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Ángel González

Diálogo sobre la generación del 50*

[...]

Manuel Lombardero. Yo debo aclarar que, aunque esté aquí, en esta mesa, acompañando a poetas y críticos, no soy ni lo uno ni lo otro: ni escribo poesía ni la critico, aunque la lea con devoción y traten sobre ella, o sobre sus autores, la mayor parte de los libros que en los últimos años compro, leo y colecciono. Estoy aquí -por deferencia que mucho agradezco a los organizadores de estos actos- en calidad de amigo del poeta Ángel González. Casi podría añadir que en calidad de viejo amigo, pues nuestro conocimiento data ya de hace sesenta años, lo que me coloca en situación de ser tanto un viejo amigo como un amigo viejo.

Conociendo el recato pudoroso con el que Ángel habla cuando, muy de tarde en tarde, habla de su vida, no voy a cometer yo la incorrección de ponerme a relatar pueriles anécdotas vividas en la infancia o la adolescencia -tampoco las trágicas, que de todo hubo-, por lo que, ya que me he declarado ferviente lector de poesía, hablaré de la suya desde el punto de vista del lector que se enfrenta con sus versos. No puedo soslayar el hecho de que mi punto de vista sea un tanto parcial, pero estará refrendado por el punto de vista de cientos de personas a las que, mediante el simple y efectivo sistema de regalar libros de mi amigo, he introducido en la lectura de poesía. Además, ese punto de vista podría llegar a considerarse trascendente si, distorsionando un poco la intención con la que fueron pronunciadas, tenemos en cuenta las palabras del propio González cuando dijo -en conversación con Emilio Alarcos, registrada en el libro que el ilustre profesor ha publicado recientemente- que el poema, sin lector, no existe. «El poema -concretó- necesita al lector, para ser, para terminarse, para hacerse del todo». Y no es que yo quiera apropiarme de una porción de paternidad sobre sus poemas, ni sobre los de Garcilaso, Bécquer o Gil de Biedma, sino poner de relieve que en poesía, lo mismo que en la novela o en el teatro, el lector -espectador, en teatro- es el destinatario principal, casi podríamos decir único, del texto escrito. Que además de destinatario sea también juez ya no está tan claro, aunque en buena parte así pueda admitirse.

La poesía de Ángel González interesa al lector

Pero no insistiré en ese tipo de consideraciones, que no sé si son muy acertadas; hablaré sólo de mi propia experiencia como lector de la poesía de Ángel, y la de aquellos a los que yo inicié en esa lectura, que son muchos, repito. La primera conclusión -y esto vale tanto para lectores avezados como neófitos- es que la poesía de González se entiende. El lector sabe de qué le habla el poeta. Son tantos los poetas crípticos, puros o deshumanizados que han gozado de fama en la segunda mitad de este siglo y que han alejado de la poesía a la mayor parte de sus potenciales lectores que encontrarse con textos que, de una manera sorprendentemente sencilla -utilizando siempre la palabra exacta que nosotros no sabríamos encontrar-, se identifiquen con nuestras propias sensaciones produce cierta relación de complicidad, de gratificante sintonía entre el Poeta -mejor sería decir entre el poema- y el lector.

Homenaje a Ángel González. Oviedo, 7 de noviembre de 1997.No se agota ahí, en la eficaz manera de expresar sus ideas, el interés, el encanto que, para el lector que no es poeta ni crítico, tiene la poesía de Ángel. Otro lugar de encuentro, y no menos importante, es que aquello sobre lo que escribe de manera tan eficaz y brillante interesa al lector. Porque una cosa es que comprendamos de qué se habla y otra distinta que nos importe el tema de la conversación. Y ¿de qué tratan los poemas de Ángel González? De todo, tendríamos que contestar. Pero inmediatamente nos veríamos obligados a concretar: de todo lo que apasiona al ser humano, y de una manera mucho más honda de lo que nosotros, los simples lectores, podríamos siquiera intuir. Tratan de amor, claro está; de soledad -aliviada por la presencia de cucarachas-; del tiempo -el que pasa, no el que nos moja-; de libertad -tanto tiempo esperada-; de nostalgias, de anhelos, de amistad. Y de muerte.

Después de haber citado la muerte, deberíamos haber puesto punto final. Pero como la poesía de Ángel González está impregnada de ironía, como la mayoría de sus poemas incitan al amor y a la esperanza, como un espíritu burlón parece anidar en muchos de sus textos, alegrémonos de tenerlo entre nosotros y esperemos que aún durante un tiempo (ojalá sea mucho) nos siga dando nuevos poemas y nos permita acompañarle a tomar un whisky.

J. Cruz. Y ahora, después de escuchar a algunas personas de las que han intervenido, quisiera preguntarle a Ángel cómo se siente.

Á. González. Pues me siento muy emocionado, porque he escuchado palabras muy bellas. Y tú, que eres un moderador inmoderado, deberías encarrilar esta mesa por donde debe ir, la poesía y la generación del 50, y dejarme ya de emociones, porque soy una persona mayor y tengo el corazón un poco flojo.

J. Cruz. Bueno, pues vamos a seguir. Rosa Regás, por favor.

Rosa Regás. Yo tampoco he venido aquí como poeta, desgraciadamente no lo soy; y desgraciadamente, también, o por suerte -eso ya no lo sé-, no soy crítica, por lo tanto me va a ser muy difícil hablar de poesía, como pedía hace un minuto Ángel González. Estoy aquí, más bien, para dar testimonio de esta generación de la que todo el mundo está empeñado en decir que es un grupo y que tienen pocas cosas en común, en cuanto a la literatura se refiere. Y sobre esto me gustaría destacar algo que a mí me hace mucha gracia: solamente se unen en grupos los poetas -también los arquitectos-, nunca los narradores; los narradores siempre caminan solos, y tienen que pasar muchos años para que venga un crítico y los agrupe. Los poetas se agrupan, y a lo mejor no tienen nada en común, incluso puede ser que en su ideología o en su manera de entender la poesía haya cuestiones contradictorias; pero han leído a los mismos poetas y han discutido y han fundado una pequeña editorial o una revista y se han reunido sistemáticamente todas las semanas para hablar de literatura, debatiendo una y otra vez. Esos son los que, sin quererlo, reciben el nombre de grupo o generación; como muestra tenemos a la generación del 50, y no sólo a ellos, también están los novísimos o los que vinieron después. Esto, como digo, no ocurre con los narradores, cuestión que me parece muy curiosa.

Pero ya he dicho que no he venido aquí para hablar de poesía, sino a dar testimonio. Yo conocí a la generación presente en los años sesenta, cuando trabajé con Carlos Barral. Desde el año 1964 hasta el año 1970 asistí a sus conversaciones, a sus discusiones, a sus peleas, a sus debates, a su amistad, a sus ausencias, a sus copas. Aprendí de ellos muchas cosas, a leer poesía, por ejemplo, y a volcarme en ella; puedo decir que conmigo se dio el fenómeno de la conversión, así, aunque no entienda mucho de poesía, la disfruto y la bebo. Desde entonces procuro estar al día de todas las novedades, y puede ser que no me atreva a dar un juicio crítico, pero sé qué clase de poesía es la que me emociona y la que guardo en la mesita de noche para leer una y otra vez. Como digo, de esta generación aprendí a reconocer la poesía, también aprendí el sarcasmo y la ironía: aprendí a amar y aprendí a odiar; por eso yo los viví como una mezcla de amantes y de padres, que ante todo admiraba. Tal vez por eso empecé a escribir. Lo hice un poco tarde, cuando ya una buena parte de estos padres míos habían desaparecido, así que ni siquiera tuve que matar al padre, como alguien ha dicho aquí. Soy, entonces, a pesar de mi edad, una escritora joven que está empezando su carrera. Pero hay algo que estos padres me dejaron en herencia, algo que sí era común entre ellos: todos, en algún momento, eran capaces de reírse a carcajadas de su propia sombra. Lo he aprendido e intento practicarlo, sobre todo cuando las cosas van mal o cuando me hieren el amor propio, y siempre que lo hago me acuerdo de ellos, de los que se han ido y de los que están aquí, los que hoy recogen este homenaje a Ángel González. Para terminar quiero mostrar todo mi agradecimiento y todo mi amor a los poetas de esta generación que me regaló los años más felices de mi vida.

Gracias.

J. Cruz. Le corresponde cerrar el ciclo de intervenciones a Carme Riera, que además es la gran cronista de la generación.

Carme Riera. Gracias, Juan.

Mi relación con Ángel González es de admiración, por mi parte, naturalmente. Desde que cayó en mis manos su libro, Sin esperanza, con convencimiento, a mediados de los sesenta, me convertí en una asidua lectora suya. Estoy aquí, pues, como lectora de Ángel, y esa es mi única carta de presentación; pero no crean ustedes que me parece poca cosa, al contrario, en un mundo repleto de poetas, los lectores de poesía somos minoría, de manera que, con ser lectora de Ángel y de otros poetas escogidos, me conformo.

Carlos Barral me había hablado muy a menudo de Ángel González. Jaime Gil y Juan García Hortelano también, cuando yo trabajaba sobre el grupo de poetas catalanes de los 50. Barral me contó en diversas ocasiones, añadiéndole siempre alguna variante, su encuentro con Ángel, cuando llegó de incógnito a su casa de la calle San Elías de Barcelona, un martes -la tertulia de Carlos se celebraba los martes, en homenaje a Mallarmé, tan literaturizado como estaba no podía ser de otro modo-, un martes, como digo, de 1956. Aquel martes estaban, en casa de los Barral, Juan Goytisolo y Mme. Salomon, es decir, Monique Lange, que estaba de paso, camino de París, recién llegada -contaba Carlos- de Andalucía, de un viaje de cuadrillera en la corte de algún torero; además de los asiduos, Jaime Gil, José Agustín Goytisolo, Gabriel Ferrater y José María Castellet. Monique Lange traía noticias frescas del exterior, del exilio parisiense, y se refirió por extenso al necesario compromiso de los intelectuales. La tertulia, como otras tantas veces, tomó un matiz político. Mientras todos hablaban, y hasta algunos pontificaban, Ángel permanecía callado, bebiendo coñac -insistía Carlos-, en un rincón, pero observándolo todo atentamente. Cuando se marchó, algún contertulio rezagado me insinuó -seguía Carlos- que aquel señor, pese a que decía venir de parte de Aleixandre, podía ser un agente secreto, un espía, aunque fuera poeta: «Fue una noche larga, no nos atrevíamos a despertar a Vicente, que era la única persona que podía aclarar si Ángel González era de fiar». Carlos Barral se demora en la anécdota -a la que también se ha referido esta mañana José Agustín- en unas páginas de Años de penitencia1, donde modifica detalles y escribe que la sospecha de que Ángel era un agente secreto procedía de Yvonne, que coincidía con Jaime Gil y Castellet. Fue a media mañana del día siguiente cuando el teléfono de la oficina de Seix Barral, de la casa oscura, empezó a sonar con el timbre del temor. A esas alarmas se unieron, según Barral, las de José Agustín y el pintor Todó. Luego Aleixandre lo aclaró todo: Ángel era un poeta excelente y una persona de toda confianza.

También en Años de penitencia cuenta Carlos que confundió a Juan García Hortelano con un guardia civil, como ha recordado Luis García Montero hace un rato: Barral estaba obsesionado -¿y quién no, por entonces?- con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Recuerdo, al respecto, una anécdota que me van a permitir que les cuente, porque la protagonizan precisamente Barral y Hortelano, y sé que a los dos les hubiera gustado mucho estar aquí, ahora, en Oviedo, con su amigo Ángel González.

Poco antes de morir, en el que yo creo que fue su último viaje a Barcelona, Juan García Hortelano escuchó de labios de Barral, que hacía de presentador de la que sería una de las últimas conferencias del novelista, lo que tantas veces había contado por escrito y de viva voz, que, cuando le concedieron a Hortelano el premio Formentor por Tormenta de verano, llegó éste a Palma con un traje oscuro, una corbata triste, un bigote espeso, y Carlos tuvo la sensación, al verle bajar del avión, de que le habían concedido el premio a un guardia civil. Juan García Hortelano escuchó a Barral tan tranquilo, sin inmutarse en absoluto, y hasta corroboró sus palabras: «Tienes razón, Carlos -le dijo-, yo siempre he tenido muy mala facha, una pinta infame. En cambio tú, Carlitos, cuando te vi en el aeropuerto de Palma ni siquiera me pareciste un editor, tenías una camisa abierta, unas cadenas de oro, estabas moreno... A mí, en realidad, me pareciste un legionario». El público compensó a Juan García Hortelano con un aplauso largo, y Barral se sintió pillado en falta y sonrió con sus ojos de niño travieso. Juan García Hortelano, que era un narrador como la copa de un pino, contaba muchas anécdotas divertidas de la vida compartida con sus amigos catalanes. Entre ellos, la anécdota era casi un género literario; las anécdotas que se contaban, a menudo disparatadas y divertidas, suelen concentrar el interés en los aspectos lingüísticos, en la gracia de las expresiones, en la manera con la que el lenguaje permeabiliza la realidad hasta darle una nueva dimensión. Por otra parte, los hechos que las anécdotas nos transmiten pueden ser triviales o no tener gracia, sin embargo, el modo en el que son relatados se la otorga, individualizándolos, convirtiéndolos en originales.

En fin, esto es todo, por el momento.

J. Cruz. Volveremos sobre ello. Ahora le toca el turno a Ángel González.

Ángel González (1997).Ángel González. Exactamente, tal como cuenta Carme Riera ocurrió la primera vez que vi a Carlos Barral; luego, como un año después, ya hice amistad con él. En cuanto al intenso y anormal silencio que yo había guardado, hay un hecho que lo explica perfectamente: la presencia de Monique Lange hizo que toda la conversación se desarrollara en francés, lengua que leo y conozco, pero no hablo. Nunca me solté a hablar en francés, de manera que si mi primera visita a aquellos nuevos y futuros amigos de Barcelona ya me intimidaba un poco, el hecho de que no pudiera expresarme con soltura en francés me hizo guardar silencio toda la noche. Naturalmente, tenía todo el aspecto de un espía y el bigote de un falangista, como siempre me decía Pepe Esteban; pero lo del bigote de falangista ya se lo dejé claro a Pepe en una lectura en la que coincidimos los dos y en la que pude corregir públicamente esa apreciación, no muy agradable para mí: en aquella época llevaba bigote porque quería parecerme a Clark Gable. Es la verdad. Aquel día estaba Susana en el público, y a su lado había una señora de edad madura que no hacía nada más que darle con el codo y decirle: «Pues no lo consiguió, no lo consiguió». Esa es la verdad de mi bigote y la verdad de aquella historia.

Existen las generaciones y existe una generación del 50

Y la verdad de esta mesa y de estos encuentros -porque eso es lo que yo he querido que fuera esta reunión de amigos, y así lo he hecho constar siempre- es que debemos ahondar y ampliar lo que se ha dicho en la mesa anterior. Pero antes quiero deciros que me ha emocionado mucho todo lo que he oído aquí sobre mí. Me ha emocionado de verdad, y soy una persona que disimula bien sus emociones, me gusta poner un escudo entre ellas y yo, y hoy estuve a punto de no conseguirlo. En fin, estamos aquí poetas de distintas edades, y creo que esto debe ser un homenaje a la poesía escrita, por lo menos desde que yo empecé a escribir hasta el presente. Hay muchas generaciones implicadas y muchos poetas muy distintos, así que quiero hacer, en esta oportunidad que se me da para hablar, algunas puntualizaciones a lo que se dijo en la mesa anterior.

Sobre el difícil tema de las generaciones, por ejemplo, yo pienso que existen, que hay corrientes de aire, a veces muy violentas, que todos respiramos en un momento determinado, cuando empezamos a contemplar el mundo con mentalidad de adultos, y que eso crea una serie de cosas comunes. Lo que ocurre con mucha frecuencia es que hay gente que niega las generaciones porque las consideran como productoras de seres clónicos, como si todos los miembros de una generación fuesen la oveja Dolly. Y, naturalmente, no es así. Creo que se puede hablar de una generación del 98, en la que caben escritores tan diferentes como Baroja y Valle-Inclán, y personalidades tan distintas como Unamuno y Juan Ramón Jiménez, que es de la generación en su vertiente modernista; y pienso que se puede hablar de una generación del 50, en la que se pueden distinguir también bastantes grupos, y, dentro de cada grupo, tener en cuenta que hay también voces y personalidades muy distintas, aunque tenemos muchas cosas en común, incluso entre poetas tan distintos como Francisco Brines o Claudio Rodríguez, en los que hay una aproximación a un tipo de lenguaje y una evaluación ética de la experiencia. Hay muchas cosas que compartimos, dentro de la diferencia que existe en cada una de las voces que integran esta generación. Y para demostrar que las generaciones no producen seres clónicos, me gustaría contradecir, punto por punto, a mi compañero de generación José Agustín Goytisolo, eso demostraría que somos de la misma generación y que no estamos de acuerdo en nada; pero me he dejado arrastrar por las emociones y he perdido el hilo de lo que se dijo en la mesa anterior, así que mejor es que me calle y el público pregunte lo que quiera.

J. Cruz. Sí, a mí también me gustaría mucho que ustedes intervinieran, y que atendieran a algo que dijo Caballero Bonald y que Rosa Regás corroboró: la necesidad de considerar este ejercicio de amistad con Ángel también como un reflejo del interés que tendríamos todos, no sólo de rendir homenaje -cosa que se da por supuesta-, sino de aprovechar la experiencia de esa generación poética, tan importante para nosotros, para traer al día de hoy el ejemplo de gente que vio cómo iba pasando la vida, cómo se alargaba o se acortaba el tiempo o cómo se perdían ilusiones, esperanzas, incluso libertad. Una generación que lo narró después: fueron los grandes narradores de estos últimos cuarenta años de vida española. Así que me gustaría que ustedes intervinieran, junto con las personas que están en la mesa, para hacer de esto un debate vivo.

Público. Yo quisiera preguntar a Carme Riera si ella considera que, salvando la distancia del idioma, se podría encuadrar dentro de esta generación a Josep Maria Llompart.

Carme Riera. Caballero Bonald, que lo conoció, podrá matizar, pero ahora mismo estoy recordando un poema suyo que es una glosa de un poema de Vicente Aleixandre, que, por otra vía, también se encuentra en un poema de Ángel González. Es decir, nexos podría haberlos, pero quizá las referencias y las lecturas son distintas. En fin, es una pregunta muy difícil que nunca me había hecho. Quizá Pepe pueda decirle más.

José Manuel Caballero Bonald. Conocí bastante a Llompart. Me parecía un poeta muy estimable y una persona realmente ejemplar. Yo creo que, en cada edad, en cada tiempo, flotan palabras, temas, intenciones poéticas que son las mismas para todos, lo que pasa es que cada uno las canaliza de una forma distinta. A mí me parece que Llompart está dentro del espíritu verbal de la generación del 50. Pasa lo mismo que con los componentes de la generación del 98. Como ya se dijo, a pesar de las diferencias que hay entre un Baroja y un Valle-Inclán, entre un Unamuno y un Azorín, hay una expresión literaria parecida, unas palabras que se repiten indistintamente en unos y otros. Eso ocurrió también en el 27 y en el 50; y ocurrió, a lo mejor, también con los novísimos, quienes cometieron una injusticia histórica con nosotros al tildarnos de despreocupados por el lenguaje, cosa absolutamente falsa. Y tengo que decir que yo, cuando vi que existían novísimos, ya empecé a considerarme póstumo.

José María Laso. En primer lugar debo decir que me congratula mucho que mi buen amigo Ángel González venga a coincidir con el planteamiento que yo hice, en el coloquio anterior, en cuanto a que hay rasgos comunes generacionales, y no meramente de grupo de amigos, en la que se ha denominado generación del 50.

Y, ya que Carme Riera mencionó a Castellet, quisiera referirme a la insistencia de algunos críticos que contribuyeron también, con sus antologías y estudios, a configurar esos rasgos comunes, verdaderos nexos de la generación; no en el sentido de la teoría de Ortega, pero sí por lo menos en el sentido cotidiano, con una utilidad taxonómica para agrupar que es muy útil didácticamente.

J. M. Caballero Bonald. Entonces ¿por qué causa cree usted que después de la generación del 50 no se ha producido, en la evolución histórica lineal de la literatura, otro grupo que se estudie o se enfoque críticamente como una generación? Porque no existe. Nosotros somos la última generación posible.

J. M. Laso. Lo que acabas de decir equivale a la tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia2, de la cual discrepo frontalmente. Pero, como me has lanzado un desafío, te diré que yo creo que es el cambio de las condiciones históricas, que repercute en todos los ámbitos y que se ha producido después de vuestra generación. A mí me parece que las generaciones, en el plano literario o estético -otra cosa son las vanguardias-, nacen en torno a un acontecimiento histórico que, hasta cierto punto, constituye su referencia de identificación. El del 98 es obvio, en función del desastre colonial y todo lo que supuso para España el regeneracionismo; y en el caso de la generación del 50, me parece que lo que determina es haber sido niño de la guerra. Yo también lo he sido. No obstante, estoy seguro de que, en el futuro, se van a producir acontecimientos que crearán una nueva generación, en dos o tres décadas, porque los ritmos históricos son ahora muy rápidos. Igual será la generación del 2020 o la del 2010.

J. Cruz. ¿Qué opina García Montero?

L. García Montero. ¿Sobre qué?

J. Cruz. Sobre lo que se acaba de decir.

L. García Montero. Hombre, yo creo que la poesía española está en muy buen momento, que hay poetas estupendos y que tienen una variedad de matices muy clara; aunque es verdad que existen siempre sacerdotes de la catástrofe que lo único que hacen es decir que todo está muy mal, que se escribe fatal, que lo único que se plantea son polémicas, envidias, etc., etc. El momento, como digo, es bueno, y cuando tengamos cierta perspectiva es cuando podremos decir si hay o no generación. Pero, ante todo, es muy importante tener en cuenta que, de una manera muy fértil, se han juntado distintas generaciones; es decir, los clásicos nuevos son los poetas del 50, que además están muy en activo, y coinciden con otros poetas de otras generaciones que también están escribiendo magnífica poesía. Esto es lo que me parece importante y lo que me gusta resaltar, porque que se haga buena poesía en España no es noticia, tengamos en cuenta que la tradición hispánica es la más importante del mundo; son noticia otras cosas, como que la poesía tenga una repercusión en el mercado, lo que es una novedad en la literatura española. Hay algo en lo que siempre insisto y es que, en los últimos años, al margen de generaciones, de polémicas, de que alguien escriba un artículo poniendo a parir a alguien, de que se hable de mafia y tonterías, hay ocho, nueve, diez libros estupendos. Esto es lo importante, si hablamos de literatura.

Dolores Lucio. Yo quería preguntar a Carme Riera qué opina sobre lo que Alarcos dijo en algún escrito sobre Ángel. Alarcos hablaba de que el tono justo de Ángel al escribir tenía mucho que ver con su condición de asturiano. Te hago esta pregunta porque tú también hablaste de su tono.

Somos distintos después de haber leído un buen poema

C. Riera. El tono injusto es el del micro que no me ha dejado escuchar muy bien, pero, bueno, sí he comprendido lo esencial. Yo no sé si el tono de Ángel es asturiano -tendríamos que hacer, quizá, una encuesta-, o si el tono de Clarín era el tono justo porque era asturiano. La verdad es que nunca me lo he planteado así, pero sí debo decir que una de las cosas que más llega de la poesía de Ángel es cuando, en ese tono confidente, de conversación informal y cotidiana que parece que no dice nada, te suelta una verdad enorme, de esas que te sirven para vivir. Ese es uno de los valores de su poesía, porque emplear grandes palabras para decir grandes verdades es muy usual, y Ángel lo que hace es quitar los coturnos a la poesía, como lo hicieron sus compañeros de generación. En Ángel esto nace de un esfuerzo que a mí me parece muy meritorio; hacer que la poesía hable en ese tono informal y cotidiano es una búsqueda, y parte, también, de un proceso poético que consiste en dar con la palabra exacta, lo que es aún más meritorio. Eso es para mí la poesía: la palabra exacta y, por supuesto, la palabra más sugerente, la que te abre el mundo, la que lo cambia. Yo pienso que la poesía cambia el mundo, porque cambia los mundos personales: somos distintos después de haber leído un buen poema.

J. Cruz. ¿Quieres añadir algo, José?

J. M. Caballero Bonald. Sí. Quería comentar que a los que ya somos viejos y rondamos el «arrabal de senectud» nos enseñan muchos jóvenes, y a mí me gusta decir y repetir que yo he aprendido mucho de algunos muy jóvenes. Ángel González me enseñó algo fundamental que se nota mucho en la poesía que hago ahora: desalojar de la poesía la solemnidad innecesaria, lo grandilocuente, y usar una especie de coloquialismo, incluso de ironía acumulada, para dar a entender que un poema -como dice muy bien Carme Riera- cambia el mundo. El mundo se cambia a través de ese ejercicio casi de humildad expresiva que es la poesía de Ángel González.

J. Cruz. Hay una cosa que a mí me gustaría apuntar, el sentido del humor de Ángel González. Por eso no me resisto a pedirle que recite aquí, en su tierra, uno de los poemas que más gracia me ha hecho en la vida, y que fue el que puso bueno a Vicent.

Á. González. Pero antes quiero decir que, estableciendo mi desacuerdo puntual con José Agustín Goytisolo para demostrar que en las mismas generaciones existen criterios muy variados, yo sí leía mis poemas a algunos compañeros de generación como, por ejemplo, Jaime Gil, que me ayudó mucho a entender el fenómeno y el oficio de la escritura. Como él los leía a sus amigos, y a la vez que los leía daba una lección de su magisterio tremendo, porque decía: «Aquí faltan tres versos, y sigue así...». Y luego salían tres versos.

Y quiero decir, también contradiciendo a José Agustín -que viene hacia aquí-, que, aunque diga que no nos influimos, él me influyó mucho a mí, y que en su libro Salmos al viento yo aprendí el uso magistral que hace de la ironía y del sarcasmo. De manera que yo sí aprendí de mis compañeros, me influyeron, él me influyó mucho con ese libro, y no sólo a mí, sino a toda nuestra supuesta generación, que aprendió ese uso magistral que él hace de la ironía sarcástica y de la ironía con trasfondo crítico.

J. Cruz. Ahora puedes leer el poema. Página 2573.

Á. González. Sí, es uno de mis chistes preferidos. Se titula «Final conocido».

Final conocido

Después de haber comido entrambos doce nécoras,
alguien dijo a Pilatos:

-¿Y qué hacemos ahora?

Él vaciló un instante y respondía
(educado, distante, indiferente):
-Chico, tú haz lo que quieras.

Yo me lavo las manos.

J. Cruz. Hay una pregunta de Antonio Masip.

Antonio Masip. A todos nosotros nos ha sido necesaria la poesía de Ángel González. Ahora, aquí, en su ciudad, a sus amigos, a sus lectores, lo que se nos hace imprescindible es su testimonio memorialista. Hoy he leído que hay un compromiso de Ángel con sus memorias de infancia y juventud -lo he venido escuchando estos dos últimos años-, esos años siniestros y duros de esta ciudad, y a mí me gustaría que, lo mismo que hizo ya en su día Pepe Caballero, Ángel González se comprometiera de verdad a que esas memorias, necesarias para todos nosotros, se escriban, y se escriban muy pronto.

L. García Montero. Y ¿quién las edita...?

J. Cruz. Yo conozco al editor con el que se comprometió.

L. García Montero. ¿Manolo Lombardero o Juan Cruz?

J. Cruz. En coedición.

Á. González. Ese libro, si lo escribo -que espero escribirlo, y tengo ya ganas de hacerlo-, se lo tengo que dar a Juan Cruz porque fue quien me empujó y quien me comprometió. Y lo acabaré escribiendo, pero por las presiones tremendas a las que él me somete. Además, si no lo hago, lo va a acabar escribiendo él.

J. Cruz. Ese es un compromiso que yo le arranqué a Ángel porque uno de los libros que más me han gustado a mí en la vida fue Tiempo de guerras perdidas, de Caballero Bonald; y por las experiencias que tengo de escuchar a gente como Barral, como José Agustín o Castellet, a García Hortelano, a Benet... Toda esa gente fue creando una memoria -algunos la escribieron, otros la dejaron dicha, como Hortelano, por ejemplo- que, creo, es fundamental para entendernos también a nosotros mismos. Además de la escritura poética de Ángel, que, con una imagen, puede rescatar todo un tiempo. Yo creo que va a ser un gozo enorme, y me alegro de que Masip me ayude a presionarle.

J. M. Caballero Bonald. Yo creo, además, que los dos primeros libros de memorias de Carlos Barral, Años de penitencia y Los años sin excusa4, son dos puntos de referencia esenciales para conocer lo que fue la Barcelona de la posguerra o de la guerra. Y otro libro esencial, apenas reconocido en lo que vale, es Otoño en Madrid hacia 19505, de Juan Benet, aunque no son unas memorias, sino semblanzas de personajes, donde él está imbricado en el mundo de aquella época, de los años cuarenta y cincuenta. Y, por supuesto, Coto vedado6, de Juan Goytisolo. Yo creo que la gente de mi edad ha escrito ya suficientes páginas de memoria como para que Ángel González también lo haga.

J. Cruz. José Luis García Martín.

José Luis García Martín. Quiero referirme a una afirmación que me parece de las más sorprendentes que haya oído nunca -y se oyen muchas-, que la generación del 50 es la última generación que existe. Me parece algo muy pintoresco. Hay otras generaciones posteriores, están ahí, hay manuales. Podría extenderme mucho más, pero, como voy a intervenir mañana, lo dejaré para entonces.

Víctor García de la Concha. Si me deja Juan Cruz, quería decir que para las memorias de Ángel González hay un libro, del que no me canso de decir que es de los mejores libros de memorias que se han publicado en España en los últimos años, titulado, Para parar las aguas del olvido7, de Paco Ignacio Taibo I, en el que se narran los años de la adolescencia del grupo prepoético, pero intensamente literario, de Ángel González, Manolo Lombardero, Paco Ignacio Taibo I, etc.

J. Cruz. Bueno, las memorias de Ángel se titularán, 1936.

Á. González. Eso dice él.

J. Cruz. En fin, yo creo que no podemos acabar antes de escuchar a José Agustín Goytisolo reavivar la agria polémica con Ángel González.

José Agustín Goytisolo. Yo lo que decía es que entre nosotros nos llamábamos grupo. ¿Cómo iba a pensar yo que era de una generación? Eso te lo dicen después... eso lo dice él ahora porque lo dice todo el mundo... pero yo no era... Yo era un degenerado, pero no pertenecía a ninguna generación. Ni él. Lo que pasa es que, visto desde ahora, tiene razón él porque nos llaman generación, pero cómo nos íbamos a llamar eso nosotros. Y me hubiera peleado con cualquiera que nos lo llamara.

J. Cruz. Rosa, ¿qué opinas tú? ¿Eran una generación?

R. Regás. Es que como yo los vi siempre juntos... Para mí eran todo.

Á. González. Quieres decir éramos, porque tú eras parte de ese grupo, muy activa y muy importante. Estuviste tardíamente, pero viviste toda la existencia de esa generación o grupo desde dentro. No puedes ponerte ahora como espectadora, eras protagonista.

R. Regás. No; tanto como protagonista, no.

Á. González. Sí, sí, sí. Eras una de las protagonistas.

J. M. Caballero Bonald. Lo harías en secreto, pero seguro que ya entonces escribías.

R. Regás. No, que va.

Á. González. Quiero seguir contradiciendo a José Agustín.

J. Agustín Goytisolo. Sigue.

Á. González. El puente entre Madrid y Barcelona no era yo, desgraciadamente, era el propio Carlos Barral, que fue de los primeros clientes del puente aéreo y traía un aire nuevo a aquel poblachón manchego que era Madrid entonces. Y tú ibas siempre en esos viajes.

J. Agustín Goytisolo. Sí. Pero el enlace con la gente de Madrid fue a través de ti.

J. Cruz. Carmen, literariamente hablando, ¿cómo era esa relación entre Madrid y Barcelona en aquel tiempo? ¿Cómo se veía en Barcelona lo que se hacía en Madrid, y viceversa? ¿Hay alguna connotación que hiciera especial esa relación entonces?

C. Riera. Eso te lo puede contar mejor Rosa, porque yo vivía en Mallorca.

J. Cruz. Lo digo por tu trabajo sobre el grupo de los 50.

C. Riera. Hay muchas cosas dignas de destacar. Por ejemplo, antes se mencionó a Castellet, que fue fundamental para aglutinar a ese grupo que surge en Barcelona y para que en Madrid les hicieran caso; esto lo contaba muy bien Carlos, lo recoge José Agustín y Jaime lo corrobora. En principio es un grupo de poetas catalanes que escriben en lengua castellana y que están un poco marginados por las revistas importantes de Madrid, entonces es cuando organizan esa presentación generacional que tiene lugar en el cincuenta y nueve, sesenta, para darse a conocer.

Homenaje a Ángel González. Oviedo, 7 de noviembre de 1997. J. Agustín Goytisolo. No sé quién se refirió a nosotros, en el Ateneo de Madrid -creo que Garciasol- como «estos tres poetas industriales», porque hablábamos de huelga de tranvías, de putas, etc., cuando lo que se llevaba en aquella época era la encina, la berza y el chopo. Todavía lo leí el otro día, alguien lo había recogido. No sé si habías sido tú, Pepe.

J. M. Caballero Bonald. Sí, fui yo. Entonces vivía fuera de España, en Colombia, y no asistí a esa especie de relaciones prematrimoniales entre los poetas de Barcelona y Madrid, de modo que no puedo testificar nada que aporte algo nuevo.

R. Regás. Yo recuerdo que una de las personas importantes en aquel momento para toda esta generación era Gabriel Celaya. Siempre que íbamos a Madrid estaba allí Celaya esperando con su mujer.

En poesía arrastramos mucha convención y mucho tópico del siglo XIX

L. García Montero. Y creo que es muy importante -yo lo hago a título personal- leer y ser justo con lo que se llama poesía social, que normalmente se despacha de un plumazo. A mí me parece que la poesía social cumplió un papel importantísimo, no sólo en la historia, sino en el estilo y en la literatura de este país. Lo que ocurre es que casi siempre se suele utilizar a los malos poetas sociales para degradar la poesía social y se deja a los buenos diciendo que eso no es exactamente poesía social. Pero así se carga uno el Renacimiento, el Barroco y cualquier época. Creo que los poemas de Juan de Leceta, Blas de Otero, José Hierro y, por supuesto, 19 figuras de mi historia civil8, de Carlos Barral; Compañeros de viaje9, de Jaime Gil de Biedma, Pliegos de cordel10 y otros libros de Pepe Caballero, los libros de Ángel González, no sólo fueron un compromiso histórico necesario, sino magnífica literatura, y los jóvenes aprendimos en ella una cosa -o por lo menos yo la he aprendido- que es el pudor.

Hemos hablado del humor, pues a mí el humor me parece la forma más digna de melancolía, porque es una forma pudorosa de hablar de uno mismo sin que se note, el reto de poder hablar de uno mismo, pero convirtiendo la confesión en literatura, haciendo de la experiencia una verdadera obra de arte. Yo lo he aprendido de los poetas sociales y de la generación del 50. Y al hablar de pudor estamos hablando de literatura, porque cuando uno se pone a escribir asume el reto de no repetir los tópicos, ni las convenciones que arrastramos desde el siglo XIX, que yo distinguiría en dos tradiciones: la poesía de la simple sinceridad, del desbordamiento del corazón, que no se molesta en elaborar estéticamente la confesión y que es una poesía de cursilería, sentimental. Y, por otra parte, está el otro gran tópico, fijado en el XIX y solucionado por Bécquer, pero que se sigue oyendo constantemente: esa tontería de que la poesía es todo lo que no se puede decir con palabras, que la poesía es el silencio, que la poesía está por debajo del lenguaje porque es el murmullo, etc. Son tópicos decimonónicos que se dicen constantemente y simple cursilería también. Yo creo que en las convenciones poéticas hay dos claros exponentes de cursilería: la cursilería del corazón, que, por poner un ejemplo, ahora está muy bien representada por Antonio Gala; y la cursilería de la razón, muy bien representada por los últimos libros de Valente, que, atentamente leídos, se declaran como una versión intelectual de Antonio Gala, como una filosofía de manual literario de primero de BUP. En este momento, no hay poesía más semejante a Valente que Antonio Gala. Si uno los lee con atención, se da cuenta de la semejanza que tienen.

J. Cruz. Me gustaría mucho, antes de dar por finalizado este coloquio, si ustedes no tienen ninguna pregunta más, felicitar a Tribuna Ciudadana por la espléndida organización de este hecho cultural que es un ejemplo para muchas entidades culturales españolas: desde sus carteles, que tanta justicia le hacen a la estatura de Ángel, hasta las publicaciones y la organización práctica de todo.

Les anuncio, antes de hacerle una pregunta a Ángel, con la que finalizaremos, que mañana, aquí mismo, habrá un «Mano a mano», moderado por Manuel Herrero, y luego otro debate, «La mirada y la palabra», moderado por Leopoldo Sánchez Torre. A las siete y media se clausurará este encuentro con Ángel en un acto que tendrá lugar en el Teatro Campoamor y que se titula «A toda voz».

Homenaje a Ángel González. Oviedo, 7 de noviembre de 1997.Bueno, Ángel, a mí me gustaría recordarte alguna de las cosas que te han dicho, sobre todo algo que te dijo García Montero, que tu vida, tu actitud nocturna, ha sido, durante mucho tiempo, un modo de «alargar el tiempo». Que cuando tú te vas la «ciudad se queda sola, más hostil y desamparada». Ahora mismo estás en una ciudad que es como tu cuna, también tu abrigo, y estás en tu tiempo, así que, para terminar, me gustaría que hablaras del tiempo en el que estás y de la ciudad en la que vives ahora.

Á. González. No sé muy bien qué decir. Las palabras de Luis son muy hermosas, muy bellas, son palabras poéticas, y son para mí difíciles de glosar. Yo creo que estoy en el tiempo de las diez menos catorce minutos y que va siendo hora de que nos vayamos todos.

* [Fragmento de «Mano a mano», diálogo entre poetas y críticos celebrado el viernes, 7 de noviembre de 1997, dentro del Homenaje realizado a Ángel González dicho año en Oviedo y aparecido en el libro Ángel González en la generación del 50. Diálogo con los poetas de la experiencia, Oviedo, Tribuna Ciudadana, 1998, pp. 57-71. Texto cedido por la editorial Tribuna Ciudadana].

1. Carlos Barral: Años de penitencia, Madrid, Alianza Editorial, 1974.

2. Fukuyama: El fin de la historia, Barcelona, Planeta, 1986.

3. «Final conocido», en la página 257 de la edición de 1986 de su poesía reunida. Palabra sobre palabra, Barcelona, Seix Barral, 1986.

4. Carlos Barral: Los años sin excusa, Madrid, Alianza Editorial, 1978.

5. Juan Benet: Otoño en Madrid hacia 1950, Madrid, Alianza Editorial, 1978.

6. Juan Goytisolo: Coto vedado, Barcelona, Seix-Barral, 1986.

7. Para parar las aguas del olvido, Madrid-Gijón, Júcar, 1982. Primera parte de las memorias de Paco Ignacio Taibo I, recogidas en el libro Todos los comienzos, Barcelona, Argos Vergara, 1983; con prólogo de Ángel González.

8. Carlos Barral: 19 figuras de mi historia civil, Barcelona, Colliure, 1961.

9. Jaime Gil de Biedma: Compañeros de viaje, Barcelona, Joaquín Horta, 1959.

10. José Manuel Caballero Bonald: Pliegos de cordel, Barcelona, Colliure, 1961.

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