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En boca de Martín Marco, el poeta hambriento y perseguido, se pone este juicio, revelador del papel a veces falaz y casi siempre inoportuno de muchas literaturas: «A Martín le trastorna que no haya un rigor en la clasificación de los valores intelectuales, una ordenada lista de cerebros. -Está todo igual, todo mangas por hombro.» Quizá contra esa «cataplasma de la retórica y de la poética» de que habla Cela en el prólogo a La colmena van las meditaciones de Martín Marco ante el lujoso y llamativo escaparate de una tienda de aparatos sanitarios: «...lujosos retretes de dos tapas y de ventrudas, elegantes cisternas bajas, donde seguramente se puede apoyar el codo, se pueden incluso colocar algunos libros bien seleccionados, encuadernados con belleza: Hölderlin, Keats, Valéry, para los casos en que el estreñimiento precisa de compañía; Rubén, Mallarmé, sobre todo Mallarmé, para las descomposiciones de vientre». Detrás de todo esto no está más que la justificación literaria de La colmena: horror a todo lo que no sea desnuda verdad, áspera, angustiosa, irremediable.

 

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«...si te fueses a curar, me liaba con el primer tío rico que me sacase de querida.

»A Paco le subió un poco el color y le temblaron ligeramente los párpados. Victorita se quedó algo extrañada cuando Paco le dijo:

»-Bueno.

»Pero, en el fondo, Victorita le quiso todavía un poco más.»



 

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Idénticas situaciones revelan los diálogos donde se remeda el habla gallega, y los rasgos de algún gallego emigrante, y, sobre todo, la conversación sobre las clases de peces, entre el capitán Cerdeira y el gallego Evaristo.

 

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El correlato con lo antiguo (el correlato, no el calco) podría hacerse muchísimas veces: el nacimiento aguas abajo del Tormes; las cicatrices de viruelas; las expresiones (vuestra merced, rechazada; hijo de tal, etc.); la prosopopeya de los músicos; el buscar el dinero fiándose de los augurios; la muerte del viejo; el escarnio del maestro de escuela, quien, ante una novedad de los cielos, propone enseñarle al descubridor la regla de tres, etc., etc. Todas y cada una de estas diversas peripecias podrían fácilmente evocar otras parecidas en el prodigioso librillo de 1554. Si no tuviese el Lazarillo de Cela sus cualidades propias de ternura, de excelente recreación viva, habría sido, por lo menos, una nítida lección de disciplina y entendimiento literarios.

 

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«...pienso que mi novela, lejos de producir un efecto deprimente, pudiera -de saberse leer con agudeza- hacer vibrar las cuerdas optimistas del lector, ya que los tipos presentados -los tuberculosos lo saben mejor que nadie- son, a más de entes ficticios, representantes de una manera de ser hombre-tuberculoso o mujer-tuberculosa de la que, como primera medida en quienes logren la curación, habrá que escapar como del fuego».

 

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Compárese esta situación análoga en Viaje a la Alcarria. También un buhonero reúne en la plaza de Pareja, y tocando una campanilla, a las gentes del pueblo. Y pregona a voz en grito todo su surtido de música y poesía: «¡La oración de la Virgen del Carmen, y El sepulcro o lo que puede el amor! ¡El bonito tango del brigadier Villacampa y las canciones de La parrala y La pelma! ¡Las décimas compuestas por un reo estando en capilla en la ciudad de Sevilla, llamado Vicente Pérez, corneta de La Habana! ¡Siento renacer en mí tu amor al saber que volverás!, la última creación de la Celia Gámez. ¡Las atrocidades de Margarita Cisneros, joven natural de Tamarite! ¡A cinco! ¡Compre usted la bonita copla de moda, a cinco!»

 

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Compárense estos tipos, el del XVII y el de hoy, con los análogos del Viaje a la Alcarria: «El viejo tiene el pelo blanco y los ojos azules y brilladores. Va derrotado, con las carnes pobres escasamente cubiertas, pero sin aire de mendigo. El viajero piensa en estos pobres que no van caracterizados de mendigos, en estos pobres de los que podría decirse que todos son altos señores caídos orgullosos y resignados como héroes en desgracia.» Páginas adelante nos salta al paso otro tipo análogo: «Pocos pasos más allá, un mendigo pintoresco se despioja al sol... Se toca con una boina a la que los años han hecho una visera, y lleva los pantalones y la chaqueta colocados directamente sobre el curtido y duro cuero. Con la chaqueta suelta y el pecho al aire, el tío Remolinos parece un viejo guerrero en desgracia, un derrotado capitán que ya nada cree, ni nada espera, ni a nada, ni aun al frío, teme. Va sucio y sin afeitar, pero en su cara se adivina aún cierta noble y escéptica socarronería. El tío Remolinos es un mendigo antiguo, lleno de empaque y de conformidad, un mendigo que se sabe su papel, que jamás se apuró, jamás trabajó y jamás puso mala cara a la vida.»

 

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Un buen ejemplo, el desbarajuste del convento de Pastrana. Después de siete años de terminada la guerra civil, todavía se culpa a ella de no estar ordenado su Museo de Historia Natural. «Es una tristeza -dice-, pero una tristeza que probablemente se podría arreglar en un mes, metiendo allí a un perito que fuese colocando las cosas en su sitio y a una criada con una escoba en la mano.»

 

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Más interés y afán por los apodos revelan los puramente personales: «Mi nombre es julio Vacas, aunque me llaman Portalillo. En este pueblo cada hijo de vecino tiene su apodo, aquí no se libera nadie. Aquí tenemos un Capazorras, un Tamarón y un Quemado. Aquí hay un Chapitel, un Costalero, un Pincha y un Caganidos. Aquí hay un Monafrita y un Cabezón, un Mahoma y un Padre Eterno, un Caldo y agua y un Caracuesta, un Chil y huevo y un Cabrito ahumado, un Fraysevino, un Insurrecto, un Pioloco y un Mancobolo, un Taconeo, un Futiqui y un Pilatos; aquí, señor, no nos privamos de nada.»

 

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Véase OLGA FERRER, La literatura española tremendista y su nexo con el existencialismo, en Revista Hispánica Moderna, XXII, 1956, págs. 297-303.

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