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Anales galdosianos

Año II, 1967

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ArribaAbajoSobre el «krausismo» de Galdós

Denah Lida


A la memoria de Ángel del Río


- I -

Al llegar a Madrid en 1862 se encuentra Galdós con un ambiente de represión, de crisis en aumento, ante el cual reacciona como muchos jóvenes de su época.1 Sólo que, bien pronto, hallará su instrumento de expresión en la página escrita. Aunque Galdós figura más adelante en las Cortes como diputado, no será de los que se distingan por su oratoria. Sus primeras incursiones en la novela -La Fontana de Oro y El audaz2- le llevarán hacia la historia patria y los Episodios nacionales. Después, con las obras que siguen, va explorando Galdós el camino que le llevará a las Novelas españolas contemporáneas. Aparecerán el tema religioso -Gloria, Doña Perfecta, La familia de León Roch-, el de la educación -La desheredada, El amigo Manso, El doctor Centeno- y, simultánea o sucesivamente, el de la burocracia, el de la economía, y hasta el de la cesantía. Su postura combativa frente a la ignorancia, la mala educación, la pobreza, la corrupción en todos los órdenes, moral, político o religioso, no cambiará radicalmente a lo largo de su vida, aunque sí vaya adquiriendo nuevos y más perfectos modos de expresión. Desde sus primeros escritos en La Nación, diario progresista, critica el tradicionalismo reaccionario, y propugna la renovación y el avance en materia científica, económica y moral.3 Rechacemos la imagen de un provinciano que se deja formar pasivamente por la Facultad de Derecho de la Universidad Central; uno de sus biógrafos lo describe como «a tenacious lad of unusual moral courage».4 No es pura casualidad que los profesores a quienes más se acercó fuesen dos interesantes figuras relacionadas con el movimiento reformador de la Universidad: Fernando de Castro y Alfredo Adolfo Camus.5

Durante esos primeros años en Madrid Galdós frecuentará los sitios en que se reúnen los liberales -cafés, clubs, el Ateneo-: desea informarse y participar en su actividad. Predispuesto en favor de los ideales que profesan sus contertulios, es natural que se deje influir por ellos. Rubén Landa nos dice que Giner, «[...] en su afán de encontrar y formar hombres que salvasen a España de su decadencia, 'descubre' a Galdós ya cuando este publica su primera novela [...]».6 Pero Galdós nunca formará parte de la llamada escuela krausista «or whatever each one understood as Krausism».7 En realidad, por los años en que Galdós inicia su labor literaria no se habla en especial de Krause.8 Hacía ya tiempo que Sanz, inspirado en el filósofo alemán, había llegado a una interpretación personal del «ideal de la humanidad» que sus discípulos llevaron al terreno de la enseñanza. Giner y sus compañeros no enseñaban una filosofía; enseñaban a filosofar.9 Sus críticos los tildan de «acatólicos», «fementidos», «librecultistas y pseudo-filósofos», libertinos, ateos, hipócritas, materialistas, positivistas, más bien que de krausistas.10 Con estos epítetos, antes definían sus variados temores que la índole del enemigo.11

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No debe sorprendemos, pues, que Galdós escoja de las doctrinas y declaraciones de unos y otros lo que más responda a sus fines artísticos.12 Si bien al principio su mundo literario está poblado de figuras algo acartonadas,13 pronto se llenará de vitalidad, de hombres de carne y hueso que acaso representan o sugieren ciertos tipos, pero que no serán símbolos a secas. La tesis, en la medida en que pueda decirse que la haya, quedará entonces en lugar secundario con respecto a las exigencias estéticas, a la complejidad y tumulto vital a que aspira al arte de Galdós.14 Ya en 1870 había definido su ideal de narrador en un artículo que dedica a los Proverbios de Ventura Ruiz Aguilera.

La novela moderna de costumbres ha de ser la expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo de esa clase [la clase media], de la incesante agitación que la elabora, de ese empeño que manifiesta por encontrar ciertos ideales y resolver ciertos problemas que preocupan a todos, y conocer el origen y el remedio de ciertos males que turban las familias. La grande aspiración del arte literario en nuestro tiempo es dar forma a todo esto.15



Lázaro -el estudiante universitario de La Fontana de Oro-, Pepe Rey, Teodoro Golfín, portaestandartes del progreso, tienen algo del hombre moderno en busca de ese mundo mejor a que aspiraban no sólo los partidarios de Sanz y de Giner, sino otros liberales.16 Pero esos personajes no llegan a tener vibración de humanidad; se quedan en símbolos del fervor liberal (Lázaro); de unas ideas a que se oponen las del conservadorismo tradicionalista, mucho más fuerte y eficaz (Pepe Rey);17 del científico que puede mejorar físicamente al hombre, aunque es incapaz de modificar su tabla de valores (Golfín). Sin embargo, estos primeros experimentos, fracasados para quien los compare con el mejor Galdós, apuntan ya a lo que serán los personajes progresistas de que aquí nos ocuparemos: son hombres educados, inteligentes, de moral rigurosa. A algunos se les teme, se desconfía de ellos, se les considera ateos. Pero de todas las novelas anteriores a La familia de León Roch es quizá Gloria la única en que Galdós introduce puntos de vista que los enemigos atribuían a una ideología krausista, como, por ejemplo, la armonía, más que tolerancia, religiosa18 basada en una interpretación personal, íntima de Dios.19 En la sociedad española del siglo XIX, se diría, no hay solución viable ni para Gloria ni para Morton, y la única esperanza de armonía la encarna el novelista en un porvenir poco claro y seguro, aunque posible: el hijo.20

Como sabemos, al problema religioso le da Galdós muchas vueltas, y nos lo presenta en diversas obras, cada vez con otro matiz u otra perspectiva. Muy pronto reconoció que era, sobre todo en la clase media, tema que ofrecía materia novelable de primer orden. Así lo declara en el artículo a que aludimos antes, de 1870.

[...] en la vida doméstica, ¡qué vasto cuadro ofrece esta clase, constantemente preocupada por la organización de la familia! Descuella en primer lugar el problema religioso, que perturba los hogares y ofrece contradicciones que asustan, porque mientras en una parte la falta de creencias afloja o rompe los lazos morales y civiles que forman la familia, en otras produce los mismos efectos el fanatismo y las costumbres devotas.21





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- II -

Con La familia de León Roch se inicia un grupo de novelas en las que se perfilan más netamente tipos de tendencia krausista e ideas que la reflejan. Los personajes se parecen poco entre sí, aunque tienen en común algunos rasgos; las circunstancias de su vida ofrecen aun menos semejanza, y los argumentos sólo coinciden en el «fracaso» de los hombres modernos frente a la sociedad tradicional.22 En las ideas hay más conformidad: Galdós sigue combatiendo la ignorancia, la falta de educación, la hipocresía, la mojigatería. ¿En qué se distinguen, pues, estas novelas de las anteriores? En tres aspectos fundamentales: en que el ambiente se fija en el Madrid contemporáneo, en que los personajes gozan de mayor autonomía23 y no son meros instrumentos al servicio de las ideas,24 en que los defectos de la sociedad se hacen contrastar con un fondo de justicia, razón y armonía trazado con mayor verosimilitud, con más sutil equilibrio y que, por eso mismo, resulta más persuasivo que el ambiente apasionado de Doña Perfecta.25 Todo es más complejo: los conflictos ideológicos reflejan con mayor autenticidad la polémica entre los apologistas del catolicismo y sus adversarios; los personajes responden, no solo a una tesis, sino a exigencias de su escenario social, de su propia historia y su propia alma. Galdós es ya casi el novelista pleno.26

Esta mayor tensión vital no permite al escritor detenerse en un tema más que lo necesario para evocarlo rápidamente en sus múltiples aspectos o manifestaciones. Galdós abarcará un vasto mapa espiritual en las décadas que sigan. Por lo pronto, cuatro novelas están principalmente orientadas hacia las nuevas ideas: La familia de León Roch, La desheredada, El amigo Manso y El doctor Centeno. En obras posteriores, aunque reaparezcan muchos personajes creados en esta época, Galdós destacará otras preocupaciones. La historia, la realidad, se nos da en vidas concretas.27 Galdós se concentrará en la presentación de la vida individual: ya no hacen falta modelos ni símbolos estereotipados. En los anhelos, penas, fracasos, alegrías de los hombres -incluidos los anti-héroes- encontraremos toda la historia española contemporánea.

Los resultados de este crecimiento del novelista no se ven al pronto con nitidez, pues Galdós tardará aún unos años en crear personajes verdaderamente orgánicos. Pero la suerte está echada y León Roch ya no podrá ser lo que algunos han deseado ver en él: un simple krausista. Cacho Viu quiere sugerirnos, por un lado, que amigos y animadores liberales de Galdós esperaban de éste la creación de un protagonista que fuese rotundo campeón de las ideas de Giner y que triunfara, sin ambigüedades, sobre el ambiente reaccionario. Por otro ado, insinúa que la crítica hecha a La familia de León Roch por esos mismos amigos revela su decepción porque la obra no satisface ese fin.28 Una y otra hipótesis son inexactas, pues nada de lo escrito por Giner ni Clarín, cuyo testimonio aporta Cacho Viu, lleva a esa conclusión.

Es cierto que Giner critica la primera parte de la novela en el artículo sobre ella, publicado en El Pueblo Español,29 aunque la prefiere a las Novelas contemporáneas que la preceden (286).30 Le encuentra un defecto que caracteriza asimismo, según él, a las anteriores novelas: la debilidad de los personajes masculinos,   —4→   defecto que padece León en sumo grado (290). Esto, más su irresolución, inexperiencia y cobardía (!), son tachas «incompatibles con la idea de un hombre inteligente, bueno, animoso» (ibid.). En suma: inverosimilitud. Otros peros de Giner: que la obra es un catálogo de retratos, no una novela con acción externa; que está llena de largos discursos y sermones; que hay tal cual salida de mal gusto, o que se le escapa al escritor algún giro poco castizo. El crítico elogia, en cambio, el tono «tranquilo», que cree es el que le conviene particularmente a Galdós. Reseña cuidadosa, detallada, que se ocupa mucho del estilo y la estructura y poco de las ideas.

De la crítica contemporánea, quizá fuera la de Clarín la más acertada, como que advierte muy bien que el principal objeto de Galdós no ha sido trazar el retrato de un krausista.31 Para Alas, Roch «es librepensador, pero no es filósofo».32

No es León -agrega- el varón perfecto, el Mesías de estos nuevos judíos que esperamos al hombre nuevo; gran novela podría hacer un autor como Galdós con semejante carácter; pero esta vez no ha sido ese su asunto; tal vez León Roch no es siquiera el principal personaje de la obra [...].33


Indudable acierto. Por lo pronto, la novela lleva el título La familia de León Roch y no el solo nombre del personaje. Clarín reconoce el papel decisivo de esa familia en que cada uno es católico a su manera cuando subraya la maestría con que el autor describe tan «terrible» diversidad.34 Antes, ha definido bien claramente lo que para él es el tema central:

[...] el que haya creído que el asunto de esta obra es el problema del conflicto religioso, se equivoca, o a lo menos no juzga con toda exactitud; [...] las consecuencias del conflicto [...] forman su propio asunto [...]


(217)                


El crítico no protesta ni juzga fracasada esta novela, como quiere hacer creer Cacho Viu al citar el pasaje en que Clarín afirma que León Roch no es un «varón perfecto».35 Claro que no; ni un perfecto krausista tampoco. El escritor ya sabe que no hay nada «perfecto» y que no se pueden crear grandes personajes si se sacrifica su individualidad a la rigurosa «perfección» de una tesis o de una idea preconcebida. Sin embargo, si de algo peca novelísticamente León Roch, es precisamente de acercarse demasiado a la perfección, de ser demasiado honrado. Pero no lo es mas que el propio Giner, ante cuya entereza, en particular al negarse a aceptar cargos y favores ofrecidos por el gobierno para no comprometer su labor ni perjudicar a sus colegas, palidecen los sacrificios de León.36 Esa rectitud se verá más claramente cuando nos detengamos a estudiar el carácter de León y el papel que desempeña en la obra, y, por otra parte, el de Máximo Manso, protagonista de una novela en la que tanto importa la continua referencia a ciertas teorías pedagógicas evidentemente afines a Giner.

Entre La familia de León Roch (1878) y El amigo Manso (1882) aparece La desheredada (1881), clave en el desarrollo del arte de Galdós. En la primera de estas tres obras podemos apreciar el conflicto entre tradicionalistas y «extranjerizantes», con las consecuencias de esa lucha. La desheredada nos lleva a otro terreno: en primer plano, las tribulaciones de un personaje sólo guiado por antojos y fantasías y, en segundo plano, los peligros de una educación deficiente.   —5→   En El amigo Manso esas fuerzas obran de modo muy distinto: al protagonista se le ha negado imaginación, trata de imponerse la razón, lo cual recuerda La familia de León Roch, y se pone a prueba un sistema educativo que no deja de parecerse, hasta cierto punto, al que practicaban Giner y algunos de sus compañeros de La Institución Libre de Enseñanza. Si las cuestiones pedagógicas eran fundamentales para los discípulos de Sanz, en la novela de Galdós que sigue a las antes citadas, El doctor Centeno (1883), todos los males de la educación española, desde la primaria hasta la universitaria, se debaten y pintan bajo multitud de aspectos. Merecen estudiarse juntas estas cuatro obras porque cada una de ellas ilumina de manera muy especial la forma en que los temas afines aparecen tratados en las otras.




- III -


La familia de León Roch

León Roch, hijo del dueño de un molino de chocolate, ha tenido vocación intelectual temprana; de niño estudiaba aritmética en un rincón de la tienda de su padre. Su juventud, como la de Máximo Manso, transcurre «sin calaveradas, sin aventuras» (I, 137).37 Ya mayor, se dedica a las ciencias naturales y a la filosofía, que le trae «un mareo insoportable» (I, 136);38 vuelve a los estudios experimentales, se divierte con la historia, le encanta la filosofía y cultiva la astronomía. Cuando le conocemos es ya matemático y autor de un libro de geología, y sigue cultivando esa historia natural, que, según su suegro, el Marqués de Tellería, es «la ciencia del día, la ciencia del materialismo» (I, 106).39 Pero León no hace vida de ermitaño como el amigo Manso:

[...] no consagraba todo su tiempo al estudio, Engranado en la máquina social por las afecciones, por el matrimonio, por la ciencia misma, no podía ser uno de esos sabios telarañosos que los poemas nos presentan pegados a los libros y a las retortas, y tan ignorantes del mundo real como de los misterios científicos. León Roch se presentaba en todas partes, vestía bien, y aún se confundía a los ojos de muchos con las medianías del vulgo bien vestido y correcto [...] Y así se le veía con su mujer en el paseo de carruajes [...] También iba al teatro con su mujer, observando la deliciosa disciplina de los abonos a turno [...] Daba de comer a pocas personas en un solo día de la semana, habiendo disputado y ganado a su mujer la elección de comensales, que eran de lo mejor entre lo poquito bueno que tenemos en discreción y formalidad [...] También iban jóvenes de la pléyade universitaria, brillantes en el profesorado y en las ardientes disputas [...]


(I, 132-34)                


Además de lo indicado, se diferencia León del profesor de filosofía de la novela posterior en lo agradable de su figura, en el fumar -hábito que no logra Manso quitarle a su discípulo, aunque lo intenta (52)- y en mirar «casi con envidia» (I, 136) a ciertos creyentes. Roch, como Manso, emplea poco, de joven, la imaginación, pero un día la echa a volar, cosa que jamás hace Máximo y que quizá sea lo que a éste le salva. En general, León representa mejor el justo medio: divide su vida entre el estudio y la familia, entre el campo y la ciudad y evita tanto el bullicio como la esquivez, la vida muy apartada como la muy pública (I, 140-41). Podríamos colocarlo entre Manso y Peña, acercándolo más a éste. En cambio, con Máximo comparte, además del estudio y cierta escasez de imaginación -aunque nunca lleguen al extremo de Manso-, la falta de talento   —6→   oratorio,40 la sinceridad, la honradez, la bondad de carácter, y -opinión corriente entre intelectuales- su reprobación de la costumbre del duelo.41 León desea tener hijos y «desarrollar en ellos con derechura el ser moral y el físico» (I, 140). Manso nos cuenta cómo se completaban los estudios de su discípulo Manuel: «[...] salíamos a pasear por las tardes, ejercitándonos de cuerpo y alma [...]» (32). El uno es casado y sueña con tener hijos que educar; el otro, soltero, pone en práctica esa educación. El gran parecido entre los dos está en lo espiritual más que en las condiciones externas.

Así nos presenta el autor a León Roch. El mismo León se autorretrato como hombre cuyos gustos y carácter le «inclinan a la vida oscura y estudiosa» (I, 64) y le obligan a resistir las ambiciones sociales y nobiliarias de su padre. Aunque logra desenvolverse con mucho más éxito que Máximo Manso en la «zona social a donde [su] padre [le] hizo venir» (I, 65), confiesa la repugnancia que le produce esa sociedad: «No puedo respirar en ella; todo me entristece y fastidia, los hechos, las personas, las costumbres, el lenguaje..., las pasiones mismas, aun siendo de buena ley» (ibid.). Antes de casar con María Egipciaca piensa labrarse una vida ajustada a su ideal:42 «He formado mi plan -nos dice- con la frialdad razonadora de un hombre práctico, verdaderamente práctico» (I, 66). Cree estar procediendo con cuidado y reserva, observándolo todo «científicamente», y cree hallar en María lo que busca y necesita: «[...] un ser de tales condiciones [ignorante, sencilla, no frívola] es el más a propósito para mí, que así podré yo formar el carácter de mi esposa, en lo cual consiste la gloria más grande del hombre casado» (I, 68). Muy pronto se da cuenta de que su mujer tiene ya «un carácter formado y duro» (I, 87), resistente a las ideas que él procura inculcarle. Ya es tarde cuando declara a Pepa Fúcar: «Yo, a quien muchos tienen por hombre de entendimiento, me equivoco siempre en las cosas prácticas» (II, 143). Retrospectivamente, León reconoce que su amor no ha tenido nada que ver con la lógica y la razón:

[...] no hubo elección, no; me enamoré como un bruto. Fue una cosa fatal, una inclinación irresistible, un incendio de la imaginación, un estallido de mi alma, que hizo explosión, levantando en peso las matemáticas, la mineralogía, mi seriedad de hombre estudioso y todo el fardo enorme de mis sabidurías...


(I, 66)                


¡Qué distinto de Manso, que no busca, que se va enamorando poco a poco sin darse cuenta; del Manso que, mientras esta formando al discípulo, cree que la mujer está hecha ya a su ideal; de ese Manso a quien se le concede la oportunidad de ir conociendo su error y -admirable hallazgo novelístico- de amar más a Irene sabiéndola imperfecta! (A lo que sí se parecen hasta cierto punto las ideas de Roch es al plan matrimonial «deductivo» del Avito Carrascal de Amor y pedagogía.)

¿Y cómo ven los demás personajes a León? Empecemos por recordar que en esta novela las circunstancias que rodean el drama personal pintan el ambiente polémico de los años de sesenta a setenta. El marqués de Tellería y su hijo Gustavo son portavoces de la opinión pública sobre las ideas modernas. (Luis Gonzaga y el padre Paoletti, personajes de mayor individualidad, son más sutiles y no se hacen meros ecos del vulgo.) Para Tellería, Alemania es el «país de las locas utopías» de donde vienen las nuevas ideas que el marqués opone   —7→   a la religiosidad española (I, 110-11). A «la canalla desvergonzada que aparenta dirigir la opinión, y a su cinismo» cree Gustavo oponer su propio valor, «y a su chismografía volteriana43 los principios santos y la autoridad de la iglesia» (I, 129). Hijo «modelo», hombre de éxito, de buena educación, «discretamente» inmoral, como manda la buena sociedad, Gustavo prosigue:

La civilización cristiana es como un hermoso bosque. La religión lo ha formado en siglos; la filosofía aspira a destruirlo en días. Es preciso cortarle las manos a esa brutal leñidora. La civilización cristiana no puede perecer en manos de unos cuantos ideólogos auxiliados por una gavilla de perdidos que, por no tomarse el trabajo de tener conciencia, ha suprimido a Dios.


(I, 131)                


León sirve de reactivo con que colorear mejor la imagen que tenían los demás de los jóvenes intelectuales. No hace falta que sea un «perfecto krausista»; basta que se le considere como tal y que contra él se dirijan todos los prejuicios y falacias de la sociedad. Su relación con el nuevo pensamiento está sugerida principalmente por ciertos rasgos suyos de carácter, ciertas posturas frente a personas, hechos, situaciones, más bien que por su actuar concreto, como ocurre con Manso. Las consecuencias catastróficas a que alude Clarín provienen de la ignorancia y el miedo, no del conocimiento de la verdad.

No nos sorprende, por lo tanto, que toda la familia Tellería, más los amigos de ésta, vean en León un ateo, un hereje, un enemigo de Dios que tiene que condenarse, un racionalista o materialista que nos recuerdan los de Menéndez Pelayo, Ortis y Jové y otros defensores de la tradición contra las «ideas nuevas».44 León, a la par de los primeros secuaces de Sanz -Fernando de Castro, Azcárate, Salmerón, Giner-, es ateo sólo desde el limitado punto de vista de una ortodoxia convencional. Su ideal religioso es el de una vida «cristiana» que él hace radicar en la sinceridad, la virtud, la piedad.

No soy, no puedo ser como la muchedumbre para quien no hay ley divina ni humana, no puedo ser como esos que usan una moral en recetas para los actos públicos de la vida, y están interiormente podridos de malas intenciones.


(II, 153)                


[...] obedezco y atiendo a mi conciencia, que tiene el don castizo de hacerme oír siempre su voz por encima de todas las otras voces de mi alma.


(II, 154)                


[...] la familia cristiana, centro de toda paz, fundamento de virtud, escala de la perfección moral, crisol donde cuanto tenemos, en uno y otro orden, se purifica. Ella nos educa, nos obliga a ser mejores de lo que somos, nos quita las asperezas de nuestro carácter, nos da la más provechosa de las lecciones, poniendo en nuestras manos a los hombres futuros, para que desde la cuna los llevemos a la edad de la razón.


(III, 247)                


León nos habla en estos pasajes de un cristianismo en que el individuo está en demasiado directa comunicación con Dios. Contra este misticismo, reflejo de la concepción religiosa de los primeros «krausistas», reaccionan violentamente los tradicionalistas. Para Roch, en cambio, ateos son aquellos en quienes la «religión» es mera hipocresía. Su apego a las convenciones de la vida social les obliga a que hagan «de las cosas más serias un juego frívolo, y conservando en sus almas un desdén absoluto a la virtud, a la verdadera piedad, invoquen con su lenguaje campanudo una moral que desconocen y un Dios que niegan con sus actos» (II, 134). León sí cree en ese Dios que nombra. Cuando se le acusa de no tener derecho de juzgar a su mujer y opinar sobre si su fanatismo   —8→   es demencia, exclama: «Sólo Dios puede determinar lo que en el fondo de la conciencia pasa y fijar el límite entre la piedad y el fanatismo» (II, 152). Y al final, cuando aconseja a Pepa sobreponerse a la desesperación y resignarse, le dice: «[...] yo creo en el alma inmortal, en la justicia eterna, en los fines de perfección [...]» (III, 254).

Con la misma dificultad que encontraban los críticos de Giner para atacar su rectitud y honradez tropiezan los parientes de León. Se le reconoce, además, saber, talento -«es lo mejor que ha salido de la Escuela de Minas desde que existe», nos dice el Marqués de Fúcar (I, 26)-, nobleza, bondad, modestia, rigor moral -«confieso», le declara su cuñado Gustavo, «que eres mejor que algunos que se tienen por creyentes» (I, 128). Aunque hay momentos en que parece perder los estribos, León acaba por triunfar sobre sí mismo, si no sobre los demás, precisamente por estas virtudes. No huye con Pepa después de la muerte de María. «¡Horrible corazón el mío» -dice a su amiga- «si tal consintiera!» (III, 197).45

Nada de lo cual basta para que se realice su anhelo de formar el carácter de su esposa. Es en esto donde el pensamiento de León se acerca mucho a ciertos ideales krausistas expuestos por Sanz y Giner: la importancia que se da al papel de la mujer en la familia, el empeño en educarla (la primera institución docente fundada por discípulos de Sans fue la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, 1871, el creer, como don Quijote, que se puede y debe moldear racionalmente las circunstancias de la propia vida, sin depender de un destino azaroso. Pero León se equivoca tan de lleno como se equivocará el don Avito de Unamuno. Roch confiesa su error con profunda pena. Ante su mujer enferma, se pregunta cómo pudo él mismo no prever, no impedir que llegase por tan diabólicos caminos aquella conjunción de los dos círculos de su vida [...]» (III, 1). Y el autor precisa el propósito inicial más explícitamente:

[León] tenía planes magníficos, entre ellos el de dar al propio pensamiento la misión de informar la vida, haciéndose dueño absoluto de ésta y sometiéndola a la tiranía de la idea.


(III, 2)                


Pero no lo logra. León declarara ante el padre Paoletti: «La tenebrosa batalla en que he sido vencido después de luchar con honor, con delicadeza, con habilidad y aun con furia, ha concluido ya» (III, 33).

Galdós nos explica de esta manera el resultado de la batalla en que triunfa el enemigo:

[...] los hombres que sueñan con esta victoria grandiosa no cuentan con la fuerza que podríamos llamar el hado social, un poder enorme y avasallador, compuesto de las creencias propias y ajenas, de las durísimas terquedades colectivas o personales, de los errores, de la virtud misma, de mil cosas que al propio tiempo exigen vituperio y respeto, y finalmente, de las leyes y costumbres, con cuya arrogante estabilidad no es lícito ni posible las más de las veces emprender una lucha a brazo partido.


(III, 2)                


La «victoria grandiosa» con que sueña León está destinada al fracaso,46 como lo estaba la del Caballero de la Triste Figura, porque ni uno ni otro se da cuenta de sus propias limitaciones ni de la fuerza del hado social. Pero el desenlace de León Roch resulta asimismo quijotesca derrota en otro sentido. El   —9→   triunfo de la sociedad no es completo y rotundo; también ella fracasa frente a León, como tan a menudo -para el lector moderno- parece fracasar la del siglo XVII frente al caballero andante. Ni llega a comprenderlo ni a convertirlo. Ni mucho menos a elevarse en la lucha ni en el triunfo -punto capital para el Galdós que busca el progreso y el mejoramiento humanos. El conflicto no lleva a ninguna parte. Aquí no hay victoria del protagonista, la familia de León Roch. Mueren dos de los hijos; de los otros dos, Leopoldo es un perdido; Gustavo adelanta su carrera, pero mantiene amores ilícitos que trata de encubrir; y los padres hacen una vida hipócrita y corrupta que lleva a todos al borde de la ruina. Al fin y al cabo, si León no los convierte, por lo menos no se desdice, y mantiene su dignidad. La razón no ha gobernado ciertamente su vida y la de su mujer, como él esperaba en un principio, pero si es razonable y decorosa su última decisión de no sucumbir a la flaqueza sentimental que le arrastraría hacia Pepa.47

León no es un personaje totalmente logrado, aunque mucho aventaja ya a sus antecesores en materia de complejidad viva. Parece todavía algo forzado y violento su ideal de rectitud. «Impavidum ferient ruinae, que dijo el pagano!» (III, 263) Impavidez, en efecto, y «consoladora tendencia a la serenidad» (ibid.), pero entre ruinas. Con La desheredada Galdós da un gran paso adelante en la invención de animadas criaturas novelísticas. Esa obra será el puente que lleve de León Roch a Máximo Manso.




La desheredada

El gran acierto de esta novela es el hacer del conflicto una lucha interna, el irnos revelando un drama personal, es decir, un alma en crisis. No es que antes el personaje no sufriera, dudara, eligiera; pero ahora el enemigo está dentro y no fuera, el campo de batalla se interioriza sin perder su relación con la sociedad. León Roch no puede configurar su propia vida de acuerdo con los ideales de su juventud porque ha partido de una valoración errónea del carácter de María Egipciaca, y una vez que lo ha advertido no tiene fuerzas para contrarrestarlo. Isidora Rufete también es incapaz de llevar su vida por el rumbo que desea, pero su error es partir de una ilusión sobre sí misma; error fundado en el exceso de fantasía,48 y no en la racionalidad en que cree fundarse León o, después, Manso. Cuando la de Rufete no tiene más remedio que reconocer que se ha equivocado, que nada tiene de sangre noble, tampoco puede dominar su error, y se deja caer por ese derrumbadero hasta lo más profundo del abismo moral. León, en cambio, salva su propio decoro y sale sereno de casa de Pepa.

[...] ¿qué le importaba estar vencido, sólo, proscrito y mal juzgado, si resplandecía en él la hermosa luz que arroja la conciencia cuando está segura de haber obrado bien?.


(III, 263)                


Cuando es uno su propia víctima, más difícil resulta salvarse. Ese es el caso de Isidora. También es, en cierto sentido, el de Manso, aunque él encuentra una salida para no despeñarse, como veremos adelante.

Precisamente con La desheredada aparece en Galdós una nueva concepción   —10→   novelística, de gran significado para su obra ulterior. En el mundo individualizado que en esta novela se crea no hemos de buscar símbolos sencillos, claros, unilaterales, que representen tal o cual idea o tesis, tal o cual tipo humano. Fraccionamiento y desdoblamiento. No es que Galdós deje de mostrarnos el mal y el bien, pero éstos se encontrarán dispersos a lo largo de la obra, y entretejidos con creciente maestría en un mismo personaje.49 El hermano de Isidora, Mariano, alias Pecado, es un niño que se ve obligado a trabajar por su tía, con quien vive. Cuando acuchilla a un compañero, que luego muere, los vecinos concluyen que lo que hace falta en España son cárceles, no escuelas. Su hermana cree, por el contrario, que en la escuela se le quitarían las malas mañas, pero cuando logra mandarlo a una, no resulta así. Casi estamos por darle la razón al pueblo. Sin embargo, al leer El doctor Centeno y enterarnos del sistema docente de Pedro Polo, cuyos hambrientos estudiantes no pueden menos de recordamos los de la comedia y la picaresca españolas, se comprende mejor que no fuera ese el camino por el cual se pudiese corregir Mariano. Ni siquiera hace falta acudir a otra novela de Galdós para dar con la explicación: en la misma Desheredada tenemos a Melchor Relimpio, egresado de la Facultad de Derecho, que había «salido del vientre de la madre Universidad tan desnudo de saber como vestido de presunción [...]» (130).50 El autor cita a otro personaje, Augusto Miquis, de quien pronto hablaremos, en cuya opinión Melchor había salido de la Universidad hecho «un pozo de ignorancia». Y continúa Galdós: «Entre todas las ciencias estudiadas, ninguna tenía que quejarse por ser menos favorecida; es decir, que de ninguna sabía nada [...]» (143).

Para completar el cuadro que se va formando en esta obra de las consecuencias de la educación, o falta de ella, es indispensable tener en cuenta dos personajes más -Augusto Miquis y Juan Bou- que, presentan nuevas perspectivas. El simpático estudiante, luego médico y «hombre de saber sólido» (62), no tiene nada de símbolo del pensamiento krausista, aunque todas las teorías novísimas le cautivaban, y le cautivaban más cuando eran más enemigas de la tradición. El transformismo en ciencias naturales y el federalismo en política [...]» (61). Cree en la armonía de la naturaleza con la misma fe que manifiesta su hermano Alejandro en la perfección del mundo natural.51 Reúne en sí el dominio de la materia y el del arte: «igualmente fanático por la cirugía y por la música, ¡qué antítesis!, dos extremos que parecen no tocarse nunca, y sin embargo se tocan en la región inmensa, inmensamente heterogénea del humano cerebro [...]» (60). Es demasiado caprichoso, demasiado poco metódico para representar la imagen convencional de un discípulo de Sanz o de Giner. Pero en el mundo galdosiano hay muchas maneras de ser dentro de las cuales pueden darse los hombres que han de formar la sociedad. En Miquis la inteligencia, la gracia, la bondad, la alegría, el predominio de un buen sentido al que en nada perjudica su espléndida imaginación son los rasgos que informan una vida fructífera para él y para los demás.

Juan Bou es todo lo contrario. «Tenía dos géneros de fanatismo: el del trabajo [...], y el de la política» (293). Es en cierto modo el anti-krausista. Nada intelectual ni teórico; hombre tosco, vanidoso, arbitrario. La revolución del 68 produce en él grandes cambios: «de manso se hizo furibundo, de discreto,   —11→   charlatán; [...] tomó parte en todos los motines, trabajó en todas las sublevaciones [...]» (294). A Juan Bou le preocupan los males del país: la pobreza, la holgazanería, las injusticias sociales. Sumamente trabajador, el catalán Bou es, además, honestísimo, frente al señorito Pez, insignificante parásito. Bou es el único que se hace respetar de Mariano y el que ofrece, bruto pero honrado, a casarse con Isidora. Luego, guiado por su desconfianza de las teorías puras para resolver la «cuestión social», decide «estudiar prácticamente los excesos de la holgazanería» (397). Así es como logra Isidora aprovecharse de él durante algún tiempo.

Galdós, pues, sigue insistiendo en problemas que él mismo había ya novelado. En este caso, el de la educación ocupa lugar prominente y tiene su importancia para casi todos los personajes principales, en una forma u otra, lo mismo que el de la imaginación y la razón, todo ello con gran variedad de matices. A esta manera de fragmentar un tema en vez de centrarlo en un personaje o dos volverá el autor, en general, con El doctor Centeno, aquel «crimen novelesco sobre el gran asunto de la educación», que Galdós había prometido en el primer capítulo de El amigo Manso, y que, por lo tanto, ya tema entonces pensado.




El doctor Centeno

El cuadro de los males pedagógicos que afligían al país por la década del sesenta es amplio, movido y complejísimo. Si en él se destacan tal o cual personaje o situación, lo cierto es que en el «gran asunto de la educación» entran todos los caracteres y toda la intriga de la novela. Por lo pronto resalta en ella la figura de Pedro Polo, antítesis del maestro que nos describe Sanz. Polo, «evangelista de la avidez» (I, 70); Polo, «constructor de jorobas intelectuales» (I, 132). El profesor debe encarnar la majestad de su alta misión: debe ser solemne, ha dicho solemnemente don Julián; debe buscar «todos los medios de exposición clara, animada, con que despierte en el auditorio (según el género y cultura de éste) la atención, el interés serio, y en cuanto cabe la convicción»; «la enseñanza debe estar en relación continua con el auditorio a que se dirige».52 Polo, en cambio, «ponía la desolación allí donde estaban las gracias; destruía la vida propia de la inteligencia para erigir en su lugar muñecos vestidos de trapos pedantescos» (I, 70). A los chicos los trata con crueldad, administrándoles pellizcos o dejándoles sin comer por cualquier falta. Lo peor es que «hacía estas justiciadas a toda conciencia, creyendo poner en práctica el más juicioso y eficaz sistema docente [...]» (I, 90). Consecuencias: «Bostezos que parecían suspiros, suspiros como puños llenaban la grande y trágica sala» (I, 68).

En lo que toca a la ineficacia pedagógica, ése es el más grave de los casos, pero no es Polo el único infractor de las normas de la buena enseñanza moderna. Su ayudante, el pobre Ido del Sagrario, víctima de tantas burlas, es «hombre probo, trabajador, honrado como los ángeles, inocente como los serafines, esclavo, mártir, héroe, santo, apóstol, pescador de los hombres, padre de las generaciones» (I, 67). Galdós aplasta bajo su letanía de hipérboles a este personaje, por el cual siente y nos hace sentir tanta compasión. Pues con ser   —12→   de temperamento opuesto al de don Pedro, el desgraciado Ido no tiene más éxito. Su fracaso resulta doble, porque Ido es desastroso también como padre de familia. Además de dar la vida a unas criaturas enfermizas y malformadas, no gana para mantenerlas. Buen número de los males de la sociedad que hay que corregir se reúnen en esta familia. En el cuadro que traza de sus miserias y necesidades -mezcla de negro humorismo y compasión- da Galdós expresión vivísima a algunas de las constantes preocupaciones sociales que comparte con los krausistas:

Eran los cuatro niños de Ido una generación lucidísima, propia para dar lustre y perpetuidad a la raza de maestros de escuela. El uno de ellos era cojo, el otro tenía las piernas torcidas en forma de paréntesis, el tercero ostentaba labio leporino, y la mayor y primogénita era algo cargada de espaldas, por no decir otra cosa. Además estaban pálidos, cacoquimios, llenos de manifestaciones escrofulosas. ¡Pluguiera a Dios que no representase tal familia el porvenir de la enseñanza en España! Era, sí, dechado tristísimo de la caquexia popular, mal grande de nuestra raza, mal terrible en Madrid, que de mil modos reclama higiene, escuelas, gimnasia, aire y urbanización.


(II, 180-81)                


Al otro extremo de Polo por sus ideas, y por no poder ponerlas en práctica, está don Jesús Delgado, personaje tan interesante y complejo que merecería un estudio aparte. Se le ha expulsado de la Dirección de Instrucción Pública por loco. Sí, don Jesús está loco; se escribe cartas a sí mismo y él mismo las contesta. Pero no es que le hayan dejado cesante por esa locura, sino porque «empezaron a notar rarezas en sus informes y extrañísimas teorías traducidas del alemán» (II, 67-68). ¿Cómo no iba a despertar recelos quien mencionaba a Froebel y a Pestalozzi, nombres ambos asociados al grupo extranjerizante y krausista?53 Delgado es, en efecto, portavoz de muchas de las ideas de Sanz y de Giner sobre la pedagogía. Cree que lo importante «no es parecer sino ser, y que a este principio debe sujetarse la educación», que «el fin educativo es preparar a vivir con vida completa»; (II, 73). Cuando sus compañeros jóvenes de la casa de huéspedes le hacen víctima de cruel burla escribiéndole una carta que lleva por firma el nombre del perro de la casa, don Jesús les escribe una respuesta dirigida al perro en la cual revela, con perspicacia digna de don Quijote, que se ha dado cuenta de la maliciosa intención de los estudiantes. «Excluidos están ¡ah! todos ellos, por su grosería, por su falta de sentimiento social y caritativo de los beneficios de la Educación Completa [título de su plan docente]» (II, 80). Se refiere luego a la «vida disipada y anti-higiénica» de los jóvenes y a su ignorancia de que «todo conocimiento tiene dos valores, uno como saber y otro como disciplina» (ibid.).

Ante el panorama de maestros que se le presenta ¿qué puede hacer el pobre alumno ansioso de aprender? Felipe Centeno sueña con la enseñanza tal como él la desearía. Le gusta la geografía, «retratar el mapa». Y su fresca imaginación juvenil traslada de un salto el método a otras materias. «Así, así debían ser enseñadas todas las cosas. ¿Por qué no se han de pintar la Gramática y la Doctrina?» (I, 85). Lo que Felipe desea sin saberlo es un maestro que responda, no en lo físico, no en lo personal, sino en la práctica docente, al ideal profesado por los krausistas.

  —13→  

Porque en los cansados libros no se mentaba nada de lo que a él le ponía tan pensativo, nada de tanto problema constantemente ofrecido a su curiosidad ansiosa. ¡Oh! si el doctísimo D. José le respondiera a sus preguntas, cuánto aprendería! Adquiriría infinitos saberes, por ejemplo: por qué las cosas, cuando se sueltan en el aire, caen al suelo; por qué el agua corre y no se está quieta; por qué es el llover; qué es el arder una cosa; [...] qué significa el morirse [...]


(I, 89)54                


Seguramente que si Felipín hubiera llegado a conocer la Residencia de Estudiantes, el contraste le habría hecho exclamar con Alfonso Reyes: «¡Cuanto hemos pensado -visitando los pabellones, los jardines, la biblioteca de la Residencia de Estudiantes- en el quevedesco pupilaje del Dómine Cabra [...]»55 Polo, su maestro y amo, que suele maltratar al muchacho, lo defiende en una ocasión, aunque por motivos interesados que el chico desconoce. Esta demostración de afecto le basta a Felipe para soltar la fantasía y ponerse a divagar sobre la relación que podría, que debería existir entre los dos: «[...] subió al desván pensando en él [Polo] y representándose una escena, un lance en que los dos, maestro y discípulo, eran muy amigos y se contaban cariñosamente sus respectivas cuitas y aventuras» (II, 144-45). No estamos muy lejos de la vida casi familiar entre profesor y alumno de que nos hablan Sanz, Giner y Jobit.56

Centeno pasa de la vida sórdida y aburrida con Polo, que ocupa la mayor parte del primer tomo, a la vida llena de sorpresas, de novedades y de altibajos económicos con Alejandro Miquis, vida que se nos narra en el segundo tomo de la obra. Hemos visto cómo actúan sobre Felipe don Pedro y don José. Ahora girarán alrededor del protagonista el nuevo amo y todos sus compañeros de la casa de huéspedes de doña Virginia, y entre ellos don Jesús Delgado. Quien fomenta en el chico el cultivo de una vida de ilusiones es su amo, porque la inocencia de Felipe hace de él un magnífico resonador para las invenciones de Miquis. A éste, estudiante de leyes y escritor de comedias, que con su amigo Cienfuegos era «alegría de las aulas, ornamento de los cafés, esperanza de la ciencia, martirio de las patronas» (I, 12), le caracterizan la generosidad, el optimismo y la fantasía inagotables.

En Miquis, simpatiquísimo, aunque despistado -y tan opuesto al trillado ideal krausista que Delgado lo ha excluido de la Educación Completa-, hay quien ve un gran peligro para el país. Don Florencio Morales y Temprado, conserje del Observatorio, y amigo de Polo, es hombre burgués, conservador, sin ciencias ni lecturas, muy bueno con los estudiantes, a quienes no pierde ocasión de aleccionar. Aunque las flaquezas humanas de Polo no se limitan a la pedagogía, para don Florencio no hay conflicto entre la amistad que mantiene con un cura de conducta bastante reprochable y los reproches que dirige a la conducta de otros. Es Morales quien traza ante Felipe una descripción de su amo como «libertino» y «mala cabeza» que imita muy evidentemente el lenguaje polémico de los tradicionalistas:

Tu amo es un loco, es uno de estos jovenzuelos que se han emponzoñado con las ideas extranjeras. ¿Qué nos traen las ideas extranjeras? El ateísmo, la demagogia y todos los males que padecen los países que no han querido o no saben hermanar la libertad con la religión.


(II, 162)                


Pues esas ideas, ese ateísmo, ese desbarajuste es lo que nos quieren meter aquí [...] Hay unos cuantos..., todos muchachos, chiquillos, estudiantejos que leen   —14→   libros franchutes y no saben palotada de nada... Hay unas cuantas cabezas ligeras, y tu amo es de ellos..., que nos quieren traer aquí todas esas andróminas ['embustes'] forasteras.


(II, 163)57                


Luego habla del «ateísmo, demagogia y filosofía alemana» (II, 164) de esta gente, y recomienda que Miquis «se deje de patrañas ateas y de locuras demagógicas» (II, 166). El pobre Felipe escucha las opiniones de don Florencio con el mismo respeto y credulidad con que suele absorber todo lo que se le dice, porque los demás le parecen pozos de inteligencia frente a su propia ignorancia.

Otra faceta religiosa encarna en un personaje de mayor relieve que don Florencio. Para presentar posturas diversas resultaría demasiado grueso y simplista oponer el burgués acomodado de edad madura al estudiante universitario. Más eficaz es el caso de Federico Ruiz, auxiliar de astrónomo, coetáneo y amigo de Miquis. Es católico ferviente y se le ha ocurrido crear un «Cielo cristiano» en que se reemplazan los nombres mitológicos de las estrellas por nombres bíblicos y cristianos. En el observatorio trabaja concienzudamente, aunque por la época en que le conocemos sueña con ser autor de teatro. Como se ve, Ruiz también es un joven inquieto, lleno de ilusiones, en el que conviven la ciencia y el arte; pero, al contrario de Miquis, no se deja destruir por sus fantaseos. Federico pasa sistemáticamente por los estudios de astronomía y, una vez que se ha cansado de ellos, por la música y el teatro. Por fin, se dedica a la filosofía. Escribe un tratado sobre Hegel, «y había empezado a estudiar varios sistemas desconocidos en España, a saber: los de Spencer, Hartmann. Aquí no salían del Krausismo, que en pocas partes tiene adeptos, como no sea en Bélgica» (II, 230).58 Claro está que Ruiz estudiaba estas cosas para combatirlas, «porque le daba el naipe por Santo Tomas» (ibid.).

Sin embargo, no milita en el campo de don Florencio hasta última hora, en que produce un conflicto entre los amigos. Al declarar el médico que la enfermedad de Miquis no tiene remedio y que se acerca el fin, Ruiz, contra la opinión de los demás compañeros, siente el deber de decírselo a Alejandro para que se confiese. El enfermo reconoce su intención y la respeta, aunque no muestra la menor inclinación a seguir su consejo. El astrónomo no consigue que su amigo muera «como católico cristiano», pero sí logra mantener lo que él considera el decoro y la moralidad, impidiéndole la entrada a «la Tal», hermana de doña Virginia y amante de Miquis. El valor de esta pequeña victoria de Ruiz viene a ponerse en duda porque el autor le opone el consejo de doña Isabel Godoy, tía abuela de Miquis -ya senil, pero inocente y pura- de que la belleza de «la Tal» haría resucitar a su sobrino si la viera.

Estos personajes, y otros de quienes no hemos hablado (Arias, futuro ingeniero; Cienfuegos, estudiante de medicina que lucha contra escaseces y humillaciones» (II, 15); doña Claudia, madre de Polo; Marcelina, hermana de éste; Maritornes, Juanito, las chicas de Sánchez Emperador, o sea, Amparo y Refugio), forman el gran panorama de la sociedad madrileña que se presenta ante Felipe. Son su verdadera escuela. En ella Mariano Rufete, el de La desheredada, no puede cambiar y mejorar. Felipe sí, porque busca lo mejor en todos. Al fin, logra colocarse con un buen amo que le brinda una vida material y   —15→   moralmente superior a la que ha conocido hasta entonces. Y si sigue siendo una ironía lo de «el doctor Centeno», por lo menos el «doctor» llegará, en Tormento, a salvarle la vida a la desesperada Amparo Sánchez Emperador.

La triste realidad y el feliz ensueño aparecen uno al lado del otro en El doctor Centeno como en La desheredada, con la diferencia de que Felipe no se deja dominar por su deseo ni se rinde ante la amargura de la vida; tampoco es su sueño tan ilusorio y egotista como el de Isidora, a pesar de que es natural que el niño apenas piense en otra cosa que su propio bienestar. Su fortaleza para enfrentarse con las injusticias, con los golpes de la vida, y su capacidad de salir a flote, quedan afirmadas cuando le volvemos a encontrar sirviendo a Agustín Caballero.




El amigo Manso

¿Qué características podría tener esa enseñanza ideal con que Felipe sueña para sí mismo? Las posibilidades, en abstracto, son muchas, pero una cabal respuesta novelística pudiera ser la que ha dado el autor en el libro que precede a la historia de Centeno, El amigo Manso. Galdós parece alternar, en las cuatro obras que venimos estudiando, lo individualmente perfilado con lo panorámico y típico, y si hemos faltado al orden cronológico, es porque en Manso podemos ver la síntesis de los dos procedimientos en una novela magistral que, además, se concentra en la práctica pedagógica que profesaban Sanz y Giner.59

Máximo Manso nos cuenta su propia historia desde el momento en que el autor, con sus conjuros, hace que el personaje brote «de una llamarada roja, convertido en carne mortal» (8): personaje sabedor de que es hombre por el dolor que siente.60 El autobiógrafo se describe en detalle: tiene poco más de treinta y cinco años, es soltero, en todo lo físico representa un justo medio nada desagradable, es miope, goza de buena salud y buen apetito. Desde niño ha sido estudioso (no más que estudioso) y es ahora catedrático de filosofía. En lo moral dominan la severidad «hasta el punto de excitar la risa de algunos» (16), el método, la sobriedad, el don de extirpar inexorablemente pasioncillas y vicios -«como el fumar y el ir al café» (17). Es de carácter templado, de imaginación subordinada a la observación y a la razón y nada dado a la vida de sociedad. Máximo Manso se siente muy dueño de su propio destino. Este es el que podríamos llamar autorretrato oficial.

Aunque el autor ha aludido el hablar por su cuenta propia, y todo lo vemos desde el estrecho ángulo del narrador en primera persona, no nos quedamos con un cuadro plano y empobrecido. Manso se revela asimismo al describir a otros personajes, al explicar su relación con ellos, al relatar las cosas que le pasan y las que él hace. Así, una interrupción de doña Javiera sirve para informarnos de que Manso estaba ocupado en escribir el prólogo y poner notas a la traducción, hecha por un amigo suyo, del Sistema de Bellas Artes de Hegel;61 y la descripción de la buena choricera, cuyo aspecto hizo volver «a reinar el orden» en la cabeza de Manso, revuelta de «ideas sobre lo bello» -su buen   —16→   parecer, la mantilla negra y las joyas «de pura ley [que] daban grandísimo realce a su blanca tez y a su negro y bien peinado cabello», «su gallarda estatura», por más que «la vida sedentaria le había hecho engrosar más de lo que ordena el Maestro en el capítulo de las proporciones» (22-23)- nos descubre las inclinaciones hegelianas del narrador. Pero hay más, aun sin salirnos de ese pasaje. Pues ahí atisbamos por primera vez el serio conflicto que se planteará luego entre la teoría y la práctica, entre los abstractos ideales y la concreta realidad.62 El peso de doña Javiera trastorna el canon establecido por Hegel para las justas proporciones, pero Manso casi llega a encontrarle belleza a ese defecto, y siente la tentación de añadir a sus comentarios «uno sobre la Ironía en las Bellas Artes»; (23). ¡Qué larga y compleja trayectoria espera a Manso antes de que se patentice el hecho de que su gusto no está regido por la razón pura, como él cree, y que, cuanto menos «perfecta» es Irene, tanto más la quiere! León Roch hubiera reconocido mucho antes que se había entregado a sus emociones; pero es que León no ha rendido por tanto tiempo ese culto a la razón, por mucho que confiara en que la razón gobernaría su vida.

Otro ejemplo. Al contarnos su gran aventura docente con Manuel Peña,63 no sólo conocemos al discípulo, sino que penetramos mejor el carácter del maestro. En efecto, las doctrinas pedagógicas de Manso se parecen mucho a las de Giner y sus colegas de la Institución Libre de Enseñanza. Manso se alegra al notar que inspira a Peña respeto y simpatía -«feliz circunstancia, pues no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos, ni hay enseñanza posible sin la bendita amistad, que es el mejor conductor de ideas entre hombre y hombre» (29). Empieza por hacer que Manuel se exprese libremente para conocer tanto los aspectos promisorios de su saber y su temple de ánimo como sus puntos flacos. Decide iniciar su tarea por el cultivo de lo estético: «Principié mi obra por los poetas» (30). A las clases matutinas siguen, por la tarde, los paseos, las visitas al Prado, las excursiones por Madrid.64

Manso está contento de su alumno, incluso cuando se da cuenta de que el joven es incapaz de escribir con elegancia y de que siente mucha aversión a los estudios especulativos. Reconoce sus grandes dotes para la oratoria y para todo lo que tenga aplicación actual e inmediata. El afecto y la adhesión al discípulo, imposible de limitar a lo estrictamente intelectual, tienen consecuencias graves. Manso va interesándose cada vez más en la vida privada de Peña y llega a preocuparle el hecho de que el origen humilde de Manuel pueda ser obstáculo para su carrera (sólo comprenderá su error ante el gran éxito del joven en los círculos de la alta sociedad madrileña). Pero de hecho lleva a cabo la práctica de cultivar las habilidades del alumno, aunque resulta más y más evidente la triste verdad de que Manolo no se parece a su maestro. Adviértase que, al dar por terminados los estudios, se establece entre Manso y su discípulo una relación nueva, sin que por mucho tiempo los protagonistas se den cuenta de ello. La rivalidad entre los dos tiene sus raíces en el principio de la obra, pero no la vemos crecer porque el narrador -Manso- no la percibe y, por lo tanto, no nos la descubre sino indirectamente. Manso se aferra a sus conceptos pedagógicos a pesar de la desilusión que sufre. Esta es la verdadera piedra de toque de su método. Las aptitudes y la personalidad son tan ajenas a Manso que éste   —17→   no puede imaginar qué es lo que el futuro reserva para su discípulo: «'¿Tendremos en él una de tantas eminencias sin principios, o la personificación del espíritu práctico y positivo?' Aturdido yo, no sabía qué contestarme» (52). Muchos lectores suponen lo primero,65 pero, por razones que explicaremos luego, cabe una respuesta más optimista. Ni uno ni otro de esos extremos representa por sí la verdad.

Otras afinidades con el krausismo se notan en el interés de Manso por la educación de Irene y por el papel de la mujer en la sociedad. Pero también es cierto que eso le impide, durante un largo período, ver a la verdadera Irene. El narrador, que se cree filósofo, o profesor de filosofía, práctico y observador de la realidad, nos muestra primero a la chica estudiosa y luego a la joven de «discreción, mesura, recato y laboriosidad» (78), en la cual ve él la «conciencia pura y la rectitud de sus principios morales» (89); en resumen: «una mujer del Norte» (90), «la mujer perfecta, la mujer positiva, la mujer razón» (91). Lo que Manso no ve es que Irene no ha recibido esa educación a que se refiere Krause cuando predica el cultivo, en la mujer, de «todos los sentimientos sociales, y sus facultades intelectuales en relación proporcionada con su carácter y su destino».66 También León Roch desea una mujer de ese tipo, «dotada de las grandes bases de carácter, es decir, sentimiento vivo, profunda rectitud moral [...]» (I, 67), pero sabe que la educación de María «ha sido muy descuidada, [que] ignora todo lo que se puede ignorar» (ibid.). Manso tarda en reconocer que la Dulcinea de sus sueños no es más que la Aldonza Lorenzo de la realidad. Sin embargo, con un proceder semejante al que aplica a doña Javiera, empieza muy pronto a introducir excepciones al ideal y a aceptar los reparos que se le podrían hacer a Irene. Hasta parece renegar de sus propias creencias educativas cuando declara que «la mejor escuela para llegar a la perfección» es la de la pobreza que obliga a la joven arreglarse la ropa para mantener el aseo (90). Acabará, como se sabe, olvidado de la mujer nórdica y más enamorado de la Aldonza imperfecta y burguesa que de la Dulcinea ideal e intachable. Manso parece dejárnoslo vislumbrar contra su propia voluntad de mantener el secreto. Jugarreta de Galdós, permitir que el personaje se traicione y quede en ridículo.

A medida que Máximo va observando a Irene y creyendo ver en ella todos los rasgos de la perfección, nota que nacen en él ciertos pensamientos que le sorprenden y cuyo origen no se puede explicar. Sanz había contado ya con las sorpresas sentimentales y había concluido que eran irreducibles al análisis:

Regimos, es verdad, y guiamos nuestros pensamientos, tejemos algunos hilos de nuestra Ciencia pero no fundamos nosotros los principios de ella, ni continuamos sino hasta un cierto límite sus consecuencias; brotan impensadamente del fondo del Espíritu ideas primordiales, como ecos de armonías lejanas, que resisten a todo análisis e indagación ulterior. Y en el mundo del sentimiento, en los movimientos del corazón que nos revelan a nosotros mismos, en las determinaciones de la voluntad que nos revelan a los demás, se levantan cada día y hora simpatías imprevistas, movimientos involuntarios, cuyo origen no sabemos explicar, cuya dirección y último estado no sabemos dominar ni prever.67

[...] en vano estamos alerta y guardamos las puertas del Espíritu, para que nada entre en él sino a nuestra vista y con nuestro pase.68


Un perfecto krausista no hubiera olvidado, o ignorado, las palabras del maestro.

  —18→  

Pero siguen apareciendo a lo largo de la obra puntos de contacto entre Manso y los krausistas. Su gran curiosidad por las lecturas nocturnas de Irene -que resultan ser las cartas de Peña- le lleva a preguntarse si no leería algún escrito suyo, del propio Manso. Las posibilidades incluyen una Memoria sobre la psicología y la neurosis, unos Comentarios a DuBois-Reymond, el fisiólogo positivista alemán, y una traducción de Wundt, de quien se había ocupado con especial interés Giner.69 Pero estos son simples pormenores. La verdadera preocupación del protagonista en ese momento está muy lejos de ser filosófica; es totalmente sentimental e irracional.

La obra abunda en detalles de este tipo, en la yuxtaposición de afinidades filosóficas y verdades sentimentales, del hombre que Manso cree ser y del que se nos revela. Pasemos directamente a la clase famosa que da el maestro después de enterarse de que su rival es Manolito Peña. En los trozos citados podemos apreciar la síntesis encarnada por el personaje de Galdós: el filósofo interpreta y analiza su experiencia de hombre, y los acontecimientos de la vida iluminan y prestan apoyo empírico al pensamiento. Aquí logra Manso dar expresión racional a su sorprendente advertencia preliminar -«Yo no existo»- y, a la vez, preparar su salvación final. Comienza con una definición del hombre como microcosmos, que es fácil situar en la teoría del panenteísmo: «El hombre es un microcosmos. Su naturaleza contiene en admirable compendio todo el organismo del universo en sus Variados órdenes...» (281). Sigue una generalización -evidentemente abstraída de la experiencia propia- donde esa verdad se comprueba en sencillas acciones particulares en que apenas solemos fijarnos. Después, otra declaración que evoca ideales krausistas -la armonía entre la sociedad y la filosofía-, y aquí se nos vuelve a recordar que el hecho aislado, insignificante, puede ser «un reflejo de la síntesis universal» (ibid.). Desde ese momento el credo de Manso se ve invadido por la necesidad de desenredar su tragedia personal. Busca para si un lugar decoroso en esa sociedad en que es incapaz de instalarse. Y concluye:

El filósofo descubre la verdad; pero no goza de ella. El Cristo es la imagen augusta y eterna de la filosofía, que sufre persecución y muere, aunque sólo por tres días, para resucitar luego y seguir consagrada al gobierno del mundo.

El hombre de pensamiento descubre la verdad; pero quien goza de ella y utiliza sus celestiales dones es el hombre de acción, el hombre de mundo, que vive en las particularidades, en las contingencias y en el ajetreo de los hechos comunes.


(Ibid.)                


Se sugiere, pues, una clara distinción entre el metafísico y el hombre de acción que hereda las verdades que aquél descubre y que las aprovecha. Semejante distinción no está de acuerdo con el desarrollo de las ideas de Krause llevado a cabo por los discípulos de Sanz, en busca del filósofo social que sea a la vez moralista y hombre de acción.70 El papel de la filosofía es elevar al hombre sin hacerle perder su sentido de la realidad:

La Filosofía convierte al hombre del mundo del sentido al mundo del espíritu como a centro y región serena, en que reponga aquél sus fuerzas cansadas, recuente y pruebe sus medios de acción, proporcionándolos a las necesidades históricas, y levante su vista a los fines totales de la vida, oscurecidos y casi olvidados por los particulares e inmediatos.71


  —19→  

Hacia el final de la clase, otra breve afirmación de una de las creencias de los krausistas: «[...] la filosofía es el triunfo lento o rápido de la razón sobre el mal y la ignorancia» (281), y una reiteración del citado contraste entre el «sacerdote de la razón, privado de los encantos de la vida y de la juventud», y el hombre de mundo, «frívolo», «perezoso de espíritu», a quien el filósofo abandona «las riquezas superficiales y transitorias» a fin de retener para sí mismo «lo eterno y profundo» (282). Por último, Manso emprende una defensa de la conciencia moral, sin la cual no podrá salvarse la sociedad, que se encuentra en un estado de desorganización deplorable. Defensa que, por otro lado, si saltamos de El amigo Manso a La familia de León Roch, viene a justificar, diríamos, y a iluminar favorablemente la decisión que toma León de separarse de Pepa. Al establecer que el papel del filósofo es el de descubrir la verdad, Manso define también el papel que él mismo desempeña en la obra. A la vez, queda claro que Manuel Peña es el hombre que actuará en el escenario social y político de las particularidades, mientras que su maestro goza de lo eterno y profundo.

Si aceptamos esa manera de razonar es evidente que, no siendo Máximo un ente social, como sí lo es León Roch, es muy relativo su «fracaso». Manso ha cumplido con su deber al ayudar a Peña a lograr su destino, y desaparece. Sus propias palabras nos hacen creer que reaparecerá como fuerza creadora en otro momento y en otro lugar. ¿Por qué, pues, se siente que es el discípulo quien triunfa sobre el maestro? Primero, porque Manso, a pesar de su declaración de ser quimera, «sueño de sueño y sombra de sombra» (6), cobra tanta humanidad que llega a convencemos de su existencia. Esa «condensación artística, diabólica hechura del pensamiento humano» (5), es un gran acierto de Galdós. Además, el mismo personaje-narrador, que al principio se empeña en que no existe ni existirá nunca, desea pasar a la esfera social y hace sus débiles esfuerzos por conseguirlo. Pero hay más. El lector se va dejando engañar acerca de la eficacia social de Manso porque este se ve obligado, por las frecuentes crisis en la familia de su hermano, a hacerles toda clase de servicios materiales -proporcionarles una institutriz, buscar ama de cría, etc.- y lo cierto es que logra cumplir con todo. Así, esperamos al final un testimonio decisivo de su existencia plenamente humana. En ese momento el narrador mismo nos recuerda de golpe que no es nadie, que no tiene atributo personal alguno; a lo sumo, esto puede equivaler a «ser todos», a poseer «los atributos del ser» (6), como había indicado al principio. Parecería que el novelista estuviera burlándose; pero en tal caso, no se burla sólo de su personaje, sino del lector también.

¿Cabe pensar que todo el trabajo de Manso tendrá como fruto el que Peña sea un político más, igual a los otros?72 No sería exacto. En primer lugar, como experimentación pedagógica, el intento del profesor de filosofía ha sido eficaz porque ha logrado despertar y cultivar las habilidades latentes en su alumno.73 Además, es injusto suponer que la oratoria, vacía aunque elegante, el don de gentes y el desorden de su vida social harán de Peña un hombre tan poco escrupuloso como José María Manso, por ejemplo. El krausismo opone al optimismo de unos y al pesimismo de otros el mejoramiento, el progreso gradual a base de buena voluntad.74 No hay más que comparar a Manuel con los José María, los Pez, los Sainz del Bardal, y hasta con los Cimarra, para ver que está   —20→   por encima de ellos y que representa una esperanza de progreso. Progreso lento, minúsculo, pobre, sí; pero es el único que en España cabe esperar después del fracaso de la Primera República. (Pronto vendrá el negativismo y el pesimismo del 98, que no podrá ver en un Peña otra cosa que un cínico.) Manuel y, en menor grado, Irene son los únicos personajes que se han elevado y han madurado a lo largo de la obra. Ningún personaje -como ningún hombre- es el ideal; nadie es perfecto, pero unos son mejores que otros. El bien puede llegar de cualquier parte sin distinción de niveles sociales o intelectuales. Doña Javiera, sin educación alguna, tiene suficiente juicio para darse cuenta de las necesidades de su hijo y ponerle en manos de Manso. Éste cumple su función. ¿Por qué no va a cumplir la suya Irene, por quien Manuel ha rechazado a tanta muchacha frívola?75

En cuanto a la filosofía de Manso, él, en efecto, parece presentársenos como hombre de ideas afines al krausismo: su interés en los autores que ocupaban al grupo krausista, sus ideas sobre la educación, etc. Pero, como se ha visto, es mucho más que eso. Galdós sonríe benévolo ante el idealista que aspira a ser el máximo hombre de razón, ese Quijote manso que crea la imagen de su Dulcinea moderna: intelectual, nada católica, «nórdica», y se encuentra con una Aldonza Lorenzo a quien -¡gran ironía!- quiere más que a la otra. Aunque la polémica religiosa no figura en esta novela, Irene, sutilmente, resulta ser en parte la síntesis de Pepa Fúcar y María Egipciaca, con la diferencia de que aquí, a medida que Irene se revela religiosa y hasta supersticiosa, va creciendo el amor de Manso. La inocencia del amigo Manso provoca la risa pero también la simpatía y el afecto, igual que en don Quijote. Burla, pero no sólo de lo «krausista», y, junto a la burla, cariño. Quizá pueda caracterizarse mejor la impresión total que deja Manso si lo comparamos con el don Cipriano de «Zurita», el cuento de Clarín.76 El propio Clarín, que pinta en esa breve obra maestra un cuadro mordaz de la desintegración del krausismo, elogia con entusiasmo la novela de Galdós.77

Desde las obras -que inicia Doña Perfecta- cargadas de polémica ideológico-religiosa hasta las que plasman novelísticamente los variados aspectos de la educación española -la serie culmina con El doctor Centeno- vemos desfilar, en formas cada vez más complejas, la vida social ambiente, y vemos crecer y afirmarse con paso seguro el arte de Galdós. Si en el efectivo pensamiento y acción de los krausistas no hallamos un modelo fijo y reiterado, sino que, por el contrario, comprobamos cómo se transforman y fraccionan las doctrinas del grupo encabezado por Sanz del Río, menos aún encontraremos tipos puros e inmóviles en las novelas de Galdós. Por una parte, don Benito parecería favorecer en su obra las ideas de Sanz y su escuela, y más las de Giner; varios de sus protagonistas y muchos de sus personajes secundarios aparecen, en mayor o menor medida, como librepensadores, anticlericales, extranjerizantes... Por otro lado, más de una vez se diría que Galdós ridiculiza o hace fracasar a las criaturas literarias a las cuales atribuye esas tendencias. Ni lo uno ni lo otro puede por si servirnos de fórmula absoluta. Hay que ahondar en cada caso, en cada novela, y abrazar las cuatro en su totalidad y juego mutuo, para apreciar   —21→   con justeza la sutil escala de adhesiones y rechazos con que respondió Galdós a lo que sólo en sentido muy elástico puede llamarse «krausismo».78

Brandeis University. Waltham, Massachusetts







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