Saltar al contenido principal

Andrés Bello

Introducción a la obra de Andrés Bello1 

Las musas y el estudio

La gran porción de la tierra que habla castellano en un grupo de naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes, en el viejo y el nuevo mundo, ha proclamado la obra de Andrés Bello (Caracas, 1781-Santiago, 1865), como uno de los aportes fundamentales a la acción definidora y civilizadora en el mundo contemporáneo, desde la época de la Emancipación hispanoamericana hasta nuestros días. Si en vida, el magisterio de Bello, ejercido principalmente desde la República de Chile a partir de 1829 hasta su muerte, fue ampliando progresivamente su influencia más allá de las fronteras chilenas en las sociedades hispanoamericanas y en la misma España, hoy día lo vemos consagrado como el Primer Humanista de América, en la denominación que se me ocurrió darle en uno de mis primeros libros, publicado en Buenos Aires, en 1946. La inmensa tarea que se echó sobre sus hombros en favor de la educación de sus hermanos del Continente cuajó en la conciencia de los pueblos americanos, hasta ser considerado actualmente como modelo y ejemplo para la forja de la cultura propia.

Correspondió la infancia y juventud de Bello a las últimas tres décadas coloniales hasta 1810 y, luego, compartir el período de la Independencia, cuando los países integrantes del extenso dominio americano español, lucharon para lograr la afirmación del ser nacional y se constituyeron en sociedades emancipadas. Lograda la independencia política, los nuevos estados debían crear por su propia cuenta las bases de organización política, social, jurídica, cultural, administrativa y económica, en el ámbito de cada nación y en el orden internacional, con nuevas normas y nuevas gentes que no habían participado hasta el momento en la dirección de los asuntos públicos. Decididos, además, por los principios de ordenación republicana, no tenían otro precedente que el sistema norteamericano, de espíritu distinto al que requerían las comunidades de origen hispánico. Los hombres de 1830 se enfrentaron a una tarea gigantesca, a la que dedicó Bello, con fervoroso ahínco su extraordinaria capacidad. Las necesidades de las nuevas naciones planteaban una pluralidad de problemas que debían acometerse en toda su amplitud y complejidad a fin de dar carácter, fundamento y sentido a lo que acordasen los nuevos estados. De ahí que emprendiera su labor poligráfica en variados campos de acción intelectual y veamos la impresionante gama de materias a que dedicó Bello su obra civilizadora: creador de la administración pública, legislador, periodista, gramático, jurista, literato, internacionalista, crítico, historiador, filósofo, divulgador científico, en una palabra, educador en su más amplio significado, y, específicamente como maestro, llegar a ser el refundador del centro de enseñanza, que fue la Universidad de Chile, sobre la vieja Universidad de San Felipe, en Santiago.

Tamaño propósito, exigido a una sola vida, hubiese excedido las fuerzas de cualquier hombre común, pero Andrés Bello, quien había iniciado sólidamente su preparación en los últimos treinta años del régimen colonial en la ciudad de Caracas y había ampliado el horizonte de sus meditaciones en casi veinte años de residencia en Londres, regresó a suelo americano cerca de los 50 años de edad en condiciones excepcionales para intentar la obra que le ha consagrado como patriarca de la civilización de la América española.

Nos toca ahora presentar al literato (poeta, crítico y lingüista) faceta de difícil separación de la obra conjunta de Andrés Bello. Quien proclamó en el momento más solemne de la existencia, el de la inauguración de la Universidad de Chile el 17 de setiembre de 1843, a los 62 años de edad, en la plenitud de su fuerza intelectual, que todas las verdades se tocan, desde las que formulan el rumbo de los mundos en el piélago de los espacios... hasta las que dirigen y fecundan las artes; quien se preguntaba a continuación, al plantearse los adelantamientos en todas las líneas, ¿A qué se debe este progreso de civilización, esta ansia de mejoras sociales, esta sed de libertad? Si queremos saberlo, comparemos a la Europa y a nuestra afortunada América, con los sombríos imperios del Asia, en que el despotismo hace pesar su cetro de hierro sobre los cuellos encorvados de antemano por la ignorancia, o con las hordas africanas, en que el hombre, apenas superior a los brutos, es, como ellos, un artículo de tráfico para sus propios hermanos. ¿Quién prendió en la Europa esclavizada las primeras centellas de libertad civil? ¿no fueron las letras? ¿no fue la herencia intelectual de Grecia y Roma, reclamada, después de una larga época de oscuridad, por el espíritu humano?.

Es claro, pues, que las letras son a juicio de Bello, el centro, eje y fuerza motriz de lo que denominamos cultura, en su significado integral y totalizador.

A la aprehensión y ejercicio de la creación literaria -como porción del concepto «letras»- entregó, con entusiasmo, alegría y perseverancia, la poderosa atención de su talento. Las bellas letras, la obra literaria, fue una continua devoción en Bello, aunque consciente de que no era más que dedicación parcial. Ya en Caracas, en la oportunidad de aspirar al cargo de Oficial II de la Capitanía General, en 1802, a sus 21 años de edad, consta el testimonio relativo al joven Bello, por parte del Secretario de la Presidencia de la Capitanía, don Pedro González Ortega: ...se ha dedicado por su particular aplicación al de la bella literatura con tan ventajoso éxito que la opinión pública y de los inteligentes le recomiendan como sujeto que tiene las cualidades necesarias para ser útil al real servicio en esta carrera, aun en cualquier otra que se le destinara.

En su primera mocedad el culto a la creación literaria había prendido en el alma del caraqueño en forma tal que con sus escritos había adquirido firme prestigio en la sociedad de la Caracas colonial, tan distinguida con notables escritores.

Será siempre muy parco Andrés Bello para hablar de sí mismo. Pocas referencias autobiográficas hallamos en su extensa obra escrita, pero en la correspondencia es posible encontrar algunas indicaciones, acerca de lo que significó en su vida el cultivo de la literatura. De los varios testimonios, escojo algunos que nos señalan su vocación por la prosa y el verso.

Por ejemplo, en 1824, a los 43 años de edad, cuando había empezado a dar en la Biblioteca Americana, poesías y artículos de crítica, le escribe a Pedro Gual: ...he cultivado desde mi niñez las humanidades: puedo decir que poseo las matemáticas puras.... Usted no ignora mis antiguos hábitos de estudio y laboriosidad, y los que me han conocido en Europa, saben que los conservo y que se han vuelto en mí, naturaleza. He pasado una vida laboriosa, pero en medio de mis afanes he tenido buenos amigos aun entre la clase más distinguida de este país; he disfrutado los placeres de la vida doméstica, aunque interrumpidos a veces por las pensiones de la humanidad; y he hurtado a mis ocupaciones no pocos ratos para dedicarlos a las musas y al estudio. Confesión paladina de cómo perseveraba en la vocación por la literatura.

Años de aprendizaje

Los veintinueve primeros años de Andrés Bello en Caracas (1781-1810), corresponden al tiempo de educación escolar hasta el grado de Bachiller en artes, recibido en 1800 en la Universidad. Es la etapa de su formación literaria, con abundantes lecturas; el trato con los hombres de letras más sobresalientes de su época; el estudio de las fuentes de la cultura clásica y coetánea; y la elaboración de sus primeras obras en verso y en prosa. Al mismo período debemos situar sus primeras experiencias en el desempeño de un notable puesto público en la Capitanía General de Venezuela, en varias instituciones y en cargos significativos como el de la redacción del primer periódico venezolano, la Gazeta de Caracas, con la que se iniciaba el uso de la imprenta en el país, lo que suscitó algunas iniciativas, como la nonata revista El Lucero y el inconcluso Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros en Venezuela para el año de 1810, para cuyas páginas preparó el Resumen de la historia de Venezuela, que es la prosa más extensa y valiosa que tenemos de Bello en los años caraqueños. Del mismo modo inició sus investigaciones sobre el idioma castellano y fue adentrándose en el conocimiento de temas filosóficos. Estudió inglés y francés. Todavía más; ejerció el magisterio en clases particulares (tuvo a Simón Bolívar de alumno en lecciones privadas) y se empapó de la visión del trópico en viajes y correrías por distintas partes de Venezuela, imágenes que no habrá de olvidar nunca en los días posteriores de su dilatada vida hasta los ochenta y cuatro años de edad.

Descolló en los estudios de latinista en cuya formación tuvo importante papel fray Cristóbal de Quesada, mercedario, de la Comunidad del Convento de la Merced, en Caracas, situado frente a la residencia de Bello. El padre Quesada, según los recuerdos y evocaciones de nuestro humanista, ejerció enorme influencia en los estudios juveniles de Bello y como bibliotecario del convento habrá sido consejero tempranero en la orientación de sus lecturas. Es fama que Bello era lector voraz de los clásicos castellanos (Calderón, Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Figueroa, etc.), tanto como de los autores más notables en la lengua del Lacio.

De esta nota esquemática de los años del Bello juvenil se desprende que recibió una preparación amplia y sólida, que le dio ánimo y seguridad para empezar a ensayar su pluma en sus propias producciones. Son los años de ejercicios literarios, años de aprendizaje para arropar su inspiración en el dominio del lenguaje y en el arte de la expresión poética.

Sin duda alguna, se ha perdido -acaso para siempre- una buena porción de composiciones en verso y no será fácil, además, reconstruir todas las prosas que escribió en dicho período. De algunas no tenemos noticia; de otras, que no poseemos, se sabe que existieron.

Se han conservado poemas -que el propio Bello apellidaba «baratijas»- en forma de sonetos, romancillo, romance, égloga, odas, octava y una composición representable. Son las huellas o hitos de un largo adiestramiento, durante el cual se atuvo al magisterio de los grandes autores de la latinidad, Horacio y Virgilio, a través del estilo y expresión de los clásicos castellanos de los Siglos de Oro.

Desde su primera juventud, da el ejemplo Bello de lo que será siempre su consejo constante: estudio y corrección.

Años más tarde, en 1827, al comentar en Londres las poesías de José María de Heredia (1803-1839) critica ciertos giros de lenguaje en los poemas del vate cubano, a quien considera excelente, pero que cae en expresiones que son verdaderos barbarismos en el idioma de las musas. Para evitarlos, escribe, recomendamos al señor Heredia el estudio (demasiado desatendido entre nosotros) de los clásicos castellanos y de los grandes modelos de la antigüedad. Los unos castigarán su dicción y le harán desdeñarse del oropel de voces desusadas; los otros acrisolarán su gusto, y le enseñarán a conservar, aun entre los arrebatos del estro, la templanza de imaginación, que no pierde jamás de vista a la naturaleza y jamás la exagera, ni la violenta.

Descubre en Heredia toda la abundancia y la valentía de un admirable ingenio, que, con un poco más de estudio y corrección, competiría con los mejores poetas de nuestros días, de cualquier lengua y nación que sean.

Tan persistente es tal convicción en el ánimo de Bello, que la repite en 1843, en el Discurso de instalación de la Universidad de Chile, al comentar las obras de la constelación de jóvenes ingenios que cultivan con ardor la poesía: Lo diré con ingenuidad: hay incorrección en sus versos; hay cosas que una razón castigada y severa condena. Pero la corrección es la obra del estudio y de los años.

Con estas normas como metas y objetivos, transcurren los años de aprendizaje poético de Andrés Bello en sus días de Caracas, durante los cuales templa su pluma y afina su inspiración, como preparándose para la creación de los grandes poemas que habrá de elaborar desde Londres en la segunda etapa de su existencia.

Si la poesía es la punta de lanza que un escritor esgrime para poner en el mundo su mensaje, en la prosa es donde el estilo se acrisola y nos da acaso con mayor seguridad la medida de la capacidad expresiva de un literato.

Del período caraqueño de aprendizaje, disponemos sólo de una prosa, relativamente breve, datada en 1809-1810, en vísperas de su partida para Londres, que a nuestro juicio es suficientemente indicativa del grado de desarrollo que había logrado Bello en su época de formación. Se trata del Resumen de la historia de Venezuela, publicado como parte central del que se considera el primer libro impreso en Venezuela: el Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros en Venezuela para el año de 1810, salido del taller caraqueño de Mateo Gallagher y Jaime Lamb, en los mismos días en que Bello partía para Londres, como Secretario de la misión diplomática de Bolívar y López Méndez, enviada a la capital inglesa por la Junta de Caracas, formada el 19 de abril de 1810.

De las investigaciones de Bello sobre el idioma castellano durante el período caraqueño, o sea hasta 1810, se nos ha conservado la importante monografía Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana, que no publicará sino en 1841, después de tenerla sepultada por más de treinta años, según sus propias palabras. Es un trabajo original, singularísimo, inteligente y profundo, que nos indica haber pasado largas horas de meditación en textos de literatura castellana para reducir a sistema el rico uso de formas y significados del verbo. Tradujo y adaptó al castellano la obra del Abate Condillac, Arte de escribir con propiedad, que fue publicado sin su anuencia en 1824 en Caracas. Se ha perdido acaso definitivamente, así como desconocemos la monografía que escribió Bello para un concurso sobre el uso de tres conjunciones, que, porque y pues.

Todo ello significa que durante sus días juveniles -época de aprendizaje y formación- había dedicado particular atención al estudio de la lengua castellana, campo en el que más adelante habrá de descollar como maestro indiscutible.

El poeta; el prosista -con estilo propio-; y el lingüista se ha manifestado con escritos personales en este fecundo período caraqueño, que va a interrumpirse al incorporarse a la misión que parte para Londres en junio de 1810. Las bases firmes de la obra futura están indicadas en su tiempo de Caracas, cuando por propia exigencia logró forjarse un medio propicio, su condición de humanista. Persisten los temas, juicios y reflexiones en sus creaciones posteriores, en Londres y en Chile, pero lo más importante es que su pensamiento y su consideración de los hechos culturales tienen ya claros precedentes en los escritos y en la conducta de esos años de aprendizaje y maduración. Siempre elevado y riguroso en las manifestaciones de su inteligencia; con delicado buen gusto, acaso heredado de su abuelo materno; con sentido de la naturaleza aprendido en las observaciones de la tierra que le vio nacer; todo ello impregnó su espíritu de un modo de ser que no abandonará jamás. Su sensibilidad de poeta ya está definida en Caracas. Su prosa está ya lograda. Los estudios posteriores podrán darle mayor erudición y más amplitud de criterio, pero el fondo legítimo de toda su acción esta en la adscripción a las fuentes de cultura rural -las del temple del carácter- que aprendió en Venezuela. La poderosa inteligencia de Bello está en pleno desarrollo cuando los acontecimientos políticos le han de llevar al Viejo Mundo, donde ciertamente dispondrá de otra perspectiva y de otros medios.

El 10 de junio de 1810 la corbeta inglesa General Wellington partía de La Guaira hacía el viejo mundo llevando a bordo al futuro Libertador, de casi 27 años, y a un joven humanista, de cerca de 29, quien iba a encontrar en Londres el centro de perfeccionamiento de su sabiduría.

La perspectiva desde Londres

El azar dispuso que sólo por una lamentable circunstancia, se haya conservado la que parece ser la primera carta que Andrés Bello escribió a su madre, doña Antonia López, desde Londres, al año y cuatro meses de su alejamiento de Venezuela. El bergantín inglés La Rosa fue apresado a la vista del Cabo Codera el 3 de enero de 1812, por el corsario particular de Puerto Rico, San Narciso (a) el Valiente Rovira, el cual entregó su presa a las autoridades españolas, quienes remitieron todos los documentos al Ministerio de la Marina del gobierno peninsular. Constituye el primer testimonio personal de la vida de Bello en Inglaterra, pues el resto de la correspondencia que indudablemente habrá escrito, en particular a Juan Germán Roscio, se ha perdido, acaso para siempre.

Es de imaginarse el asombro de Bello en su primer año de permanencia en Londres: una gran metrópoli; grandes instituciones; un medio social que no podía haber adivinado desde Caracas; el trato con personalidades del mundo político aun en la condición de Secretario de la misión presidida por Bolívar, en entrevistas cuya fe redactó en las actas que conocemos; el encuentro con Miranda, el compatriota universal, en cuya biblioteca desplegó Bello todo su afán de nuevos conocimientos; todo ello habrá formado el conjunto de las impresiones primeras en una comunidad de tan diferentes caracteres. Los sentimientos y las memorias llevan su pensamiento hacia los suyos y alimentan la ilusión de la pronta reincorporación al hogar, donde los suyos debían pasar las incomodidades de tiempos tormentosos.

Bello decidió trasladarse a Chile, país que le ofrecía seguridad para él y su familia. El destino señalaba el último rumbo al humanista de Caracas, al término de 19 años de estancia en Londres, en continua superación de los años de aprendizaje juveniles. Su prestigio se había consolidado con la obra llevada a cabo en sus días en Inglaterra, debido principalmente a sus escritos, en verso y en prosa, y a sus estudios ininterrumpidos sobre historia literaria, en los tesoros de manuscritos existentes en el Museo Británico, que le crearon justa fama de singular erudito en los hechos del lenguaje, desde sus primeras manifestaciones, y en el análisis de la forma y expresión de la poesía primitiva en la Edad Media de nuestra civilización. El respeto y consideración alcanzados en los medios de emigrados políticos peninsulares y americanos no se explicaría de otro modo. Que Blanco White, Bartolomé José Gallardo, Vicente Salvá, Antonio Puigblanch, entre otros españoles; y Antonio José de Irisarri, Vicente Rocafuerte, Fernández Madrid, José Joaquín de Olmedo, y tantos más entre sus compatriotas americanos, le distinguiesen con notable deferencia y admiración, no puede deberse a otra causa que a sus escritos, aparte la base de la solidaridad humana que fue rasgo visible en este período de exilio londinense.

Seguramente se ha perdido una buena parte de lo que produjo Bello durante los primeros años de subsistencia en Londres, antes de que apareciesen las revistas que auspició la Sociedad de Americanos, constituida en 1823, integrada por Bello, García del Río, Luis López Méndez, Agustín Gutiérrez Moreno y Pedro Creutzer. Podemos juzgar de la laboriosidad infatigable de Bello, antes de esa fecha, a través de los cuadernos de notas tomadas sin duda en el British Museum, a lo largo de horas de concentración en lecturas e investigaciones que le proporcionaron una preparación excepcional para escribir los sesudos estudios sobre el origen de la rima asonante, o la versificación en lengua latina y griega, o el origen de las composiciones métricas y los problemas del ritmo, o las razones sobre la épica medieval, que le permitieron sentar cátedra frente a los mayores especialistas europeos en la materia. Asiduo concurrente a la gran biblioteca del Museo Británico, vería ensanchar el horizonte de conocimientos presentidos en Caracas, y fortalecer sus ideas para codearse con bibliógrafos y filólogos como Bartolomé José Gallardo, el más sabio conocedor en su tiempo de la literatura antigua española. Esta sólida formación de Bello dará un formidable apoyo a todo cuanto escriba luego sobre el idioma castellano.

Es su principio fundamental: estudio y corrección.

Su principal obra de creación fueron sus poemas, en los cuales aplicó una exigente labor de poda y perfeccionamiento. Basta examinar los Borradores de Poesía, incorporados en el volumen II de la edición de las Obras Completas (Caracas, 1962) para percatarse de la continua tarea de lima y enmienda hasta lograr la expresión deseada. Así las dos silvas -sus poemas mayores de este período-, constituyen el logro de sus mejores obras, fruto de una real inspiración, con la más delicada ambición poética. Pugnan en sus versos la fuerza de la añoranza, el amor a la suerte de sus compatriotas y el encandilamiento hacia aquella naturaleza majestuosa del ecuador, tan digna de ser contemplada, estudiada y cantada, como afirma el propio Bello en el Juicio sobre las poesías de José María Heredia, en 1827. La inspiración del poeta ha cobrado universalidad, en proceso paralelo al de la ampliación de su visión de la cultura, en la evolución armónica de su madurez espiritual. Las ideas, enraizadas en sus meditaciones de Caracas, han ido alcanzando mayor amplitud, en la hermosa preparación de su saber, para brindarlo luego a manos llenas, después de su regreso al suelo americano.

Invierte también tiempo de goce al traducir al castellano poesías de otras lenguas: Delille, Boyardo; clásicos latinos: Horacio, Tibulo, etc., signo de sus lecturas, de las cuales dará amplia muestra en la copiosa cosecha de notas críticas, con que llena la sección bibliográfica de las dos grandes revistas de Londres: La Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826-1827). Trabajos de interpretación de obras de interés hacia América, que es la principal finalidad de sus comentarios.

De sus investigaciones lingüísticas da también amplia muestra en sus colaboraciones en las citadas revistas. Son profundos esclarecimientos de temas de historia de la literatura y del lenguaje, que anuncian quién habría podido ser el pionero de la erudición filológica en la lengua castellana, si el retorno a América no hubiese señalado otro rumbo a su actividad literaria. Los nuevos estados, salidos de la lucha por la Independencia, requerían otro servicio al que Bello se plegó en sustitución de sus indagaciones filológicas. Así quedó relegado algún trabajo magistral, como el de la reconstrucción del Poema del Cid, que vio la luz póstumamente. Era más urgente e imperioso en América, definir, orientar y consolidar las nuevas sociedades emancipadas.

Los años difíciles de la emigración en Londres fueron superados por la devoción al afán de saber, con que evitó Bello la desesperanza ante una terrible situación personal y las sombrías amenazas del futuro incierto, especialmente en los primeros tiempos de haber llegado a Londres. Poco a poco fue imponiéndose su valer y logró una estable medianía, con ocupaciones que le proporcionaron algunos cargos en los que pudo adquirir valiosas experiencias en la administración pública y particularmente en el campo de las relaciones internacionales, primero en la Legación de Chile y luego en la de la Gran Colombia, de la que llegó a ser Encargado de Negocios, por breve tiempo.

La etapa londinense, de 19 años de residencia, significó para Bello la universalización de sus ideas; la comprensión razonada del hecho americano; una nueva visión de la obra civilizadora; una mayor capacidad y preparación para entregar su magisterio al continente, desde las tierras australes americanas. Su obra literaria ha adquirido perfección. Está en condiciones, cerca del medio siglo de edad, para ejercer con mano firme el magisterio que América esperaba. Hasta este momento, en 1829, no había publicado libro alguno, pero lleva en el alma un formidable acopio de saberes que ofrecerá desde Chile a las sociedades de las nuevas Repúblicas Americanas.

Tal será la misión de Andrés Bello.

La docencia literaria

Acaso la sentencia de Bello, que mejor interpreta a mi sentir el trasfondo de su obra literaria esté en esta expresión de su artículo Estudios sobre Virgilio (1826), en la que dice:

El hábito de pensar, unido a la necesidad de hacer uso de lo que se piensa, conducen a perfeccionar el arte de dar fuerza a la palabra.

En verso y en prosa, Bello cuidó todo lo que nos ha dejado escrito sobre esta norma fundamental: la de la fuerza de la palabra, para lograr la comunicación de sus temas poéticos o del discurrir en prosa. Añádesele a ello la tácita majestad y la noble simplicidad, que comenta en la nota crítica a don Nicasio Álvarez de Cienfuegos, y tendremos el sesgo definido del modo de escribir de Bello. Todo ello con la claridadprenda la más esencial del lenguaje, y, por una fatalidad del castellano, la más descuidada en todas las épocas de su literatura, conforman los principios a que se atuvo nuestro humanista -en prosa y en verso- desde los mismos comienzos de su obra literaria. Censura el que con excesiva frecuencia se haya abandonado la sencilla, expresiva naturalidad de la antigua poesía castellana, para hacerse demasiado artificial; y de puro elegante y remontada, perdió mucha parte de la antigua facilidad y soltura, y acertó pocas veces a trasladar con vigor y pureza las emociones del alma. De ahí que subraye con alegría en los Romances históricos del Duque de Rivas, aquella naturalidad amable, que parecía ya imposible de restaurar a la poesía seria castellana, o en las Leyendas españolas de José Joaquín de Mora, donde fluye casi siempre, como de una vena copiosa, una bella poesía, que se desliza mansa y transparente, sin estruendo, y sin tropiezo, sin aquellos, de puro artificiosos, cortes del metro, que anuncian pretensión y esfuerzo; y al mismo tiempo, sin aquella perpetua simetría de ritmo que empalaga por su monotonía; todo es gracia, facilidad y ligereza.

Bello castiga su dicción, en prosa y en verso, para lograr sencillamente la exacta comunicación de sus ideas o la interpretación de su concepción poética. En el verso, dotado del excepcional oído de la cadencia y del ritmo, tan elogiado en Bello por don Tomás Navarro Tomás, logra cincelar sus poemas con majestad, claridad y naturalidad. Aunque ya hemos citado el parecer de Bello en cuanto a que las musas exigen del poeta más dedicación a tiempo completo, también afirma que ellas no se dejan desalojar tan fácilmente del corazón que una vez cautivaron, y que la naturaleza formó para sentir y expresar sus gracias.

Así cultivó Bello la creación poética hasta el fin de sus días.

Ya en la trascendente circunstancia de inaugurar la Universidad de Chile, en 1843, había sintetizado Bello, en pocas palabras, cuál era su credo literario, después de haber invocado la sentencia de Goethe: Es preciso que el arte sea la regla de la imaginación y la transforme en poesía.

Y añadía: ¡El arte! Al oír esta palabra, aunque tomada de los labios mismos de Goethe, habrá algunos que me coloquen entre los partidarios de las reglas convencionales, que usurparon mucho tiempo ese nombre. Protesto solemnemente contra semejante aserción; y no creo que mis antecedentes la justifiquen. Yo no encuentro el arte en los preceptos estériles de la escuela, en las inexorables unidades, en la muralla de bronce entre los diferentes estilos y géneros, en las cadenas con que se ha querido aprisionar el poeta a nombre de Aristóteles y Horacio, y atribuyéndoles a veces lo que jamás pensaron. Pero creo que hay un arte fundamental en las relaciones impalpables, etéreas, de la belleza ideal; relaciones delicadas, pero accesibles a la mirada de lince del genio competentemente preparado; creo que hay un arte que guía a la imaginación en sus más fogosos transportes; creo que sin este arte la fantasía, en vez de encarnar en sus obras el tipo de lo bello, aborta esfinges, creaciones enigmáticas y monstruosas. Esta es mi fe literaria. Libertad en todo; pero yo no veo libertad, sino embriaguez licenciosa, en las orgías de la imaginación.

Tales son los conceptos básicos con que Bello elabora sus propias creaciones. Con los mismos piensa y escribe sus notas de crítica a una extensa gama de obras ajenas, en ejecución de su labor magisterial para la formación del gusto de sus contemporáneos, y, al mismo tiempo, como consejo admonitor para las nuevas generaciones de hombres de letras. Su autoridad le confirió en Chile un elevado puesto de maestro, en el cual tuvo que sufrir algunos embates, como el que le enrostró Domingo Faustino Sarmiento, en acto de fogosa arremetida, del que más tarde se arrepintió noblemente. No es otra la causa de la famosa y mal traída polémica entre dos personalidades eminentes, pero en lógica discrepancia de interpretación literaria en determinado momento. No pasó de ahí.

Pero además, no debemos olvidar que Bello requería a todo escritor, el método de corrección y estudio, al que nos hemos referido anteriormente. En el estudio del idioma ponía el mayor énfasis: El estado lastimoso de corrupción en que va cayendo entre nosotros la lengua nativa, no podrá remediarse sino por la lectura de las buenas obras castellanas. Multiplíquense cuanto se quiera las clases de gramática: ellas darán a lo sumo, un lenguaje gramaticalmente correcto; y en conciencia debemos decir que no han producido ni aun ese resultado hasta el día. ¿Pero darán la posesión del idioma? ¿podrán suministrarnos el acopio necesario de palabras y frases expresivas, pintorescas, de que tanto abunda? Para adquirir este conocimiento la lectura frecuente de los buenos escritores es indispensable. Y recomienda con ahínco que se utilice la colección de la Biblioteca de Autores Españoles, que su amigo Rivadeneyra, antiguo impresor en Valparaíso, había emprendido en España con el afán de dar a conocer a todos los pueblos castellanos en ediciones esmeradas, los clásicos españoles de que se carecía hasta el momento.

Pensamiento, reflexión y lenguaje, trípode en que asienta Bello la educación de la persona humana. En el lenguaje asevera: no abogaré jamás por un purismo exagerado que condena todo lo nuevo... la multitud de ideas nuevas, que pasan diariamente del comercio literario a la circulación general, exige voces nuevas que las representen. Lo mismo repetirá cuatro años más tarde en el «Prólogo» a su Gramática: ...no es un purismo supersticioso lo que me atrevo a recomendarles. El adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual, y las revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas; y la introducción de vocablos flamantes, tomados de las lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos, cuando no es manifiestamente innecesaria, o cuando no descubre la afectación y mal gusto de los que piensan engalanar así lo que escriben.

Estilo, escuelas y lenguaje, son los principales aspectos de su obra literaria en prosa y en verso, de lo que he querido dar algunas señales. De los profundos estudios acerca de los primitivos monumentos de la literatura y sus formas de expresión en prosa y en verso, podemos deducir la excepcional preparación que obtuvo Bello, principalmente en los años de residencia en Londres.

La obra literaria en la acción poligráfica de Bello

La empresa ciclópea que Bello se echó sobre sus hombros al regresar a América, responde a un profundo convencimiento doctrinal, acerca de lo que debían acometer las nuevas Repúblicas para orientar los destinos de cada nación. Lo estampa en el primer artículo que publica, apenas llegado a Santiago, en El Mercurio Chileno, n.º 16, de 15 de julio de 1829. Comenta la edición de las Poesías, de José Fernández Madrid, Londres, 1828. Diríase que se está trazando su plan de acción para el resto de su vida. Desde luego, su criterio ha de responder a las conclusiones elaboradas durante su estancia en Inglaterra, al reflexionar sobre el futuro de las naciones que habían alcanzado su emancipación.

     A mi juicio, constituye la más profunda meditación sobre el rumbo que debían tomar las sociedades americanas para edificar la propia cultura. Escribe Bello:

En los pueblos que gozan de una civilización antigua la razón pública se ha formado por la lenta acción de los siglos, y sufriendo grandes intervalos, en los cuales los extravíos y los errores han ocupado el lugar de la sensatez y de la verdadera cultura. La perfección presente supone la asidua labor de la experiencia, y ésta no se forma sino con escarmientos y retractaciones.

Nosotros tenemos la fortuna de hallar tan adelantada la obra de la perfección intelectual, que todo está hecho para nuestros goces y para nuestros progresos. Las convulsiones políticas externas nos han sido igualmente favorables.

Este mismo pensamiento de 1829, lo reitera en otros términos en 1841, en las columnas de El Araucano, al comentar el proyecto de Código Civil. Dice:

Nos hallamos incorporados en una grande asociación de pueblos, de cuya civilización es un destello la nuestra. La independencia que hemos adquirido nos ha puesto en contacto inmediato con las naciones más adelantadas y cultas; naciones ricas de conocimientos, de que podemos participar con sólo quererlo. Todos los pueblos que han figurado antes que nosotros en la escena del mundo han trabajado para nosotros.

Es natural que, provisto de tales convicciones, Bello se sintiese en el deber de dar a sus actividades la necesaria amplitud de temas, de que era capaz, a fin de abarcar los múltiples campos de acción educadora para los cuales se sentía preparado. Aparte de su tarea diaria en la administración pública del Gobierno chileno, acometió seguidamente su obra de publicista, con la edición de los Principios de Derecho de Gentes (1832); inició clases de Derecho Romano en su domicilio particular; aceptó la redacción de El Araucano, del que fue asiduo y ejemplar colaborador desde 1830 con sus propios escritos; desde sus columnas divulga artículos de crítica y de filosofía; inserta algunas poesías; estudios de crítica histórica; comentarios a proyectos legislativos, aun antes de ser elevado a la condición de senador de la República; es decir, lleva a cabo una labor poligráfica, desde los días iniciales en Chile, de la que sólo escapan los análisis de filosofía, que publicará más tarde, y sus investigaciones de literatura medieval que deja de lado, ante las urgencias de los asuntos de orientación educativa social.

Todo ello forma un conjunto unitario que es difícil separar, por cuanto que constituye un plan de trabajos ensamblados por una finalidad común. Y a este programa será fiel Bello durante los 36 años de actividad en Chile, hasta su muerte en 1865. Lógicamente el trabajo de un hombre de genio, metódico, sin pausa, todos los días, durante tan largo período, había de dar un fruto extraordinario, como así fue. Pronto trascendió la obra de Bello las fronteras de Chile y su magisterio se extendió por todo el continente de habla castellana y portuguesa. La obra literaria está integrada a su labor conjunta: como internacionalista, como autor del Código Civil, como gramático, como educador. Sus poesías corrieron en sucesivas ediciones por todos los pueblos hispánicos.

Su labor de crítico tuvo un campo más restricto: Chile, donde ejerció evidente influencia en la educación del gusto y en la orientación de los estudios y lecturas. También en la vida del teatro en Chile, a la que prestó particular atención.

La estatura intelectual de Andrés Bello

Bello sintió desde su mocedad la revelación de la belleza literaria y se dejó seducir muy tempranamente por el ensayo de sus propias composiciones en verso, tanto como por la tentación de refundir en expresiones personales lo que aprendía deliciosamente de los clásicos latinos, poetizándolos en el lenguaje estudiado y admirado en los grandes escritores de los siglos de oro de las letras castellanas. A los veinte años había logrado prestigio cierto entre sus contemporáneos, en la Caracas de los años de traspaso del siglo XVIII al XIX. La personalidad prometedora del joven Bello mereció aprecio y consideración de la gente más culta de su tiempo. Aquellos notables varones que integrarán la generación de la independencia reconocieron las dotes de Bello y le brindaron amistad y trato de alta deferencia.

La continuidad de su obra literaria, las iniciativas de empresas como la revista El Lucero o el Calendario Manual, y el feliz acierto en los cargos de responsabilidad que le tocó desempeñar en los años postrimeros de la Colonia en Venezuela van acrecentándole el respeto y estimación de sus coetáneos hasta el momento del gran cambio político que se inicia el 19 de abril de 1810, al formarse la Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII, expresión de autonomía que conduciría, naturalmente, a la Declaración de Independencia el 5 de julio de 1811.

Los hombres del 19 de abril veían, sin duda, a Bello como una esperanza para la comunidad nacional: joven cultor de las letras, estudioso del lenguaje, buen latinista, conocedor del francés y del inglés, experimentado en tareas de administración pública, circunspecto, serio, de carácter esquivo por introvertido, pero entusiasta por todo lo que se relacionaba con la cultura y las acciones públicas en la ciudad de Caracas. Cuando Bolívar y López Méndez son designados para la misión diplomática ante el gobierno de la Gran Bretaña es lógico que pensaran en la cooperación de Bello, y así la solicitaron de Juan Germán Roscio, a la sazón Secretario de Relaciones Exteriores de la junta de Caracas. La partida hacia Londres, con la subsiguiente permanencia por diez y nueve años en la capital inglesa, será un hecho trascendental en la vida de Andrés Bello. Para la evolución de su pensamiento, el período de estudio en Londres y las reflexiones hacia América desde tan importante atalaya del mundo liberal son definitorios del destino de Bello.

La obra literaria que nos brinda desde Inglaterra nos presenta ya rasgos distintos de lo que había producido en Caracas. Por una parte, la madurez que dan los años y el desarrollo poderoso de sus meditaciones; y, por otra, la maestría en el estro personal, tanto como la considerable ampliación de horizonte en sus inspiraciones. La vía de perfeccionamiento del primer descubrimiento de la belleza literaria en sus días de Caracas, es visible en el lenguaje, que logra expresión peculiarísima, tanto como en la fuerza de los temas de toda su poesía y de su prosa, con lo cual logra cincelar sus versos con rigor y fluidez, y anima sus juicios y sus investigaciones con nuevos objetivos críticos.

El estudio y la corrección han impulsado un progreso evidente a las inquietudes juveniles. Se perfila el futuro maestro del continente en todo cuanto escribe desde la capital inglesa. El distinto panorama de sus lecturas, el trato con personas de otras latitudes y el mayor fondo de cultura que Londres le proporciona, dan otro sentido y diferente calidad a su obra literaria. Las primeras producciones de Bello, en Caracas, son escarceos de valor personal, casi íntimo, como ejercicios de principiante enamorado de la poesía, en tanto que la obra en su tiempo de Inglaterra cobra mayor alcance, mayor perfección y más ambición literaria. Es ya un gran poeta, que habla para un continente. Del mismo modo, aparece en sus prosas, al lado del placer de la investigación, el propósito educador hacia sus compatriotas americanos, con plena maestría y autoridad. Tal es el sentido entrañable de todo cuanto publica en la Biblioteca Americana y en El Repertorio Americano. Ha adquirido ya su tarea literaria la dimensión última, que no abandonará jamás en los años posteriores: la educación de sus hermanos de América.

Desde su arribo a Chile, todo lo que escribe contiene este carácter esencial de su obra literaria, pero le añade otro rasgo: el tener conciencia del valor de acción social de las letras, como medio formador de los pueblos americanos, constituidos en Repúblicas independientes. La primera revelación literaria de sus días caraqueños, que fue su goce personal en los días mozos, convertida en mensaje a sus compatriotas en su etapa londinense, será ahora, principalmente, el medio e instrumento más adecuado para la formación del gusto en la comunidad chilena y la base para la educación de las personas y el fortalecimiento de la moral. Sin que desaparezca el placer de la creación literaria en el alma de Bello, predomina, con pleno convencimiento, el propósito de participar en la consolidación y mejoramiento de las nuevas sociedades.

Armado Andrés Bello de una profunda fe en la civilización, mediante la educación de los pueblos, mantiene constantemente en todos sus escritos, en Chile, estos mismos principios sobre la dedicación e incremento del estudio y cultivo de las ciencias y las letras, persuadido de que los frutos que han de lograrse conducen a lo que llama adelantamientos en todas las líneas, en las que comprende sin duda los más importantes a la dicha del género humano, los adelantamientos en el orden moral y político. Se opone Bello, decididamente, a la opinión de quienes sostienen que podría ser peligroso bajo un punto de vista moral, o bajo un punto de vista político el desarrollo de las ciencias y las letras.

Con la tarea paciente, sistemática, con admirable distribución de su tiempo, todos los días, Bello entregará hasta el fin de sus días, la obra de enseñanza que le ha dado la estatura extraordinaria de educador de repúblicas, al dar forma y contenido a una pluralidad de materias que hoy nos asombra por su diversidad y por su profundidad, hasta configurar la personalidad del mayor humanista-polígrafo en la historia del Continente americano. Cree en el porvenir de la civilización en esta parte de la tierra, como aporte valioso al concierto de las naciones cultas.

He aquí su profecía, de 1836:

La América desempeñará en el mundo el papel distinguido a que le llaman la grande extensión de su territorio, las preciosas y variadas producciones de su suelo, y tantos elemetos de prosperidad que encierra.

Es la misma pasión y es idéntico concepto de lo que había estampado en 1810, en el Resumen de la Historia de Venezuela, reducido a un menor ámbito geográfico:

La Provincia de Venezuela debe elevarse al rango que la naturaleza le destina en la América.

A ello contribuyó con su obra literaria, que no es más que una parte de su acción de educador.

1. Texto extraído de Pedro Grases, «Temas de Andrés Bello», en Escritos selectos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1989, pp. 119-183.

Subir