de serle extraña la tendencia de su mujer, quien, al fin, era hija de doña Marquesa de Ugarte y en su leche había bebido el culto a las monedas de oro. Ella nos explicaría también cómo sabía perdonar a Ercilla las largas ausencias de su lado cuando eran motivadas por las necesidades de un cobro lejano.

Veamos primeramente sus operaciones de compra y venta.

Al comenzar el año de 1574 le vende a plazo a don Pedro de Ludeña, señor de Romanillos, con la fianza de su hermano don Hernando de Ludeña, 120 «anas de tapicería de boscaje» en 1,800 reales de plata castellanos463. A don Hernando ya dijimos que en diciembre de 1566 le había vendido también dos copas doradas y esmaltadas. Don Pedro era el primogénito de la familia y ambos hermanos eran hijos del comendador Diego de Ludeña y de doña Leonor de Ribera, viuda ya entonces desde hacía varios años464. Con ella y su hijo mayor había celebrado pocos meses antes de la venta de la tapicería otro contrato, por el cual se obligaron a fundar un censo, en el pago de cuyos réditos se sustituyeron a Ercilla al que debía hacer por uno de principal de cien ducados a favor del Monasterio de las Arrepentidas de Madrid, que aseguraba no los podía pagar por entonces, sin que en el contrato se encuentre la menor indicación respecto a las condiciones en que se haría aquella sustitución, ni del tiempo en que Ercilla hubiese contraído tal deuda465. Pocos meses más tarde, Ercilla daba poder al platero Jerónimo de Soto para que cobrase de los hermanos Ludeña el valor de los tapices, a cuenta de mayor suma que decía deberle466. Y sus relaciones de negocios con esta familia no deben haber parado en eso, porque en el inventario de los bienes dejados por el poeta figuraba un crédito de 20 mil maravedís contra don Juan de Ludeña467, hermano, probablemente, de don Pedro y don Hernando. ¡Cosa curiosa! Un hijo de este último, que sería poeta también, había de escribir, andando los años, en unión de otros ingenios, la comedia destinada a vindicar la memoria de don García Hurtado de Mendoza del olvido en que, según se aseguraba, Ercilla dejara sumido su nombre468.

  —181→  

A mediados de 1577, Ercilla vendía a don Alonso de Cárdenas, conde de la Puebla, también a plazo, una «carroza de terciopelo carmesí, bordada de cordoncillo, y sus parejas, pasamanos y alhamares de oro y la clavazón dorada, con todo su fornecimiento», junto con dos caballos, con sus guarniciones de coche con la clavazón dorada, que no es fácil saber cómo los adquiriera el vendedor, pero que le dio por todo ello la bonita suma de 1,400 ducados469. Advertiremos, asimismo, que el Conde se obligó al pago dándole en prenda las rentas de sus dehesas y otras de su mayorazgo. Un contrato de censo celebró también Ercilla con el Conde, del que hablaremos a su tiempo, y, fuera de éste, consta que al tiempo de la muerte del poeta, le estaba debiendo 40 mil maravedís, para cuyo pago le tenía entregados en prenda una argolla y unas puntas de oro y cristal470.

En septiembre de ese mismo año de 1577 vende a don García de Alvarado, en 4,043 reales, los siguientes objetos: «por razón de una fuente dorada de plata por de dentro y por de fuera, que peso nueve marcos y cuatro onzas y cinco ochavas a ciento e tres reales el marco, que montan novecientos y ochenta e cinco reales.

  —182→  

»Iten, por un vaso de oro, que pesó cincuenta e un castellanos, que valen ochocientos y diez y seis reales, y de hechura ochenta reales, que son por todo ochocientos e noventa y seis.

»Iten, por una taza de plata dorada, labrada de lágrimas, que pesa dos marcos e dos ochavas y tres cuartillos, a ocho ducados el marca, que monta ciento y ochenta reales.

»Iten, por dos pares de calzas de terciopelo negro, las unas bordadas de oro con sus telas de oro, y las otras carmesíes, bordadas de la misma manera, sin medias, en ochocientos e ochenta reales.

»Iten más, trescientos e cincuenta e dos reales en dineros que debo.

»Iten, por un azucarero de plata con su traedor, doradas las asas, y unas lagartijas al pie, y una olla de plata, dorada por de fuera, con dos mascarones, que pesan ambas piezas cinco marcos tres onzas y una ochava, a noventa reales, que montan cuatrocientos y ochenta y cuatro reales y medio.

»Iten, por trece onzas y cinco adarmes de pasamano de oro y seda negra de Milán, a treinta reales la onza, que montan doscientos e sesenta; seis reales».

Débese notar que de esa suma Alvarado se constituyó «por su deudor manifiesto, y confieso, declaraba, que valen muy bien las dichas piezas los precios en que van declaradas», ofreciendo pagarlas dentro de seis meses y renunciando, a la vez, la excepción del derecho respecto al dinero que decía recibir, por cuanto «al presente no parecen»471.

Sépase también que Alvarado, nieto que era del mariscal Alonso de Alvarado, que se hizo célebre en las guerras del Perú, e hijo de García y de doña Ana de Velasco, había nacido en el afeo de 1555 y no contaba entonces los 25 de su edad472.

En julio de 1578 compraba a don Íñigo de Mendoza de Cisneros, capellán del Rey y arcipreste de Madrid, ciento cincuenta fanegas de trigo y cien de cebada en 200 ducados473, probablemente para atender al gasto de pan de su casa, como lo acostumbró desde entonces, y al mantenimiento de sus caballerías; que hasta tal punto era previsor y económico en el manejo de sus dineros.

  —183→  

En 6 de febrero de 1580 le vendía a otro menor, don Luis Ponce de León, hermano del Duque de Arcos, una sortija de oro con rubíes y diamantes, «e un dolfín grande de oro con rubíes» en 2,200 reales, siendo lo más digno de notar en la escritura que da fe de ese contrato, que Ponce de León confesaba que otros 1,990 reales por los cuales se constituía deudor, se los había prestado Ercilla en reales de contado y, «por mí los ha pagado, añadía, a personas a quienes yo lo debía»; declaración que resulta bien sospechosa en cuanto a su verdad misma, como bien se deja entender474. Un contrato análogo vuelve a celebrarse entre ambos, también con expresa declaración de Ponce de ser menor de edad, en abril de 1581, esta vez por una suma mucho mayor; 5,375 reales, por dineros que Ercilla le prestaba «e por mí pagó a personas a quien yo lo debía por mi intercesión e porque yo se lo rogué e pedí», decía a la vez, -¡bien se deja ver el favor que con ello se le hacía!- y 3,025 reales por precio de una copa de oro y cristal con su sobrecopa esmaltada, todo a breve plazo y con las multas y apremios consiguientes en caso de mora475.

En enero de 1581 vende por una simple cédula a don Enrique de Mendoza y Aragón una cadena de oro en 79,798 maravedís476. No podríamos afirmar si el comprador era también menor de edad como los que acabamos de nombrar, aunque sí, que se hallaba en ese caso don Luis de Córdoba y Aragón, hijo del Duque de Cardona y Segorbe, si bien emancipado del dominio paterno, que pocos días después se obligaba a pagar a Ercilla 367,125 maravedís, valor en que se estimaban los siguientes objetos que le compraba:

Nueve platillos, ocho platoncillos y tres candeleros de plata;

Dos «higas de ámbar», cada una guarnecida de oro y en cada una ocho esmeraldas;

Otra higa de ámbar, guarnecida de oro «con doce asientos»;

Una «negrilla de ámbar», guarnecida de oro, que tiene un cuello e guirnalda;

Un brinco de ámbar, de un negro guarnescido de oro;

Una medalla de oro con un camafeo;

Una grulla de oro con seis rubíes y un zafiro;

Un brinco de oro de «un gujero», con diez y siete esmeraldas;

27 botones de oro, «abiertos para ámbar», con su ámbar;

Un collar de oro con diamantes y rubíes, que era la alhaja más cara de todas, como que ella sola se estimaba en 450 ducados477.

Y, como vemos que se había hecho ya de regla en semejantes casos, a raíz de la venta, reconocimiento de parte del comprador de haber recibido en préstamo, a corto plazo, cierta suma de dinero, que en esta vez fue de 288 escudos478.

Días después había de celebrarse aún entre ambos un nuevo contrato, de proporciones mucho más vastas, según diremos.

Dos años se pasaron sin que veamos realizar a Ercilla negocio alguno de la índole de los que vamos apuntando, hasta que en septiembre de 1583 entra en relaciones   —184→   de intereses con uno de los que, joven entonces, había de cultivarlas con él más grandes: aludimos a don Benito de Cisneros. Acababa por esos días de cumplir 25 años de edad; mayorazgo e hijo primogénito del «ilustre señor don Francisco Jiménez de Cisneros y de doña María de Castro»479, y sobrino del célebre cardenal de aquellos apellidos, con Ercilla se conocía desde la niñez, cuando ambos servían de pajes a Felipe II. En septiembre de 1577 había firmado sus capitulaciones matrimoniales con doña Margarita Harintón, prima de la Duquesa de Feria, que le llevó en dote 18 mil escudos de oro480; de su tío había heredado el patronazgo de las «buenas memorias y dotaciones» que fundó e instituyó en la Universidad de Alcalá de Henares481, y, a la vez, sus «melancolías y furias espantables»482. Sus contemporáneos decían de él que era un honrado y docto caballero483.

Versó su primer contrato con Ercilla con la compra que le hizo, en la fecha que indicamos, «de un escritorio de Alemaña, de obra fina, grande, nuevo, labrado por de dentro y por fuera, con cuatro cerraduras doradas, con sus llaves»; una «escribanía de terciopelo negro, con su clavazón e guarnición y dos cerraduras con sus leones, doradas, guarnecida de pasamano de oro»; y «una alhombra turca, grande, de seis varas e media en largo e tres varas e media en ancho, de labores, blanca, colorada y verde»; fue el precio de todo, 2,165 reales y el plazo para el pago, dieciocho meses, sobre el cual, -da pena decirlo,- se estatuía que si el padre del comprador falleciera antes, para en tal caso se reduciría a seis, contados desde el día en que sucediese en el mayorazgo484.

En la misma fecha, Cisneros y Ercilla ajustaban un nuevo contrato, por el cual éste le vendía en 170 ducados, «un libro de oro, que tiene de oro cient ducados de peso... y es de labor de relieve y tallado, esmaltado de colores, con cuatro mortuelos los cantos, y en medio en laberinto con el (borrado) que la dicha hechura tiene en la puerta del dicho libro, y en la una tabla por de dentro está un espejo, y en las manecillas tiene dos Muertes con otras muchas labores». Esta vez el plazo del pago se fijó en cuatro años, con análoga salvedad en el caso de ocurrir en ese tiempo la muerte de don Francisco de Cisneros485.

A la vez que tales alhajas vendía, vemos a Ercilla, en unión de su mujer, rematar en pública almoneda de la que se hacía de los bienes de don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, otra de valor muy superior y que por su descripción parece que realmente era una obra de arte maravillosa: «un escriptorio de plata, con dos asas y las armas de la Casa ciccladas, con la historia de Píramo y Orfeo y Cenobia y otras figuras», por 5,700 reales, que se obligaron a pagar dentro de un año486.

Antes de que ese año (1583) terminase, Ercilla vendió también en 392,576 maravedís varios y muy curiosos objetos a don Diego Téllez Enríquez, -a quien suponemos libre administrador de sus bienes, en vista de que ya no se hace alusión alguna   —185→   a su edad, como sucedió en los casos anteriores487, -que debemos enunciar a la ligera: una cama de campo, de brocado, terciopelo y damasco, con flecos de oro y seda; un papagayo de oro, esmaltado de diferentes colores, y con diamantes; 120 varas y tercia de damasco y brocadillo de la India, en seis paños; una sortija de oro con un rubí y otra con siete diamantes; una ropa de martas, con una cubierta de damasco pardo de Granada, con un pasamano ancho de plata; una higa de ámbar guarnecida de oro, con cuatro sortijas de oro con esmeraldas en los dedos488.

Luego, en marzo de 1584, vuelve Ercilla a vender a don Benito de Cisneros, que en esta ocasión jura a Dios ser mayor de 25 años; unas cuentas de ámbar, engarzadas en oro, cuyo precio de 488 reales, en parte le pagó en trigo, y parte en dinero, al plazo de un mes489.

En esta clase de negocios de compra y venta no sabemos que hiciera otro, hasta mediados de 1588, fecha en que vendió a don Juan de Ulloa, señor de San Miguel, vecino de Toro, de paso entonces en Madrid, por precio de mil escudos de oro «un adrezo de gorra, que tiene doce botones de oro y en cada botón un diamante grande, tablafino, y una pluma de oro con un camafeo, y en la dicha pluma de oro tiene cuarenta diamantes», todo esmaltado de diferentes colores, con más un corazón de oro con doce diamantes y siete rubíes, asimismo esmaltado; y diez platos y dos frascos de plata con sus cadenas del mismo metal490.

Bien se deja entender, nos parece, que hombre que tales negocios hacía no era un pobrete. Los objetos vendidos por Ercilla y la compra de aquel historiado escritorio de la testamentaría del Duque de Alba demuestran que merecían figurar, al menos muchos de ellos, en la hacienda de un hombre acaudalado, y tentados estamos por decir, que en la de un príncipe. La nota más sugestiva de todos esos negocios creemos, sin embargó, que debe verse en la clase y edad de los compradores, que prueban bien a las claras el medio social en que se desarrollaban, -que, desgraciadamente, para lo que quisiéramos hallar en nuestro poeta, llegó a descender hasta esferas harto humildes y a extremos casi increíbles,- y su dudosa corrección.

En determinados casos, como en las espectativas que alguno de sus compradores buscaba para sus plazos de pago en la muerte de un padre, aquello resulta indigno y repugnante; pero, en fin, eran contratos de mero comercio; y ahora nos toca examinar los préstamos de dinero que hizo, en ciertas ocasiones, a señoras que se veían en apuros, y los censos que, por igual causa, a su favor se impusieron por sumas en verdad considerables. En todos esos contratos, ya se verá destacar como nota culminante y bien sugestiva, cómo Ercilla se decía siempre rogado y que prestaba sus dineros por hacer merced y buena obra. Muy peculiar es también oírle decir que se hallaba falto de fondos, al uso de los buenos y avesados prestamistas...

Sus préstamos comenzaron, naturalmente, cuando se halló en posesión de la herencia de su hermana María Magdalena y de la dote de su mujer, y bien luego después. Así, a los nueve meses de casado, cobraba a doña Juana de Leiva, andante en corte, cien ducados que le había facilitado491. En 20 de mayo del año siguiente le firma obligación don Fernando de Carvajal, capitán de caballos en el reino de Nápoles para donde estaba de partida, por 4,294 reales, que se comprometió a pagarlos allí,   —186→   «con los cambios y recambios que de ellos corrieren», «los cuales yo os debo, declaraba, y son por razón de que vos, señor, por me hacer placer y buena obra, los pagastes por mí a don Juan de Luzón, estante en esta corte, a quien yo los debía»492. Al mismo Luzón aquí aludido le había prestado Ercilla por esos días doce mil reales de plata castellanos, cuya cobranza se apresuraba a gestionar en vísperas del vencimiento, confiándola a Andrés Gallén493.

Por intermedio de Gallén vamos a ver presentarse entre los que más frecuentes relaciones de intereses cultivaron con Ercilla a don Jerónimo de la Caballería, por cuyo conducto recibía, en efecto, de manos de aquel tres mil reales de plata, «que por me hacer placer y buena obra, me emprestastes», expresaba nuestro poeta en la escritura en que confesaba haberlos recibido el 7 de agosto de 1572494.

Era don Jerónimo de la Caballería caballero de la Orden y del hábito de Santiago, hombre que pasaba por de agudo ingenio495, y hermano de don Francisco de la Caballería, ambos avecindados en Zaragoza, que pocos meses más tarde (31 de octubre de 1572) prestaba a Ercilla, por un documento que también suscribió doña María de Bazán496, otros doce mil reales; fechas y nombres que debemos recordar porque señalan una de las poquísimas, veces en que hemos de observar recibiendo dinero en préstamo a Ercilla y su mujer, si tal puede llamarse ese contrato, cuando se afirmaba por el poeta que sobre los once mil reales de aquella suma traía pleito pendiente en el Real Consejo, pretendiendo que no los debía, ni estaba obligado a pagarlos, y en virtud de lo cual accedió al fin Andrés Gallén, por hacerle placer y buena obra «y por conservar el amistad que entre nosotros hay», según lo confesaba Ercilla, en cobrar parte de su crédito en lo procedido de los juros situados a favor de doña María, y por el resto aceptar una libranza sobre Bernardino Vizcarreto, pagadera que sería por él, sin pleito ni dilación alguna, pata en fin del año que corría; «y para mayor seguridad, yo, el dicho don Alonso de Ercilla, prometo, como caballero que soy, y hago pleitohomenaje que, llegado el dicho plazo e término, será por mí o por el dicho Bernaldino Vizcarreto, pagada llanamente a vos el dicho Andrés Gallén, la dicha deuda»497.

  —187→  

¿De qué se habían originado esos pleitos que Ercilla tenía pendientes entonces? La escritura de compromiso que con don Jerónimo de la Caballería celebró el 17 de mayo de 1578 nos lo va en gran parte a revelar: «por cuanto entre nos los susodichos ha habido y hay ciertos pleitos, debates e diferencias, ansí ante el Ilustrísimo Prior don Antonio de Toledo, como ante los alcaldes de la Casa e Corte de Su Majestad y otras justicias sobre y en razón de las pretensiones que yo el dicho don Alonso de Hercilla he pretendido y pretendo contra el dicho don Jerónimo de la Caballería, ansí por razón del tiempo que yo el dicho don Jerónimo fui juez del juego de la pelota desta corte, como sobre otras muchas cuentas, dares e tomares que entre nosotros hay, ha habido y hay, ansí en virtud de recabdos y otras cosas, segund que más largo consta y parece lo susodicho y otras cosas por los procesos de las causas que penden y están pendientes ante los dichos señores jueces, como en otra cualquier manera; y es ansí que agora somos concertados, convenidos e igualados de dexar e comprometer, como por la presente dexamos e comprometemos, los dichos nuestros pleitos, debates e diferencias y pretensiones, ansí por nos quitar de pleitos, costas e gastos, como por conservar el amistad que entre nosotros hay, y porque los fines de los dichos pleitos son dubdosos e costosos, como por otras justas causas y razones que a ello nos mueven»498.

El juez nombrado por Ercilla, en conformidad de este acuerdo, fue el licenciado Benito Suárez de Luján, abogado de reputación en la corte, íntimo amigo suyo, y que precisamente por esos días le brindaba con su aprobación a La Araucana499.

Concierto es éste de algún interés para la vida de Ercilla en esa época, pues viene a manifestarnos que frecuentaba el juego de pelota, según era corriente entre la gente de su posición, donde nunca faltaban altercados500 y es de suponer que se apostase algún dinero, y no tan escaso, cuando acabamos de ver reclamaciones contra el juez procedidas de esa causa. Cómo, al fin, se liquidaran tales cuentas no hay certidumbre, aunque sí consta que por escritura de esos días don Jerónimo reconoció deber tres mil reales, a Ercilla quien dio poder para cobrarlos a un genovés llamado Nicolás de Espínola, el propio fiador de aquel, en virtud de cierto arreglo celebrado entre ambos501.

Así terminaron aquellos negocios de Ercilla. Alguno, en que había de salir también ganando, consta que celebró en septiembre de 1577 con don Diego López Pacheco,   —188→   caballero de la Orden de Santiago, quien le autorizó para cobrar, llamándole «ilustre señor», de don Juan Pacheco, conde de Montalván, 120 ducados que le debía502.

De proyecciones mucho más vastas y que revela cuanto incremento había ido adquiriendo su fortuna, fue el censo de 400 ducados anuales que en su favor impuso, el 18 de marzo de 1579, doña Estefanía de Mendoza, condesa de la Puebla, por sí y a nombre de su marido don Alonso de Cárdenas503.

En ese mismo año contrató con don Juan Antonio Portocarrero, hijo mayor del Conde de Medellín, y con su autorización, pues apenas si pasaba de los veinte años de edad, otro censo cuyo principal era de tres mil ducados y sus réditos anuales de 600, o sea, el interés de un 20 por ciento, para cuyo pago el Conde hipotecó las rentas y alcabalas de su lugar de Carbueña, y su hijo hubo de dar también un fiador. Aquel contrato se hacia en vista de que el joven Portocarrero había ya capitulado su matrimonio con doña Luisa Faxardo y de Mendoza y tenía necesidad, según confesaba, de procurarse para ello truchas cosas, «y me ha sido menesteroso tomar tres mil ducados a censo por mi vida para pagar réditos dellos...»504

Otro titulado que por esos días se vio en el caso de celebrar con Ercilla un contrato análogo, fue don Francisco Miguel de los Cobos, conde de Ricla, adelantado perpetuo de Cazorla505. A raíz de haberle abonado 712 mil y tantos maravedís que Ercilla le había prestado meses antes506, se obligó a pagarle un censo de 400 ducados de réditos anuales por un principal de dos mil, -lo que importaba una nueva colocación de capitales al veinte por ciento. Ese capital se enteró con el pago anticipado de una anualidad   —189→   y con 1,875 escudos de oro, que entregó Ercilla al contado...:507 hecho sobre el cual nos parece que huelga todo comentario. Por fortuna para el Conde, días después de firmar aquel contrato pudo pagar la mitad del principal, dejándolo vigente sólo en la mitad restante508.

Algo debía de tener también adelantado por ese entonces con don Fadrique Enríquez de Guzmán, mayordomo del Rey, porque expresamente autorizó a doña María de Bazán para que le afianzase hasta en tres mil ducados por cualquier censo que aquel vendiese o impusiese509, a fin de que, probablemente en previsión de su ausencia, no se perdiese la oportunidad de realizar un negocio de resultados seguros, ya que tenían medios para ello.

En efecto, aparte de las rentas ordinarias que Ercilla percibía a nombre de su mujer y de las que había ido formándose con los réditos de los censos contratados por él hasta entonces, gozaba aun de sus gajes de gentilhombre, según dejamos advertido, y, todavía, de 192,880 maravedís que en la liquidación de sus cuentas con la viuda de su cuñado quedaron pendientes a su favor y que cobraba del Convento de Agustinos de Valladolid510, los hasta que aquella señora redimió el principal de ese censo por 5,143 ducados, haciéndole entrega de ellos a doña María de Bazán el último día de julio de 1582511.

Como uno de los pagos aislados que se le hicieron por ese entonces y cuya causa no consta, citaremos el de 184 escudos que le entregó un zapatero del Príncipe llamado Cristóbal de Valencia a nombre del Conde de Castañeda512, que parece tenía por su oficio vastas relaciones en la corte, pues el mismo ponía en sus manos poco después, como si hubiese sido banquero de aquellos magnates, todos los maravedís que le debía don Luis de Córdoba y Aragón513, cuyas relaciones de negocios, de que ya hemos dado alguna cuenta, se ampliaron entonces hasta tomar a censo de Ercilla cuatro mil ducados, comprometiéndose a que, quince días después de haberse casado con doña Ana Enríquez de Mendoza, se obligaría ella también al pago de los réditos como su fiadora514; y luego otro, de renta de cerca de 170 mil maravedís anuales515, que confirmó en seguida en los mismos términos que el anterior516; con cuya condición cumplieron en efecto poco después de casados, dándole su poder a Ercilla para que cobrase de don Luis Enríquez de Cabrera, almirante mayor de Castilla, suegro del uno y padre de la otra517, y, como si esto no fuese todavía bastante, la recién casada, procediendo por sí sola y debidamente autorizada por su marido, le firmaba a   —190→   Ercilla otro contrato de censo por 1,500 ducados de principal518, al mismo tiempo que le cancelaba los dos anteriores contraídos por su marido, dándole en dineros contados 2.346,000 maravedís por réditos y principal519. ¡Al fin había de pagarlos el Almirante, su padre!520

Para la cobranza de ciertas pequeñas cantidades, entre otras, 350 ducados que le debía don Jerónimo Puertocarrero, conde de Medellín, y en virtud de cesión que éste le había hecho, en 20 de abril de 1582, de un crédito que tenía contra dos vecinos de un pueblo cerca de Segovia; y 250 mil maravedís don Fadrique Enríquez, por igual cantidad, según decía, recibidos de su mano en 1580, y que, a sus instancias, aceptó postergar su cobro, hasta resolverse por fin a iniciar gestiones para obtener su valor en mayo de aquel año, de 1582521.

¿Qué mucho, pues, que le veamos por esos días contratar, en unión de su mujer, un censo por 40 mil maravedís al año a favor de Cristóbal de Alderete, en precio de 1,400 escudos de oro, censo contraído, casi de seguro, para colocar su capital en mejores condiciones?522 Y esta hipótesis resulta comprobada por la escritura de 19 de julio de 1588, fecha en que Ercilla, junto con traspasarlo a doña Leonor de Silva, mujer de don Diego Téllez Enríquez, afianzada por Pedro Álvarez Pereira, del Consejo de Su Majestad y su secretario del reino de Portugal, en pago de sendas obligaciones que una y otro le habían firmado en 5 de agosto de 1587, por 23,050 reales (equivalentes a 783,700 maravedís) hipotecándole unas casas situadas en la Puerta del Sol en Madrid y dándole, además, en prendas una cinta de oro y perlas y una broncha con piedras gruesas y diamantes y un brinco de oro y diamantes, «ques la diosa de la fertilidad»   —191→   dos cadenas de oro, un papagayo grande, de oro y esmeraldas, en vista de ser ambas ya de plazo vencido y que Ercilla podría rematar esas alhajas y tomarlas por mucho menos de su valor, y, por tal causa no redimía el censo, acordaron doña Leonor y su manido cargar con él, quedando a deber a Ercilla 223,700 maravedís, suma a que montaba el exceso del crédito, para pagárselo en año y medio de esa fecha523.

Las relaciones preliminares de negocios entre Ercilla y don Fadrique Enríquez databan de los días en que, según hemos visto, autorizaba a doña María de Bazán para que le sirviese de fiadora; acabamos de referir que, en 1580, luego accedió a su demanda de postergarle el plazo para que le enterase el dinero que le había prestado; sabemos también que hallándose en las Brozas, el 4 de marzo de 1583, le firmó una libranza por 300 mil maravedís para que se le pagasen con los frutos y rentas de su encomienda mayor de Alcántara524, y cuyo cobro gestionaba activamente Ercilla en el siguiente año; y de estos pequeños créditos tenía entonces otros pendientes, como ser, uno por 25 mil maravedís contra don Juan Pacheco, conde de la Puebla de Montalván, que se lo había endosado como resto de mayor suma debida por su hermano don Diego López Pacheco525; otro de 111 escudos de oro que había prestado a don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca y duque de Fernandina526; otro contra la sucesión del licenciado Miguel de Mena por 160 mil maravedís de juro anuales, que se le había cedido en virtud de una negociación que desconocemos firmada el 3 de octubre de 1584, y parte de cuyos corridos se le pagaron en 2 de junio de 1587527, y para cuya ulterior cobranza hubo de seguir pleito con el fiscal de S. M. en la Contaduría Mayor de Cuentas528.

De mucho más entidad fue la negociación que tuvo por ese tiempo (1588) con doña Blanca Enríquez, viuda de don García de Toledo, por quien pagó a un corredor de cambio llamado Diego de Bilbao, nada menos que 1,067 ducados529: negociación cuyos términos no constan, pero que se explica perfectamente cuando sabemos que tres meses antes Ercilla acababa de recibir de la familia Portocarrero 1,183,482 maravedís por principal e intereses de la redención del censo que le pagaban530. Bien pronto pudo también dar colocación a su capital contratando un nuevo censo con don Luis   —192→   de Guzmán, primogénito del Marqués de la Algaba, y su mujer doña Inés Portocarrero, que su principal fue de un millón doscientos mil maravedís; sustituyéndose Ercilla a ambos contratantes en el que por la misma suma tenía impuesto a favor de ellos don Pedro de Ávila, marqués de las Navas531, deudor también de Ercilla de 814 escudos de oro532.

Tal era el estado de los negocios de Ercilla y su situación pecuniaria, que nos ha sido forzoso estudiar en sus detalles, en los días en que daba a luz la Tercera Parte de La Araucana, en la que consignó la frase que ha servido hasta ahora de base a la conmiseración que todos le profesábamos, creyendo que era verdad lo que él dijo allí de hallarse por entonces reducido a la miseria suma. Los que hayan tenido la paciencia de seguirnos en esta disquisición se habrán convencido de que, lejos de eso, su posición era tan holgada, que justamente podía estimársele como rico; y, aun más que eso, que tal carrera de sus negocios asumía los caracteres de usura. Duélenos tenerlo que reconocer, pero hechos posteriores que todavía nos quedan por tomar en cuenta para terminar de una vez con esta ingrata faz de su persona, y que sería inútil silenciar, lo demuestran sin lugar a duda.

Corría el año de 1591 cuando le vemos de nuevo embarcarse en un negocio con don Diego Zapata, comendador de Montealegre en la Orden de Santiago, hijo mayor del Conde de Barajas, personaje altamente colocado en Palacio533, sucesor en su casa y mayorazgo y casado con doña Catalina de Zúñiga, dándole a censo mil escudos de oro, para cuya escritura de otorgamiento, «por causas y justos respetos» que le movían, quiso Ercilla que se extendiese a nombre de un criado suyo de confianza, alemán, llamado Ulrico Ledrer534; como así se hizo en efecto, y unos cuantos días después la firmaba por cuantía de veinte mil ducados, equivalentes a 7.500,000 maravedís535; suma que por sí sola está demostrando cuanto se había acrecentado la fortuna del poeta luego de publicada la edición completa de su obra.

Con sus antiguos clientes don Benito de Cisneros y su mujer doña Margarita Harinton renovó sus relaciones de negocios en marzo de 1592, facilitándoles un préstamo   —193→   de 1.039,788 maravedís, que Ercilla fue cobrando en diversas parcialidades y de distintos conductos, hasta quedar reducido su crédito a 746,788 maravedís en febrero del año siguiente; fecha en que de nuevo les prestaba 400 ducados en reales: 5,335 reales, los cuales procedían, parte de un pago que Ercilla había hecho por Cisneros y su mujer al Conde de Puñoenrostro, y parte, de un arnés dorado que les vendió; y 33,397 reales, como cesionario de don Sancho de la Cerda: sumas que ascendían, así, a 2.203,276 maravedís y para cuyo pago le hipotecaron las rentas de su juro de Alcalá y lo autorizaron para cobrar del síndico del concurso de sus bienes a que se hallaban sujetos entonces, lo que se, devengase «de los maravedís e pan que me están señalados e se me señalaren de mis alimentos, cobrando los dichos alimentos todos enteramente», expresaba la infeliz doña Margarita; y los arrendamientos de las casas que su marido tenía en Madrid en la plazuela de San Salvador536, dejándole de ellas el cuarto que para que pudiese vivir se le había señalado.

Tal era el triste estado a que se veía reducido aquel matrimonio, que a cualquiera de alma más piadosa que la de un frío prestamista, mucho más tratándose de amigos desde la niñez, como lo eran Cisneros y Ercilla, hubiese retraído por lo menos de entrar en negocios con él. No hubo tal de parte de Ercilla y, lejos de eso, se valió aún de don Sancho de la Cerda, -con quien consta le ligaban estrechas relaciones ya en 1586,- hasta el punto de que ambos se juntaban para hacer un encargo de mármoles a Tortosa537, para que le cediese, en principios de 1593, los créditos que tenía contra Cisneros, que ascendían a poco más de un millón de maravedís, por cuya suma recibió nueva autorización para que arrendase las casas que Cisneros poseía en Madrid y cobrase de él 600 escudos de oro538.

Coincidieron estos negocios con la redención que el Duque de Alba hizo del censo que cargaba sobre alguna de sus propiedades a favor de doña María de Bazán, que llevó a su poder 5,600 ducados, cuya inversión inmediata le urgía, y que logró luego, imponiéndolos en la misma forma a cargo de don Fadrique Enríquez, el mismo Almirante de Castilla ya nombrado, que le era deudor de otro539.

Al Conde de Puñoenrostro, su vecino, a quien en una ocasión anterior vimos que le habla pagado cierta suma por cuenta de Cisneros y su mujer, ya fuese por acaparar los créditos contra ellos, o por el deseo de corresponder al favor que éste le   —194→   había hecho facilitándole el local para guardar el coche, a ruego e intercesión suya le prestó 440 mil maravedís, previa fianza, eso sí, de dos personas abonadas, para atender a ciertos pagos que debía hacer en la feria de junio que se acercaba540.

Pero no vaya a creerse que termina aquí esta ya larga enumeración, pues a estos créditos de más o menos bulto, tenemos que agregar todavía otros de menor importancia y procedentes de diferentes géneros de personas, que no en distintos tiempos, sino a la vez, tenía pendientes. De las gentes de títulos le debían: el mismo don Benito de Cisneros, 225 mil maravedís, que para obtenerlos se había visto obligado a darle en prendas «un crascellín de oro y piedras», y por otra suma menor, ciertas piezas de plata.

El Conde de Barajas, más de 50 mil, también con garantía de unas piezas de plata.

Don Fadrique Puertocarrero, 74,800 maravedís, quien falleció antes de habérselos pagado541.

El Marqués de Denia, cerca de 600 mil, que en dos partidas le había prestado.

Don Alonso Osorio, marqués de Astorga, que se los había pedido por carta, 17,000542.

El Marqués de Camarasa, seis mil reales, cuya mayor parte se los pagó en trigo.

El Conde y Condesa de la Coruña, por una obligación, 562,870 maravedís.

El Marqués del Valle, en la misma forma, 37,400.

Y el Marqués de Santacruz, que, sin duda, por sus relaciones de parentesco con doña María, fue él único deudor a quien no le exigió recibo ni comprobante alguno, 120 ducados de oro que le había pedido prestados.

En el ramo de empleados públicos le debían:

El contador Otáñez, 3,200 maravedís.

El tesorero Orduña, como fiador de don Pedro de Sotomayor, 17, 000.

Simples particulares, aunque alguno de ellos, probablemente con título:

Don Íñigo de Cárdenas, afianzado por Francisco de Rivera, 68,000 maravedís.

Don Alonso de Cárdenas, 34,000.

Don Juan de Ulloa, vecino de Toro, 180,000.

Don Juan Zapata, 3,400.

Don Antonio Perso, quedábale a deber, como resto de mayor suma, 40,256.

Don Francisco Zapata, que se los pidió por carta, 14,400.

Don Martín de Alagón, 37,400, quien hubo de entregar en prenda una cadena de oro.

Don Galerano Carreto, 28,000.

Don Juan Hurtado de Mendoza salíale debiendo de una suma mayor, 12,784.

Don Ordoño de Zamudio, que era el administrador que tenía en sus propiedades de Bobadilla, 22,400.

Juan de Guzmán, sobrino del sumiller de cortina del Rey, 16,800.

Juan de Huerta, 20,400.

  —195→  

Francisco de Vallejera, 78,200, en dos obligaciones, a una de las cuales tuvo que añadir en prenda un candelero de plata.

Pero Vélez Idiáquez, que falleció sin habérseles pagado, 3,400.

Entre sus deudores figuraban también tres señoras: doña Juana de Toledo, dama que había sido de la Emperatriz y los había solicitado por carta, 74,800; doña Leonor de Iciz, aquella que le dedicó un soneto que hizo insertar al frente de la Tercera Parte de La Araucana543, que tuvo que firmarle un conocimiento por los 17 mil maravedís que le pidió; y doña María de Aguilar, que para obtener 400 reales hubo de dejarle en prenda una cama.

Y descendiendo más todavía en el orden social de los deudores, ya que en el de las prendas no era posible ir más allá, diremos que entre ellos contaba Ercilla a dos criados de la Emperatriz, a un ayuda de cámara del Príncipe, a un calcetero y a un barbero. Los había, como se ve, de ambos sexos, de todas edades, profesiones y oficios, y desde el más encumbrado título al humilde artesano, que habían llevado, en medio de sus apuros, a la morada del poeta, conocimientos, libranzas, cartas y utensilios variados, convirtiéndola, así, en casa de empeño. Los únicos créditos que en esta larga lista se explican, y que los autores de libros se explicarán mejor que nadie, son los que tenía pendientes contra Pedro de Corcuera, librero de Valladolid, y Juan de Montoya, que lo era en Madrid, pero que, afortunadamente, no sumaban en junto sino poco más de 125 mil maravedís...

Imagen



  —196→  

ArribaAbajoXIV. Los últimos días de Ercilla

Informe que Ercilla da a Felipe II acerca de la perpetuidad de las encomiendas de indios.- Se propone celebrar en un poema la conquista de Portugal.- Estado en que dejó esa empresa literaria.- Ligero análisis de los cantos que se incluyeron en la edición póstuma de LA ARAUCANA.- Síntomas del estado precario de salud de Ercilla al aproximarse el invierno de 1593.- Visítale don Diego Sarmiento de Acuña.- Empeora el poeta repentinamente.- Su testamento y codicilo.- Su muerte.- El cadáver es conducido al monasterio de monjas carmelitas y queda allí en depósito.- Traslación de sus restos a Ocaña.- Su sepulcro.


Es tiempo de que apartemos los ojos de este aspecto de la vida de Ercilla, tan inesperado como ingrato, para verlo desarrollar su actividad y su talento en esferas más elevadas y dignas de su fama.

En continuación del deseo que siempre tuvo de servir a Felipe II, que no había de bastar a interrumpir el disfavor en que cerca de él se hallaba, quiso aprovechar de la primera ocasión que se le ofreció para demostrárselo así. Corría el año 1591 y en el Consejo de Indias se discutía con ardor, consultando con las personas que parecían entenderlo mejor544, la vieja y debatida cuestión de la perpetuidad de las encomiendas de indios en América, como uno de los recursos de que pudiera echarse mano para proveer al Erario Real del dinero de que tanto necesitaba por entonces. Tal fue el punto sobre el cual, sin que le fuera pedido, según es de creer, quiso Ercilla hacer llegar su opinión al monarca. Guiábanle para ello, ante todo, el parecerle que no cumplía, a estarnos a sus palabras, con la obligación de criado, si no expresase clara y libremente lo que sobre el particular sentía, y luego, la experiencia que tenía de las cosas del Perú, donde, según lo afirmaba también, había gastado los mejores años de su vida. Allí se hallaba, en efecto, cuando los comisarios Reales Licenciado Muñatones, Diego de Vargas Carvajal y Ortega de Melgosa, especialmente diputados a aquel intento, habían tratado, en 1560, de poner en práctica dicho sistema en las encomiendas.

Observaba Ercilla, que en aquel entonces, cuando la tierra estaba bien próspera y rica y no tan «gastados» sus vecinos, cómo se aseguraba hallarse por los días que   —197→   corrían, no hubo persona que aceptase la perpetuidad bajo las condiciones que se les ofrecieron y que menos podría realizarse al cabo de pasados treinta años; que nadie querría entregar de presente el dinero, en espera de un suceso tan eventual cual era la vida de los hombres; que los encomenderos, los más eran pobres, muchos solteros, y aun los casados y con herederos no querrían reducirse desde luego a la pobreza en espera de que sus sucesores fuesen ricos; «y entiendo, y aun osaría afirmar, añadía, como quien tiene práctica de la gente de aquella tierra, que serán raros los que comprarán prorrogaciones, y tan poco el dinero que dellas se junte, que no se podrá armar sobre este fundamento fábrica de importancia...» Como versado en negocios, no dejaba de hacer presente también, que faltando allí el dinero, no podía el comercio prosperar, que a los vecinos no les era dado, por tal causa, seguir hospedando a tanta gente baldía como pululaba en aquellas partes, y que se corría, a la vez, el peligro de los levantamientos ante la certidumbre de que ya en adelante no podrían aspirar a ser ricos, que era el aliciente que los sacaba de sus patrias; concluyendo porque aquellos países, que tenían tan abiertas las entrañas y venas para dar fruto y que sin cansarse acudían con sus tributos, debían ser tratados con suavidad, sin estrujarlos hasta dejarlos exangües. Y, como no podía menos de suceder, triunfó su opinión y las encomiendas siguieron bajo el régimen en que se hallaban545.

Tal manifestación acusaba, ciertamente, la voluntad y celo de humildísimo vasallo, como él se llamaba en esa pieza; pero resulta pálida y de poco alcance al lado de otra de proyecciones harto más vastas y de altísima forma literaria en que se hallaba ocupado por esos días, cual era, la empresa de celebrar en un poema la campaña de Felipe II en Portugal, en la cual, según hemos creído demostrarlo, a él en persona le había cabido figurar. Somos deudores de tan interesante noticia a Cristóbal Mosquera de Figueroa, su amigo, que asimismo había tomado parte en las dos jornada navales de las Azores de 1582 y 1583 como auditor de guerra de la armada vencedora que mandaba don Álvaro de Bazán, cuando al hablar de ellas dijo en su Comentario de disciplina militar: «No trataremos largamente en este elogio destas últimas jornadas, porque don Alonso de Ercilla ha comenzado a escribir estas victorias en verso numeroso, y procediendo con la felicidad que de su ingenio se espera, pondrá en olvido todos los demás escritos. Y en tanto que se publica esta obra heroica, pondré aquí algunos de diversos autores»546.

En la verdad estaba Mosquera al afirmar tal hecho: Ercilla comenzó a escribir ese poema, pero ni nunca llegó a terminarlo, ni menos se publicó durante su vida. Por fortuna, aquellas estrofas no se perdieron, merced a la mujer del poeta, que las guardó cuidadosa, y al buen acuerdo del Licenciado Varez de Castro, que las incorporó   —198→   en la edición que en 1597 hizo de La Araucana, formando con ellas un injerto, que así podemos llamarlo; con las cinco últimas del canto XXXVI y las que llenan casi todo el que le sigue. Se salvó así lo que Ercilla llegó a escribir de aquellas campañas, si bien a costa de la unidad del poema mismo...

Basta el más ligero examen de esas estrofas para convencernos de que eso fue lo que sucedió. A raíz de haber prometido el poeta que había de continuar La Araucana ofreciendo contar el resultado de la consulta de los caciques araucanos para la porfiada elección del nuevo jefe que había de reemplazar en el mando a Caupolicán después de su muerte,


Y cómo al fin quedaron conformados;
los asaltos, encuentros y batallas,
que es menester lugar para contallas:



ofrecimiento que, bien lo sabemos, jamás cumplió y de que había poco después de tornar pie don Diego de Santisteban Osorio para escribir su Quarta y Quinta Parte de La Araucana; vuelve el poeta la vista hacia la Europa; observa a la España alborotada; a Francia en vísperas de desplegar sus banderas; el ruido de las armas en Italia y Alemania; pide se le disculpe su atrevimiento al tomar entre manos ese nuevo tema, de que espera salir a buen puerto favorecido del monarca; y, preparado así el campo, entra a decir:


Canto el furor del pueblo castellano
con ira justa y pretensión movido,
y el derecho del reino lusitano
a las sangrientas arreas remitido;
la paz, la unión, el vínculo cristiano,
en rabiosa discordia convertido,
las lanzas de una parte y otra airadas
a los parientes pechos arrojadas.



Como de costumbre en él, inicia su canto, después de este exordio, con una reflexión moral, esta vez sobre un asunto puramente teórico y sin interés alguno, cual era, que la guerra es del derecho de las gentes, para hablarnos luego de los motivos que tuvo Felipe para iniciarla en Portugal y de la razón que le asistía para ello, -opinión que ya le vimos sustentar al escribirle a un amigo de Viena para contarle la muerte del rey don Sebastián,- de la clemencia del monarca español, de la que toma pie para nuevas reflexiones morales, más propias por su índole de un moralista que de un poeta; para llegar, por último, después de tan enfadosos preámbulos, a invocar nada menos que a Dios, diciendo:


Dadme espíritu igual, dadme razones
con que informe mi pluma, que se atreve
a emprender, (temeraria y arrojada)
con poco caudal tan gran jornada.



Y es sólo desde este punto cuando comienza el relato propiamente histórico, tomándole desde aquel en que don Sebastián resolvió, contra la voluntad de su tío el rey don Felipe, emprender su expedición al África, para referir su desastre, la elección del nuevo monarca hecha en don Enrique, «el hermano del agüelo», cardenal, presbítero, «más que para este mundo para el cielo»; la decisión que en consulta se tomó, de que resultó deberse excluir del trono a don Antonio «por ley humana y por razón divina», y que, en igualdad de parentesco doña Catalina y Felipe II, no admitía duda de que a éste le correspondía la sucesión; cómo, en vista de esto, despachó por su embajador a don Cristóbal de Mora, fríamente acogido de don Enrique, y luego a   —199→   don Pedro Girón, Duque de Osuna, acompañado del Doctor Guardiola, y en seguida a Rodrigo Vázquez y al Doctor Molina, de su Consejo Real, para que alegasen de su derecho ante las cortes, que ya se habían juntado; las dilaciones que deliberadamente se suscitaban a la respuesta exigida, y, por fin, la muerte de don Enrique;


Por donde al sucesor le fue forzoso,
(viendo al rebelde pueblo endurecido)
juntar contra sus fines y malicia
las armas y el poder de la justicia.



Continúa con el anuncio de los hechos que habían de suceder durante el curso de la campaña, ejemplos de clemencia y de justicia, de magnánima largueza al lado de sacos hinchados de codicia;


El aparato y máquinas de guerra,
las batallas de mar y las de tierra;



para concluir con expresar que todos esos incidentes «harán felices los escritores», como para significar que por su parte no pasaba más allá, cual sucedió, en efecto, pues allí termina también todo lo que llegó a contar de aquellas campañas, referidas, eso sí, según él sabía hacerlo, con ese brillo, concisión, nitidez y animación admirables en que nadie le superó547.

  —200→  

Renunciaba así a proseguir la empresa con tanto entusiasmo comenzada, no por falta de voluntad; seguramente, sino porque veía que sus fuerzas se le disminuían día a día con los años, minada ya su existencia por la enfermedad cuyos síntomas eran manifiestos. Cuando se aproximaba el invierno de 1593, temeroso ya del frío que tantas veces no lograra intimidarle durante sus largas peregrinaciones, él, que había podido escribir con verdad


¡Cuántas tierras corrí, cuantas naciones
hacia el helado norte atravesando,
y en las bajas antárticas regiones...



  —201→  

se había hallado, se preparaba un abrigo en la casa, haciendo construir una chimenea en su recámara548, pues notaba cuán húmedo se había vuelto el clima de Madrid con las lluvias que caían; y tan perezoso y falto de fuerzas se mostraba, que en carta á un amigo muy de su intimidad y afecto, le decía que, por verle, no andaría tres leguas de camino549. Algunos ratos de solaz y agrado en grata conversación y a veces perdiendo momentos en el juego había tenido por ese tiempo en compañía de don Diego Sarmiento de Acuña, que es el amigo a quien nos referíamos y a quien hospedó en su casa; mas, a pesar de que en apariencia conservaba su buen humor y hasta bromeaba, en el fondo, la experiencia que le había dejado el trato de las gentes y sin duda los años, y aquel disfavor que tan profundamente le había herido y que aún se mantenía, le hacían sentir la amargura de los desengaños. A las notas profundamente tristes y sentidas de su confesión consignada al final de La Araucana, añadía ahora esta otra en la intimidad de amistosa confianza, cuando le escribía a Sarmiento de Acuña, a poco de haberse separado de él, diciéndole que se pagase del trabajo de mandarle, «que ya sé que en este mundo nadie se mueve sin interés»550; y luego le repetía, ya en pleno invierno, que los médicos le habían mandado que comiese de dieta, «que es buena medicina para el mal de mi pecho», añadía a modo de comentario;551 y poco más tarde, en vísperas de Pascua, que no había estado bueno y tenido que guardar cama;552 y aun que días después pudo salir a la calle y ejecutar algunas de las diligencias que le encargaba aquel amigo, quejábase de que las nieblas habían sido tantas, que se podía creer ser verdad lo que el Príncipe Cardenal aseguraba de haberse mudado Valladolid a Madrid553. En agosto del año siguiente, sin embargo, todavía le vemos sirviendo de intermediario a Sarmiento de Acuña para recibirá su nombre cierto dinero que se le debía554, y en 7 de octubre firmar los recibos por los réditos de los juros que poseía su mujer. El mal que seguía minándole le apretó de repente hasta el punto de que cuando quiso hacer su testamento, ya no le fue posible, y así, el 24 de noviembre hubo de limitarse a otorgar un poder para testar, «en descargo de su ánima y conciencia», a doña María de Bazán, a quien califica en aquel solemne acto, como testimonio último de su vida, de su «muy cara y amada mujer», de la cual añade, en continuación de su elogio, «he tenido y tengo gran confianza y satisfacción que lo hará según y como con ella lo he tratado». Quiso poner su nombre al pie de ese documento,   —202→     —203→   pero «tornó a decir, certifica el escribano que presenciaba el acto, que no puede firmar por la gravedad de su enfermedad y rogó a los testigos que supiesen firmar lo firmen por él», que no eran otros que los ayudantes del mismo notario y el médico licenciado Juan Díaz.

Imagen

[202]