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ArribaAbajoUn extraño viaje de novios

Suzanne Raphaël


En casi la mitad de las novelas galdosianas, cada capítulo lleva un título que es a veces muy significativo. Es lo que sucede en Fortunata y Jacinta.

Es lícito pensar, sin embargo, que el aludido Viaje de novios no va a introducir, al parecer, novedad alguna34 en la Primera Parte, la cual define un escenario, un ambiente, con abstracción de cualquier interés verdaderamente dramático.35 Con razón esperamos transportes y puerilidades de enamorados que se dan en efecto casi a lo largo de todo el capítulo (I, 105, 115, 127, 151).36 Con razón también, las reacciones de dos seres que se encuentran solos por primera vez (I, 104, 133), aislados de la familia que hasta entonces ha suministrado lo esencial de su personalidad. Pero mal podíamos imaginar que un tercer personaje iba a convertirse, aunque siempre de modo indirecto, en el, o mejor dicho, en la protagonista esencial del capítulo, como luego de la novela. No podíamos prever que Juanito Santa Cruz, al lado de su encantadora esposa, iba a revelar su amor por una mujer a la que antes había querido. Ahora bien, es de advertir que no se trata de un viaje de bodas desengañador. En este sentido, no se puede establecer ninguna comparación con la novela de la Pardo Bazán que lleva el mismo título de este capítulo galdosiano.37 Tampoco anuncia un abismo parecido al que separó a León Roch de María Egipcíaca. No cabe duda: al llegar a Madrid, Jacinta y Juanito están mutuamente tan enamorados como al principio del viaje (I, 151). ¿Qué sucedió pues?


Estructura del capítulo

Según la construcción más aparente, el texto está dividido en siete subcapítulos,38 los cuales corresponden aproximadamente a las etapas del viaje -Burgos, Zaragoza, Barcelona, Valencia, Cádiz-, pero sólo de modo aproximado; y hace falta reparar, además, en la poca importancia concedida a las localizaciones geográficas. Tenemos que buscarlas dentro de las frases o de los párrafos (por ejemplo: I, 112). De mayor interés, en cambio, resulta el tren (I, 107, 133, 148)39 que une ciudades y regiones: con él salimos de Madrid, volvemos a Madrid con él, transformándose así el viaje en círculo cerrado.

Si los cortes entre las consabidas siete partes no coinciden con las etapas, ¿cuál será pues su significación?

La frase con que se abren esas páginas evoca la boda de Jacinta y de Juanito. Es cortante y como fatídica: «La boda se verificó en mayo del 71» (p. 103). Al final del primer subcapítulo (I, 109) tropezamos ya con Fortunata, la antigua querida de Santa Cruz, cuya presencia se manifiesta en la conversación de los recién casados, los cuales siguen con este tema durante el segundo subcapítulo (I, 109, 117) y el principio del tercero (I, 117). A pesar de que la intranquila Jacinta la olvida algo al parecer (I, 121), Fortunata surge de nuevo, obsesiva, al final de la misma tercera parte (I, 124). Se esfuma luego, por poco tiempo, concretamente hasta que, al final del cuarto subcapítulo, la evoca el nombre: Fortunata, arrancado a Juanito por «las monerías de su mujer» (p. 132). Tras otro breve eclipse, el personaje reaparece durante la quinta parte de manera dramática y definitiva (I, 140, 146). Definitiva, no cabe la menor   —36→   duda que lo sea. Porque la última frase del texto, tanto más importante cuanto que constituye por sí sola todo un párrafo: «A Estupiñá le llevaban un bastón que tenía por puño la cabeza de una cotorra» (p. 151), oculta bajo el aspecto burlón muy distinto significado. Estupiñá, cuya enfermedad ocasionó el encuentro de Juanito con Fortunata, hace las veces de hilo conductor a lo largo del viaje de bodas (Cf. sucesivamente: I, 109, 113, 138). Recordemos que Sherman H. Eoff incluye a este personaje secundario entre los que desempeñan «papeles que automáticamente hacen avanzar la acción clave del relato» (op. cit., p. 134). Por más señas, la alusión que, en el texto de Galdós, antecede inmediatamente: «(menos la escenita de la noche aquélla)» (p. 151), no deja paso a ninguna duda en lo que atañe al doble sentido de esa contundente frase final. Por lo tanto, al finalizar este capítulo, que era a primera vista estático, nos hallamos de lleno ya en la novela, en Fortunata y Jacinta, de modo que ese «Final» equivale cabalmente a un «principio».40

No está de más establecer una estadística. Desde el comienzo hasta el término de las páginas que estudiamos, se enumeran catorce cortes, once de los cuales se refieren a la antigua querida de Santa Cruz. De ello se puede colegir que dichos cortes no son sino blancos en el papel y que ese Viaje de novios tiene una unidad: Fortunata.

Ahora bien, si esta mujer se convierte, muy rápidamente como lo acabamos de ver (I, 109), en el tema casi único de charla entre los jóvenes casados, no lo es desde un principio. Por otra parte, aun cuando la mitad de las páginas giran alrededor de ella, el capítulo no le está dedicado por entero, en apariencia al menos y aunque varias alusiones imponen su presencia igual que una filigrana (I, 122, 147). Sus apariciones y desapariciones constituyen el latir del texto, le confieren su ritmo inconfundible cuya construcción vamos a delinear.

*  *  *

Ya en el primer párrafo, mientras no se trata de ninguna manera de Fortunata, se insinúa durante unas líneas un elemento de desasosiego y aun de angustia:

En el alma de Jacinta, no obstante, las alegrías no excluían un cierto miedo, que a veces era terror. El ruido del ómnibus sobre el desigual piso de las calles; la subida a la fonda por angosta escalera; el aposento y sus muebles de mal gusto, mezcla de desecho de ciudad y de lujos de aldea, aumentaron aquel frío invencible y aquella pavorosa expectación que la hacían estremecer.


(P. 104)                


Ese malestar impreciso no es tan de extrañar, tratándose de una recién casada (Cf. I, 104, 133). No tarda en desvanecerse, sustituyéndole una felicidad lo bastante indiscutible para que Galdós le consagre más de dos largos párrafos. Sin embargo, no queremos dejar de subrayar aquel asomo de dramatismo así como su feliz conclusión, pues dicha alternativa prefigura la construcción de todo el capítulo. Ha de añadirse que la oposición entre los aludidos estados de ánimo es tanto más notable cuanto que nace de parecidas circunstancias. Al día siguiente en efecto: «Si la comida era mala, risas; si el coche que les llevaba a la Cartuja iba danzando en los baches del camino, risas»; (p. 105).

A continuación, cierta alusión, rápida y sobre todo velada, a los antiguos amores de Juanito, atrae también la atención del lector: «Las crudezas de estilo popular y aflamencado que Santa Cruz decía alguna vez». (p. 105). Por inocentes que parezcan estas pocas palabras en razón del contexto (I, 105), no dejan de constituir en realidad   —37→   la señal anunciadora del resurgimiento de aquel pasado que la imprudente Jacinta va a despertar.

Efectivamente, la evocación de la «perdición» (I, 89) del Delfín se inicia casi enseguida (I, 106). De modo que a lo largo del capítulo, al viaje de bodas de Juanito con Jacinta se sobrepondrá el relato del enredo de Juanito con Fortunata. Nos adentraremos en el tiempo presente al par que, en sentido opuesto, en el pasado. No se nos olvide notar que la oposición entre ambos movimientos se encuentra en los mismos términos empleados por Galdós:

el amor aspira a dominar en el tiempo como en todo, y cuando se siente victorioso en lo presente, anhela hacerse dueño de lo pasado, [...] Fuerte en la conciencia de su triunfo presente, Jacinta empezó a sentir el desconsuelo de no someter también el pasado de su marido.


(p. 106)                


Bien puede la euforia del amor negar el tiempo (I, 106). Tiene que resurgir el segundo, infaliblemente, con su indestructible realidad, para vencer al fin. Por más que asevere Santa Cruz: «-Dices bien; quiéreme mucho, y lo pasado, pasado»., en el acto se desmiente a sí mismo: «Pero aguárdate un poco: para dejar redondo el cuento, necesito añadir...» (p. 119).

Dos líneas paralelas pues, la del presente, la del pasado, huyen en sentido opuesto. Entre ambos planos se situará el texto entero. Oscilará constantemente entre la felicidad de los jóvenes casados, su despreocupación, por una parte, y por otra, su inquietud que se volverá angustia. Nos vamos a encontrar de nuevo con la oposición inicial que hemos subrayado y que esboza el movimiento de vaivén de todo el capítulo.

El vaivén empieza con suavidad. Claro que se pueden notar unas cuantas expresiones que extrañan algo entre las ternuras y las caricias (1, 106-107). Pero son aún bastante inofensivas. Tenemos que llegar al «¡pobre nena!» que se le escapa a Juanito a propósito de Fortunata, para dar con un indicio alarmante- «Al oír esta exclamación de cariño, dicha por el Delfín tan espontáneamente. Jacinta arrugó el ceño... y expresó su disgusto dándole al pícaro de Juanito una bofetada, que para ser de mujer y en broma resonó bastante». (p. 111).

Galdós mezcla burlas con veras de modo muy significativo, dada la arraigada costumbre que tiene de anunciar con modalidad irónica lo que más tarde cuajará en drama.41 De la misma manera encontramos más lejos: «-¡Ah, tuno! -exclamó Jacinta con ira cómica, aunque no enteramente cómica-...» (I, 114).

Resultaría molesto para el lector apuntar cada pregunta de Jacinta, la tensión subsiguiente y el apaciguamiento posterior. Contentémonos con señalar que la curiosidad creciente y pertinaz de la esposa para con Fortunata ocasiona en Juanito una irritación cada vez mayor (algunos ejemplos: I, 112, 118, 129, 131, 132). Alternan los momentos tranquilos y el desasosiego, dibujándose así nítidamente una construcción en dientes de sierra. Pero el propio desasosiego se acentúa más y más, hasta tal punto que Jacinta se asusta de repente ante aquel pasado que ella misma quiso despertar y que va cobrando demasiada vida: «-¿Sabes lo que estoy deseando ahora? -dijo bruscamente Jacinta-. Que te calles, hombre, que te calles. Me repugna eso». (P. 119).

Pobre Jacinta, que se nos presentaba tan perentoria y pueril a principios de su viaje de bodas, con la certidumbre de conducir a su antojo el porvenir del matrimonio:

Fuerte en la conciencia de su triunfo presente, [...] quería saber, sí señor, quería enterarse de ciertas aventurillas, [...] quería leer de cabo a rabo ciertas paginitas de la vida de su esposo   —38→   antes de casarse. ¡Como que estas historias ayudan bastante a la educación matrimonial! Sabiéndolas de memoria, las mujeres viven más avisadas, y a poquito que los maridos se deslicen... ¡tras!, ya están cogidos,


(p. 106-107)                


ella nos aparece ahora como una aprendiz de bruja. Quería guiarlo todo y las guías se le van de las manos. Tropieza con una realidad que no entiende (I, 119), y que pronto la espantará (I, 140, 143), durante la escena que representa la cumbre del capítulo por las significaciones que encierra y por ser el momento de mayor tensión dramática. Esta después se irá aflojando, desigualmente, pero sin semejanza ya con la violencia de la citada escena que constituye la clave del texto y de su construcción. Se compone de la confesión de Juanito que prorrumpe, desbocada, cual «vómito físico» (p. 150), sin haber sido, por una vez, deseada u ocasionada, ni mucho menos, por la atribulada Jacinta. Asistimos entonces a un cruce, a un intercambio que se añade a las demás líneas directrices. Luego que Santa Cruz, en su inconsciente borrachera, haya expresado, por única vez en toda la novela, lo que no se confiesa a sí mismo, los papeles de los esposos quedan trastrocados. Jacinta al principio lo dirigía todo, preguntona e insistente. Ahora Juanito es quien recoge las riendas de la acción, que conservará hasta el fin del viaje (I, 107, 151) como hasta el final, o casi, de la novela.

Tenemos que recalcar la significación de esta escena, por estar tan estrechamente ligada con la construcción. El lector se ha enterado, paulatinamente, conforme se enteraba Jacinta, de la aventura de Juanito con Fortunata, la cual se resume en dos palabras: seducción, abandono. Pero sólo el lector podrá descifrar lo que aquí Galdós, una vez más, dejó subentendido.42 Si Jacinta cae en la cuenta de que su marido ha querido de verdad a Fortunata, no acaba de entender en cambio que la ha querido, y la sigue queriendo, más que a su propia mujer. Nos lleva a tal convicción otra progresión lenta y continua, que va al compás de la curiosidad de Jacinta, y que exponemos a continuación. La contestación del Delfín a la primera pregunta de su esposa es más bien para tranquilizar: «La respuesta fue cariñosa, pero evasiva. ¡Si lo que la nena anhelaba saber era un devaneo, una tontería!... cosas de muchachos. ...Puro estudio y educación pura... No se trataba de amor» (p. 107).

No pasemos por alto, sin embargo, el término «nena» aplicado a Jacinta, pues lo encontramos de nuevo, para designar esta vez a Fortunata: « ¡pobre nena!» (p. 111) y ¡con qué sinceridad! No es que de tal denominación, corriente si cariñosa, se pueda inferir una evolución de los sentimientos de Juanito. Lo que importa, sí, es el carácter espontáneo de tal exclamación («dicha por el Delfín tan espontáneamente», p. 111), de parte de un hombre «encerrado en su prudencia» (p. 108), de un hombre que «se había emperejilado intelectualmente, cortándose una levita para las ideas y planchándole los cuellos al lenguaje». (p. 151).

Aquel «puro estudio» (p. 107) que acabamos de mencionar queda desmentido de modo aun más patente: «¿Y si te dijera que la quería, que al poco tiempo de sacarla de su casa se me ocurría la simpleza de cumplir la palabra de casamiento que le di?» (p. 114).

Juanito quería pues a Fortunata tanto como para pensar en casarse con ella, a pesar de la desigualdad social y de la ineludible negativa de sus padres. Bien hubiera podido Fortunata ocupar el lugar que hoy Jacinta. Tal equivalencia tiene importancia y aun gravedad. Pero menos todavía que el trastrocar que se efectúa durante la confesión casi inconsciente43 de Santa Cruz, a favor de la cual la mujer seducida y   —39→   abandonada aparece como su único amor verdadero (en la medida, claro está, en que el insustancial señorito puede querer). Porque si se le ocurrió, siquiera un instante, casarse con ella, su matrimonio con Jacinta es obra de su madre (I, 137). Y no por mera casualidad alude Galdós al deber que la tradición opone al amor: «Acompañaré a mi cara mitad. Ese es mi deber y sabré cumplirlo, sí señora. Porque yo soy esclavo del deber...» (p. 137).

Se podría objetar el «Te amo con delirio» (p. 137), dirigido a Jacinta, si no estuviera acompañado con el demasiado significativo «como se dice en los dramas» (íd.) que lo vuelve ponzoña.44 Es de notar al contrario que, durante toda la escena, nunca Juanito dice a las claras que quiere a Fortunata, como antes lo hizo («Y si te dijera que la quería» p. 114). En cambio, lo que es aun más revelador, llegado el momento de la verdad -momento cuya solemnidad está inequívocamente subrayada (I, 138) cuando el alma se le vuelca por la boca «con esa sinceridad brutal y disparada que sólo puede compararse al vómito físico» (p. 150), habla de ella sin cesar, no puede dejar de hablar de ella. Sería preciso citar todo el largo párrafo que empieza:

-¡Si la hubieras visto...! Fortunata tenía los ojos como dos estrellas, muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo Tomás y ahora en San Ginés. Pregúntaselo a Estupiñá; pregúntaselo si lo dudas... a ver... Fortunata tenía las manos bastas de tanto trabajar; el corazón lleno de inocencia... Fortunata...


(p. 139)                


La alusión a la Virgen del Carmen, lo mismo que otros tantos detalles que no suelen ser gratuitos en Galdós,45 acentúa el carácter de letanía que tienen las invocaciones que se suceden luego, atropelladamente. En efecto, al nombre querido, «Fortunata», que Juanito no se cansa de repetir, siguen verdaderas letanías profanas, llenas de sensualidad al par que de ternura: «Después criaba los palomos a sus pechos. Como los palomos no comen sino del pico de la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras tú qué seno tan bonito!» (p. 139).

Extraño viaje de novios, por cierto, en el que se desborda así la pasión del recién casado, en presencia de la mujer legítima, tomándola por añadidura como testigo.

*  *  *

Hacia esta escena y esta revelación se enderezan, con una progresión inexorable, todas las líneas directrices de las páginas que acabamos de estudiar, quedando así superada su complejidad con esa convergencia hacia un mismo punto focal. Entonces es cuando culmina y produce un estallido la tensión que ha ido creciendo a lo largo del capítulo con una serie de diástoles y de sístoles que han llevado continuamente al lector de uno a otro plano (del presente al pasado), de una a otra mujer (de Jacinta a Fortunata). Entonces también quedan trastrocados los papeles respectivos de Juanito y de su mujer: la engañada Jacinta se vuelve en adelante esclava de su marido, por culpa de quien no pocos feos tendrá que aguantar. Entonces por fin, Fortunata viene a ocupar, de hecho, en el afecto de Juanito el puesto que, de derecho, pertenece a la esposa, planteándose así el angustioso problema: ¿Qué será de un matrimonio realizado en tales condiciones?

Permítasenos recordar ahora el aspecto de círculo cerrado al que ya hemos aludido. Los novios, que habían salido de Madrid al principio del Capítulo V, vuelven a Madrid al finalizar el mismo. A decir verdad, bien podría éste constituir una novela corta. Encierra todo lo necesario -presentación de los personajes, exposición, desarrollo y   —40→   explosión del drama- para que pueda gozar de completa autonomía y para que el interés se sostenga por sí solo. Es de notar por otra parte que no hemos tenido que acudir, para nuestro estudio, a ninguna cita que nos pertenezca al consabido «Viaje de novios».

En conclusión, nos vemos forzados a admitir por ahora la hipótesis del rigor de la estructura novelesca en Galdós, por lo menos a partir del ejemplo escogido, y por más que haya escrito José María Valverde: «El argumento de Fortunata y Jacinta nos da la sensación de haber sido improvisado a medida que el libro se escribía». Bien puede ser que, no teniendo a mano el texto cabal (lo citamos por la obra de Hans Hinterhäuser: Los «Episodios Nacionales» de Benito Pérez Galdós, Madrid, 1963, pág. 246), alteremos su alcance exacto, pero si ha de interpretarse en el sentido de que la construcción galdosiana fuera o pareciera algo improvisado, creemos de todas formas oportuno recordar la declaración de principio del mismo don Benito, dada a conocer por Luis Bello: «Para mí el estilo empieza en el plan» (citado también por Hinterhäuser, op. cit., pág. 245).




El capítulo V: génesis de la novela

Para volver a nuestro estudio, terminado el «Viaje de novios», aún le quedan al autor bastantes datos que dar, como lo demuestran claramente los títulos siguientes: «Más y más pormenores referentes a esta ilustre familia» (cap. VI); «Escenas de la vida íntima» (cap. VIII); «Más escenas de la vida íntima» (cap. X). Al cabo de la imprescindible presentación, se abrirá de lleno la obra con el «Final, que viene a ser principio». Pero este capítulo XI y la «curiosidad febril» (p. 405) del Delfín no podrían entenderse ni cobrar tanta intensidad sin la previa confesión del deseo que sigue sintiendo de Fortunata. Dicha revelación, colocada acertadamente en medio de la Parte Primera para sostener el interés dramático, anuncia y determina la trama de la novela.

Séanos lícito mencionar ahora la correspondencia entre el título del «Viaje de novios» que supone dos personajes, siendo tres en realidad, y el mismo título de la obra, el cual no sugiere más que dos protagonistas mientras que implica a Juanito Santa Cruz, ese fiel irrisorio que está oscilando entre Fortunata y Jacinta.

Más simbólicamente complejo aparece el subtítulo: «Dos historias de casadas» que, aun sin referirse a la precedente novela de Balzac,46 no deja de evocar cuatro personajes distintos. Pero si, en efecto, los cónyuges son cuatro, dependen ambas mujeres del mismo hombre, cuyo vaivén entre ellas, nítidamente dibujado en el capítulo quinto, se repite y se fija de modo definitivo durante el undécimo, dando la pauta para el porvenir.

Advirtamos también que si la Parte Primera está consagrada a los Santa Cruz, la Parte Segunda trata de la familia Rubín. Al «Viaje de novios» de Jacinta corresponde «La boda y la luna de miel» de Fortunata (Parte 2da -Cap. VII). Ahora bien, lo mismo que la protagonista del «Viaje de novios» de los Santa Cruz era en realidad Fortunata, «La boda y la luna de miel» de Fortunata con Maxi es en rigor la reunión, la nueva luna de miel de Fortunata con Juanito. Bien comprobamos otra vez la exactitud de la doble aseveración de Sherman H. Eoff: «La paradoja es fundamental en la estructura de la novela y, a lo que parece, obedece a un plan preestablecido». (op. cit., pág. 139).

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A decir verdad, dos veces sólo se verifica una «revolución» vencedora: respectivamente al final de las Partes Segunda (Cap. VII, Subcap. 6) y Tercera (Cap. VII, Subcap. 5). Sin embargo, no cabe duda de que el ritmo de la novela lo domina el tira y afloja de Juanito entre las dos mujeres, y muy significativa de por sí es la colocación de tales «revoluciones» respecto al conjunto de las cuatro Partes. Pero este balanceo -que la crítica galdosiana ha venido repitiendo hasta convertirlo casi en lugar común- lo concreta sobre todo la presencia constante del trío que constituyen Fortunata y Jacinta con Juanito: a partir del «Viaje de novios», los tres personajes no se conciben separados y la presencia en la escena de uno de ellos acarrea forzosamente la de los otros dos.

Este tema de la infidelidad de Santa Cruz se impone inmediatamente después del capítulo V, aún en la Parte Primera. Cabe implícito en el ansia de maternidad de Jacinta (Cap. VI, Subcap. 1 a 5) cuya preocupación por la prole nos lleva directamente al episodio del Pituso. Este «hueverito», anunciado ya durante el Cap. V (p. 124), evoca el recuerdo de Fortunata y no desaparece sino para dejar paso a la misma Fortunata, en el relato de Jacinto Villalonga. No media más que una página entre «el desairado y risible desenlace de la novela Pitusiana»47 y la entrada del amigo Villalonga; y amén de eso, la tal página está consagrada por entero a los celos de Jacinta (I, 399-400).

El capítulo VII: «Guillermina, virgen y fundadora» tampoco nos aleja del «hueverito» ni de sus padres, ya que «la santa» dedica su vida a los niños huérfanos y pobres. Pero aún más, este personaje desempeña un papel de primerísima importancia en la construcción de la obra; es un punto fijo de referencia que sirve para oponer o reunir a Fortunata con Jacinta, y, al final, actúa de intermediaria entre ellas.

Parece superfluo repetir que la aparición de Maximiliano Rubín, en la Segunda Parte de la novela, viene a conferir más relieve aún al susodicho tema de la infidelidad: cada vez que de aquél se trata, a partir de su intervención en el destino de «la pecadora», se trata también de los amantes y del matrimonio Santa Cruz, implícita y automáticamente.

Parece por el contrario imprescindible recordar que las cojeantes parejas: Jacinta-Juanito, Juanito-Fortunata, se reducen paulatinamente a la simetría: Jacinta-Fortunata. No cesa el balanceo, sino que se depura, dejando cada vez más de lado a su despreciable autor y objeto: Juanito Santa Cruz. No cabe ninguna duda, menos aún tras las demostraciones que de ello se hicieron: Fortunata se va acercando más y más a Jacinta, acabando por fundirse en ella y por ir hasta entregarle, tan simbólicamente, el niño. La tan legítima rivalidad entre ambas mujeres subraya, por otra parte, el parentesco que las une. Están adornadas con todas las prendas físicas y espirituales. Sólo las diferencia un factor, de bulto, pero al fin y al cabo, un factor exterior: la clase social a que pertenecen y la muy distinta educación que recibieron y que les condicionó. Fortunata es quien impulsa este proceso de unión entre ambas, pero se ha de poner de manifiesto que existe, por parte de Jacinta, un inconcuso sentimiento de fraternidad que se afirma repetidas veces en nuestro Capítulo V (I, 114, 147, 148,149) y que, tras el eclipse debido a las envidias, resucita al final de la novela (IV, 375-376). De paso, notemos otra vez la correspondencia entre el «Viaje de novios», primerizo punto de arranque de la obra, y las páginas que la cierran.

Por otra parte la actuación de Aurora desempeña un papel importantísimo en la construcción y la significación de la novela. Rompiendo el tira y afloja de Juanito entre Fortunata y Jacinta y desligándole de las dos mujeres, contribuye a acercarlas   —42→   entre sí, y gracias a ella también, al final de la obra, se efectúa la unión entre ambas (IV, 335).

Otro significado, del que no podemos prescindir, encierra además la intervención de Aurora. Bien podía parecer Juanito desgarrado entre dos mujeres. Aunque la palabra «desgarrado» -con el sufrimiento que implica- extraña algo a propósito del Delfín, el cual nunca se porta como un hombre hecho y derecho, consciente de su responsabilidad, sino como un ser superficial y egoísta, guiado únicamente por sus instintos y que se preocupa sólo por la satisfacción de sus deseos. Sin embargo, el vaivén entre Fortunata y Jacinta podría delatar en él una como fidelidad. Aurora viene a quebrantar tal suposición. Es de notar que Galdós no nos aclara la iniciativa de Santa Cruz en el particular. ¿Galanteó a Aurora o no supo resistir sus avances? A todas luces, es lo de menos. Lo esencial es que haya podido dar de lado a dos amores tan arraigados en él: el cariño certero para con su mujer y el deseo avasallador frente a Fortunata. Aurora nos lleva a condenar inequívocamente a Juanito, testimoniando de que no se trata de ninguna Education sentimentale flaubertiana,48 y que la mísera calidad de sus amores no hace sino reflejar su mísera calidad de hombre. En efecto, sólo dos veces en la novela aparece el Delfín con sentimientos humanos. No nos extrañe que esos momentos únicos se sitúen, el primero en el Capítulo V, cuando hace su confesión espontánea y sincera, llena de remordimientos (I, 139, 141); el segundo, en las últimas páginas de la obra (IV, 377).

No obstante, la significación final, que resuelve los problemas planteados durante el Cap. V, no debe hacemos olvidar que la novela toda es un ritmo que quiere y logra plasmar cierto movimiento de continuo vaivén. La oscilación de Juanito, desde luego. Pero también, superando el caso particular de un individuo, el balanceo de otros muchos, el vacilar de una sociedad, de un pueblo. No por casualidad formula Galdós, reiteradas veces, estas generalizaciones así como estas equivalencias:49

Los hombres, digo, los señoritos, somos unos miserables; creemos que el honor de las hijas del pueblo es cosa de juego...


(p. 139, Tomo I)                


Hay momentos en la vida de los pueblos, quiero decir, en la vida del hombre, momentos terribles, alma mía.


(p. 138, Tomo I; igual afirmación p. 141)                


Verificábase en él (en Juanito) lo que don Baldomero había dicho del país: que padecía fiebres alternativas de libertad y de paz.


(p. 59, Tomo III)                


Siendo así las cosas, tendríamos que proyectar esa nueva luz sobre el personaje de Juanito, invalidándose así parte de nuestra precedente condena. Santa Cruz, verdugo de su mujer, verdugo e indirecto asesino de Fortunata, es también víctima de su clase y de la sociedad en que vive. Nunca hubiera podido casarse con Fortunata y seguir viviendo con ella en su acostumbrado ambiente madrileño (I, 117). ¿Cuál hubiera sido la solución? ¿La de un Agustín Caballero quien huye con Amparo? ¿La transigencia de un Feijoo? De todos modos una frustración. «Galdós advances compromise and stabilization as yet another possibility, not as a definite solution to tragedy».50 Así pues, el ritmo oscilante de Fortunata y Jacinta, el destino más o menos trágico, pero siempre infeliz, de cada uno de los personajes, quizá implican y traducen cierto fatalismo, una concepción del fracaso como algo inexcusable, el sentimiento y la demostración de «lo desarregladas que andan las cosas del mundo» (p. 378 -Tomo IV). Queda por estudiar todo esto a través de la producción galdosiana.

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Sea el que fuere el alcance de estas consideraciones, no creemos rebasar los límites de nuestro estudio afirmando, a guisa de conclusión, que el Capítulo V de la Parte Primera, en que se encuentran todos los problemas que acabamos de evocar, es el punto de arranque de Fortunata y Jacinta. Sobre todo, la estructura de aquellas páginas contiene el germen e incluso determina el ritmo de la novela entera, pudiéndose comprobar una vez más la cabal exactitud de lo que escribió, acerca del rigor de la construcción novelesca en Galdós, uno de los más eminentes y fidedignos conocedores de Don Benito.51

Aix-en-Provence. France



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Apéndice

I, 105, 115, 127, 151:

«El Chi se lo habla enseñado Juanito aquella noche, lo mismo que el decir, también en estilo mimoso, ¿Me quieles?, y otras tonterías y chiquilladas empalagosas, dichas de la manera más grave del mundo». (105).

«Y cuando pasaban por aquel túnel, al extremo del cual se veía otra plazoleta tan solitaria y misteriosa como la anterior, los amantes, sin decirse una palabra, se abrazaron y estuvieron estrechamente unidos, besuqueándose por espacio de un buen minuto y diciéndose al oído las palabras más tiernas». (115).

«Ambos se colocaron rodillas con rodillas... y empezaron a comer con la prisa que su mucha hambre les daba.

-¡Ay, qué ricos están! Mira qué pechuga... Este para ti, que está muy gordito.

-No; para ti, para ti.

La mano de ella era tenedor para la boca de él, y viceversa. Jacinta decía que en su vida había hecho una comida que más le supiese». (127).

«Largo rato charlaron, mezclando las discusiones con los cariños discretos (porque en Sevilla entró gente en el coche y no había que pensar en la besadera)», (151).

I, 104, 133:

«¿Cómo compaginar dos deseos tan diferentes: que su marido se apartase de ella y que estuviese cerca? Porque la idea de que se pudiera ir, dejándola sola, era como la muerte, y la de que se acercaba y la cogía en brazos con apasionado atrevimiento, también la ponía temblorosa y asustada. Habría deseado que no se apartara de ella, pero que se estuviera quietecito». (104).

«Al pronto Jacinta se entristeció. Ya tenía deseos de ver a sus hermanas, a su papá y a sus tíos y suegros». (133).

I, 151:

«y cuando vino la noche sobre España... se durmieron allá por Despeñaperros, soñaron con lo mucho que se querían y despertaron al fin en Alcázar con la idea placentera de llegar pronto a Madrid».

I, 112:

«Te prevengo que seré muy celosa si me das motivo para serlo; pero celos retrospectivos no tendré nunca.

Esto sería todo lo razonable y discreto que se quiera suponer, pero la curiosidad no disminuía; antes bien, aumentaba. Revivió con fuerza en Zaragoza, después que los esposos oyeron misa en el Pilar y visitaron la Seo.

«-Si me quisieras contar algo más de aquello... -indicó Jacinta».

I, 107, 133, 148:

«Esto fue dicho en el tren, que corría y silbaba por las angosturas de Pancorvo. En el paisaje veía Juanito una imagen de su conciencia. La vía que lo traspasaba descubriendo las sombrías revueltas, era la indagación inteligente de Jacinta». (107).

«¡Andar así, llevados en las alas del tren, que algo tiene siempre para las almas jóvenes, de dragón de fábula, era tan dulce, tan entretenido...!» (133).

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«El tren se lanzaba por aquel campo triste como inmenso lebrel, olfateando la vía y ladrando a la noche tarda» (íd.).

«Volvían los esposos de Cádiz en el tren correo... al llegar a la estación de Jerez, ocurrió algo que hizo revivir inesperadamente lo que ambos querían olvidar». (148).

Cf. también todo el trayecto desde Zaragoza a Barcelona, pp. 120-121.

I, 109:

«y uno de estos amigos, al subir la escalera de piedra, encontró a una mujer que se estaba comiendo un huevo crudo... ¿Qué tal?...».

I, 109, 117:

al principio del segundo subcapítulo: «-Un huevo crudo... ¡Qué asco! -exclamó Jacinta» (109).

al fin: «-¿Sabes de qué me río? De pensar en la cara que habría puesto tu mamá si le entras por la puerta una nuera de mantón, sortijillas y pañuelo a la cabeza, una nuera que dice diquiá luego y no sabe leer». (117).

I, 117:

«-Quedamos en que no hay más cuentos.

-No más... Bastante me he reído ya de tu tontería».

No obstante tal afirmación, sigue la plática con el tema de Fortunata.

I, 121:

«En Barcelona estuvo Jacinta muy distraída... Durante tres días, la historia aquella del huevo crudo, la mujer seducida y la familia de insensatos que se amansaban con orgías, quedó completamente olvidada o perdida en un laberinto de máquinas ruidosas y ahumadas, o en el triquitraque de los telares. Los de Jacquard... tenían ocupada y suspensa la imaginación de Jacinta».

I, 124: «y sabré si hay o no algún hueverito por ahí».

I, 140, 146:

Cf. todo el final del quinto subcapítulo, p. 140: «justo... su destino es el destino de las perras... Di que sí».

el principio del sexto: «Jacinta estaba alarmadísima, medio muerta de miedo y de dolor. No sabía qué hacer ni qué decir. «Hijo mío -exclamó limpiando el sudor de la frente de su marido-, ¡como estás!... Cálmate, por María Santísima. Estás delirando.

-No, no; esto no es delirio, es arrepentimiento -añadió Santa Cruz», (140),

el final del sexto: «¿Y la otra... porque esto era lo que importaba». (146),

el principio del séptimo: «Santa Cruz tardó algún tiempo en dar la debida respuesta. Hacía rayas en el suelo con el bastón. Por fin se expresó así:

-Supe que en efecto había...» (íd.).

Cf. sucesivamente: I, 109, 113, 138:

«Como te iba diciendo, conocí a una mujer... Cosas de muchachos. Pero déjame que empiece por el principio. Érase una vez... un caballero anciano muy parecido a una cotorra y llamado Estupiñá, el cual cayó enfermo y...» (109),

«Es que Estupiñá me espiaba y le llevaba cuentos a mamá». (113),

«-¡Si la hubieras visto...! Fortunata tenía los ojos como dos estrellas, muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo Tomás y ahora en San Ginés. Pregúntaselo a Estupiñá; pregúntaselo si lo dudas». (138).

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I, 122, 147:

Estamos pensando, por ejemplo, en las reflexiones que formula Jacinta al visitar unos talleres en Barcelona, las cuales no dejan de evocar a Fortunata:

«No puedes figurarte -decía a su marido, al salir de un taller- cuánta lástima me dan esas infelices muchachas que están aquí ganando un triste jornal... se vuelven tan tontas, digo, que en cuanto se les presenta un pillo cualquiera se dejan seducir». (122).

Pensamos también en varios reparos que, negando al parecer la presencia de Fortunata, no hacen sino recordarla. Cf. arriba: I, 121, e igualmente, por ejemplo:

«Hasta tres días después no volvió a rebullir en la mente de Jacinta el gusanillo aquél». (147).

I, 105:

«Y a más de esto, todo cuanto Jacinta decía, aunque fuera la cosa más seria del mundo, le hacía a Juanito una gracia extraordinaria. Por cualquier tontería que éste dijese, su mujer soltaba la carcajada. Las crudezas de estilo popular y aflamencado que Santa Cruz decía alguna vez, divertíanla más que nada y las repetía tratando de fijarlas en su memoria. Cuando no son muy groseras, estas fórmulas de hablar hacen gracia, como caricaturas que son del lenguaje».

I, 89: «Perdición y salvamento del Delfín», título del Cap. IV, Parte Iª.

I, 106: «Porque Jacinta hiciese la primera pregunta...».

I, 106: «El tiempo se pasa sin sentir para los que están en éxtasis y para los enamorados. Ni Jacinta ni su esposo apreciaban bien el curso de las fugaces horas».

I, 106-107: «curiosidades que la inquietaban» -«oficiar de inquisidora»- «no dejó éste de sentirse un tanto molesto. Iban por las alamedas de chopos que hay en Burgos, rectas e inacabables, como senderos de pesadilla».

Algunos ejemplos: I, 112, 118, 129, 131, 132:

«-Si me quisieras contar algo más de aquello...- indicó Jacinta... Santa Cruz puso mala cara». (112).

«-Una sola cosa quiero saber; una sola...-Pero, hija ¿qué te importa? (118).

«No me hagas pensar en lo que quiero olvidar -replicó Santa Cruz con hastío-». (129).

«Jacinta sintió que de repente, sin saber cómo ni por qué, la picaba en el cerebro el gusanillo aquél, la idea perseguidora, la penita disfrazada de curiosidad. Juan se resistió a satisfacerla, alegando razones diversas. «-No me marees, hija... Ya te he dicho que quiero olvidar eso...» (13l).

«Aparentaba buen humor; pero la curiosidad de Jacinta le desagradaba ya». (132).

I, 119: «Quererte yo y ser tú como a ti mismo te pintas, son dos cosas que no puedo juntar».

I, 140, 143:

«Jacinta estaba alarmadísima, medio muerta de miedo y de dolor. No sabía qué hacer ni qué decir». (140).

«¡Oh! Dios mío, Juan, por amor de Dios, sosiégate; no digas más disparates. Acuéstate. Yo te haré una taza de té.

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-¡Y para qué quiero yo té, desventurada!... -dijo el otro en un tono tan descompuesto que a Jacinta se le saltaron las lágrimas-». (íd.).

«Jacinta temblaba. Le había entrado mortal frío, y daba diente con diente». (143).

I, 107, 151:

A la prístina confianza de Jacinta: «a poquito que los maridos se deslicen... ¡tras!, ya están cogidos» (107), podemos oponer, luego, su fracaso:

«Jacinta, que aún tenía poco mundo, se dejaba alucinar por las dotes seductoras de su marido». (151).

I, 137: «Bendita sea mi madrecita... que me casó contigo...»

I, 138:

«Uno y otro se estuvieron mirando breve rato, los ojos clavados en los ojos, hasta que Juan dijo en voz queda:

-¡Si la hubieras visto...!».

I, 399-400:

399, a partir de: «Jacinta se tragaba este acíbar sin decir nada a nadie. Sus temores de marras empezaban a condensarse», hasta, p. 400: «picos pardos seguros».

I, 114, 147, 148, 149:

«-¿Para qué preguntas tú? Si te digo que no la quería, te enfadas conmigo y tomas partido por ella». (114).

«La esposa dio un gran suspiro. No sabía por qué; pero tenía sobre su alma cierta pesadumbre, y en su rectitud tomaba para sí parte de la responsabilidad de su marido en aquella falta; porque falta había, sin duda. Jacinta no podía considerar de otro modo el hecho del abandono, aunque éste significara el triunfo del amor legítimo sobre el criminal, y del matrimonio sobre el amancebamiento». (147).

«Jacinta no quería que se le quedara en el alma una idea que tenía, y a la primera ocasión la echó fuera de sí:

-¡Pobres mujeres! -exclamó-. Siempre la peor parte para ellas». (148).

Véase también, p. 149, todo el párrafo que acaba con: «en el altar de su alma le ponía a la tal víctima una lucecita de compasión».

IV, 375-376:

a partir de: «Los afectos que se desbordaban del corazón de la Delfina...» hasta: «Con la muerte de por medio, la una en la vida visible y la otra en la invisible, bien podría ser que las dos mujeres se miraran de orilla a orilla, con intención y deseos de darse un abrazo».

IV, 335:

La Delfina, refiriéndose al atropello de Aurora por Fortunata, dice a Guillermina:

«¿Sabe usted que no he podido oír las misas con devoción acordándome de esa mujer? No la puedo apartar de mi pensamiento. Y lo peor es que lo que hizo ayer me parece muy bien hecho. Dios me perdone esta barbaridad que voy a decir: creo que con la justiciada de ayer, esa picarona ha redimido parte de sus culpas. Ella será todo lo mala que se quiera; pero valiente lo es. Todas deberíamos hacer lo mismo».

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I, 139, 141:

véase en particular: «Yo la perdí, la engañé, le dije mil mentiras, le hice creer que me iba a casar con ella. ...La engañé, le garfiñé su honor, y tan tranquilo. Los hombres, digo, los señoritos, somos unos miserables; creemos que el honor de las hijas del pueblo es cosa de juego... No me pongas esa cara, vida mía. Comprendo que tienes razón; soy un infame, merezco tu desprecio...».

IV, 137:

«No ser nadie en presencia de su mujer, no encontrar allí aquel refugio al que periódicamente estaba acostumbrado, le ponía de malísimo talante. Y era tal su confianza en la seguridad de aquel refugio, que al perderlo experimentó por vez primera esa sensación tristísima de las irreparables pérdidas y del vacío de la vida...».

I, 117:

Aun a la excelente Jacinta, que se pone resueltamente de parte de Fortunata:

«-Sí, la palabra de casamiento con reserva mental de no cumplirla; una burla, una estafa, una villanía». (I, p. 111. Cf. también arriba: I, 114, 147, 148, 149), no se le escapa que tal matrimonio hubiera sido, desde el punto de vista de la sociedad, una extravagancia:

«-¿Sabes de qué me río? De pensar en la cara que habría puesto tu mamá si le entras por la puerta una nuera de mantón, sortijillas y pañuelo a la cabeza, una nuera que dice diquiá luego y no sabe leer». (117).





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