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Por el sótano y el torno

Tirso de Molina



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ArribaAbajoAdvertencia-prólogo en 1994

La Comunidad madrileña ha decidido incluir, entre sus tareas culturales, la edición de textos relacionados con Madrid. Obras en las que la ciudad y sus habitantes sean los protagonistas, y en las que los madrileños de hoy veamos cómo la villa en que nacimos, vivimos y nos desvivimos se va convirtiendo en criatura artística, a vueltas con la esquiva realidad y la ilusoria figuración. Mucho ayudará esta serie de textos a levantar una conciencia de madrileñismo, no de visera y mantón alfombrao, de verbena noctámbula con churros y aguardiente en la neblinosa amanecida, al obligado regreso de mayo, una brisa tierna y acariciadora sustituyendo al implacable gris del Guadarrama. No; veremos tomar cuerpo a un Madrid sólido, integral, resolvedor de sus propios problemas, codeándose con las grandes ciudades europeas. Porque eso es Madrid: una gran capital europea y no sólo un barrio de ella en fiestas típicas o en sosegada tertulia en el amplio corralón, lindero con los arrabales.

Es natural que un Madrid literario sea de creación muy reciente: podemos adjudicarle, sin temor, una fecha de nacimiento: aquélla en que Felipe II decidió convertir el pueblecillo medio serrano-medio manchego en capital de la inmensa monarquía. Es entonces cuando, inevitablemente, la desmesura innata a toda creación artística se ceba en el minúsculo villorrio. Si volvemos la vista, incluso sin afilados instrumentos eruditos, a esos días, veremos que Madrid era bien poca cosa. Una villa diminuta, con viejo fuero. Sin correr, sin esforzar el paso, a la andadura normal de un paseo despreocupado, se dejaba recorrer su contorno entero en unos quince minutos. Aún se adivina en el plano actual el camino de la vieja muralla primeriza, casi circular, encerrando en su ámbito la primitiva estructura medieval, de callejones entrecruzados y angostos: del Alcázar (en el lugar que hoy ocupa el Palacio Real), al barranco de la calle de Segovia   —10→   (con su Puerta de Segovia al Oeste); subía luego por las Costanillas hasta la Puerta de Moros (la del Sur), seguía por las Cavas (con la Puerta Cerrada, que tanto le valió a Lope para hacer chistes ensalzadores de su ciudad) y continuaba hacia el Este luminoso (Puerta de Guadalajara, en el cruce de la Calle Mayor con Milaneses y la plazuela de San Miguel: de ahí el llamar Puerta de Sol al extremo Este de un ensanche; otro estironcillo más tarde, hará la Puerta de Alcalá). La vieja muralla descendía por Espejo y Escalinata (aún queda algún resto empotrado en las edificaciones decimonónicas) y regresaba al Alcázar de nuevo. Dentro de tan breve ámbito, quedaban algunas iglesias mudéjares y románicas, que el tiempo ha ido eliminando. Incluso los restos del XVI son poco destacables: la Casa de Cisneros (fachada de la Calle del Sacramento) o, ya fuera del recinto, las Descalzas Reales, leves testigos aquí y allá.

Ahora viene el hecho social, estremecedor. En esa agrupación urbana no hay nada que justifique la joven capitalidad. Hay, sí, un alcázar regio, como lo hay en Segovia, en Toledo, en otras tantas ciudades que fueron frontera, y hay, también, unos espléndidos bosques para la caza. No hay universidad, no hay sede episcopal, no es lugar de leguleyos o de militares. Está lejos del mar, no tiene un río presentable... Metamos ahora en esa reducida extensión, a prisa y corriendo, toda la balumba de la Administración: secretarías de gobierno, consejos de esto y de lo otro y de lo de más allá, con su turba de golillas y gorrones. No olvidemos la guarnición necesaria para los casos de urgencia y para la exhibición colorista en las ceremonias palatinas. Coloquemos la Administración de Justicia, con su plaga de jueces, magistrados, amanuenses, alguaciles y covachuelistas. Hagamos sitio a las embajadas, tan exigentes por lo general, amablemente despectivas e inclinadas a la comparación injusta y mal intencionada... En ese estrecho círculo medieval hay que hacerle hueco a la ostentosa y privilegiada manifestación del clero: desde el arcipreste representante del arzobispo toledano hasta el personal de las parroquias crecientes, sin menospreciar la llegada tumultuosa de las órdenes religiosas, que, en poco tiempo (y todas aspirarían a verse representadas en la Corte) sembraron la ciudad y sus alrededores de templos y recintos conventuales,   —11→   y hasta crearon un tipo arquitectónico nuevo, sumiso a la disposición de los solares... No había hospitales (o lo que se llamaba hospital era insuficiente: el de La Latina, por ejemplo). Todos los días remanecían por el villorrio crecedero viajeros de todas partes, procedentes de la ilimitada geografía del Imperio, y llegan enfermos, rotos por las largas cabalgadas, los cambios de climas y de sistemas de vida, y es menester atenderlos, y ya no basta con la caridad ejemplar de los vecinos turnándose... Una sonrisa atolondrada nos nace al saber que las cofradías piadosas, encargadas de cuidar a los maltrechos, son las causantes de que el teatro se convirtiera en espectáculo remunerador, al recurrir a representaciones a horas determinadas, en lugar fijo y pagando la asistencia. Asombra, cada vez más, pensar en lo que debió ser la vida colectiva en Madrid, los primeros quince, veinte años de la capitalidad: hasta que el caserío, en su crecimiento imparable hacia el Este, llegase al Prado de San Jerónimo. La vieja muralla y las formas de vida en ella constreñidas, se enviaron al foso del olvido o al de la ceniza documental. Hoy, y sólo a veces, es un leve recuerdo en la nomenclatura de la ciudad. Las famosas casas a la malicia, hipócrita escaparate de la regalía de aposento (todavía Lope de Vega, ya entrado el XVII tuvo que redimir su casa de esta servidumbre, a costa de dinero) eran medidas o trucos bastante inocentes: la gente debía de vivir a salto de mata, cultivando el engaño, la trampa, los alquileres ficticios, los parentescos inventados... La autoridad llegó incluso a prohibir la estancia en la Corte a los pretendientes que, pasado cierto tiempo, no hubieran logrado ver resuelta su petición, su demanda de un cargo, de una sinecura en Indias o en un escondido pueblo de la Península, lejos, Dios sepa dónde. La novela picaresca no fue sólo novela, es decir, sublimación artística de la vida, sino la vida misma para los miles de personajes sufridos que, para subsistir, no disponían del apoyo suficiente en aquella sociedad piramidal. Quizá por representar el lado ingrato de la vida, de una vida más ingrata aún, los madrileños no nos hemos visto retratados en la picaresca, o, por lo menos, no nos hemos reconocido. Hemos exaltado siempre la variante de su retórica de hacer al héroe peregrino, habitante de muchas geografías. Pero la raíz de tanto y tanto andar hundido en el engaño tenía muy   —12→   buena escuela en Madrid. Nos colocamos, o nos han colocado, en otros lugares de la topística popular.

El teatro fue vehículo vivísimo de esa sociedad en eterno conflicto, que, además, se nos exhibía como una diversión, disfrazada, en último término, de caridad por el destino del dinero de las entradas. Y Madrid comenzó a verse bien retratado en las tablas. No hacía falta el rato de diálogo mudo y solitario que exigía la lectura de un libro. Tampoco se daba la soledad que la lectura provechosa exige. El teatro satisfacía de un solo golpe multitud de querencias, dudas, solicitudes, ensanchaba generosamente los horizontes, ponía en pie el pasado común, desvelaba caminos al futuro. Las citas de Madrid en los versos de Lope, de Tirso o de Calderón repercutían en una sensibilidad en carne viva: la de los espectadores madrileños. Eran las diminutas llamadas de la comedia a no dejarse llevar por fantasías o seductoras llamadas al ensueño. El Madrid que sonaba en el escenario era el Madrid que ellos conocían y transitaban cotidianamente: la Puerta de Guadalajara era el sitio donde se iba a comprar los tejidos elegantes y caros, y las joyas. Todavía hace poco llamábamos Platerías a una corta zona de la Calle Mayor, donde un café se empeñó en mantener el recuerdo largos años, y la Calle de Ciudad Rodrigo era, para un madrileño y más si era de esos barrios, la Platería Vieja. Sus oscuras tiendecitas de plateros golpeaban en las horas, frecuentemente amargas, de la familia que se veía forzada a tapar su ruina vendiendo las joyas heredadas, o, en el mejor de los casos, a transformarlas, para, si en verdad eran heredadas, disimularles la edad. La Puerta del Sol, centro destacado del primer ensanche, el del siglo XVI en sus amenes, era ya el punto de reunión y de encuentro, como lo ha seguido siendo más tarde. Las iglesias que enmarcaban la plaza han desaparecido: queda el nombre de la Victoria como testigo, en una calle al comienzo de la Carrera de San Jerónimo. La piqueta decimonónica privó a los madrileños de un conjunto artístico espléndido, al demoler San Felipe, la Victoria y el Buen Suceso. Las calles de Carretas, de la Montera, el Carmen Calzado, todos rebullen por el teatro, se recuerdan los atascos frecuentes por la abundancia de coches, el clamor de los vendedores con encendidos pregones... Y los santuarios, basílicas y santos   —13→   milagreros, todos desempeñan una función social que, al ser reiterada en el teatro, se convierte en función dramática, al servicio del argumento. Ejemplo claro: el eco de la Victoria como lugar de encuentro y cita de enamorados y galanes. ¡Con qué orgullo localista oiría el madrileño a los comediantes citar el agua de las fuentes madrileñas, agua con acero, agua que actuaba, vigilante y generosa, sobre la opilación...! Todo madrileño que, por su edad, haya ido todavía a las fuentes públicas a acarrear agua gorda, prescrita por los médicos, se reconocerá en la comedia. Al leerla o al oír estas menciones en una representación teatral; se encuentra, súbito deslumbramiento, con su más auténtica, honda identidad.

Por el sótano y el torno, pariente muy cercano de En Madrid y en una casa, de Los balcones de Madrid, de Marta la piadosa (y de tantas otras), ocurre en Madrid. Vivimos encerrados en una casa, clausura forzada, que responde a las exigencias de «la buena fama», proclamada por los hábitos consagrados. Pero, hasta en la penumbra voluntaria de esa clausura, Madrid se atreve a entrar: penetran sus pregones y sus truhanerías (el buhonero que vende baratijas y cosméticos), el fingido sangrador, la vanidad grandilocuente del mozo enamoradizo y pedantón, el amor, en fin, de dos hidalgos de noble cuna. Las señoras van a esas iglesias que hemos citado, conocen las calles céntricas que se nombran como señuelo que las libre de su encarcelamiento. Todo le sirve a Tirso para edificar un prodigio de delicada trama, de acariciado nacimiento de la intranquilidad amorosa en la joven viuda, que se balancea entre la verdad que no se arriesga a confesarse y la ortopedia de los prejuicios.

Tenemos, pues, en las manos uno de los componentes más valiosos de ese Madrid criatura artística. Madrid de todos, rompeolas de las provincias españolas: a esa condición integradora corresponde, en los días de la comedia, la aparición en ella del portugués. A nadie podía extrañarle que se hablase en portugués en el corazón mismo de la trama. ¿Cuántas lenguas podrían oírse en aquellos días en la capital, en sus calles, en sus reuniones, etc.? La calle madrileña estaba llena de flamencos, de italianos del norte y del sur, de portugueses, de refugiados de las guerras francesas o alemanas. Los mismos españoles conservaban aún   —14→   muy diferenciado su origen: vascos, asturianos, gallegos, catalanes... Y no olvidemos el habla de los esclavos de diverso origen. Y no perdamos de vista lo que esto supone para la uniformidad y el desenvolvimiento del español medio, oficial. No se hablaba en Madrid como hablan las comedias. Madrid era una masa abundante de gentes de escasísima cultura, donde el habla rústica, plagada de arcaísmos, era lo normal. Todavía avanzado el siglo XVIII tenemos testimonios de que Madrid conservaba bastante encrespado el pelo de la dehesa. Ha sido el hecho de la presencia permanente de la Corte y de la dirección cultural del país, y la enseñanza expansiva del XIX los que han hecho del habla madrileña lo que hoy es (ciudad de funcionarios al fin y al cabo), y ha provocado que, durante los primeros años de este siglo, el habla de las clases cultas madrileñas haya sido el ideal de lengua de la Península. Hoy ha desaparecido, no nos pagamos de esa prerrogativa, pero todavía en mis años mozos era muy visible el prestigio capitalino en el hablar, para diferenciarlo del empleado por las gentes de pueblo. (Y todos los madrileños teníamos todavía un pueblo como inexcusable referencia, lo que nos servía para comparar.) En casa, en la escuela, en cualquier actividad, se cuidaba, vigilaba y censuraba cualquier error de lengua, ya oral, ya escrita. El habla del teatro clásico es, ante todo, una lengua artística, y muchas veces no sería entendida por el patio. Para los ocupantes de este lugar se destinaban las cancioncillas tradicionales, las chocarrerías del gracioso, el viejo romancero, las relampagueantes apariciones del refranero. Era la forma de atraerse al público, se incorporaba así al drama en marcha. Ese reconocimiento de lo oral, de lo que vive y sobrevive en la calle, es lo que hacía que el público en general se sintiese, repentinamente, coautor y personaje de lo que acaecía en las tablas. Lo otro, lo culto, lo a veces rabiosamente culto (los sonetos de los monólogos y su papel, las citas mitológicas, los juegos de bruñidas metáforas) sería entendido por los escasos asistentes «intelectuales», habitantes de la tertulia, las pocas personas entendidas del lugar: el cura, el médico, el juez, los nobles retirados, los funcionarios elevados de la Corte... Hasta tenían su sitio aparte en el Corral. El teatro fue nacional por muchas razones, no sólo por las políticas, evidentes en su sacralización de la   —15→   Corona. Y fue, tengámoslo muy presente, el gran educador de la masa iletrada, que, sobre todo en el habla, procuraba imitar lo que en las tablas se oía.

La edición de Por el sótano y el torno que viene detrás responde a una antigua debilidad. La preparé ya hace bastantes años. Pretendía, al hacerla, que el centenario de Tirso de Molina, en 1948, no fuera solamente el acostumbrado despilfarro de discursos vacíos y vientres repletos. En el Seminario románico de la Universidad de Salamanca, con unos cuantos alumnos, voluntariamente unidos, fuimos buscando autoridades para justificar la notación léxica; compulsamos las ediciones anteriores para fijar el texto; sopesamos variantes y aclaraciones. De aquellos alumnos, algunos han sido absorbidos por eso que, cuando no sabemos cómo llamarlo o queremos disfrazar nuestra inutilidad, llamamos pomposamente la vida. Otros son excelentes profesores, o lo han sido, y alguna es destacada novelista. A todos los recuerdo hoy, en un punto en mi memoria convocados. Al preparar esta nueva salida del texto tirsiano, he de darles las gracias, más completas que entonces. Si en aquellos días se las di por su desprendimiento, hoy debo dárselas ensanchadas, por lo mucho que de ellos he aprendido.

A esa edición, que, finalmente, salió en Buenos Aires, publicada por el Instituto de Filología de su Universidad, Instituto que dirigí durante varios años, le hice un prólogo que no sé si ha envejecido o no: responde a la visión total del mercedario dramaturgo que había que poner en evidencia por el centenario. Me limité a apartarme de lo repetido y a liberarle, hasta donde era posible, de la rígida erudición de principios de siglo que por entonces aún le atenazaba... Las palabras preliminares habían de ser, por lo tanto, algo apasionadas, pero era forzoso destacar los aspectos del creador frente a la opacidad charlatana de las conmemoraciones oficiales. Su nacimiento ultramarino es culpable de que el libro no haya circulado apenas en esta ribera del Atlántico. He decidido no tocar esas páginas: ahí van, como testimonio. Quizá sirvan aún para avivar la necesidad de leer a Tirso, de releerle. Sé muy bien cómo debería hacer un prólogo hoy, aséptico y sobrecargado de sabiduría. Tirso, allá en su cielo, se sonreiría burlonamente. Pero   —16→   el texto sería el mismo (y es lo que provoca este comentario) y la notación quizás más simplona, extremos que me repugnan. En los años transcurridos, el conocimiento de la figura de Tirso se ha ampliado generosamente, gracias, en primer lugar, al fervor con que su propia Orden se ha ocupado de él, y muy en especial el padre Luis Vázquez. La revista Estudios, de la Orden Mercedaria, ha ido dando luz sobre nuevos y llamativos aspectos de la obra y la vida de Tirso de Molina. Por el sótano y el torno ha sido editado y analizado con fina sabiduría y solicitud por la hispanista italiana Laura Dolfi, a la que agradezco su fidelidad a mi edición porteña. Laura Dolfi ha multiplicado el repertorio de datos sobre Tirso en diversos trabajos. Su texto de la comedia, dirigido a lectores italianos, lleva un comentario copioso, en casos que quizá el lector español juzga innecesario... todavía. Berta Pallares, profesora en Copenhague, ha editado felizmente algunas comedias del mercedario, y Pilar Palomo, catedrática de la Universidad de Madrid, ha puesto en las manos del lector medio y curioso los textos tirsianos, editados con pulcritud. También J. Arellano ha dedicado atención y habilidad al teatro que nos ocupa.

En cuanto al comentario, hago una apretada relación de los lugares de la comedia que quizá un lector español no especialista necesitaría ver explicados. La lengua de los clásicos se va alejando de nosotros inexorablemente. En su tiempo, un madrileño escuchaba contento el portugués, lo desentrañaba: las lenguas, por otra parte, no estaban tan separadas como ahora, y existía, ante todo, una voluntad de entendimiento. Hoy estas circunstancias no se dan. Un joven español de hoy necesita acudir a diccionarios constantemente ante el riquísimo vocabulario del siglo XVII. A medida que la invasión de las nuevas técnicas crece, esa lengua se retira en igual proporción. Una parte abundantísima de los recursos orales escénicos está elaborada a base del refranero, o sobre frases hechas, o citas literarias: ¿conocen ese rico fondo nuestros jóvenes? Me temo que no, sobre todo los de origen urbano. He hecho, por curiosidad, una exploración sobre los libros-manuales de enseñanza destinados a escolares entre 12-14 años: hasta en las cosas más sencillas y habituales (geografía, vegetación, comunicaciones, etc.) hay una lengua nueva, tras de la que, por qué no decirlo, se agazapa una bobalicona pedantería (en   —17→   muchos casos). En fin, el comentario de un texto clásico ha de ser cada día más amplio, más sugeridor, más atrayente. Una colectividad que olvida o arrincona su mejor pasado, ya no es ella: se ha convertido en una desmañada caricatura de sí misma.

Levantemos, pues el telón. El carricoche de Bernarda y Jusepa ha volcado, al pasar el Torote, cerca de la venta de Viveros. Un accidente de circulación. Pero el diablo, que siempre anda al quite para enredar, acude en figura de un apuesto hidalgo, que saca a la dama de su desgraciada situación. Y se va dosificando el devenir de la trama, los sentimientos, los intereses... Una joven viuda que exagera el magullamiento, una casa sometida a mil seguridades guardianas de su inviolabilidad, una luz vacilante y sugerente que nos deja ver el cuarto a medias, y, tras unos breves diálogos, un tormento de celos crecientes y de amor que nace a borbotones, un ir y venir a media luz por las escaleras del sótano, una aquiescencia conjurada para disimular lo que va de lo vivo a lo pintado... Dejémosles hablar a todos y, confiadamente, entreguémonos a sus impresiones, sus afectos, todos vamos a canturrear, acordes, el romancillo, mueca de disimulo:


Hoy el rey no me ha fablado,
mirome de mala guisa,
dejáronme venir solo
los grandes que me seguían...



Tirso nos convida a un rato de sonriente felicidad. Y en el complicado Madrid del siglo XVII, quién lo diría...



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ArribaAbajoIntroducción crítica

Acercarse a un escritor ya lejano supone, indefectiblemente, una acusada pirueta mental. De no hacerla, corremos el riesgo de que el mensaje de ese escritor se nos escape, nos resbale suavemente sobre el ajetreado panorama de nuestras preocupaciones actuales, y no percibamos su secreto aviso. Sin pretender, ni muchísimo menos, revolucionar los procedimientos de la crítica consagrada -cuyos alcances aceptamos desde ahora-, me atrevo a decir que es Tirso de Molina uno de los escritores de nuestro Siglo de Oro más necesitados de un real acercamiento. Ha pesado siempre sobre su producción la desigual andadura de sus obras más divulgadas. El escalofrío genial del Burlador o El Condenado -paso por alto los problemas de la paternidad de esta última- era demasiado punzante para tolerar una mirada morosa al resto de su obra. Y esta obra restante, divulgada en solamente algunas comedias, se oscurecía bajo la maraña risueña de Lope, o la complicada teología calderoniana. El grueso de la comedia de Tirso se esfumaba así a una zona si no de desdén, sí de poco afectuosa valoración. Las líneas que van a seguir pretenden solamente encontrar en la comedia tirsiana el poro más allegado a nuestros afanes, el resquicio que nos sirva de ingreso a la criatura de arte tirsiana. Por esto encontraremos referencias frecuentes a obras distintas de la editada, pero siempre con su intransferible parentesco. Este sutil encadenamiento es precisamente el fiel más exacto de un clima creador. Vamos a intentar buscarle. Y para encontrarlo no hay nada mejor que leer a Tirso.


ArribaAbajoLeyendo a Tirso, poeta

Y leyendo a Tirso nos encontramos, primero, en una lectura ligera incluso, que Tirso es poeta. Su teatro tiene, aun para los no aficionados a la trama repetida del teatro español, valores poéticos.   —20→   Aquí y allí saltan lugares de auténtica lírica. Surgen cuando menos lo esperamos, sin preparativos, sin estruendo. Es como una voz lejana, temblorosa, que pugna por brotar de entre la maraña conversacional de las comedias y logra, al conjuro de su sonar entrecortado, dar un clima de acotada emoción. Sea, por ejemplo, en El amor médico -muchas veces me he de referir a esta comedia, la de más garbosa trampa del apicarado teatro tirsiano-. Estamos en Coimbra. La ciudad se presiente, con su geografía vertida sobre el paisaje del Mondego. Doña Estefanía, la hermosa dama portuguesa, empieza a sentir la suave congoja del amor. Ráfagas de inexplicable tristeza le asaetean de vez en cuando. Se las teme, las ráfagas. Y, sin embargo, se las espera con una predispuesta luz encariñada. Porque el amor es afán de soledades, inconcreta aspiración de lejanía. La familia idea remedios para la melancolía de la hermosa. El primero es la invitación a pasear por las riberas del Mondego. La conversación es breve, acosada de rapidez. Y, no obstante, a través de ella, Tirso nos da una vigorosa impresión de la realidad. Presentimos las márgenes concretas, el sesgo del río entre los álamos, su frescura, el bálsamo del aire nuevo:


Coimbra tiene frescuras
su río alegres riberas.1



Pero nada de esto puede calmar la imprecisa añoranza de la mujer enamorada. El padre desespera y evoca tiempos en que la misma tristeza se recogía en el corazón de la madre. ¡Cómo se agolpa el recuerdo, como una fiebre soleada, en lo más hondo de la nostalgia! El padre aconseja el paseo por la vega, entre su verde nuevo:


¿Por qué al campo no saldrás,
si en él la eficacia ves,
con que divierten sus flores
y alegran sus aires puros?2



Y Estefanía contesta la frase exacta de su espíritu, ceñida y justa:

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El campo al triste entristece,
como la música.3



¡Qué visión tan certera del íntimo desamparo! Ya siglo y medio antes, en un ambiente también portugués, otra voz recordaba emocionadamente el manantial de tristezas de toda belleza dañada de amor. Gil Vicente, en Don Duardos, decía, con la apesadumbrada melancolía del alerta amoroso:


La música debe ser
su madre de la tristura.4



Podremos estar o no de acuerdo con la íntima estructura cordial de estas citas. Lo que sí es indudable es que aún llaman a nuestros afanes con un secreto presagio, con una renovada emoción. Y no nos queda ante esta circunstancia otro remedio que reconocer su calidad poética. Pues bien: relámpagos de este lirismo sosegado, auténtico, no es nada raro encontrarlos en el teatro de Tirso. Siempre salen en torno al doble juego del amor y de los celos, los dos grandes -el único, mejor- temas sobre los que gira la acción de su teatro. (Hablo, claro está, en líneas generales.) En La gallega Mari-Hernández, por ejemplo, son abundantísimos estos rastros de lirismo. La aldeana que ha visto rota su tranquilidad por el dulce sobresalto del amor es presa de mil afanes encontrados:


Mal segura zagaleja
la de los lindos ojuelos,
grave honor de los azules,
dulce afrenta de los negros.5



Cuando su amiga le pregunta por su intranquilidad, por la causa de su desasosiego, la contestación encierra toda esa niebla de nostalgia, de añoranza dolida, donde la alegría y la congoja se anudan estrechamente:


Aquí, so el pecho,
más de dos mil aradores
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el alma me están royendo.
Son, mi serrana, agridulces,
y entre pesar y contento
causan lágrimas con risa,
hártanse de puro hambrientos.6



¡Cuánta zozobra entrevista en pocas palabras! Con qué rapidez, con qué vuelo de susto se nos describe todo, insinuándose levemente. Y con este procedimiento de lanzar, como inadvertidamente, el caudal de su lírica, Tirso logra mantener levantado, tenso, el clima poético de la escena:


Azucenas retrataban
en tu frente su candor.
Las niñas del niño amor
flores al lirio robaban.7



Nada más natural, más apropiado, para ser vehículo de este balbuceo lírico que el molde, ya consagrado en la escena, de la cancioncilla popular. El teatro había acostumbrado a su auditorio a un panorama de vivencias acotado, limitado, que se movía dentro, siempre, de las acostumbradas preferencias del público, y que, a fuer de tal, hablaba en ese lenguaje con la máxima elasticidad. Y uno de los recursos más empleados era el de las letras para cantar. Lope de Vega lo consagró definitivamente. No es éste el lugar ni la sazón para recordar cómo Tirso sigue a Lope fielmente, ceñidamente, superándole, claro es, en la calidad y diversidad de los matices. Tirso empleó el viejo ritmo de la cancioncilla con una finura extraordinaria. La sombra del cantarcillo es para él como un escudo que le protege contra lo anecdótico, que queda superado al conjuro de su lenguaje entrecortado, a borbotones:


En la rueda de los celos
el amor muele su pan.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Río son sus pensamientos
que unos vienen y otros van.8



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Y en ocasiones logra un indiscutible aire de actualidad, de imagen brillante y del día:


Los bueyes de las sospechas
el río agotando van.9



Lírica desnuda, donde el poeta, olvidado de la escena, levanta su voz más escondida, la de sonido más leal. Poesía. De verdad.




ArribaAbajoEl contraste

Pero si no hiciéramos otra cosa que entresacar de la copiosa producción de Tirso lo que nos produjera esta vibración, seríamos injustos, desoladoramente injustos. No; no es eso lo que perseguimos. Puede ser que eso sea lo que desde nuestra ladera de lectores cómodos nos satisfaga más. Pero así no nos acercamos a la criatura de arte que es el teatro tirsiano. Hay que agarrarlo en toda su rotunda integridad, sin desdeñar nada de lo que se nos presente al paso. Y en esta enorme caricia por el drama tirsiano nos encontramos con que, frente a este mundo de máxima precisión enamorada, frente a este inconcreto batallar -heroico batallar- con uno mismo, surge, irrestañablemente también, a borbotones también, una faceta muy opuesta. Una faceta donde se cultiva la zafiedad, la grosería llevada al extremo y regaladamente expuesta. Morosamente detallada. Es el chiste fácil -a veces sucio, obsceno a veces- del gracioso. Es el juego de palabras complicado, de una gracia de muy segunda mano, escabrosa. Es la caricatura de las instituciones consagradas. Y nos encontramos con que, en este caricaturizar, no se perdona ni siquiera los elementos que consideraríamos más dignos de un prestigio o de una calidad ética o literaria. Nada se perdona. Ante el chiste del gracioso todo se derrumba. Todo se ve por un lado del espejo cóncavo, a la manera del esperpento de Valle-Inclán. Tirso lleva muchas veces a sus héroes ante los espejos del Callejón de Gato. Y así nos surge Tello, el gracioso del Amor médico, o el dómine Berrío de Marta la Piadosa,   —24→   o el fantasmal Don Gil de las calzas verdes. Frente a la ternura poética de las manifestaciones señaladas antes, la gracia gruesa de los diálogos bufonescos. Y no podemos prescindir de ellos nunca. Porque -digámoslo de una vez- romperíamos la unidad barroca de la obra tirsiana. El barroco se mueve siempre entre dos planos, dos mundos, dos extremos -como quiera que se nos antoje llamarlos-, aparentemente irreconciliables, igualmente desdeñosos el uno para el otro, pero que sin esa mutua, enconada disparidad, no tendrían realidad estética, ni siquiera histórica.10 Y dentro del contraste típico, inestable, del barroco, la disparidad se extrema acuciosamente. Así nos explicamos hoy esos altibajos hirientes de la obra barroca. El gusto, mejor, el regusto en lo feo, en lo monstruoso, a la vez que el delgadísimo hilo de sentimientos nobles, cuajados de una insobornable, henchida presencia. En El amor médico, es decir, en la misma comedia donde hemos oído la tristeza amorosa del campo, con su anuncio primaveral, se lee esta larga conversación. Lamento que el decoro innato a toda lengua escrita se haya de quebrantar, siquiera sea una vez, para leer lo que a nuestro demasiado exigente criterio de lectores de hoy repugnaría:

TELLO
En Portugal todo es sebo
hasta quedarse en pabilo,
todo bota, todo lua,
paon mimoso, faba quente,
sardinha e manteiga crua.
   No hay poderlos entender:
la olla llaman panela,
y a la ventana janela.
Para darme de comer,
   dai-ca, me dijo una vieja,
tigelas; yo, que entendí
tijeras, unas le di;
y ellas los guisados deja,
   diciendo que de Castilla
un hombre la iba a matar,
—25→
hasta que vine a sacar
que tigela es escudilla.
   Un viernes la pregunté:
«¿Qué tengo de cenar yo?
-Cagados, me respondió-
Cómalos vuesamercé,
   la dije, y pullas a un lado,
que tiene muchas arrugas»;
y supe que eran tortugas
los cagados.
DELGADO
¡Buen guisado!
   La embajatriz mi señora,
que es digna de todo amor,
y me hace mucho favor,
por no decir me enamora,
   da en hablar a lo seboso;
porque en nuestra tierra es fama
que en esta lengua una dama
tiene aire garabatoso;
   y entre cosas peregrinas
que suele mandarme hacer,
tracei-me, me dijo ayer,
do jardim umas boninas;
   olhai, e un ramo de cravos.
«¿Para qué diablos querrá,
dije, si loca no está,
olla, boñigas y clavos?
   El tiempo anda enfermo, y éste
altera nuestra salud;
deben de tener virtud,
sin duda, contra la peste.»
    Compré una olla vidriada,
al campo salí, llenela
de clavos, emboñiguela,
y llevándola tapada
   con la capa, la hallé hablando
con su padre y mi señor
(no era muy fino el olor
con que me iba perfumando).
   Llegué y díjela al oído:
«Aquí aquel recado está»;
y respondiome: «Dai-ca».
«¿Estás fuera de sentido,
—26→
   señora, que a esto me obligas?
-repliqué-. ¡Gentil humor!
¡Sacarle a un embajador
un puchero de boñigas!».
   Mandó que lo descubriese,
y vino a causar su prisa
a unos asco y a otros risa,
y a que mi amo se corriese,
   y tuviésemos mohínas.
¡Averigüe Garibay
que es aquí «mirad» olhai
que las flores son boninas
    y cravos claveles son!
En fin, yo, que su humor sigo,
porque se huelgue conmigo,
paso plaza de bufón.11


Vuelvo a lamentar que la seriedad inexcusable de estas páginas se haya tenido que quebrar en gracia del ejemplo. Pero en cualquier otro lo habríamos tenido que sentir también y quizá más que en el que acabamos de ver. Y no podemos olvidarlos, ni saltarlos, ni esquivarlos alegremente. No. De esa conjunción sale todo el teatro nacional. No se puede uno acercar, no nos debemos acercar, a la criatura de arte con las tijeras en la mano, no, sino con la máxima unción, dispuestos a entrar en ella por su centro mismo, por el jugo exacto que las vivificó un día. Y el mismo jugo corre por las dos vertientes que hemos recogido. Es el mismo, último eslabón que anima los pequeños monstruos de Velázquez y que ahíla las pálidas manos en los retratos del mismo pintor. Contrastes de un estilo que se hicieron constante de su concepción estética.

De su irreconciliable postura, tiene una clara conciencia el arte de la época. Tradicionalmente se ha venido observando cómo se apartaba, en un vago recuerdo de caricatura, el mundo del gracioso -o de los criados en general- por un remedo del de los héroes principales. Era como si lo heroico se plasmara en un camino deformado. Sin embargo, creo que ha sido una interpretación demasiado ceñida a lo circunstancial y externo de la comedia. Hay algo más. Abrimos El amor médico: hablan Don Gaspar y Tello;   —27→   ambos ven venir hacia ellos las dos mujeres. Mejor, la dama y la criada. Van tapadas, muy tapadas. Ocultas bajo un revuelo de paños -¡ay, la escultura de la época!-. Sería muy difícil adivinar quién es quién detrás de ese engaño de los mantos. Don Gaspar dice, dudoso:


      Estas dos,
¿no son las que ver desea
mi amor?



Y contesta Tello:


      Ésta es la criada,
que es lo que me toca a mí.12



En este lo que me toca a mí, estamos viendo la correspondencia que se exige dentro del acotado terreno en que se mueve lo heroico y lo antiheroico. No es meramente una caricaturización. Es la inexcusable continuidad que, aunque parezca rota, interrumpida en ocasiones, vuelve por sus fueros con toda la valentía que le proporciona el saberse en su cierta vertiente. Esto nos explicará, más en su centro, los desenlaces análogos de La huerta de Juan Fernández, de Por el sótano y el torno, de En Madrid y en una casa, de tantas y tantas comedias del Siglo de Oro. Ahora bien, lo importante en Tirso es la galanura, la exquisita habilidad y fluidez con que las entrelaza y desarrolla. Son numerosísimas las ocasiones en que los dos mundos se dan superpuestos, fundidos en una sola expresión externa, que suena en distinta clave según el área de lectores o de auditores. La palabra se convierte en un arma de dos filos. Durante largo espacio de tiempo se charla, alocadamente, impetuosamente, con un empuje de torrente, en un afán de esquivar y de penetrar a la vez, el problema. Nos acercamos a él e instantáneamente nos alejamos. Hay siempre un movimiento de retroceso, de vaivén. Sin querer evocamos esos cuadros del barroco luminoso de Rubens, donde la danza de aldeanos o el sentido de la marcha solemne, procesional, de la composición, parece interrumpirse a cada instante, para reanudarse inmediatamente después.   —28→   En Tirso hay ejemplos admirables, expresivos, de esta zozobra. Por ejemplo, en La villana de Vallecas. Hay un momento en que la falsa panadera, que ha logrado despertar el amor en el corazón del señor, mantiene con éste un diálogo en el que los dos planos se van ovillando, asomándose claros tan sólo para el lector -o espectador- que de antemano conoce la real condición de ambos. El señor, Don Juan, habla desde su ladera de hidalguía. Ella, Violante, desde la suya, de una socarrona plebeyez. De vez en cuando deja asomar con un gesto apicarado su real nobleza oculta:

DON JUAN
A lo menos hechicera
debe ser vuestra hermosura,
y vos gitana de amor,
que me dice la ventura.
DOÑA VIOLANTE
Bellaca se la prometo,
si es que a mí me la pescuda;
porque mal la dirá buena
quien se queja de la suya.
DON JUAN
Donaires tenéis.
DOÑA VIOLANTE
Sin don;
que en Vallecas más se usa
el aire al limpiar las parvas,
que el don que mos las ensucia.
¿Tienen de bajar por pan?
DON JUAN
¿Es blanco?
DOÑA VIOLANTE
Como el azúcar.
DON JUAN
¿Sabroso?
DOÑA VIOLANTE
Como unas nueces.
DON JUAN
¿Reciente?
DOÑA VIOLANTE
Que abrasa y suda.
DON JUAN
Todo lo que vos traéis
quema.
DOÑA VIOLANTE
Seré calentura.
DON JUAN
¿Habeisle vos amasado?
DOÑA VIOLANTE
Pues.
DON JUAN
¿Vos misma?
DOÑA VIOLANTE
¡No, si no el cura!
DON JUAN
Partilde, veré si es blanco.
DOÑA VIOLANTE
¿Es antojo?
DON JUAN
¿Quién lo duda?
DOÑA VIOLANTE
¿Preñado está?
DON JUAN
De deseos.
—29→
DOÑA VIOLANTE
Pues no mueva la criatura.

 (Pártele un pedazo de pan.) 

Tome.
DON JUAN
Habeisle de partir
con los dientes.
DOÑA VIOLANTE
De mi burra.
¿Y querrá que se le masque?
DON JUAN
También.
DOÑA VIOLANTE
Arre, que echa pullas.13


Inmediatamente se inicia otro diálogo de análoga estructura, en el que Violante expone quejas de su rústico enamorado, totalmente inexistente. Don Juan pide una mano a la supuesta panadera. La nieve de su blancura -dice- podrá mitigar mi fuego. Y Violante se niega:

DON JUAN
Dámela, no seas cruel.
DOÑA VIOLANTE
Hágase allá; no se aburra
por ella; que tiene dueño.
DON JUAN
Ea.
DOÑA VIOLANTE
A fe que le sacuda.
¿No le he dicho que hay quien pida
cuenta de ella?
DON JUAN
¿Cuenta?
DOÑA VIOLANTE
Y mucha
DON JUAN
¿Luego quieres bien?
DOÑA VIOLANTE
Un poco.
DON JUAN
¿Amor tienes?
DOÑA VIOLANTE
Una punta.
DON JUAN
¿Eres casada?
DOÑA VIOLANTE
En eso ando.
DON JUAN
¿Serás pues doncella?
DOÑA VIOLANTE
En muda.
DON JUAN
¿Estás concertada?
DOÑA VIOLANTE
Estaba.
DON JUAN
¿Y ahora...?
DOÑA VIOLANTE
Se ofrecen dudas.
DON JUAN
¿Qué esperas?
DOÑA VIOLANTE
Que mos arrojen...
DON JUAN
¿De dónde?
—30→
DOÑA VIOLANTE
De la tribuna.
DON JUAN
¿Para desposaros?
DOÑA VIOLANTE
Pues.
DON JUAN
¿Quién lo estorba?
DOÑA VIOLANTE
Mi fortuna.
DON JUAN
¿Tiene celos?
DOÑA VIOLANTE
Por arrobas.
DON JUAN
¿Con justas causas?
DOÑA VIOLANTE
Con justas.
DON JUAN
Yo te vengaré.
DOÑA VIOLANTE
¿Y podrá?
DON JUAN
¿Pues no?
DOÑA VIOLANTE
Es persona robusta.
DON JUAN
¿No es villano?
DOÑA VIOLANTE
Eslo en el trato.
DON JUAN
Pues muera.
DOÑA VIOLANTE
¿Quién le rempuja?
DON JUAN
Tu agravio.
DOÑA VIOLANTE
Él se enmendará.
DON JUAN
Los míos.
DOÑA VIOLANTE
¿En qué le enjuria?
DON JUAN
En amarte.
DOÑA VIOLANTE
¡A Dios pluguiera!
DON JUAN
¿Es mudable?
DOÑA VIOLANTE
Cual la luna.
DON JUAN
Aborrécele.
DOÑA VIOLANTE
¿Por quién?
DON JUAN
Por mí.
DOÑA VIOLANTE
Arre, que echa pullas.14


Otra vez el mismo desenlace, el mismo acabar buscando su real postura cada uno de los hablantes. (Obsérvese ese es villano en el trato que pasa naturalmente desapercibido para don Juan. Y para el espectador está, en cambio, saturado de contenido, puesto que alude al real motivo de la comedia.) Y aún se repite la trama. Violante finge una pequeña condescendencia:

DOÑA VIOLANTE
      ¿Querrame mucho?
DON JUAN
Adorarete.
DOÑA VIOLANTE
¿De burlas?
—31→
DON JUAN
De veras.
DOÑA VIOLANTE
¿Regalarame?
DON JUAN
Como a reina.
DOÑA VIOLANTE
¿Hará locuras?
DON JUAN
En quererte.
DOÑA VIOLANTE
¿Es amorado?
DON JUAN
Más que un portugués.
DOÑA VIOLANTE
¿Arrulla?
DON JUAN
Como paloma.
DOÑA VIOLANTE
¿Rezonga?
DON JUAN
De ningún modo.
DOÑA VIOLANTE
¿Murmura?
DON JUAN
Pocas veces.
DOÑA VIOLANTE
¿Es tahúr?
DON JUAN
Sólo en amarte.
DOÑA VIOLANTE
¿Madruga?
DON JUAN
Poco.
DOÑA VIOLANTE
¿Viene tarde a casa?
DON JUAN
Vendré con el sol.
DOÑA VIOLANTE
¡Cordura!
¿Qué me llamará?
DON JUAN
Mi cielo.
DOÑA VIOLANTE
¿Y qué más?
DON JUAN
Mi sol.
DOÑA VIOLANTE
Con uñas.
DON JUAN
Mi reina.
DOÑA VIOLANTE
¿Engalanarame?
DON JUAN
Como abril.
DOÑA VIOLANTE
¿Dirame injurias?
DON JUAN
En mi vida.
DOÑA VIOLANTE
¿Andaré en coche?
DON JUAN
Y en carroza.
DOÑA VIOLANTE
¿Traeré puntas?
DON JUAN
De Flandes.
DOÑA VIOLANTE
¿Y azul?
DON JUAN
También.
DOÑA VIOLANTE
¿Saldré algunas veces?
DON JUAN
Muchas.
DOÑA VIOLANTE
¿A visitas?
DON JUAN
Sí.
DOÑA VIOLANTE
¿Y a toros?
DON JUAN
Con balcón.
DOÑA VIOLANTE
¿Y confitura?
DON JUAN
Cuantas quieras.
—32→
DOÑA VIOLANTE
Si hay comedias...
DON JUAN
No las perderás.
DOÑA VIOLANTE
¿Ninguna?
DON JUAN
Ninguna, pues.
DOÑA VIOLANTE
¿Iré al Prado?
DON JUAN
Irás al sol.
DOÑA VIOLANTE
¿Y a la luna?
DON JUAN
El verano.
DOÑA VIOLANTE
¿Y qué ha de darme?
DON JUAN
El alma.
DOÑA VIOLANTE
Arre, que echa pullas.15


Como vemos, constantemente se está quebrantando el diálogo, para dejar ver una realidad escondida, disimulada, expuesta por el procedimiento más opuesto a lo natural y espontáneo. Tan sólo la ceguera del enamorado puede dejar de notar la broma en este enojosísimo cuestionario de prefelicidad. Constantemente se está interponiendo entre la conversación la saeta de una duda, de un eje, que es, a la estructura conversacional, lo que las líneas clásicas, ocultas bajo la hojarasca decorativa, son a un retablo barroco. La línea se ve con claridad; para los que estamos en el secreto previo, casi se aparece con lógica irrecusable. Pero nos entregamos dulcemente, sin reservas, a este esquivar la rectitud, a este vaivén de oculta trascendencia. ¡Cuántas veces ha asomado este doble plano en el arte nacional! Ésta es la mejor prueba del aserto de Vossler de que lo español se sentía más a gusto en el barroco que en ningún otro lado.16 Sí. Es exacta, indiscutible verdad. Pero es que en ese sentido del contraste hemos sido barrocos en los momentos más logrados de nuestra historia artística. Es esa dualidad entre sermoneadora y gozosa, de vitalidad desnuda que hay en el Arcipreste de Hita. Es la que asoma a cada página de la Celestina, o el trágico afán del Burlador. Picaresca y mística. Es la partición de lo terreno y lo celestial en los cuadros del Greco o de Zurbarán. Es -son- tantas y tantas manifestaciones como ahora   —33→   mismo nos asaetean el recuerdo a poco que miremos hacia lo que ha sido nuestro quehacer histórico. Es, en una palabra, la dualidad, universalmente reconocida, entre Don Quijote y Sancho. Dualidad que llega a ellos mismos: Armas y Letras, caballeresca y pastoril, la Edad Dorada y la desasosegante realidad.

Renuncio a dar más ejemplos de esta permanente lucha de contrarios, sin resolución victoriosa por parte de ninguno de ellos. Pero los encontraremos en cuanto abramos una comedia. De aquí sale la justificación, por ejemplo, de las parodias del amor en El amor médico, en La celosa de sí misma, en La gallega Mari-Hernández. Pero sí quiero demorarme un poco en otro aspecto de la lucha. Frente al amor, los celos. Igualmente rápidos, igualmente deseados y temidos. Y, sin remedio alguno, presentes. No hay por dónde zafarse, no hay artería posible que logre escabullir su punzada acongojante. Los celos surgen al lado del amor como ingrediente necesario para la marcha de la comedia. Bien es verdad que el desenlace requiere un «acabar bien». El patio no habría tolerado un final amargo, o contristado, como no habría tolerado peligrosas disquisiciones religiosas. No. Hay un repertorio restringido de vivencias, impuesto de antemano desde fuera y voluntariosamente, que rodea la marcha de la creación artística. Y no necesito añadir que no pretendo desdorar o menospreciar en lo más mínimo las calidades del arte de la época. Cualquier arte de cualquier tiempo ha tenido análoga restricción en su repertorio y ninguno ha sido de tan amplia generosidad de margen como el barroco español. Y la prueba nos la va a dar el propio Tirso. Estamos en Por el sótano y el torno. Es comedia poco leída. Y, sin embargo, ¡qué cordialmente nos habla hoy! Una viuda, aún joven, hermosa, que no sabe si está o no enamorada, y un picaruelo truhán, tercero de un amor que no se atreve a declararse. Los dos dialogan. Aparentemente no hay nada detrás de este largo parlamento. Se pretende dar tan sólo un aspecto informativo a la cuestión. Se quiere, por los dos, dar una ajustada sensación de indiferencia, de alejamiento, a la pasión que los dos sienten en acoso, al acecho. Y esa pasión va brotando tiernamente, suavemente, como un tallo asombrado primero, como un torrente después. Difícilmente encontraremos un ejemplo más representativo, más diáfano de este crescendo   —34→   que llega a la impetuosidad sin romper el íntimo, cómplice equilibrio del lector:

 

(Vanse.)17

 
BERNARDA
¿Jugaba?
SANTILLANA
Amorosamente.
BERNARDA
¿Qué dices?
SANTILLANA
Con una dama,
que al parecer le pedía
celos, y él la divertía.
BERNARDA

 (Aparte.) 

¡Ay cielos!
SANTILLANA
Según la fama
que tiene nuestro barbero,
de cuantas mira es galán,
que es de aquestos del refrán
«cuantas veo, tantas quiero».
BERNARDA
   Pues, ¿a vos quién os ha dado
cuenta tan particular?
SANTILLANA
Como me mandó informar
de todo, puse el cuidado
   que es justo, y lo pregunté
a los mozos y criadas,
que, en las casas de posadas,
no hay secreto que lo esté.
   Y mientras hablando estaba
con el de mi tierra, vía
la dama que le reñía,
el portugués que terciaba,
    y el amante barberil
adorando sus pucheros.
No hay fiar de forasteros;
guarde Dios nuestro mongil.
BERNARDA
¿Estáis loco?
SANTILLANA
¿Qué sé yo?
Esto lo que pasa es;
porque no diga después:
«Vieja fue y no se coció».
BERNARDA
   Pues, bárbaro, ¿qué me importa
a mí que ese forastero
sea villano o caballero,
con hacienda larga o corta,
   con dama que quiera o no?
SANTILLANA
Yo dígolo por si acaso.
Como le hallé al torno...
—35→
BERNARDA
Paso;
¿soy desas mujeres yo?
   Andad, no entréis más aquí.
SANTILLANA
Porque digo...
BERNARDA
Ganapán,
idos luego.
SANTILLANA
Ya se van.
BERNARDA
Atrevido. ¿Vos a mí?
SANTILLANA
   ¡Miren! ¡Porque la doy luz
de amantes embustidores!
Plazuela habrá de Herradores
y Puerta de Santa Cruz.
   No me han de faltar dos reales
y señoras de alquiler.
BERNARDA
¿Lloráis?
SANTILLANA
¿Qué tengo de hacer,
si ansí se pagan leales?
BERNARDA
   Volved acá; compasión
os tengo: no os despidáis;
que, al fin, aunque caducáis,
servís con buena intención.
   Que ese hombre esté entretenido
me está bien; que sospechaba,
como aquí se nos entraba,
ya sangrador atrevido,
   y ya a este torno asistente,
algún travieso desmán.
Presto vendrá el capitán;
no hay que temer al presente.
   Al fin, con una mujer
le vistes: ¿y la mostraba
voluntad?
SANTILLANA
Bien la miraba.
BERNARDA
¿Tenía buen parecer?
SANTILLANA
   Como le hablaba, cubierta
hasta los pechos el manto,
no pude advertir en tanto;
mas no me pareció tuerta.
BERNARDA
   ¿Y era persona de suerte?
SANTILLANA
No lo son las que tapadas
en las casas de posadas
se entran, si en ello se advierte.
   Mas en verdad, que según
—36→
formaba quejas la tal,
cuando no muy principal,
no me pareció común.
BERNARDA
¿Muchas galas?
SANTILLANA
Las que el uso
de la vanidad hereda:
su chamelote de seda
leonado y negro se puso;
   escapulario y basquiña
correspondiente al jubón,
que, abrochándose a traición,
el cristal delante aliña;
   cordón de pita hecho lazos,
cada mano de manteca,
con su red a la muñeca,
por remate de los brazos.
   Ropa que cruje al andar,
banda que el pecho atraviesa,
con una madre Teresa,
que, sin saberla imitar,
   de tortuga guarneció
con sus menudencias de oro:
todo esto traigo de coro,
sin lo que se me quedó.
   El manto, aunque despuntado,
con palmo y medio de red.
¡Qué! ¿Pensaba vuesarced
que las puntas que han quitado
   les hacen falta? ¡Bonitas
son! Si en carnes anduvieran,
de la misma carne hicieran
guarnición las mujercitas.
BERNARDA
   Despacio estábades vos,
que tanto pudistes ver.
SANTILLANA
Soy amigo de saber,
y acechelos a los dos
   por entre una redendija.
BERNARDA
Luego, ¿cerrados estaban?
SANTILLANA
A puerta cerrada hablaban;
y si quiere que colija
   en lo que esto ha de parar,
la dama por esta noche
no ha menester silla o coche,
que allá se queda a cenar.
—37→
BERNARDA
   Mas que se quede este mes.
SANTILLANA
Por mí que se quede treinta.
BERNARDA
Según vos hacéis la cuenta,
¿rogola el aragonés?
SANTILLANA
   Si es hombre, ¿qué maravilla?
BERNARDA
¿Y ella?
SANTILLANA
Rehusaba primero;
pero al fin, al fin, «no quiero,
y échamelo en la capilla».
BERNARDA
   Sois un malicioso vos.
SANTILLANA
El curso malicias cría.
BERNARDA
Id, y ved si todavía
se están hablando los dos.
SANTILLANA
   Que me place.
BERNARDA
Mas no vais.
¿A mí qué me importa eso?
SANTILLANA
¿No está claro?

 (Aparte.) 

(Pierdo el seso.
¡Ay, celos, que me abrasáis!)
   ¿Sabéis vos cómo se nombra
esa mujer?
SANTILLANA
No advertí
en ello.
BERNARDA
¿Buen talle?
SANTILLANA
Sí.
BERNARDA
¡En verdad que es gentilhombre!
   Idos con Dios... Esperad,
volved; decilde... ¿Qué es esto?
En fin, ¿no se irá tan presto?
SANTILLANA
Yo pienso que no.
BERNARDA
Aguardad
   a que salgan, entre tanto
que yo otra cosa no os digo.
SANTILLANA
Voy.
BERNARDA
Pero veníos conmigo.
¡Hola, esclava! Dame un manto.

 (Aparte.) 

    ¿Dónde me lleváis, pasiones?
¿Qué tormento es éste, cielos?
SANTILLANA

 (Aparte.) 

O la viuda tiene celos,
o la pican sabañones.


  —38→  

¡Cómo se armonizan y entrelazan en este fragmento las lágrimas hipócritas del viejo, el horadante aguijón de los celos, la temblorosa nostalgia, recién nacida, del amor, y la socarronería última del tercero! En un lenguaje sencillo, escueto, casi endurecido, a borbotones casi, asistimos al portento clave de la comedia, a lo que nos hace gozar calladamente de su mejor logro. Y nos arranca una delgadísima sonrisa, triunfo supremo ante nuestro arte. Porque en nuestro arte, en lo mejor de nuestro arte, falta -no sé si lo he leído u oído ya en algún sitio- la sonrisa. Abunda la carcajada hiriente, corrosiva en ocasiones, y abunda lo triste, lo solemnemente pesaroso y hasta contrito. Pero una delgada sonrisa solamente aparece en algunas ocasiones: el Quijote, algunos trozos del Lazarillo, las Meninas, el fragmento que acabamos de leer.




ArribaAbajoLa pintura de interiores

Es cosa ya sabida la dirección unánimemente seguida por el barroco hacia adentro, hacia la intimidad. Se renuncia a los cielos abiertos, hondos, del Renacimiento, y se centra la vida en el ángulo pequeño de que habla la Epístola moral. Ya en la segunda mitad del siglo XVI se inicia este movimiento hacia sí mismo. Frente a la abundosa vida hazañera del quinientos, la vida religiosa, recogida, de los hombres representativos de esa segunda mitad. Frente al infatigable e infatigado vagar por Europa del emperador, El Escorial. Frente a la biografía militar de Garcilaso, de Cetina o de Hurtado de Mendoza, el sosiego sacerdotal de Medrano, de fray Luis, de Arias Montano, de Herrera. En el campo de las demás artes -pienso sobre todo en la pintura, cuya primacía es bien notoria- se plantea un éxodo idéntico. Frente a la paganizante luz de mediodía de Tiziano, frente a los techos rotos, decorativos, de Tintoretto, el recogimiento casi religioso de un rincón de la casa cotidiana en Van Ostade, en Pieter de Hooch. Frente a la minucia de Bronzino, la interpretación de la vida pura, dinámica, de Velázquez. Dentro de la enorme cantidad de aspectos que en el arte barroco se ocultan y encadenan, nada como la pintura de Velázquez, para expresar lo que tiene de intimidad, de acercamiento a la religiosidad. No voy a exponer ahora, por demasiado   —39→   conocido, en qué aspectos puede ser, y de hecho lo es, el barroco arte de la Contrarreforma,18 pero sí quiero -nos interesa ahora vivamente- destacar esta unción, este tembloroso prodigio de la luz nueva, devanándose en una habitación cualquiera, purificada, adelgazada tras unos cristales emplomados. En Madrid y en una casa se titula una deliciosa comedia de Tirso. ¿No podría llamarse así también Las Meninas? No hay en el cuadro nada que recuerde los lujosos palacios de la pintura del siglo XVI (Tiziano, Veronés, Tintoretto). No. Es una habitación cualquiera de una casa cualquiera, burguesa, donde la luz se ha recogido con un dulce regaño. No asistimos a una gran fiesta, ni a un derroche de vestidos o muebles opulentos, a una exhibición de damas enjoyadas, hermosísimas. Es una instantánea casera, recoleta, donde la jerarquía de los personajes está quebrada ante el mandato de la vida: una infantina, unos criados, unos seres deformes, una bestezuela dormilona. Un patio que se adivina con su hueco introvertido. Sí; es En Madrid y en una casa. No importa que sepamos después que esta casa es la de la realeza. La realeza ahora no cuenta. Su reino no es, ahora, de este mundo. Pero dejemos el campo estricto de la pintura y volvamos a Tirso. ¡Cuántas veces, con qué reiterada insistencia el machaconeo sobre el interior! Y en los mejores, en los más logrados momentos. En aquellos en que su voz tiene la más velada, contenida poesía. Atrae el misterio que se esconde detrás de unos balcones, de un portal. ¡Qué saltos, qué cabriolas da la escena en su búsqueda de acciones! Miremos de nuevo Por el sótano y el torno, nuestra comedia de hoy. Empieza al aire libre, en la venta de Viveros, camino de Alcalá a Madrid. Las figuras -como en un retrato de Velázquez- se nos recortan sobre la limpia luz morada de Castilla, serrada a lo lejos por las cimas del Guadarrama. Y continúa ya en la ciudad, en una casa. Las damas se acaban de instalar. La casa es cómoda, bien alhajada. Para hacer mayor su aislamiento, su intimidad más cerrada, solamente se comunicará con la calle por un torno. Como una prueba más del contraste, desde la puerta silenciosa se ve todo el bullicio de la capital. Una vez dentro, Bernarda necesita sangrarse,   —40→   por un accidente sufrido en el viaje. Se busca al barbero, que entra en la casa. En esto aparece don Luis, enamorado celoso, que, intrigado, se pone a mirar por una ventana, intentando ver qué pasa en el interior. Lo demás es puro ambiente. La escena, en la calle; la sazón, la noche ya en sosiego; el fondo, la casa cerrada con saña mantenida. Todo obliga a andar de puntillas, al acecho. Don Luis y su criado se acercan a la ventana:

PACHECO
      Pues acecha
por aquí; que todo amor
celoso es acechador:
saldrás de tanta sospecha.

 (Mira por la ventana entreabierta.) 

DON LUIS
   Oye, con dos porcelanas,
a la luz de una bujía,
salió Polonia: sangría
debe ser.
PACHECO
¿Ves cuán livianas
   son quimeras de un celoso?
DON LUIS
Una venda y cabezal
lleva mi dama.
PACHECO
¡Qué mal
tan repentino!
DON LUIS
Es forzoso
que Doña Bernarda sea
la enferma; que las demás
andan en pie.
PACHECO
¿Qué darás
porque se muera?
DON LUIS
No emplea
   en mi favor la fortuna
sus aceros desa suerte;
ni el mal debe ser de muerte,
pues que no llora ninguna.


Aparentemente no tiene importancia alguna la escena. Es totalmente adjetiva en la marcha de la comedia. Más aún, si pensamos que este Don Luis no vuelve a aparecer ni una sola vez más. Y, sin embargo, ¡cómo se han roto las perspectivas! ¡Cómo estamos delante de las Meninas otra vez! Asomémonos con Don Luis a la ventana. (Nosotros no vemos lo que pasa dentro directamente: nos   —41→   lo está contando.) Y estamos de lleno en la técnica, en la maravillosa y maravillada técnica del cuadro velazqueño. La ventana de la comedia equivale en el lienzo al marco. El espectador equivale a los monarcas que se están reflejando en el espejo del fondo, espejo que estará -¿por qué no?- en la pared última de la casa con torno. Entre el espectador y el espejo toda la escena, moviéndose en planos sucesivos: la luz primera, la que ilumina la ventana por la que miramos; las demás, que bañan la escena interior: aquí, en la comedia, el paso de las mujeres para ayudar a la sangría -en lo que ha quedado lo heroico: recordemos de paso la afición barroca a lo sangrante, a lo desagradable-, con sus bujías, sus porcelanas. Allá, en el cuadro, el pintor, las meninas, la infantina. Cuando miramos el cuadro único nos olvidamos del límite que marca el lienzo y nos entramos de rondón en la cámara. Cuando escuchamos a Don Luis, nos olvidamos de las candilejas, de la fachada que nos aísla, y nos entramos en el secreto de la casa prohibida. En este aspecto era en el que yo quería hacer notorio lo barroco de ambas composiciones.

Hay cuadros, esos delicados cuadros de los holandeses del XVII -Gérard Dou, Terburg, Gabriel Metsu, Vermeer y su Lección de música- donde nos encontramos una quieta, sosegada escena de la vida íntima. Hoy nos complace sobremanera ver cómo por encima de las divisiones políticas, religiosas, etc., el espíritu de la obra de arte se enlaza en zonas muy alejadas, descubriéndonos un inexcusable, irreprimible parentesco, una común filigrana «de circunstancias vitales bajo las que todos los pros y los antis de la realidad histórica»19 se sienten domeñados. Tanto el católico romano como el separado de Roma sienten la misma necesidad de un giro sobre sí mismo, de santificar casi su cotidiano, su monótono quehacer. Sea, por ejemplo, Pieter de Hooch, en su famoso cuadro del museo de Berlín. Una mujer sentada, junto a una cuna de mimbres. El niño no se ve. El suelo, brillante. La casa, con lo imprescindible. Como en Las Meninas, al fondo, a la derecha, en otra habitación, la puerta que se entreabre, y por la que entra a raudales la luz. Allí se va inmediatamente nuestra mirada. Junto a la puerta, una   —42→   niña de espaldas. La habitación donde la madre -¿cose?, ¿canta?, ¿ofrece algo al niño que no vemos?- está sentada, se ilumina por una ventana alta, de papel análogo al de las que vemos pintadas en Las Meninas. Un perro, una bujía, otra habitación donde se adivina la cama. Y nada más. Volvamos a nuestra comedia. La joven acaba de ser sorprendida fuera de su casa por la hermana guardiana. Mientras ésta, engañada, viene a comprobar si era o no realmente la hermana la sorprendida, la fugitiva ha entrado en la casa por la trampa del sótano. Los dos mundos del contraste corren alocados, tumultuosos, en busca del sosiego de la casa del torno: uno, por la calle, gesticulando. Otro, por el sótano, taimado, burlón. Cuando la guardiana quiere llegar arriba, ya está la fugitiva sentada reposadamente, al halago de la luz, trabajando en sus bolillos. Como la madre del cuadro de Pieter de Hooch:

BERNARDA
Abre esas puertas.
JUSEPA
¡Qué linda
burla se traga mi hermana!

 (Siéntase a labrar.)20 

BERNARDA

 (Dentro.) 

¡Sin seso vengo y perdida!
POLONIA

 (Dentro.) 

Agora verá su engaño
vuesa mercé.
JUSEPA
La almohadilla
tomo; y para que mejor
con mi engaño se prosiga,
labrando y cantando agora
procuraré divertirla.

 (Canta.) 

Hoy el rey no me ha fablado;
mirome de mala guisa,
dejáronme venir solo
los grandes que me seguían.21


Adivinamos la luz por el fondo, por donde entra la encarnizada perseguidora. Y adivinamos su asombro, detenida allí, no atreviéndose   —43→   a quebrantar el dulce sosiego de la cámara, de esa cámara donde un romancillo añuda la tensión barroca con la nostalgia de la Edad Media.


Hoy el rey no me ha fablado;
mirome de mala guisa,
dejáronme venir solo
los grandes que me seguían.



De nuevo nuestra sonrisa, esa sonrisa que tan de tarde en tarde cuaja en nuestro arte. Esa sonrisa que es el prodigio del hallazgo.




ArribaAbajoMadrid, hermoso abismo

Como en tantas comedias de nuestro teatro clásico, la acción de Por el sótano y el torno, se va a desenvolver en Madrid. Madrid, capital de dos mundos, conjuro de grandeza y de abigarrada vitalidad. Tirso evoca en Por el sótano y el torno los lugares más famosos de la vida cotidiana. La corte, «a toda España se lleva tras sí».22 Entonces, como ahora, Madrid es el señuelo de toda aventura peninsular. Nuestras heroínas van a vivir en la calle de Carretas, lugar de excepcional situación. En pocos versos nos encontramos citados, señalados, los lugares que aparecen diseminados por multitud de obras diversas de nuestro siglo XVII. Las iglesias: la Victoria, el Buen Suceso, el Carmen, San Felipe. Las plazas: Herradores, Santa Cruz, la Puerta del Sol. Las calles: El Prado, la calle Mayor, Atocha, el León. Todo el Madrid austríaco, con sus coches y sus calles irregulares de lugarón encaramado a ciudad de primer orden, está aquí. Tirso no ha rozado -al menos con la intensidad cordial de Lope- los temas de la tradición nacional, pero ha sabido captar lo que ya en su tiempo empezaba a ser tradición recién estrenada. Los lugares -muchos- ya no existen, aunque los nombres hayan persistido aquí y allí en la nomenclatura de la ciudad. Pero la raíz estaba echada. La Mariblanca era ya cabeza visible del pulso nacional. Era natural que en el confuso abigarramiento   —44→   de una ciudad que creció instantáneamente, se colocara el clima necesario para el sortilegio de las comedias. «Tiene en sus calles / todos los vicios Madrid.»23 Para el oyente medio, la evocación de las calles de la capital, o de sus principales lugares de reunión, era ya un medio de estimular la atención, de hacerle partícipe, cómplice de lo que se iba a desenvolver en las tablas. El reconocimiento de algo familiar era ayudado por los tipos más frecuentes: toqueras, buhoneros, barberos, posaderos, busconas, esportilleros. Repitiéndose hasta la saciedad sin cansar nunca, como un nuevo romancero, Madrid -«Su buen gusto aprueba / quien della se satisface»-24 se fue convirtiendo así en algo nacional, entrevisto, con visos de tema legendario.25




ArribaAbajoRapidez, cinematografía

El teatro tirsiano es -adjetivo que ya se prodiga- cinematográfico. Las escenas se resuelven en multitud de variaciones rapidísimas que dejan al espectador un amplio margen de invención complementaria. En El amor médico, en Averígüelo Vargas, en nuestro Sótano, hay un alocado sucederse de variados matices, que exigen un esfuerzo, en ocasiones grande, por parte del espectador. Esto es lo que podría resolver el cine. Basta desaparecer detrás de una cortina para convertirse, automáticamente, en otro personaje. Cambio constante, veloz. Lo que ocurre entre bastidores es, a veces, más importante para el público que lo dialogado en las candilejas. Se presiente, se espera la transmutación. Así ocurre, por ejemplo, en el copioso transformarse de Doña Jerónima, en el acto III de El amor médico. Otras veces es, simplemente, la expresión lo que lo justifica. Así, en Averígüelo Vargas: a la vista del público, el gracioso ha de transformarse sucesivamente   —45→   en nadador -en seco, claro-, en navegante, en galeote, en náufrago, en ballena devoradora del enamorado y escupir a éste, por fin. Y todo al conjuro de la voz, del gesto. Ya se ha señalado cómo el gesto, el movimiento de la cara o de las manos puede ser todo un motivo literario, creacional.26 Esto se encuentra ya en Tirso. Lo encontramos sin las ceñidas aclaraciones que el arte posterior proporciona, pero lo adivinamos. Leyendo a Tirso el poder de emotividad expresiva es tan intenso que, irremediablemente, adivinamos el único tono posible de voz, el justo movimiento de manos o de rostro que acompañan a lo que se dice. En la larga escena transcripta anteriormente, donde dialogan nuestra viuda y su escudero, vemos cómo se va reflejando en el rostro y en el movimiento de la mujer el desarrollo de los celos, la inquietud, hasta llegar al momento culminante, en que perdido todo rastro de vacilación, se lanza apresuradamente a coger un manto para salir a la calle. Los primeros planos de la cámara darían a esta escena una dimensión nueva, más justa que las conseguidas hasta ahora. Lo mismo ocurriría con la fuga de la hermana por la trampa del sótano, y, mejor, con el regreso. Escenas sucesivas, de subir y bajar escaleras, de paños crujientes, de sofocos ahogados, de luces y sombras, en una alucinante mutabilidad de rostro. Y a cada cambio, un estado: inquietud, anhelo, curiosidad, zozobra, reposo, simulación. Creemos que Tirso da en sus mejores comedias una tónica lograda, que satisface plenamente al lector moderno.




ArribaAbajoUna voz portuguesa

Para afirmar aún más este combatir de contrarios, de elementos dispares, de vez en cuando, a lo largo del teatro tirsiano, suena una voz portuguesa, henchida de valores. Ya se ha hecho ver cómo Portugal ocupa en la obra de Tirso de Molina un destacado lugar. Su historia, sus costumbres, sus mujeres, son dramatizadas por Tirso con cariño idéntico al que pone en los temas españoles. De nuevo nos encontramos con este afán de unidad barroca sobre los elementos   —46→   distantes. Portugal y Castilla frente a frente. Tan unidad que, sin entender precisa y cercanamente el portugués hablado en las comedias, no entenderíamos la comedia misma. Y es porque el español -el patio- tiene, en el XVII, una conciencia peninsular, total, de bloque espiritual y geográfico, debajo del que se debaten todas las posiciones. Unidad que -es importantísimo insistir sobre ello- no tiene punto alguno de contacto con la forzada ortopedia política de los Felipes. El contraste permanece incluso dentro del portugués hablado. Unas veces, dentro de su valor puramente ocasional, se emplea para hacer juegos de palabras, para la broma escabrosa o fácil. Pero, también, y es lo más frecuente, se usa con indudables cualidades poéticas. Sobre todo, para la expresión del amor. No voy a recordar aquí, por sobradamente conocido, cómo el hombre portugués del XVII se distingue, entre todos los demás hombres de la tierra, por su enamoramiento fulminante, apasionado, extremoso. Nadie más que un portugués puede morirse de amor (y de repente). Ejemplos de esto son extraordinariamente abundantes en nuestra literatura. Tirso no podía dejar de rendir su tributo a esta concepción irónica de los portugueses. Pero sabe colocar en los lugares más delgados de la acción la pincelada en la lengua extraña, que rodea -de nuevo la sonrisa- a toda la escena de un clima de cómplice atención, de benévola comprensión. En El amor médico es donde más se usa del portugués. Sin embargo es en Por el sótano y el torno donde se le concede mayor vitalidad poética. Aquella misma mujer a quien hemos oído cantar un romancillo, en la penumbra de una cámara, gusta mucho del portugués. Lo conoce, lo habla, le es familiar su literatura:

JUSEPA
Oye agora este soneto.
POLONIA
¿En su idioma?
JUSEPA
En portugués.
   Ya tú sabes lo que gusto
desta lengua.
POLONIA
Yo ya sé
cuán amigo della fue
tu padre, y que de su gusto
   y libros fuiste heredera;
en cuya letura gastas
tantos ratos, que a ser bastas
portuguesa verdadera.


  —47→  

Y el soneto es de Camões. No engaña Tirso, no se apropia nada de nadie. Lo dice honradamente, paladinamente:


para una décima breve
me dio el tiempo comisión;
que un soneto que la envío,
el Camoens me le prestó.



Y poco después el soneto:


Quem vé, senhora, claro e manifesto
o lindo ser de vossos olhos bellos...



¡Qué lejana resonancia despierta en nuestro oído el mundo petrarquista! ¡Qué adelgazada precisión de amor concreto! Y esto es también barroco: el cultivo de la añoranza, de las lejanías. El soneto de Camões es aquí una llamada al pasado, al arca de los recuerdos. Y también una nota de color local, de ambiente, de -empleando la terminología de Wölfflin- elementos pictóricos. Los componentes de esta lírica son ridiculizados en más de una ocasión por Tirso, si bien sea en tonos más leves que los de la crítica antigongorina. Pero por obra de la unificación de la problemática barroca, todo adquiere una intransferible presencia.

El recuento de las asomadas portuguesas en el teatro tirsiano nos llevaría muy lejos. Quiero destacar ahora la inseparable condición de estos trozos en lengua diferente, que la crítica se había empeñado en ver como algo advenedizo, en ocasiones recortable.27




ArribaAbajoFinal

Hemos intentado poner asedio a los rasgos más salientes que el teatro tirsiano guarda a nuestra condición actual. Estamos   —48→   seguros de haber alcanzado una visión fragmentaria, aunque cordial. Pero sí creemos haber destacado su enorme -y frágil a la vez- grandeza: la ejemplar lozanía de sus concepciones, es decir, su inalienable actualidad.





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