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Arthur Miller, un restaurador de la tragedia moderna

Antonio Buero Vallejo





Cuando vi por primera vez una obra de Arthur Miller me causó una impresión muy viva, quizá porque advertí un paralelismo entre su concepción dramática y la mía. ¿Cuáles son las coincidencias? Creo que Arthur Miller ha sido un restaurador de la tragedia; un restaurador que le ha dado, justamente, un sentido moderno al género. Éste fue un tema que me interesó sobremanera ya desde los años de mi primera formación teatral y que intenté esclarecer. Luego, quizá tardíamente, advertí que Miller pensaba exactamente lo mismo cuando leí un artículo suyo, publicado en The New York Times, poco después del estreno de La muerte de un viajante. Miller, con evidente lucidez, planteaba allí la necesidad de que, en nuestro tiempo, la tragedia no tenía por qué tratar, al modo de los clásicos, los conflictos de grandes personajes, ya fueran reyes o caudillos, sino los conflictos del hombre común. Este planteamiento no sólo trastocaba el tipo de heroísmo que habrían de ejercitar los héroes contemporáneos sobre el escenario, sino también el carácter profundo del género, al atacar frontalmente el concepto dramático de la «fatalidad ineluctable». En primer lugar, la tragedia no tenía por qué ser pesimista. Al respecto, Miller y quizá yo ahora exagere con mis recuerdos incluso llegó a afirmar que la tragedia era más optimista que la comedia.

En fin, yo nunca he llegado tan lejos, pero sí he dicho que, incluso en las tragedias clásicas más cerradas y canónicas, siempre late una esperanza en el hombre, una esperanza que debe ser transmitida al espectador por la vía indirecta de lo estético.

Nos une también la conjunción entre una inequívoca vocación por la crítica social y su presentación a través de conflictos individuales, muy definidos, en busca de personajes reales, contemporáneos, vivos, sin ajustar sus peripecias a un esquema o a un programa ideológico concreto. Los más radicales partidarios del teatro social -el ejemplo de Bertolt Brecht quizá sea el más ilustrativo- consideraron en su momento que esta presentación de los conflictos individuales era un error, y que debilitaba la fuerza ejemplar o didáctica de la obra. No lo creo: a mí siempre me ha parecido que situarse en el fiel de la balanza contribuía a esclarecer lo verdadero. En todo caso, resulta imposible en el gran teatro -y el de Brecht indudablemente lo es- circunscribirse únicamente al concurso de aquella fatalidad ineluctable, ya sea la de las leyes sociales, históricas, dialécticas... Esta independencia a Brecht le trajo problemas con las autoridades de Alemania del Este, pese al rigorismo de sus teorías escénicas. Fue un dramaturgo «comprometido» del mismo modo en que Miller también lo ha sido, aunque éste no sometiera nunca su escritura a una doctrina cerrada y concreta. Y uno y otros somos dramaturgos «comprometidos» en la medida en la que, al poner en pie sobre un escenario los dramas sociales que nos atenazan, cumplimos con un deber.

Hay una obra de Miller que a mí me hubiera gustado escribir: Las brujas de Salem, por estar indudablemente inspirada en el Macarthysmo, en las «cacerías de brujas» modernas. Allí Miller recrea una historia sucedida en Massachusetts durante el siglo XVII. Y no lo hace, pese a las circunstancias biográficas que en aquel triste período él mismo debió afrontar, como un «pretexto» para poder hablar bajo esa clave de lo que en su día no se podía hablar. Quiero decir: si le preguntáramos a Arthur Miller si la hubiera escrito de no haber padecido persecución, probablemente contestaría que sí, del mismo modo que yo hubiera escrito El concierto de San Ovidio, El sueño de la razón o Las Meninas, de no haber existido la censura en España.





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