Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Sin levantar cabeza

Alonso Vicente Zamora



portada




ArribaAbajoPrólogo

Alonso Zamora Vicente y yo somos del mismo reemplazo, la bien zurrada quinta del 37. Alonso Zamora Vicente y yo fuimos compañeros en la Facultad de Filosofía y Letras, antes de la guerra, y lo somos ahora en la Academia: él, con absoluta dedicación y muy ejemplar entusiasmo, y yo un poco a mi aire y a la que saltare; a nadie se puede pedir más de lo que da de sí y el que ignore este elemental supuesto, ya va listo. Alonso Zamora Vicente y yo tenemos una afición común, la literatura, y una servidumbre gozosamente aceptada: la amistad. Alonso Zamora Vicente y yo somos muy viejos amigos; de su amistad me nutro y con ella me reconforto. Cualquiera que me conozca sabe que es cierto y verdadero cuanto digo aquí. En elEclesiástico se lee: no abandones al amigo antiguo porque el nuevo no valdrá lo que él. Alonso Zamora Vicente, en mi ánimo, hace buenas las palabras de la Biblia. Yo tengo muchos amigos, gracias sean dadas a Dios, y esta realidad es uno de mis orgullos. Baltasar Gracián pensaba que uno es definido por los amigos que tiene. En este supuesto, yo salgo ganador de muy ricos premios no merecidos (o sí merecidos, que esto es lo de menos). Alonso Zamora Vicente es buena prueba de mi verdad.

Alonso Zamora Vicente reúne ahora algunas narraciones en un volumen en cuya portada se lee: Sin levantar cabeza. Yo creo que no hay títulos gratuitos y que, incluso tras la casualidad, reside siempre la verdad, esa criatura que jamás se muere de frío. Alonso Zamora Vicente, en su lengua literaria, en   —10→   su castellano escrito, maneja la frase proverbial de mano maestra y con muy sutil eficacia. La frase fija entra en el raro juego de la lengua hablada, de la lengua coloquial que, cuando la literatura gana y se hace eficaz, se confunde con la lengua literaria, con la lengua escrita. Es grave que un hombre hable como un libro, pero es gozoso -aunque raro- que un hombre escriba con la llana lengua con la que habla. El caso de Alonso Zamora Vicente -filólogo, dialectólogo y sabio que, de repente, se siente escritor y acierta- no deja de ser ejemplar y curioso, quizá por insólito.

Los preceptivistas distinguen con muy prolijas razones no siempre razonables, entre poema en prosa, cuento, relato, narración, novela breve y novela, quizá entre otras especies todavía cuyos nombres no me vienen ahora a los puntos de la pluma. A mí me parece que esto no son sino ganas de hablar y de querer buscarle los tres pies al gato, y que la clarificación -que tampoco importa demasiado- no discurre por esos senderos no más que administrativos sino por otros, más huidizos y poéticos y menos dóciles y procesales. Alonso Zamora Vicente, que escribe en prosa y además lo sabe, nos ofrece ahora unas páginas rebosantes de hermosura y reunidas bajo un título no poco agobiador por las que discurren, sin levantar cabeza, sus criaturas literarias que muy bien pudieran haber sido ente reales y dolientes títeres -o marcados héroes anónimos- del padrón de vecinos. Si la literatura tiene un único encanto, ése es el de fundir, confundiéndolas, las fronteras de lo soñado y lo vivido, de lo imaginado y lo real. Contar -en literatura- es desnudar la verdad y la mentira para que nadie pueda reconocerlas por su ropaje. Se cuenta lo creíble, al margen de que sea o no sea cierto, y no se admite el subterfugio de querer dar gato por liebre o de intentar el cuento de la mentira mojando los pinceles en la   —12→     —13→   confusa paleta de la verdad que no lo es del todo y sin lugar a dudas.

imagen

  —11→  

Alonso Zamora Vicente nos cuenta sus verdades y sus mentiras literarias con arte verdadero, que es la condición que se requiere para que el tingladillo funcione. El lector está siempre dispuesto a dejarse engañar aunque se niegue, tozudamente, a comulgar con ruedas de molino. Y en este juego de titanes en el que tantos jadean y tantos otros se descuernan, es donde reside el talento del escritor, que se tiene o no se tiene pero que no se puede fingir porque la literatura es bastión inexpugnable y que jamás se deja sorprender ni corromper. La lengua, como el león, puede domarse y amaestrarse, y salta por el aro de fuego, sí, pero se niega a que no se la tome en serio.

Alonso Zamora Vicente, en su literatura, doma la lengua -y hasta domeña sus inclinaciones insurrectas- y nos ofrece un paisaje de equilibradas proporciones y horizontes abiertos más allá del balcón de la página. Quizá ahí estribe su eficacia, que es la primera condición a exigir.

Sin levantar cabeza es el acta notarial de un tiempo de desgracia habitado por corazones desgraciados. Ni la literatura ni el hombre se hacen de mármol solemne sino de barro humilde, y un botijo de pueblo está más cerca de la vida -y de la literatura- que el más lujoso y pulido panteón, esa orgullosa y huera residencia de la muerte. Nadie olvide que la literatura, aunque narre la muerte, es el habitáculo y la imagen misma de la vida.

Son aleccionadoras las páginas que Alonso Zamora Vicente, sin levantar cabeza, nos pone ahora delante, ignoro si para espantarnos, para escarmentarnos o para deleitarnos; quizá cumplen las tres funciones al tiempo, poco importa si queriéndolo o sin quererlo, que el resultado -en esto de la literatura- no siempre marcha por el buen sendero del propósito.

  —14→  

Produce alegría poder decir, en voz alta, que el amigo acierta. El fenómeno no es inusual, aunque sí lo sea el proclamarlo a los cuatro vientos y disparando cohetes, para que se oiga mejor. El libro de Alonso Zamora Vicente nutre una celdilla del panal de la literatura en el que no son demasiados los que se atreven a entrar. La literatura es agradecida esquina del saber que jamás defrauda aunque, quizá por tímida, a veces se resista. A algunas mujeres les pasa lo mismo y no por eso desmerecen.

Camilo José Cela

  —15→     —16→     —17→  

... reanudaron entonces sus penas inconclusas,
acabaron de llorar, acabaron
de esperar, acabaron de sufrir, acabaron de vivir,
acabaron, en fin, de ser mortales!


(C. Vallejo,España, aparta de mí este cáliz).                




  —18→  

  —19→  

ArribaAbajoSoltero, soltero

Pues, sí, soltero, ya lo ve usted. Y ya estoy algo viejo para casarme. No vale la pena a estas alturas cargar con una mujer de mi edad, cuando son todo alifafes y mandangas. Que si el pulso, que si la tensión, que si la orina, que si tal que si cual. Quite usted allá, hombre. Casarme ahora. Un poco de formalidad. Eso se queda para los periódicos, que siempre tienen que decir alguna que otra tontada, como si no hubiese bastante con los precios, las listas de las recomendaciones, la polución esa del aire. Que no, hombre, que no. Yo, solterito. Aquí me tiene usted, a mis setenta y cinco, y hecho un brazo de mar, hay que verme cuando bajo por las tardes a la Armería a tomar el sol, ese sol de marzo, de abril, cuando ya los niños comienzan a quedarse hasta tarde y joroban que se las pelan. Todos los de mi tertulia, ya ve usted, hechos un asquito. Quejumbrosos, tosones, babosos, legañosos, sin hablar de otra cosa que de la pensión, de la fe de vida, del alquiler, del maltrato de las nueras. ¡Si viese usted cómo recuerdan el racionamiento del tabaco! Aquello se pone bueno, como si la guerra, una guerra de liberación, no hubiese sido una cosa seria, sino la falta de tabaco y nada más. Se me está antojando a mí que la gente está tomando ya la guerra a pitorreo, con el natural demérito del patriotismo, hombre, no hay derecho, sobre todo aquí, que no hay mayor paz, usted me contará, y con la   —20→   de heroísmos de tamaño natural que hubo, no me diga, hombre, y que ahora... Es que en este país no tenemos remedio, se lo digo yo. Sí, aquí todo el mundo se casa, pero la patria, que la mancuernen. Así nos va todo. Y los jóvenes, pues no crea usted que los jóvenes van mucho más allá. Ahí tiene usted a Polito, que ya empezando por eso de Polito, ¿eh?, no me irá usted a decir que eso viene en el alma, qué va a venir, hombre, qué va. Si lo sabré yo. Pues ese Polito es el chico del señor Vicente, el carnicero, que se ha hecho rico quitando retalitos en el peso, o estraperleando a base de bien cuando el hambre, que vaya cositas que se vieron, Santo Nombre de Dios, vaya cositas, y todo por ir tirando, si seremos, claro que, eso sí, era con cierta honradez, que lo que el fulano Vicentito camanduleaba lo había pagado antes, y eran sólo las raciones que no se vendían, que él no podía remediar el que la gente no se las pudiese comprar por falta de posibles, a ver, toma, pero, a cada uno lo suyo, trabaja como un negro, que también hay que reconocer la verdad. Pues Polito, con sus melenas, se pasa la vida en la discoteca, una como tasca que han puesto ahí, a la vuelta de la costanilla, se llama La mano zurda, que cuesta un dineral entrar, pero, a ver, se lo saca a su madre, la Blasa Valdilecha, que una vez tuvo un premio de peinado y le ha quedado la simiente de la frivolidad, a ver, quien tuvo y retuvo, ya lo dice el refrán. Estaba de criada en casa de un general jubilado, que iba a todas las procesiones atiborrado de bandas, medallas, requilorios, mientras ella, hala, a meter al Vicente en su cuarto. No sé por qué coño se ríe, eso estaba muy mal visto en esa clase, no se disculpaba nunca. Si, por lo menos, hubiese sido una mujer, cómo le diría yo, una mujer, vamos, así, de más apariencias, pero ¡una chacha! Bueno, es que, a veces me alegro de no haberme casado, se lo aseguro. No crea usted que me quedé así sin más ni más. Ya lo creo que intenté   —21→   el matrimonio. Y por el buen camino, como Dios nos enseña. Lo que pasa es que nunca me vinieron las cosas de cara, qué me van a venir. Y yo era siempre un buen partido, aunque me esté mal el decirlo, usted disculpe. En mi clase, se entiende, en mi clase, tampoco voy a sacar las cosas de quicio. Pero ya ve usted, no cuajó nunca, a ver. No por falta de ganas. La primera vez que yo hice un esfuercillo fue con la Mercedes. Qué linda chica. Pizpireta, rubita, con unos ojos claros, enormes, que estaban siempre como asustados... Yo andaba por los diecisiete... La había conocido en un baile, en las Vistillas, junto al cine al aire libre, echaban aquella noche un episodio de Los misterios de la selva, que era lo que había que ver, caray con los misterios, un baile de esos nocturnos que se acababan temprano, que resultaba un buen indicio familiar, a ver, eso de que tuviera que recogerse tempranito... Entonces eso se cotizaba mucho, era una buena cualidad en las mujeres. La acompañé hasta cerca de su casa, que no me dejó ir hasta la puerta por aquello del qué dirán. Recuerdo que hacía una noche muy buena, olía el aire a verano, a frutas maduras, a algo muy raro y turbador... Andábamos por la acera, teniendo que salirnos de cuando en cuando, porque había gentes tomando el fresco, ya sabe usted, esas gentes que sacan la silla a la puerta y, en mangas de camisa y un botijo, veranean como si fuese San Sebastián y sus playas, a ver, la falta de parné, ya se sabe. Pues nos teníamos que salir, y yo le cogía un poquito el codo para que bajase la acera, no se fuese a caer, y andábamos sin hablar nada, solamente de vez en cuando nos mirábamos, y me sonreía. Aún me acuerdo de su sonrisa, tan limpia, tan avergonzada, a ver, apenas me conocía, ya me comprende usted... Cuando la dejé en aquella esquina, aún se volvió un par de veces para decir adiós con la mano. Era de noche cerrada, y el sereno gritaba por allá «¡Vaaaaa!». Para qué le voy a contar   —22→   con qué ilusión fui yo a buscarla al domingo siguiente donde ella me dijo... Me afeité, y eso que apenas tenía barba, me limpié los zapatos, y me puse una corbata de mi cuñado con un alfiler de mi padre, y me compré un paquetito de canarios de veinte céntimos, de aquéllos, usted qué se va a acordar, de aquéllos que tenían en la tapa un canario con chistera y todo, y un bastoncito bajo el ala, y decía: Labores de Canarias. Una verdadera tosiguera, que yo no había fumado nunca, pero pensaba que así quedaría como más mayor, como hombre que ya trae los papeles dispuestos. Y no me faltaba nada ni nada, figúrese. Si yo andaba por los diecisiete, ya se lo he dicho. Bueno, pues allí fue el lío. Yo me paseaba calle arriba, calle abajo, un poco intranquilo, que, la verdad, yo no sabía por dónde iría a salir ella, que ya le he referido a usted que por aquello del qué dirán, no la había llevado a su puerta, como debía de haber hecho todo tío que se estimara en algo. Bueno, pues que yo venga esperar y esperar. La cosa quizá fue no muy larga, pero la impaciencia, usted me entiende. Vueltas y vueltas en la sesera a qué haríamos aquella tarde, dónde iríamos, yo tenía tres pesetas, lo que no estaba nada mal, había cines de cincuenta céntimos, quizá los mejorcitos, a ver, no la iba a llevar a un barracón de mala muerte, y quizá podríamos tomar un bocadillo de calamares fritos en el descanso, o comprar avellanas tostadas y acarameladas, o una bolsa de patatas fritas, en el cine Doré yo conocía a Santiaguín, el chico que las vendía, y siempre me daba alguna cosilla más por el mismo precio, hay que tener amigos hasta en el infierno. También pensaba que quizá le gustase pasear, iríamos por Rosales, o por la Moncloa, por esos sitios de por ahí afuera, donde todos los novios se iban haciendo el remolón cuando caía la tardecita, y los hombros se arrugan un poco, y parece que los ruidos suenan más. A lo mejor ella tenía ya un plan, y habría que seguirle,   —23→   qué sé yo, ir a una visita, entonces las chicas se visitaban mucho, que si una compañera de colegio, que si la encargada de tal cosa, que si la modista del teatro tal o cual, que siempre les sobraba tela y eran buenas amigas, Dios sepa qué cosa se le puede haber venido hoy en gana hacer a la Mercedes, a lo mejor ir al cementerio donde está enterrada su madre, porque a lo mejor se ha muerto su madre y quiere llevarme allí para que la quiera más, como en el folletín de El Heraldo, por compasión de verse tan solita. Mi madre, qué gilipuerteces se piensan, y todo porque hay una muchachita linda esperando, bueno, porque espero a una muchachita linda, de carne sonrosada y tibia, que se deja acariciar el codo con la yema de los dedos cuando va a bajar de la acera, y tiene unos ojos claros, grandotes, asustados. En fin, ya veremos cuando salga, quizá demos un paseo largo, y haremos proyectos para más adelante, que si muebles, que si ropa, que si viajes, me iré empapando de qué le gusta para regalárselo el día de su santo, que ya me había enterado que cae a fines de setiembre. Debe ser un santo importante, hacen fiesta en Barcelona. Fíjese cuánta niñería, amigo. Sí, hombre, sí, ríase con ganas, fuerte. Así. ¡La verdad es que se nos ocurre cada majadería! ¿No cree usted que la vida es eso sin más, una retahíla de sueños ñoños, que nunca hacemos, y llegamos a creernos que son importante? Ya ve usted, ahora, hoy, dónde estará esa tarde de la espera, allí, en aquella esquina. Tanto cavilar, tanto quebradero de cabeza, que me parece que todo el que pasaba se volvía a mirarme, vaya usted a saber si no estaba ridículo con mi corbata, o si entonces aquella esquinita de marras no era un cantón de mala fama, porque en este Madrid... Y se reirían de mí, del rapazuelo que sacaba el pecho para parecer algo mayor y tosía al fumar. Quizá me ponía bizco al chupar el cigarrillo, por mirar a la punta encendida y comprobar que el fuego avanzaba,   —24→   avanzaba... Al cabo de un rato que a mí me pareció más largo que un funeral de lujo, la veo aparecer por allá arriba, por la calle en cuesta (¿por qué me acuerdo ahora que estaba en cuesta la calle?), acompañada de un señor con gafas que me parecía conocido... Yo venga a mirar su falda amarilla, y su abanico, que lo movía mucho, se notaba que venía acaloradilla. Cuando se fueron acercando, me di cuenta de quién era el fulano aquél: era el dueño del negocio donde yo trabajaba, de fontanería... ¡Era su padre! Y hasta me lo quiso presentar. Y yo, que por esas cosas de la juventud, le había contado que mi padre era médico, y que estaba a mitad de carrera de aparejador... A ver, lo que era el hijo de la señora Casiana, la viuda del quinto derecha de mi casa, que estaba estudiando eso, que debía de ser entonces una cosa muy apropiada para gente así, vamos, como la doña Casiana... No se puede usted figurar la vergüenza, la cara que me ardía, y el señor fontanerazo que se rascaba la barbilla y me decía claro, claro, sí, ya me lo parecía a mí. Con que aparejador, ¿eh? Hasta se quitó el sombrero para decirme: Vaya usted mucho con Dios, don tal, que mi hija no se peina para un aparejador cualquiera. Ella, Mercedes, no sabía de qué iba, bien que se le notaba en la cara, asustadilla, desconcertada, viendo mi mal rato y la burla de su padre, que no podía disimularlo, y que venga recochineíto, y por fin: «O te largas o te deslomo». Llevaba un bastón, ¿no se lo he dicho? Para qué le voy a contar, me parece que aún no he parado de correr. Cuando alguna vez he pasado cerca de allí, le aseguro que doy un rodeo, y que se me pone carne de gallina, y me parece ver al señor Pablo, don Pablo, como le decían en el taller, que me levantaba el bastón amenazando. Allí, en aquella esquina donde me dijo que me iba a deslomar, y que era capaz de ello, ya lo creo, los patrones de entonces tenían muy malas pulgas y peor entraña, qué   —25→   me va usted a contar a mí. Yo he sido mejor patrón, luego, a ver, es que yo pasé por todos los grados, y, además, no tuve nunca bastón. Además, había que tener ojo, que con las huelgas, a patrón por día a la Almudena, o sea, la necrópolis, y yo no estaba por la razón. Bueno, total: Así se acabó lo de la Mercedes. Ella no me miró más a la cara, y me consta que le dolió. Una vez la sorprendí en una parada del tranvía, el 18, San Francisco-Sol-Obelisco, mirándome con curiosidad, con pena, con interés, casi tristecilla, y yo me iba a atrever a decirle algo que tenía muy ensayado y me sabía de memoria, pero llegó el tranvía y... punto final. La Mercedes se subió, y yo en la otra plataforma, y ni volvió la cabeza cuando bajó en la Red de San Luis, y yo, que no iba a ninguna parte, pues seguí hasta el final. Ya ve usted, toda Hortaleza, y Almagro, hasta la estatua de Castelar, y sin enterarme de nada, sin ver los cines, ni los coches, ni las casas, ni los árboles, ni nada. Como un leño. A ver qué demonios iba a hacer si ya estaba todo perdido, figúrese, por una tontería de chiquillo, pero la Mercedes, qué bonita era, y qué chica educada, y con posibles, que la fontanería daba, ya lo creo que daba. Con qué salero se recogía su falda amarilla la tarde de marras, cómo sonaba su abanico. Se casó más tarde, les faltó tiempo a los amigos para venir a contármelo, ya sabe usted, la gente buena que es, buena. Yo había tenido que dejar el taller, usted comprenderá que después de aquello, y me había ido a otro muy lejos, pero era difícil en aquel Madrid tan pequeño pasar desapercibido, y mi suegro bien que sabía de mí. Mi suegro, hombre, el padre de la Mercedes, a ver quién va a ser. Vi la boda de lejos, vestido de soldado, yo serví en el Inmemorial del Rey Número Uno. Creo que nadie me reconoció. A ver, con el kaki y el pelo al cero, quién me iba a reconocer. ¡Iba tan bonita...! Yo pensaba que podría haber sido yo el novio, y que la Mercedes habría sido feliz conmigo, y que habríamos   —26→   podido prosperar, y pasar de todo, juntos, lo que vino, la Dictadura, y la República, y la guerra, juntitos, bien entendidos, con algunos chicos, a ver, dicen que son la alegría de los padres, pero eso está por ver, que ahí tiene usted al Polito ese... Bueno, ése. Total, que, años después, me la encontré un día, ya muchos años después, en La Guindalera, y me pareció verla desorientada. El corazón me daba tumbos. ¡Anda, mi madre, si es la Mercedes! ¡Qué bien plantada está todavía! Luego, de cerca, ya se le notaban los años, las arrugas, los ojos apagados un poco. Me acerqué a ella con la idea de saludarla, y tardé un poquito. La seguí. Ella leía los nombres de las calles en las esquinas, se veía que buscaba algo, y yo me hice el encontradizo... Me preguntó por una calle que yo tampoco conocía, donde, al parecer, había un sanatorio. Iría a ver a un enfermo. No quiero decirle la pena mía, tan honda, tan dura, casi estuve a punto de qué sé yo qué. Me tuve que apoyar en la pared, en la puerta de un estanco. No me reconoció siquiera. No, no me diga que he cambiado mucho, no, no vale la pena. Que no me reconoció y nada más. Es natural. Qué iba a ser yo para ella después de tantos años, ella que había tenido cuatro chicos, uno se lo mataron los blancos en la guerra, y otro los rojos, para que no hubiese diferencias, y su marido, un funcionario de Hacienda, se murió del tifus después de la guerra, que, anda, que no se morían ni nada. Y ella estuvo muy mal, pasó hambre, los obreros se incautaron de lo de su padre, que ella tenía, y se quedó con una mano atrás y otra adelante, así es la vida, hoy mucho y mañana nada, a ver, y no hay más remedio que aguantarse. Que no me reconoció. Anduve un rato por la calle abajo, no sé dónde era, ya no recuerdo la esquina. Primero, iba pensando en ella, en lo que le diría, en lo que me contestaría, y luego ya no pensaba en nada. Desencanto y nada más. Me encontré de repente en el metro, solo, triste,   —27→   un amargor indecible en la boca y algo más agachado. Créame que desde esa tarde ando con chepa, así, como usted me ve, yo que era tan tieso, tan terne, presumidillo, a ver, cada uno tiene sus defectos. En ese instante, arrastrando algo los pies camino de casa, me di clara cuenta de que los años de la guerra nos habían separado a las gentes mucho más de lo que pensábamos. Que los sustos, las venganzas, los rencores no habían servido más que para... Bueno, es mejor no hablar de esos temas, usted sabe que por menos le meten un buen paquete a cualquiera, pero, créame, qué larga pena, qué larga y qué honda, pasar lo que pasó y no valer ni para tendernos la mano abierta...

Así que estoy soltero de la Mercedes, ya se ve. Y también lo estoy de la señorita Ruiz del Vallespinar de las Hoces y no sé cuántas cosas más. Esto fue más tarde. En casa, en el taller, que ya era mío, porque no se me dio mal, después de poner servicios en unas cuantas casas baratas en Canillejas y en Vicálvaro y en dos o tres sitios más, que, como todo aquí, las conseguí por influencias, ya se sabe, el que no tiene padrinos, pues eso... Pues que todos estaban diciéndome siempre que me casara, que ya iba para machuchito, que luego iba a tener mal de esto y de lo otro, y que una buena mujer al lado, que lo peor es ir a parar al hospital, y que si el asilo, y patatín y patatán. Pasaba por el portal, y la señora Ramona, la portera, que había conocido a mis padres, empezaba cada lunes y cada martes: «¡Que un hombre así viva tan solo! ¡Esto no puede ser! ¡Hay que casarse, Raimundo, y nada de salir tanto de noche!». Venía Frasquito, el cobrador de la luz, y: «¡A ver cuándo nos das un buen día!». Y aparecía la Rosa, la lavandera, y venga a darle a lo mismo: «¡Ay, Señor, con ese tipo, y que tenga que lavarle las sábanas una pagada. ¡Usted necesita una buena mujer que le caliente la cama, y déjese de andar de picos pardos!». Y así todo el mundo,   —28→   Lucio, el sereno, y Ramonín, el municipal que acabó atropellado al comenzar estos líos de los discos, o sea, vamos, los semáforos. Pues, ¿y don Juan, el párroco? Ése la tenía tomada conmigo. Según él, todas las noches de mi vida se me iban a duplicar en el infierno, vamos que si se iban a duplicar, y sin las compañías que aquí él se sabía que yo me gastaba. Y le aseguro que no había compañía ni narices, que, alguna vez, en fin, para qué mentir, pero todas las noches... Pero qué se habrían creído, pues sí que estaba barato el género. Y es que la gente necesita estar pendiente de los demás, porque, si no, revientan, vaya, se lo digo yo. Aquí parece mentira que hayamos tenido tantas guerras, y que seamos tan atravesados los unos para los otros. Y luego venga a hablar de las Navas de Tolosa, y del Gran Capitán, y de la conquista de América. Aquí la verdad es que somos todos unos pequeños canallas, mejorando lo presente, ¿eh?, no se vaya usted a picar, pero usted estará de acuerdo, a ver si no, las cosas que, sin ir más lejos, hemos visto nosotros, ¿eh?, y ya ve usted, nadie se acuerda ya, y, total, fue anteayer, anteayer como quien dice. Y es que somos... Bueno, a lo que estábamos, tanto insistir, tanto amenazar, desde la próstata hasta el infierno, que me metieron un miedo de no te menees. Oiga, yo ya me veía con todos los males habidos y por haber, y todo por estar soltero. También me hacían desconfiar de las criadas. A todas las tenía que despedir. Ésa te roba. Ésa te quiere cazar. Ésa es una tal. Ésa es una cual. Y las tuve de lo más variopinto. Y me cuidaban, las pobres, y lloriqueaban que era un contento cuando se marchaban, y eso que siempre les daba una regularcilla indemnización. A una, la Desamparados, que era valenciana y gorda, tuve que regalarle hasta algunos muebles, porque me armó un escándalo terrible, diciéndome que a ella no le hacían eso, que qué me había creído, que ella era decente, y tal y tal. Un basilisco. Y luego vino   —29→   a verme un novio que tenía o había tenido a pedirme explicaciones. Tuve que darle también unas pesetas, para calmarlos, hasta que salieron en los periódicos por una estafilla o algo así. Menuda pareja. Total, que con esto me convencieron, y leí los anuncios. ¡Ah, pero, ¿no sabe usted la historia esa de los anuncios? Pues sí, hombre. En El Liberal, en La Libertad, en El Imparcial, en todos los periódicos había anuncios: «Joven agraciada, necesita protección de caballero honrado y digno». Algunas veces se anunciaban con mamá y dos hermanitos y todo. «Señorita decente, madre impedida, aceptaría protección caballero honrado». Esto de las madres impedidas, no debía ser malo. Y parece que había muchas mamás con impedimentos, pero, al parecer, ninguna muda, que no es moco de pavo. A veces se anunciaba él, el hombre, o sea, el caballero honrado. Poco más o menos: «Caballero digno, buena posición, dispensaría protección señorita decente en apuros. Soportaría algún familiar». Bueno, lo de soportaría era algo más suave, pero era. Son cosas que pasan. Casos desastrados que acaecen. No me va a decir que no conoce usted esa frase. Es de unos versos famosos, hombre, usted que es tan leído. De Cervantes o algo así. Aquí, todo lo famoso es de Cervantes, a ver de quién, si no. Pues leí el anuncio de doña Angelita Ruiz del Vallespinar de las Hoces, que se ofrecía sola. Hombre, había que tener cuidado, mi negocio no iba mal, pero si la tal señorita me sale con un pariente por cada apellido, es que la pringamos, caramba. Así que busqué un anuncio de a mujer por barba. La escribí. Lista de correos. Datos personales. Nos citamos en un café. Era abril, ya sabe usted, en Madrid llueve en abril que es un gozo. Y la cité en el café donde yo solía ir. Me parecía que así, conociéndome los divanes, la cajera, el limpia, la gitana de la lotería, los espejos, pues que así tenía menos miedo. La cosa no era para menos. Trascendental, como decía el Sebas, seminarista   —30→   rebotado y socialista que vendía tabaco, recordatorios, gomas para los paraguas y aspirinas, imperdibles y demás triquiñuelas así. Habíamos convenido en que, para conocernos, yo llevaría un pañuelo blanco al cuello, y ella una blusita encarnada sin escote. Mire por dónde el diablo la enreda. Aquella tarde había no sé qué festejo popular en el barrio de Maldonadas, y más de cuatro chulapos aparecieron allí con pañuelito blanco de crespón al cuello, muy bien plegadito. La cosa ya empezó mal. Después pensé que era mejor. Yo me quité el mío, y pensé que así podría observarla a gusto, desde el anonimato, y quizá darme cuenta de si me convenía o no. A los pocos minutos, y eso que entonces las mujeres consideraban elegante no ser puntuales, qué va, les gustaba mucho hacerse esperar, pero a ésta del anuncio se veía que le corría prisa el bodorrio, pues que me aparece la tal doña Angelita. Ya era algo machucha. Me pareció que cojeaba. Me dio pena su abriguillo raído, con claras necesidades de unas mangas y unos bajos nuevos, el manguito pelechón. Pero, pensé: «¿Y si lo hace para conmover, y está nadando en dinero, y es una lagartona? Observa, Raimundo. Observa y calla. Hay que tener pesquis». Se sentó en un diván, debajo de una pintura que representaba a un aguador del siglo XIX, la mar de gitano y lleno de prendas extrañas, inútiles, pero que en su tiempo se ve que las llevaban. Había humo, mucho humo, porque al café todo el mundo se iba a fumar el puro que no les dejaban fumar en su casa, estaba visto. Ella parecía impaciente, yo venga a observarla. Me gustaba. Parecía fina, modosa, recatada. Preguntó al camarero por la hora, no tenía reloj, con tantos apellidos, y yo: «No te fíes, Raimundo, a lo mejor tiene más de uno, y lo que quiere es disimular». Se tomó un café con leche de aquellos de recuelo, una verdadera porquería, qué le voy a contar. Y miraba ansiosamente a todos los pañuelitos blancos que había por allí, abriéndose mucho el   —31→   abrigo para que se le viera la blusita encarnada. Cuando ya había pasado un rato, pareció impacientarse. Se miró en un espejo, se dio polvos un par de veces, leyó la carta mía, que la sacó del bolso muy plegadita, y hasta me pareció que suspiraba y que se le llenaban los ojos de agua... Me disponía a ir a su lado, sombrero en mano, yo había ensayado entretanto cómo diría las primeras palabras, cuando Gervasio, el camarero, se me acercó, todo alborotado: «¿Ha leído usted el crimen del Paseo de las Acacias? Hombre, qué tíos más brutos. Dos personas, lo que se dice hechas fosfatina, fosfatina y nada más que fosfatina. Un cobrador del gas, por robarle, y un amigo que le acompañaba. Un escándalo. Las cosas que están pasando en España, no se han visto nunca». Y dale, y dale. Yo me quedé cortado, escuchándole, daba miedo lo que los periódicos decían, un pobre cobrador del gas, que había muerto asesinado y robado, hasta el reloj le birlaron, y menos mal que estaba soltero, que si no. «Horroriza pensar que eso nos pasara a uno de nosotros, con mujer y con hijos, figúrese usted, don Raimundo». Y el pobre Gervasio que necesitaba que yo le aconsejase, porque, a ver, también él iba alguna noche con la recaudación a casa del dueño, un fulano muy atravesado que vivía en la calle Imperial, y la calle Imperial, ya sabe usted, tiene una de revueltas... «No, por favor, no, lo mejor es estar soltero como usted, don Raimundo, aparte de que, ande, no me sea guindón, que bien que se echará usted sus canitas al aire. ¡Qué poca lacha, quitarle el reloj! Eso es ya lo último. A mí que me quiten todo, lo que quieran, la vida, pero el reloj...! Yo tengo que legar mi reloj a mi chico mayor, al Gervasín. ¡Es el símbolo del mayorazgo! Vea, don Raimundo, qué esfera, Remontoir, de París, France». Y así, un rato, y yo intentando mirar a la mesa del diván por detrás de Gervasio, o por debajo de sus brazos cuando los levantaba al cielo pidiendo justicia contra un asesino   —32→   que se atrevía a atacar a un pobre cobrador del gas, indefenso. Y seguramente memo, pensaba yo... Cuando unas palmadas me quitaron de encima a Gervasio, la doña Angelita de los tantos y cuantos, se había marchado. Impaciente, ¿eh?, porque en total no había pasado media hora. Cuando salí a la calle corriendo (Gervasio creía que le gastaba la broma de no querer pagar aquella tarde, lo que era inútil: «Usted tiene aquí mucho crédito, pero que mucho, mucho». Era una broma tonta), ya no la vi. Estaba todo lleno de gente, yendo, viniendo, esas madres gordinflonas y grifadas que arrastran a los niños, los viejos caducos que arrastran el bastón y los pies, las chicas que arrastran los paquetes y las miradas, los tranvías que arrastran su ruido y su lentitud... ¿No se ha dado usted cuenta de que hay días en que parece que todo va a rastras, a rastras, poco a poco, muriéndose en una salsa arrastrada de cansancio, de aburrimiento? Hasta salí al centro de la calle, que por poco me lleva por delante el carro de la limpieza, un carro de aquellos que tenían una campana, ¿se acuerda? «A ver, tío jindama, ahueque, que no está el día para suicidios, si será el tío mamón éste...». Y no la vi. Como si se la hubiese tragado la tierra. De ésa sí que recuerdo aquella esquina. Volví al café, a que Gervasio me contara otra vez lo del crimen por el Paseo de las Acacias. Quién sabe si yo había desperdiciado mi felicidad, allí, en un diván rojo, ante un café de recuelo. Me amargó pensar que a lo mejor apenas tuviese ya la tal Angelita con qué pagar su café, su tranvía, su anuncio. Me propuse girarle algún dinero, pero después pensé que a lo mejor se ofendía. Los españoles somos tan orgullosos... Y así me volví a quedar soltero, bueno, es un decir, o sea, que perdí a doña Angelita Ruiz del Vallespinar de las Hoces, soltera, educada, buena presencia, pequeña renta... Recuerdo aún con una escondida punzada su gesto al darse los polvos, la pena infinita con que desplegaba   —33→   mi carta para releerla, como para asegurarse de que era en aquel café y no en el de enfrente... Había tantos... No volví a leer el anuncio de ella. A lo mejor, otro lector, quién sabe. Si será feliz, o lo habrá sido, o estará como yo, desguazada y gruñona, harta de cuidar niños ajenos, sin cinco, sin arrimo. Quizá supiese tocar el piano, o alguna zarandajilla así, como hacían las de sus humos... Habríamos pasado algunas veladas de familia muy seriecitos, oyéndola tocar Danubio Azul, o El Huésped del Sevillano, o alguna quisicosa de iglesia... No, no se me ría, pero se me mojan los ojos, ya ve, pensando en que ahora, esta noche misma, podríamos oír juntos la televisión, la película de turno, los viajes del Kissinger ese, o ver, sintiéndonos cerca, un terremoto lejos. En fin, usted me entiende... Ya al final, de viejos quietecitos y sentados, aguantamos lo que nos echen y con buena cara, qué le vamos a hacer, ¡ea! Hay que irse a la cama con buen genio, confiando en el amanecer que se duda, que está, ya, acercándose. ¿No le parece a usted que a veces la vida es algo muy triste y muy imbécil, sin sentido? Pero, ¿quién es el guapo que pone un anuncio: Vendo mi vida o la traspaso?

Pues aún me volví a quedar soltero. Y esta vez ya del todo, sin remedio. Y gracias sean dadas a Dios, porque lo que no viene por sus pasos, malo es, malo. A mí, además, me picaba por dentro la Mercedes. ¿Sabe que yo seguí enterándome de todo lo de ella, de lo que fue de sus chicos, del que sobrevivió, de una chica que le nació algo después de que se muriera el marido, y no hago cuentas, y, en fin, de todo? Pero siempre tan cobardón, tan apocado, sin atreverme a buscarla directamente, sobre todo dolido de que aquel día no me reconociera, a ver, dígame usted si a un hombre le puede sentar bien eso. En fin, le voy a contar mi tercera soltería. Pues, ya ve, que me la prepararon. Vaya encerrona. Mi tía Hortensia, que vino de su pueblo a ver no sé   —34→   qué historias de la familia de su difunto, y vino aprovechando las rebajas de San Isidro, que la pobre era más tacaña que tacaña, bien lo sabe Dios, no daba una sed de agua, y, eso sí, presumir, un rato largo. Casi todas las beatas que he conocido eran parecidas a mi tía Hortensia. No, qué va, no era mi tía ni era nada, era amiga de los míos, y como ya no me quedaba ninguno, que todos fueron espichando, cada cual a su tiempo y lugar, y ninguno de mala manera, ¿eh?, ninguno, a no ser aquel ceporro de Ricardón, que le tuvieron que dar para el pelo en La Coruña, a ver, se empeñaba en unas cosas, que si el reparto, que si nada de curas, en fin, que se la ganó. A cada cual lo suyo, ¿no verdad?, su obligación era callarse, como hicieron otros muchos, y han prosperado luego a base de bien. Ya lo dice el refrán: «no hay mal que cien años dure»... Sí, lleva usted razón, el Ricardo era un boceras, seguramente creía en los indultos, las amnistías, las elecciones, en fin, una buena serie de cosas que, bueno, usted me entiende. Mi tía Hortensia, que era una mujer muy piadosa, se oponía a todas esas cosas, sus razones tendría, a ver, además de beata era mujer muy instruida. Si Ricardón la hubiese hecho caso, ahora estaría muy bien colocado, y a lo mejor hasta se pondría chaqué algunas tardes para ir a la boda de los parientes, o a las procesiones y así... Pues, como le digo, la viuda Hortensia se erigió en mi parentela, de una vez y por todos los muertos conocidos o por conocer. Y que me preparó una encerrona, de acuerdo con aquel badulaque de Varillas, mi escribiente. Porque yo, para que usted lo sepa, tenía un escribiente, el Varillas, que era de Ronda, y de vez en cuando toreaba en las capeas, y me venía lisiado de las muñecas: «Don Raimundo, hágame usted esta suma, que yo no me tengo del revolcón». «Don Raimundo, no me haga barrer el establecimiento, que tengo esta muñeca esbaratá». Lo peor era cómo hablaba, que no le entendía ni   —35→   su padre. Y bien que se aprovechaba de eso, no crea. Bueno, el Varillas. Otro día le contaré cosas del Varillas, que lo merece. Era muy gracioso, pero muy sinvergonzón. ¡Huy, que si era! Pues de acuerdo con él, me quisieron encasquetar a la Felipa, que era gilí de todas todas, pero aprovechada, eso sí. Ah, eso sí que no se me olvida. Vino a verme una mañana, yo estaba algo averiado de los bronquios. Pero, vamos, nada mortal, ¿eh?, no se vaya usted a creer. Y la sujeta apareció con su madre, una señora de mucho trapío, envuelta en un mantón de flecos, con pañuelo a la cabeza para disimular los lobanillos. Ella hablaba de que había tenido unos veinte años que para qué. Que ya los querría su hija. La verdad, las dos parecían, del brazo, un tranvía y su jardinera, o sea, vamos, el remolque. ¡Qué tías! La hija se reía por nada, y daba vueltas a las cosas entre las manos, y se le quedaba un ojo algo retrasadillo, y, además, se limpiaba la baba con el revés de la manga. Después, se rascaba de vez en cuando, se sacaba algo de caspa y la dejaba caer muy cuidadosamente sobre el suelo, diciendo: «¡Ya está!» Bueno, una joya, a la vista está, y eso que seguro seguro que no digo todo hoy, porque, a ver, esta memoria mía. La madre llevaba la voz cantante, y yo presentía al Varillas detrás de la cortina que daba al pasillo. Y la tonta del bote aquella, con los dientes más amarillos que la bandera nacional, también se olía al Varillas, porque, de vez en cuando, le daba a la madre con el codo, y le decía: «¡Él, que es él, madre!» Yo adiviné que había gato encerrado. Y el Varillas lo sabía. Vaya si lo sabía. Yo me hice el longuis porque la cosa tenía gracia. Ya le he dicho que yo acababa de pasar una ligera bronquitis, y la cosa se puso ya algo, algo... cómo diré... algo sospechosa, cuando la madre se levantó solemne, un brazo al aire, el mantón se le cayó sobre un hombro, parecía una estampa de aquellas que vendían con la República, y me espetó: «Usted se casa hoy   —36→   mismo con mi Felipa desartículusmortis». Yo no sé si aquella tarasca sabía lo que era eso, pero a mí, que tampoco lo sabía, pues que me sentó muy mal. Aquello debía significar algo muy así, muy, vamos, muy jodido, ¿me entiende? Sin embargo, y ya de vuelta, porque, eso sí, yo he tenido siempre mucha presencia de ánimo, pues que me puse a examinarla, a la Felipa. Me enteré de cuánto dormía, si roncaba o no, si le gustaba Charlot o Cantinflas, que ya andaba Cantinflas por el mundo, si cantaba tangos o zarzuela (podía estar encaprichada con Gardel o con Marcos Redondo), si tenía o no cosquillas, si le gustaba o no el cocido o las patatas fritas. Le hice ver que en política, en mi casa se hablaba solamente del partido del orden, o del gubernamental, como usted quiera... ¿Cómo que por qué le pregunté eso? Anda, Dios. Le he dicho que era algo bizcarra, y además, pelirroja, lo que es siempre un peligro. Además, yo no quería líos con nadie, y siempre es muy sano saber con quién se trata. Supóngase que me hubiese resultado del Frente Popular, y que yo, por aquello de tener mujer... ¿eh?... ¿Que no lo entiende...? Vamos, hombre, que después de cornudo, contento, hijo, está más claro que el agua. Ande, ande, salga usted a la calle ahora diciendo que usted es del Frente Popular, ande, a ver qué pasa... No deje de avisarme, eso no me lo pierdo. Ah, claro, ¡ahora cae!... Pues sí que. Bueno, ahora dígame: ¿estaría yo aquí tan tranquilo, ahora, contándole a usted todo esto? Venga, hombre, venga, a otro perro con ese hueso. Pues sí que no. A mí que me registren. Aparte de que yo, salvo que no me gustan los recaudadores ni las comadronas, yo no me meto en lo que piense nadie. Cada quien puede creer lo que le dé la gana y Santas Pascuas. A todo, aquella chica no decía más que jolines, que, la verdad, no es mucho decir, pero la madre contestaba siempre. Se las sabía todas, y a tuertas y a derechas. Se conoce que el Varillas las había aleccionado bien. De pronto,   —37→   se me ocurrió una idea. Como lo sabían todo, y al parecer, de mano maestra, decidí preguntarle algo que no supiera, para tener un pretexto y echarlas a la calle, o algo que supieran y no me conviniera a mí. Me quedé un rato pensando. Se pusieron muy nerviosas. La Felipa daba codazos cada vez más fuertes a su madre o lo que fuera, que no les pedí la documentación, y no habría estado de más hacerlo. El Varillas estaba a punto de ahogarse y hasta se asomó por la cortina a ver si es que me ocurría algo. Y la madre empezó a sentirse vacía, le temblaba el bigotillo. «Verás, ahora le da un patatús para asustarme», me decía yo. Y seguía callado. «Pero cuidado que tienes mala uva, Raimundo, hacerles pasar este rato». La Felipa trasudaba y decía apocadilla: «Señor Raimundo, yo voy a cuidarle a usted muy bien, que me enseñó mi madre a hacerlo». Y yo, nada: calladito, pensando: «Con qué mandria habrás ensayado, grandísimo pendón». No hay nada mejor que pensar un poco de tarde en tarde. Salen las cosas mucho mejor. La Felipa, ayudada por su madre, venga a cantar virtudes y heroísmos: «Yo me acuesto muy temprano, jolines, señor Raimundo. A mí no me gusta hablar con las vecindonas, jolines. Yo soy muy bien mandada y muy calladita, jolines. A mí, de los hombres, nada, eso del Varillas se acabó ya para siempre, es un pelanas, yo, la verdad, le prefiero a usted, una casa bonita y comer caliente, ya ve, le sacrifico mi juventud, jolines, no sé qué más quiere». Y la madre empujaba: «Anda, hija, dile que tú sabes planchar muy bien las camisas, y hacer torrijas, y que te pirras por quedarte en casa los domingos, a oír la novela de la radio, nada de ir por ahí a lugares malos a gastar dinero». «Esta hija mía, señor Raimundo, es un cielo, se lo digo yo, mis trabajos me ha costado sacarla derecha, pero ahí está». La Felipa paseó delante de mí varias veces -¡un-dos-un-dos-un-dos-tres-aro!- le pregunté si tenía juanetes, y ella no supo qué contestar porque   —38→   no adivinaba si yo quería o no que los tuviera. También le pregunté si el rojizo de su pelo era propio o teñido, y mil cosas así. No me importaban sus torrijas, ni sus zurcidos, ni su plancha. Ni nada. Estaba deseando perderla de vista. Fue entonces cuando se me ocurrió preguntarle el Credo. «Sí, hombre, sí, el Credo, qué pasa». Se quedaron pálidas. Ella empezó a bisbisear algo, pero no era el Credo, y yo: que no. Que no te lo sabes. ¿No te da vergüenza? No, nada de promesas de aprenderlo, no lo sabes y ya está. Ea, que no puede ser. ¿Tienen ustedes certificado de la Guardia Civil de ser personas responsables y sindicadas? ¿No? Pues a la calle. En esta casa no se permite este público. Qué gentecica lleva la Virgen». Yo exageraba, claro, pero me dio resultado. Ésta fue mi tercera y última soltería. No, por favor, no, no me pida que le diga lo que las dos buenas tiples iban vomitando por la escalera, yo soy una persona educada, tengo algunas letras, yo no suelo decir esas cosas, ya ve, ni siquiera jolines. Y menos a un prójimo. Hay que amar al prójimo. Si no... La noche caída, remaneció el Varillas, tembloroso, intranquilo, preguntando por mis bronquios, que si, bueno, que si aquella chica, ¿eh?, menuda chica, la Felipa, un tesoro... Entonces yo le dije unas cuantas cosas trabucadas aposta, mezclando palabras sin sentido, tartajosas, y el Varillas se asustó, pensó que andaba aguado de la mollera, y empezó a dar voces de socorro, muy alborotado. Me gustó verle descompuesto, qué demonio. Y también se despidió al día siguiente. Por cierto, tampoco él cargó con la Felipa, ¿eh? ¿Qué le parece, si me llego a ablandar? Ahora, aquí me tiene usted, sin familia alguna, como se llamaba una película que de niño veíamos por episodios, sin perrito que me ladre. Me he comprado una televisión, y espero que un día de estos haya una emisión especial dedicada a los que se van a morir pronto, para que vayamos ensayando y no hagamos escenitas, ni pataleos desagradables,   —39→   ni molestemos a los que aparezcan por allí, y mucho menos salir con frasecitas, hasta ahí podíamos llegar. No está bien eso. Hay que morirse tranquilo, como Dios manda, dando media vuelta en la cama, poniendo la cara a la pared y diciendo «Hasta luego». Pues ya ve, me ahorré de dar disgustos al quedarme soltero. No se pegarán los hijos, cosa tan fea, por mis cosas, ni las nueras dirán «Ya era hora, tan baboso como estaba y tan rezongón». O los yernos: Anda, que no era roñica ni nada el andoba, y otros mimos así. Hay que ver cómo es la gente. A veces pienso en cómo habría sido todo con la Mercedes, ya le dije a usted, tan apañadita, con sus ojos pasmados, tantas cosas como han pasado en este país, y tan gordas, vaya si han pasado. Seguramente nos habría ido bien, porque los dos nos habíamos encontrado sin buscarnos, a la buena de Dios, en un baile, con la misma luz para los dos, y el mismo tiempo, la misma edad más o menos, y el mismo afán de vivir. El fontanerón padre o sea Don Pablo, fue un bruto que no supo entender el asunto. Los padres no suelen entender las cosas, se lo digo yo. Ahí tiene usted otra pega de la que me he librado. De ese problema de los niños, siempre trayendo a los padres a mal traer, desde las primeras anginas hasta la primera bronca con la mujer. Quite usted allá, hombre de Dios. Doña Angelita de todo aquello, como se llamase, habría sido muy oportuna para estos días, tan cursis, de tanta fachada y tan poco meollo. ¿Usted no huele la importancia que se atribuyen estos tipejos que rebullen a nuestro alrededor? Títulos, venga medallas, estatuas, coñas de todo tipo... Cualquiera diría que no van a palmar nunca, joder con nuestros paisanos. Figúrese si, al fin de cuentas, a aquella Angelita le da por rehabilitar su ascendencia hasta llegar al Viriato ese del principio de la Historia de España, con los siglos de gazuza y de bilis que deben llevar a cuestas. Ya, ya... Y de la otra... Lo único cierto es que, cuando los bombardeos,   —40→   me habría gustado sufrirlos con Mercedicas al lado, abrazados, sintiendo latir su miedo entre mis manos... Vea, vea cómo me tiemblan, dicen que es de la edad, pero qué va a ser de la edad... Estoy seguro que, lo contrario que ha pasado con otras muchas gentes, a nosotros nos habría hecho más próximos, ese pasar las calamidades apoyándonos el uno en el otro, sintiendo nuestro calor en las noches frías y largas, compadeciéndonos a la vez de tirios y troyanos, y pidiéndole a Dios que disculpara tanta y tanta maldad desatada. Y es que cuando algo nos cala hondo, muy hondo, ay, Señor, cómo cambia todo... Bueno, no le digo ya más. Cada una era cada una, y yo estoy aquí solito, cansado ya, sin darle la lata a ningún pariente, porque no los tengo. Me voy a meter en una residencia de ancianos, las hay estupendas, calentitas, con cine y todo, con mucha gente más para charlar de los recuerdos, y nada más que de los recuerdos, y, luego... Ya se sabe lo que va a pasar. Lo único que pediré cuando les ceda todo lo que tengo es que no me casen, no vaya a ser que, por salir en los periódicos, la manía de siempre de los tontos, y, anda, que no tenemos ni nada, vayan a liarme con alguna vejestoria de las recogidas allí, y entonces... No, no, solterito, solterito. Figúrese usted, chica broma, si al llegar a la residencia, la viejería esa, me encuentro allí recogidas, acoquinadas todas, a las tres, la Mercedes, la Angelita, la Felipa, cada una con sus manías, quizá con cataratas, y me hacen que tome el sol con las tres... ¿Se lo imagina? Quiá, hombre... El buey suelto...



  —41→  

ArribaAbajoTodo puede lograrse

Usted no habrá estado nunca, es seguro, en mi pueblo, uno de tantos. ¡Qué cosas tiene usted, cómo no voy a acordarme de su nombre!... Pero es que, créame, no le hace mucho al caso decírselo, el nombre. Abriría llagas si algunos se enterasen de que estoy aquí, viva, y hasta contenta, eso les dolería más aún, ya para qué. Por otro lado, usted se lo imagina: un poblachón grande, oloroso a trigo y a paja quemada en el verano, rezumante la agrura del mosto en el otoño, y el humo de los sarmientos quemados en el invierno. Un pueblo grandullón, claro, con unas autoridades que, según el viento, iban o no iban a misa, que pagaban el voto según el viento, que daban y quitaban empleos, trabajos, aguinaldos y disgustos también según el viento. En fin, unos pocos, que eran siempre don fulano, don mengano, con un don así de grande, y, luego, los demás, el rebús, una pobre gente triste, que cantaba de vez en cuando, que jugaba a la lotería, y, así, jugando, espantaba la congoja amontonada de no saber qué hacer, dónde mirar, asombrados de su infinito aguante... Y así, se lo digo yo, año tras año, y otro, y otro, nieves, calores, nieves y calores otra vez... Apenas se notaban las muertes, hoy en una casa, mañana en otra, pasado en la de más allá... Los señores seguían yendo a misa, presidiendo las fiestas, las cucañas y las inauguraciones, y los demás, puntualmente, a cumplir con los renovados deberes, si se podía... Fue   —42→   por allá, por el 35, cuando llegó Chucho al pueblo. Ya se puede usted figurar el revuelo entre las muchachas jovencillas. Las más no podíamos pensar en el secretario, en el registrador, en el juez, muchísimo menos en el notario. Ésos se traían ya su pareja de Madrid o de donde fuere, y, todo lo más, se podía dar una viudez rápida y un braguetazo después. Ya ve, hasta se ponían velas a algunos santos para que eso ocurriese: «¡Santa Lutgarda, atízale una mala hora a esa bruja!» «¡San Antonio, achucha y cárgatela!». Muy piadoso, ¿no le parece? Pues, ya ve, alguna vez los santos se ponían de cara y daban lo pedido, quién lo diría. Pero, por lo general, no ocurría, los recién venidos se quedaban muy distantes, llevaban ternos vistosos, ponían calefacción en casa, tenían gramófono y radio. Don Hortensio, un notario joven que estaba siempre vigilado por su madre, una señora muy tiesa que le acompañaba a todas partes, disponía de una pianola, de esas que tienen unos rollos picados, ¿no se acuerda?, y se pasaba las horas muertas haciendo que tocaba... Pero Chucho era maestro, nada más que maestro nacional, y a eso sí que podíamos atrevernos las mocitas casaderas. A ver, ni siquiera a los catedráticos del Instituto podíamos aspirar, se daban mucha importancia, qué barbaridad, nos miraban así, de costadillo, y luego resultó que la mayor parte no eran ni siquiera catedráticos, sino algo menos, los llamaban cursillistas de no sé qué, y, claro, ya sabe, si a un catedrático, aunque se haya tragado la vara de medir, me lo ponen al fresco o a la sombra, figúrese qué pasaría con uno que era bastante menos... Alguna que se casó así, bien lo pagó después, bien. En cambio, Chucho era maestro, solamente maestro, jovencillo, silbaba, daba patadas a las piedras, y le gustaba tomarse un tintorro con aceitunas o moje, en la taberna, al atardecer, cuando los obreros volvían cansados, a charlar, a jugar al dominó o al parchís... Todavía me hace gracia recordar el mosconeo,   —43→   las tontunas que hacíamos al cruzarnos con él en el paseo, el hielo que cayó sobre muchas cuando supieron que había sido inútil en el ejército, ya sabe usted, hay muchas familias aún que, en cuanto oyen hablar de eso, piensan lo peor, como si en vez de un hombre entero necesitaran garañones de buena raza... Chucho era un buen chico, alto, muy pálido, los ojos claros se le deshacían en una luz indecisa, como una alegría escondida, clandestina casi, un clamor silencioso, así, cómo le diré yo, pasmado, ¿me comprende? Y sonreía, sonreía siempre, un rictus desencantado en la comisura de los labios...

Chucho olía a buen hombre a la legua. Era uno de esos tipos que despiertan la confidencia más hundida, confianza, confianza y entrega. Y ya ve usted, cayó mal... Empezó a organizar una bibliotequita en los bajos de la rectoral, y eso no gustó a los de los bares, a los del cine, que veían que la gente se les iba. Aún les hizo menos tilín la organización de las clases de adultos, eso fue ya la puntilla, pareció mal a casi todo el mundo, a unos por lo que era, y a las familias porque se distraían, no estaban tanto los hombres en casa, como si se pudiese estar en aquellas casas, usted me contará... ¡Qué mal fermento, mal fermento y peor entraña, molestarse por aquello, que no llegó a pasar de la b con la a, ba, y a garrapatear una firma! Chucho traía de vez en cuando, de aquí, de Madrid, unas gentes en unos camiones, decían que eran estudiantes, armaban un tablado en la plaza y representaban cositas cortas, muy divertidas, que si los alcaldes de no sé dónde, que si Sancho Panza haciéndose el hombre importante y luchando con su médico... También llevaban unos cuadros grandotes, copias de otros del Museo, y los colgaban en los soportales, en los calabozos, en los saloncillos resudados del Ayuntamiento, donde estaba la oficina de los reclutas, vamos, de los quintos, de los soldados nuevos.   —44→   Acudíamos llevando tiestos, geranios, prímulas, albahaca, rododendros, cinerarias, para decorar todo aquello, las habitaciones, la entrada, la escalera, y mantones de Manila, o colchas hechas a mano, o pieles grandes de vaca para lo mismo, para tapar los desconchones y que aquello pareciese de veras un museo... Así conocí yo a Chucho, mire, aún me tiemblan las manos cuando recuerdo sus ojos tan limpios, verdes, bueno, algo verdes, a lo mejor eran más bien grises, usted me entiende, a fuerza de pensar en ello... ¿A usted no le pasa que piensa y piensa usted en algo, mucho, así, apretándose, y nada, sólo unas sombras, una saliva amarga y placentera, y luego nada, nada, que no hay manera...? A aquellos ojos no se les veía el fondo... Sí, mire, tiemblo todavía, parece que me está quitando ahora mismo el tiestecillo de claveles que yo le llevaba... Se nos rozaron las manos, ¿sabe? Yo quería mucho aquel tiesto, mucho, me lo habían regalado un veinticinco de marzo, yo me llamo Encarnación. Encarnación López Doradillo, para servirle, eso es. Le aseguro que nunca nunca unas pobres flores han valido para tanto... Y hacían tan bonitas allí, delante de unos Fusilamientos de la Moncloa... Quién iba a presentir entonces lo que vino.

Nos casamos, ya se lo habrá supuesto usted. Febrero, 1936. Víspera de unas elecciones, el pueblo ardía de reclamos, pregones, discursos, alarmas... Nosotros no nos enteramos de nada, figúrese qué ocasión para dedicarse a pensar en arreglar el mundo. Nosotros, por la tarde, entre la salida de la escuela y las lecciones de adultos, que aquellos días, además, no se daban, que la gente acudía inquieta a la Casa del Pueblo, al pilar de la plaza, o se apelotonaban bajo la radio del Casino (de todas partes contaban malos tragos), nosotros, le digo, aprovechando los ratillos libres, nos dedicábamos a armar los muebles, tan bonitos, los compramos a plazos, que nunca acabé de pagarlos, por unos vinieron luego,   —45→   y por otros no, vaya usted a saber qué diablos pasaría... Una alcoba con coqueta y todo, un espejo grandote, sí, ya sé que no se estilan ya esas cosas, pero ¡era tan precioso entonces!... Y pasábamos revista a los regalos de boda, siempre tan sosos, tan repetidos, tan inútiles, los desenvolvíamos una y otra vez, los mirábamos cerca de la luz, dándoles vueltecillas despaciosas, y volvíamos a envolverlos con mimo, pensando en futuras bodas de amigos, de otros amigos a los que pudiéramos colocarles aquella larga ristra de paletas de postre, de candelabros de porcelana, de ceniceros de metal reluciente o de cristal tallado... Aquellos cacharros que tenían el sello en papel dorado de tiendas que se llamaban El siglo XX, Bazar de la Unión, El astro rey, ya había algunos de Sepu... Y nos reíamos, nos reíamos, beso va caricia viene, mientras la casita, allá lejos, a la bajada del Cristo, cerca del río, iba poco a poco entonándose, brotaban los cuadritos hechos con reproducciones o grabados de libros, fotos de Estampa, labores de frivolité, alfombras caseras, barros populares con cardos o avena loca... Una desenvuelta alegría, vaya si lo era. Cuando llegó lo que llegó, aún estábamos lo que se dice pasmados, flotando en nuestro propio ensueño, bobalicones y ausentes... Fuimos los primeros asustados, se lo juro, aquella mañana ardorosa, cuajada de gritos enloquecidos, de algunos tiros al buen tuntún...

No voy a contarle ahora todo lo que ocurrió después, tres años largos, trescientos años largos de desazón, de penas agravadas, de pasajeros entusiasmos. Hubo que hacer mucho, figúrese, el pueblo estaba abandonado de sus dueños y de la mano de Dios. Tiene gracia esa acusación de haber asesinado, todos los del pueblo culpables, a una gente que nunca habíamos visto, vamos, es que ni por el forro. Los dueños de las tierras, de casi todas las tierras, sí señor, vivían aquí, en Madrid, o en otras ciudades, no aportaban por allí nunca, como no fuese a presidir   —46→   una procesión, o un funeral por el Rey no sé cuántos... Vaya usted a saber por qué los matarían, y quién. Pero en el pueblo... Allí se pensó en otras cosas: en acudir las mujeres a recoger lo que el campo tenía en sementera, y a cuidar las bestias ya sin hombres que las llevaran y trajeran, y a hacer de albañiles, y a cuidar los niños de las familias destrozadas por el frente o por los bombardeos, y a andar escondiendo por turno al cura, que se lo querían merendar y venían de los otros pueblos a buscarle, algunas veces de muy lejos, hasta que, al fin, pudo andar suelto por el pueblo, y labraba la tierra, repartía el correo y ayudaba a bien morir a algunos vejestorios que iban largándose con esa infinita pena de no ver a los suyos cerca... Y hubo que hacer el censo para el racionamiento, y escribir cartas, muchas cartas a los que estaban movilizados, a ver, ya le he dicho que Chucho era inútil para las armas, y hasta aprendió a poner inyecciones, y le gustaba oír por las noches el parte de la otra zona, en una radio sucia, ronca, que habían retirado unos amigos que se fueron. Cosas, cosas, qué ajetreo, había que hacer cosas, amanecía y oscurecía lo mismo, implacablemente, teníamos que vivir... Quién se atrevería a quedarse con los brazos cruzados, quién, adónde, dígamelo. Pues, entonces... Se nos podía pedir mucho, mucho, pero lo que no se podía exigir a la gente era sensatez, yo lo comprendo, en aquellos momentos era dificilillo, y, además, para qué pretenderlo, si nunca, ningunos, hemos sido sensatos, a la vista está, aquí todo lo que haga falta nos lo creemos, todo, la suerte, la protección divina, la sequía, todo, todo, pero no nos explicamos nunca nada, ay, si hiciésemos siquiera ademán de explicárnoslo. No, no le voy a repetir lo que fue aquello, usted debe estar harto de saberlo, han sido muchos y muy largos años repitiéndolo, recordándoselo a todo el mundo, y lo que es peor, recordándoselo sin matices, incluso con falsía, cuando lo oportuno habría   —47→   sido hacer lo posible y lo imposible por cicatrizar tan honda herida...

A usted lo que le preocupa ahora es que yo le diga qué ha sido de mi hijo. He vivido solamente para que mi hijo supiera por mí, solamente por mí, sé muy bien que nadie me habría sustituido, por miedo, por cobardía, por necedad, sí, por todo eso junto, para que supiera, le digo, que su padre fue un hombre cabal, honrado y bueno. ¡Ah!, qué larga lucha, señor mío, qué enconada gusanera, abierta porque sí, todas las mañanas, en la cola de la churrería, en la escuela luego, en la iglesia cuando llegó el trance de la primera comunión, en el despacho de las cartillas de abastos, en la radio, que, también era casualidad, siempre hablaba de lo mismo al encenderla... Durante los diez años primeros de su vida, diez, doce, nadie más que yo podía decirle a gritos o bajito, qué más tiene, que su padre, fusilado por tal y por cual, fue un hombre cabal y generoso, ya se lo vengo diciendo. Salíamos a la calle y nos señalaban, y entrábamos en una tienda y, a la vez que nos reclamaban el dinero de antemano, nos miraban con asco, y las mujeres enmudecían o se volvían de espaldas, y siempre lo mismo, aquí y allá, durante tantos años, una quemadura inapagable, una violación secreta y prolongada, deshecha en salados rubores... Y el Jesusín iba creciendo, creciendo dentro de un viento que enceguece, que anula, al borde mismo -¡Dios mío, cuánto, cuánto lo temí!- de que llegara un día de la escuela y, al pedirme la merienda, me dijera que su padre fue un asesino, un incendiario malvado, con toda esa sangre de los discursos parlanchines encima, con todo el oprobio vertido día tras día, revuelto, de pronto, hambre y furia, contra mí misma... Por eso, en cuanto pude, le hice marcharse, lejos, poner la mar por medio, un viaje ancho de varias lunas y, me lo temía, tanto duele el desencanto, sin regreso...

  —48→  

Porque la vuelta, así, sin más ni más, qué sentido tiene. Ha crecido y ha tomado ya sus decisiones más importantes en otro aire, entre otra gente. Tendría, de volver, que empezar por aprender a saludar, familiarizarse con los hábitos, quizá con los nombres de la ropa, de las comidas. Inevitablemente caeríamos de nuevo en aquello cuando viese u oyese lo que se ve y se oye, desde la solapada voz apenas entreabierta, hasta los cartelones de los solares, de las fachadas pintarrajeadas. Cualquier frasecilla dicha a medias, nada, un relámpago, una media voz, un gesto de ojos o de manos puede despertar, avivándoselos, esos años malos, porque están ahí, emperrados en seguir, en dejar, quieras o no, el ronchón de su paso. Yo sé, ya ve usted hasta dónde le llevan a una las manías, que no entendería, en absoluto, vamos, pondría una mano en la lumbre, no entendería que yo, noche de los Santos adentro, aún deje una mariposa encendida, en la cazuela con aceite, hasta el día siguiente, una, una sola, así, ¿me entiende?, como testimonio... Una lamparilla por Chucho, por su padre, que nunca tuvo un funeral solemne, con público elegante y compungidas gesticulaciones en voz alta al acabar... La miro un poco, la mariposa..., casi no rezo, a ver, no me vienen las palabras a los labios, y sonrío, y me acuesto tranquila, y hasta me duermo enseguidita, hay que ir mañana al trabajo. ¿Tonterías, no verdad? Y cuando me voy, arropada en la niebla de las ocho, y el autobús suele tardar, me alegro mucho por dentro, al saber que allí está bien y sin frío, que a lo mejor, tal día como hoy, si estuviera aquí, se reiría mucho viendo a todas aquellas buenas piezas que no nos saludaban, que torcían el morro al vernos, y a sus hijas, repletas de ringorrangos, venga a hacer gimnasia a los gritos de la radio, un-dos-un-dos-un-dos, izquierda-derecha-izquierda-derecha, respire hondo, izquierda-derecha... para ver si se les bajan los humores. A buenas horas mangas verdes, me digo yo.   —49→   Y el autobús llega y hay que apretujarse, y oigo los comentarios sobre la última película de la tele, y pienso que él habla ya algo así, como en esas películas, y dirá esas palabras extrañas, y está al tanto, a la vez que yo, de lo que pasa por el mundo, y me siento feliz de ir guardando el dinerito que me manda, multiplicando una vez y otra por tanto, y me sale tanto y cuanto, luego llega el verano y nos juntamos un par de meses por ahí, por algún lado, que si Francia, que si Portugal, que si Italia, me envía el cuadernillo de los boletos, todo tan explicado, mire, mire, aquí guardo algunos, los de Italia no pude, me los recogieron en la estación de Barcelona al volver, que me quedé allí un par de días con unos parientes... Y yo me acurruco aquí, contenta, sí, he logrado lo que me proponía, he conseguido que no sepa lo que es el rencor, qué torcedor estéril, por eso no me entero de cómo habla, ni de qué, sólo hago comprobar, satisfecha, que vive, que anda, que sonríe, que los pasados agrores están, eso, pasados, el corazón limpio y las manos tendidas, y yo creo que la vida no sirve para nada, lo que se dice para nada, si no se logra lo que uno se propone, y, dese cuenta, repare, estamos lejos, separados y contentos, mientras que aquí... Tan cerquita y siempre tristes, malhumorados, encogidos, sólo nos unió la pena, y, así, usted me contará... Se acabaron los días de la feria sin dinero, contemplando todo con una nube turbia delante de los ojos, y espantándonos de todo. Ahora es todo tan distinto... Nadie debe morirse sin haber llenado bien bien llena su vida, y la vida puede rebosar con una sola cosa, créame usted. Una sola, y basta y sobra. Ahora, él, allá, repetirá lo de siempre, las primeras anginas, se ha casado el año pasado, o sea, le acabo de perder del todo, el sarampión, se leerá con avaricia los prospectos de las medicinas porque creerá que así se le pone bueno antes el chico, quiere que me vaya yo con él, aunque... ¿Dónde voy a ir que más valga?   —50→   Tanta espera, tanta agonía me han agujereado la vida, ya lo creo, tanto verano con sed, tanto invierno sola en la cama, frío, frío y más frío, tanta noche con los ojos abiertos me han dejado sin ganas de ver nada, ya no me queda sitio en la mirada... Yo estoy aquí, siento que se me pegan las suelas a la tierra, me amordaza un recuerdo, uno nada más, me sostiene una tapia, una pared que no conozco, con viruela de balazos, pero, ¿sabe usted?, se me figura verla tantas veces, acerco tantas veces los dedos a la ilusoria y horrible piquera... Él, allí, quizá hasta intervenga en los asuntos del colegio... Hará sus cosas, claro, y las hará bien, y luego se volverá por las tardecitas a casa, al calor de los suyos, verá la televisión o leerá el periódico, y no le quedará resquicio para el recelo, la oscura rabia contra los que no supieron legarle una patria mejor... ¿Ha pensado usted alguna vez en lo que vale eso, hacer tus cosas y volverte a casa contenta, sin sentir enemigos cerca, esa gruesa, volcada gana de ser buena con todos, de abrazar al que va solo, de notar, sonriendo, que hay cabezas que están pidiendo una mano en la frente, y que tú puedes ponerla y sentirte tú misma aliviada a la vez? Sí, todo puede lograrse, es cuestión de empezar, pero, créame, se lo digo yo, cuesta, cuesta mucho, sobre todo decidirse... ¿Ve cómo no hacía falta alguna decirle el nombre de mi pueblo? Claro, hombre, claro, qué necesidad teníamos de... En fin, Señor, qué le vamos a hacer, yo ya no quepo allí, volver, qué desatino. Estamos ya en noviembre. Ya ni siquiera olerá a leña quemada al anochecer, se ve que no es mi sitio...



IndiceSiguiente