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Borradores de poesía

Andrés Bello



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Don Andrés Bello en sus últimos años, acompañado por su esposa,
Isabel Dunn. Daguerrotipo de la época





  —[XIII]→  

ArribaAbajoLa poesía de Bello en sus borradores

No sería exagerado decir que la mayor sorpresa que aguardaba tanto a los editores como a los lectores de la presente colección de las Obras Completas de Bello, era quizás la del material literario reservado para el presente volumen.

Ha sido laboriosísima la lectura y la transcripción1 de los interesantes manuscritos que ahora salen a luz por primera vez; los cuales han sido considerados, con sobrada razón, de incalculable valor para el estudio cabal de la personalidad y de la obra literaria del Maestro.

La rebusca más afortunada de los últimos años, entre el variado material impreso e inédito, salido de la pluma de Bello, condujo a los editores de las Obras Completas al hallazgo de los manuscritos de poesía que ahora nos toca estudiar.

Los biógrafos de Bello, y más aún los estudiosos de su producción literaria, se han lamentado siempre del extravío y de la pérdida irreparable que en el transcurso de los años, han sufrido, por diversas causas, algunos valiosos o interesantes papeles inéditos de nuestro ilustre polígrafo. Pero afortunadamente se experimenta una sustancial compensación, además de una intensa complacencia, ante el hecho de haberse preservado, y haberse tenido a mano para esta   —XIV→   edición, los manuscritos que integran el presente volumen II de las Obras Completas.

Podemos afirmar que los borradores que ahora hemos de analizar y comentar, forman parte sustancial del material más valioso e importante de cuanto corresponde a la obra poética de Bello. Y la razón es muy clara. Porque las «silvas» Alocución a la Poesía y La Agricultura de la zona tórrida sabemos que es lo mejor que el vate caraqueño escribió como poeta original; y de tal calidad fue esa producción dentro del género descriptivo, que se la considera como la mejor no sólo de la literatura americana, sino también de la española, a juicio de crítico tan autorizado e insospechable como Menéndez Pelayo. Y es este mismo crítico quien por otra parte afirma a voz llena, que la obra maestra de Bello como versificador es la traducción (incompleta) que hizo del poema Orlando enamorado, de Boyardo, según la refundición de Berni.

Conocidos estos datos, se comprende que será de sumo interés e importancia conocer y estudiar los manuscritos borradores que nos ponen en contacto directo con el proceso de elaboración, y con la labor minuciosa que siguió Bello en esos dos admirables productos de su talento literario y poético.

Borradores de las «silvas»

Escasa y de importancia muy relativa habla sido la obra poética de Bello durante el período de su juventud en Caracas y de sus primeros años de vida londinense. De hecho los estudios biográficos y bibliográficos realizados en los últimos años por los más acuciosos y devotos bellistas, no han logrado aportar ningún dato nuevo que modifique sustancialmente esta apreciación.

En todas las biografías del Maestro suele relatarse con toda precisión, cuán duras experiencias lo acompañaron en aquellos primeros años de su vida allá en Londres, tierra para él tan extranjera por tan diversas razones -lengua,   —XV→   costumbres, clima, etc.-; y en situación tan oscura e indecisa para quien como él se encontraba allí al servicio del precario y zozobrante gobierno republicano de una patria que de momento casi existía sólo en la mente y en el corazón de un puñado de audaces y decididos soñadores. Nada de extraño tendría que en tales circunstancias la musa morigerada y poco gárrula de Bello, apenas hallase ocasión propicia, ni tiempo holgado, para entregarse a los deleites de la creación poética.

Pero a medida que el joven caraqueño, al correr de los años, iba organizando su vida de trabajo y de intenso estudio, y podía ir contando -aun en medio de graves aprietos- con una modesta bien que insuficiente base económica, su espíritu tornaba a sentir el llamado de la poesía; pero ahora quizás con más intensidad que nunca hasta entonces, dado que los años de ausencia de la tierra nativa se le prolongaban con angustiosa demora hacia un futuro cargado de incertidumbres. Y por otra parte, las noticias cada vez más importantes y frecuentes que le llegaban de la Patria lejana, referentes a los triunfos, al heroísmo, y a las perspectivas de la obra de sus hermanos libertadores allende el Atlántico, no podían menos de templar su ánimo, y despertarle asimismo nuevos entusiasmos poéticos.

Así fue cómo, dócil al llamado de las musas, debió empezar aquella redacción lenta y cuidadosa de largas tiradas de versos, de aquilatada sustancia poética, que sin él sospecharlo habrían de constituir más adelante la base inconmovible del juicio unánime con que los críticos de todos los tiempos iban a consagrarlo con el título del mejor poeta descriptivo de Hispanoamérica, y aun tal vez de toda la literatura española.

Lo publicado por Bello

El año 1823 da comienzo Bello en Londres, en unión de Juan García del Río, y otros americanos de la Sociedad de Americanos, a la publicación de su entusiástica revista   —XVI→   Biblioteca Americana o Miscelánea de Literatura, Artes y Ciencias.

El primer tomo constaba de 472 páginas de texto; y de éstas, las catorce primeras contenían una larga composición, en silva, bajo el título de Alocución a la Poesía, «en que se introducen las alabanzas de los pueblos e individuos americanos, que más se han distinguido en la guerra de la independencia (Fragmentos de un poema inédito, titulado 'América')». Este primer fragmento alcanza hasta el verso 447. Un segundo fragmento, del verso 448 al 834, aparece en la única entrega parcial del segundo y último tomo, que consta solamente de 60 páginas.

La corta vida de la Biblioteca Americana, interrumpida -según dijeron sus editores- a causa de «obstáculos que no pudieron prever ni suponer», parecería haber privado a Bello del medio publicitario de que entonces disponía para la publicación de otros fragmentos del que él llamaba «poema inédito».

La preocupación y el celo cultural de Bello, no se daba -sin embargo- punto de reposo. Podría decirse que el fracaso inicial de la Biblioteca no le sirvió sino para tomar nuevo impulso, y repuesto de lo pasado, lanzarse por segunda vez a la misma tarea de publicista. Y así el año 1826 recomienza su trabajo, y saca de las prensas londinenses la revista Repertorio Americano, publicación que está casi bajo su exclusiva responsabilidad. Esta nueva revista es hermana espiritual de la Biblioteca de 1823, aunque su característica, según el propio editor, es la de ser «obra más rigurosamente americana» que aquélla. En su primera voluminosa entrega, de 320 páginas, aparecida en octubre de 1826, encontramos en las páginas 7 a 18 otra composición, también en silva, con la que se abre la sección titulada «Humanidades y Artes liberales». Bajo el enunciado general de «Silvas Americanas», se lee el siguiente título: «Silva I. La agricultura de la zona tórrida».

Pero es de advertir que aquel enunciado general de «Silvas Americanas», trae una nota marginal que dice textualmente:   —XVII→   «A estas silvas pertenecen los fragmentos impresos en la Biblioteca Americana bajo el título 'América'. El autor pensó refundirlas todas en un solo poema; convencido de la imposibilidad, las publicará bajo su forma primitiva, con algunas correcciones y adiciones. En esta primera apenas se hallarán dos o tres versos de aquellos fragmentos».

De esta manera, pues, aparecen en los años 1823 y 1826, respectivamente, en Londres, las dos «silvas» tan justamente alabadas por la crítica; las cuales, sin sospecharlo seguramente su autor, vinieron a fundamentar e inmortalizar su nombre de extraordinario poeta descriptivo.

La voz inapelable de crítico literario tan calificado como Menéndez Pelayo, señaló muy atinadamente que el juicio más certero y profundo que se había hecho de la obra poética de Bello, era el de M. A. Caro, escrito para prólogo de la colección de poesías del vate venezolano, que publicó en 1881 la Colección de Escritores Castellanos, de Madrid.

Apoyados en la autoridad de Caro, tan acatada por Menéndez Pelayo, creemos oportuno citar las siguientes palabras de aquel prólogo del insigne humanista colombiano: «La Alocución a la Poesía y la Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida, la primera por largos trozos que presenta de noble pensamiento y esmerado estilo, la segunda como obra acabada e incomparable en conjunto y pormenores, constituyen, a nuestro juicio, el mejor título de Bello como poeta»2.

Y seguidamente añade, con frase categórica: «Cuando adelantos progresivos de la ciencia y una legislación más perfecta hayan oscurecido los trabajos a que consagró Bello lo más de su existencia como filólogo y como jurista, todavía vivirá en la posteridad más remota el cantor de la zona tórrida»3.

Si pues la gloria más duradera y actual del sabio polígrafo   —XVIII→   de Caracas habrá de ser, andando los años, la de poeta americanista; y esta gloria, esencial e indiscutiblemente estriba en aquellas dos notables «silvas», bien se comprenderá que resulta de un interés fuera de toda discusión conocer un poco al pormenor cuál y cómo fue la labor literaria y poética del autor de esas inmortales composiciones.

Aun cuando publicadas, como se acaba de ver, en los años 1823 y 1826, no sabemos a ciencia cierta cuándo empezó a trabajar en ellas el poeta, mas parece lógico suponer que les dedicó un especial interés en los días inmediatos que precedieron a su publicación. Toda otra conjetura al respecto, creemos que carece de datos precisos y claros. Pero dado lo lenta y aun premiosa que en ocasiones aparece en los borradores la redacción de Bello; y dada la tenacidad con que el poeta sometía casi cada verso a dura labor de forja, es también lógico suponer que el material que entregó luego para la imprenta, reducido a las ya conocidas «silvas», hubo de ser inicialmente redactado varios años antes de 1823, fecha de publicación de la primera de aquellas revistas.

Intento frustrado

En la ocasión de publicar una y otra «silva», Bello ha dejado constancia algo precisa del origen de ambas composiciones. El título completo y explicativo de la Alocución y la nota marginal de La Agricultura revelan expresamente cuál fuera el intento perseguido por el autor; y cómo aquel intento se había frustrado.

En 1823, al publicar los dos fragmentos que constituyen la Alocución a la Poesía, vemos que nos indica que son parte de un poema inédito titulado América.

Para esa fecha Bello habla del poema como si se tratara de algo existente, y aun se diría que concluido. Escritor tan sobrio como lo fue siempre Bello, y tan preciso en su lenguaje como exacto en el uso de los tiempos verbales, se   —XIX→   expresa en esa ocasión en forma que parece categórica, y que equivaldría a decir: tengo concluido e inédito un poema titulado América, del cual publico ahora como muestra o anticipo, estos dos fragmentos. Nótese que no dice: poema en preparación, o inconcluso, sino simplemente: inédito.

Desaparecida la Biblioteca Americana, hay un intervalo de tres años, hasta que sale a luz el Repertorio en octubre de 1826. Era obvio esperar que en esta nueva publicación, que traía como primera sección la dedicada a «Humanidades y Artes liberales», Bello entregaría definitivamente lo mucho o poco que aún le quedaba inédito del poema prometido, bien que publicándolo en diversas entregas de la nueva revista.

Empero ahora la cosa ha cambiado sustancialmente. Bello, en efecto, abre aquella sección con una composición suya en verso, pero bajo el título general que ya citamos de Silvas Americanas, y estampa la nota que dejamos transcrita más atrás, en la cual explica brevemente qué son estas «Silvas» que ahora empieza a publicar.

Adviértase, ante todo, cómo el título de «Silvas», así en plural, da a entender que el autor tiene varias de esas composiciones en turno de publicación, para sucesivas entregas del presente Repertorio. Y sin embargo, publicada la Silva I. A la Agricultura de la zona tórrida, nada más vuelve a saberse de otras silvas en los demás números del Repertorio aparecidos en enero, abril y agosto de 1827; como ni tampoco en ninguna otra publicación posterior. Más aún: a todo lo largo de la prolongada vida del poeta, nunca más se vuelve a tener noticia alguna referente a las anunciadas y prometidas «silvas». Quizás al emplear en plural aquel título, el poeta no quiso propiamente indicar que tenía ya ultimadas y listas para la imprenta otras composiciones de aquella serie; sino pensaría que a medida que el Repertorio fuera apareciendo, él dispondría de suficiente holgura de tiempo y de ánimo, para dar su último toque a las que ya tenía en plan efectivo y actual de elaboración.

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Pero mayor curiosidad e interés despierta el resto de explicación que nos proporciona la citada nota. Se nos dice allí que esas «silvas» que empieza a publicar, teníalas ya escritas originariamente el autor como tales silvas; pero que luego había pensado «refundirlas» (nótese bien el verbo tan preciso que emplea) todas en un solo poema, que sería el ya mencionado poema América.

Como se ve, hay una inevitable contradicción entre esta aclaratoria, y lo que decía el título de la Alocución a la Poesía; en el cual se presentaba la cosa de modo inverso, puesto que allí el poeta afirmaba simplemente que dicha Alocución era parte de un poema que tenía inédito, y que se titulaba América. De hecho, si bien se examina, la estructura misma de dicha Alocución muestra claramente que no debía haber tal poema, puesto que aquellos fragmentos, no del todo bien zurcidos y tramados entre sí, mal podían ser -como tal vez ha podido creerse- uno de los cantos del pretendido poema. Y la aludida contradicción salta a la vista frente a la nota de La Agricultura, que nos dice, que se trata de una «Silva» de las varias que el autor tenía escritas ya de antes, y pensó haberlas refundido luego en los moldes formales de un poema.

Pero hay más: porque en esa misma nota, Bello da luego a entender que dicha primera «silva» La Agricultura de la zona tórrida se publica tal como fue escrita inicialmente, o sea antes del frustrado intento de refundición en un poema; salvo algunas correcciones y adiciones.

Y asimismo, nos adelanta la explicación cabal acerca de la presencia que el lector advertirá en La Agricultura, de algunos versos («dos o tres» dice), que ya habían aparecido en la Alocución. Al pretender aquella refundición en un poema, se mezclaron fragmentos de diversas composiciones o «silvas» escritas anteriormente total o parcialmente. Mas cuando el poeta ante ese intento de poema -como él mismo confiesa con gran sencillez- se encuentra «convencido de la imposibilidad» de seguir adelante, empieza a desglosar aquellos fragmentos y a restituirles de nuevo su unidad inicial de   —XXI→   vida literaria propia, como meras «silvas». En esta labor la «Silva I» sale a lucir todos los encantos propios de su primitiva redacción, incluidos aquellos que el poeta había traspasado a los pasajes que publicó primeramente como fragmentos de un poema, bajo el consabido título de «Alocución a la Poesía».

Podemos, pues, resumir el caso de lo ocurrido con las dos famosas «silvas», según lo explicado por el mismo Bello, de la siguiente manera, en tres tiempos:

1) composición parcial de varias silvas y fragmentos de silvas, mayormente del género descriptivo;

2) intento de refundir dichas silvas en un poema que se titularía América: y publicación de varios fragmentos ya refundidos, bajo el título de Alocución a la Poesía;

3) fracasado ese intento, y desechada la idea del poema, restauración de las silvas y sus diversos fragmentos a la vida propia y de parcial unidad que tuvieron al principio.

En esta ultima etapa, Bello prepara y entrega para las prensas, retocada y completa, la que él mismo clasificó como la primera de una serie de silvas americanas. Pero infortunadamente la serie no llegó nunca a continuarse.

Es importante hacer notar, según se desprende de lo dicho por el propio Bello, que la Alocución y La Agricultura no son dos meras silvas elaboradas a base de fragmentos diversamente trabajados que formaban parte del frustrado poema América. Sin embargo, de manera aproximadamente inversa a esto que dice Bello, es como las han considerado no pocos notables críticos, que sin duda no advirtieron el significado preciso de las notas que les puso el poeta.

Déjese, por ende, definitivamente aclarado y asentado que la Alocución a la Poesía, aun con el ambiguo título que su autor le dio al publicarla en dos fragmentos para dos entregas de la Biblioteca Americana, no era en realidad parte de un poema inédito titulado América. Ese poema jamás existió sino en el pensamiento y en el deseo, que fue ineficaz, de Bello; quien para llevarlo a cabo creyó utilizables las diversas «silvas» que anteriormente había venido elaborando,   —XXII→   parte de las cuales empleó en la composición de los dos fragmentos de la Alocución.

De igual manera, tampoco La Agricultura de la zona tórrida es el resultado de otra serie de fragmentos de un pretendido y desechado poema; sino fragmentos creados originalmente en plan de «silvas» y tramados luego parcialmente y retocados en forma de una composición que tuviese unidad y proporción.

Entre la Alocución y La Agricultura existe, pues, una perfecta relación de origen, y sobre todo de intención, puesto que ambas brotan a la vida compuestas con diversos pasajes de silvas en los que Bello fue vertiendo recuerdos y datos de la vida americana.

Esta explicación que venimos dando, no es en manera alguna infundio de nuestra fantasía, ni opinión carente de base objetiva, puesto que toda ella se basa, como puede bien comprobarse, en los datos suministrados por el propio Bello. Por eso resulta algo sorpresivo que no reparase en dichos datos el eximio crítico Menéndez Pelayo; y que al estudiar las dos famosas silvas y encontrarse con las conocidas semejanzas de algunos pasajes descriptivos en ambas, y aun con la repetición de versos idénticos, le pareciese obvio deducir que entre una y otra composición tenía que haber existido una muy íntima relación de origen; pero al pretender señalar dicho origen, le ocurre pensar que «publicada la Alocución, y convencido sin duda el mismo Bello de su desigualdad, fue enfriándose en la continuación del poema, y determinó aprovechar la parte descriptiva de los fragmentos publicados, para una nueva composición de más reducidas dimensiones, de más unidad en el plan, y de tal perfección de detalles, que hiciera olvidar la obra primitiva, enriqueciéndose con sus más bellos despojos»4.

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Pero, precisamente Bello procedió de manera totalmente inversa; puesto que más bien había intentado refundir en el poema América tanto la parte de silva dedicada a La Agricultura, como otras muchas partes escritas ya, y aún por escribirse. De esta labor o intento de refundición de silvas, nos dio una primera muestra, aunque no muy lograda, en la Alocución. Mas comprendiendo muy pronto que el poema no parecía nacido con buena estrella, se apresuró a conservar y perfeccionar en su forma primitiva de mera silva, al menos las partes que luego publicó con el título de La Agricultura de la zona tórrida.

Lo que ahora se descubre

El pretendido o soñado poema América había muerto casi nonato en aquel parcial intento anunciado y presentado en 1823. Bello debió hacerle la crítica a su propia creación, y parece que no tuvo duda de la imposibilidad de seguir adelante con su idea de refundir las silvas, y fragmentos de silvas, que en desiguales papeles, escritos en casi microscópica y sorprendente caligrafía, se apilaban sobre su mesa de trabajo. Prefirió, por eso, dar más bien al público aquellos fragmentos que juzgó podrían agruparse con mejor unidad de estructura y de pensamiento, en una serie de silvas. Sin embargo, este segundo proyecto solamente llegó a realizarse en una composición: la merecidamente ponderada La Agricultura de la zona tórrida.

Hasta aquí, nada más, había podido llegar hace aún muy poco tiempo la investigación bibliográfica y crítica en torno a la parte más sustancial y original de la obra poética del moderno y más atinado cantor de las bellezas del Nuevo Mundo.

Los años de laborioso cultivo y ejercicio literario de Bello en Londres, pudieron siempre considerarse como muy provechosos por el mero hecho de haberse logrado para el acervo poético de la literatura americana y española esas dos admirables composiciones, usualmente citadas con el título de Silvas Americanas.

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Ellas han bastado, asimismo, para asegurar a nuestro poeta -aun frente a críticas indocumentadas o sectarias- un justo renombre, y la primacía entre los más excelsos cantores en verso de las gracias y riquezas del mundo americano.

Podría ahora preguntarse cuales pudieron ser los motivos que obraron en el ánimo de Bello para hacerlo desistir de aquel intento de refundición de sus versos en el fantaseado poema; e incluso para reducirse luego a la mera publicación de sólo la primera Silva americana.

Respecto de esta cuestión creemos que cabe distinguir diversos motivos probables; unos de orden inmediato y más aparente; y otros de orden más trascendental y profundo.

Ya apuntamos, páginas más arriba, que a medida que corrieron los diez o doce primeros años de su residencia en Londres, Bello se fue encontrando en medio de circunstancias muy diversas, favorables o contrarias, que se combinaron y conjuntamente dispusieron su espíritu para la labor de expresar en verso los pensamientos y afectos que le brotaban ante el recuerdo y el amor de la Patria distante. Éste es el que podríamos llamar primer período poético londinense, más espontáneo y elemental, en el que se elabora esta extensa e importante obra poética en borradores, que ahora estudiamos.

Sigue luego un segundo período -el comprendido entre 1823 y 1826- que es el de los años de circunstancias más holgadas y halagüeñas, y de consecuente satisfacción y euforia espiritual, cuando Bello en lo diplomático y en lo económico encuentra más estabilizada su posición, y empieza a salir de la ajetreada vida del primer largo y doloroso período. En tal coyuntura, se siente animado a trabajar con nuevos bríos, y con un nuevo plan, aquellos mismos versos en silva que había ido acumulando en numerosas cuartillas. Éste es el momento en que piensa en el gran poema América, y se dedica en firme al trabajo definitivo de algunos fragmentos que casi impacientemente se adelanta a publicar en el amanecer mismo de La Biblioteca Americana. Pero la prematura imposibilidad de seguir publicándose esta revista,   —XXV→   interrumpe poco menos que de repente la apenas iniciada elaboración del poema. Tan desagradable contratiempo debió obligar a Bello a un serio y más personal trabajo de reorganización editorial, que da por resultado la creación de una nueva revista, la cual estaría casi exclusivamente a su cargo. La preparación de esta no fácil empresa periodística, requirió sin duda un lapso largo, durante el cual Bello tiene, además, que atender a sus otros serios deberes no precisamente de índole literaria. Es muy obvio suponer que en este lapso fuera gradual y forzosamente apagándose aquel entusiasmo inicial que era tan necesario para llevar a feliz término la elaboración total del apenas comenzado poema. Cuando en octubre de 1826 sale al fin el primer tomo de la nueva revista El Repertorio Americano, Bello confiesa sin rebozo que ha cambiado de parecer respecto de su ambicioso intento de poema. Ya éste no se escribirá. Declara con toda llaneza que se le hace ahora imposible realizar aquel hermoso proyecto. Pero, como por lo demás, aún perduran las circunstancias favorables de su vida, y su espíritu se siente aún animado para el trabajo creador, aprovecha la oportunidad de la aparición de El Repertorio, para pulir otro buen fragmento arrancado al mazo de borradores de las silvas, y lo publica en el primer tomo, bajo el título de La Agricultura de la zona tórrida. Aquí termina, podemos decir, ese segundo período de más asidua y definitiva elaboración poética.

Infortunadamente, entrado el año 1827 la vida de Bello vuelve a ensombrecerse con nuevos y apremiantes inconvenientes de todo orden. Su inseguridad económica y familiar vuelve a acentuarse; las cosas de la Gran Colombia, a cuya Legación sirve aún de Secretario, empeoran cada día; y ya no pasarán dos años sin que el Maestro se vea en la apremiante necesidad de aceptar el generoso ofrecimiento del gobierno de Chile que lo invita a trasladarse a su capital Santiago. Ya esa etapa final de su vida en Londres, después de publicada la admirable Silva I, le resultaba muy poco adecuada para seguir retocando y ordenando nuevos fragmentos, o nuevas Silvas, para aquella serie que anunciaba en el primer   —XXVI→   volumen de El Repertorio. En este período final londinense, los borradores fueron cuidadosamente guardados, aun cuando tal vez su propio autor no pensó entonces que nunca más volverían ellos a recibir el toque final y vivificador que los echara a andar en el mundo de la poesía. Pero del cariño que aún en su informe estructura les conservó siempre como padre amoroso, es prueba fehaciente el hecho de haberlos guardado muy junto a sí hasta la hora de su muerte.

Podría añadirse, además, por lo que respecta a la idea del poema América, que tal vez a medida que el tiempo fue pasando aquella idea iba pareciéndole al poeta cada vez menos oportuna, pues debió advertir que ya por entonces en la literatura europea -modelo y maestra todavía de los diversos géneros literarios- comenzaba a caer en desuso la composición de grandes poemas del genero épico, en los que los cantos se alargaban y multiplicaban con cierta prodigiosa riqueza y facilidad. En pleno siglo XIX europeo, tanto en España como en otros países, ya no es cosa tan actual aquella floración de poemas épicos o didácticos, históricos o religiosos, que tanta aceptación habían logrado en los dos siglos anteriores, aun cuando puedan citarse gloriosas excepciones, sobre todo en los años brillantes del ya entonces bullente romanticismo.

Pero si estas razones, todas con su tanto de importancia, o alguna con influencia más preponderante, tuvieron que ver, quizás, con la determinación de Bello de no continuar su pretendida empresa, nos parece, asimismo, de no menor importancia y tal vez de mayor interés, estudiar el asunto desde el punto de vista interior de la creación artística.

A este respecto, debería ante todo averiguarse, o conjeturarse al menos, qué especie particular de poema pensó Bello escribir; y también qué circunstancias de orden interno debieron acompañar su trabajo creador, y por qué se siguió luego la frustración de aquel ambicioso proyecto.

Aunque Bello vivía por entonces en Londres en asiduo contacto con los grandes autores clásicos de la latinidad, que tan gustosamente aprendió a saborear desde niño en la Caracas   —XXVII→   colonial, y ahora había añadido el estudio y nuevo gusto por los clásicos griegos, le bastaba, sin embargo, mirar las páginas de sus tan bien conocidas y bien estudiadas literaturas española y francesa, para hallar en ellas modelos notables de poemas de toda especie.

Más aún: la literatura española presentaba el caso, sin duda asaz interesante para un americano como Bello, de que sus principales poemas épicos habían sido producidos en América. Desde La Araucana del soldado-poeta Ercilla, hasta las pesadas octavas del «irrestañable»5 versificador Castellanos, en sus Elegías de Varones Ilustres, en América había encontrado la musa épica española las más insospechadas ocasiones para hacer cantar a poetas como Balbuena en su caballeresco Bernardo; y a Hojeda en su piadosa Cristíada; y a Pedro de Oña en el frío Arauco domado; no menos que al ya citado Ercilla en su extenso cuanto heroico gran poema La Araucana.

Es cierto que los temas con que estos poetas dieron ocupación a sus fecundas y briosas plumas, son tan diversos, tan universales, y aun algunos tan poco americanos, que en nada podrían señalarse como modelos o hitos hacia los cuales habría quizás de dirigir Bello sus miradas al pensar en su poema América.

La viva curiosidad literaria de Bello, en este tiempo como en casi todo el resto de su larga vida; y sobre todo su innegable espíritu de observación y de estudiosidad, tal vez podrían haberlo orientado o al menos informado suficientemente ya antes de 1823, acerca de las obras poéticas de tema y de inspiración palpablemente americanos, compuestas y publicadas en los siglos XVII y XVIII. De haberlas realmente conocido, dos entre todas, habrían llamado poderosamente su atención: la Grandeza Mexicana, del ya citado Balbuena, y la Rusticatio Mexicana, extraordinario poema latino del jesuita Landívar. Sin embargo, no hemos tenido hasta ahora la suerte de conocer escrito o referencia alguna de Bello   —XXVIII→   que indique que conocía ninguna de estas obras. En cambio escribió muy atinadas e interesantes observaciones en un artículo de crítica literaria, publicado en Chile en 1841, acerca de La Araucana y de su autor Alonso de Ercilla. Y en él échase de menos, entre las eruditas consideraciones que hace respecto del tema y de la manera cómo lo trató Ercilla, que aun cuando Bello menciona nombres de varios importantes poemas épicos castellanos y de la antigüedad clásica, no nombra una sola vez ni la obra de Balbuena ni la de Landívar. Ello parece indicarnos claramente que ni aun para la fecha de publicar este estudio acerca de La Araucana, habría llegado a conocer los antedichos poemas del antiguo Obispo de Puerto Rico y del jesuita guatemalteco.

Y si tal fuere el caso -como nos parece probable- nos resulta de sumo interés tenerlo en cuenta para nuestra investigación respecto de cuál pudo ser el intento del Maestro al emprender la composición de sus silvas, y luego al pretender refundirlas en poema.

De no conocer sino únicamente La Araucana como ejemplo de poesía descriptiva americana, le resultaría demasiado patente el hecho de que Ercilla, más preocupado con el tema heroico de la lucha enconada entre los indios del Arauco y los conquistadores españoles, poco atiende y poco espacio dedica -por no decir ninguno, ex profeso- a la pintura y descripción del paisaje y del medio propiamente dicho de aquella región americana. Ercilla llena los treinta y siete largos cantos de su poema, casi únicamente con la presentación de personajes y la narración minuciosa de episodios y encuentros guerreros. Solamente al final del Canto XVI y en parte del XVII, en la escena fantástica de la visita al mago Fitón, se trazan, por boca de éste, unas cuantas pinceladas, que aun cuando aspiran a ser descripción de regiones típicamente americanas, en realidad pecan de excesiva vaguedad y falta de verdadero sabor local.

Bien claro debió advertir Bello este punto, al estudiar el poema de Ercilla; y sin duda a ello responde algo que escribe en el citado comentario aludiendo a quienes opinaban que en   —XXIX→   los tiempos modernos (en los de Bello) ya la musa épica no podría hallar temas propios en los que desplegar su inspiración, puesto que entre los grandes autores antiguos y los renacentistas habían ya agotado todos los posibles temas para nuevos poemas épicos. Recuerda entonces Bello, a tal respecto, cómo el poeta Byron -al igual que el novelista Walter Scott- ha logrado hacer poesía épica tomando como argumento actual y de vivo interés, los datos que la historia nos ofrece en la serie sucesiva de transformaciones de la sociedad humana, con sus oleadas de revoluciones políticas y religiosas; todo esto, dice, es material inagotable de inspiración para el novelista y para el poeta.

Mas, luego de hacer esas observaciones, añade a término seguido: «Aun el espectáculo del mundo físico, ¿cuántos nuevos recursos no ofrece al pincel poético, ahora que la tierra, explorada hasta en sus últimos ángulos, nos brinda con una copia infinita de tintes locales para hermosear las decoraciones de este drama de la vida real, tan vario y tan fecundo de emociones?»6.

Creemos que no podría buscarse declaración más categórica ni mejor que esa cita, la cual podría considerarse como el credo poético de Bello. Y nos atrevemos a suponer que, aun cuando formulada o al menos publicada, esta declaración, en 1841, encierra la sustancia del pensamiento que animaba a nuestro poeta allá en Londres, cuando su musa, todavía con vigores juveniles, se entregaba afanosa a la mejor de las empresas poéticas de toda su vida.

Pero hay algo más. No vaya a creerse que en este escrito sobre La Araucana, que acabamos de citar, Bello trate de negar, o ni siquiera de rebajar, los méritos de Ercilla como poeta épico. Antes al contrario, quiere demostrar, contra ciertos críticos demasiado severos y aferrados a antiguos cánones preceptistas, que Ercilla a pesar de darle a su obra un corte y un estilo no tan ceñidos a aquellos cánones, sin embargo había conseguido crear un verdadero poema épico.

  —XXX→  

Bello reconoce que después de los clásicos griegos y latinos, en Europa se cultivó hasta los tiempos de Tasso la epopeya clásica; pero señala cómo muy luego ese género entró en positiva decadencia; y cómo claramente se vio la necesidad de buscar y seguir otro rumbo. Y añade: «Ercilla tuvo la primera inspiración de esta especie; y si en algo se le puede culpar, es en no haber sido constantemente fiel a ella»7.

Y como completando, algo después, estas ideas, se refiere por último a la cuestión del tono poético que debe adoptar el cantor épico. Rechaza que sea necesario o de precepto emplear siempre un tono altisonante y grandioso; eso dependerá, dice, tanto del genio del poeta, como del asunto mismo que va a tratar. Alaba a Ercilla, porque considera que eligió el estilo y el tono que mejor se prestaban a su talento narrativo, y concluye con esta declaración paladina, que de puro sincera en su expresión, parece que encierra no poco de extroversión autobiográfica: «Todos los que como él, han querido contar con individualidad, han esquivado aquella elevación enfática, que parece desdeñarse de descender a los pequeños pormenores, tan propios, cuando se escogen con tino, para dar vida y calor a los cuadros poéticos»8.

Quien lee con alguna detención los versos de Bello, y estudia el estilo y el tono generalmente empleado en sus dos famosas «Silvas», sobre todo en La Agricultura de la zona tórrida, encuentra que el poeta ha realizado, a cabalidad, en la práctica, esa opinión o enseñanza que años más tarde proclamaba, en función de crítico.

Nos parece, pues, que cuando Bello emprende en Londres la refundición de sus silvas, en un intento de forjar el poema América, tendría ya sin duda bastantemente definido el tipo de trabajo poético que quería llevar a cabo, y la manera cómo pensaba lograrlo.

Hoy, a la distancia de más de siglo y cuarto, creemos que no es arriesgado afirmar -teniendo en cuenta en toda su proyección y perspectiva las diversas etapas y manifestaciones   —XXXI→   de la literatura europea, y en particular de la hispanoamericana, en lo que respecta a la composición de poemas descriptivos- que el poema que Bello quiso componer en su tiempo, tenía características de un intento revolucionario en letras; y demostraba que lejos de plegarse pasivamente a la rutina de escuelas o de preceptos poéticos -como a veces se le ha querido achacar- tenía personalidad decidida para enfrentarse a la creación de nuevos caminos literarios y artísticos.

Tal vez los biógrafos y críticos del Maestro no han destacado y ponderado todavía, con debida justicia, lo que significó en las postrimerías aún del seudoclasicismo académico y frío, y bajo el reinado de la preceptiva dieciochesca, dar a la imprenta y hacer del dominio público aquellos dos fragmentos de la Alocución a la Poesía, diciendo que eran parte de un poema inédito que se llamaría América. Bello, sin reparo alguno ante un posible escándalo literario, se sale completamente del seudoclasicismo frío y amanerado de los preceptistas dieciochescos. Y ante un tema de significación y de contenido netamente épicos, y de no disimulada tendencia didáctica (evidente sobre todo en muchos pasajes de los borradores que ahora se publican), abandona el tono magisterial y altisonante que le hemos visto censurar con ocasión de su estudio del poema de Ercilla; adopta en general un estilo y un tono de llaneza y de serenidad que parecen invitación cordial de amigo, más que lección de maestro; y porque nada falte, en vez de un poema a base de alguna combinación estrófica de gran sonoridad y gravedad, tales como las fatigantes octavas reales, o los tercetos, tan usados por la épica tradicional, se complace en presentarlo vestido con el ágil ropaje de la silva, que por su ductilidad y su variedad de combinaciones, se presta tan bien a los más sencillos y atrayentes efectos poéticos.

  —XXXII→  

Nueva faceta: Bello poeta lírico

Pero hay algo que tiene aún más importancia, y que imprime sello innegable de originalidad al trabajo de Bello. Prescindiendo ahora de cuál pudo ser la finalidad especifica, o más inmediata, que persiguiera al escribir esta obra poética, está claro en ella el hecho de que, lejos de ceñirse a la mera labor descriptiva, ni a exponer frías fórmulas de tipo didáctico, adobadas a lo geórgico, respecto de la vida o actividades en el campo americano, Bello se arriesga -diríamos- por un camino que podía considerarse vedado a la musa épica, si había ésta de atenerse a los severos cánones de la preceptiva seudoclásica. Porque todo el material poético que fue elaborando, y que luego creyó apropiado para la gran creación del poema a América, tanto el ya conocido de las dos Silvas, como sobre todo una no pequeña parte de lo que estaba hasta hoy inédito en borradores, es de un tipo de poesía no fácilmente clasificable bajo una denominación absoluta. Aun predominando cierta tendencia didáctica, y los pasajes descriptivos y narrativos, considerados globalmente todos los versos que Bello fue acumulando, no nos ofrecen un conjunto de mera poesía épica u objetiva. Lo objetivo sólo predomina en determinados núcleos o fragmentos, algunos de innegable importancia; pero el alma que informa todo el rico acervo poético de estos borradores, es en realidad un alma lírica junto a la vibración de lo objetivo bellamente expresado, se siente sin disimulo, el palpitar emocionado de lo subjetivo.

Es cierto, sin embargo, que esta observación o juicio, no podía hacerse con tanta firmeza, antes de conocerse todo el material inédito de estos borradores, cuando sólo se contaba con las Silvas publicadas en vida del autor.

Mas, volviendo al tema, parece de sumo interés para el crítico descubrir o comprobar esa marcada actitud lírica en la más importante y original producción poética de Bello,   —XXXIII→   porque contrasta vivamente con la actitud o tendencia general de buena parte del resto de su obra en verso.

Hagamos una observación que quizás ha sido ya escrita anteriormente por algún crítico, pero que no recordamos haberla nunca leído. Las poesías de Bello que hasta el presente todos conocíamos, y que en conjunto -y sobre todo las más originales- llegaban a un número no muy elevado, eran en su mayor parte y en su esencia, del género épico u objetivo. Las estrictamente líricas, o subjetivas, se reducían a muy pocas y además no sobresalían entre las de mejor calidad poética. La más subjetiva y de lirismo extraordinariamente bien logrado era, en opinión de todos los críticos, la admirable imitación de La oración por todos; o sea, una poesía no totalmente creada por nuestro poeta; y poesía cuyo original fue obra de un poeta como Víctor Hugo, en quien las manifestaciones líricas resultan a menudo cosa tan postiza como dudosa, si hemos de dar a la palabra «lírico» su más neta y genuina acepción. De Víctor Hugo ha escrito quien tiene autoridad para ello, que su poesía «ha salido más veces de la cabeza que del corazón»9.

No puede, pues, negarse que Bello sabía sentir y expresar la poesía lírica, y de ello había dado al público algunas pocas muestras de excelente calidad; pero es más cierto y claro que con mucha mayor frecuencia, y casi habitualmente, se había dado a conocer como poeta de más connatural aptitud y acierto en el género objetivo10.

Y no resulta tan difícil comprender la razón de esto, si se recuerda que los biógrafos generalmente señalan que aun cuando Bello era hombre de grandes afectos y de honda sensibilidad, sin embargo en lo exterior daba la impresión   —XXXIV→   de ser un temperamento frío y reservado, poco comunicativo de sus sentimientos íntimos.

Si pues nuestro escritor mostraba habitualmente en su obra una más fácil tendencia hacia la poesía objetiva, y a ello ayudaban incluso algunos rasgos externos de su temperamento, no puede uno menos de sorprenderse muy gratamente al descubrir que su mejor obra poética -aquella sin la cual su nombre de poeta original habría quedado grandemente mermado- es una obra que aun cuando en su esencia aparece objetiva -puesto que es poesía descriptiva y didáctica- sin embargo está no sólo matizada de importantes pasajes hondamente líricos, sino además envuelta toda ella en un como clima de fino subjetivismo; el cual aunque no se manifiesta con expresiones vivamente líricas, en cambio se respira y se hace sentir en casi todos los más importantes pasajes.

Los críticos que han señalado el carácter innegablemente lírico, que a la par con el épico tienen las dos famosas Silvas, han apuntado asimismo, con tino y sagacidad notables, la causa de eso que pudiera juzgarse como una anomalía poética (si es que en poesía, y en la inspiración de los poetas, cabe decir que hay anomalías).

Ese lirismo en unas composiciones de tema esencialmente objetivo, como lo eran las Silvas americanas, brotaba sin duda alguna del estado sicológico especial que embargaba al poeta en los días en que las escribió. Espiritual y afectivamente Bello tuvo que estar padeciendo, a partir de su llegada a Londres, durante largo tiempo, muy intensamente, como también después durante el resto de su vida, de mal de Patria; o sea de sed de la tierra nativa y de los seres queridísimos que allí había dejado. Añádase a esto que la cuerda de su patriotismo -entendido éste en su sentido más íntimo y personal- la tuvo siempre en tensión afinadísima. Por todo lo cual no era nada extraño que puesto en trance de creación poética, su alma vibrase con expresiones del más vivo sentimiento lírico, aun cuando la ocasión de su canto fuera de asunto objetivo.

  —XXXV→  

Además, las circunstancias adversas y dolorosas que prevalecieron durante varios años en la vida política y en la gesta libertadora de Venezuela, y luego en toda la Colombia bolivariana; y los serios peligros que asimismo hicieron temer por la perdida de la costosa independencia, no menos que el desastre de temibles rivalidades y ambiciones entre hermanos, precisamente durante esos años de residencia de Bello en Londres, contribuyen a que éste sienta más hondamente aún sus añoranzas de la Patria distante.

Bien se comprende, a la luz de estos datos, cuál sería su estado sicológico, al ponerse a describir y a contar las bellezas del paisaje americano; y los tesoros naturales de aquellas tierras que habían enamorado al sol -según su gráfica expresión-; y las tradiciones de su antigua historia; y el valor y virtudes de que dieron buena muestra sus esforzados habitantes. Embebido en estos y otros pensamientos, era natural que la pluma se le enardeciese, y le rebosara en sentimientos y afectos que, aun cuando reprimidos y asordinados, se filtraban a lo exterior de sus versos.

Bajo la inspiración del momento, cobraban vida inusitada los recuerdos, y saltaban sobre el papel a despecho de la índole objetiva del asunto principal, sin que el poeta pudiera cohibirles la salida. Y aun cuando a veces lograra su intento, todavía quedaba latente pero no del todo disimulada, aquella otra sutil manifestación de afectuoso recuerdo, que se traslucía en el cuidado, cariño y minuciosidad con que iba citando y refiriendo cada cosa, y cada hecho, e inventando con arte inimitable las expresiones más bellas con que nombrarlo todo; como que escribía en esos momentos guiado e impulsado más por el sentimiento y el afecto, que por la sola razón y la habilidad poética.

Y es aquí, precisamente, donde creemos poder encontrar la clave o explicación de por qué se frustró el segundo intento del poeta, o sea el de dar nueva forma a lo ya escrito refundiéndolo en un gran poema épico. Es una razón o explicación que nos parece clara y concluyente.

El poema América, a juzgar por aquellas primeras muestras   —XXXVI→   que el propio poeta llegó a publicar, y dado el extenso material inédito que pensaba seguir refundiendo, y que ha llegado hasta nosotros aunque no del todo completo, prometía haber sido un poema de no escasa extensión, y por ello de muy elaborada estructura. Bello debió planear su intento a lo grande, sin mezquindades; tal como juzgó que lo pedia la grandeza del tema y el amplio título que quiso darle.

Además, tanto por los fragmentos publicados, como sobre todo por lo que se salvó en los borradores que ahora por primera vez salen a luz, se llega a la conclusión de que la obra proyectada abarcaría asuntos muy diversos, dentro de un tema que quería ser muy concreto. De las dos Silvas que todos conocemos, publicadas por Bello con título propio cada una, la primera, Alocución a la Poesía, es un fragmento de asunto geográfico e histórico, con un ligero pasaje descriptivo que sirve sólo de enlace y transición para entrar en la parte más extensa y ponderada, que es la épico-heroica, referente a los hechos y a los héroes sobresalientes de la guerra de la Independencia en algunas importantes regiones americanas. La otra silva, virgiliana por su título, La Agricultura de la zona tórrida, es un fragmento por antonomasia descriptivo, y sólo parcialmente geórgico; pero además lleva entreverado, como parte muy sustancial, todo un pasaje de enseñanza moral, con exhortación al trabajo, reconvención contra el vicio y la ociosidad, y anhelo de estimular el amor por la paz y por la armonía entre los pueblos.

De esta suerte, pues, su creación resultaba indudablemente épica, con inspiración y finalidad de muy variada especie; puesto que a la vez que geográfica e histórica, es también heroica, descriptiva y moral.

Otra sorpresa en los borradores

Empero los presentes borradores nos revelan una nueva y amplia faceta de la poesía de Bello, casi ignorada hasta hoy, o al menos imposible de señalar con carácter tan preciso   —XXXVII→   antes de ahora. Estos borradores contienen, aunque sin retocar, toda una lección práctica de agricultura; en ella el poeta empieza por indicar al agricultor cómo debe observar las condiciones del terreno que piensa cultivar: según cual sea su clima y situación; si es tierra abundante en agua y si puede dársele regadío; si está o no en barbecho, y si requiere tala y quema de árboles y maleza, y cómo deberá hacerse ambas operaciones; si es tierra sombreada o muy asoleada, y cómo la baña el sol, y cuáles habrán de ser las plantas más propias para sembrar en uno u otro terreno según el clima. Detiénese luego a enumerar algunas especies vegetales que podrían cultivarse. Y entremezcladas con estas enseñanzas minuciosas y precisas de las faenas agrícolas, va el poeta también dictando discretamente enseñanzas morales y filosóficas acerca de la generosidad providencial del Creador; y hábilmente divaga un poco acerca de la perenne conservación de la materia, que nunca desaparece, sino se va trasformando dentro de un proceso finalista y misterioso.

Como puede advertirse, quien escribe de estas cosas es indudablemente un poeta que bien merece el calificativo de didascálico y científico, en el sentido tan atinado con que ya en su tiempo lo señaló Caro; aun cuando este sabio crítico no pudo conocer esta parte inédita de la poesía de Bello.

Lo que esta parte representa en los borradores que ahora se publican por primera vez, alcanza a más de seiscientos versos (sin contar las diversas redacciones de algunos fragmentos, y las innumerables variantes de no pocos versos que el lector puede examinar en las notas). De esos seiscientos y más versos, sólo algunos pocos, y algún ligero pasaje, fueron utilizados por su autor e incorporados definitivamente en una u otra de las dos consabidas silvas. Todo lo demás envejeció inédito entre los variadísimos manuscritos del venerado Maestro.

La riqueza de producción poética que estos borradores nos revelan, trae como consecuencia que deba ahora afirmarse con toda verdad y fundamento que Bello además de poeta épico-heroico, y épico-descriptivo, como ya lo conocíamos   —XXXVIII→   por La Alocución y La Agricultura, fue también poeta didascálico, del más claro estilo geórgico virgiliano. Esta parte desconocida de la obra poética de Bello, guardada hasta ahora en estos borradores, es otra prueba -y quizás de las más evidentes- de su acendrado virgilianismo. Sin que en este material inédito se encuentre nada que sea imitación directa del poeta de Mantua, tiene sin embargo una modalidad y un tono ambiental que evocan en el lector recuerdos de los libros I y II de las Geórgicas.

Ya el insigne crítico de las poesías de Bello, don Miguel A. Caro, basado únicamente en el estudio de las dos Silvas, no titubea en conceder al sabio caraqueño el título de poeta didascálico y científico, entendida esta denominación en su más elogioso significado; y declara además, rotundamente, que el haber escrito Bello poesía científica de tema no europeo, sino americano; y no en el período del Renacimiento, sino en el siglo XIX, es algo que «sorprende y es por doble motivo extraordinario». Y añade, que con su obra el poeta venezolano quedó dueño del campo y aparece en la literatura española de dicho siglo, como iniciador del género a que sus Silvas pertenecen11.

Todo lo dicho hasta aquí parece como que nos lleva por la mano a deducir una conclusión que creemos de todo punto lógica; a saber: Puesto que Bello, por afición literaria y poética, por actitud de su temperamento poco extrovertido hacia el público, y por capacidad claramente demostrada en sus mejores composiciones, fue ante todo un poeta épico, y en particular un poeta descriptivo de la más alta estirpe, y en algún aspecto muy evidente, el primero en lengua castellana; nadie mejor que él podía y aun debía haber llevado a feliz término la composición de aquel gran poema América que un día anunció y aun empezó a realizar. Y a pesar de todo esto, sabemos que la realidad fue muy distinta.

El estudio de las Silvas, como ya se apuntó más atrás, ha llevado a los críticos a afirmar con suficiente razón, que   —XXXIX→   aquella labor poética, emprendida no sabemos exactamente por qué motivos, le sirvió a Bello de lenitivo en sus largas horas de intensa añoranza de la Patria, y de desahogo con que templar tanto sus anhelos de desterrado, como los muchos sufrimientos de tan diversa índole que en Londres lo asediaron.

Conocidas estas circunstancias biográficas, no es de extrañar que el poeta deje traslucir en su creación poética de aquellos días, algo y aun mucho de su estado sicológico; y que como antes hemos dicho, ni siquiera logre reprimir siempre los sentimientos y afectos que ineludiblemente debían despertársele a medida que se engolfaba en la labor de recordar y reconstruir el paisaje y la vida de su cara tierra americana, para trasladarlos a sus versos. Bello está entonces en una de las más vigorosas etapas de germinación de su vida intelectual y artística, entre los treinticinco y los cuarenta años de edad, en pleno goce de sus extraordinarias facultades mentales y morales, y en capacidad, por ende, para sopesar y asimilar de la manera más honda y personal cada una de las experiencias de uno y otro orden de aquella vida relativamente irregular que tan de repente y tan sin esperarlo le ha tocado vivir; y en la que los años se le suceden en medio de inseguridades y nebulosidades que mucho tenían que repercutir en un espíritu tan sereno y tan reflexivo como el suyo.

Tal vez en horas en que su ser se saturaba de pensamientos poco halagüeños, o en que le era punto poco menos que inútil intentar otra actividad, se entregaba a la composición de aquellas tiradas de versos en silva, en las que el corazón y la fantasía se aunaban poderosamente al propósito de describir las cosas del terruño nativo; y más luego se deja impulsar del pensamiento de transformar aquellos versos, y darles nueva vida, para sacarlos a luz trocados en majestuoso poema.

Aquello era una actividad en la que su espíritu hallaba expansión, y cierta compensación sana y legítima. Pero, por esa misma razón íntima e inicial, y por ese mismo impulso   —XL→   espontáneo hacia un asunto en el que prevalecía el sentimiento de lo subjetivo, su pluma iba casi insensiblemente adentrándose por los caminos de la lírica, los cuales obviamente iban a entrecruzarse con los de la épica. Dábase así comienzo, con Bello, en la literatura americana, a ese género combinado de la poesía épico-lírica, que casi un siglo más tarde daría en nuestro continente frutos de arte poético tan inigualado y extraordinario como el del poeta uruguayo Zorrilla de San Martín en su inmortal poema Tabaré; y en otro orden muy diverso, pero en parecida relación, el peruano Chocano en Alma América.

Pero Bello, temperamento en quien parece que nunca dejó de ejercer su comando ductor la reflexión más serena, hasta en las cosas que pudieran parecer secundarias en los ajetreos de su cotidiano vivir, debió sin duda actuar de revisor consciente y de censor sesudo y severo aun de sus propias actividades poéticas. Y quizás, una vez emprendida la refundición de aquella serie de silvas, y la preparación inicial de las primeras partes del soñado poema América, debió advertir y persuadirse, en la serenidad de una lectura en frío, que en aquellos versos compuestos al calor de momentos de recuerdo, de entusiasmo y de emoción personalísimos e íntimos, no todo era poesía de la más pura estirpe épica u objetiva.

Aquellos numerosos pasajes de silvas, deberían haber sido compuestos a impulso de una intención y de un empeño histórico y descriptivo, que le dieran su necesario sentido objetivo. Pero la realidad actual era muy otra, pues habían ido saliendo no sólo matizados con el tono propio y distintivo del poeta en trance de inspiración, sino además positivamente entramados con elementos y pormenores del más puro nativismo regional, que por serle tan bien conocidos y tan caros a su espíritu, había querido recordarlos con deleitosa minuciosidad. Asimismo, por lo que respecta a numerosos pasajes de índole histórica contemporánea, el poeta se sentía tan cercano y aun tan vivamente relacionado con no pocos de los héroes allí recordados, que había de resultarle   —XLI→   caso poco menos que imposible tratarlos en tono de sereno objetivismo épico.

Allí reposaban ahora sobre su mesa de trabajo, y pasaban una y otra vez por entre sus dedos ateridos por el frío londinense, aquellas hojas rellenas de fina y casi microscópica escritura, testigos que con silente elocuencia hablaban de las horas de confidencia intima y de solaz poético, en las que las imágenes queridas del recuerdo tanto habían servido para confortar al atribulado y sensitivo hijo de Caracas. Por algo el propio poeta quiso referirse a ellas en el siguiente pasaje saturado de hondo lirismo:


    Vosotras a lo menos de esta grave
soledad el silencio doloroso
romped ahora, imágenes queridas;
cual otro tiempo en plática suave
usábades, venid, venid ahora,
engañad los enojos
de ausencia tanta: atravesad los mares,
quebrantad los cerrojos
del calabozo oscuro y de la huesa:
de mi lamento importunada, suelte
la cruda Parca alguna vez su presa.
¿Y qué más bien, qué más placer me aguarda
fuera de esta ilusoria
farsa de la memoria,
aunque el volver, que tanto tiempo tarda,
al terreno nativo,
me otorgue al fin el cielo compasivo?


(vv. 1033 a 1049)                


Empero el poeta advierte al mismo tiempo que en esas páginas él habla de cosas y de personajes de América; de su historia y sus tradiciones: de su lucha por la libertad y de los héroes que por ella se han sacrificado; y que también habla del terruño nativo, y de los dones naturales, sin cuento, que el Creador depositó allí con mano próvida, adornando todas las cosas de belleza sorprendente; y que todo aquello lo ha llevado a imaginar lo que semejantes tierras podrían llegar a ser en años por venir... Al llegar a este punto,   —XLII→   en lo que normalmente pudo ser un rato de consideración ante sus propios manuscritos, creemos que debió ser el momento de despuntar en la mente de Bello la idea de su gran concepción poética, el poema América. Bello, al igual que Bolívar, y que otros héroes de la gesta emancipadora, aceptó desde muy temprano, y fomentó, el ideal de lo americano con sentido continental; con claridad y persistencia innegable anhelo la grandeza y unidad no sólo de la patria chica, sino sobre todo la grandeza y el triunfo de una patria que debía ser toda la América, en un solo bloque fuerte y armónico en lengua, tradición, fe y cultura. Como bien lo ha demostrado más de uno de sus biógrafos y comentaristas, vivió ya desde algunos años de su residencia en Londres, acariciando el pensamiento de América, por encima de todo otro pensamiento de patria chica que pudiera oponerse a la conservación y fortalecimiento de la unidad social, cultural y religiosa de las diversas regiones que formaban el mundo hispanoamericano. Para él todos los nacidos en aquellas regiones al norte y al sur de la grandiosa zona tórrida eran ante todo americanos; ésa era la categoría suprema que debía enrolar a todas nuestras nacionalidades particulares, que se hallaban todavía entonces en proceso de formación política independiente.

Y por eso, cuando años más tarde aún, escribe su gramática declarando expresamente que lo hace para salvar con la integridad del idioma uno de los vínculos más preciados de nuestra unidad continental, no le ocurre dar a esa obra más conveniente y legítima finalidad que la de estar «destinada al uso de los americanos».

Pues este Bello, saturado de tan íntimo sentido americano y americanista, es el mismo que mientras repasa y corrige por décima vez, o más, los ya casi ilegibles borradores de sus extensas silvas, concibe la idea de refundirlas y organizarlas en un todo armónico y sacarlas a luz en forma de gran poema; pero de un poema que naturalmente no podría cantar mejor tema, ni ostentar mejor nombre que el de América.

  —XLIII→  

Empero al resolverse a dar aquel paso, no debió tal vez sospechar a primera vista, que tan noble y entusiasta pensamiento iba a resultarle casi imposible de realizar. Ya para entonces sus silvas estaban demasiado adelantadas y nutridas de una vida íntima muy difícil de transformar. Lo de menos habría sido la dificultad de cambiar aquella vestidura exterior de una combinación métrica poco o tal vez nunca usada antes para la elaboración de ningún gran poema épico. No era el problema de los versos ni de la métrica lo que haría fracasar su ilusorio intento. Se trataba de algo mucho más íntimo y sustancial en la vida poética de aquellas silvas. Se trataba del espíritu mismo que un día las informó, habiendo sido concebidas al calor de una mente febril y de un corazón ocultamente apasionado, que añoraban vivamente la patria chica, en momentos en que todo hacía desearla y suspirar por ella, como sedante único en el devenir de aquellas tribulaciones que a ella la ahogaban, y al poeta lo asediaban, y que parecían no ir a acabarse nunca. Elocuente testimonio de la intensidad de estos sentimientos lo encontramos oculto en estos versos de los borradores, en los que el sobrio Bello no logra reprimir estas exclamaciones:


    ¿Y posible será que destinado
he de vivir en sempiterno duelo,
lejos del suelo hermoso, el caro suelo
do a la primera luz abrí los ojos?
Cuántas, ¡ah!, cuántas veces
dando aunque breve, a mi dolor consuelo,
oh montes, oh colinas, oh praderas,
amada sombra de la patria mía,
orillas del Anauco placenteras,
escenas de la edad encantadora,
que ya de mí, mezquino,
huyó con presta irrevocable huida;
y toda en contemplarlos embebida
se goza el alma, a par que pena y llora!


(vv. 990 a 1003)                


No imaginaba, pues, el poeta, que a pesar de su presente   —XLIV→   y decidida actitud de americanismo continental, se vería totalmente imposibilitado -por su propia acción creadora anterior- para poder transformar y dar vida totalmente nueva a aquellas silvas que deseaba ofrendar a América en forma de poema.

La presencia de Venezuela

Pero además, aquellas silvas escritas en los primeros diez o doce años de residencia de Bello en Londres, decisivos y cruciales en su vida, corresponden y responden en concreto a un momento de inspiración y de trance poético tal vez único en toda su existencia; en el cual su espíritu había tenido que buscar indefectiblemente el ambiente de ideas y de sentimientos vivamente venezolanistas y de sabor hogareño. Creemos que ésta es una consideración tan palmariamente verdadera, que basta asomarse un poco al contenido de los presentes borradores, para encontrar su comprobación más satisfactoria; y al mismo tiempo la prueba más fehaciente de cuán hondamente sentía y amaba Bello su terruño nativo.

Buen olfato poético, y muy agudo sentido literario tuvieron cuantos críticos afirmaron -a base únicamente de la parte de silvas que Bello llegó a publicar- que allí palpitaba un amor verdadero, vibrante y fino hacia la tierra venezolana. Cierto es que se podía espigar acá y allá, en ambas Silvas -como de hecho lo hacían aquellos críticos- datos y referencias que coadunados y organizados en forma de prueba acumulativa, ponían de relieve tan halagüeña afirmación. Pero jamás pudieron sospechar dichos críticos que existía un ignorado tesoro de amarillos y deteriorados borradores, en los que Bello había guardado, en el secreto de su escritorio, no menos que en el de su alma, la verdad íntegra respecto de aquel su vigoroso e inmarcesible amor de la Patria, fuente legitima, expresa y casi única de su inspiración en los momentos de engendrar la mejor y más admirable de sus obras como poeta. Y téngase en cuenta que   —XLV→   aún hubo de ser mayor el tesoro de estos borradores, dado que en ellos se advierte la falta de algunos pasajes que han debido perderse en los azares propios del correr de los tiempos.

Todo lo que fue, pues, producto de la inspiración poética inicial de Bello en la composición de las silvas de estos borradores, ostenta demasiado clara y vigorosamente sus rasgos genesíacos; y éstos son, sin género de duda, los de un venezolanismo integral e inconfundible. Es verdad que, en algunos casos, encontramos también citas y referencias al nombre glorioso de Colombia; mas ello nos prueba cómo, aquel mismo venezolanismo de Bello le impulsa desde el primer momento a aceptar y gustar, como un hecho ya logrado, el ideal grancolombiano que forjaba y anhelaba ver realizado el venezolanísimo Bolívar. Y llegó Bello a tal punto en esta actitud, que hizo que aquel nombre de Colombia nuevísimo entonces y recién creado, entrase en su espíritu, lo asimilase su inspiración, y al fin pasase, hecho sustancia poética, a vivir en los versos más valiosos, queridos y sinceros de toda su vida.

Ya en las varias redacciones de los versos 457-464, habla de


    .......los frutales
que debe a Europa el colombiano suelo.

Y al iniciar aquel fragmento que es como un himno emocionado en el que presagia que andando el tiempo «algún Marón americano» cantará los dones sin cuento


    .......con que la zona
de Febo amada al hombre galardona,

exclama lleno de entusiasmo en los versos 1181-1182:


    Salve, Colombia, cual de libres almas,
de ricos frutos generosa madre.

Y no de otra manera, al entrar luego en la parte heroica de su canto, para ir citando aquella larga lista de ciudades   —XLVI→   ejemplares que han luchado con gallardía por la Independencia, acumula y mezcla sin especial distinción, nombres de ciudades de todo el territorio de la Colombia de Bolívar, fueran éstas de Nueva Granada, de Quito o de Venezuela. Para él todas son hijas de una Patria común, Colombia. Y por eso concluye aquel cuadro de heroísmo, englobándolas a todas en dos versos pareados de casi extrema sencillez y llaneza:


    y cuantas bajo el nombre colombiano
con fraternal unión se dan la mano;

versos que no dudó de publicar en la parte correspondiente de la primera Silva.

Pero a medida que el lector se adentra a estudiar y analizar el contenido de estos borradores, surge ante sus ojos casi atónitos un bloque macizo de verdad objetiva, frente al cual no puede menos de reconocer y proclamar lisa y llanamente que en estos versos que Bello escribió durante aquellos años -que no sabremos quizás nunca con precisión cuáles fueron, ¿tal vez entre 1816 y 1822?- palpita intensamente, con ritmo de acelerada emoción, todo un mundo de recuerdos del terruño nativo, hecho actualidad y vivencia personalísimas. Bello vibra con la sensibilidad del más fino receptor espiritual, y capta con matices de insospechado realismo, cuantas ondas emiten desde allende el Atlántico, los montes y los ríos, y los árboles; las flores y los frutos; las casas y los pueblos; los amigos y los sucesos que habían formado el mundo de sus primeros treinta años de vida allá en su nativa provincia de Caracas.

Ya sabíamos por numerosos y delicadísimos pasajes de su epistolario de cartas familiares e íntimas, cómo guardaba, y acariciaba, y revivía en su memoria y en su corazón todos los más mínimos recuerdos de aquella Caracas de sus años juveniles. Pero lo que en aquellas cartas, aun con ser todo sinceridad, pudiera alguien someter a crítica, y aun quizás dejar en suspenso el admitir la verdad plena de tales o cuales expresiones de intenso caraqueñismo; ahora, en estos borradores   —XLVII→   de su mejor obra poética, lo encontrará expresado con una viva y espontánea insistencia, llena de realismo, que no podrá menos de satisfacer aun al más recalcitrante y escudriñador de los críticos.

De nuevo hemos de recordar aquí que, desdichadamente, no han llegado completas hasta nosotros las páginas de este manuscrito que contiene tantos datos de tan extraordinario e invalorable interés poético y aun histórico.

Empero las que por fortuna se han salvado y ahora felizmente se publican por primera vez, ofrecen un rico filón, que puede servir de pábulo nuevo y gustoso a diligentes biógrafos y críticos.

El hecho más general y evidente, que con mayor fuerza presiona e impresiona a quien estudia estos borradores, es el encontrar que Caracas está en casi cada pensamiento, y en cada emoción que acude a la pluma de Bello. Y al decir Caracas, nos referimos tanto al ámbito total de lo que en los días de Bello era la Capitanía General de Venezuela, como más en concreto a lo que comprendía la propia provincia de Caracas.

Viaje tierra adentro

Al principio parece como que el poeta, embargado por la emoción misma del canto que está germinando en su fantasía, no acierta a entregarse totalmente al tema que le asedia incitador. Mas luego, a poco de andar, se percibe un como abrirse gradual y anchuroso del regulador de una gran sinfonía; y vemos cómo el poeta desemboca al fin en un ambiente de franca y total satisfacción de los mejores sentimientos que un hijo bien nacido había de guardar para con la tierra de su nacimiento, de sus amores y de sus esperanzas.

En una primera enumeración general de algunos dones con que la madre naturaleza enriqueció a los habitantes de diversas regiones del orbe, en último lugar señala tenuemente, sin precisar el sitio, que también


    da al caribe el Atlántico sus perlas...

  —[XLVIII]→  

Y deja la frase así con puntos suspensivos, que parece indicar en los tres intentos de redacción del mismo pasaje, como si algo más le quedara al poeta por decir, pero que prefiere de momento no precipitarse a lo que ya con incontenible emoción de patria, se siente urgido de cantar. Mas, no parece equivocado pensar que en la mente del poeta estaba claro en aquel verso el recuerdo de la isla por antonomasia llamada de las perlas, habitada por los caribes: nuestra isla de Margarita.

Pero ya en la tercera de dichas redacciones da un paso más adelante; aprovecha un cambio introducido en la descripción, y corriendo su fantasía hacia las selvas guayanesas, nos describe cómo embiste el caimán «al rojo cazador del Orinoco» que se esfuerza en dispararle sus dardos. Y es en este pasaje, donde por primera vez hallamos escrito el nombre de algo netamente venezolano, como lo es nada menos que el nombre del rey de nuestros ríos, el Orinoco.

Y en una de las varias tentativas al escribir los versos de este mismo pasaje, ya sin más rodeo:


    A la margen del rápido Orinoco
acecha el indio incauto el escamoso
caimán...

Ese indio, que para adornarse, y también para protegerse contra el sol y la plaga de mosquitos, unta su desnudez con el típico barniz hecho de aceite de tortugas y onoto molido, es el «rojo cazador» mencionado en el primer verso.

Van luego saliéndonos al paso nuevas alusiones, tímidas o veladas, referentes a cosas diversas de la Patria. Hay una estupenda descripción, llena de movimiento, que nos dice cómo:


    ....................con diente
mordaz el agua, cuanto errando toca,
lima; y la misma roca
deshace al fin, que silenciosa lava,
montañas desmorona, valles cava
y las varias menudas partecillas
—[XLIX]→
arrastra, mezcla, y de fecundo lodo
por doquiera que va, lo cubre todo;

y luego de referirse a aquellos ríos que como el Nilo recorren y benefician zonas agrícolas y pobladas, habla asimismo del raudal que fertiliza orillas de pueblos torreados y de bellas «quintas». Es indudable que aquí este término quintas denuncia en Bello un claro recuerdo expreso de las pequeñas fincas que tanto debió ver en sus años de juventud en Cumaná a orillas del Manzanares; y las cuales llevan allí ese nombre común, que es término típico usado en aquella región para designar tales fincas. En confirmación de lo cual, viene bien recordar un ejemplo preciso que Bello dejó publicado en la Alocución a la Poesía, donde al hablar talmente del río Manzanares, en Cumaná, dice que pasa


    ..............corriendo entre las palmas
de esta y aquella deliciosa quinta.


(Cfr. Obras Completas, Caracas, I, p. 51, vv. 317 a 326)                


Y tan grato debía ser el recuerdo que de tales quintas conservaba, que así como en estos versos de la Alocución emplea el calificativo «deliciosa», así en dos intentos de redacción de estos borradores las llama una vez «bellas», y otra, «alegres».

El paisaje familiar y evocador

Pero es llegado ya el momento en que el morigerado Bello, deja su siempre serena actitud, y desentendiéndose de tanteos y de posibles timideces, siente irresistiblemente que debe dejar a su pluma que tome garbo, y corra con soltura, para decir a pleno pulmón todas las cosas que hace rato le reclama el corazón; y decirlas también tal como ese mismo corazón se lo pide.

Ya al abrirse el pasaje que comienza con el verso 420, aun cuando al lector no se le ha anticipado ningún dato de geografía local, apenas empieza la lectura de los primeros versos   —L→   cree percibir una como sensación de algo que se le va a hacer familiar; porque el poeta va escribiendo con tal donosura de estilo, que sin apenas darse cuenta el lector, se encuentra casi de buenas a primeras en pleno campo de los alrededores de Caracas, saboreando las delicias de aquel paisaje tan bien conocido, y tantas veces recorrido por Bello, en los imborrables años de su juventud. Se hace necesario trascribir aquí ese pasaje, tan bien logrado, y de tan viva significación literaria y poética.


    En lomas elevadas (mas no tanto
que deslustre a la tierra el verde manto
la escarcha y los pimpollos tiernos tale),
también medra el café, la yuca medra;
ni el cambure se arredra
de pintar su racimo; y tanto vale
la nativa frescura
que no apetece riego el arbolillo.
No es allí de la selva la espesura
cual del Aragua o Tuy en la ribera,
ni con la mala hierba el escardillo
ha tanto que lidiar. Así vestida
una y otra ladera
se ve de suave-olientes cafetales
en El Hatillo, y donde sus reales
asentaba otro tiempo la aguerrida
gente mariche, y donde el teque fiero.


(vv. 420 a 436)                


Es evidente que aquí el poeta no esta dictando en abstracto una lección general de geografía económica. Ni esta diciéndonos algo que podría o puede ocurrir respecto de condiciones naturales de algún territorio americano, y de los frutos que en él pudieran cosecharse. Lo que nos está pintando con fino eidetismo, y no se recata en decirlo, es el paisaje concreto y real de esa zona típica de los aledaños de Caracas, en la fila de Mariches, y jurisdicción del municipio El Hatillo. El poeta sale del casco de su vieja ciudad, porque en los días que está escribiendo estos versos, le acongoja   —LI→   el recuerdo del terrible terremoto que pocos años atrás la postró en ruinas; y aunque él no lo presenció por estar ya ausente de la Patria, supo sin embargo cuán lamentables fueron sus estragos. Bello toma el camino del campo, hacia el sureste del valle de Caracas, y pronto emprende -como en los días de su triunfante juventud- la ascensión de aquellas filas de altura media, que llevan a uno de los más pintorescos paisajes y de más ricas tierras en los contornos caraqueños.

Bello nos invita a acompañarle en la observación detenida y cariñosa de las siembras y los frutos que enriquecen y embellecen a aquella región. En este momento Bello no es el gramático, ni el filólogo, ni el jurista, ni el profesor, que entre las paredes de su despacho se sumerge en el estudio y en la investigación científica. En este recorrido que ahora quiere que hagamos en su compañía, Bello es un simple hombre de campo, que ama y conoce bien la tierra y sus tesoros y bellezas y que además quiere hablarnos de aquellas tierras con las más bellas y originales expresiones que solamente aquel mismo amor y conocimiento personal y directo han podido dictarle.

Ya nos había hablado en La Agricultura de la zona tórrida del café y de la yuca, y también del banano. Pero en el lenguaje natural e íntimo que nos revelan los borradores, Bello nombra al banano con el vocablo típico caraqueño: cambure (o cambur). Después, al publicar la citada silva La Agricultura, juzgará conveniente universalizar más el lenguaje, y usará solamente la palabra banano, si bien en otras redacciones desechadas había hablado del «plátano lustroso», aludiendo al brillo juguetón de sus frescas y anchas hojas. Pero siempre, cuando escribe en tono más íntimo y casero, vuelve a emplear el vocablo cambure, como lo hace más adelante en estos ajustados y eurítmicos versos:


    ...allí se inclina
el cambure prolífico a la tierra,
de melifluos racimos agobiado.

  —[LII]→  

Ni nada más delicado y original que aquel epíteto, discurrido sin duda expresamente por el poeta, al decirnos que las plantaciones que cubren una y otra ladera de las cumbres de El Hatillo, son de «suave-olientes cafetales». ¡Cómo no había de sentirse a gusto describiendo aquellas plantaciones con epítetos de su propia cariñosa invención!, pues nos estaba retratando los cafetales de la propia hacienda paterna de los Bello, llamada El Helechal; por la que tanto debió de vagar y retozar su virgilianísima alma de poeta, nutriéndose al mismo tiempo de los raudales de luz, de colores y de formas que aquel paisaje le brindaba con larga mano en cada loma y en cada barranco de tan pintorescas alturas. Y es de notar que este pasaje es de aquellos en los que la redacción le salió a Bello, de primer intento, con admirable soltura y precisión de términos, sin que apenas necesitara elaborar tan numerosas y frecuentes variantes como las que aparecen en la mayor parte de los demás pasajes. Diríase que casi a la primera le salió la redacción bien y a su gusto; lo cual es muy significativo en un poeta como Bello, tan castigador de sus versos y tan exigente consigo mismo. Y esto nos hace pensar que en estos versos movió y animó su pluma un golpe de inspiración que arrancaba de lo más hondo de su alma y de su sensibilidad. El Hatillo y las regiones de los ríos Tuy y Aragua son paisaje típico venezolano, que el poeta caraqueño logra trasplantar con sus verdores y su luz y todo su ambiente tropical, a la brumosa y fría habitación de su casa en Londres, y allí al calor de su agradecida memoria y de su indefectible amor a la tierra nativa, hace el milagro de una jocunda e increíble aclimatación poética.

Pero puede afirmarse que la manera cómo logra actualizar aquellos recuerdos, era consecuencia de un positivo estado psicológico y espiritual, en actitud creadora, al menos durante algún lapso importante, aun cuando limitado y transitorio. En ningún caso creeríamos que se trataba únicamente de momentáneos relámpagos de inspiración, poco menos que casuales, y sin verdadera trascendencia anímica. Véase, si no, cómo algo después del magnífico pasaje que se   —LIII→   acaba de trascribir y de comentar, vuelve como en «ritornelo» amoroso de quien no sabe dejar un tema, y se ingenia para elaborar y saborear de nuevo otro pasaje de igual sustancia. Como tal se nos presentan los siguientes versos, que bien merecían llevar el título de Oda al Tuy, puesto que en sus profundas vegas -dice el autor sin reticencia ni mitigación- es donde la Naturaleza «con más pompa brilla». Léase entero dicho pasaje:


    En las profundas vegas
que del sol los geniales rayos cuecen
y lluvias y canales humedecen
cuales son, Tuy dichoso, las que riegas,
es do Natura con más pompa brilla.
¿Quién a las plantas que en tu margen crecen
poner nombre o guarismo hay que presuma?
Antes podrase en la bramante orilla
contar las gotas de estrellada espuma.
¡Oh qué de formas miro allí juntarse!
Cual se levanta de arrogancia llena,
y crecer y morir y renovarse
ve a su sombra la plebe enmarañada;
cual de garras armada
se ase de otras y sube, a la melena
de la cañada amena
sus débiles bejucos enlazando;
cual que injertó Natura
en algún alta copa, contemplando
está desde su altura
el susurrante caos: penacho leve,
que el primer llanto de la aurora bebe;
ésta flota en el agua, estotra gira
como enroscada sierpe, haciendo alfombra
al negro suelo, o con voluble espira
abrazando tal vez el tronco anciano;
todo vestido está, fresco y lozano;
una ama el claro día, otra la sombra,
una la enjuta loma, y otra el llano.
Ceibas, laureles, mirtos, vides, gramas
apiñados están; ramas a ramas
pugnando por gozar de las felices
auras y de la luz, hacen la guerra;
—[LIV] →
a las ramas, al aire, a las raíces
angosto viene el seno de la tierra.


(vv. 465 a 500)                


Es casi imposible que el lector haya dejado de advertir el ritmo acelerado y la gallardía descriptiva, en forma de enumeración, con que el poeta lleva estos versos hasta un final casi atropellado y desbordante, que culmina con ese rotundo y expresivo epifonema: «angosto viene el seno de la tierra», para dar cabida a toda la riqueza natural que guarda en sus márgenes el Tuy.

El poeta, empero, casi nunca queda plenamente satisfecho de su creación, y siempre al volver sobre lo ya escrito, encuentra algún rasgo o algún dato que en el fervor de la redacción se le había quedado fuera; y entonces torna a poner manos a la obra y añade sin fatiga nuevos versos, en una multiplicidad de cambios de redacción que difícilmente pudiera imaginarse, si no poseyéramos los manuscritos originales.

Notará el lector que todavía -incluso teniendo en cuenta el interesantísimo pasaje que acaba de copiarse- el poeta no ha hecho mención directa de su ciudad natal. Pero en cambio, note también, en conexión con el fragmento que a continuación redacta, con alguna repetición de ideas del anterior, que no se le pasa por alto nombrar entre los frutos más típicos que se dan en las soleadas tierras «que el ameno Tuy fecunda», el fruto del cacao. Al incluirlo ahora en esta nueva redacción, dice en primer término que allí


    es do la rica almendra
que de Caracas la riqueza hacía
en mazorcas de púrpura se cría12.


(vv. 505 a 507)                


  —[LV]→  

Los afortunados valles de Aragua

Pasa adelante el poeta a referirse ahora a las varias condiciones que la tierra suele ofrecer para la siembra de unos y otros frutos, según la manera como se suceden aquí las dos únicas estaciones del año: la seca y la lluviosa. Y apenas encuentra en este punto un resquicio oportuno, de nuevo se escapa gustoso a velas desplegadas, para entonar otro pasaje admirable, que bien podría asimismo llamarse la Oda al Aragua, o la oda a los que él llama valles «afortunados».

Del fenómeno natural de aquellas estaciones que acaba de mencionar, toma pie para con un giro hábil y elegante, arrancarse con este bellísimo trozo lírico-descriptivo de excelente calidad poética:


    Así la Providencia con eterna
saludable armonía
el giro anual gobierna
de tus valles, Aragua, afortunados.
Tal es el suelo do el cacao su almendra
cría en urnas purpúreas. Allí acendra
el arbusto de Arabia el blando aroma
de su baya sanguínea.
Allí el mamey su naranjada poma
y su robusta nuez el coco educa,
y la caña otaitina
su dulce tallo, y su raíz la yuca,
y su arropada espiga
brinda el maíz y a fallecer obliga
la pesadumbre de la hermosa carga
al banano, primero de los dones
que dio la Providencia en copia larga
del tostado ecuador a las naciones;
cuya sabrosa fruta
la pobre mesa del esclavo adorna;
o cuando cruda o cuando al sol enjuta
en hilos de dorada miel se torna;
vegetal bienhechor, que no forzado
de humanas artes rinde el premio opimo
y ni al rastro es deudor, ni al rudo arado
ni a la corva segur de su racimo;
—[LVI]→
escasa industria bástale, cual puede
ofrecerle a intervalos mano esclava;
crece veloz, y cuando exhausto acaba
numerosa prosapia le sucede.


(vv. 542 a 571)                


Quienes estén algo familiarizados con la lectura de La Agricultura de la zona tórrida, claramente advertirán que este pasaje no puede compararse en perfección literaria con el correspondiente y definitivo dado a la luz por Bello en dicha composición La Agricultura. Ciertamente allí los versos están mejor trabajados, se leen, sin duda, con alguna mayor fluidez, y cada término está perfectamente ajustado en una labor que casi no admite ningún nuevo retoque. Bastaría para aceptar esta afirmación un simple comparar la descripción referente al banano, tal como aparece en este pasaje de los borradores, con la mucho más acabada que el poeta publicó en La Agricultura de la zona tórrida.

Sin embargo, debe indicarse aquí, que si literariamente la versión publicada goza de toda aquella perfección, en cambio en la de los borradores quedaron expresiones de un indiscutible valor poético, las cuales revelan no sólo la finura de observación del poeta, sino además la inmensa dosis de cariñosa sensibilidad con que había ido desglosando de su rica memoria los más felices pormenores de la vida rústica venezolana.

Tantas y tan atinadas y personales observaciones, que el poeta busca expresar luego en el más preciso lenguaje poético, nos indican, asimismo con gran claridad, que la labor de Bello fue algo mucho más personal y subjetivo que el mero recordar y poner en verso aquellos datos geográficos o de tradición que había leído en las obras de Humboldt y de Bonpland, como en parte podría quizás deducirse de una comedida y elogiosa frase del ilustre Caro en el ya citado Prólogo a las Poesías de Bello13. Nótese, por ejemplo, en la misma descripción del banano, la referencia tan bella que   —LVII→   hace el poeta a algo que aún hoy se prepara en algunos lugares de Venezuela, y que se conoce con el típico nombre de «cambur pasado», desdichadamente poco apreciado ahora por muchos venezolanos, y que Bello describe como sabroso bocado de fruta que,


    ... cuando al sol enjuta,
en hilos de dorada miel se torna;

y como para que la descripción de algo tan exquisito le salga expresiva y artística, con vivo empeño la repite y modifica tres o cuatro veces más; y en una dice que «la cruda pulpa en áurea miel se torna»; en otra, que «en hilos de sabrosa miel se torna»; y tan rica y bien aderezada queda, que -añade- «no la desdeña el señoril banquete».

De igual manera, los borradores nos dicen también cómo ese mismo banano «la pobre mesa del esclavo adorna»; y que


    da mullido lecho
al siervo en su follaje, y cubre el techo
de la humilde cabaña;

y finalmente recuerda que es tal la bondad de este vegetal tan «bienhechor» y de este «rollizo banano», que


    No por calor, o por lluvia, o norte helado
las esperanzas de su dueño engaña.

Todo lo que éstos, como otros versos, expresan, no debe tomarse como asunto de meros pormenores casuales, en función de rellenos poéticos. Pues antes al contrario, son en realidad auténticos guiones de la más pura poesía; ellos nos llevan por una parte a ratificar y reforzar viejos y acertados conceptos y juicios respecto de la empeñosa elaboración poética (que jamás debería confundirse con la literaria) de Bello; pero también, por otra parte nos abren nuevas vistas de extraordinario interés respecto de la esencia y del sentido netamente venezolanista de unos versos tan evocadores de   —LVIII→   la vida, experiencias y recuerdos juveniles del poeta en su tierra nativa.

A mayor abundamiento, cabe hacer mención de esas otras referencias -que hasta ahora nos eran desconocidas- en las que el poeta nos recuerda que en su tierra


    ...el mamey su naranjada poma
y su robusta nuez el coco educa;

y nos hace saborear el «dulce tallo» de la caña, o el «pan sabroso» de la yuca, y admirar la bella arquitectura de la planta en que


    su arropada espiga brinda el maíz.

No se olvide que son los «valles afortunados» de Aragua los que le dan ocasión para contarnos en forma tan deleitosa y personal aquellas cosas que en sus correrías campestres, tal vez -entre otros- con su amigo y discípulo Bolívar, repetidas veces fueron pábulo de sus sentidos, en tierras que eran propiedad del futuro Libertador, allá en San Mateo de los valles de Aragua. Y como los sentidos y la fantasía de Bello eran los de un auténtico poeta, educado en la escuela de Virgilio, bien podrá comprenderse cuánto y cuán poéticamente asimilarían la esencia y los rasgos de aquel soberbio espectáculo de la vida campesina, en toda su viva realidad, tal como se la brindaba la fecunda zona tórrida. Y de aquí se deduce que es totalmente inadmisible, por impropia y equivocada, la opinión por algunos sustentada que considera a Bello como creador de una poesía aburguesada y de gabinete de estudio, hecha a base de imitada inspiración virgiliana, pero sin arraigo en una realidad palpada muy de cerca y personalmente vivida. Estos borradores con sus múltiples enmiendas y redacciones, en los que a la continua encontramos verdaderas perlas de expresiones y de pasajes enteros de la más personal y sentida poesía, nos están contando con voz muy clara y muy inteligible, la verdad de la inspiración poética de Bello.

  —LIX→  

Además, el poeta se halla ahora en pleno goce de su mejor momento creador, llevado en alas del entusiasmo ardoroso que le producen aquellos recuerdos, y aquellas experiencias que antes vivió, y que en estos momentos de irrechazable emoción creadora está reviviendo, con tanta fuerza y cariño, cuanto más vivamente siente la falta que le hacen todas aquellas cosas. Por eso su musa no acierta a detener aún su vuelo vigoroso por los campos del trópico. Va llevando al poeta por una ruta perfectamente trazable sobre el mapa geográfico de la provincia de Caracas. Diríamos que va como bordando un recorrido en elipse, que ha empezado desde el sureste de la ciudad, camino hacia El Hatillo y por las deliciosas lomas de la fila Mariches, para bajar por sus selváticas estribaciones hacia las orillas exuberantes del Tuy; sigue luego para los sonreídos valles del Aragua, y avanzará afanosa hasta los extremos mismos de esos valles, para ir a rozar sus alas en la tersa superficie de la pintoresca laguna de Tacarigua. Detengámonos aquí con ella unos momentos, pues sin duda ha encontrado asunto bueno para nuevos versos.

A orillas de Tacarigua

Puesto que el poeta la nombra expresamente, pasados los primeros diez versos de un nuevo fragmento de los borradores, creemos que a ella se está refiriendo.

Campos donde se cultivaba el algodón y el añil, sabemos que fueron en tiempos coloniales las riberas del hoy llamado lago de Valencia (entonces de Tacarigua). A esa corona de florecientes plantaciones alude ahora Bello en los primeros versos de un pasaje, que si bien contiene ideas ya expresadas más atrás, las repite, empero, con tan nueva gracia, y con tal novedad de fórmulas poéticas, que creemos que el lector agradecerá encontrarlos aquí desglosados del conjunto. Dice así este pasaje:


    Así ves coronarse tu ribera
de algodón, y de añil, con quien pudiera
—[LX]→
sus algodones confundir Bengala,
sus añiles la bella Guatemala.
También la yuca, así; y así prospera
la dulce caña, ni el café rehusa
tu comarca feliz, ni el fruto enano
del cambure africano,
ni el trigo haitiano o la haitiana musa
que guarda el nombre de su patria antigua.
Así también tu margen Tacarigua
de variadas cosechas enriqueces,
tú, plateado lago, que humedeces
de la Nueva Valencia el campo ameno,
y acoges en tu seno
de cien dulces raudales el tributo.
Ni el Aragua ni el Tuy producen fruto
que no den tus estancias exquisito.
Ni tiene el mundo tan feliz distrito,
más amable ribera
que el que a tu torno yace,
ni bella perspectiva que solace
la vista, como tú, del pasajero,
o ya cuando se ve de la mañana
el claro albor primero,
y tu horizonte se tiñó de grana
y un mar figuras de ondeante niebla;
o cuando ocupa el mundo la tiniebla
y la cándida luna se retrata
en tu cristal, y con su luz de plata
la callada ribera está bañando,
    y de cocuyas mil bandadas bellas
por la líquida sombra van volando
cual fugitivo ejército de estrellas;
o por el claro día
cuando en toda su pompa y lozanía
tus playas y tus islas verdeguean
y por la tierra y por las altas copas
y por el aire embalsamado tropas
de felices vivientes juguetean
todo es amor, y todo es armonía.
Mas otros climas piden ya tu canto
¡Oh rústica Talía!


(vv. 572 a 614)                


  —[LXI]→  

Si respecto de dos pasajes anteriores sugeríamos la idea de que pudieran llevar los títulos de Oda al Tuy y Oda a los valles de Aragua, no de otra manera propondríamos el de Oda al lago de Tacarigua (o de Valencia), para este encantador fragmento lírico-descriptivo, de tan jugoso y sentidísimo nativismo.

Entre las diversas variantes o intentos de redacción, encontramos aquí -como en los demás pasajes- los más sugestivos pormenores, que nos van trazando el sendero y la marcha de la creación poética; y nos prueban de sobrada manera cómo era de curioso y perspicaz el empeño del poeta, en su afán por lograr el más atinado pormenor poético, siempre dentro de los límites de la realidad, sin inventos fantasiosos que pudiesen desfigurar dicha realidad. Todo lo cual constituye un nuevo argumento que demuestra su intención netamente nacionalista (o si se quiere regionalista) en todo el proceso inicial y espontáneo de la composición de la mayor parte de esos fragmentos de silvas. Y en toda esta labor Bello se nos presenta dotado de un eidetismo casi sorprendente, que podría decirse más activo y avivado cuanto era más fuerte la carga afectiva con que abordaba aquella elaboración poética. Y no puede dudarse de que esa carga afectiva la causaba su continuada e insatisfecha añoranza de la querida tierra nativa.

De aquí que resulte delicioso ver al poeta jugar una y otra vez con epítetos y expresiones; hacer y rehacer versos, que si no siempre le salen del todo felices, marcan la huella indeleble del cariñoso esfuerzo por lograr siempre lo mejor. Así vemos que en una redacción del pasaje que se acaba de trascribir llama al lago valenciano: «Tacarigua rey de los dulces lagos»; y en otras: «El más hermoso de los dulces lagos». Quizás pensó luego que aquello iba a sonar a hiperbólico, y entonces abandona todo epíteto, para llamarlo simplemente


    plateado lago que humedeces
de la Nueva Valencia el campo ameno.

  —[LXII]→  

También en uno de esos intentos de redacción, que se prolonga por más de quince versos, empieza con este rasgo de acentuado lirismo: «¿Olvidaré tu margen, Tacarigua?»; y sigue luego acumulando otras frases interrogativas, de tono totalmente subjetivo.

Y como para reforzar el canto con elogios que ya ha tributado a otras regiones igualmente caras a su espíritu, recuerda aquello de


    Ni el Aragua ni el Tuy producen fruto
que no den tus estancias exquisito;

y añade en otro lugar, que tan ricos y variados frutos de ésta como de las otras dos regiones, los obtiene «el caraqueño» en premio de su laboriosidad.

Y aun cuando advertimos que al principio se resistía el poeta a darle al lago calificativo alguno que pareciera tal vez exagerado, más luego -sin embargo- la pluma lo traiciona, o mejor diríamos, su emotivo corazón; y viene a exclamar lleno de explicable entusiasmo lírico, que no hay en el mundo distrito ni ribera de más bella perspectiva que la de orillas del Tacarigua; esas orillas en las que entre otras cosas señala que «el tabaco aromoso verdeguea».

Pero sobre todo la lectura reposada de los versos en que nos describe la belleza del lago tanto a la luz del amanecer, como a pleno claro día, o también en noche de luna, nos hace comprender sin motivo alguno de extrañeza, que más de una vez Bello debió ser testigo y observador apasionado de aquel paisaje encantador; y por eso también en este punto de su descripción, el poeta echa mano nuevamente de la lira, y derrocha todo un tesoro de afiligranadas expresiones, hasta crear aquella de exquisita adjetivación sugestiva, al llamar a las bandadas de cocuyos, o de «luciérnagas bellas», que cruzan la oscuridad del lago: «fugitivo ejército de estrellas»; o como escribe en otras redacciones: «escuadrón de alígeras estrellas».

  —LXIII→  

Pocos pasajes lírico-descriptivos conocemos en toda la obra poética del bardo caraqueño, de contenido poético mejor logrado que el que hasta aquí hemos comentado, referente al lago de Tacarigua.

Para que no quede duda

Empero no crea el lector que han terminado aquí las gratas cuanto insospechadas sorpresas que nos reservaban esos largo tiempo olvidados y hoy felizmente publicados borradores.

No ha faltado, es cierto, crítico o comentarista que disintiendo de la opinión más comúnmente aceptada, juzgase que no es cosa tan clara y concluyentemente probada aún, la tesis que afirma que Andrés Bello al componer la parte propiamente descriptiva de las bellezas y tesoros del campo americano, que aparecen en sus dos silvas La Alocución y La Agricultura, había utilizado para sus versos principal y casi exclusivamente no tanto motivos del campo americano, sino concretamente del campo venezolano; pero que luego, al retocar y ultimar aquellas composiciones para darlas a la imprenta, había cambiado o suprimido muchos pormenores locales, y había generalizado las expresiones de muchos versos, a fin de dar a toda la obra un carácter más marcada y universalmente americano, de acuerdo con los títulos que habría de llevar. Quienes no admiten esta explicación u opinión, pasan aún más adelante y afirman que es una exageración ver e interpretar aquellas «Silvas» como manifestación y ejemplo del recuerdo vivo y cariñoso del poeta y del hijo agradecido para con la Patria que lo vio nacer.

Por otra parte, no ha cesado de repetirse por algunos en diversas ocasiones, aun hasta nuestros días, como hecho consumado, la leyenda del desamor y despego que se cree descubrir en la conducta de Bello para con su patria Venezuela, durante los mejores años de su vida, incluidos los de su residencia en Londres. Supuesto como un hecho verdadero, algo   —LXIV→   que no pasa de indocumentada afirmación antihistórica, no ha sido difícil sacar la conclusión de que mal pudo el poeta caraqueño, tan desamorado de su tierra nativa, querer consagrarle el asunto de su mejor canto. Hasta se ha llegado a señalar que está aún por hacerse el estudio que ponga en claro si el paisaje y demás pormenores naturales que Bello nos describe en sus «Silvas» no sería quizás el de las tierras de su querida Patria de adopción, Chile14.

Es siempre muy loable, y de toda justicia, hacer cualquier nuevo estudio que hubiere de contribuir a esclarecer y precisar cada vez mejor cuanto se refiera a la vida y a las obras del patriarca de la cultura americana. Pero es indispensable -en el caso concreto que ahora nos ocupa- recordar que Bello compuso y publicó sus «Silvas», y compuso asimismo todo el inmenso y valioso material poético de los presentes borradores inéditos, que eran parte sustancial de la elaboración de aquellas «Silvas», durante su residencia en Londres; o sea, cuando nada conocía por experiencia personal de otro paisaje americano que no fuera el de su tierra nativa, y cuando sin duda no podía aún ni sospechar que años más adelante conocería el paisaje y disfrutaría de las bellezas naturales de la hospitalaria y generosísima tierra chilena.

Por lo demás, ya indicaremos algo más adelante cómo el pensamiento americanista que luego predominó en nuestro poeta, a la hora de dar a la imprenta sus dos famosas composiciones, le hizo ampliar y aun transformar hasta donde le fue posible el tono y el ambiente de la primigenia elaboración poética, a fin de que no apareciera tan exclusivamente venezolana y colombiana, sino más flexiblemente americana. Pero aun esta tentativa, trabajada con la mayor sinceridad y vivo empeño, no le resultó cosa del todo fácil y ni del todo eficaz, a causa precisamente del valor lírico y subjetivo de unos versos que en su origen y su elaboración   —LXV→   eran extracto y quintaesencia de su amor y añoranza del terruño nativo. Si ello no obstante, en aquel acomodo poético y parcial refundición, algún crítico descubre señales por las que cree poder identificar algunas descripciones, con paisajes reales de la tierra chilena, es cosa que nadie habrá de contradecir, pues sería un dato muy elocuente en favor del poder de comprensión y asimilación universalistas de Bello como poeta15.

Mas, como venimos exponiendo, es un hecho clarísimo que estos borradores aportan pruebas tan elocuentes como numerosas, y por ende irrecusables, respecto del intenso sentido y afecto venezolanista que en Londres impulsaba la inspiración del desterrado hijo de Caracas. Y quien los estudia se siente dominado de una explicable impaciencia por comentar cuanto antes estos hallazgos de tan insospechados testimonios del venezolanismo del cantor de la zona tórrida16.

Al referirnos más atrás, a aquel pasaje que el poeta consagra en loor de los afortunados valles de Aragua, muy intencionalmente dejamos de comentar los preciosos versos de una de las variantes de redacción, en los cuales al hacer mención de frutos como el café, la caña, el coco, el mamey, etc., deja caer esta expresión -perla de sentimiento patrio-, precisamente en conexión con el fruto del cacao, que hizo famosa y rica a Venezuela hasta los tiempos del propio Bello. Dicen así:

  —LXVI→  
    Tal es el suelo do la rica almendra
que hace tu gloria, cara patria mía,
en mazorcas de púrpura se cría.

Y más adelante, en las redacciones con variantes de lo que constituye el cuerpo principal de La Agricultura de la zona tórrida, refiriéndose asimismo al cacao, lo llama: «la caraqueña almendra que el néctar da de etéreas musas digno»; y también dice que «la caraqueña almendra se cuaja en urnas de coral».

Pero no deje el lector pasar inadvertida la significativa expresión del segundo de los tres primeros versos: «cara patria mía». Nótese cómo el poeta no puede reprimir este grito emocionado, en el momento de referirse, entre todos los ricos frutos de su tierra nativa, al que por excelencia «hace su gloria». No importa que luego una serena reflexión, o circunstancias de orden más universal, le hagan dejar a un lado tan noble como justificada exclamación. No pasó ella a las páginas voladoras de un impreso; pero quedó imborrable, como palpitación latente, en el amarillo manuscrito que hoy, por fin, nos regala su oculto tesoro.

Pero apenas ese manuscrito nos ha hecho saborear el ya comentado pasaje referente al lago de Tacarigua, de pronto, como si dijéramos ¡al volver de la página!, nos sale al paso la redacción primitiva de un fragmento de aquella conocida y ponderada exhortación moral, que el poeta lanza a los indolentes habitantes de una zona que aunque tan rica y generosa, sin embargo la aprecian, por desdicha, tan poco, sus propios habitantes.

Ahora bien: en la composición de este pasaje, tal como lo entregó Bello para la imprenta, dicen así los versos con que empieza dicha exhortación:


    Mas ¡oh! si cual no cede
el tuyo, fértil zona, a suelo alguno,
y como de Natura esmero ha sido
de tu indolente habitador lo fuera!

  —[LXVII]→  

Esta redacción la encontramos exactamente en la misma forma también en los borradores, de donde la tomó el propio Bello para la publicación de su «Silva I». Mas cabe preguntar ahora, como pudo preguntarse también antes: ¿a qué zona se refiere aquí Bello concretamente, al decir que no cede en excelencias a suelo alguno, y que ha sido esmero de la Naturaleza? Fácil parecería responder que indudablemente Bello se refiere a la zona tórrida en general, puesto que ella viene siendo el sujeto de su canto desde el primer verso. Pero parece obvio pensar que bajo esa fórmula de zona tórrida (satis certa regio) en la mente y en la fantasía del poeta tenía que habérsele representado algo muy concreto y objetivo, y no una entidad casi abstracta, puesto que las cosas que dice de ella, y otras que luego dirá, son todas muy concretas y parecen suponer un sujeto también muy concreto y determinado. Para quienes han opinado que en realidad en la mente de Bello aquella zona tórrida, concretamente, no era otra que el territorio venezolano, la pregunta que ahora hemos propuesto, al igual que otras muchas que pudiera hacerse, no ofrecería dificultad alguna. Pero no todos los críticos y comentaristas han creído ver tan claramente que dicha zona tórrida, motivo y principio de la inspiración poética de Bello, debía de ser precisamente Venezuela.

Mas he aquí que para unos y para otros traen ahora los borradores el indispensable rayo de luz, y con él la revelación de la respuesta verdadera. Véase según el manuscrito inédito, cómo redactó Bello al principio aquellos versos:


    Mas ¡oh! si cual no cede
la tuya, Venezuela, a tierra alguna,
y como de Natura esmero ha sido
de tu indolente habitador lo fuera!

¡Es Venezuela!, nótese bien; ya no cabe duda. Por testimonio de puño y letra del propio Bello, sabemos ahora que en Venezuela pensaba, y a Venezuela se refería tanto al escribir este pasaje particular, como en todo el resto de la Silva;   —LXVIII→   puesto que ese pasaje de reflexión moral viene precisamente en función de cuanto antes ha descrito de las riquezas sin cuento que hay en esa zona tan mimada por la Naturaleza.

Y según esto, será igualmente cierto que es a los habitantes de Venezuela a quienes dirige aquel apóstrofe de «indolentes», que constituye una verdadera increpación lanzada por uno de sus conterráneos. Y sin duda esto mismo refuerza, si cabe, la venezolanidad de la composición; puesto que tratándose de sus hermanos de Patria, resulta menos disonante e impropio que uno de ellos mismos sea el que les dirija no sólo tal reproche, sino que además les enrostre todas aquellas escandalosísimas escenas de costumbres degeneradas que se leen en el ya mencionado y largo pasaje de reflexión moral.

Y luego, en un como rasgo final, fijándose sin duda en la tendencia que ya en su tiempo pudo advertir Bello en sus compatriotas, les reclama asimismo algo que parecería profético, escrito para nuestros días, puesto que advierte que ya entonces -al igual que ahora-, si el venezolano fuera en su propio suelo más esmerado y menos indolente,


    ...al ávido extranjero no pidiera
lo que le brinda el tuyo agradecido.

Pormenores a granel

Entre los fragmentos de aquella parte de las silvas que según los borradores corresponde al tema general geórgico, y digamos didáctico, en los que según se dijo más atrás, el poeta va dando lecciones prácticas de agricultura, y señalando cómo debe observarse la calidad del terreno, el clima de la región y otros parecidos tópicos, nos sale al paso un pasaje, elaborado en dos redacciones, en el que dicta también la lección acerca de cuándo debe hacerse la tala de los árboles en terreno que va a destinarse a sembradío; y cómo ha de tenerse en cuenta la estación de las lluvias; y finalmente de qué modo debe hacerse la quema de la hojarasca   —LXIX→   y ramazones del monte talado, para evitar el peligro de que el incendio -a merced del viento- se propague incontenible.

De nuevo en esta ocasión Bello se concreta a hablar de estas cosas con datos precisos, extraídos de su observación personal, de los años cuando su vida trajinaba por montes y por selvas del trópico. Ese trópico no podía ser otro, para Bello, sino Venezuela, y más concretamente Caracas y sus regiones aledañas.

Se refiere pues, a la estación lluviosa, y en no menos de diez intentos de redacción, con ligeras variantes, recuerda que:


    Suele a Caracas la estación lluviosa
Mayo traer...

Y ensaya nuevas y nuevas redacciones, para expresar la misma idea, ora nombrando a Caracas, ora refiriéndose otras muchas veces al caraqueño; y por fin en otro caso diciendo simplemente:


    La bella primavera
en su mitad postrera
suele traernos la estación lluviosa...;

o cambia luego la composición de la frase, y en vez de «traernos», dice «a nuestro territorio», y también «a nuestros labradores». De manera que en no menos de quince diversas redacciones, el poeta no piensa en otra estación de lluvias sino en la del valle de Caracas, o como expresamente dice él, en la de «nuestro territorio», y afirma que dicha estación se abre aquí hacia el mes de mayo.

Pero además, como prenuncio de la estación lluviosa, recuerda muy oportuna y poéticamente que la faena de talar y desmontar, la comienzan los labriegos hacia el mes de febrero; pero no olvida decirnos que ese mes se conoce por un fenómeno que el propio Bello -sin duda con mucha mayor precisión que ningún caraqueño de nuestros días-, había observado con intenso gusto campesino, y del que   —LXX→   conservaba en su memoria las más indelebles especies. Se trata del sencillo pero significativo fenómeno por el que febrero


    ...de su pompa hojosa
al bucare desnuda...;

o como en otra de las numerosas versiones (por lo menos ocho), exclusivamente dedicadas a ese típico árbol del bucare, dice en este mismo pasaje:


    ...apenas el bucare corpulento
de su hojosa melena se desnuda;

o en otra, que para recordar lo rojo de aquella floración nos habla de la «melena de eritrina» de arboles tan pintorescos. Y sea oportuno notar que en la mención que hace del bucare en La Agricultura de la zona tórrida, como de árbol que con su copa brinda sombra maternal a los plantíos de cacao, pone sólo una nota ilustrativa que dice que en Venezuela el cacao suele plantarse «a la sombra de árboles corpulentos llamados bucares» (Cfr. Obras Completas, Caracas, I, p. 71, nota al verso 221).

Y junto al recuerdo del rojo bucare, no podía menos de hallarse también el de aquel otro árbol cuya especie evocaba memorias personales e íntimas de la vida caraqueña de Bello. Nos referimos al que él llama «el samán añoso de tantos huracanes victorioso».

Y cuando al final de esta lección de faena agrícola, quiere el poeta lucir un poco las galas de su ingenio, pintándonos algo al vivo la obra del incendio que devora rápidamente cuanto se atraviesa a su paso, no encuentra mejor invención poética que evocar otro más de sus tantos y tan nítidos recuerdos juveniles, que en este caso es el de una «parda noche» cuando alla en Caracas


    ...del Ávila eminente
se ve ardiendo en mil partes la floresta;

  —[LXXI]→  

y recuerda muy al vivo que las llamaradas eran tales, que



    el resplandor de lejos reverbera
en calles, plazas, domos, miradores...

y desde el alta cumbre
por cuanto en derredor la vista abraza
se derrama la trémula vislumbre.

En las páginas que los borradores nos ofrecen con el título de «Segunda Parte», encontramos un largo fragmento que lleva la numeración II, III y IV, el cual cuenta con un total de más de quinientos versos (sin las numerosas variantes).

Este fragmento tiene de particular que ha conservado aquí el título de «El campo americano», puesto expresamente por Bello. Aproximadamente los primeros 350 versos corresponden a una parte del texto corregido y publicado por el poeta en su silva Alocución a la Poesía. Otros dos pasajes de más de 120 versos en total, son del material que retocado, y ordenado en otra forma, fue también publicado en la otra silva La Agricultura de la zona tórrida. Mas, entre uno y otro de estos largos pasajes o grupos de versos, que ya conocíamos tal como los publicó el autor en 1823 y en 1826, nos sale al encuentro otra de las más gratísimas sorpresas de todo este estudio del manuscrito inédito.

Desde el verso 990 hasta el 1060, o sea en un intersticio de setenta versos (no incluidas las numerosas y usuales variantes), el lector se encuentra ante una de las porciones más sugestivas y originales, y de una poesía tan bella como tal vez jamás brotó semejante de la pluma de nuestro poeta.

No nos mueve afán ninguno de lábil ponderación, al afirmar que de cuantas páginas dejó escritas Bello, en prosa o en verso, aun tomando en cuenta aquellas en las que se mostró más comunicativo y expresivo, siempre dentro de lo mesurado y clasicista de su temperamento, en ninguna de ellas abrió más de par en par el interior de su alma, ni dejó que corrieran a pleno caudal los más personales y recónditos   —LXXII→   sentimientos que saturaban su finísima alma durante los interminables años de su vida de desterrado. Cuando se ha descubierto, tal como nos las guardaban estos borradores, tantas y tan minuciosas y demostrativas señales de cómo se había prendado Bello de todas las cosas del paisaje y de la naturaleza de su tierra nativa -y de ahí que las recordara con tan sorprendente vivacidad- se entiende a perfección cuál debía ser el sentimiento con que añoraba aquella Patria lejana, y el consuelo de parientes y amigos, y hasta el calor y la luz de la zona tropical. Sólo en pasajes bien conocidos de algunas de sus cartas, o sea de esos documentos escritos únicamente para la intimidad, puede encontrarse algo que admite comparación con lo que ahora descubrimos palpitante de «ovidiana» melancolía en los versos de ese pasaje comprendido entre el 990 y el 1060.

La Elegía del desterrado

Dejemos, si se quiere, de seguir sugiriendo títulos para otros fragmentos de estos borradores, como lo hicimos más atrás; pero permítasenos afirmar que este que ahora nos interesa debería de llamarse, sin duda alguna, la Elegía del desterrado. Al lector le agradará que, extrayéndola del cuerpo algo amorfo de todos estos borradores, se la incluyamos aquí, como formando unidad separada, puesto que el pasaje tiene esa unidad propia, y se cierra con sentido completo.

El poeta acababa de invitar a la Poesía, en el pasaje inmediato anterior, a que emprendiera un recorrido, que le ha presentado como muy pintoresco, por las más diversas y atrayentes regiones que en el Continente americano pueden ofrecerle bellos motivos para sus cantos. Al llegar a la última estancia, Bello ha sentido nostalgia de las lejanas tierras que describe, y dirigiéndose a esa misma «amable poesía», le abre el tesoro de sus sentimientos, y le manifiesta cuánto desearía poder él acompañarla, para de nuevo respirar el blando aliento de la siempre lozana primavera, y gozar   —LXXIII→   por las márgenes alegres del Aragua con la belleza de aquel paisaje.

Mas, al llegar a este punto, hubo de sentirse arrollado por la oleada intensa de aquella nostalgia; y debió comprender que era impotente para dominar su emoción, y para represar con gesto insensible, por más tiempo, el dolor de la ausencia. Y entonces, él, Bello, el apacible, el poco comunicativo, el juzgado por algunos como un poeta de frío academicismo neoclásico, suelta las compuertas de su humanísima emoción; y sin rubor de sí mismo -que no había por qué tenerlo- y sin miramientos importunos que nada valen ante el empuje del corazón, allá en lo recogido y secreto de su aposento de trabajo, quizás mezclando lágrimas de explicable desahogo a la tinta que corría ardorosa sobre el papel, da comienzo a esta sentidísima elegía, que bien habría podido firmar el desterrado romano del Ponto Euxino:


    ¿Y posible será que destinado
he de vivir en sempiterno duelo,
lejos del suelo hermoso, el caro suelo
que a la primera luz abrí los ojos?
Cuántas, ¡ah!, cuántas veces
dando aunque breve, a mi dolor consuelo
oh montes, oh colinas, oh praderas,
amada sombra de la patria mía,
orillas del Anauco placenteras,
escenas de la edad encantadora
que ya de mí, mezquino,
huyó con presta irrevocable huida;
y toda en contemplaros embebida
se goza el alma, al par que pena y llora!
También humanas formas miro en torno,
y de una en una crédulo las cuento,
y el conocido acento
de amor y de amistad oigo y retorno.
¿Qué es de vosotros? ¿Dónde estáis ahora,
compañeros, amigos,
de mi primer desvariar testigos,
de mis antojos vanos y deseos
y locas esperanzas, que importuna
burló como las vuestras la fortuna?
—[LXXIV]→
Cual en extraño clima
por el aire natal suspira en vano,
a cual es fuerza que entre hierros gima,
o a no usada labor ponga la mano;
¡y de cuántos, oh Dios, de cuántos esta
lumbre solar que aquí descolorida
a un mundo exhausto da difícil vida,
y en la margen opuesta
del mar de Atlante hermosa brilla y pura,
o la losa funesta
dora, o los blancos huesos, que inhuman
venganza abandonó en yerma sabana
o en playa inhospital sin sepultura!
¡Ay! al alegre drama
do juntos yo y vosotros figuramos,
y los delirios de amorosa llama
o de aérea ambición representamos,
alegre drama mientras plugo al cielo
corrió fortuna inexorable el velo.
Vosotros a lo menos de esta grave
soledad el silencio doloroso
romped ahora, imágenes queridas;
cual otro tiempo en plática suave
usábades, venid, venid ahora,
engañad los enojos
de ausencia tanta: atravesad los mares,
quebrantad los cerrojos
del calabozo oscuro y de la huesa:
de mi lamento importunada, suelte
la cruda Parca alguna vez su presa.
¿Y qué más bien, qué más placer me aguarda
fuera de esta ilusoria
farsa de la memoria,
aunque el volver, que tanto tiempo tarda,
al terreno nativo,
me otorgue al fin el cielo compasivo?
Visitaré la cumbre, el verde soto,
el claro río, y la cañada amena;
mas a vosotros, ¡ah! mirar no espero.
No con alborozada enhorabuena
saludarme os oiré; no al cariñoso
regocijado seno he de estrecharos.
—[LXXV]→
Diré a los ecos: los amigos caros,
la amada, el confidente, el compañero,
¿dó están? ¿a dó son idos?
Idos, dirán los ecos condolidos,
y en mi patria, ¡ay, de mí!, seré extranjero.

Bastaban siquiera algunos versos de esta sentidísima elegía de desterrado, para justificar plenamente -aun sin otros argumentos- la afirmación del sentido plenamente venezolanista que usualmente se ha atribuido a las silvas de nuestro poeta. Pues adviértase que este pasaje es pura sustancia original del mismo filón poético de donde se sacaron los otros pasajes que modificados y retocados dio luego su autor a la imprenta en 1823 y en 1826.

Y basta también esta pieza de tan cautivador como expresivo lirismo, para que de hoy en adelante quede incluido, en sitio de honor, el nombre de Bello entre los de los más auténticos y originales poetas líricos de América; y esta elegía empiece a ser considerada en nuestra literatura, como la primera en orden cronológico, e igual a las mejores en calidad poética.

Ya no se podrá, ni se deberá, seguir diciendo que Bello fue magnífico poeta solamente en el género descriptivo. Ya no se deberá echar mano nuevamente de su obra de imitador en La oración por todos -aunque admirable y de tan original elaboración- para poder otorgarle también merecido título de poeta de los más hondos y humanos sentimientos.

Y es cosa que debe bien notarse, cómo el sabio equilibrio no sólo literario sino sobre todo poético, tan acorde con la madura formación literaria y la personalidad del Maestro, le hace salvar con pleno dominio y elegancia el difícil escollo que suelen ofrecer los cantos elegíacos, cuando quien los entona no es un poeta de bien lograda integración artística. Cuán fácil y frecuente es componer elegías, que aun cuando sinceras en su intención, y rebosantes de auténticos sentimientos de dolor, más que cantos resultan plañidos lastimeros; y más que expresiones de elevación creadora ante el sufrimiento, aparecen como quejumbres y lloriqueos de   —LXXVI→   femenil impotencia. Bello hace una elegía hondamente sentida y personal; pero plena de discreta y viril entereza. Nada de estridencias efectistas, ni de desmayos sensibleros. Hay vida, hay calor de emoción en todos los versos; pero todo está atemperado por la sabia discreción del clásico precepto horaciano ne quid nimis. Así era de elegante y atinado el equilibrio clásico de Bello.

¡Con qué arte le hemos visto hacer entrar en juego, al cantar su pena de desterrado, a aquellos mismos elementos del paisaje nativo que tanto añora! En una graduada iteración llama de testigos a los montes, a las colinas, a las praderas, a las orillas del Anauco (¡cómo iba a olvidarse de su preferido y evocador río caraqueño!), y les recuerda cómo en ellos -en quienes evoca la amada sombra de la patria él se gozaba contemplándolos, hasta con embebecimiento de su fantasía, porque en esto su alma hallaba goce, aun cuando también dolor y llanto a causa de la ausencia.

Pero aquel sufrir y añorar no es un gesto de mero egoísmo. El poeta no piensa solamente en su propio bien o deseo; su dolor es noble y desinteresado, porque sabe bien de la desdicha que aflige igualmente a tantos ausentes compañeros y amigos. Con ellos se une en un recuerdo evocador de días felices y de risueñas esperanzas ahora fracasadas.

Y cuando a su mente acude el negro pensamiento de que acaso algunos ya abandonaron esta vida de dolor, con gesto e inspiración de artista que sabe manejar bien los resortes poéticos, señala cuán doloroso es pensar que aquella luz solar, que en vez de descolorida como en Londres, al otro lado del Atlántico brilla hermosa y pura,


    o la losa funesta
dora, o los blancos huesos, que inhumana
venganza abandonó en yerma sabana
o en playa inhospital sin sepultura.

Su fina sensibilidad, vibrando ante el recuerdo de la tierra nativa, es quizá el leit motiv de toda la elegía. Habla del «suelo hermoso, el caro suelo do a la luz primera abrí   —LXXVII→   los ojos»; invoca a la «amada sombra de la patria mía»; imagina cómo más de uno de sus amigos «en extraño clima, por el aire natal suspira en vano»; y busca consuelo siquiera llamando con apremio a aquellos recuerdos tan queridos, porque ¿qué mayor bien, ni qué único placer puede ya más desear


    aunque el volver, que tanto tiempo tarda,
al terreno nativo,
me otorgue al fin el cielo compasivo?

Y cierra su canto con el rasgo de mayor dolor que un corazón tan amante de su tierra y de los suyos, puede imaginar, cuál sería retornar algún día al lar nativo, y hallar que


    ...en mi patria, ¡ay de mí! seré extranjero.

Es éste el mismo pensamiento que en 1846 escribía desde Chile a su hermano Carlos: «Cuantas veces fijo la vista en el plano de Caracas que me remitiste, creo pasearme otra vez por sus calles, buscando en ellas los edificios conocidos y preguntándoles por los amigos, los compañeros que ya no existen. ¿Hay todavía quién se acuerda de mí? Fuera de mi familia, muy pocos, sin duda, y si yo me presentase otra vez en Caracas sería poco menos extranjero que un francés o un inglés que por primera vez la visitase. Mas, aun con esta idea, daría la mitad de lo que resta de mi vida, por abrazaros, por ver de nuevo el Catuche, el Guaire, por arrodillarme sobre las losas que cubren los restos de tantas personas queridas».

Después de ese canto elegíaco, entra el poeta en un pasaje de poesía filosófico-moral, en torno al problema de la mezcla del bien y del mal en la vida; y como cristiano bien formado en su fe, apunta la caída en el pecado original como causa de todos los dolores que aquejan al linaje humano en todas las edades de la historia. Señala cómo en América la esclavitud y la opresión fueron males que largo tiempo la enseñorearon; pero recuerda la lucha y los triunfos de los americanos por su ideal de independencia; y entonces   —LXXVIII→   su corazón de patriota fiel, invoca a la poesía, y le pide su divina inspiración para entonar un himno


    al gran triunfo de la patria mía.

Y de nuevo con el más lírico acento va describiendo el triste espectáculo que la poesía habrá de presenciar; pues encontrará que la patria yace en medio de la desolación más completa y general, duro precio pagado por aquellos que quisieron conquistar el triunfo de la libertad.

De aquí en adelante los borradores aún nos ofrecen algunos nuevos datos que son todavía como un tintineo lejano pero actual, y evocador, de lo que indudablemente fue el tema original e inicial de toda la inspiración de Bello en toda la serie de fragmentos de sus silvas: su hondo y sincero amor de Patria.

Así, en la larga enumeración de regiones y ciudades que heroicamente lucharon por la independencia, además de los nombres de las incluidas en los fragmentos publicados en la Alocución a la Poesía, encontramos ahora en diversas variantes los de: Mérida, Apure, Trujillo y Carora por Venezuela, y Meta y El Socorro por Nueva Granada. Y también al enumerar y ponderar nombres de héroes de aquella gesta libertadora, no puede abstenerse, al citar a Ricaurte, de incluir en una versión tres versos de tema muy de su cariño, tan alerta siempre ante el recuerdo de la tierra nativa; y escribe:


    Ricaurte que a la humilde San Mateo
(donde entre valles de verdor lozano
lleva el Aragua al Tuy sus claras ondas).

Por último, ya muy al final de sus prolongados versos, en la parte que como colofón reservó para exaltar la firmeza de la gloria de Bolívar, trae por comparación el recuerdo del histórico samán de Güere; y en la primera redacción escribe así el verso referente a dicho árbol:


    un frondoso samán que siglos cuenta;

  —[LXXIX]→  

ero luego debió sin duda parecerle, y con razón, que tal frase no sólo pecaba de demasiado fría, sino además de vaga e impersonal; y por eso pone en juego su cálido amor de la tierra patria, y redacta el verso de esta manera:


    que como aquel samán que siglos cuenta...

donde se advierte su fino tacto poético y literario para sublimar, con el simple cambio del indeterminado artículo un, por el adjetivo demostrativo aquel, todo el valor expresivo de frase tan intencionada y sugestiva. Empero cuando pasado el hervor de los sentimientos que lo agitaron en el trance de su inspiración, preparaba luego más en frío y bajo una nueva y más pensada actitud la publicación de aquel fragmento, por no hacer demasiado patente su simpatía respecto de algo tan peculiar de su propia patria, como lo era el recuerdo de aquel árbol, se abstiene de decir concretamente a qué samán se refiere; y sólo ilustra su frase con una nota al pie, en la que explica que se trata de una «especie agigantada del género Mimosa común en Venezuela».

De los datos que hasta aquí hemos presentado y comentado, puede fácilmente deducirse una primera e importantísima conclusión -a la cual hemos hecho referencia ya en más de una ocasión en estos mismos párrafos- y es ésta: la publicación de estos borradores en su totalidad, y su estudio objetivo y preciso, hacen que aparezca a plena luz, sin necesidad de atisbos arriesgados o de suposiciones más o menos fundamentadas, cuál fue en su mismo origen la intención verdadera y el motivo irrecusable que movió a Bello al escribir las mejores y más características y personales páginas de poesía de toda su vida. Fue, sin género alguno de duda, su íntimo e intenso amor de Patria.

En la intimidad de la elaboración poética

Esto asentado, debemos señalar además otra conclusión que también juzgamos de suficiente importancia, tanto en   —LXXX→   sí misma, como porque implica una interesante relación con la primera.

Estos borradores nos ponen en contacto directo y casi íntimo, con lo que fue el secreto trabajo personal del poeta en aquellos momentos en que su espíritu se entregaba con cuidadoso y delicado afán a la creación y elaboración de su más cara obra poética.

Los lectores de las obras del Maestro habrán podido apreciar ya en el tomo I de esta edición de sus Obras Completas, correspondiente a las Poesías, que más de una docena de éstas -entre originales y traducciones-, aparecen acompañadas al pie del texto definitivo, de variantes y diversos intentos de redacción, que señalan los pasos dados por el poeta hasta hallar la forma que en cada caso creyó más propia y perfecta.

En cualquiera de aquellas composiciones, le es fácil al lector comprobar, a veces casi punto por punto, y paso a paso, por medio de dichas variantes, como era de severo y minucioso el trabajo que el poeta se imponía antes de conseguir su intento literario y poético, y de darse por satisfecho con lo alcanzado.

Es verdad que casi ninguna de las composiciones que en ese tomo I aparecen así editadas con el texto de las diversas variantes del manuscrito original, es obra poética de las de mayor importancia y originalidad. Por eso, el interés por conocer y estudiar el proceso de elaboración de dichas poesías, se les despertará quizás únicamente a aquellos lectores dados al estudio y análisis crítico.

Pero en cambio, en el caso presente se trata del proceso literario y artístico de la producción poética más importante, extensa y original de nuestro poeta; aquella precisamente que ha servido siempre para fundamentar y justificar sin género alguno de dudas, su excelso nombre de poeta. Aquí todas esas variantes, intentos de redacción y enmiendas, que como notará el lector, ocupan casi la mitad de las páginas de todos estos fragmentos de silvas en su redacción original, no pueden menos de despertar un especialísimo interés, o   —LXXXI→   por lo menos curiosidad, en quienes estén algo familiarizados con las dos famosas composiciones, joyas de nuestra literatura.

En el terreno meramente de lo literario, puede decirse que estos borradores no aportan nada que sustancialmente modifique el juicio que han solido sustentar los más autorizados críticos de las poesías de Bello.

No es arriesgado afirmar que para la fecha en que nuestro poeta escribe estas silvas, poseía un adecuado conocimiento y dominio práctico del lenguaje y de la versificación, no sólo en lo que respecta a su propiedad y corrección, sino también en cierta elegancia y habilidad para la redacción de fórmulas o expresiones literarias nuevas u originales.

Creemos, pues, que a Bello no se le presentaban ya en estos años problemas o dificultades de importancia en lo que se refiere al empleo o a la creación de las expresiones literarias de sus versos. Su asiduo y razonado estudio del castellano, del que ya en su juventud caraqueña dio muestras de extraordinaria importancia, condujo a Bello, incluso como poeta, a adelantarse a su tiempo en perfiles técnicos de lenguaje. Valga como ejemplo el de los varios casos en que en estas silvas emplea la rima perfecta entre versos terminados en sílabas con la letra b y la v. Por ejemplo, los versos 1714 y 1717 riman: clava y desafiaba; y los versos 1750 y 1752 riman: pruebe y breve. A este propósito observa Gili Gaya que Bello se adelantó al uso que ya hoy está admitido en castellano, que no hace distinción alguna en el valor fonético de ambas letras, ya que la distinción es meramente ortográfica17.

Alguna vez por lo contrario, nos sorprende también con el uso de formas o términos que para su tiempo quizá resultaban ya de sabor arcaico, o al menos habían entrado en desuso, aun cuando fuesen correctos y propios del idioma. En varios pasajes encontramos palabras como rustiquez,   —LXXXII→   lobreguecer, guarte (por ¡guárdate!, ¡cuidado!), y otras que indudablemente toman al lector desprevenido. También hallamos de nuevo la palabra servilidad, por servidumbre o esclavitud; palabra ésa que Bello se permitió usar y publicar, como licencia lexicográfica, puesto que no la registra el diccionario; e igual cosa ocurre al emplear como activo el verbo opilar (por obstruir), que es solamente verbo reflexivo18.

A lo largo de tan numerosos versos, se advierte que la frase tiende en general a conformarse en su corte y giros con la de los escritores clásicos; aun cuando alguna vez se asomen expresiones de evidente resabio barroco. Así le vemos decir, hablando de las calamidades que sufre la tierra en castigo del pecado, que entre otras cosas


    manda diciembre el Aquilón airado
a sublevar el inconstante abismo...


(vv. 1090 a 1091)                


O también al describir la furia de un volcán en acción, dice que de noche


    ...bostezando trémula vislumbre
rompe a intervalos la nocturna sombra.


(vv. 1158 a 1159)                


De Bello se ha solido decir que no fue un gran poeta, en el sentido de un gran temperamento llevado fogosamente y como por instinto en alas de la poesía; ni siempre en tensión creadora. Parece bastante claro que su disposición intelectual y artística no estaba por naturaleza en habitual vibración poética; y esto explicaría por qué sus producciones en verso fueron relativamente pocas, sobre todo si sólo tomamos en cuenta aquellas de más excelsa calidad artística.

Pero a esta observación, hecha generalmente por los críticos, y que parece ajustada a la verdad, creemos poder añadir   —LXXXIII→   ahora otra que no recordamos haberla nadie señalado anteriormente, y que se deduce con fácil objetividad de la lectura y estudio de estos borradores. Nos referimos a lo premioso y lento que en la mayoría de los casos aparece Bello en la redacción de sus versos. Pero adviértase que esa premiosidad y lentitud son perfectamente compatibles con la corrección y exactitud que luego sabe darles a esos mismos versos, en particular a los de algunas traducciones e imitaciones.

Bello no fue poeta fácil; y así se comprueba ante las numerosísimas variantes y correcciones que estos borradores nos ofrecen. Pero nadie más consciente de esa poca facilidad, que el propio Bello. Y por eso no se hace concesiones, ni tolera dejadeces en su obra; antes podemos comprobar y seguir paso a paso en todas sus páginas, la lucha que entabla -a veces en forma casi agotadora e inmisericorde- tratando de sorprender o de forjar la más atinada o expresiva forma, en un como dédalo de matices y partículas de lenguaje, que afecta casi exclusivamente a lo poético; ya que en lo literario su dominio y habilidad eran del todo seguros, y no tropezaban con serios problemas.

Parece, pues, sin mengua alguna de su bien logrado nombre de poeta, que el garbo y soltura espontáneos para versificar a la primera, en forma y tono poéticos, no fueron cualidades distintivas o peculiares en el vate caraqueño; sino antes al contrario, se veía forzado a una elaboración paciente y tenaz, en la que generalmente salía victorioso, pero en la que también a veces no lograba aprisionar la belleza en la forma en que la vislumbraba y pretendía su fino y equilibrado sentido poético.

Esta falta de soltura y de agilidad, la hemos podido comprobar y anotar en no pocos ejemplos, tanto de versos cuya medida silábica no consta, como de otros de dura o viciosa acentuación métrica, o de hiriente redacción cacofónica; o finalmente en otros, que aunque sin ninguno de esos defectos, muestran muy a las claras que nacieron faltos de elegancia o de vigor artísticos.

  —LXXXIV→  

En dos ocasiones lo vemos repetir, no en las variantes, sino en el propio texto, este verso tan duro como desabrido:


    Tu solo a numerar tus criaturas.

No imaginamos cómo el oído de Bello pudo aceptar, aun como redacción previa o de tanteo, las siguientes líneas, que aparecen entre las varias redacciones de los versos 615 a 635:


    y en tus cimas elevadas vieras
............................
no sea que importuna la lluvia
............................
y que el sol poco a poco seque

y algo más adelante:


    la sabrosa carga agobia al banano


(v. 1197)                


Al describirnos la obra de defensa contra el fuego devastador, escribe este verso disonante y sin medida:


    antes arrimarás que un vallado


(v. 667 nota);                


y aludiendo a la Inquisición, dice este feísimo verso:


    y qué delito queda ya a tus furores


(v. 112 nota);                


mas luego lo subsana escribiendo:


    ¿y qué maldad quedó no perpetrada?

Más de una vez le brotan cacofonías tan desagradables como éstas, que citamos casi al azar:


    como la caña de nectaria savia...
................................
—[LXXXV]→
haya a su alrededor un ancha valla.
................................
que en su llanto enternecer no pudo
a tu verdugo de piedad desnudo.


(vv. 1614 a 1615)                


O algún verso casi en puros monosílabos, tan poco elegante como el 807:


    que no tal te vio a ti tu edad más bella.

Mas, en cambio de esto, como bien ducho en el manejo de recursos fonéticos del lenguaje, usa de licencias poéticas para versos bien logrados, como cuando nos habla de la pompa


    de marmóreos alcázares reales?


(v. 803)                


Su fino gusto de buen poeta, le hace casi siempre advertir que debe rechazar redacciones que han acudido a su pluma, pero que luego sobre el papel aparecen de poca altura artística. Así al enumerar algunos sangrientos atropellos de la guerra libertadora en las colonias de América, se refiere a lo ocurrido en Quito, y por dos veces le ha salido escribir:


    Cuando de Quito la matanza pintes;

y


    Cuando pintes de Quito la matanza;

mas luego abandona esas y otras versiones, y asienta por último esta frase, de forma y sentido mucho más poéticos:


    Mas, ¡oh de Quito ensangrentadas paces


(v. 1555)                


En otra redacción, más adelante, escribe unos versos en los que el lector no puede menos de advertir con toda distinción la disonante rima interna y externa que en este caso concreto quita toda esbeltez y vigor a la versificación. Dice,   —LXXXVI→   hablando de Miranda, que su espíritu de combate no ha muerto, pues aún resuena aquel grito


    con que a lidiar llamaste; la gran lidia
de que desarrollaste el estandarte
triunfa ya, y en su triunfo tienes parte


(vv. 1649 a 1651)                


Pondera asimismo, los méritos de Roscio, y entusiasmado exclama:


    ¿cuál alabanza habrá que no le cuadre?;

ero sin duda descubre la hiriente cacofonía en a, y por eso cambia el texto y escribe:


    ¿cuál otro honor habrá que no le cuadre?

Éstos y otros ejemplos, no sólo no desvirtúan la obra de Bello, en cuanto pueden indicar falta de gracilidad y de soltura en la redacción poética de algunos pasajes, sino por el contrario creemos que sirven de poderoso argumento para demostrar lo tesonera y sentida que hubo de ser aquella elaboración, puesto que a través de ella consiguió darle a la mayor parte de sus versos tanto la vida permanente con que hoy nos siguen admirando, como también atinar en la redacción original, llena de novedad y de expresión, para hablar de las cosas del Nuevo Mundo como nadie lo había hecho hasta su tiempo -al menos por lo que respecta a Venezuela-, ni lo ha superado después nadie en tiempo alguno.

Señalemos pues como dato muy objetivo, además, que los borradores no dejan duda alguna de que Bello fue un poeta no de gran espontaneidad de composición, ni de gran facilidad para jugar con el lenguaje poético; y que por esta razón resulta mucho más encomiable descubrir el esfuerzo y finura de su trabajo artístico. Y de aquí deduciremos cuán grande era su pasión por aquel tema patrio y americano, cuando así lo hubo de trabajar, hasta venir por ello a convertirse en el cantor descriptivo por antonomasia del parnaso   —LXXXVII→   hispano. Y aquí viene de perlas recordar, por lo que el lector pueda atribuirle de autoridad, la consigna categórica que ha escrito Azorín: «Lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje... Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje... Pues... para mí el paisaje es el grado más alto del arte literario... ¡Y que pocos llegan a él!»19. El lector sabrá, por ende, concluir, cuan grande poeta debe de considerarse a Bello, maestro sin par en ese arte de sentir y expresar el paisaje, y tanto más cuanto para expresarlo tenía que luchar contra las mezquindades de una musa rebelde y que poco le coqueteaba.

El crítico no puede menos de sentirse algo avergonzado de haber hurgado en el secreto de esos ocultos papeles del venerado Maestro, y haberlo sorprendido con el cañamazo del revés, mientras una y otra vez se esfuerza por lograr la más fina o la más vigorosa forma poética para el bordado de sus luego admirables «silvas». Ha sido casi como una profanación a la gloria y renombre del poeta, leerle y comentarle esos borradores que guardan el secreto de sus desvelos y de sus limitaciones, y de los cuales jamás pensó él que algún día habrían de pasar a las prensas y al dominio público.

Mas, aun señaladas esas objetivas faltas o durezas de redacción poética, debidas a condición innata de su temperamento más fácil a la reflexión serena y al análisis científico; todavía nos resulta de mayor interés poder señalar, con igual objetividad, que también son numerosos y admirables los casos en los que sorprendemos al poeta en atisbos y aciertos que rayan en el más alto y depurado gusto literario y poético.

Y es cosa mucho de admirar, el descubrir la sincera autocrítica que el propio Bello aplicaba a sus versos: y lo hacía con tal severidad, que condenaba al olvido de lo inédito y de los ocultos borradores, tiradas completas de versos que   —LXXXVIII→   bien las hubieran querido para sí y para publicarlas con su firma poetas de la más depurada inspiración.

Ya que tratamos aquí de estudiar con la mayor objetividad tales borradores, no podíamos omitir estas observaciones críticas, que son de positiva importancia constructiva, en orden al mejor conocimiento y valuación de la obra y de la personalidad de Bello como poeta. Pero además, resulta en extremo satisfactorio completar ahora aquellas observaciones, con la contraparte de las mismas; o sea, con datos de los mismos borradores, que sirven para poner aún más de relieve cómo el empeño y devoción con que Bello se aprestaba a la elaboración de sus versos -y en concreto de tales versos- se veía recompensada casi siempre con admirables aciertos poéticos y de redacción. Y ello es tanto más ponderable, cuanto que -como se ha advertido- no eran cualidades distintivas del vate caraqueño ni la exuberancia ni la «espontaneidad genial». Suplía, en cambio, tales limitaciones, con su extremado buen gusto artístico, y su destreza en el manejo de formas de lenguaje; y así acertaba en la creación de «aquellas felicísimas invenciones de expresión pintoresca en que Bello no tiene rival», como con tanto entusiasmo se gozaba en ponderarlo el insigne Menéndez Pelayo20.

En una de las primeras redacciones de la parte descriptiva referente a productos típicos de diversas regiones del mundo, habla del tabaco, y sin nombrarlo expresamente, lo describe como la hierba olorosa de Cuba, «dulce cordial del alma», dice, que cuando se convierte en humo


    divierte el ocio y los cuidados calma.

El tópico del tabaco hubo de ser especialmente grato a Bello, ya que según testimonio muy simpático de su díscolo pero noble discípulo Lastarria, el Maestro era buen fumador, y se le veía «casi siempre fumando un enorme habano»21.

  —LXXXIX→  

Parece cosa clara que el verso citado ahora, aun cuando menos trabajado que los equivalentes publicados en La Agricultura de la zona tórrida (Cfr. Obras Completas, Caracas, I, p. 66. vv. 30-32), revela más íntimamente el gusto que el poeta experimentaba al consumir entre sus labios un buen puro.

Al recordar el paisaje tropical, no podía menos de recobrar vida y destacarse en su memoria toda la armoniosa y ornamental silueta de las palmeras, y sentirse de nuevo como acogido al refrigerio de su dulce sombra. Por eso en repetidos versos se esfuerza por pintárnoslas en alguna de esas síntesis maravillosas de uno o dos versos, que son todo un lienzo -en las que Bello es maestro envidiable-, a la manera de las que ya le conocemos en La Agricultura. Así nos dice que


    la palma enhiesta...
alza cual verde parasol su copa;

y en otra redacción, que


    ...en la playa expuesta
a los ardores del perenne estío
la altiva palma se levanta airosa;

o


    la airosa palma se levanta enhiesta;

y en un nuevo intento añade algo más y escribe:


    consuela al viajador la palma enhiesta,
que alimento ofrece, y toldo umbrío;

y antes había señalado las palmeras como el lugar


    a donde de parleros guacamayos
viene a mecerse la pintada tropa.


(vv. 403 a 407)                


Si alguien creyó alguna vez que Bello había agotado en los pasajes de La Agricultura su repertorio de originalísimos y expresivos versos con los que describir las bellezas naturales   —XC→   de la América tórrida, puede rectificar esa creencia recorriendo las páginas de estos inéditos borradores; pues en ellas admirará la riqueza insospechada de buenos versos y de pinceladas que sería difícil superar en tino de dibujo y acierto de colorido.

Refiriéndose al café y al cacao, escribe así el poeta:


    y el arbusto de Arabia se corona
de cerezas purpúreas y el cacao
de hermosa grana sus mazorcas tiñe.

Y entre las numerosas variantes escritas a propósito del cultivo del café, merece recordarse alguna tan lozana como ésta:


    Las frías cumbres el café no esquiva
como no injurie sus pimpollos tiernos
la ruda escarcha; ni apetece en ellas
otro alimento...
...que la lluvia
y el aire puro y la delgada niebla.


(vv. 455 a 460)                


Merece asimismo especial atención el pasaje comprendido entre los versos 514-541; pues pocas veces la musa de Bello se ha movido con más donosura y flexibilidad de estilo. Es éste un fragmento lírico-descriptivo en el que el autor con giros clásicos y a veces también algo culteranos, traza un rápido bosquejo de las estaciones del año, y en el que mueve a la admiración tanto por la viveza de las pinceladas, como por lo original y ajustado de las formas poéticas. Véanse los versos:


    Diferente es el clima donde lleve
el algodón lanígero su nieve.
Los inviernos allí Naturaleza
determinó con límite seguro;
ni del copo inmaturo
viene a injuriar la cándida belleza,
por el aire batiendo
su empapado plumaje el cierzo frío.
—[XCI]→
Cuando en menudo polvo torna estío
el cocido terrón, y está muriendo
de sed el monte, y aun la humilde vega,
súbito horror de nubes se congrega
en el olimpo, y fuertes aguaceros
refrigeran el año caluroso.
Pero no bien los huracanes fieros
lanza a la mar Octubre proceloso,
alma serenidad jamás turbada
ríe en los aires; no hay oscura nube
que ose empañar la bóveda azulada,
o si descuelga el tenebroso velo
la noche, o si la grande antorcha sube
y en un golfo de luz convierte el cielo;
hasta que Primavera rubicunda,
alterando, fecunda
los varios elementos,
y cruza el aire en alas de los vientos
vaga hueste de nubes, que ya envía
la suspirada lluvia a los sembrados.

De haber conocido estos versos el entusiasta y generoso crítico Menéndez Pelayo, no les habría negado su elogio, al encontrarse en ellos con tantas y tan atinadas «invenciones poéticas» (como él las llamaba), en las que consideraba que Bello no tenía rival en castellano. Tales serían, en este caso: «la cándida belleza» del «algodón lanígero»; o aquella pintura del cierzo frío que viene «por el aire batiendo su empapado plumaje»; o la del «cocido terrón» que el estío torna en menudo polvo; o en fin, aquel sereno sentir y hacer sentir cómo, pasados los temporales de octubre


    alma serenidad jamás turbada
ríe en los aires; no hay oscura nube
que ose empañar la bóveda azulada...

Y cuando el poeta, extasiado ante tantas bellezas y riquezas naturales, se siente impotente para cantarlas todas como ellas merecen, se vuelve reverente a Dios, ensalza su sabiduría y su poder, y anonadado exclama como verdadero sabio y digno poeta:

  —XCII→  

    El hombre cuya vida es un instante
cuya mirada un punto circunscribe,
solamente percibe
de tus prodigios una breve parte,
y en el inmenso libro puede sólo
descifrar una línea y adorarte


(vv. 105 a 109)                


No son éstos los únicos pasajes que quizás relegó al olvido la severa autocrítica de Bello, o dejo sin acomodo propio en las partes de «silvas» que dio a la imprenta. De los pasajes que entraron a formar la primera sección de la Alocución a la Poesía, encontramos en los borradores no pocos versos que con toda honradez pueden calificarse de excelentes, por su contenido poético y su acertada expresión literaria; y que sin embargo su autor no los quiso incluir a la hora de enviar el resto a la imprenta.

Así, por ejemplo, luego de haberse referido al verdor y otras bellezas que para deleite del pincel de la poesía ofrece el campo americano, había también dicho:


    y entre musgosas peñas la cascada
arcos descuelga de cristal sonoro;
y viste Abril al campo su librea;
y agita la espigada
mies el fogoso estío en días de oro...


(vv. 788 a 792)                


Sin duda, a algunos oídos parecerán varias de estas expresiones resabios de gongorismo; pero a decir verdad, dado el alto predicamento de que disfruta en nuestros días la poesía del rey de los culteranos, ese rastro barroco en la poesía de Bello, habrá de ser motivo para que se le tribute un elogio también en este aspecto de su obra. Mas dejando toda apreciación de rebuscado o intempestivo culteranismo, no podrá negarse que tiene innegable belleza y viva plasticidad aquello de los «arcos... de cristal sonoro» con que la cascada   —XCIII→   se despeña; y lo otro, de los «días de oro» del fogoso sol de estío reverberando sobre las espigadas mieses.

Y que bien sabe el poeta corregirse en numerosos versos que al pasar del borrador a la copia definitiva para la imprenta, cobran más exactitud, o mayor elegancia con toques sustanciales que tan sólo quien es artista verdadero logra introducir con acierto.

En el segundo fragmento de la misma Alocución a la Poesía, son tantos estos acertados cambios, que vale la pena trascribir aquí paralelamente las dos redacciones de uno de los pasajes, para que el lector los reconozca y compruebe de manera fácil y manifiesta:

Alocución: Borradores:
Descuelga de la encina carcomida De la encina que abrigó a Permeso
tu dulce lira de oro, con que un tiempo bajo el follaje espeso
los prados y las flores, el susurro y cede hoy a los años carcomida,
de la floresta opaca, el apacible descuelga la sagrada lira de oro,
murmurar del arroyo trasparente, con que los atractivos inocentes,
las gracias atractivas la virginal belleza
de Natura inocente, de la Naturaleza,
a los hombres cantaste embelesados a los hombres cantaste embelesados;
y sobre el vasto Atlántico tendiendo y sobre el ancho Atlántico batiendo
las vagorosas alas, a otro cielo, las refulgentes alas, a otros prados
a otro mundo, a otras gentes te encamina, a otros bosques alegres,
do viste aún su primitivo traje a otro mundo, a otras gentes te encaminas,
la tierra, al hombre sometida apenas do viste inculta el primeral ropaje
y las riquezas de los climas todos y aún no bien de los hombres reconoce
América, del Sol joven esposa, la tierra vasallaje;
del antiguo Oceano hija postrera, y la riqueza de los climas todos,
en su seno feraz cría y esmera. desde la yerma antártica marina
hasta la helada Osa,
(Obras Completas,Caracas, en su seno feraz cría y esmera
t. I, pp. 44-45, vv. 45 a 61) América, del Sol joven esposa,
del antiguo Oceano hija postrera.
(vv. 823 a 843)

  —[XCIV]→  

Nótese algo de la labor sagaz y depuradora con que el poeta vigoriza y al mismo tiempo perfila sus versos. Lo que al principio fue «sagrada lira de oro», pasa luego a ser «dulce lira de oro». Se habla bellamente de «el susurro de la floresta opaca», y de «el apacible murmurar del arroyo inocente», rasgos ambos que no aparecían en el borrador; el antes «ancho Atlántico» gana mucho con sólo el cambio de calificativo, al ser llamado más bien el «vasto Atlántico»; y donde al principio la poesía «pasaba batiendo las refulgentes alas», la vemos luego pasar «tendiendo las vagorosas alas»; y si también al principio nos dice el poeta que la tierra americana aun «viste inculta el primeral ropaje», luego suaviza la expresión e indica que «viste aún su primitivo traje».

Ni menor tino lo guía cuando en otros pasajes, después de habernos hecho ver


    ...a Quito excelso que entre canas cumbres
eterno aliento bebe


(Borrad., vv. 885 a 886)                


nos da luego esta otra versión definitiva, de muy superior acierto artístico:


    ...la elevada Quito
harás tu albergue, que entre canas cumbres
sentada, oye bramar las tempestades
bajo sus pies, y etéreas auras bebe...


(Obras Completas, Caracas, t. I, p. 45, Alocuc., vv. 89 a 92)                


En los versos 1300-1302 de los borradores hallamos que dice, refiriéndose al ejemplo del pueblo romano en su acierto para escoger sabios gobernantes:


    No, que fío las riendas del estado
a la mano robusta
encallecida por el grave arado;

mas al revisar esos versos, ciñe más la expresión, y redacta de nuevo, ahora en forma perfecta:

  —XCV→  

    antes fío las riendas del estado
a la mano robusta
que tostó el sol y encalleció el arado


(Obras Completas, Caracas, t. I, p. 68, La Agric., vv. 127 a 129)                


Con evidente desagrado advierte que entre los versos de la parte de exhortación moral de los borradores, se le ha escapado un término demasiado rudo, al escribir contra el ambiente de vicio:


    ¿Y será que esta fétida sentina
los ánimos produzca denodados
que fundan y conservan los estados?;

y al punto se corrige, y ennoblece la expresión de esta manera:


    ¿Y será que se formen de ese modo
los ánimos heroicos denodados
que fundan y sustentan los estados?


(Obras Completas, Caracas, t. I, p. 46, La Agric., vv. 106 a 108)                


Podría alargarse la cita de otros muchos ejemplos, no menos reveladores, de lo que fue aquella labor paciente y refinada con que el poeta iba cincelando sus versos en vigor de expresión, y bruñéndolos sin amaneramientos que les restaran morbidez y frescor. Y a no dudarlo, a tan empeñoso esfuerzo se debió en buena parte el que esos versos hayan servido de principal monumento para inmortalizar su renombre de primer poeta descriptivo de Hispanoamérica.

La garra formidable de crítico tan sagaz como el varias veces citado Menéndez Pelayo, marcó huella indeleble al señalar que quizás un poeta descriptivo tan notable como el malagueño Maury, muy leído y admirado por Bello, pudo haberle sugerido alguna de las bellas expresiones poéticas que embellecen La Agricultura de la zona tórrida. Semejante apreciación -hemos de reconocerlo- se nos hacía siempre muy cuesta arriba a los amantes de la gloria más pura del vate caraqueño; aunque es cierto que brotada de   —XCVI→   la pluma de escritor tan sabio y tan admirador como divulgador de los méritos de Bello, creíamos que no debía mirarse con trivial gesto de desaprobación y rechazo.

Uno de los casos concretos que Menéndez Pelayo señala en su estudio de las «Silvas», es el de aquellos conocidos versos de La Agricultura:


    Bulle carmín viviente en tus nopales
que afrenta fuera al múrice de Tiro;

en los que la frase «múrice de Tiro» parecíale al crítico que recordaba otra frase de un pasaje descriptivo de Maury, que tiene el siguiente verso:


    Ya del sidonio múrice desdoro.

La diferencia entre la frase de Bello y la de Maury está solo en que el malagueño nombra a Sidón, mientras que el venezolano nombra a Tiro, ciudad gemela de la anterior en cuanto a su importante comercio de la púrpura22.

Mas, he aquí que los borradores de puño y letra de Bello vienen a hacer más atinada la opinión del crítico español, ya que en ellos, una de las redacciones iniciales, que se halla en el verso 1196, dice textualmente: «al múrice sidonio».

Empero este corregirse Bello a sí mismo, podría en este caso atribuirse a simple gesto decoroso en orden a esquivar una impretendida imitación (¡no plagio!). Y sin embargo, algo más adelante, encontramos un caso manifiesto de autocensura consciente y radical, que demuestra muy bien cómo era su buen gusto poético, que ya varias veces hemos mencionado. En uno de los fragmentos finales de la Alocución a la Poesía, luego de enumerar aquella larga serie de héroes y de hechos de la gesta emancipadora americana, dice ya para concluir, que es una osadía pretender hablar de todos, pues el asunto es tan rico y variado, que resulta imposible querer abarcarlo todo en los límites de un canto. Y para   —XCVII→   hacer más poética esta explicación, echa mano, con evidente imitación de los poetas clásicos, de aquella larga comparación en la que pinta una abeja que revolotea laboriosa en espléndido jardín, libando el néctar de las mejores flores, y que al fin, fatigada y bien provista, tiene que abandonar otras muchas por serle imposible aprovecharse de todas las restantes. (Cfr. Obras Completas, Caracas, I, vv. 784 y ss.).

Esta comparación, aunque un poco lenta, y trabajada en período, con estricto procedimiento clasicista, no desdice en el conjunto y se lee con agrado; y por eso Bello la deja pasar en la copia que envía a la imprenta; y así se publica.

Pero los borradores nos han conservado otra comparación más, que precedía a esa de la industriosa abeja, pero de contenido mucho menos poético y del todo inapropiado para el caso que se quería ilustrar. Decía así:


    Como en la mesa opípara, que junta
cuanto puede halagar el apetito,
perdida entre lo vario y lo exquisito
de viandas con que el gusto se festeja
se halla la vista y la elección perpleja...


(vv. 733 a 737)                


Quien compare este símil, con el de los versos a que poco antes hemos hecho referencia, notará que el contenido literario de ambos pasajes es de parigual valor, y refleja un mismo cuidado y acierto en lograr el poeta una redacción no sólo impecable sino también elegante. Pero en cambio, el valor del contenido poético, es muy diverso, y no igualmente apropiado; y por eso su fino gusto poético reconoció al punto que dada la ocasión en que iba a emplear ambas comparaciones, era más acertado dejar una sola, pues las dos resultaban demasiado largas; y porque además, y sobre todo, era muy poco ático que tratándose de ilustrar un asunto de índole heroica, se emplease una comparación a viliori, de inspiración gastronómica. De ahí que, sin más contemplación Bello la suprime de un todo, y deja únicamente la que muestra a la abejita revoloteando por el rico jardín.

  —XCVIII→  

Conclusiones

En las páginas que preceden se ha procurado estudiar y poner de relieve todos aquellos aspectos y datos nuevos que se han podido espigar en el denso material inédito de los borradores que ahora se publican23.

El lector sin duda habrá advertido ya, que al menos el conjunto de los datos hasta aquí comentados, reflejan sobre la personalidad literaria y la obra poética de Bello una luz nueva. Y que bajo esa luz el autor y su obra presentan con tornos y relieves de sumo interés y de positivo valor, que hasta ahora sólo se entreveían o en parte se sospechaban.

La obra poética de Bello, suficientemente conocida en lo sustancial aun antes de la publicación de las presentes Obras Completas, presentaba entre otras características la de una notoria limitación tanto en el número total de composiciones, como aun en la originalidad absoluta de las mismas. Pero resultaba admirable que, no obstante esa limitación, los más autorizados críticos tanto españoles como americanos, hubiesen escrito siempre los juicios más favorables, absolutos y en cierto modo definitivos respecto del mérito y del valor de esa obra poética. Baste recordar una vez más los nombres ya varias veces citados de Caro y Menéndez Pelayo, como representantes genuinos de la mejor crítica literaria. Ya en su tiempo estos críticos supieron ver con razonada perspicacia lo que significaba para la literatura americana, y también para la misma española, la poesía que Bello encerró en sus silvas La Agricultura de la zona tórrida y Alocución a la Poesía.

Esos críticos, del mismo modo como luego lo han hecho otros escritores, no escatimaron para el autor de tales silvas los títulos de admirable poeta descriptivo, y de cantor por excelencia de las bellezas del Nuevo Mundo.

  —XCIX→  

Hoy, después de más de siglo y cuarto de publicadas, aquellas dos composiciones de Bello siguen conservando intactas las mismas prerrogativas y excelencias que los críticos del pasado siglo, no menos que los del presente, supieron adjudicarles.

Más aún: sin que desconozcamos los innegables y originales méritos también descriptivos y americanistas de poetas posteriores a Bello, incluidos aun los de años más recientes, es un hecho patente que los méritos de Bello en esa línea de lo descriptivo y lo americanista, resisten imbatibles y sin empañarse, y se conservan insuperados a través del tiempo y del espacio. Todavía está por nacer, que sepamos, el poeta americano cuya obra pueda ser colocada en el supremo peldaño de la gloria poética en que reina sola la de Bello.

Pero bien se nos alcanza que estos últimos párrafos de comentario general y final tocan ideas que todo ilustrado lector tiene bien sabidas de antemano. Mas era forzoso recordarlas ahora brevemente, como presupuesto tras del cual ir asentando en su debido plano las nuevas conclusiones a que nos han traído, como de la mano, los presentes borradores inéditos.

El análisis y estudio que hemos hecho de tantos nuevos e importantísimos fragmentos, así como de las variantes y diversas redacciones de otros ya conocidos, obligan al crítico no sólo a ratificar en todas sus partes aquel sólido y ya tradicional concepto que se tenía de Bello como inigualado poeta descriptivo y americanista en la literatura hispanoamericana de todos los tiempos; sino además nos exige que estampemos, sin reserva ni titubeo, algunas nuevas afirmaciones; y asimismo que reforcemos por razones evidentes ahora encontradas, otras afirmaciones que sólo cautelosa o tímidamente habían ya enunciado, tiempo ha, algunos críticos de fino olfato poético.

Entre las que nos atreveríamos a llamar nuevas y terminantes afirmaciones -con valor de juicio crítico-, que los presentes borradores nos obligan a formular, dos son las más claras e impostergables.

  —C→  

He aquí la primera: Andrés Bello fue un auténtico poeta original, en el sentido más absoluto y específico que quiera darse a este término. No se pretende con esta afirmación implicar que aquella originalidad se encuentre por igual en todos los fragmentos de silvas que ahora se publican por primera vez.

Pero ciertamente resultaría fuera de toda verdad que siguiera de ahora en adelante repitiéndose la poco halagüeña, aunque casi tradicional cantilena, de que dichas silvas, como tales, y en el conjunto de su contenido poético, son mero producto de híbrida imitación, o reflejo al menos, de uno u otros autores antiguos y modernos. No pretendemos negar esas imitaciones, que ciertamente las hay. Pero también empieza a ser cierto, desde ahora -como procuramos ponerlo muy de relieve páginas más atrás, en sus respectivos lugares-, que en esas silvas inéditas hay numerosos e importantes fragmentos de la más original y auténtica poesía descriptiva; y que ésta, en cuanto tal, es producto de la inspiración personal del vate caraqueño.

Más aún: se ha procurado esclarecer, asimismo, el hecho de que en no pocos pasajes, en los que abundan esas pinceladas descriptivas, y esos toques coloristas que tanto han llamado la atención de los mejores críticos de la poesía de Bello, el poeta no ha logrado tales aciertos a base meramente de poner en verso, o de poetizar, temas y referencias captados en las páginas de los geógrafos y naturalistas que como Humboldt describieron las cosas de América, y cuyas obras leyera Bello con tal entusiasmo que vinieran a servirle luego como fuente casi única de su inspiración. Es cierto que nuestro poeta utilizó datos de aquellas obras; y no tiene reparo en declararlo así expresamente en notas que puso al pie de los versos publicados. Pero en los presentes borradores hay muchos e importantes pasajes que nada tienen que ver con libros. Su originalidad poética, y lo característico de sus pormenores descriptivos o coloristas, son pura y admirable expresión de experiencias vividas y observadas directamente por Bello durante los proficuos años de su juventud en   —CI→   Venezuela. Todo ello formó luego el rico acervo de personalísimos recuerdos, de donde manó la sustanciosa savia épico-lírica con que se nutrió buena parte de los versos de estas silvas.

Es, pues, en esos pasajes donde principalmente aparece Bello de cuerpo entero como poeta original; poeta que sabe buscar asunto, animarlo con su propia inspiración, y verterlo en seguida en formas literarias que, si en su corte pueden recordar a los poetas de tal o cual escuela, en su íntima elaboración llevan sin embargo el sello inconfundible y personal de un auténtico poeta original.

Pero, además del poeta original tanto en las fórmulas poéticas como en el fondo mismo de lo que cuenta o describe, en estos borradores se nos ha manifestado un casi desconocido poeta delicadamente lírico, cual no lo conocíamos en ninguna de las mejores composiciones originales anteriores a este volumen. Ya en el pasaje que nos ocurrió titular: Elegía del desterrado, hicimos notar esta manifestación de un lirismo tan auténtico como bien logrado.

Pero también, todo lector advertirá por sí mismo, a la primera lectura de cada uno de los nuevos pasajes inéditos -destacados y comentados en esta introducción-, cómo al valor positivo y original de esas admirables descripciones, de esas pinceladas tan vivas, y de esos matices tan bien logrados en mil interesantes pormenores de la vida del terruño venezolano, se añade otro elemento especial. Se trata de algo que, aun cuando no expresado directamente con palabras, parece envolverlo todo en un como velo sutil y primoroso; se trata precisamente de algo que es el reflejo cálido e inevitable que brota del estado de lirismo que vive el alma del poeta, y que se irradia sobre sus versos, aun cuando el tema y sentido de éstos sean meramente descriptivos u objetivos. Bello vive momentos de incontenible inspiración, bajo aquellos sentimientos íntimos y personalísimos de añoranza de su tierra nativa; y hallándose en tal trance, entra a dar vida y pone a andar sobre el papel sus más personales y más objetivos recuerdos de los años de su pasada aunque reciente   —CII→   juventud en tierras venezolanas. En tal paso, lo objetivo viene filtrado e iluminado al mismo tiempo a través de la delicada luz subjetiva que brota del corazón del expatriado que ve y siente cómo su ausencia -casi de destierro- se prolonga en torturante incertidumbre. Aquí está, creemos, el secreto último de ese palpitar y de ese colorido inconfundible, con sello de perennidad, que encierra cada frase y cada palabra con las que el poeta ha elaborado esos encantadores pasajes antes mencionados.

Réstanos, por último, ratificar en presencia de todos los nuevos pasajes que ahora va a conocer el público por primera vez, un juicio fundamental acerca de la poesía de Bello, que hace años hubimos de exponer con cierta firme decisión, en público debate literario, con ocasión de haber alguien expresado unos conceptos que creímos menos justos, o menos atinados.

En aquella ocasión oímos decir, de variadas maneras, que Bello había sido un poeta clasicista y académico, poeta de libros y de escuela preceptiva, que escribiendo en el encerrado ambiente de su gabinete de estudio, no había tenido presente para nada la realidad de su época, ni había vibrado con las preocupaciones del momento en que vivía; y que como consecuencia de aquel aislamiento académico, su poesía estaba concebida de espaldas a aquella realidad, o al menos con simple prescindencia de ella.

Al oír tales conceptos, proferidos en tono terminante y magistral, que parecía obtener la aquiescencia del auditorio, creímos oportuno preguntar al expositor cuál creía o juzgaba él que era aquella realidad nacional de la época de Bello, y a la cual el Maestro había vuelto las espaldas al escribir su silva La Agricultura de la zona tórrida (que en concreto era el tema en discusión). Y preguntamos, asimismo, cuál creía el crítico que era el tema propio del momento, que debía haber abordado Bello en su labor poética, y cómo debía haberlo tratado, para de una y otra manera no haberse mostrado ajeno a su tiempo y a su deber de poeta.

  —CIII→  

El interrogado expositor, un poco sorprendido ante estas preguntas, prefirió muy gentilmente cedernos la palabra, invitándonos a que diéramos nosotros mismos la respuesta a la pregunta que le formulábamos.

Sin el menor asomo de sonrojo, pues se trataba de tema largamente pensado y expuesto repetidas veces en nuestra clase de Literatura venezolana, hubimos de responder, en síntesis, lo siguiente, que creemos oportuno poner aquí como conclusión de esta parte de nuestro estudio: Bello, en su más notable poesía original, La Agricultura de la zona tórrida, hizo demostración de una actitud de absoluta y responsable presencia como poeta ante su Patria y ante la realidad nacional de su época, puesto que en aquella composición puso de relieve de manera cabal y acertadamente artística, las dos más importantes ideas que debían preocupar a todo patriota, a todo intelectual, y por ende también a todo artista y poeta a tono con el momento histórico que le tocaba vivir.

Veamos cómo. Terminándose la guerra de Independencia, y avecinándose a toda prisa la hora de la reconstrucción de la Patria deshecha y postrada, era de imperiosa necesidad inculcar a la población dos importantísimas lecciones: la del trabajo de la tierra, puesto que tan extensos y ricos campos, única fuente entonces de posible prosperidad, yacían abandonados y estériles a causa de la prolongada guerra; y la idea de la paz definitiva, amenazada por ambiciones intestinas, sin la cual ningún trabajo provechoso podría llevarse adelante.

Esta doble importantísima lección es cabalmente el tema que plantea y desarrolla el vate caraqueño en su famosa silva, escrita entre las paredes de su apartado gabinete de estudio de la lejana Londres. Allí trabajaba el poeta una y otra y muchas veces aquellos originales y sentidos versos, con los que busca atraer la atención y el interés de sus lectores de América, y en concreto de Venezuela, hacia la contemplación de las bellezas y tesoros de su tierra nativa, para de esta manera entusiasmarlos en pro del laboreo de la   —CIV→   gleba fecunda y generosa. Y al mismo tiempo les pinta la belleza de la paz, rechaza el horror de la guerra, pondera los beneficios del trabajo dignificador frente a los peligros degradantes de la viciosa ociosidad, e invita a todos sus hermanos a la honradez de la vida ciudadana y al disfrute de los bienes que aquella tierra y aquel trabajo están prontos a brindar a los moradores de la zona tórrida; zona que no era otra en la redacción primitiva de sus versos, que la propia tierra venezolana.

Estas sencillas ideas, entonces tan importantes y tan de actualidad, son la sustancia que nutre los versos de la admirada silva, tal como ésta se conocía hasta el presente según la copia dada por Bello a la imprenta en 1826. Pero esas mismas ideas tan fundamentales y tan a tono con el momento histórico de entonces, las encontramos ahora con relieves mucho más vivos y atrayentes en los versos nuevos (para nosotros), de estos viejos y olvidados borradores. En ellos se podrá ver más al pormenor, y en tono de mayor familiaridad y realismo, cómo el poeta presenta a la contemplación e interés de sus hermanos de aquella bendita tierra nativa, tantos pasajes de bellísima descripción, y tantas menudas y delicadísimas observaciones, con las que más al vivo, y más íntimamente, busca despertarles el gusto y el cariño por las cosas de la tierra, a fin de que vuelvan todos al trabajo próspero y dignificador, y se alejen de la guerra fatídica que parecía querer de nuevo afilar sus armas a impulsos de ambiciones fratricidas.

Si aun hoy, pasado más de siglo y cuarto de haberse compuesto estos versos, su lectura logra despertar en nuestros modernizados y cosmopolitas temperamentos tan vivas emociones de cariño y amor patrios, no puede dudarse d que allá en los propios tiempos de Bello, todo venezolano hubo de sentir muy en lo íntimo, y recibir con el más racional agrado, aquella oportuna lección poética, que venía saturada de actualidad nacional, y que buscaba orientar a todos por el único verdadero camino hacia la reconstrucción de la Patria.

  —CV→  

No podía ser de otra manera: Bello había atinado como intelectual, y había hecho acto de presencia en el momento preciso, al escribir los mejores versos de toda su vida, puesto que sin eludir responsabilidades, sin evadirse ante la realidad, sin aislarse académicamente en su torre de marfil, había consagrado a tan nobles ideas las horas de más intenso afecto creador, durante sus largos y dolorosos años de residencia en Londres.

PEDRO P. BARNOLA, S. J.

Caracas, 29 de noviembre de 1956.



  —CVI→     —CVII→  
Advertencia editorial24

El presente volumen ofrece al estudioso del Bello poeta un cuantioso repertorio de versos inéditos, agrupados bajo el título de Borradores de Poesía, denominación a nuestro juicio expresiva, porque, en efecto, no alcanzaron estos textos a tener la última redacción de nuestro primer humanista o fueron variantes25 ensayadas antes de lograr la forma que finalmente le satisfizo.

En el tomo I de las Obras Completas dimos ya nuevos poemas de Bello, así como numerosas variantes de redacción de composiciones conocidas desde mucho antes. Ello ha contribuido a conocer mejor la magna gestación de la creación poética del vate caraqueño.

La Comisión decidió reservar para este tomo II las piezas más importantes, que forman dos grandes unidades: A) Los versos, en proceso de elaboración, de lo que hubiera sido el poema América; y B) Las sucesivas elaboraciones de la versión al castellano del Orlando Enamorado.

El poema América, fue anunciado por Bello en la primera entrega del Repertorio Americano, Londres, octubre de 1826, al publicar su silva La Agricultura de la Zona Tórrida, bajo el rubro general de Silvas Americanas:

A estas silvas pertenecen los fragmentos impresos en la Biblioteca Americana bajo el título «América». El autor pensó refundirlas todas en un solo poema; convencido de la imposibilidad, las publicará bajo su forma primitiva, con algunas correcciones y adiciones. En esta primera apenas se hallarán dos o tres versos de aquellos fragmentos.

Se refería Bello, naturalmente, a la silva Alocución a la Poesía, inserta en su primera revista londinense Biblioteca Americana (1823)26.

En esta ocasión se recogen los restos o complementos, queremos creer que completos, de lo que se ha conservado del ambicioso programa poético de Bello. Sería ocioso subrayar las extraordinarias dificultades que ha ofrecido a la Comisión la lectura y transcripción de la enrevesadísima caligrafía de Bello, complicada, además, por innumerables tachaduras, correcciones, adiciones y enmiendas que no simplifican precisamente la tarea de interpretación, animada siempre, durante largos meses -aun años-, por el deseo de ser exactos y precisos en esta que estimamos   —CVIII→   piedra sillar del monumento que las generaciones americanas han dedicado al poeta de la independencia cultural del continente.

Podrá seguir el lector atento la intimidad creadora de Andrés Bello, en el arduo proceso de la expresión poética. En cada caso hallará la indicación del progreso logrado en la elaboración de las poesías.

***

El volumen tiene, pues, dos secciones fundamentales.

En la primera están los versos de las «Silvas Americanas», o del proyecto del nonato poema América.

En la segunda sección se inserta la abundantísima cosecha de los versos escritos para verter al castellano el Orlando Enamorado27.

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La primera sección se ha ordenado en tres partes.

Se empieza con el tema de la tierra, su conocimiento, su preparación cultivo, versos inéditos de Bello.

La segunda parte corresponde, en cuanto al asunto, a la silva La Agricultura de la Zona Tórrida.

Y la tercera, al tema de la silva Alocución a la Poesía, o sea, a la invitación a la emancipación poética del Continente hispanohablante, sobre los hechos leyendarios, históricos y heroicos del nuevo mundo.

En el Estudio Preliminar se hace el análisis debido a esta obra de Bello, cuya difusión pensamos ha de constituir un verdadero acontecimiento en las letras hispanoamericanas.

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Concluye el tomo con un Apéndice, formado con algunos textos relativos a la labor poética de Bello.

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Cada vez que hemos cerrado un tomo de la actual edición venezolana de las Obras Completas del primer humanista de América, hacemos en nuestro fuero interno la consideración y examen de lo que entregamos a la cultura contemporánea. Con estos Borradores de Poesía, creemos no caer en exageración, al expresar el convencimiento de haber dado forma al volumen más importante de cuantos pueden elaborarse para el mejor conocimiento del poeta que había en el ilustre caraqueño.

LA COMISIÓN EDITORA.



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