Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —50→     —51→  

ArribaAbajoGaldós y la burguesía

Vicente Lloréns


En Luces de Bohemia, el esperpento que Valle Inclán publicó poco después de morir Galdós, uno de los personajes le dice a Max Estrella que los jóvenes piensan imponer su candidatura en la Academia Española; a lo que otro escritor modernista, Dorio de Gadex, añade: «Precisamente ahora está vacante el sillón de don Benito el Garbancero».

De haber conocido Galdós este calificativo, es posible que le hubiera molestado; pero la verdad es que pudo aceptarlo, y hasta con cierta complacencia, a pesar de su intención literaria denigrante.

El garbanzo es la base del cocido, y el cocido ha sido hasta nuestros días el tradicional alimento no sólo del pueblo bajo sino de la clase media madrileña, a la que pertenecen la mayoría de los personajes que pueblan el mundo novelesco de Galdós. Hasta un filósofo como el amigo Manso gusta del cocido, no obstante la nota de vulgaridad, tan poco especulativa o metafísica, que parece inherente a dicho producto culinario.

Si José Joaquín de Mora escribió una oda burlesca culpando al garbanzo de los numerosos males que aquejaban a los españoles, Galdós pudo haber salido en su defensa, al menos por ser el alimento cotidiano de la clase social española a que él pertenecía, y con la cual se identificaba.

En uno de los Episodios nacionales de la segunda serie, Los Apostólicos, Galdós nos presenta así la figura de don Benigno Cordero, comerciante madrileño:

Hombre laborioso, de sentimientos dulces y prácticas sencillas, aborrecedor de las impresiones fuertes y de las mudanzas bruscas, don Benigno amaba la vida monótona y regular, que es la verdaderamente fecunda. Compartiendo su espíritu entre los gratos afanes de su comercio y los puros goces de la familia, libre de ansiedad política, amante de la paz en la casa, en la ciudad y en el estado, respetuoso con las instituciones que protegían aquella paz, amigo de sus amigos, amparador de los menesterosos, implacable con los pillos, fuesen grandes o pequeños, sabiendo conciliar el decoro con la modestia, y conociendo el justo medio entre lo distinguido y lo popular, era acabado tipo del burgués español que se formaba del antiguo pechero fundido con el hijodalgo, y que más tarde había de tomar gran vuelo con las compras de bienes nacionales y la creación de las carreras facultativas, hasta llegar al punto culminante en que ahora se encuentra.

La formidable clase media, que hoy es el poder omnímodo que todo lo hace y deshace, llamándose política, magistratura, administración, ciencia, ejército, nació en Cádiz entre el estruendo de las bombas francesas y las peroratas de un congreso híbrido, inocente, extranjerizado si se quiere, pero que brotado había como un sentimiento, o como un instinto ciego, incontrastable, del espíritu nacional.

El tercer estado creció, abriéndose paso entre frailes y nobles, y echando a un lado con desprecio estas dos fuerzas atrofiadas y sin savia, llegó a imperar en absoluto, formando con sus grandezas y sus defectos una España nueva.



Entre otras cosas, el pasaje anterior, escrito en 1879, ofrece un contraste singular no ya con la actitud antiburguesa de la novelística francesa coetánea, sino, dentro de la literatura española, con la de los escritores de la generación siguiente, la del 98.   —52→   Todos los cuales pertenecían a la misma clase social que Galdós, clase identificada por él, más o menos justificadamente, con la burguesía.

Para Unamuno la clase media pintada por Galdós en su obra literaria no pasa de ser un «sainete grotesco». Y Baroja, que llegó a ejercer por un momento la actividad comercial, arremete así contra sus compañeros de oficio en El árbol de la ciencia: «¡Qué admirable lugar común para que los obispos y generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido». Sabido es que para Ortega el comerciante constituye el tipo más despreciable de vida humana.

Galdós no es tan sólo el más cabal exponente literario de la clase media de su tiempo por haber centrado en ella la casi totalidad de su obra novelística. Lo es también porque escribe para ella. De ahí su estilo «agarbanzado» que la estetizante generación del 98 no le perdonará.

No rehuye Galdós el personaje mediocre, ni podía rehuirlo, dada su intención literaria. Como es sabido, el propósito de los Episodios nacionales (por lo menos de las dos primeras series) es hacer la historia del español corriente y moliente, de Fulano y Mengano, vulgar a veces, poco inteligente si se quiere, pero con virtudes superiores a las intelectuales (que por otra parte no son, para Galdós, las que más importan).

Si ese español medio constituye la figura más reiterada -si no la más importante- de su novela histórica, a tono con él tendrá que estar la expresión literaria, ya que, según el propio Galdós, visión y estilo están en relación de íntima dependencia. Pero, además, Galdós escribe para aleccionamiento del lector, y ese lector no es otro que el mismo español de la clase media que aparece con tanta frecuencia en las páginas de los Episodios.

Lo que para el esteticismo posterior rezumaba vulgaridad, para Galdós era en verdad un doble triunfo, como expresión natural del personaje corriente, y expresión adecuada para la finalidad docente que perseguía. Sin que, por su naturalidad, dejara de ser una innovación literaria frente al estilo académico, oratorio y casticista de otros escritores.

Por lo demás, conviene recordar que don Benigno Cordero no es el Mr. Homais de Flaubert ni el don Braulio de Larra. Don Benigno es un lector de Rousseau y un liberal. Ya nos dice Galdós que la clase social a que pertenece nació en Cádiz, y aunque esto no sea del todo exacto, es cierto que burguesía y liberalismo aparecen entonces juntos por primera vez en España.

Mas don Benigno no es simplemente un hombre cuyas ideas políticas le sirven de adorno. El pacífico comerciante se había distinguido combatiendo por la libertad en las calles de Madrid en las jornadas de julio de 1822, y Galdós se complace en destacar su heroísmo en el episodio titulado 7 de Julio.

Una parte del ejército, instigada por el propio rey, intenta apoderarse de la capital y derrocar el sistema constitucional. El gobierno no cuenta apenas con más defensores que la Milicia nacional, formada por gentes diversas del pueblo madrileño, entre las cuales figura don Benigno. Como los demás, se apresta a la lucha, y su acción la describe Galdós en estos términos:

Palarea, a caballo junto a la pieza de artillería, dio un grito horrible, y con el sable vigorosamente empuñado por la trémula diestra rugió órdenes. El comandante de la Milicia que mandaba en aquel punto a los cazadores sintió en su interior un estremecimiento terrible, una rápida sensación de frío, a que siguió súbito calor. Ideas ardorosas cruzaron por su mente, su corazón palpitaba con violencia, su nariz, pequeña, perdió el color, resbaláronsele por la nariz abajo los espejuelos de oro, apretó el sable con el puño, apretó los dientes, y   —53→   alzándose sobre las puntas de los piececillos, hizo movimientos convulsivos semejantes a los de un pollo que va a cantar, tendiéronsele las cuerdas del pescuezo, púsose como un pimiento y gritó:

-¡Viva la constitución!... ¡Cazadores de la Milicia... carguen!

Era el nuevo Leónidas, don Benigno Cordero. Impetuoso y ardiente, se lanzó el primero, y tras él los cazadores atacaron a la bayoneta.

Antes de dar este paso heroico ¡qué horrible crisis conmovió el alma del pacífico comerciante! Don Benigno no había matado nunca un mosquito: don Benigno no era intrépido, ni siquiera valiente, en la acepción que se da vulgarmente a estas palabras.

Mas era un hombre de honradez pura, esclavo de su dignidad, ferviente devoto del deber hasta el martirio callado y frío, poseía convicciones profundas, creía en la Libertad y en su triunfo y excelencias como en Dios y sus atributos, era de los que preconizaban la absoluta necesidad de los grandes sacrificios personales para que triunfen las grandes ideas, y viendo llegar el momento de ofrecer víctimas, sentíase capaz de ofrecer su vida miserable. Era un alma fervorosa dentro de un cuerpo cobarde, pero obediente.

Cuando vio que los suyos vacilaban indecisos, cuando vio el fulgor del sable de Palarea y oyó el terrible grito del brigadier guerrillero y médico, su alma pasó velozmente y en el breve espacio de algunos segundos de sensación a sensación, de terribles angustias a fogosos enardecimientos. Ante sus ojos cruzó una visión, y ¡qué visión, Dios poderoso! ... Pasó la tienda, aquel encantador templo de la subida a Santa Cruz, pasó la anaquelería, llena de encajes blancos y negros en elegantes cajas. Las puntillas de Almagro y de Valenciennes se desarrollaron como tejidos de araña, cuyos dibujos bailaban ante sus ojos, pasaron los cordones de oro, tan bien arreglados en rollos por tamaños y por precios, pasó escueta la vara de medir, pasaron los libros de cuentas, y el gato que se relamía sobre el mostrador, pasaron en fin, la señora de Cordero y los borreguitos, que eran tres, si no miente la historia, todos tan lindos, graciosos y sabedores, que el buen hombre habría dejado el sable para comérselos a besos.

Pero aquel hombre pequeño, estaba decidido a ser grande por la fuerza de su fe y de sus convicciones, borró de su mente la pérfida imagen doméstica que le desvanecía y no pensó más que en su puesto, en su deber, en su grado, en la individualidad militar y política que estaba metida dentro del don Benigno Cordero de la subida de Santa Cruz.

Entonces el hombre pequeño se transfiguré. Una idea, un arranque de la voluntad, una firme aplicación del sentido moral bastaron para hacer del cordero un león, del honrado y pacífico comerciante de encajes un Leónidas de Esparta. Si hoy hubiera leyenda, si hoy tuviéramos escultura y don Benigno se pareciese a una estatua, ¡qué admirable figura la suya elevada sobre un pedestal en que se leyese: «Cordero en el paso de Boteros»!



Un poco más y Galdós hubiera hecho de don Benigno un personaje ridículo, grotesco. No lo es porque la ironía galdosiana, heredera legítima de la cervantina, ama a sus criaturas, cuando son nobles, a pesar de sus flaquezas o locuras. El escuálido Rocinante, caricatura de caballo, no empequeñece el esfuerzo quijotesco, ni don Benigno, entrando en combate con movimientos convulsivos de pollo que va a cantar, deja de ser un héroe del liberalismo español.

Todo cuanto se refiere a don Benigno Cordero, cumplido representante de la clase media liberal de su tiempo, corresponde a la segunda serie de los «Episodios nacionales», redactada entre 1875 y 1879.

Si Galdós hubiera interrumpido entonces, como se había propuesto, los Episodios, de esa clase media personificada por el comerciante madrileño no nos habría quedado más que una imagen favorable y optimista. Pero Galdós reanudó los Episodios tardíamente, casi veinte años después de haberlos dado por conclusos, y los continuó hasta   —54→   1912. Y ocurre que en las nuevas series publicadas, sobre todo en las últimas, su visión ha cambiado notablemente.

Desde luego, nada hay de pujante en la clase media de principios de la Restauración, es decir, de los años en que había redactado Los Episodios mencionados anteriormente. En 1879, cuando escribía Los Apostólicos, la clase media, como hemos visto, ejercía aún según Galdós un poder omnímodo, y como creadora de una nueva España, se imponía vigorosamente a las demás. Ahora, esa misma clase de 1879, vista desde el 1912, se ha convertido en una desmedrada clase de levita y chistera.52

Sabrás ahora, mujercita inexperta -dice Tito en Cánovas- que los españoles no se afanan por crear riquezas, sino que se pasan la vida consumiendo la poca que tienen, quitándosela unos a otros con trazas o ardides que no son siempre de buena fe.

Cuando sobreviene un terremoto político, dando de sí una situación nueva, totalmente nueva, arrancada de cuajo de las entrañas de la Patria, el pueblo mísero acude en tropel, con desaforado apetito, a reclamar la nutrición a que tiene derecho. Y al oírme decir pueblo ¡oh Casiana mía!, no entiendas que hablo de la muchedumbre jornalera de chaqueta y alpargata, que ésos, mal que bien, viven del trabajo de sus manos. Me refiero a la clase que constituye el contingente más numeroso y desdichado de la grey española: me refiero a los míseros de levita y chistera, legión incontable que se extiende desde los bajos confines del pueblo hasta los altos linderos de la aristocracia, caterva sin fin, inquieta, menesterosa, que vive del meneo de plumas en oficinas y covachuelas, o de modestas granjerías que apenas dan para un cocido. Esta es la plaga, esta es la carcoma del país, necesitada y pedigüeña, a la cual ¡oh ilustre compañera mía! tenemos el honor de pertenecer.



La clase media es también ahora la de la gente cursi. «Sigo creyendo -dice en otro lugar de Cánovas- que la llamada gente cursi es el verdadero estado llano de los tiempos modernos». Otras veces aparece formada por una casta de señoritos. Recuérdese que a don Baldomero Santa Cruz, el activo comerciante de Fortunata y Jacinta, le sucede Juanito Santa Cruz, que ya no es más que un ocioso señorito madrileño.

En la segunda mitad del XIX todo son síntomas de decaimiento. Hasta en lo físico. Lucila Ansúrez, que Galdós hace surgir, o poco menos, como una diosa antigua de entre las ruinas del castillo de Atienza, pertenece a la hermosa y fuerte raza de los Ansúrez, aptos para desenvolverse vigorosamente en las actividades más diversas; pero su hijo, Vicentito Halconero, delicado e imaginativo, nace ya cojo. Incapaz de jugar como los demás niños, se entregará precozmente a los libros.

El burgués medio representativo de esta época es el segundo marido de Lucila, don Ángel Cordero. He aquí cómo lo describe Galdós:

Del señor don Ángel Cordero debe decirse que era un paleto ilustrado, mixtura gris de lo urbano y lo silvestre, cuarentón, de rostro trigueño, con ojos claros y corto bigote rubio: carácter y figura en que no se advertía ningún tono enérgico, sino la incoloración de las cosas desteñidas. Sus padres, lugareños de riñón bien cubierto, se vanagloriaban de juntar en él la riqueza y la cultura. Siguió, pues, el tal la carrera de abogado en Madrid, con lo que empenachó cumplidamente su personalidad: tomó gusto a la Economía Política, estudióla superficialmente, haciendo acopio de cuantos libros de aquella socorrida ciencia se escribieron. Con   —55→   este caudal siguió siendo lugareño, y vivía la mayor parte del año en sus tierras, cultivándolas por los métodos rutinarios y llevando con exquisita nimiedad la cuenta y razón de aquellos pingües intereses... Completan la figura su honradez parda, su opaca virtud y aquel reposo de su espíritu que nada concedía jamás a la imprevisión, nada a la fantasía, y era la exactitud, la medida justa de todas las cosas del cuerpo y del alma.



El contraste entre este Cordero de 1867 y el de 1822 es tan acusado que hace olvidar las semejanzas de clase social que pueden unirlos. Don Ángel es una figura desteñida, gris, sin relieve; hasta sus virtudes son pardas, opacas. Sobre don Benigno tiene la ventaja, si así puede llamarse, de una cierta cultura, pero superficial, y que no le sirve para apartarse de sus métodos rutinarios como agricultor.

En el fondo es un lugareño, un paleto, no un ciudadano como don Benigno, que tiene conciencia de sus deberes cívicos y sabe cumplir con ellos, luchando en su defensa, si llega el caso, con las armas en la mano. Mientras el sonriente y bondadoso don Benigno se dispone al sacrificio personal en aras del bien común, don Ángel, apartado de toda contienda política, no atiende más que a la protección de sus propios intereses. Su símbolo es el paraguas: recordemos aquella colección de paraguas de todas clases, que cuidaba con tanto esmero. Quería protegerse, cubrirse, y a ese afán respondía aquel artefacto protector del individualismo egoísta: no mojarse.

Indudablemente el Galdós que escribe en 1907 no es el mismo de treinta años antes. Y si en la distancia que separa al joven del viejo Galdós influyen nuevas ideas, también las nuevas circunstancias históricas en que le tocó vivir dejaron su huella. Muy principalmente la Restauración, incluyendo por supuesto la etapa de la Regencia, que fue al parecer la más decisiva para él.

Lo que ese período de la historia española significó para las generaciones subsiguientes, puede verse en estas palabras de Ortega y Gasset escritas en 1914:

La Restauración -dice en Vieja y nueva política, para repetirlo enseguida en las Meditaciones del Quijote- significa la detención de la vida nacional. No había habido en los españoles, durante los primeros cincuenta años del siglo XIX, complejidad, reflexión, plenitud de intelecto, pero había habido coraje, esfuerzo, dinamismo. Si se quemaran los discursos y los libros compuestos en ese medio siglo y fueran sustituidos por las biografías de sus autores, saldríamos ganando ciento por uno... Hacia el año 1854 -que es donde en lo soterraño se inicia la Restauración- comienzan a apagarse sobre este haz triste de España los esplendores de ese incendio de energías: los dinamismos van viniendo luego a tierra como proyectiles que han cumplido su parábola: la vida española se repliega sobre sí misma, se hace hueco de sí misma. Este vivir el hueco de la propia vida fue la Restauración.



Anticipándose a Ortega, Galdós en Cánovas (1912) caracteriza la política de la Restauración como «una política de inercia, de ficciones y de fórmulas mentirosas». El pensamiento de Cánovas lo cree dirigido a «sofocar la tragedia nacional, conteniendo las energías étnicas dentro de la forma lírica, para que la pobre España viva mansamente hasta que lleguen días más propicios». Y si Unamuno se había referido al «marasmo» nacional, Galdós habla de «la vacuidad histórica que caracterizó aquellas décadas».

Inercia, vacuidad, ficción, todo contribuye a darnos una imagen triste -el «triste país» de Baroja-, silenciosa y aburrida de la vida española: «Un gentío espeso, silencioso y embotado, que a mi parecer personificaba de un modo gráfico el aburrimiento nacional».

  —56→  

Nada, por otra parte, más dramático que este final de los Episodios nacionales, vistos en su conjunto como historia española de casi un siglo: tras largos años de intermitente agitación y guerra vamos a parar a una paz no menos infecunda. Galdós, a principios del siglo XX, acaba exhortando a la revolución en términos que recuerdan curiosamente los de algunos liberales jacobinos de principios del siglo XIX.

En su senectud Galdós coincide, pues, con los entonces jóvenes escritores del 98 o sus epígonos, al condenar la España de la Restauración principalmente por su estancamiento y vacío, por su falta de energía creadora. Pero como sucede en otros casos, la coincidencia es más bien tangencial. En su concepto dinámico, creador, de la vida y de la política, Galdós no recibió, que yo sepa, el menor impulso nietzscheano.

Galdós fue un liberal sin entusiasmo alguno por el parlamento. La oratoria, tan favorecida en su tiempo, le pareció una debilidad española y sobre todo andaluza. (Recuérdese su ambivalente actitud ante Castelar). Incapaz él mismo, como otros grandes escritores, de perorar en público, la facilidad verbal de sus compatriotas la cree síntoma de incapacidad política. Pues para él, en la vida política, como en toda vida fecunda, lo importante es la acción creadora. En vez de palabras, Galdós quería acciones.

Santiago Ibero, el joven que irrumpe en la vida española por los años de la Revolución de septiembre, dice en una ocasión a su amigo Maltrana:

«No quiero libros ni carreras... Mis libros serán la acción. No siento ningún deseo de conocer, sino de hacer».



Desde los primeros Episodios Galdós fue destacando las figuras de aquellos españoles que de uno u otro modo, movidos por fuerte voluntad de acción, hicieron algo positivo y eficaz. Así, en primer término, el pueblo español en su lucha por el mantenimiento de la nacionalidad frente a Napoleón, ya en su conjunto (Bailén, Zaragoza), ya individualmente (El Empecinado). Luego vienen tanto Espartero como Zumalacárregui y Cabrera, sin que en este punto, y quizá sólo en éste, se deje llevar Galdós por su patente partidismo liberal. Pues unos y otros, no obstante la diversidad de sus propósitos, lograron cumplirlos por igual, gracias a su esfuerzo y capacidad de realización.

A Baroja le reprochó Ortega y Gasset que en las «Memorias de un hombre de acción» hubiera confundido la aventura con la acción propiamente dicha. Si Aviraneta es más bien un aventurero, los personajes que Galdós admira son en cambio verdaderos hombres de acción, lo mismo cuando actúan como guerreros que como políticos. Así por ejemplo Mendizábal, que sin librar una sola batalla campal, lucha políticamente y logra imponer su voluntad convirtiendo sus intenciones e ideas en actos.

En El grande Oriente Galdós nos hace asistir a una reunión de la camarilla constitucional, formada por destacados políticos (Quintana y Martínez de la Rosa entre otros, apenas disimulados bajo nombres ficticios) para tomar medidas urgentes en relación con el propósito atribuido a los comuneros de asaltar la cárcel y matar a Vinuesa. Pero aquellos ilustres personajes no llegan a adoptar ninguna decisión eficaz.

¡Ay¡ Desgraciadamente para España, en aquellos hombres no había más que talento y honradez: el talento de pensar discretamente y la honradez que consiste en no engañar a nadie. Faltábales esa inspiración vigorosa de la voluntad, que es la potente fuerza creadora de los grandes actos...

  —57→  

¿Cuál de las dos camarillas -añade más adelante- es más responsable ante la historia: la del populacho, o la de los hombres leídos? No es fácil contestar. La primera, en medio de su barbarie, había resuelto algo en el asunto del día: la segunda, con toda su ilustración, no había resuelto nada.



Ahora bien, ese concepto de la vida como acción tiene en Galdós una raíz liberal-burguesa. Si la clase media puede abrirse paso desplazando vigorosamente a aristócratas y religiosos, dos clases económicamente improductivas, fue justamente por su dinamismo y laboriosidad. El burgués medio no es para Galdós un personaje ocioso, sino todo lo contrario, un hombre activo, creador de riqueza.

Lo peor, pues, que podía ocurrirle a esa clase media, independiente y recelosa siempre por otra parte del poder público, era convertirse en una plaga de oficinistas de levita y chistera, al servicio del aparato gubernamental y sustentándose del presupuesto.

No deja de ser chocante (aparte de considerar a esa clase el contingente más numeroso y desdichado de la grey española) que en el momento en que empezaba a adquirir consistencia la burguesía industrial de Cataluña y Vizcaya, Galdós ni siquiera la mencione. Sin duda, ésta es una de las limitaciones de los Episodios nacionales como interpretación novelesca de la historia española en el siglo pasado. Aunque la geografía de los Episodios se extienda a veces por diferentes partes de España, lo cierto es que el ámbito político y social se reduce casi totalmente a Madrid. El madrileñismo de Galdós ofrece cierta semejanza, bien que en plano muy diverso, con el andalucismo de Cánovas, que llega al poder veinte años después del Manifiesto de Manzanares, y trata de estabilizar un régimen político sobre la base de la propiedad rural, sin darse cuenta de que la balanza político-económica que hasta mediados de siglo gravitó hacia Andalucía, empezaba a inclinarse del lado de Cataluña y el Norte.

Es lo más probable que para Galdós no pasara inadvertida la presencia de esa nueva burguesía vasco-catalana, sobre todo al escribir los últimos Episodios, ya entrado el siglo XX, cuando nadie podía ignorarla.

Pero pudo desentenderse de ella y en consecuencia del proletariado industrial, no sólo por ajena a la realidad social del Madrid de entonces, sino también, por la connotación clerical y reaccionaria que la caracterizó desde el principio.

Pues otra de las lacras de la Restauración, a juicio de Galdós, fue su renaciente clericalismo. Aspecto, dicho sea de paso, apenas mencionado en su crítica de la Restauración por los escritores del 98. Y es que la Generación del 98, aunque más decididamente opuesta al catolicismo, y quizás por esta misma razón, es menos anticlerical. El anticlericalismo de Galdós, en cambio, se exacerba a principios de este siglo y se manifiesta notoriamente en los últimos Episodios nacionales. Así, en el cuadro desolado y triste de España que traza en Cánovas, destaca el amargo desengaño anticlerical del autor viendo que los hijos de aquellos supuestos revolucionarios de la clase media de 1868 acabaron luego educándose en colegios religiosos.

Ahora bien, en ese como en otros Episodios, Galdós no comete propiamente un anacronismo. Aprovecha, por decirlo así, una coincidencia. Proyecta sobre el pasado su preocupación presente (el anticlericalismo de la época de Canalejas, uno de cuyos exponentes e iniciadores fue Galdós), pero por otra parte es fiel a la verdad histórica. La invasión de los frailes franceses en la España de Cánovas, a consecuencia de la legislación anticlerical de la República vecina, pudo no tener las proporciones que le atribuye Galdós, pero debió ser un fenómeno nuevo y sorprendente para los españoles,   —58→   habituados desde la época de Mendizábal a la ausencia de las órdenes religiosas en la vida cotidiana del país. (Nicolás Estévanez cuenta en sus Memorias que en 1877 estando en París como emigrado político, vio por primera vez en la calle «lo que jamás había visto: un fraile».)

Por todo ello no es de extrañar que en los últimos Episodios, redactados a principios del siglo XX, Galdós vuelva sus ojos a Europa, concretamente a Inglaterra y Francia, donde la burguesía seguía viviendo al menos dentro de la tradición liberal a que debió su existencia, y fiel por consiguiente al principio de la libertad de conciencia, que constituye el fundamento del anticlericalismo galdosiano.

Ningún Episodio más revelador en este respecto que el titulado La de los tristes destinos. Sobre el fondo histórico de la Revolución de Septiembre, Galdós ha urdido una trama novelesca en donde nos da, no su visión juvenil de aquel acontecimiento, del que fue testigo, sino su desilusión posterior. Ahora, en 1907, al cabo de unos cuarenta años, da por fracasada desde el primer momento la revolución por no haber producido la transformación verdaderamente revolucionaria que él sin duda hubiera deseado. Así, Santiago Ibero y Teresa Villaescusa, los protagonistas imaginarios de la novela histórica, no pudiendo unirse libremente sin escándalo, ni vivir de su propio esfuerzo, acabarán por huir de España, la España con honra de la vana retórica revolucionaria, hacia la Europa que les brinda libertad de conciencia y trabajo fecundo. La Europa a que se refiere Galdós es la Europa burguesa y creadora de la Exposición universal de París de 1867, y de la gran «colmena laboriosa» de Londres. En esta ciudad viven y han prosperado españoles que en otros tiempos encontraron allí refugio tras las contiendas políticas de su patria: el relojero Losada, Carreras el «tobaconist». Como vemos, aun en pleno centro del capitalismo británico, lo que Galdós sigue destacando es al comerciante, al pequeño burgués.

La burguesía capitalista, que sigue el famoso lema de Guizot «enriqueceos», no es para Galdós más que la expresión de un «glacial positivismo». Y si admira al banquero Salamanca no es por su riqueza sino por su carácter y espíritu emprendedor de «self-made man», que no quedó por lo demás limitado a las finanzas.

Lo que a Galdós le importa como español deseoso del progreso de su país no es propiamente la producción o distribución de la riqueza, sino el trabajo. De ahí su preocupación por la clase media. Al fin y al cabo -recordemos uno de los pasajes de Cánovas mencionado antes- el obrero vive de su trabajo, o sea que hace algo positivo y creador, mientras que la depauperada clase media se pasa el tiempo esperando el favor oficial, el empleo público, que es la más infecunda de las ocupaciones.

Ya en El Grande Oriente lamenta Galdós que la tendencia democratizante del segundo período liberal (1820-1823) atrajera a la política a gente del pueblo que vivía antes de sus oficios. Lejos de ser esto un bien, como pudiera parecer, lo que ocurrió fue que quienes entraban una vez en la maquinaria gubernamental o representativa, ya no volvían luego al ejercicio de su profesión, en espera de nuevos cargos políticos.

Este mal parasitario es el que vino luego repitiéndose, acrecentado, a lo largo del siglo. Contra él se rebela, en La de los tristes destinos, el joven Santiago Ibero, espíritu independiente y emprendedor, y ese es uno de los motivos que le impulsará a salir de España.

Ibero había sido testigo de los preparativos revolucionarios del 68 en París y Londres, había embarcado con el séquito de Prim rumbo a Cádiz, y había presenciado en esta ciudad la proclamación de la Soberanía Nacional que iba a poner fin al   —59→   reinado de Isabel II. Después de la batalla de Alcolea, acompaña en un tren que se dirige a Madrid al influyente «unionista» Tarfe. Y llega el momento en que este caballero le dice:

¡Libertad... España con honra!... Eso hemos gritado... Pues con honra y libertad, ya estás en camino para volver a la sociedad a que perteneces, y en la cual, por tu mérito, te corresponde un puesto, una posición quiero decir... Como ahora estamos en candelero, gracias a Dios, yo te aseguro que para entrada... fíjate, para entrada, puedes contar con una plaza de diez y seis mil reales, ya en Hacienda, ya en Fomento. Pronto te subiremos a veinte mil... No puedes quejarte.

Aturdido por su locuacidad de señorito parlamentario, no se fijó Tarfe en el rostro de Ibero, ni supo leer en él la expresión intensamente despectiva con que escuchada fue la promesa de protección. Irónico, destilando amargura, agradeció Santiago la generosidad del caballero, que a todos los buenos españoles quería dar abrigo y pienso en los pesebres burocráticos. Desde aquel momento, el infeliz Ibero, solo, errante, sin calificación ni jerarquía en la gran familia hispana, miró desde la altura de su independencia espiritual la pequeñez enana del prócer, hacendado y unionista.



Santiago y Teresa acabarán por huir hacia la Europa que en vez de empleos burocráticos y prejuicios sociales y religiosos, les brinda trabajo, libertad y tolerancia.

He aquí, una vez más, un Episodio nacional que ofrece la confluencia de una doble visión histórica: de un lado, la revolución de Septiembre de 1868, de otro la España de principios del siglo XX, con sus preocupaciones ideológicas, entre ellas la cuestión religiosa y la europeización.

Un año antes Unamuno había publicado un famoso artículo, en donde contradiciendo lo dicho por él mismo en los ensayos de En torno al casticismo, preconizaba la africanización en vez de la europeización de España. (Africanización, dicho sea entre paréntesis, tan europeísta en el fondo como la de los europeizantes, por cuanto, con incongruencia perfectamente unamuniana, se fundaba en antiguos Padres de la Iglesia de formación romana, y en un moderno poeta inglés protestante).

En aquel debate sobre el valor de lo europeo como fuente de renovación española, Galdós no dejó de intervenir al redactar su novela histórica La de los tristes destinos. Su punto de vista liberal-burgués está muy claro en el siguiente elogio del Ferrocarril del Norte, digresión irónica que tiene cierto parecido con otras de Baroja:

¡Oh ferrocarril del Norte, venturoso escape hacia el mundo europeo, divina brecha para la civilización!... Bendito sea mil veces el oro de judíos y protestantes franceses que te dio la existencia, benditos los ingeniosos artífices que te abrieron en la costra de la vieja España, hacinando tierras y pedruscos, taladrando los montes bravíos y franqueando con gigantesco paso las aguas impetuosas. Por tu férrea senda corre un día y otro el mensajero incansable, cuyo resoplido causa espanto a hombres y fieras, alma dinámica, corazón de fuego... Él lleva y trae la vida, el pensamiento, la materia pesada y la ilusión aérea, conduce los negocios, la diplomacia, las almas inquietas de los laborantes políticos y las almas sedientas de los recién casados, comunica lo viejo con lo nuevo, transporta el afán artístico y la curiosidad arqueológica, a los españoles lleva gozosos a refrigerarse en el aire mundial, y a los europeos trae a nuestro ambiente seco, ardoroso, apasionado. Por mil razones te alabamos, ferrocarril del Norte, y si no fuiste perfecto en tu organización, y en cada viaje de ida o regreso veíamos faltas y negligencias, todo se te perdona por los inmensos beneficios que nos trajiste, ¡oh grande amigo y servidor nuestro, puerta del tráfico, llave de la industria, abertura de la ventilación universal y respiradero por donde escapan los densos humos que aún flotan en el hispano cerebro!



Princeton University



Anterior Indice Siguiente