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José F. Montesinos


La mayor parte de las páginas que siguen fueron escritas hace bastantes años, y las otras, si bien han sido redactadas más recientemente, estaban dispuestas y ordenadas en notas sueltas por el mismo tiempo, cuando el deber profesional me hizo aproximarme de nuevo a Galdós y releerlo con mayor atención con que lo había hecho antes. Galdós había sido siempre una de mis idolatrías literarias. Nunca participé de aquel despego que algunos mozos de mi generación solían manifestar hablando de él, despego heredado del rencoroso grupo noventiochista, siempre mal dispuesto a aceptar nada de su próximo pasado que pudiera hacerle sombra. Todos aquellos buenos amigos míos, a los que oí en ocasiones frases hirientes que no justificaba un razonable conocimiento del autor y la obra, han rectificado luego, como era natural; rectificaron tan pronto tuvieron ocasión de convencerse de que tal o cual inepcia que hubiesen leído en Unamuno o Baroja, o alguna impertinencia oída al Valle-Inclán berreante en los cafés de Madrid, eran insostenibles con los libros de don Benito a la vista. Lo que aquellos jóvenes fieros han escrito luego en alabanza de Galdós podría llenar varios compactos volúmenes.

Yo llegué pronto a Galdós y mi entrega fue inmediata. La fruición de su obra tuvo de bueno sobre todo el ser enteramente desinteresada, sin que la perturbaran o ensombrecieran preocupaciones docentes o eruditas. Creo que aquella primera experiencia de lector atento y gozoso de lo que lee, por vez primera, el alma virgen, es comprobable aún en este libro, y aún le dará algún valor, si algo puede dárselo. ¡Lector atento! Es imposible leer a Galdós de un modo inatento, y como ha sido uno de los más extraordinarios mitógrafos de la literatura universal, sus criaturas llegan a vivir en nuestra memoria con mayor viveza que la de los seres más reales. Yo hubiera podido, en cualquier tiempo, hablar durante horas de estas novelas, pero hablar de ellas ante una clase imponía deberes a los que era deshonesto el hurtarse. Era necesario emprender una relectura minuciosísima, lupa en mano; una relectura que permitiera decir, del modo más sobrio y directo qué se veía en aquel sorprendente mundo novelesco.

Esas clases a que me dirigía estaban formadas por jóvenes, muy atentos y entusiastas con frecuencia, pero que, por no ser españoles de nación y educación, tenían que hacer un esfuerzo, a veces ímprobo, por llegar a la comprensión de lo que estaba muy lejos de su horizonte. Cuando Ortega hizo aquel famoso chistecito de llamarse a sí mismo «profesor de filosofía in partibus infidelium» lo hizo para indicar, no sin malicia, cuán ardua era aquella tarea de enseñar gentes que nada había preparado para el pensar filosófico. Pero yo podría llamarme profesor de literatura española in partibus sin malignidad alguna, al contrario: con suma gratitud y afecto a esa juventud que, desinteresadamente, trata de obtener de mí algunas precisiones sobre un mundo al que le lleva esa curiosidad romántica que siempre anima en el espíritu del joven americano. Ello me imponía otro deber, además del elementalísimo de ser en lo posible   —2→   preciso y exacto: evitar cuanto fuera ajeno a la satisfacción de esas curiosidades, diciéndole al alumno primeramente eso que parece tan sencillo y tan difícil puede ser en ocasiones: lo que son las cosas.

Habiendo tratado de guiar a mis alumnos por las vastas construcciones novelescas de Galdós, esto ha venido a resultar el libro que ahora ofrezco: una guía de los lectores del novelista. De aquí que haya prescindido con frecuencia de muchos detalles eruditos y haya recurrido a notas y citas con parquedad que tal vez sorprenda a los que hayan visto otros trabajos míos. Con lo que no pretendo sumarme a la numerosa hueste de los detractores de la erudición, cada vez más vociferantes. El que los quehaceres eruditos estén fuera de lugar en ciertos casos no es razón para desterrarlos siempre. Creo absurdo ir a principiantes, que no tienen sino una remota idea de lo que puedan ser ciertas obras de ficción, con pertrechos eruditos que no les explican lo que más urgentemente han menester y hacerles odiosa esa lectura. Y siempre hay, siempre habrá, una erudición perversa, inútil, perturbadora, quizá más abundante hoy, pues el comercialismo moderno y la feroz competencia en que vivimos, unidos a muy discutibles prácticas universitarias, fomentan una prodigiosa proliferación de trabajos eruditos de muy poco provecho a los estudiosos de la literatura. La turba antierudita está obteniendo un divertido resultado. Por una de esas irresistibles ironías de la historia se ha conseguido que disminuya la producción de libros eruditos indispensables mientras crece y se expande una lujuriante floresta de bizantinismo.

Pero Grullo y yo diremos de consuno que la erudición es indispensable allí donde es necesaria. Es poco útil en las clases en que lo importante es poner al alumno en contacto directo con los textos; es tediosa exhibida ante quien quiera enterarse sin muchos ambages de lo que hay en ciertos libros que le interesan. Pero el que habla o escribe para unos o para otros tiene que haber pasado por la erudición si quiere decir algo nuevo, exacto, matizado. Para enterar a otros tiene que comenzar por entenderse.

Sería el cuento de nunca acabar decir de los bienes y males de la erudición. Galdós, que tan poca simpatía tuvo por los eruditos, podría escribir hoy cosas tremendas de las cosas tremendas que han hecho con él, y quizá peores de las que no han hecho. Porque estremece pensar la distancia que media entre lo que creemos saber de Galdós y lo que no sabemos. Y esto que no sabemos suele ser lo importante.

Sólo conocemos muy por encima la vida del escritor. El benemérito Berkowitz pasó un tiempo inmenso agenciando hasta la última gacetilla que mencionase a don Benito y logró obtener uno de los libros más plúmbeos a que hayan dado jamás lugar las letras hispánicas. (Debió de acabar hecho un personaje galdosiano, pero me temo que un poco en la línea de Don Cayetano Polentinos.) Este libro de Berkowitz es utilísimo, como lo son otros trabajos suyos, porque nos delimita «el hueco que ocupaba Galdós», pero Galdós sigue ausente. Cierto, él lo procuró por todos los medios. Su timidez, su aversión a ser comidilla del mundo literario, un desapoderado de vivir y crear a sus solas: todo contribuyó a que no sepamos hoy casi nada de lo que nos interesaría saber. La pacata y melindrosa sociedad en que vivía, en la que podían ser más temibles los mojigatos de logia que los de sacristía, siempre dispuestos a escandalizarse, le obligaba a todas las ocultaciones. Con lo que consiguió lo contrario de lo que se proponía: fue, a pesar suyo, «fábula de las gentes», como hubiera dicho Lope, pero sin que esas gentes supieran bien a buenas lo que fabulizaban. En muchas ocasiones hubo de vivir dentro de una polvareda de chismes entre los que apenas queda alguna noticia utilizable. Como todos los hombres elusivos y misteriosos, consiguió,   —3→   muy contra su voluntad, hacerse una leyenda, esa leyenda que encalabrinaba a Baroja o a Unamuno, vascos vergonzosos de la estrecha observancia. Todo esto, además de ser penoso, es frustrante hasta lo sumo. Nada es utilizable en esa leyenda. El hermetismo de Galdós es sin duda una de las causas de que los modernos galdosianos, a los que espanta, por lo visto pasar por eruditos a secas, se den, con precipitación desalada, a amontonar «problemas» en tomo al novelista, problemas a menudo de difícil planteamiento, y por ende de imposible o dificilísima solución.

Y por de pronto es esa erudición a secas, humilde, resignada, prudente, la que podría llevar a cabo muchas tareas indispensables que, por no haberse intentado nunca en serio, nos tienen privados de textos genuinos sobre los que trabajar con alguna precisión. Carecemos, y careceremos por mucho tiempo, de una bibliografía solvente de las obras de Galdós, sin la que es impensable una edición puntual de sus obras. ¿Quién ha visto y estudiado esas primeras ediciones de Episodios, algunos con títulos distintos de los que hoy se citan? Si han cambiado los títulos, ¿no habrá otros cambios de más sustancia que tal vez nos permitieran comprender mejor cómo se fue haciendo la obra? Una carta de las escritas a Mesonero nos da cuenta (1879) de que Los Apostólicos va saliendo en folletones en El Océano. ¿Quién ha visto ese periódico y qué valor tienen esos folletones para la crítica textual? Cosas de este jaez. Los que no serían siquiera capaces de planear esa bibliografía considerarán el proyecto mil codos por debajo de su dignidad «científica». ¡Una bibliografía! ¡Eso lo hace cualquiera que esté dispuesto a dejarse en ello un par de pantalones y emborronar unos miles de fichas! A la vista está...

Ahora, sin esa bibliografía es imposible enfrentarse con la tarea de una edición como la que la obra de Galdós merece, pues la del bibliógrafo habría de consistir precisamente en damos cuenta de lo que hay de notable en los textos que va catalogando. Y sin esa edición apenas es posible imaginar sino en muy parciales hallazgos que el azar nos depare un cumplido estudio de importantes aspectos del arte de Galdós. Cuando se trata de obras de juventud, ese examen puede revelarnos cambios considerables en la estructura misma de las novelas, y siempre pondrá en claro el sentido que del estilo tuvo el autor. Para este pobre estudio mío que tan pocos datos concretos puede ofrecer, pues mis medios no alcanzan a más, he tenido que enfrascarme, aunque parezca mentira, en detenidos cotejos de primeras versiones de El Audaz, de Doña Perfecta con las que hoy circulan, y no he dejado de maravillarme de que ese famoso «estilo garbancero» no haya tenido aún historiador; un crítico inteligente que con buena documentación se pusiera a ello, podría escribir un libro apasionante. Un libro que además hubiera podido servir de base a un estudio concienzudo y a fondo del estilo literario español del siglo XIX, que no siempre mereció las denigraciones del 98. Y no hablemos de otras muchísimas cosas que cabe hacer en el campo de la exhumación de documentos. Son poquísimas las cartas de Galdós que han visto la luz, y las que yo conozco no tienen gran importancia. Galdós, como es sabido, no se daba con mucho amor a la correspondencia; además de la poca afición a escribir cartas que le era común con casi todos los españoles, no tenía tiempo. Pero hay pistas que seguir, sin descanso, antes que muchos documentos se pierdan irreparablemente. Berkowitz, en un artículo sobre el tema, habló de las reluctancias que los corresponsales de Galdós, y lo que es peor, sus descendientes, mostraban a franquear esos papeles, «for reasons apparently so arbitrary and even petty that it would be unpleasant to rehearse them here» (Hispania, 1950, XVI, 249.) Conocida es la resistencia que han opuesto siempre los descendientes de Pereda a mostrar las cartas que conservan de don Benito.   —4→   Pero esos obstáculos desaparecerán algún día, o un venturoso azar pondrá en nuestras manos lo que parecía perdido. La reciente publicación de las Cartas a Galdós nos ha revelado más cosas que un par de docenas de tesis y artículos. Cuyos autores, claro, de conocerlas, se hubieran lanzado sobre ellas como una jauría sobre la presa. Hay que saber buscar y hay que tener una paciencia infinita en estos menesteres.

Et caetera, et caetera. Por desgracia, para muchos, como esas cosas a que me refiero huelen a «positivismo», parece preferible, y más brillante y remunerador, escribir en horas un luminoso ensayo sobre, digamos, «Galdós y el subconsciente»...

Se dirá que tratándose de una obra tan extensa como la de nuestro novelista, trabajos así requerirían la vida entera. Creo que no -y siempre sería una vida bien empleada. Hoy, con la organización prodigiosa de las más importantes bibliotecas, la fácil obtención de micro-films y fotocopias, dada la munificencia ejemplar de casi todas las instituciones de cultura creadas para ello, tareas así son largas, cierto, pero no tan hercúleas que retraigan a un investigador animoso. Más difícil era publicar en 1886 un libro como la Histoire des oeuvres de Balzac, y lo hizo Spoelberch de Lovenjoul, y gracias a ese libro -tal vez enmendado y adicionado como requerían los tiempos- fue posible la empresa de las Oeuvres complètes del novelista cuidada por Huard e impresa por Conard en París. ¿Por qué no es posible nada de esto cuando se trata de libros españoles?

En este mío apenas se suscitan estas cuestiones, pues el hacerlo, en los pocos casos en que hubiera podido, me hubiera obligado a excederme más de lo tolerable. No desespero, si Dios sigue siendo piadoso y me da vida y fuerzas -y vista, sobre todo; mis ojos no van estando ya para muchos cotejos- de poner fin a estas notas con un capítulo que diga algo de la fiera batalla que don Benito hubo de librar sobre las cuartillas, y con mayor empeño, sobre las pruebas, contra malos hábitos contraídos, el influjo de malos modelos, y contra la tendencia, muy de la España en que comenzó a escribir, a abandonarse a una viciosa abundancia nunca moderada por una severa disciplina. Es increíble lo mal que se llegó a escribir en aquella España de hacia 1860; se encuentran faltas garrafales de gramática en autores que pasaron por clásicos. Galdós no se avino a esa conducta facilitona que la ausencia de una crítica vigilante hacía posible, y en cuanto se dio cuenta de cuán reprensible era aquel abusivo parloteo trató de remediarlo. De cómo luchó contra todo eso dan idea los miles de variantes que presentan sus primeros textos, comparados con los hoy corrientes, y son muy pocas las que pueden parecemos caprichosas o arbitrarias. Esta labor heroica y callada habla muy alto en alabanza de un novelista que hubiera podido evadirse de esa tarea por la condición misma de su obra y de su público. Su prosa se va haciendo sobre las pruebas en sucesivas ediciones, y es admirable lo que le costó llegar a la excelencia -excelencia, sí- de muchas páginas de sus grandes novelas.

Balzac también fue a menudo incorrecto. Pero detrás de él estaba Sainte-Beuve, que más de una vez le advirtió de graves yerros gramaticales. El novelista odió por ello al crítico a par de muerte, pero en nuevas ediciones corregía siempre las impropiedades señaladas. Galdós no tuvo ningún crítico que le llevara de la mano, y si llegó a ser un escritor correcto lo debió a una perseverancia como se ven pocas, a un certero instinto, a lecturas, a observación. Admirable lección de rigor, tanto más ejemplar cuanto que nadie le exigía ese esfuerzo. Su público se daba por pagado con que el autor le ofreciera seres y casos extraordinarios. Y he aquí que ese Galdós, que Darío zahería casi como un mercachifle de las letras en una de las críticas más pérfidas que jamás escribiera, se muestra en cada momento como un artista sobremanera exigente,   —5→   con un anhelo de perfección en el que no le igualaba Darío mismo, que nunca supo, o no quiso saber, por qué no se puede decir «broncíneo olifante»...

Y ya que me he puesto a defender estas tareas humildes, abnegadas, y tan imprescindibles, a que puede entregarse la erudición, ésa que por creerla meramente trabajo de trasero, tratan de ignorar muchos que hoy simulan dar culto a musas más severas, diré que puede ser gran fregona de erratas, sobre todo de esas erratas inveteradas que, por habérsele escapado al autor mismo, reaparecen constantemente y a veces, por no ser aparentemente muy absurdas, pasan desapercibidas. Pondré algunos ejemplos del trabajo que aún espero de un cumplido editor de Galdós. En las ediciones de La Fontana de Oro se lee: «Coletilla no ama más que al rey, mejor dicho, al príncipe real». (Galdós está hablando de cosas que pasan en tiempos de Femando VII, cuando no hay príncipe que valga.) «Príncipe» es evidente errata, por principio, y así debería corregirse. En ediciones cuidadas por Galdós mismo, que se podría suponer están corregidas con esmero, ocurre a veces algún paso que merece señalarse. En El 19 de marzo y el 2 de mayo se lee: «Porque yo tengo para mí que la proclama de su majestad es una tiñería». Este caso es mucho menos claro. Desconozco esa última palabra y niñería hace mejor sentido. Pero así está también en la edición ilustrada de los Episodios, II, 52. Otras veces se trata de yerros que hubieran podido enmendarse con la primera versión a la vista. Bien se echa de ver que en la frase de El Audaz: «Ahora, con el gobierno de ese vil favorito, la religión santísima está bien defendida» lo que hay que leer es «no está», y así se encuentra en efecto en el texto publicado por la Revista de España. Se podría llenar un tomo con ejemplos así.

Para no decir nada del carácter extrañísimo de variantes que encontramos en reimpresiones modernas. Se explicarían las que aparecen en las que se hicieron vivo aún el autor, pero ¿y las que ocurren después de su muerte? Mi antigua discípula y siempre amiga, la señorita Sánchez Escamilla, ha tenido la bondad de cotejar para mí unos capítulos de la edición de Gloria impresa en 1877 con otra de 1948. Aunque me haya servido yo para mis citas de la publicada por Aguilar, he tenido en ocasiones otras a la vista, de las que últimamente salían de las prensas de los Sucesores de Hernando. Tengo, pues, una Gloria aparecida en 1908, y ninguno de esos textos coincide con los otros de modo absoluto. ¿Quién ha sido responsable de las últimas «variantes»?

Se dirá que darse a esas labores es cosa de chinos. Yo contestaría: no, de humanistas. Los que nos ocupamos de estos menesteres estamos olvidando de un modo lamentable nuestro abolengo. Hemos perdido de vista a aquellos seres esforzados y patéticos que palidecían sobre códices amarillecidos y palimpsestos apenas descifrables para obtener una nueva cultura, resucitando todo un mundo. El otro Nuevo Mundo.

Cierto, las circunstancias son otras. Yo trato de hacerme cargo de éstas en que viven otros seres menos esforzados pero más patéticos, que tienen que hacerse merecedores de ascensos y recompensas. La culpa del lamentable declinar de las Humanidades no es de ellos sino de un vicioso sistema que los fuerza a menesteres que son en ocasiones la futilidad misma, y muchos no lo ignoran. Quizá el fin de la historia sea que, como se va apagando el noble amor humano, el que fue estímulo de hazañas e ideaciones maravillosas, se extinga también este otro amor de las creaciones del espíritu. Cuando no sea posible darse a ellas con la lenta delectación que hacen posible los grandes amores, cuando no podamos damos a la contemplación de una obra de arte con el placer que nos inspira la de un rostro muy amado, estas cosicosas que hacemos, desprovistas de todo fundamento, quedarán ahí, toleradas a duras penas, y   —6→   no por muchos años, como el árbol seco, que, hasta que lo derriba el hacha, y ello es inevitable, sigue aparentando que es árbol.

*  *  *

Si yo no suelo hacer erudición ante mis alumnos ni trato de acibararles la lectura, recordando cuán odiosa podían hacernos la de Virgilio u Horacio nuestros maestros de latín, imagínese lo que les diré de estas cuestiones. Esto es pleito privado, a ventilar con los buenos colegas, que tendrán otras miras y enseñarán su Galdós como les plazca. Quede aquí.

Y hablemos algo, muy poco ya, sobre este libro. Lo componen notas para mis clases, repito; notas de lecturas detenidísimas, correctas en lo posible, al menos así lo espero, en las que trasparece el gran amor que siempre me ha inspirado el novelista y la voluntad de comprender su esfuerzo. Lamento que este primer tomo no parezca plena prueba de ello. Puesto a estudiar toda la obra novelesca de Galdós, era inexcusable seguir su desarrollo en el tiempo, y como es natural las primeras novelas no son siempre las mejores. La novela es un arte de madurez. Raro es el novelista que ha dado una obra extraordinaria antes de la cincuentena. Se puede ser un Keats, un Shelley, en precoz mocedad; no se imagina siquiera un Quijote escrito en la juventud. Galdós, excepcional en todo, obtuvo aciertos inexplicables cuando apenas había sobrepasado los treinta años. Pero estos logros relativos no se obtenían en completa pureza, y muchas veces a las menas se mezclan viciosas gangas que es preciso separar. El celo político le jugó malas pasadas, como se las jugó a otros contemporáneos que, por ser mayores de edad, hubieran debido saber mejor lo que hacían. La novela tendenciosa siempre me ha parecido mala novela, cualquiera que sea la tendencia, y por ello no me parecen buenas las de Galdós, aunque en ellas ocurran a veces cosas admirables. A los estudiosos que aún se extasíen en la lectura de Doña Perfecta, de Gloria, quizá les parezca hipercrítico lo que aquí digo, pero honradamente no sabría decir otra cosa.

Galdós se hizo en la lectura del Quijote. Es increíble lo que llegó a deber a Cervantes, y al decirlo no me refiero a ocasionales reminiscencias o imitaciones que pueden inventariarse pacientemente en tesis o artículos, sino al modo de ver hombres y cosas de España; si se me permite la expresión, diré que Cervantes le ha hecho a Galdós los ojos. Pero el cervantismo de Galdós tiene dos fases, o épocas, y la primera, la menos cervantesca, es la negativa. Galdós ve cosas que Cervantes le ha mostrado, pero no le gusta lo que ve.

Como muchos de sus contemporáneos, sobre todo cuando eran hombres de «izquierdas», mal hallados con el régimen político y con el carácter de la sociedad en que vivían, Galdós vio en Don Quijote un gran símbolo. (Es muy de notar, y no sé si se ha hecho ya, pero está a la vista, que España, país clásico de banderías, de pros y contras, aparece en el siglo XIX escindida en dos bandos también en lo que a la apreciación del Quijote se refiere: los conservadores, bien pensantes y bienhallados, Valera inclusive -por lo que tenía de lo último, pues era liberal y nada católico- verán en ese libro un máximo logro de la novela, sin más; era el «libro de entretenimiento» por excelencia, ameno, divertido, sin problemas ni zarandajas. Serán siempre liberales y progresistas los que descubran o crean descubrir en él, con profundas sugestiones de insumisión o descontento, símbolos más o menos abstrusos). Yo no creo que Galdós siguiera de lejos ni de cerca a Díaz de Benjumea u otros iluminados por el estilo, pero creo indudable   —7→   que vio en el Ingenioso Hidalgo la representación, la encarnación misma de un modo del ser español causante de todas nuestras cuitas históricas. Y creo que podría probarse y a probarlo trataré de contribuir en esta obra, que la obra novelesca de Galdós mengua o crece en la medida en que él se niega o se abre al quijotismo. Desde su primer libro -dejo aparte La sombra, novelita crepuscular e inconcluyente- empieza el desfile de quijotes y los Episodios nos hacen pensar más de una vez que España es un país de locos. En todas estas obras nos hace conocer locos de mil clases: locos esforzados, locos siniestros, locos magnánimos o patéticos. Todos locos. Loco Coletilla, loco Muriel, loco Santorcaz. A todos los trata con sensible desvío, aunque la segunda serie de Episodios nos sorprenda ya con una creación plenamente galdosiana, digna compañera de las de su plenitud: Don Patricio Sarmiento, el más loco de todos. Y esta galería de locos de los Episodios se continúa en las novelas contemporáneas, y Galdós está a punto de crear una supercervantina, increíble: la novela de Orbajosa, un pueblo enloquecido -y enloquecedor. El celo político le impidió hacerlo desinteresadamente, y no había otra manera.

La angustiosa impresión que se tiene leyendo cuanto escribe Galdós hasta 1879 es que un país así, condenado a ir a bandazos y trompicones, no puede subsistir. No es sólo la política o la religión lo que contribuye a deshacerlo; política y religión son como son porque cuantos las profesan son incapaces de hacerse cargo de la realidad. España es una pura paranoia. (Cuando yo pensé en sacar a luz estas notas tuve la tentación de darles este título: Galdós o la paranoia hispánica. Desistí de ello por no antagonizar a muchos lectores desde el título mismo. Pero mi idea es que la exposición de ese extraño fenómeno es lo que el novelista se propone.)

En esta su primera fase nuestro autor es muy anti-Quijote. No se le oculta la nobleza admirable de algunos de estos hombres alucinados o enloquecidos: el Gran Capitán, Sarmiento. Pero sus simpatías están con los que representan la cordura, Don Benigno Cordero, por ejemplo. Con hombres así, España llegaría a ser una nación normal y equilibrada. Opinión juiciosa si de la novela pasamos al plano en que se debate la vida española. Una sociedad de hombres probos, dignos, industriosos, equilibrados, opuestos a aquella gavia de locos furiosos. Aunque hecho en la novela de Cervantes, Galdós da también, en ésta su obra primeriza, un estentóreo «¡Muera Don Quijote!», como lo hará el joven Unamuno, exasperado por circunstancias análogas a las que descubrió Galdós.

Desde la publicación de La desheredada todo cambia. Desde entonces la obra de nuestro novelista contendrá tantos quijotes, más quijotes quizá que la anterior, pero están sentidos de otra manera y vistos con otros ojos. Estos que ahora aparecen desempeñan papeles bien modestos, ciertamente, y sería una exageración insigne, sería hasta un poco ridículo atribuirles males históricos algunos. Porque los que hemos visto solían «representar» algo, y éstos de ahora suelen campar solos. Suelen ser víctimas de terribles circunstancias, y su creador tiene para con ellos una piedad infinita. El Galdós que ya en La familia de León Roch comenzó a mostrarnos, con muy ladina intención, esa dudosa fauna de los políticos y de los agiotistas, que nada tienen de quijotes ciertamente, empezará a comprender que los problemas políticos y sociales que exacerban su patriotismo son mucho más complicados que los que motivan Perfectas y Lantiguas. Los males son mucho más hondos, y la sociedad española, anómala o desquiciada, será ahora vista en las figuras de las víctimas o de los que, desmoralizados por esa misma situación social, se aprovechan de ella para su medro. Pero hasta estos últimos pueden ser fascinadores a su manera, es decir, vistos por ojos de naturalista.   —8→   El que pudo hacer cuatro novelas extraordinarias sobre los aumentos y hasta el mejoramiento personal, en muchos sentidos, del sórdido Torquemada, podía decir que consiguió al cabo la objetividad que la gran novela requería. Nada se escamotea y todo sale a luz, pero don Benito sabe ahora que un sermoncico cristiano no va a cambiar ese estado de cosas, y no lo intenta. Yo no sé si ha habido en toda aquella Europa novelista alguno que haya hecho una tan implacable requisitoria sobre los vicios de su país. Lo dudo, aunque tal vez pudiera encontrarse algo parecido en la novela inglesa. Pero la manera no es ya la de El Audaz o Doña Perfecta. Un ser humano, por vil que sea, ofrece complejidades que dificultan las condenaciones absolutas. Galdós ya no puede ver simplemente en blanco o negro. Este enriquecimiento de su visión pone en la novela un interés nuevo de infinita variedad. Todo se engrandece de manera sorprendente porque, multiplicados los puntos de vista, el autor logra descubrimientos insospechados. Los personajes que nunca olvidamos -protagonistas, figuras secundarias, no importa- siguen siendo en general almas desorbitadas, almas transidas, alucinadas, iluminadas; hombres y mujeres -mujeres sobre todo- que tratan de realizarse en un mundillo menguado y sucumben en esa empresa por haber cometido un error inicial -los errores en Galdós como en Cervantes son mortales-; y seguimos el curso de sus vidas con el corazón encogido, pues el error suele estar a la vista y tenemos una premonición del fracaso, pero ya no provocan el disentimiento a que nos obligan las gestas de Pepe Rey o de León Roch, porque ahora todo ¡es tan verdad! ¡O merece tanto serlo! Ni Benina ni Nazarín son seres que encontremos todos los días por esas calles; los ha inventado el novelista, pero al inventarlos ha hecho de ellos la verdad misma.

Sería ridículo que yo quisiera meter aquí, en pocas páginas, lo que va ser objeto de un grueso tomo, quizá más de uno. Aunque el próximo tendrá una disposición algo diferente de éste que el lector tiene en las manos. Seguiré exponiendo cómo observa Galdós la paranoia hispánica, pero un considerable progreso de su técnica me permitirá, espero, condensar más estas notas y aun ordenarlas de otra manera.

Galdós aprendió de Balzac eso de sacar en nuevas novelas personajes ya conocidos por otras. El procedimiento, como se habrá visto por algún ejemplo que cito en este estudio, podía tener sus quiebras. Pero en las novelas de la segunda manera de Galdós este modo de hacer puede deberse a otra causa. Creo poder decir que Galdós no tuvo de las que suelen ser llamadas «figuras secundarias» la misma noción que han solido tener todos los novelistas. Debió de pensar que cada una de ellas tenía su propia vida y que esa vida podía ser interesante en sí misma, no sólo como función de tal o cual asunto. Por eso en ocasiones las novelas de nuestro autor salen unas de otras como salen trabadas las cerezas cuando las sacamos del cesto. Don Pedro Polo podrá ser un personaje secundario en El doctor Centeno, pero esta poderosa figura provocaba a Galdós a escribir su novela -hasta cierto punto, pues en ella pasan muchas cosas que no le atañen- y la tuvo, y surgió Tormento. Otras veces ocurre lo contrario: que un abigarrado mundo en que bullen muchos seres extraordinarios, aparezca como el fondo de una novela única. Algunos críticos, Clarín entre ellos -y aun el joven Valle-Inclán, reseñando Ángel Guerra- reprocharon a nuestro novelista su despilfarro de la materia novelesca. («¡Qué abuso de facultades creadoras!», dirá el aún lampiño don Ramón contemplando el mundo infinitamente vario que llena los tomos de esa novela.) En ella, en Fortunata, hay materia para diez tomos. Todos los personajes viven su propia vida y el autor no les escamotea las páginas que requieren, fascinado por la prodigiosa personalidad que llegan a poseer. ¿Cómo pasar por alto   —9→   a Don José Ido, a Mauricia la Dura o a los Babeles? Todo esto, que podría dificultar la labor del crítico, tal vez la simplifique, si opera por el procedimiento contrario y lo comprime todo. Esta es mi esperanza, pues me aterra la idea de ser una especie de Faria y Sousa de Galdós.

Dios quiera que otro verano en este idílico Vermont, el único lugar donde gracias al alejamiento de todo y a la paz doméstica puedo escribir con calma, permita el cumplimiento de este plan. Así será si Él me da vida.

Bennington, Vermont



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