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ArribaAbajoLlamada semanal

Vamos, hombre, ya era hora de que aparecieras, vaya por Dios, ¿dónde andabas? Llevo aquí más de media hora, hemos llamado a casa de tus padres y todo, a ver si estabas allí, y claro, el caso es que siempre que yo llamo nunca estás en casa, hay que ver qué desastre eres, cómo has tardado, que ya me tenías muy intranquila, sí, sí, ahora di lo que quieras... Pretextos, nada más que pretextos. Lo que pasa es que estás mal organizado, hombre, ya me dirás... ¿Qué no? Bueno, si es ahora, cuando sabes que yo voy a llamarte y no estás, pues a ver, figúrate tú cómo andará lo demás. Javierín, estate quieto, ricura. Es que tengo aquí a Javierín, ¿sabes? Está muy guapo, le ha sentado muy bien el campo. Javierín, sol mío, ¿quieres hablar con papi, que está en Barcelona? Ven, guapi, deja, deja la puerta en paz, no te pongas cargante, un niño como tú no debe ponerse pesadote. Vaya. Oye, Javier, fíjate, no hace más que abrir y cerrar la puerta... ¡La puerta de la cabina, hombre!, ¿cuál quieres que sea? ¿No oyes los golpes? Es él... ¡Es más rico, y está más fuerte...! ¡Si le vieras qué bien le ha sentado este mes aquí...! Bueno, señora, yo qué le voy a   —96→   hacer, si usted no se entiende con su marido será por la línea, a ver, estos teléfonos son una birria. Nada de echar la culpa a mi niño, pues sí. No, Javier, no, cariño, no te lo llamo a ti, hombre, qué va, es que en la cabina de al lado hay una señora muy mística que se queja de que Javierín mete ruido y de que no la deja hablar, y, bueno, todo eso, ya sabes cómo son esas gentes... Cuéntame, Javier, anda, cariño, ¿esperabas que te llamase hoy? Acuérdate que es jueves, y yo te llamo siempre los jueves a esta hora, yo soy muy cumplidora. En cambio, tú, ahora solito por ahí, campando, ¿eh? No, no, si te conozco muy bien, claro, es la de siempre. Menuda mosquita muerta estás tú hecho. ¿La Cuquita? ¿Eh? ¿Que la Cuquita? Está bien ya. Se ha quedado en el chalé con unos amigos, tienen un tocadiscos bárbaro, sí, ya se le ha aviado la tripita y está la mar de mona. Pero ha pasado unos días que no veas. Un horror, un horror, te digo que un horror. Pobrecita, fíjate, sin poder salir, ni ir a la piscina, y de aperitivos, ya te supondrás, ni tanto así, porque, a ver, con la tripita así, a ver, dime tú dónde iba a ir. Tampoco pudo postular el día del cáncer, o de la peste aviar, o qué sé yo qué mal de esos corrientes, bueno, que la pobre ha hecho bien en quedarse hoy en el chalé. Oye, el chalé está muy bien, ¿sabes? Quizá tenga alguna gotera. Ahora que como nos iremos antes de que llueva... ¿Qué? Sí, claro, ha estrenado un vestidito precioso, malva, de liquidación, no te asustes, y le han puesto unos vivitos blancos que le caen estupendamente... Una modista de aquí, mucho más barata que ahí, bueno, ya sabes, de pueblo, pero nosotras lo arreglamos y queda fetén. Un verdadero modelo. ¿Qué no me oyes? Pues, anda, hijo, ni que estuvieses sordo, yo grito mucho. Claro, es que Barcelona queda muy lejos, hombre, no me vas a oír como si estuvieses aquí mismito. Pero, ¿qué dices de ruido? Aquí   —97→   no hay ruido. Bueno, aquí hay mucha gente, pero están encantados con Javierín, que no hace más que diabluras. Es que es un sol, lo que se dice un sol... ¿No me oyes? Espérate, voy a quejarme a la encargada... Oiga, señora, no hay derecho, después de tanto esperar y tanto recordar las tarifas, ahora resulta que mi marido no me oye, a ver si se puede arreglar esto... Javier, cariño, dale un golpe a tu teléfono, así, fuerte... Más fuerte... ¿No me oyes? A lo mejor suena más. ¿Lo ves? ¡Ya! Oye, dime, ¿cómo lo pasas? ¿Qué comes? ¿Has acabado ya lo que te dejé en la nevera? No compres cosas en el mercadillo, vete siempre al super. ¡Ay, hijo, qué pesado te pones! Sí, sí, los niños están muy bien. ¿No ves que aquí están todo el santo día en la calle? A ver, aquí están lo que se dice salvajes y no pasan autos por la calle, y hay gallinitas, y cerditos, y conejitos... Oye, oye cómo lo repite Javierín... Y los chicos andan siempre con ellos. Pero yo sufro mucho, hijo, y me aburro. Menos mal que jugamos un poco a la canasta por las tardes, ya a la nochecita. Con las señoras de la colonia... ¡De la colonia!... ¡Qué de la colonia veraniega...! O sea, ¡pues de las que vienen a descansar! Unas viejas cursis que no dicen más que chorradas, hijo. Fíjate que hay una, ya te lo dije el otro día, que habla del honor, y de la eternidad, y de la cosecha, y entiende de kilovatios y qué sé yo qué más. Es la que siempre pierde, ¡toma! Sí, ya lo hice... ¡Qué ya lo hice...! Oye, no me has dicho nada del abuelo... ¿Tanto? Pero... ¡Andá! ¡No es posible...! Bueno, déjale que coma lo que quiera, pobrecillo, si revienta habrá sido a gusto. Total, a sus años y para lo que le queda... Procura que lleve limpio el cuello, y las solapas, que siempre está baboso, caramba con el viejo. ¿Qué tose? Bueno, pues que siga tosiendo. Seguro que le has comprado Ducados, o Coronas... Llévale Celtas, si va a seguir tosiendo,   —98→   qué más da. Hay que ahorrar, que cuando venga el otro niño... Porque va a ser niño, lo sé yo, lo noto en las pataditas... ¿Aquí? ¡Qué burrada! Ni lo pienses. Nada, nada de antojos. Haciendo punto y sanseacabó. Tú sí que te irás al cine, y venga de Julie Christie y de Sofía Loren, y la Déborah esa... Yo, solamente los niños, que no me dejan ni a sol ni a sombra, y que, para que lo sepas, que ya me voy hartando de esta esclavitud. Fíjate que ayer me tuve que levantar de la partida cuando iba ganando porque Cuquita tuvo la genial idea de pasar un ataque de nervios, será loca, que ella quería ser jipi y no tener prejuicios, y que tú y yo éramos unos desalmados atestados de manías, y del tiempo de Maricastaña, y del año de la pera... ¿Qué ordinaria, no verdad? En fin, no quería decírtelo por no disgustarte... ¿Eh? Claro que se le pasó... Espera... ¿Qué le pasa a usted? Yo tardo lo que me da la gana, estoy hablando con mi marido, que le hablo todos los jueves, ¿no verdad, encargada? Y pago lo que sea, hombre, estaría bueno, proteste usted a la Telefónica para que pongan más cabinas, habráse visto. Javier, nada, oye, ¿estás ahí? Nada, hijito, nada, que un cateto de aquí, que decía algo de un accidente, que si tenían que llamar a no sé qué sitio, que si ambulancia... Caprichos, camelos, que no nos dejan hablar y nada más. ¿No te digo que están salvajes? Y la otra dale con Javierín. Adiós, ¿has oído? Se acaba de cargar los cristales de la puerta, angelito, qué riesgo más estúpido. Bueno, señora, bueno, yo pagaré... Es que este hijo, hay que ver cómo se ha puesto, le ha sentado el campo que para qué, y, luego, a ver, estos chismes son tan malos... ¿Jesús? ¿Por qué dices Jesús? Ah, ya. No, no he estornudado, ha sido una moto que ha pasado por aquí, o la gente de afuera, que no para de hablar. Mal educados. Todos están mirándome la mar de serios, enterándose de lo que te digo, y la   —99→   encargada lo mismo. Cualquiera diría que no han visto nunca a una persona hablar por teléfono. Ya ves qué raro, una señora que llama a su marido. Sí, sí, las chachas van, van. Ay, hijo, esclava de ellas. Pendientes de la tele y de la película en el cine de aquí y en el del pueblo de al lado, a ver, la Petra, ya sabes, hasta allí de folletinesca, fíjate si será, sueña con Anthony Perkins, que le ha visto el otro día, menudo rollo, El proceso, que no la entendió nadie... Y la otra, bueno, la otra lo pasa mejor con un factor de la estación. Así que solita y en mi estado... Sí, sí, ya se le quitaron los granos... Anda, que preguntas más por ellas que por mí. ¿Un timbre? ¿Qué timbre? Ah, ya, es un gracioso. Javier, ¿te has ido?... Oiga, encargada, ¿es que me han cortado? La reoca, estaría bueno. Esto es una vergüenza, dejarme así, a medio, aquí nadie cumple con su deber y el público a pagar el pato, y así vamos. Javierín, chiquitín mío, no has podido decirle hola a papi... Ah... Javier, Javier, ah, ¿estás ahí? No te oía, creía que nos habían cortado. No, no era nada, uno que tocaba el timbre de la bicicleta y decía «Se acabó la función, ahora un descanso...» Como ves, uno así así. A estos sitios me mandas tú. Ahora lo quieres arreglar... Grita, grita, que no te oigo. ¡Pues no se han puesto ahora a barrer los cristales de la puerta...! Javierín, Javierín, ay, qué susto... ¿Pues no se mete cristales en la boca? Lo que no se le ocurra a éste... Esto no es vida. Ya, Javier, ya, sí, si tengo cuidado. ¿Qué está lloviendo? Pues no han dicho nada en la radio, para que te fíes. No te vayas a poner malo. Ponte un jersey, el que te hice este invierno, que te sienta muy bien... No, ése no... El clarito, hombre, el clarito... ¡Ése! Ya. Tómate manzanilla, que la grasa de las cafeterías no es muy allá y luego te quejas de acidez... ¿Cómo? Sí, aquí, la leche, pues de la vaca, de la vaca. Hay una preciosa, se llama la Pastora...   —100→   Oye, es más graciosa... Figúrate que la otra mañana... ¿Qué? Javierín, dile algo a papi... Oye, te voy a dar un cachete. ¡Dios mío!, ¿has oído, Javier, lo que te ha dicho? ¿No? Menos mal. Es que aquí aprende unas cosas que para qué te voy a contar, a ver, todo el santo día en la calle, con estos niños tan grullos... ¿Sabes que Rafa...? ¡Rafa!... ¡Qué a Rafa le ha dado por beber agua de pozo...! Y está empeñado en bajar al pozo, no sabes lo que tengo que luchar. No, no vengas, no te pongas así, claro que no le dejaré bajar, pues sí, para catarros estamos... Ya voy, señor, ya voy; si usted tiene que hablar, yo también tengo que hablar, a ver, con mi marido, que está en Barcelona, ¿o es que se cree usted que el teléfono lo han hecho para usted exclusivamente? No es ninguna tontería lo que yo estoy haciendo... Bueno, Javier, tengo que dejarte, esta gente se está poniendo pelma y además es la hora de la canasta... ¿Que con quién hablaba?... Ah, nada importante, una gorda que vino a protestar, parece andaluza en el habla, no te gustaría, está demasiado llenita... ¿Que la tía Pura ha desaparecido...? Bueno, déjala, para lo que hacía aquí... Pero tú eres capaz de mandar un aviso a la radio y una foto al periódico... Déjala, siempre muy, muy fantástica y quizá esté por ahí... Que por ahí, por las nubes, en alguna playa, metida en algún sitio, dormida en un cine... No tengas cuidado, no hay quien cargue con ella. Adiós, Javier, qué prisa te ha entrado... ¡Qué me pongas una postal... Oye, de futbolistas, que Rafita las reúne! Sí, sí, que esté tranquila, bueno eres tú, yo aquí sola, y en mi estado... Javier, cariño, ¿te acordarás el mes que viene del aniversario de nuestra boda? ¿Eh? ¿Has pensado algo ya? ¿Sí? ¿Es buenecito? A ver si lo acierto. ¿Una joya? ¿Un abrigo? Tampoco. ¿Una...? Encargada, pero, ¿por qué han cortado? Es que no he podido ni decirle adiós a mi marido.   —101→   Javierín, hijito, vamos, bueno, a ver, dígame cuánto le debo... Porque ustedes no se fijan en que el niño no tiene conocimiento aún, y eso de los cristales... Sí, sí, quien rompe paga... Y lo que sigue. Pues estaría bueno, irme sin pagar, mi Javier seguro que me llamaba y...



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ArribaAbajoEn el fondo del mar

Oiga, no me diga, que esto del turismo se está poniendo la mar de complicado, hombre, qué me va usted a contar. Yo, ya se lo supondrá usted, yo no soy un turista cualquiera, o sea, vamos, entiéndame, yo tengo estudios. Modestitos, claro. En casa, ya se sabe, éramos muchos y hubo unos años malejos, pero, en fin, uno salió de analfabeto, ¿está claro? Pues quiero decir que yo voy a ver las ciudades con un interés cultural, admirativo, educacional, o sea, vamos, que no me da por subirme a los árboles o por pasarme los días muertos bajo un puente, en cueros vivos. ¿Usted me entiende, no? Hombre, si más claro, agua. Pues, en fin, que a duras penas va uno sacando para redondear su formación, a ver, lo caros que están los libros, y los hoteles no digamos, ¿eh?, no digamos, y hay que viajar, sí, señor, hay que viajar, a ver si no. El viajar ilustra mucho, da cultura y se aprende la mar. Sí, sí, pues, ande, vaya usted a cualquier sitio a ver cosas para aprender. Fíjese usted, la otra noche le dije a la Paca, mi señora, que también es muy instruida, no vaya usted a creer, hombre, menuda es la Paca, se lee todo lo que cae en sus manos, porque   —104→   en mi casa, de eso de juergas y fiestas nocturnas y ir a los sanfermines y así, que de eso ni tanto así, ¿eh? Nosotros, al teatro alguna vez, y al cine de reestreno, y alguna vez al de arte y ensayo, sobre todo si invitamos a algún pariente que viene del pueblo, que hay que ver cómo se aburren, pobres gentes, a ver, no tienen instrucción, qué culpa tendrán ellos. Pues le dije a la Paca, mi señora, que tiene mucha instrucción: «Mira, nos vamos a acercar mañana ahí, a ver si podemos admirar esas iglesias viejas que ha restaurado el gobierno...» Y dicho y hecho, allá nos fuimos. Bueno, no le voy a decir a usted que apretamos a correr, pero de tempranito... Vamos que si era tempranito cuando salimos. A las seis y media nos levantamos, qué le parece, ¿eh? Las seis y media de la mañana en este país, ¿eh? Algún que otro fraile y nadie más. ¿Aquí, a esa hora, y en día de fiesta? Amos, ande, a otro perro con ese hueso. Aquí no se levanta a esa hora nadie, más que un par de majaretas como la Paca, mi señora, y un servidor, que nos entregamos a este jaleo nada más que para recibir ilustración, a ver, hombre, no me va a discutir eso ahora, pues sí que no me conozco yo bien el tole. Bueno, que nos fuimos y se acabó.

¿Cómo que qué bien? Calle, hombre, calle usted, por Dios. Si no he empezado aún, como quien dice. Le perdono a usted todas las vueltas y revueltas que tuvimos que dar para encontrar la carretera. Socavón por aquí, remiendo por allá, dirección prohibida por el otro lado... Una perdición. Hombre, no me diga, qué molienda. Y todo es porque nadie tiene que hacer viajes educativos, sino que se hacen de pura diversión. A ver, al que va a divertirse, le da lo mismo tomar el sol aquí que allá enfrente. ¡Toma! El caso es tenderse a la bartola y: ¡hala!, a respirar hondo. Pero si usted quiere ir a ver una iglesia antigua, recién restaurada, y no se conforma con verla en el Nodo, ¿eh? ¿Qué va a hacer usted?   —105→   Buscar la carretera, ¿no? Ah, pues, entonces... Bueno, mire, si usted tiene ganas de saber cómo se hace turismo educativo se va a ir callando y sígame. A mí se me antoja que usted está muy maleado por las noticias corrientes, hombre, a ver, escúcheme y verá... Mire: al mismito llegar, en la Plaza Mayor fuimos a la oficina de información local. Mi experiencia es que ahí suelen saber siempre dónde están las llaves de los monumentos cerrados. Efectivamente, una señorita la mar de opípara, espigadita ella, vestida con el traje regional, nos saludó saltando y repitiendo «Buenos días» en cinco o seis idiomas. Se quedó algo así, vamos, así como... Cómo diré yo. No turulata, no, pero, así así... Ella debía esperar otra pregunta. Pero se ve que estaba enterada, y: «Las llaves de Santa Olaya las tienen en la parroquia de Santa Dorotea». «Die Schlüssel von Santa Olaya...» Se veía que nos lo iba a decir en los idiomas de antes, vaya gachí, ¿eh? Así da gusto. Dije: Paca, ¡a Santa Dorotea! A pie. Como los buenos. Hay que atravesar toda la ciudad de parte a parte, pero uno se arriesga. Las ciudades, digo yo, hay que patearlas. Si no, se convierte uno en un gringo de esos que no carburan ni se enteran de nada más que de lo barato que cuesta todo aquí. Las naranjas, baratas; los zapatos, regalados. Las criadas, en bandeja. Bueno, no divaguemos y adelante. No crea que esto de ir a pie era moco de pavo, que caía cada chaparrón... ¿Usted no ha notado cuánto llueve en España ahora? ¿Usted no cree que habrá que hacer alguna declaración en la tele explicando por qué llueve tanto? ¡Hombre, si hasta las frutas secas se han estropeado! Bueno: que llegamos a la parroquia de Santa Dorotea y entramos. Y allí no había un alma. Y la sacristía, cerrada con llave. Ni cura, ni sacristán, ni monago. Las capillas oscuras y cerradas. Nada. En la puerta de la calle, un muchachito que pasaba y que se llevó un susto de no te menees cuando   —106→   le preguntamos por Santa Olaya y sus llaves, nos dijo, ya más calmado, que las llaves de Santa Olaya las tenía la señora Jovita, la del consumero, que vive en la plaza, enfrente de la misma iglesia, en la casa de balcones con tiestos... Fíjese qué chico tan servicial, ¿eh? Ni un guía. Bueno, el que no estuvo ya tan amable fue un perro que le acompañaba. Nos debió tomar por turistas, y vaya gruñidos, y ladridos, y, en fin, mala uva perruna, que para qué le voy a contar. Y el chico sin llamarle al orden. Ah, le digo a usted que el tal chucho era un asquito. Unas heridas feas, feas por el lomo... Las autoridades debían recoger esos perros, o industrializarlos, y que nadie viera esas lacras de nuestra vida social. ¿Usted no ha visto lo mirados que son con los perros los extranjeros que nos visitan? Figúrese qué dirán cuando se encuentren un animalejo así. ¿Cómo? ¡Yo qué sé de qué raza era! Sin raza. Desrazado. Chucho a secas. ¡Para lo que hizo!

Ya, ya voy a contarle lo de Santa Olaya. Veo que está usted intrigadillo, ¿eh? Pues más lo estábamos nosotros, a ver, si habíamos ido aposta a verla, la iglesita. Pues que llegamos a la plazuela, allí, ¿usted la recuerda?, donde está la portería de Santo Domingo el Viejo, y, efectivamente, allí hay una casa de dos pisos, con tiestos. Llamo, y nada. Empujo la puerta, y en el patinillo, nadie. En el segundo piso se oía cantar a una chica, delgada voz de soltera, con ruido de agua, No somos ni Romeo ni Julieta, digo ¡Oiga! dos o más veces, y nada. Ni caso. Golpeo otra vez con el llamador, y nada. Sigue, eso sí, la canción. Ya algo molesto doy un poco más fuerte en la puerta del fondillo... Y entonces, la cantante, que no debe ser la señora Jovita la del consumero, sino otra, digo yo, más flaca que la cuerda del tendedero, salió dando gritos: Vaya manera de llamar, ¿es que no sabe usted llamar de otra manera? Ésta es una   —107→   casa decente... La que armó. ¿Que no había nadie, eh? En un instante, todas las ventanas y las esquinas estaban llenas de gente, gruesas mujeronas que coreaban a la... la... la... la... Aquélla. Hubo un momento en que todas, a la vez, parecían no sé si secarse las manos o arremangarse, por si había lucha y tenían que intervenir... Le aseguro que le pregunté lo de las llaves con unos modos que ya ya. De lo más suaves, vamos. «¿Yo, llaves? ¿Y para eso vienen? Pues sí que. Para ver ese hospital robado, de Santa Olaya. Ahí no entran los turistas. Y, ¿es que tengo yo cara de sacristana? Pregunte usted ahí, a las monjas de enfrente...» Nos metimos a toda prisa en la portería de Santo Domingo, hombre, usted me dirá. Y cerramos la puerta y todo.

¿Sí, eh? Eso se lo cree usted. Tampoco estaban allí las llaves. Llamamos donde decía en letras doradas Portería. No salió nadie. Llamamos en otra puerta, y al ratito salió una señorita muy amable. Aquello era el locutorio y, al fondo, detrás de la reja estaba una monja, la abadesa, según dijeron. La señorita, una visita sin duda, transmitió a la madre abadesa nuestro deseo. No fue fácil: la abadesa estaba sorda que sorda. Se enteró, por fin, que todo se resuelve en esta vida, sí, señor. Y se empeñó en que nosotros no debíamos ir a Santa Olaya, sino esperarnos a que, por la tarde, hubiese no sé qué festejo en su propia capilla, que era más bonita que Santa Olaya, y más grande y más nueva, a ver, del siglo XVII, mientras que Santa Olaya es del IX, cualquier día se cae del todo, es una lástima tanta vejez... Aquí, aquí... Las llaves de Santa Olaya las tendría el cura de Santa Dorotea. Bueno, no nos quedamos a esa ceremonia, ya se lo supondrá usted. A la calle, y lloviendo, a buscar al cura de Santa Dorotea... Preguntamos a una mujercita ya vieja, de pelo blanco, que tenía el aire de venir de misa, dónde vivía el señor cura párroco de Santa Dorotea. La señora, una voz   —108→   dulcísima, lejana, nos explicó enseguidita dónde estaba en esos momentos el cura de Santa Dorotea: Ustedes sigan por ahí derechito, luego a la izquierda, y después la segunda a la derecha, y luego al frente, y tuerzan un poco a la derecha, otra vez al frente, y luego crucen por el jardinillo, y luego de pasar la farmacia del Vivillo, pues que ya está ahí al ladito. Allí es. Al revolver de la esquina. No tiene pérdida, qué va. Qué mujer amable, menos mal, aún hay gente de fiar en el mundo. Todavía al separarnos nos dijo, más ahilada y melosa la voz: «¿Y para qué quieren a don Lucio? Ay, Señor, estos madrileños, habrán cometido algún crimen y quieren confesarse, ¿no? ¿A que sí?» Como usted ve, el día iba redondo, lo que se dice redondo. Y lloviendo a cántaros. Mire, haga el favor de no reírse, que la cosa no es para tomarla así, que vaya catarro que...

Bueno, voy a abreviarle, no le pase a usted hoy conmigo lo que a nosotros ayer. ¡Caramba, cuando pienso que todo era por el afán de conocer un monumento nacional, de ésos que, después de todo, vienen mejor en las fotos de los libros...! Verá. Dimos con el cura. Practicamos todas las vueltas y revueltas que nos aconsejó la señora, todas en derechura, claro, y puede que algunas más. Y nada de llaves. El cura era persona instruida, muy simpático, qué duda cabe, y nos habló de mil cosas. Paseaba patriciamente por el patio, y yo temiendo que tropezase a cada vuelta con la cuerda del pozo, que estaba muy mal puesta en el suelo, él sin notar la lluvia, se veía que nos encontraba gratos y quería tener confidencias. Esto son las desventajas de ser persona culta, que te colocan cada rollo... Nos contó las dificultades entre la mitra y las bellas artes, entre restauradores locales y arquitectos ministeriales. Nos refirió el alza de la arena y de las antigüedades. Y de mucho más. Arregló y desarregló y volvió a remendar el concordato como una veintena de   —109→   veces. Se veía que era hombre muy dispuesto. Y nosotros, quietitos, niños buenos, en un hueco de la pared, lloviendo, con unos goterones como sandías que se descolgaban de los canalones, soñando para mis adentros con oír al tío del tiempo por la noche la cantidad fabulosa de litros que nos habrán caído encima... Como no lo diga, es para escribirle una carta injuriosa o protestar de su mala información... Y, para afuera, nosotros: Sí, padre. No, padre. Lleva usted razón, padre. Es muy justo, naturalmente, padre... En fin, ya sabe usted, todas esas chorradas que se dicen en esos casos. Debió conmoverle nuestro aspecto dócil y cultivado, porque, eso sí, aunque estábamos chorreando, no habíamos perdido nuestro empaque de personas cultivadas, hasta ahí podíamos llegar, nada de parecer impíos turistas holandeses, digo yo, y nos confió que las llaves de Santa Olaya habían estado en el museo provincial, pero que la señorita Fifí, funcionaria, etc., etc., se desentendió de ellas, porque, a ver, ella tenía título universitario y matrículas de honor por libre, y, se comprende, no iba a estar atada a las llaves y que, en fin, todo eso. Ahora estaban en la conserjería del Palacio de Abajo, y que allí estaban también las de San Juan de Mata, y las de Santo Toribio, y las de... Todas más dignas de ser visitadas que Santa Olaya. Lástima que ya no teníamos tiempo para tanto.

Y venga de caer agua, dale que te pego. Nos tomamos un cafelito, al paso, ya más esperanzados. Y una instantina. ¿Ve, lo previsora que es la Paca? En su bolso, instantina. Siempre que vamos a algún sitio ella saca lo que hace falta: aspirinas, mercromina, tiritas, sulfamidas, para comerlas o para untarlas, jeringuillas... Lástima que no llevase ayer un paraguas. Usted me dirá. Una persona culta siempre resulta útil. Bueno, al Palacio ese. Por cierto, en la cafetería, para   —110→   que usted me diga luego que si tal y que si cual, aquellos camareros que son de allí y que se chulean de acompañar a las turistas a todas partes, ninguno sabía dónde estaba Santa Olaya. Le digo que este país... Así nos va. Bueno, llegamos al Palacio. El portero nos quiso colocar los billetes, que valían para varios sitios. ¿No ha notado usted esta manía nueva de los billetitos por episodios? Sí, hombre, a usted, ¿le interesan los cuadros? Pues tiene que ver relojes, o acericos. ¿Le interesan las armaduras? Tiene que ver momias, o panteones, o las cuentas de una panadería. Allí también era así. El portero mandó a una señorita a buscar a otra señorita, que era la depositaria de las llaves. Esperamos un rato, volvió la señorita: «Ahora baja, esperen». Pasó otro rato, nos íbamos secando, seguían fuera los chubascos. Bajó otra señorita, escoltada por un ente. Sí, hombre, un ente, un fulano bajito que venía unos pasos detrás de ella sin decir nada. Esta señorita no era la señorita que esperábamos, sino una delegada, es decir, una tercera señorita. Bueno, a ver si me escucha con cuidado, que estoy algo ronco, Sí, sí, había tres señoritas. Una: la que subió. Otra: la que estaba donde subió la primera, que no vimos. Y otra: la que bajó. La señorita tres era encantadora. Se ve que también tiene estudios. Dijimos una vez más que las llaves, que Santa Olaya, que..., que. La señorita tres dijo que la señorita dos estaba enfermísima, se acababa de tomar una taza de té y una grajea, y dijo no sé qué de metabolismos, aneurismas... Oiga, ¡qué tía, cómo hablaba de bien! Evidentemente, tenía estudios. La señorita de arriba, por boca de la de abajo, se lamentaba de no poder bajar a vernos. Se notaba que era chica educada y cumplida, no faltaba más. Pero en cuanto a lo de las llaves... Eso de entrar en Santa Olaya... La señorita número tres, o sea, vamos, la mensajera,   —111→   me preguntó a bocajarro «¿Usted quién es? ¿Un particular?» Hombre, amigo mío, usted reconocerá que esto es ponerle a uno en un aprieto. Yo le dije que sí, que era particular, a ver, o que, por lo menos, no era general. A ver, no me iba a poner a explicarle que yo fui inútil total en el ejército... El colmo fue cuando le preguntó al hombre que bajaba detrás de ella si me conocía... ¿Gracioso, eh? Se conoce que temió que yo fuese un pez gordo. El hombre dijo que no, que no me conocía, y puso una cara así, muy desdeñosa, sacando los labios y levantando los hombros, no cabe más despego, también fue cosa. Aquello fue la puntilla. Estaba clarísimo que aquel tipejo no conocía a nadie, menos me iba a conocer a mí, que tengo carnet de segunda, a ver, de empleado eventual... Mira tú que si me llegó a parecer al Cordobés, o a Raphael, o al General De Gaulle... Pero me parezco al abuelo Luis, que palmó en lo de Novedades, y que parece que no era muy recomendable. Lo que son las cosas. Ah, no, oiga, no, si no me quejo. La chica estuvo muy gentil, aparentó conmoverse, sería al vernos tan mojados y tan ciegos por la cultura, y nos dijo que el hombre que acompaña con llaves no estaba. Se le acababa de morir una hermana, Angelita, la pobre, de cáncer, tan buena, si usted viera, esas infelices criaturas... Como usted adivina, yo no insistí, hay que respetar el dolor, yo soy una persona comprensiva. No sé si sería verdad, vaya usted a saber, o si sacrificó a la pobre Angelita en honor de Santa Olaya, abogada de no me acuerdo qué, o quizá pretendía, al darnos largas, ver mi foto la próxima semana en un periódico o en el telediario, quién sabe, para obrar sobre seguro... ¿Eh, qué me dice? ¿Es fácil adquirir cultura aquí? Nos quedamos sin Santa Olaya. Todavía al despedirnos nos decía muy cariñosa: Vuelvan mañana... Se conoce que ha leído ese libro recién salido, que anda ahora por los quioscos,   —112→   de un tal Larra. ¿Sabe usted quién es ese fulano? Porque a lo mejor, la gente da en repetir la frasecilla, igual que ya decimos lava blanco blanquísimo, sólo faltaría eso, vaya bromazo. En fin, que no hubo llaves. ¿Está claro? Estarán en el fondo del mar, es inútil perseguirlas...



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ArribaAbajoGoyito, tirador de pecho

¿Que me encuentra usted muy bien conservado, casi un mozalbete? Naturalmente, cómo iba a estar, con lo que ha sido mi juventud. Usted no lo sabe, qué va a saber, ni usted ni nadie, pero yo fui un personaje importante, allá por los años mil novecientos y pocos, cuando yo andaba por los dieciocho míos, mis veinte... ¡Ay, se me ablanda el corazón en acordarme quién fui...! Había que verme con mi gorrita a cuadros, de visera, comprada en la Plaza Mayor, en la rinconada de Postas, y mi pantalón ceñido, comprado en El Águila, Preciados esquina a Tetuán, cerca de El Dorado, donde ya eran famosas la Chelito, y la Tórtola Valencia, y la Raquel... ¿Que usted no las ha conocido? No es posible, hombre, cómo no va usted a conocerlas, unas glorias nacionales, si hasta los serenos lo saben, estará usted traspapelado de memoria. Unos rabitos de pasa, amigo mío, que no hay que olvidarse de la historia patria, qué caramba. A ver, si no. Bueno, pues por entonces, que muchas huelgas, que si los panaderos, que si los albañiles, que si los carniceros, o los de correos, y, eso sí, muchos accidentes ferroviarios, porque de eso... Mi   —114→   madre, de eso... No nos hemos privado de nada. Dios, qué porrazos. Me acuerdo de uno que hubo en Seseña, ahí, un poco antes de llegar a Aranjuez según se baja, que, anda, la que se armó. Ni la pareja se libró. Espachurraditos. Y ahora que lo digo, ¿por qué se iban a escapar los civiles, no verdad, usted? Hombre, digo yo. A mí no me han hecho nada, pero, a ver, yendo en tren y dándose el tortazo, pues que todos somos iguales, con tricornio o a pelo, ¿no le parece? Bueno, pues que en ese tiempo todo el mundo las pasaba moradas, pero yo... Usted no oía hablar más que de la falta de pan, falta de esto y de lo otro y de lo de más allá. Y la gente, pues que la gente se moría en la calle, en las esquinas, en los soportales, un horror. No sé si sería de frío, porque entonces nevaba de lo lindo, no era como ahora, o quizá era de aguardentazo, qué más da. El caso es que la diñaban que era un contento. No, no me ambolique ni me confunda. Lo de la gripe fue otra cosa, bien que la recuerdo, que se me murió media familia y el perro Lenin, un danés que mordía a todos los guindillas. Vaya disgustos, qué le voy a contar. ¿La gripe a mí? Menudas defensas me gastaba yo, o sea, vamos, vitaminas. ¿Que qué era un guindilla? Pero, oiga, usted se ha caído de la higuera hace un cuarto de hora, con repique y todo. Un guindilla era... Pues un guardia de seguridad. Como un gris de ahora, sólo que con otra pinta. También había romanones, que iban en las procesiones a caballo y solían caerse. ¿Que por qué guindillas? A mí qué me cuenta. Llevaban un pantalón colorado, sería por eso, a mí me trae sin cuidado. Búsquelo en un periódico del tiempo, o en el Diccionario de la Academia, que dicen que trae todo lo que no dice nadie. Bueno, ¿quiere que siga contándole por qué estoy tan lustroso a mis ochenta y pico, o no? Anda que no incordia usted ni nada,   —115→   leñe. Pues, como le iba diciendo, yo... Era mi oficio, señor, mi oficio, que, desgraciadamente, ha desaparecido. Con estas pejigueras del desarrollo, pues que todo lo interesante se está perdiendo, pero que a todo correr, si lo sabré yo. Pero ya ve usted, yo estoy aquí tan pimpante, tieso que tieso, gracias a mi oficio. Ríase usted de las dietas de Marañón, ¡la mía, señor, la mía! Porque yo era, para que usted lo sepa, yo era... Bueno, no sé si decírselo, porque usted es capaz de ir a contarlo y entonces me veo haciendo ruedas de prensa, y saliendo en la televisión en los temas promocionales esos, o en la emisión de sobremesa, o sufriendo análisis y más análisis de sangre, de orina, de aliento, de sueño, de proyectos, de olfato económico... Buenos son los médicos, ya ya. Quizá hasta tuviese que hacer una declaración de impuestos nueva, o declarar algo en patentes y marcas, qué sé yo. Pero, en fin, ¿prometido el secreto? Pues, agárrese, que allá va. Y tenga presente que no es solamente el oficio sino mis cualidades, que yo era un maestro solicitadísimo, sin rival posible. Mire, don usted, como se llame, esa alusión a mi abuela sobraba. De todas todas. Yo sé lo que me digo, y, si vuelve a largarme una chinchorrería así, no sigo y se queda usted sin saber el secreto de mi eterna juventud. Ah, pues, entonces... Le decía a usted que había que verme a mí con mi chalinita de seda, que me la regaló la señora marquesa del Salobralejo cuando se le murieron los mellizos pelirrojos y mal hechos. ¡Talmente dos gatitos! Bueno, en la fotografía que hicieron para el museo anatómico, no sé por qué, que, yo, al vivo, claro está que no los vi nunca. Oiga, ¿se va usted a callar? Qué barbaridad, qué manera de preguntar. Vamos, acérquese. Yo era... ¿Está usted seguro de que no nos escucha nadie? ¿Por qué no mira usted detrás de esos aligustres? A lo mejor hay algún soldado   —116→   medio dormido, o algún chiquillo jugando al escondite, o una ama seca tostándose al sol para parecer más de pueblo y cobrar más caro. No es prudente que nos oigan. Bueno, ¿qué? ¿Nadie? Pues, allá va... Yo era... Es que no se lo va usted a creer, hombre, y le aseguro por mis muertos, por estos labios que se ha de comer la tierra, que no había oficio mejor pagado ni más nutritivo, ni que fuese más distinguido. Entonces, claro, quiero decir entonces, las cosas han cambiado muchísimo, ¡vamos que si han cambiado! Pues, yo era... Ah, pero, ¿no se lo he dicho todavía? Bueno, no se ponga así, ahora mismo se lo digo. Yo era tirador de pecho. ¡Qué tirar al blanco ni qué narices! ¿En qué país vive usted? Yo lo que hacía era mamar a las horas reglamentarias, en sustitución de numerosas criaturas que por hache o por be no podían hacerlo. La mayor parte, fiambres. Angelitos al cielo. ¡Anda! ¿Por qué pone usted esa cara? ¡No te fastidia! Mamar, hombre, mamar, no le veo la rareza por ningún sitio. Mamar, a ver, el hombre es un mamífero, usted también habrá mamado, ¿no? Pues yo me pasaba la vida yendo a mamar a domicilio. Anda, Dios, qué cara se le ha quedado, pues sí que es raro, a ver, usted piense un poco, si es que puede, que en ese estado de alelamiento, que parece que le ha dado no un aire, sino un huracán, vaya, hombre, espabile... Yo iba a mamar para ayudar a las señoras... (Ojito: señoras dignísimas, ¿eh?, no vaya usted a mal interpretarlo, hasta ahí podríamos llegar) que no podían dar de mamar y estaban pletóricas de jugo... ¿Qué tal lo he dicho? ¿Eh, que ha quedado bárbaro, o sea, fetén? Estas frases y otras parecidas las colocaba yo de cuando en cuando. Me las enseñaba Leoncio Regúlez Pintos, natural de Melgar de Fernamental, en el secano, que era practicante de la maternidad. Fíjese, por ejemplo... Espérese, que me voy a poner de pie   —117→   para que me salga mejor, observe qué entrada, qué fascinación, o sea, vamos, qué simpatía si yo empiezo así: Señora, beso a usted los pies, comparto la inexorable angustia que los inescrutables designios de la Providencia han volcado sobre su hasta ayer feliz hogar, privándola de ese encantador vástago de inteligencia privilegiada y ojos de zafiro radiante. Dios, con su indiscutible poder, y usted y su marido, todavía ambos en envidiable juventud... Etcétera, etcétera, etcétera. Y así y así y así... Me siento. Yo creo que el Leoncio Regúlez Pintos sacaba estos discos del zaragozano, almanaque que traía las fiestas movibles y el pronóstico de las tormentas. Al pobre Leoncio no le iban muy bien las cosas con su mujer. ¡A ver, tanta huelga! Adelante. Pues que yo me ganaba la vida así. Cobraba quince pesetas por sesión, que para entonces... ¿Eh?, para entonces... Y eran varias veces al día. A veces, si la cliente era de clase artesana, de las que comían cocido, le hacía una rebajita apropiada, con arreglo a un baremo que me hizo don Cástulo, el médico comadrón de La Gota de Leche, ahí, en la calle de Bailén. ¿Que no hay ya Gota de Leche? Pero, hombre, a ver, si todas las guías de turismo lo traen: «Calle de Bailén. Abierta todo el día. Tres cosas importantísimas para visitar: Palacio Real, Viaducto -¡toque madera!- y La Gota de Leche». Esto lo sabe todo el mundo. Para mí que usted es de provincia, vamos, o sea, de pueblo, es decir, algo paleto, vamos, digo yo. Ande, la verdad. ¿Navalcarnero? ¿Griñón? ¿Bustarviejo? ¿No? ¿De dónde, pues? Ya. Como que me voy a creer que usted es de Puerta de Moros y no va a conocer La Gota de Leche. Pero usted se cree que yo me chupo el dedo. Sepa usted que a pesar de mi profesión, tan sufrida, nunca adquirí tan feo hábito. Bueno, allá usted. Lo cierto es que yo era muy cotizado y buscado en mi trabajo. Yo a las cabañas bajé, yo   —118→   a los palacios subí... Ande, ¿a que no sabe usted de dónde es eso? ¿No? ¿Y se las da de madrileño, eh? Pues de don Jacinto Benavente, Premio Nobel, y un tío bárbaro haciendo teatro y escribiendo versos y lo que salga. ¿Me deja que mire mi reloj? ¿Que siga contándole cosas? ¡Pero si no me cree...! Bueno, ya voy, no insista tanto, hombre. Yo tuve un apoderado, que estaba empleado en la Maternidad, Leoncio Regúlez, ya le he citado, y me proporcionaba la faena. Se cobraba un cero coma cero cinco por ciento, lo que no estaba mal. Si el mes era bueno, además, yo le convidaba a los toros. Allí fue donde, una tarde de Rafael el Gallo, que vaya escandalera que armó el nene, vimos a la Paloma, la mujer del Leoncio, en una contrabarrera, muy amartelada con don Luisillo, su vecino, picador jubilado y chepa. Cosas del ganado femenino, que tiene cegueras, qué se le va a hacer. ¿Que cómo lo hacía yo? ¿El qué? Ah, ya. Siempre de rodillas. Era la postura más cómoda. La señora muchas veces, ya sabe usted, hay que ser comprensivo, la muerte del cachorro tierno, daba grandes suspiros de pena, y esto me producía atragantos nada agradables, y, por lo menos, ensuciaba mi chalina, lo que, después, no vea usted el olor. Y sobre todo, alteraban el horario. Le digo esto para que no crea que todo eran tortas y pan pintado, quiá, también había sus peguitas. En fin. Yo exigía, además, un servicio para limpiarme los dientes, que se quedaba muy bien puestecito sobre la cómoda, o sobre el trinchero. Lo mejor que había, cepillo de cerda blanda, Licor del Polo. Si la casa era pudiente, me daban, al acabar la faena diaria, una copita de benedictino o de coñac, y si era de medio pelo, catedráticos, algún médico de iguala, gentes devotas, tenía que conformarme con un vaso de litines, que eran muy digestivos. Con que ya adivina usted el secreto de mi vejez terne que terne y mis excelentes   —119→   cualidades físicas. ¡Ah, si no fuese por los juanetes...! Pero así se justifica sobre todo mi piel sin arrugas, y mi excelente estado digestivo. Vivo ahora unas diez mil infancias prestadas. Y que me quiten lo bailado. ¿Que cómo estaba visto este trabajo? Estupendamente, hombre, estupendamente. En algunas casas, hasta me mandaban el coche, a veces hasta con dos caballos, para que fuera. ¡Era tan bonito atravesar en el coche la Puerta del Sol, o bajar por la calle de la Montera, y pasar por el alto de Carretas, donde estaba el Horno de San José, que vendía caldo de gallina para las recién paridas...! Yo me asomaba a la ventanilla y saludaba a la cola de mujeres, porque siempre había alguna que me conocía de alguna ocasión, a ver, tantos años trabajando, y esto fomentaba mi popularidad. Todas me señalaban: Ahí va Goyito, el de. Bueno, permítame usted que no le diga lo que a veces me soltaban. Oiga, ¿por qué serán las mujeres tan mal habladas y peor pensadas? En fin, cuando me acuerdo, aún se me pone carne de gallina, de la emoción. Así fue como conocí a Dosinda, la de Mondoñedo, que era ama seca, siempre han sido muy cotizadas las gallegas para eso. Fuimos muy buenos amigos la Dosinda y un servidor. Nos íbamos, cuando la cosa venía bien, a los bailes del Círculo recreativo. Vaya salón que se gastaban los gachós aquellos. La Dosinda y yo juntitos. La Dosinda se bebía el biberón del niño, que teníamos que cargar con él, aquellos biberones tan complicados, que corrían a la par que la edad, primera clase A, segunda clase B, maternizada yo qué sé... El niño lo dejábamos en el guardarropa, bueno, el niño, que hoy menudo empleo tiene y vaya viajes que se pega, es ahora un tío con nietos y todo, es de ésos que se quieren jubilar un poco a la fuerza, porque, si no, son capaces de comerse a Dios por los pies. Pero no le voy a   —120→   decir quién es, porque a él no le hace gracia, sobre todo le da algo de reparo el pensar que en el guardarropa le hiciesen algo y no quiere complejos... Algún maleficio, hombre, algún maleficio, qué ca... Pero, qué preguntas. ¿Qué quería que le hiciesen en el guardarropa? ¿Bachiller? Mire, por lo que más quiera, no me pregunte pijaditas, que me está quemando la paciencia. Vaya, sigo... Lo del maleficio lo dice él, que sabe muchísimo, pero lo cierto es que se quedaba bien abrigadito, y la Dosinda iba de vez en cuando a verle y a decirle: Hola, ricura de su madre. Quién te quiere a ti, Cachorrillo mío, y etcétera, ya sabe usted. Filfa todo, porque es feo con avaricia, ¡y con una uva...! Y la Dosinda y yo, ¡Hala!, venga de bailar polcas y habaneras y chotises y lo que saliera. La Dosinda se murió ya, en un accidente, yendo a su pueblo, ¿no sabe? Sí, hombre, si vino en los periódicos y todo. Iba en la baca del coche y llevaban un par de ataúdes allí arriba, y como llovía, cosa que pasa siempre por allá, un tipo se metió en un ataúd, para protegerse. La Dosinda no lo sabía, ¿comprende usted?, y cuando el fulano sacó una mano para preguntar si seguía cayendo, pues que la Dosindiña se asustó y se tiró de cabeza al suelo. Repito que la Dosinda no lo sabía, porque, si lo hubiese sabido, otro gallo le cantara. La Dosinda se dio contra el quilómetro 86. Catapum. Se acabó la Dosinda. No somos nada. Ya andaba por los sesenta y tantos. Algo borrica siempre lo fue. Dios la haya perdonado. No me casé con ella porque decía muchas veces coña, y eso es una coña y la coña es que... Eso no estaba bien para mi profesión, ¿no le parece? El caso es que yo la quería mucho porque me hacía propaganda y me regalaba servilletitas de papel para que las emplease en las casas modestas, es decir, huelguistas, repartidores de carbón, ferroviarios y cosas así. Recuerdo que el año 17, después del   —121→   jaleo, ya tenía yo veintiocho años y acababa de abrir consultorio, digamos, para entendernos, una sala de recibir la mar de higiénica, con báscula y todo para vigilar mi peso, marca Toledo, y me había hecho tarjetas de visita y me anunciaba en El Liberal : «Gregorio Dulce Cremoso. Succionador. Seriedad. Economía. Limpieza. Teléfono 103». Óigame, por favor, ¿quiere cerrar la boca? Bueno, pues la Dosinda organizó un homenaje a este servidor de usted, en el que participaron casi todas las nodrizas de Madrid. Había muchas gallegas, dos o tres maragatas y solamente una de Igualada, en Barcelona, junto a Monserrat. También es despiste, qué diablos haría esa catalana en este fregado, no son propias para este ajetreo las catalanas, no, qué va, resultan muy miradas. ¡Qué desfile de trenzas larguísimas, de grandes pendientes, de cofias rizadas! Me regalaron una placa de plata con mi nombre grabado y un cochecito con mis iniciales. Fue una pena que las huelgas que vinieron luego me impidieran hacer una agrupación obrera con todas las de la ley, de la que yo habría sido el jefe, hombre, a ver... En fin, que ahora le queda a usted clarito mi estado boyante a los ochenta y tantos años. ¡No vea, menuda alimentación! Y sin el menor trastorno, ¿eh? Quizá tan sólo alguno de orden político, a ver, eran gentes tan diferentes... Todo no se iba a tener así, de rositas, qué va, hombre, qué va. ¡Ah, señor, si usted me hubiese visto con mi chalinita de seda, que me la regaló la marquesa de... ¿Se lo he dicho ya? Pues mejor, si ya se lo he dicho. Usted comprenderá mi repulsión a las modas actuales y en especial a la pésima dieta que la gente sigue en verano. ¿El verano, las vacaciones...? El verano siempre solía ser algo irregular, ya se sabe, los calores, y eso que alguna vez fui al norte, a las playas del Cantábrico, ya sabe usted, aunque a lo mejor tampoco lo sabe... ¿A ver, míreme? Nada, se echa de ver enseguidita   —122→   que usted no lo sabe. Pero, usted, vamos, no me diga, no es que yo quiera decir que usted, o sea, es un ignorante, no, pero estoy seguro de que no ha oído nunca hablar de «La Bella Easo», ni del «ministerio de jornada», ni del... Bueno, para qué seguir. Le digo que no sé por qué me esfuerzo en confiarle nada. Oiga, usted, por lo menos, ¿sabe a cuántos estamos? Ah, algo es algo. Y la alcaldía de Inclusa, ¿sabe dónde está? ¿Mande? No, no me gustaba mucho el norte. Además, aunque pudiese parecer que ganaba más, al ser empleado en casos extraordinarios, la verdad es que perdía, perdía bastante. Las mujeres de por allá son sanas, fuertotas, no se les desgracian jamás los cachorros. Le digo que vacas, que como vacas, hombre. ¿Es que no oye tampoco? Pues está usted bueno. Perdía, perdía. En agosto, claro, los fríos de noviembre, diciembre, la gente se queda en la cama, y en agosto es cuando nacen más niños en Madrid, y cuando más palman por el calor natural, o sea, cuando yo podía tener más. ¡Más qué! Qué va a ser. Más trabajo, hombre de Dios, más trabajo. En setiembre, con la melonera, me rehacía un poquillo. Pero, dígame, si usted no parece creerse nada de lo que le estoy diciendo, aunque lo que yo digo va a misa, ¿por qué ese interés en el asunto? Sí, claro que hubo intromisiones. Y me las buscó el propio Leoncio Regúlez Pintos, mi apoderado, que era hombre del secano de Castilla, gente algo agria, que, al final, además de cornudo, resultó un pajarraco de cuidado. ¡Hombre, eso no se hace! Claro que, lo reconozco, el rival no tenía clase y uno necesitaba un sustituto de tarde en tarde. Analfabeto, para empezar. Nunca se logró aprender una de esas parrafadas tan bonitas que Leoncio decía en alta voz. Señora mía, su irreparable dolor, confiemos en la mano divina. Está usted en la flor de aromada juventud... Bueno, ya sabe cómo. Nada. El rival, que era algo patoso y un sí es no es algo engreidico,   —123→   no prosperó. Pero lo malo no fue eso. Fue la leche maternizada más científica cada día, y la condensada, y la manía de los médicos de lograr que no se murieran los chavales, que anda, para lo que les espera aquí... Que venga Dios y lo vea si es esto un acierto. Manías, nada más que manías. Si sobramos más de la mitad. Y, además, para lo que se ve... Fíjese usted en esos vejestorios que andan por ahí, sordos, con reuma, las babas en las solapas, cegatos, pitarrosos, tosones, meándose pata abajo. En cambio, madurar un pura sangre de cuando en cuando, como un servidor, bien alimentado y sin tantas garambainas de vacunas, vigilancias, pediatras y demás calamidades... Ya lo ve. Ochenta y cuatro añitos, si no son ochenta y cinco... Ay, ay, perdón, son los juanetes, los condenados juanetes, tendré que hacer más grande el agujero de la zapatilla, caray, si se me va a salir la pierna entera por ahí y todavía no es bastante. Bueno, pues que aquí me tiene, con la piel tersa, con el mejor humor del mundo, y me subo las escaleras que para qué. ¿Estamos? Eso sí, no he catado la carne desde 1931, el año de la República, en que me desahuciaron de mi despachito, la ley de vagos ésa, a ver, no iba nadie ni para un remedio... Yo tenía parroquia muy distinguida, casi noble, y con la República... Y aquí estamos y seguramente para rato y sin jubilación, a ver, en este país todo está mal hecho, sí, como lo oye, sin cinco de retiro y teniendo que comprar la leche en bolsitas de plástico o de cartón. Y sin verla subir, una perdición. ¿Creerá usted que los niños, ya no tan niños, de la casa donde vivo no han visto nunca subir la leche? Anda, mi madre, ¿usted tampoco sabe que la leche sube así así, aprisita, cuando va a hervir? Bueno, así anda España. Lo que me faltaba que ver. ¡No te digo! ¡Si la pobre Dosinda levantara la cabeza! ¿Le he dicho que la Dosinda se dejó la sesera en un majano? ¿Sí? ¿Le he dicho que en el kilómetro   —124→   86? ¿También? Entonces me parece que ya le he dicho todo. No, no me casé, suele traer malas consecuencias. Además, como todos los inviernos paso el sarampión, y algunas veces paperas... Le dejo. Tengo una ligera desazón en las encías... Oiga, usted, ¿se queda con frecuencia así, con la boca abierta? Pues, anda...



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ArribaAbajoEn febrero, 1971

No, hombre, no. La verdad es que yo fui por pura curiosidad, a ver qué pasaba allí. Pero no estoy muy caído en la materia. Yo, ¿sabe?, yo no soy más que un funcionario público, con carnet de familia numerosa, eso sí, porque yo, vamos, que yo con mi familia y por mi familia, lo que haga falta, que, amigo mío, la familia, ¿eh? No es nada, la familia. Hasta ahí podíamos llegar. Pues, ya le digo, yo tenía mi picazón. No había estado nunca en una casa así, y, claro, quién iba a decir que aquello se iba a acabar como se acabó, pachasco, hombre, pachasco, a ver, ¿no verdad? ¿A que usted también habría ido? Naturaca. En mi oficina, ya se sabe, los de mi Cuerpo, sólo hablamos de los pelmas esos que siempre tienen algo que resolver atrasado, ya sabe usted, esos expedientes que no se encuentran nunca, y de las mocitas del Caribe que quieren convalidar, y alguna vez, los lunes concretamente, charlamos de las quinielas, y de los turnos de vacaciones, bueno, de cosas así. Don Rosendo, el jefe (perdón: he de levantarme. Yo siempre, saludo al citar a mi jefe) habla de los toros, sabe mucho, ¿eh?, no se vaya usted a creer, y de las aguas de Archena, adonde   —126→   va en cuanto los expedientes le dan un respirillo, y de la Semana Santa de Aljoferín, su pueblo... Huy, huy de eso. De eso sabe un rato. ¿No ve que es el mayordomo de la Virgen de no sé qué, una imitación de la Macarena de Sevilla? ¡Si es muy conocida, hombre, también con usted! Total, que como usted puede apreciar, pues que cuando yo me tropecé con el anuncio... Se lo voy a repetir, ¿eh? Agárrese: «Revelación del porvenir». Así, en letras muy gordas, en la esquina del periódico. Y qué periódico, ¿eh? No me irá usted a decir que este periódico es enemigo del régimen, no me faltaba más que eso. Estaría bueno. Sigo: fíjese. Debajo, en rojo: «Métodos científicos, basados en el averroísmo y en otras dos religiones orientales más. Profesores diplomados por Bagdad, Bolonia y París. Pida hora. Franqueo concertado». ¿Qué le parece? No, no crea que le engaño, ya ve, lo llevo recortado en la cartera. Esto y el índice de la última subida de precios, para que en casa no se me desmanden. ¿Ve qué tío? No lleva turbante ni ninguna garambaina de ésas que se ponen los fakires de las verbenas. En seguida se echa de ver que es gente seria. Mire, mire. Bueno, este tío de aquí, yo no le vi, la verdad. Los que me atendieron a mí no eran así, quiá, eran todos, cómo le diré yo, así como..., como... ¡Ya! Como de La Bañeza, ¿me comprende? O de algo más para acá. Pero de Bagdad... ¡Amos, anda! A don Rosendo, el jefe (¡A la orden! Con su permiso!)... A don Rosendo se la dan con queso, pero a mí... Yo soy de Madrid. Con eso está dicho todo. ¿O necesita usted una firma del jefe de casa? Ah, creía... ¿Qué? ¿Esto de abajo? Hijo mío, está bien claro. Esto es la letra chica. Yo no lo leo casi nunca, porque uno está escarmentadillo, y los Inocentes no son más que una vez al año y ya está bien, pero ya ve usted lo que son las cosas: esta vez lo leí. Sí, señor, sí. Lo leí. Fíjese, fíjese   —127→   bien: «Si no acertamos, se le devuelven sus honorarios». Con todas las letras. Esto, señor mío, esto de devolver la pasta vagabunda, no lo hace en este país ni mi padre. ¿Cómo? ¿Qué diablos tiene que ver lo que sea mi padre? Mi padre es suboficial de carabineros, pero lo que yo decía, vamos, era un decir, ¿eh? Bueno, ya sigo. Pues que, como le iba contando, coincidimos en la cafetería don Rosendo (perdón, me levanto) y yo, y, también fue chiripa, los dos teníamos abierto el periódico por el mismo sitio, por el dichoso anuncio. Los dos nos reímos, pero yo me tuve que poner serio, porque don Rosendo, que para algo es el jefe (no me levanto, solamente inicio el gesto, ¿ve?), dijo: Landínez, esto es un asunto trascendente, Los testimonios abruman. No debemos poner en duda las fuerzas sobrehumanas de algunos mortales. Yo, la verdad, se puso tan así, tan, vamos, tan eso, que le repliqué (levantándome, naturalmente): Don Rosendo, a mandar. Y el mandato fue que el sábado a las cinco (se ruega puntualidad, dice la contestación) fuimos como dos pipiolos a la casa del mago éste, sí, hombre, sí, éste que pone aquí.

Bueno, mire usted, no se impaciente. Yo le voy a contar todo lo que pasó. Bueno, no pasó nada, pero... Ahora, si usted me pincha, pues que no le cuento ni tantito así. Aparte de que yo no sé si debo decirle a usted lo que le dijeron a don Rosendo (¡con su venia, don Rosendo!), porque dicen que dijo que... Me estoy haciendo un lío, y esto no es propio de mí, Landínez, natural del barrio de Pozas... Para acabar: le contaré lo que me dijeron a mí, eso ya es otra cosa. Yo hago de mi capa un sayo. Pero don Rosendo (¡a la orden, don Rosendo!), es el jefe, ¿comprende?, y, claro, el respeto, la sumisión, la jerarquía, el derecho administrativo. Y etcétera. Sí, usted dice a todo que sí, pero luego veremos cómo termina. Bien, verá. Llegamos   —128→   al hotel del anuncio, y, la verdad, uno se reconfortaba. Todo estaba muy bien, entornadito, daban vasos con zumo de naranja, al menos lo parecía, y había sofás por aquí, sofás por allá, y unas chicas la mar de monas, con trajes de las tres religiones ésas, nos rellenaban unas fichas con muchos, muchísimos datos. Más que para las vacunas en el seguro. Nos medían con una especie de compás de madera, grandote, guiñando un ojo y mirando por el otro, vamos, digo yo que mirarían por el otro, y apuntaban tanto de frente, tanto de nariz, cuánto de papada, color de ojos... Bárbaro. No se les escapaba detalle. Ya quisieran en el ambulatorio, hombre, ya quisieran. Así se hacen las cosas, y lo demás es tontería. Por cierto, a mí, la que me preguntaba esa media filiación fetén, me dijo que me iba a costar mucho más, porque tenía no sé qué manchas en el iris, y que, como consecuencia, flexionaba mal la corva izquierda, y que me iba a mandar a informe del iridiólogo, con perdón, y que si no me dolían aquellas manchas, y, fíjese si tienen pesquis, a mí, que no me había dolido nunca nada, pues que empezó a dolerme el ojo derecho que no vea usted. Mire qué rica la niña, ¿eh? Su papaíto. Se ve que la clientela a veces no es del todo fina, porque la que escribía soltó un par de Jolines y un «Está bomba enseñando mucho los dientes», que, a ver, no me diga usted, eso no está nada bien en una señorita extranjera y culta... Bueno, a don Rosendo (¡mándeme, jefe!... Oiga, a ver si me deja usted espacio para levantarme con comodidad!) le hicieron varios análisis y fichas de diversos colores. Le está bien empleado, sin duda fue por darse pisto y decir que era mayordomo de la cofradía de la Macarena esa de segunda división, y venir ahí contando que era jefe de administración, y no sé qué cosas de un collar del Rey no sé cuantos, uno de esos tíos medievales, vamos. En   —129→   cambio, le pusieron un cojín con adornos y borlitas doradas y todo, se ve que hasta al Bagdad ese ha llegado la preocupación por la jerarquía. Pues, yo, ahora, que se chinche, no me levanto.

Para esperar nuestro turno, aquellas señoritas nos daban ducados con filtro y mentolados y con humo de tres colores, y nos decían que nos concentrásemos. De vez en cuando, mis Zompá, que según dijo era de Alejandría, hija de un cónsul norteamericano y de una pitonisa sudanesa (ahí es nada el lío, ¿eh?), y que había hecho estudios de Antropología y Psicología en medio mundo, se subía en un pedestal que había junto a la fuente del jol (eso de jol se escribe hall, ¿sabe?, o sea el vestíbulo, pero en un establecimiento así, tan supernumerario, ¿comprende? jol, jol queda mejor). Se subía y nos decía con voz muy patética: Cierren los ojos. Piensen en su infancia. Olviden sus infidelidades... Y cosas por el estilo, al parecer dedicadas a cada uno de los que allí estábamos. Hay que reconocer que es una manera de aludir, sin faltar ni nada. Esta señorita fue la que profetizó antes de entrar en el despacho del doctor... ¿me escucha?... la que profetizó a don Rosendo (¡usted me manda, don Rosendo!) la muerte para el año 1971, en febrero, día de San Ricardo. Una gracia, no me diga. Yo, ya no me vuelvo a levantar más, total, para lo que queda... A mí, la tal fulana no me hizo el menor caso, se ve que no le gustan los cagatintas de segunda como yo. Bueno, a todo esto, pasaban con unas cestitas muy adornaditas, hechas con lotos del Alto Nilo (Made in Germany, según dijo la chica que las llevaba), y pedían ayuda para los innumerables desvalidos del mundo, los críos de Biafra, los realquilados a causa de los terremotos en Argel, Perú, Persia y Alcalá de Guadaira, los heridos del Vietnam (oiga, eso del Vietnam parece que está algo   —130→   durillo de pelar, ¿no cree?); para secar rápidamente a los arrasados por las presas hundidas; para los niños gilís de Luxemburgo, para las dinastías cesantes... ¡Hay que ver cómo está el mundo, Dios! Y encima, aquí, nos quejamos... Bueno. Usted, a ver, qué iba a hacer uno más que echar algo. Pesetilla va, pesetilla viene. Y luego, la factura. Eso sí, con detalle y timbre móvil, y por triplicado. Mírela: Por indagación del misterioso porvenir... Auscultación de los hados presuntos o contribuyentes... Dosificación de la dicha... Eliminación de las borrascas atroces... Está muy bien escrito, menuda letra, es lo que decía don Rosendo (sí, sí, ya verá usted si no tendré que seguir levantándome por los siglos de los siglos, usted espérese que lleguemos al final), que así, pues que así da gusto pagar, ya ve usted. ¡Hombre, un gustito...! No todo va a ser como pasa aquí, a lo bruto, a ver si no, que todo es por faltas a la autoridad... Por meterse en el verde... Por escupir en el suelo... Por no haber presentado el billete de andén al ser requerido para ello por el sobrino del factor... Claro que no olvide usted que estas gentes, ya lo decía el prospecto y el anuncio del periódico, han pasado por París y por Bagdad, etcétera, etcétera. Menuda labia. Bueno. Debo añadir que son muy considerados, porque se puede pagar a plazos y hasta llenar una suscripción, con un escaso veinte por ciento más, total, bien poco, ¿no cree?

Total: que pasamos, y pasamos juntos. El doctor tenía unas gafas muy oscuras y estaba muy nervioso. Gritaba paseandillo de aquí para allá, y tentándose mucho la cabeza. Se veía en seguida que el talento estaba en ebullición, como si dijéramos. Qué tío. Era natural que le doliese, a ver, había adivinado ya muchas cosas, y esto no es como jugar a la brisca, qué va, ni mucho menos. Debe ser un esfuerzo de aúpa, digo yo. Miró las fichas con displicencia, dio grandes   —131→   suspiros, se acercó a nosotros y nos miró a los ojos levantándose un poquito las gafas, y dijo varias veces: Hélas. Claro. Lo que me temía. Diáfano. Diafanísimo. Don Rosendo (¡a sus órd....! Me siento, gracias) la verdad, estaba algo asustado. Como ya le habían dicho que el febrero del 71... Y aquel hombre, que se daba palmadas en la frente, y todo lo encontraba tan claro. Yo ya veía que a don Rosendo (¡hombre, déjeme mantener mi disciplina de buen servidor hasta el último trance!) lo apiolaban en febrero del 71, usted fíjese qué noticia para los ascensos y todo eso, y los trienios, etc., etc., ¿eh? El doctor era un retinto muy movidillo, que chasqueaba la lengua sin parar, y que, por fin, dijo que iba a consultar a alguien. La habitación se quedó a oscuras, y, oiga, qué tembleque le entró al tío aquel... Y don Rosendo (¡yo siempre a sus órdenes, jefe!) venga a sudar, a sudar. El doctor empezó a escribir apresuradamente en su cuadernillo, con los ojos cerrados. Don Rosendo (esta vez no me levanto, porque me tiemblan las piernas por el caso) iba a explotar, a hacer patapán, o sea, vamos, usted me entiende, tan congestionado estaba. Fue entonces cuando el jefe (tampoco me levanto) estornudó con la fuerza a que nos tiene acostumbrados en la oficina, sí, ya sabe usted, cada vez que el mochales ese de Argimiro, el portero, se deja la puerta abierta. El estornudo es un terremoto. Así es como suelen perderse los expedientes, toma, así cualquiera. Pues que mi jefe estornudó. Y los papeles que el doctor arrancaba del cuadernillo o de donde fuera, se volaron. Y el tío agarró una rabieta de órdago la grande. Dios, qué basilisco, y leyó con muy malos modos unas palabrejas que no le gustaron a don Rosendo (¡mande!), a ver, póngase en su caso, y, además, que si ya sabe uno que la va a diñar en seguida, pues que casi es defensa propia, a ver, si no... El uno tras el otro, y el otro tras el   —132→   uno, y el doctor gritando que le había cortado la relación con no sé qué santo, y don Rosendo (¡a sus órd...!) diciendo que bueno, que sí, que fíate de la Virgen y no corras, y que el santo aquél no escribía con aquellos garabatos, ni con palabrejas en francés, vamos que a él, a él, mayordomo de tal y tal, le iba a decir que ese santico inocente escribía francés desde el otro mundo, que por quién le había tomado, que sería uno de esos bienaventurados que jubilan en Roma cada lunes y cada martes, y que ahora iba a ver el sabijondo aquel (cuando don Rosendo se pone al rojo, yo me pongo en posición de firmes, y él hace jotas las haches, como en su pueblo) quién era él, don Rosendo de Jaraba y Benalmidón, natural de... Perdóneme, pero yo, como usted echará de apreciar, sigo en posición de firmes: si usted tuviera la bondad de mandar en su lugar descanso... Ya. Muchas gracias. Sigo. La cosa se habría podido más o menos arreglar, pues la secretaria llamó a unos adláteres que andaban por allí, incluso a la mis Zompá, la mezclada de americano y lo otro, pero lo malo fue que el doctorcillo, queriendo arreglarlo, dijo que había habido un malentendido, y que el que se moriría en febrero del 71 no era él, don Rosendo (ahora sí que no me levanto, que se levante su madre), sino yo, su acompañante, el Ilustrísimo señor Landínez, oficial primero de... ¿Se da cuenta? Eso sí que no, hombre. Usted comprenderá. Yo no puedo estar a morirme cuando no quiera morirse don Rosendo, ni creo que haya reglamento de funcionarios en el mundo que cuente con esa innoble servidumbre. Fue entonces cuando saqué la baraja del bolsillo, la pequeña, la que utilizamos para jugarnos el café en el pasillo o en los retretes, y le leí al doctorcillo, delante de todos los suyos, su porvenir. Quizá no muy científico, pero yo puse el dos de bastos detrás de la sota de lo mismo, que, para trampas, me pinto solo. Desde   —133→   pequeño. Y dejé turulatos a aquellos tíos de Bagdad, que le digo que ni de Bagdad, ni de París, ni de La Bañeza, se lo digo yo. Le demostré además que ni él, ni la Zompá, ni ninguno de ellos sabían jota del averroísmo, figúrese, yo, que estuve desterrado en Córdoba cuando la dichosa depuración, no me leí ni nada el tal Averroes en el casino, que lo tenían sin abrir, completito. Un buen chico, ese Averroes, algo pesado, pero nada más. Bueno, que le di un baño al tal doctor, y le dije que hala, hala, adelante, que... Es que si yo me empeño usted no llega a mañana, porque unas cartas echadas por mí...

Sí, ya lo sabe usted, se cayé por la escalera, efectivamente. Crá, crá, pún, catapún. Ni pío. Como que me voy a dedicar a echar las cartas, pero, eso sí, se lo juro, sin hacer trampas. No está bien precipitar las cosas así, sobre todo hay que tener en cuenta los poquísimos técnicos que tenemos, y ese doctor... Don Rosendo me ha dispensado, por oficio, de levantarme hasta el año 71, pero yo, usted estará conmigo, no le obedezco, o sea, a ver, yo no soy un abusón. Lo peliagudo es convencerlo de que no me gusta empujar a la gente, qué va, es verdad que no me gusta...



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ArribaAbajoUn mal viento

Vaya por Dios, hombre, si se lo decía yo, si no dejaba de repetírselo. Pero es que es una descreída, una loca presumida, eso, eso es. A ver si no. Fíjese que le estaba yo diciendo siempre: Hijita, que no me gusta que te pongas abrigo largo para la postulación, porque va a ser en marzo, y, ya se sabe, hace mucho viento siempre por esas fechas, y no te vas a manejar. Eso sin contar con que, ya sabe usted, la caseta donde mi niña iba siempre es en esa esquina de la Catedral y el Dry Cleaning. ¡Huy, qué cara! El tinte, hombre, el tinte, junto a la parada del tres, hombre, qué va a ser el tres. ¡El tranvía que va al Matadero, a ver, eso lo sabe todo el mundo! Hasta la Jacinta, la del señor Pepe, el paragüero, que está medio lila, que se le cae la baba siempre, y se asoma al corredor a dar gritos medio desnuda, a ver... ¿Tampoco sabe usted eso? Cuando yo digo que usted... Bueno, para qué preocuparse. Cada oveja con su pareja. Y usted con mi hija no va mal. Ella por ahí arriba y usted por aquí abajo, dos astronautas. Pues le iba diciendo a usted que en esa esquina hace siempre un viento de agarrarse a lo que salga, porque el viento, ahí, menudo   —136→   viento. Prueba al canto. Lo cierto es que llegó el día de la postulación, y, a la mañanita, bien temprano, mi Chonina que se me levanta, toda nerviosa: Mamá, ayúdame, que hoy tengo yo que dar el golpe. Van a ver las cursilonas esas de lo que yo soy capaz. Verás qué envidia en cuanto vean mi modelo, pues ahí es nada. Y era de noche aún cuando mi Chonina, que a dispuesta y madrugadora, bueno, que no hay quien la gane, porque, fíjese usted, cuando tuvo que ir a examinarse para ingresar en la Asociación, pues que ni se acostó, y el día de las pruebas para ascender en los Almacenes, pues que no se acostó, y si yo le contara lo que hizo cuando... Bien: no desayunó, qué va a desayunar, buena es ella. Ella es muy sufrida, y lo primero es siempre la obligación para ella, que ella es muy cumplidora, y se había comprometido a estar muy temprano en la tienda -que le dicen ahora, vaya usted a saber por qué, el pabellón-. ¡Era más bonito! Un tapiz, con una señora saliendo del baño, y unos niños con alas llevando la toalla o algo así, y detrás, un cazador medio escondido sosteniendo los perros. Muy requetebién, ¿no? Chonina decía que era una alegoría, ¿comprende?, ah, bueno. Pues sí, una alegoría, o sea, vamos que era una señora bañándose, o acabando de bañarse, da lo mismo. Para el caso es igual. Claro que era de muy buena familia, a ver si no, no la habrían tolerado ahí, a la puerta de la Catedral, como quien dice. Bueno, pues que la Chonina... ¿Que si había más adornos? Hombre, claro que había. Hojas de pino, unos tiestos que habían traído de las Reparadoras, con las primeras hortensias, y unos tulipanes de plástico que habían prestado los de la mercería de don Servando, que es secretario de la Acción intervecinal del distrito. No, si este año todo estaba como las propias rosas, quién iba a pensar que salieran las cosas como salieron. Estaría de Dios, digo yo. Porque ha sido   —137→   una verdadera fatalidad. No, si no lloro, pero es que la verdad, es tan dificilillo acostumbrarse a esta separación tan prolongada, y a este llegar noticias así, tan embarulladas y mal avenidas... La que le digo: estamos hechos un lío, un verdadero lío, sin saber si pedir que la bajen, o qué. Porque nos han metido de tal manera la ilusión de su papel..., y, luego, la podemos ver los miércoles en la televisión, y parece que no le va mal del todo... En fin, le voy a contar a usted cómo fue, aunque no acabamos de entenderlo. Yo me quedé en el balcón viéndola marchar. Jacarandosilla ella, moviendo las faldas con un garbo que para qué. La poca gente que había en la parada del tranvía se volvía a mirarla, y como el viento, que ya estaba algo picadillo, le levantaba la falda grande, se exageraba más la mini de debajo. Era muy chic, ¿no? Oiga, yo hablo como me da la gana. Y eso de chic lo digo porque yo sé que está bien, lo dicen todas las señoras de la mesa. Usted de eso, mire, usted de eso, ni pum. Hombre, si lo sabré yo. Parece mentira. Son ustedes unos bárbaros y unos ignorantes. ¡Mira tú que decirme a mí que no está claro lo de chic! Chic, señor mío, quiere decir provocativo, atrayente, escalofriante de puro cachondo, vamos. ¿Se entera? Además, no tiene usted más que ver los anuncios de las revistas, y lo deducirá enseguidita. Ande, infeliz, no sea paleto y escuche, que ahora viene lo gordo. Era, como le estaba diciendo, marzo entradito. Ya había algunas hojas en los arbolitos de la Plazuela, los que dan al Arco de las Madres, que son los más abrigados, y hacía viento. Esto era natural. Era marzo, y, de propina, ya lo habían anunciado en el parte. Supongo que usted conoce el refrán: Marzo ventoso... Bueno, menos mal, porque con lo remirado que es usted, a lo mejor no le gustan los refranes. Luego, cuando haya acabado de contar lo de mi Chonina, una gran desgracia, se lo digo yo,   —138→   le examinaré a usted de refranes. Chonina andaba, ya se lo dije, contoneándose, menudo meneo tiene la niña, bendito sea Dios, y agitando el talonario de recibos para los donantes generosos, a ver, ya sabe usted, toda esa engañifa de los impuestos y demás latas. Estaban ya esperándola muchas camaradas, o sea, vamos, otras chicas del botecito de marras, que estaban intrigadas con las noticias que tenían del vestido nuevo, porque, para eso, para eso de sembrar intranquilidad, es que le digo que mi Chonina se las pinta sola. Hombre, menuda es, y cómo alarga las cosas. Como ella dice: Las medias palabras, mamá, las medias palabras. Desazonan, intrigan, apasionan, encalabrinan... Y cuando ella lo dice... Porque sepa usted que es mucha Chonina mi Chonina, hombre, quite usted allá. Bueno, es que mi Chonina tiene un suspenso... Chonina, en vez de cruzar por la cebra, se atravesó por medio de la plaza, yo creo que cuando iba por la mitad el campanero de la Catedral le gritó algo desde allá arriba. Menos mal que estaba muy alto, porque las cosas que ese tío dice, o sea, que no se pueden repetir, ¿eh? ¿Me entiende? ¿O no se las supone? ¡Ah, vamos!, ¡creía! Bueno, y aquí fue la gorda. Quiero decir que aquí fue lo que fue. Chonina se paró en el centro de la calle, de la plaza quiero decir, e intentó dar media vuelta para que la admiraran. Ya habían empezado los aplausos de las chicas, y de la vendedora de periódicos (¡para un día que habían salido temprano los periódicos!) y de la churrera, la señora Colasa, la que es viuda del fogonero héroe, el que evitó el choque de trenes en Villambres arrojándose al queso de la aguja, qué tío, ¿eh?, hace falta tener riñones, y más sin estar de servicio, porque aquel día no estaba de servicio, que, como gimotea la Colasa, si mi marido estuviera de servicio, rediez, aunque fuera todas las noches del año, pero a él quién le mandó meterse en si la   —139→   aguja estaba enhebrada o no, bueno, ya sabe usted que las agujas del tren no se enhebran, ¿o tampoco lo sabe usted?, es que a mí me parece que la señora Colasa ha perdido un poco el cacumen, a ver, de la emoción sería, digo yo... Bueno, pues que la señora Colasa aplaudía, que la veía yo desde mi balcón, y también estaba como lelo el Joaco, el mancebo de la farmacia, que tenía a medio barrer la acera, y estaba tan atontado de ver a la Chonina que ni siquiera recogió las colillas, que, ¿eh?, dígame usted que no es embelesamiento ni nada. Bueno, pues cuando la Chonina se quedó allí quieta en medio de la plaza, poniéndose el brazalete de la postulación, a mí se me caía la baba de verla tan admirada, fue... Ay, no quiero ni acordarme, porque qué impresión, si me parece que aún no he vuelto en mí. Es que me da algo. Fue como un remolino, como una alarma, como cuando suenan las cañerías del baño, qué sé yo cómo fue. El viento, enfadadísimo, a ver, fíjese, viento de marzo, el de peor iniciativa, la arrebató con tal furia que mi Chonina salió disparada por el aire, así, así, para allá, para acá, ssss, sss, venga y venga, y venga y dale, y subía, subía, las faldas hinchadas, rellenas de viento (¿ves, hija mía, ves? Si ya te había avisado yo que eso de las faldas largas no puede ser bueno, si cuanto menos ropa se lleve, tanto mejor, si no se va a estar siempre tan tapada, ¡es antihigiénico!), y seguía subiendo, y todo el mundo la seguía con la boca abierta, y la perseguía con anteojos, con telescopios y con cristales ahumados, y subiéndose a los tejados, una verdadera hecatombe. Hubo quien se cayó por los aleros. Anda, a ver, ¿qué le va a pasar? Tortilla instantánea, como en las mejores cafeterías. Menos mal que los barrieron enseguidita, eso sí, los servicios de limpiezas funcionaron muy bien. Menos mal, porque si no, a ver, los extranjeros, que siempre están a la que salta..., ¿verdad, usted? Y Chonina   —140→   sube que te sube, ése va, ése viene, para aquí para allá, unas veces bajaba algo, luego subía, ya era sólo un punto, y se le fueron cayendo cosas, también es mala pata, con la falta que le están haciendo ahora, dígame usted si no, se le cayó el talonario de cheques, o de recibos, bueno, eso es lo que menos necesita, porque, allí, arriba, la Acción intervecinal no tiene sucursales todavía, a ver, esa manía de no dejar a la gente organizarse como es debido, que tanto se habla y se habla, y a la hora de la verdad, ya ve usted: ni una sucursal más allá de la sierra. Pero, en una de las revueltas, se le cayó el bolsito que llevaba, fue a parar cerca de la playa, también fue mala suerte, y, aunque ya lo han llevado al museo, la verdad es que se ensució mucho, porque cayó cerca de donde salen las cloacas. Y eso sí que ha sido una desgracia, porque ya adivina usted cómo lo pasa la pobre para arreglarse un poquito los días que la sacan por la tele: sin peine, sin barra de labios, sin pinzas, sin crema, sin nada. Un lío. Y sin espejo. Pobrecita mía, está sufriendo la mar. Y sin documento de identidad, que para qué le voy a contar a usted lo que esto me desazona. Supóngase usted que lo necesita: un choque, una instancia, un..., un..., un algo, vamos, algo que le puede pasar. Lo de menos será que la multen, porque de seguro que por ahí arriba, que dicen que todo es tan riguroso y exacto, pues que me la multan, ya lo verá usted. A mí, una vez, al cruzar la calle, me torcí un pie, y, ya sabe usted lo que pasa, me entraron en el portal los vecinos que me vieron caerme, porque aquí, otra cosa no habrá, pero asistencia intervecinal, hombre, usted dirá. Pues ya ve usted, el Anastasio, que es de ésos de la circulación, que no entiende ni papa de nada de esto, pues que me multó con 100 pesetas por ir sin documento de identidad. Va a haber que colgárselo al cuello, como un dije. Así que fíjese si no estoy sobre ascuas con lo de la   —141→   Chonina. Y ahí está, ya va para tres meses, mañana los hace, eso es, el día 13 tres meses que salió volando mi Chonina. ¿Que cómo le va? Pues ya sabe usted que lo peor es la cola que esto ha traído, vaya si lo es. La han declarado, como usted sabe, dama de la patria, y nos traen fritos con las experiencias y las comunicaciones, y los datos médicos, que si pasó el sarampión y la escarlatina, y la varicela, y que si tal y tal cosa de las suyas, porque, vamos, o sea, que se enteren las vecinas de eso de la difteria o de la peritonitis, bueno, pero de otras cosas... ¡Hombre, quite usted allá! Ya es demasiado. Y mi pobrecita niña por ahí arriba, sonriendo de tres a cinco y cuarto todos los miércoles, que es cuando sale en televisión para el público. Las otras emisiones científicas no nos dejan verlas. Aquí la ciencia no interesa ni jota, a ver. Y luego, los periodistas dichosos. Que si tenemos noticias directas, que si come, que si no come, que si le estamos preparando ropa nueva, que si aceptamos el contrato de los jabones, y el de los cinturones y el de los polvos de talco, y el de las fajas higiénicas, y que si aceptamos el documental para el reclamo de los deportes de altura, y que si patatín y que si patatán, y que si fue y que si vino. Me he quedado ya sin fotografías, todas han ido a parar al museo. Y no me vengan con cuentos, ese fotomural para el sello nuevo con sobretasa, no es la misma, la han sacado un poco así. Me he quedado también sin las muñecas de Chonina, que ya están en el museo, peinaditas, acicaladas. Sin sus cosas personales, que están en el museo con carteles muy bien hechos, con muchos números y muchos colores, y quebrados y decimales, y se han llevado todo, todo, lo que se dice todo, hasta el uniforme del colegio, que yo guardaba para Petrilla, la hermana menor, que ya irá a las Esclavas el año que viene, y la cama, y las novelas que iba leyendo. Bueno, esto no importa, a ver, no   —142→   valen más que para llenar la cabeza de tonterías y de viento, mucho viento, verdaderas galernas. Siempre se lo venía yo diciendo: Hija, a ver si no lees más, que corre el contador, y te crees todas las bobadas que dicen. Si estoy segura que ella se siente ahora importante tan sólo porque se cree que está dentro de una novela, es muy capaz, así es de boba esta hija. Y su diario... Ah, esto sí que sí. ¿Sabe usted que han sacado fotografías de su diario para la Biblioteca de Washington, y que el original se lo ha comprado no sé qué fundación alemana, una reunión de tíos sabios? Me dijeron... Pero acérquese, se lo diré al oído, que, ahora, con este jaleíllo, ¿eh?, con este jaleíllo... Acérquese, así... ¿Eh?, ¿qué le parece? ¿Será posible? Qué gente, Dios mío, qué gente. Y mi pobretica Chonina más allá de las nubes, ande, ¿tengo razón o no?, ¿qué le parece? ¿Cómo dice? Ah, sí, claro, han venido a visitarme todas las personalidades, todas me felicitan. El Gobernador con su mujer, el concejal del distrito con su mujer, el Arcipreste... No, hombre, no, no sea bárbaro, éste no tiene mujer. Éste vino espontáneamente. ¿Cómo? Ah, no, ésos no. Ésos han mandado un representante, pero sí, me han escrito unos telegramas muy afectuosos. ¿Quiere que se los enseñe? Los guardo para cuando baje, si es que se decide a bajar alguna vez, porque lo que es los de aquí... Ahora resulta que unos la quieren dejar por ahí arriba a ver cuánto dura, y a ver qué resultado da la ropa, y la alimentación por televisión, y los rezos fuera de hora, y qué sé yo qué más, y otros me dicen que no saben a quién reclamar, porque en Madrid salen ahora con que no tenemos relaciones diplomáticas con esas regiones por donde ahora está Chonina, que, sin duda alguna, ya ha llegado más allá del extranjero, y que habrá que plantear el problema ante el Consejo de Seguridad, y que si hay cosas más importantes, los chinitos, los   —143→   judiítos, los moritos, los negritos... ¡Jesús, Jesús y Jesús!... Menos mal que, por mediación de doña Amparo, la..., bueno, como si dijéramos la mujer del conserje del Observatorio meteorológico, me dejan hablar en privado con Chonina unos diez minutos martes, jueves y sábados. ¡Qué quiere usted que diga, pobretica! Que está encantada. Me la han engatusado con condecoraciones, diplomas, nombramientos de hija adoptiva, doctora honoris causa, mayordoma mayor de tres o cuatro roperos, fallera honoraria para el próximo decenio, y sobre todo los autógrafos... Ya sabe usted que hay una flota aérea especial para dejar los cuadernos de notas en su órbita. Ella los recoge luego, cada vez que pasa por allí de quince en quince días. Nada, ella tan divertida, pero nosotros... ¿Sabe usted que la muy ladina ha ordenado que le pongan sus haberes en el banco, y hasta no sé qué de que le vayan adquiriendo unas acciones eléctricas? ¡Habráse visto, haberes! ¿De cuándo ha dicho ella haberes? Eso se llama el jornal en toda tierra de garbanzos. Y jornal de miseria, se lo digo yo. Y de las acciones, nada. De eso, ella no entiende ni pío. Ya dicen las compañeras que ahora trabaja de espía, y que como se equivoque de pista al bajar, me la apiolan..., y, ¿sabe lo que le digo? Que a lo mejor es verdad, porque ya se sabe: Piensa mal y acertarás. ¿Sabía usted este refrán? Oiga, si ni siquiera sabe usted refranes, ¿cómo va a entender este problemazo de la Chonina volandera? Vamos, hombre, no amole. Ya, ya verá usted cómo cualquier día se acuerda de que salió a la calle para postular, y hace que entreguemos lo del anuncio de los viajes a plazos para la dichosa Acción intervecinal. Por cierto, ¿le dije que estrenaba abrigo largo para ese día? ¿Sí? Bueno, pues ella me dice que fue un acierto, porque así, cuando se ve obligada a dar una vuelta para cambiar de postura, se puede tapar bien con la falda,   —144→   a ver, lleva razón, no me va usted a decir que toda esa tropa que anda por los tejados con telescopios va con intenciones científicas, qué va, hombre. Pues sí que no conozco yo a esa gente. Algo bueno había de tener la falda. ¿Que cómo está en estos momentos? Echa mucho de menos el ratito de cama después de sonar el despertador, y el paseíto hasta casa los sábados por la tarde, viendo escaparates. Si será boba. Procura llenar los huecos haciendo quinielas. Ya han dado un decreto para esperar que lleguen las suyas antes de hacer el escrutinio... Ayer me dijo que estaba algo cansada, que ya no sabe qué contestar y que no entiende muchas veces lo que le preguntan, sobre todo a esos americanos que pasan cerca, tanto güel y tanto bai, y tanto yupi, y que no saben más que sonreír, y que, por si acaso, le tiró el bote de la postulación a uno de ellos que se salió de su carricoche y quiso acercarse mucho... Buena es mi niña, porque, eso sí, de decente, ¿eh?, de decente... Bueno, ya lo vería usted por la segunda cadena, que es la fetén. Ahora, ya sabe usted: grandes preparativos para recuperar la hucha, que, eso dicen, caerá cerca de Burgos, el 22 de diciembre, con el gordo de Navidad... También es casualidad, hombre... Entretanto, ¿por qué no me compra usted alguna condecoración de éstas? Todas a la vez no va a poder ponérselas cuando vuelva, y que, luego, vaya usted a ver con qué genio se nos descuelga. Después de este viajecito...