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Antonio Di Benedetto, de los Andes al exilio

Jorge Lafforgue

Son las 19 de un jueves del turbulento 1975. La redacción de Siete Días está que hierve. Mempo Giardinelli ha atendido el teléfono y me pasa una llamada.

-Jorge. Urgente. Te llama tu mujer.

-Tengo miedo. Han dejado una caja que bloquea totalmente la puerta de entrada. No me animo a moverla y no puedo salir. No sé qué hacer.

Escucho la voz angustiada de Nora; e intento mostrar una serenidad que disto de tener.

-Por favor, abrí la puerta y fíjate si el paquete tiene alguna etiqueta o viene con un remito.

-Ya lo he hecho. Solo está tu nombre y nuestra dirección. Como remitente figura una bodega de Mendoza...

-No sigas. Y despreocúpate. Voy enseguida. Seguro que es otra del «hincha» de Di Benedetto.

Y así fue. Antonio Di Benedetto me había hecho llegar doce botellas de un vino mendocino elaborado por una bodega saleciana, que no se comercializaba y que era utilizado para consagrarlo en el cáliz durante la misa.

No fue el único episodio inquietante en esos días; sí el de final más entonante, más llevadero.

Concurso y después

Di Benedetto había resultado uno de los cinco premiados (junto con Piglia, Goligorsky, Mignogna y el uruguayo Juan Fló) en el concurso internacional de cuentos policiales promovido por la revista, bajo el auspicio de Air France. Publicación del texto aparte, cada ganador se acreditaba dos pasajes a Francia y diez días en un hotel cinco estrellas de París. Yo fui el coordinador del concurso, cuyo jurado estuvo formado por Borges, Denevi y Roa Bastos. Habían participado alrededor de mil escritores. No bien se hizo público el resultado, la dirección de Siete Días me encargó una serie de notas promocionales, que informara a los lectores sobre los méritos de quienes habían ganado, sus vínculos con el género policial, sus antecedentes literarios, algunas fotos y breves entrevistas. Cuatro de ellos fueron discretos, y hasta parcos, como Juan Fló. Por el contrario, el quinto en discordia se mostró francamente abrumador. No bien lo llamé a Mendoza, donde Di Benedetto se desempeñaba al frente del diario Los Andes, se puso a mi total disposición y, consecuentemente, se allanó a mis requerimientos periodísticos con holgura extrema y con un plus, por si acaso. Aún conservo muchas de sus cartas, algunas fotos y varias de las carpetas y revistas con trabajos de y sobre él, que entonces me enviara, por lo general a la corresponsalía porteña de Los Andes. Aunque no siempre: una madrugada suena frenéticamente el portero eléctrico de casa. Mi mujer y yo saltamos de la cama y nos miramos consternados. ¿Quién será?

-Hola; sí. Un segundo. Ya bajo.

Una persona de su amistad acababa de llegar al Aeroparque, y el premiado mendocino le había encargado que lo primero que hiciese en Buenos Aires fuera entregarme en mano un abultado sobre. Al pobre hombre no se le había ocurrido nada mejor que, en camino hacia su hotel, pasar por casa y cumplir al pie de la letra el encargo.

Semanas más tarde conocí personalmente a Di Benedetto. Tuve una imagen más tranquila, más recatada o reposada de ese personaje que, sin embargo, pese a su cordialidad no dejaba de mantener cierta formalidad en el trato mano a mano. Mientras tomábamos unas copas en Bárbaro (el mítico Bar-o-bar de Reconquista, entre Tres Sargentos y Paraguay) hablamos largamente de literatura, algo de vinos y de la muy tensa situación política que vivíamos los argentinos. La imagen del fastidioso personaje se fue borrando a lo largo de nuestra charla. ¿Efecto etílico?

No. Efecto Zama. Porque, en el cercano pasado yo había tenido un doble contacto profesional con Di Benedetto. Pocos años antes, para un volumen que edité sobre la novela argentina contemporánea, tuve que elegir diez narradores y/o textos fundamentales (presuntuosamente, mi canon personal). No dudé en incluir a Di Benedetto/Zama, y encargué a Noemí Ulla el correspondiente ensayo crítico. Publicado el volumen, recibí una atenta esquela de agradecimiento del escritor mendocino, a la que mi inercia no respondió.

Pero mi contacto inicial se remontaba a diez años antes de la publicación de aquel volumen. Hacia comienzos de los sesenta había leído dos novelas (editadas por Carlos Prelooker en Doble P: El pentágono, 1955, y Zama, 1956), los cuentos de Grot (1957; que en sus reediciones se conocerá como Cuentos claros, subtítulo en la primera edición) y un señalamiento crítico de Noé Jitrik (en La nueva promoción, Biblioteca Pública General San Martín, 1959, un librito de alargado formato y pocas páginas en el cual Jitrik llamaba la atención sobre seis novelistas argentinos representativos de la narrativa que surgía en el país por esos años con voz «no complaciente», como Viñas, Manauta, Murena y Di Benedetto).

Las historias o contra historias protagonizadas por Diego Zama y por Annabella/Santiago me habían advertido en forma inequívoca sobre la presencia de una escritura reflexiva, rigurosa y tersa a la vez; de un escritor que hacía de su oficio una interrogación sin respuestas nítidas pero de profundo calado; de una escritura que incorporaba procedimientos narrativos diversos pero siempre ajustados a su afán exploratorio e interrogativo. Nada entonces -menos sus «extravagancias»- podría empañar estos sólidos trabajos narrativos. Esa clara opacidad.

Por si fuera poco, hacia finales de 1975, ratificando aquellas certezas, había comenzado a circular El juicio de Dios, una antología de quince cuentos de Antonio Di Benedetto realizada sobre sus cuatro libros de cuentos por Alberto Cousté.

Volvamos entonces al 75 y a aquel viaje del escritor a Buenos Aires, para negociar una prórroga al pasaje-premio. No hubo inconvenientes por parte de los responsables del concurso. Pero aquella postergación fue fatal para Di Benedetto. Él y nosotros lo sabríamos unos meses después.

Estigmas del oprobio

A fines de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas se harían cargo del gobierno nacional, entronizando el terrorismo de Estado como política oficial.

Es que si a mediados de los años setenta ciertamente los argentinos no estábamos en el mejor de los mundos, el golpe del 24 de marzo de 1976 instauró sin más vueltas una de las peores dictaduras que padeciera nuestro pueblo en su historia de dos siglos. Fue una plaga siniestra que cubrió todo el territorio nacional, de norte a sur, de este a oeste. No hubo sitio ni actividad que se salvase de su hálito nefasto, cuando no de sus procedimientos directos, inicuos. La literatura los padeció: universidades desmanteladas, medios rigurosamente vigilados, escritores asesinados, persecuciones y exilios fueron algunos de sus signos más visibles.

No bien se produjo el golpe de Estado, Antonio Di Benedetto, de 53 años de edad, fue detenido en su ciudad por miembros del Ejército. Nunca se supieron las causas de ese procedimiento, sí sus efectos. Se habló de la encubierta venganza personal de un jefe militar; de la publicación de informaciones que los sectores golpistas consideraban «inconveniente» dar a conocer; de la protección a algunos periodistas presuntamente subversivos, en tanto Di Benedetto responsable del diario se negó a entregar documentos reservados. Versiones, conjeturas, hipótesis. Lo cierto fue su infame detención; su secreto traslado a una cárcel cercana a La Plata; el violento tratamiento que recibió de entrada; los dieciocho meses de encierro, con cuatro simulacros de fusilamiento («la aceptación del absurdo supone el convencimiento de que nada tiene sentido, menos la desesperación que debería acompañar a este convencimiento»: Camus y Ionesco hablaban a su cerebro golpeado); finalmente la liberación, forzada por el clamor de muchas voces del país y el extranjero (la selección de sus cuentos Caballo en el salitral, 1981, está dedicada «a mis benefactores»; sus Cuentos del exilio, 1983, a Heinrich Boll y Ernesto Sabato «que bregaron por mi libertad en altas instancias». Pero hay que recordar que en aquellas circunstancias de riesgo y en todas las instancias, quien bregó incansablemente por su libertad fue una mujer de envidiable temple: Adelma Petroni).

No hace falca ningún esfuerzo de imaginación para formarse una idea de aquel atroz encierro. Más tarde, él mismo nos contaría los vejámenes y humillaciones a que fuera sometido. Sin alharaca ni énfasis, parco y sobrio como siempre, pero con la voz a menudo entrecortada por los sollozos y con una certeza: «al salir estaba aniquilado, destruido». El testimonio de la única persona que pudo visitarlo en aquella cárcel platense no dejará lugar para el equívoco. Adelma Petroni nos ha relatado las condiciones del encierro, la alegría (triste e inmensa) del día en que recuperó la libertad, de los tres meses que pasó luego semioculto en un departamento de la Capital hasta su partida para Europa. Vendrá entonces el periplo de su exilio: Alemania, Francia, Italia, Estados Unidos, Guatemala y en particular España. En esos años trashumantes recibirá innumerables reconocimientos (distinciones honoríficas, becas, premios, reediciones, traducciones: esa parafernalia del homenaje a la cual Di Benedetto era afecto), pero no lograrán cicatrizar la herida. Porque el desarraigo sigue; porque el exilio, «bien considerado, vino a ser doble: cuando fui arrancado de mi hogar, mi familia, mi trabajo, los amigos y, luego, al pasar a tierras lejanas y ajenas».

En esos años de lejanía y dolor, tuve un contacto indirecto con él: en 1982 integré, junto con Borges, Donoso, Pezzoni y Josefina Delgado, el jurado del Concurso de Cuentos organizado por el Círculo de Lectores; entre los finalistas figuró «El pretendiente» de Antonio Di Benedetto, que si bien no resultó ganador formó parte de Cuentos de hoy mismo, bello libro que el Círculo editó con los quince mejores relatos seleccionados por el jurado entre el millar de textos recibidos.

Breve regreso

La mañana del 23 de mayo de 1984 Antonio Di Benedetto volvió por una semana a Buenos Aires para participar en los comienzos de la filmación de Zama y para preparar su regreso definitivo. Sus declaraciones a los medios y sus conversaciones estuvieron signadas por el relato del horror. Los prolongados silencios y los sollozos acudieron con frecuencia mientras recordaba cómo los militares le golpearon la cabeza a puntapiés, haciéndole perder parcialmente la memoria: «lo primero que me hicieron fue darme un fuerte golpe en la cabeza y quitarme los anteojos, que uno de mis guardianes aplastó con su bota hasta hacerlos añicos, [...] aquellos golpes me siguen produciendo hasta hoy amnesias parciales. [...] En un sentido racional no pienso en ejercer venganza contra quienes me hicieron daño. Debo reconocer, sin embargo, que en un aspecto emocional, a veces, me aparece la imagen de alguna de esas figuras que me hicieron daño y desde luego querría una venganza. [...] Recuerdo al jefe de una de las cárceles donde estuve, pero en este caso ni siquiera puedo hablar de que personalmente me haya dañado. Lo que allí existía era un régimen oprobioso para todos, algo definitivamente sucio».

Durante esos días participé en dos actos de desagravio (junto a Javier Torre, Nicolás Sarquís, Juan Martini, Ricardo Piglia, Alfredo Alcón y Ernesto Sabato, entre otros). Hablé con él en esas reuniones y también a solas: una mañana -desde el desayuno en el Castelar hasta el almuerzo en el Hispano- pudimos hablar sin interferencias, en forma distendida y desordenada. No obstante, en algún momento convinimos en formalizar -grabador por medio- nuestra conversación, dándole el carácter de una entrevista. Por mi parte, publicar ese diálogo habría de ser otra contribución a aquellos actos de reparación moral e intelectual. Reproduzco a continuación sus principales tramos.

Las sinrazones de un calvario

-Aun en el contexto de 1976, dominado por la arbitrariedad y la intolerancia, su detención causó asombro. No hubo conjetura que lograse explicar esta absurda medida. Para usted, ¿a qué se debió?

-En el diario, siempre me negué a ocultar información; por eso creo que mi detención tuvo que ver con mi labor de periodista. Estoy convencido de ello, porque no le encuentro otro fundamento. Nunca he hecho política de ninguna especie. Y aunque era esencialmente antiperonista, no dejaba traslucir esas convicciones al periódico que conducía. Mi antiperonismo era una cosa latente, una cuestión casi borgeana, bastante inofensiva. De ahí a adherir a grupos de fuerza hay un gran trecho.

-¿Es que acaso se lo vinculó a ellos?

-En los interrogatorios que se me hicieron -de eso y algunos golpes no pasó el proceso-, interrogatorios por lo común con la cara vendada con un trapo o una toalla empapada en sangre, siempre trataban de pellizcar a ver si declaraba conexiones con los grupos de izquierda.

-¿Con alguno en particular?

-En particular, grupos violentos, Montoneros o algo así. Cuáles eran mis amistades, mis relaciones. Y yo con respecto a la izquierda -se lo dije a los militares en los interrogatorios y lo puedo decir en cualquier parte- he tenido un vínculo leve: cuando joven he sido socialista, socialista del grupo de Alfredo Palacios, una especie de socialista romántico. Luego nunca más activé en nada político. Pero a falta de otros argumentos se adujo que yo estaba vinculado a grupos violentos. Yo solo he sido víctima de la violencia.

-Entonces la explicación oficial se basó en ese presunto vínculo.

-No, no hubo ninguna explicación. Al menos a mí no me la dieron ni al entrar ni durante aquel año y medio ni nunca. Al salir, me llamaron de la Presidencia, y el general que me atendió en la Casa Rosada solo me dijo: «Usted está en libertad de entrar y salir del país, como dice la Constitución nacional». Me pareció una burla.

-A usted lo detuvieron en Mendoza el 24 de marzo del 76, y permaneció detenido en La Plata hasta setiembre de 1977. ¿Se fue enseguida del país? ¿ Cómo se sentía?

-Me sentía destruido. Sin embargo, siguiendo un consejo de Ernesto Sabato, permanecí tres meses en Buenos Aires para dar la cara a quien quisiera imputarme algo. Luego me fui. Primero acepté una invitación de Alemania para recorrer varias universidades y después estuve en Francia, dando clases de literatura en la Universidad de Rennes.

-Ese periplo europeo ¿sirvió para levantarle el ánimo?

-Muy poco. Estaba aniquilado. Cuando me detuvieron tenía pensada una novela, que ya nunca escribiré; se me han borrado todas sus huellas. Abandoné por completo el escribir.

-¿Pero sus Cuentos del exilio?

-Son recientes. En parte me he recuperado en España. Me he puesto a escribir y nada: no estoy satisfecho ni del estilo ni de cómo narro ni de nada. Aunque el ponerme a escribir cuentos me ha hecho recuperar un poco. Si algo me nace adentro con un dictado narrativo enseguida anoto, y como el cuento es de trámite corto... En estos días debía entregar a Alianza Editorial el volumen ordenado con todos mis relatos. La noche anterior comenzaron a rondarme dos cuentos; pues al día siguiente entregué el volumen con esos dos cuentos. Algo similar no me ocurría desde hacía muchos años. Así como me nacían, se me mezclaban las ideas.

El regreso a la escritura

-¿Quiere decir que no ha escrito ninguna novela en todos estos años?

-No, no es así. En ese sentido me fue beneficioso obtener hace unos tres años una beca de la Mac Dowell Foundation, de Estados Unidos, con la que estuve viviendo en la Colony Mac Dowell, en New Hampshire. Se trata de un lugar cerca de Peterborough (localidad que sirvió de escenario a Nuestro pueblo, de Thornton Wilder), donde se acoge a escritores y artistas, que pueden trabajar en plena libertad y con absoluta tranquilidad, porque se les brinda una choza muy bien acomodada entre la nieve y los bosques. Durante los cuatro meses que permanecí allí me ejercité con rapidez y buen resultado en un nuevo mecanismo. Me acordé de Freud y de la importancia que le dio a los sueños; y como a mí entre la cárcel y el largo peregrinaje me habían pasado muchas cosas y tenía la cabeza muy embarullada y llena de imágenes y soñaba constantemente, un día pensé que esos sueños eran materia prima aprovechable. Entonces decidí que, apenas me despertara, luego de soñar, intentaría transcribir el sueño, así fuese en medio de la noche. De ese modo fui armando un texto narrativo extenso, con pretensiones de novela, que, por supuesto, carecía de los enganches adecuados que le dieran homogeneidad y atadura. Para remediar eso intervenía la imaginación; pero lo que yo imaginaba o fantaseaba lo condicionaba a los atributos del sueño: fluidez, incoherencia, ambigüedad. Y soñando e inventando sumaba páginas, de manera que en dos meses terminé el libro, mejor dicho, el boceto del libro.

-¿Ese texto sigue siendo hoy un boceto?

-Mucho menos. De New Hampshire pasé a Guatemala, invitado por la Sociedad de Escritores de ese país. Allí se me abrió un nuevo espacio debido a tres factores: lo primitivo, el reencuentro con la selva -que había tratado en Zuma- y ciertas lecturas de esos días, que me llevaron a una zona que casi podría corresponder con el psicoanálisis. Del simple soñar pasé al terreno del razonamiento. Gracias a esa experiencia guatemalteca, le encontré una fórmula final al libro.

-¿O sea que tiene lista su quinta novela?

-No; no seguí trabajando sobre ese manuscrito. Lo dejé allí. Me resultó tan complicado, lo elaboré en forma tan defectuosa, que preferí abandonarlo. Terminado el manuscrito, a descansar. Pero no descansaba. Tiempo después lo retomé y no lo entendí, los personajes se me confundían, sus relaciones se me embarullaban. No tuve más remedio que reescribir el libro, y al hacerlo le di cohesión, una forma más lógica, más novelística. Después hubo una tercera versión, que es la actual. Quizás entregue este original a algún editor amigo.

-La vuelta completa: un libro de cuentos, una novela.

-He conseguido volver a la literatura, es cierto; pero no al nivel anterior. No he vuelto a alcanzar las características que sustentaron el reconocimiento crítico hacia mi obra.

Dudas y problemas

-Si tuviese que situar esta nueva novela con respecto a las anteriores, ¿cómo lo haría?

-Zama tiene un estilo bastante elaborado, mientras que por el contrario El silenciero tiende a la simplicidad estilística; en ese sentido establecería una relación entre El silenciero y la nueva novela. Su estilo también es directo, claro y franco. Sin embargo, las ideas funcionan con mecanismos muy complicados, las relaciones de los personajes son complejas.

-De un texto a otro, usted suele cambiar profundamente tanto en lo temático como en lo formal; se habla, entonces, de diversidad, de heterogeneidad. ¿Qué piensa usted?

-Su juicio no solo no me parece errado, sino que me hace notar algo que vengo pensando desde hace tiempo: que todavía no me he definido sobre cuál es mi forma de escribir. Y me parece que ya se está haciendo tarde... Cada vez que me pongo a escribir lo hago como si fuese la primera vez. Nunca escribo con referencia a mi obra anterior ni pensando en el modelo tal o cual, sino como me sale en ese momento, en el momento en que me pongo a escribir. Por ejemplo, actualmente los cuentos me salen casi coloquiales. Uno al que le tengo mucha fe se llama «Ortópteros» y es el último de los Cuentos del exilio, fue amasado con recuerdos que yo me contaba a mí mismo y en su escritura procuré mantener la sencillez de mi propio relato. En cambio, en otras circunstancias, como en El cariño de los tontos, cuidaba mucho la frase, ponía un esmero muy especial en cada línea: imaginaba la situación, pensaba el personaje, examinaba mentalmente la frase, me la decía en voz alta y, si no tenía cierta eufonía, no la escribía.

-En este sentido el texto de Zama me parece ejemplar. Hay una elaboración del lenguaje muy precisa, pero que no sé hasta qué punto tiene que ver con el español colonial.

-Esa preocupación se ha planteado con la adaptación cinematográfica de Zama. Conversando con Mario Pardo, el actor español que va a encarnar a Diego de Zama, yo me preguntaba cómo iba a hablar el personaje: si en español, en peruano o en argentino. El director, Nicolás Sarquís, me respondió: a fines del siglo XVIII el idioma español estaba metido en la educación de toda la gente, aunque se tratase de un español ya reelaborado o amoldado a las condiciones ambientales de los territorios dominados por la Corona española.

-Eso es en el cine, ¿pero en el texto literario?

-Nunca me planteé el problema. Hice hablar al personaje en un idioma que no resultara chocante a los argentinos, pues nunca pensé en otro público que no fuera el de mi país. Por ejemplo, nunca se habla de , ni tampoco se emplea el vos. Entonces, un español condicionado al oído y la vista del lector argentino.

-¿Qué lo llevó a ambientar esa obra en el Paraguay, si bien en el texto no se menciona el lugar?

-En un cuento reciente me planteé el problema de un hombre que ha caído en un agujero. Con respecto a Zama me hice un planteo similar. Se trata de la situación de un hombre que, aunque nacido y formado en América, sin embargo tenía su pensamiento puesto en Europa, porque le parecía que allí estaba su destino. Pero un océano lo separaba y lo hacía sentirse aislado del mundo, lejos del Paraíso, en medio de la Tierra. De ahí que el título original de la novela fuese Espera en medio de la Tierra. Y es a partir de la concepción de ese personaje que me pregunté ¿cuál es el centro de la Tierra en América, el punto más alejado de los océanos? La respuesta fue Paraguay.

Desarraigo y espera

-Si mal no recuerdo, usted declaró alguna vez que conoció Paraguay mucho tiempo después de escribir Zama.

-Así fue. Una vez hecha la elección mencionada, me puse a estudiar el Paraguay bajo sus más diversas formas: su geografía, la arquitectura colonial, las familias indígenas, su flora y su fauna. El mayor auxilio bibliográfico me lo prestó la Universidad Nacional de Córdoba.

-Creo que bajo los variados conflictos del personaje subyace el problema apuntado del americano con los ojos puestos en Europa.

-Desde luego, aunque no sé si ese problema a fines del siglo XVIII estaba presente en el alma de la gente, porque no he estudiado la psicología de entonces; pero me lo imaginé. Me imaginé a los americanos viendo llegar a los españoles fastuosos y a las bellas españolas con sus galas, oyéndolos hablar de los esplendores de la corte y sintiendo a la vez envidia y ansiedad.

-No son pocos los críticos que siguen pensando en Zama como su obra mayor...

-Quien piensa así piensa bien. Le diré más: yo mismo me siento identificado con Diego de Zama; hasta físicamente me siento muy cerca de él. Lo veo gordo y bajito o, mejor dicho, una figura redondeada, con cierta madurez. También la conducta de Zama la reconozco en mis propios actos.

-Bueno, espero que su proceso de identificación no incluya el final de Zama.

-No sé. El final es muy triste; sobre todo la espera es sumamente angustiosa...

Cine y poesía

(Como sabemos, el regreso de Di Benedetto responde al comienzo de la filmación de Zama, un film que realizará Nicolás Sarquís, con la participación actoral, entre otros, del español Mario Pardo, de Oscar Cruz y de Cipe Lincopvsky).

-¿Usted ha participado en la elaboración del guion?

-No, para nada. Sarquís empezó a trabajar en el guion, con Haroldo Conti; pero no sé a qué punto llegaron. Luego de lo que ocurrió con Conti, de su «desaparición», Sarquís se fue a vivir a España y se propuso seguir trabajándolo con Augusto Roa Bastos. Pero no sé qué hicieron, porque Sarquís no vivía en Madrid sino en un lugar de las sierras de Guadarrama, llamado Villalba, y allí se encerró a trabajar. De lo que sí estoy cierto es de que el guion final, el acabado técnico, lo hizo Sarquís juntamente con un argentino que vive exiliado en Francia, Raúl Beceyro, un estudioso de la fotografía.

-¿No teme que se traicione el espíritu de su texto, algo así como lo que le ocurrió a El extranjero de Camus en manos de Visconti, según el juicio de usted?

-No, lo veo a Sarquís muy compenetrado con el personaje como para que lo vaya a traicionar. Ahora, que lo resuelva plásticamente es otra cosa, depende del creador de imágenes, de su pericia. Pero me baso en los antecedentes de Nicolás. Palo y hueso, la primera y más elemental de sus obras, tiene un lenguaje dramático excelente y logra una configuración muy buena de los personajes. Vi La muerte de Sebastián Arache en una proyección muy defectuosa en una salita de Madrid, y no pude formarme un juicio seguro, aunque más bien favorable.

-A usted siempre le interesó el cine, pero este sería el primer film basado en una obra suya, ¿no?

-El segundo. Pues hubo un serio intento anterior sobre el cuento «El juicio de Dios», que fracasó en el curso de su filmación. El proyecto había llegado a realizarse en sus dos terceras partes pero los productores se quedaron sin dinero y lo abandonaron. El guion estaba basado en un libreto mío que fue premiado por el Instituto Nacional de Cinematografía.

-Además, yo recuerdo textos de usted en los que el lenguaje cinematográfico dejaba sentir con fuerza su peso.

-En particular yo señalaría dos: «El abandono y la pasividad» y «Declinación y ángel». Son dos cuentos escritos con estricto lenguaje cinematográfico; si bien en ellos no figuran las indicaciones técnicas, todo está preparado para ser fotografiado. «El abandono y la pasividad» está compuesto solo con cosas, pero no simulándoles vida y lenguaje como en las fábulas: el florero es florero y la carta, carta. Si el vidrio y el agua hacen estragos es en función meramente pasiva. El drama humano se halla implícito. Por su parte, «Declinación y ángel» está narrado exclusivamente con imágenes visuales y sonidos. Estas son mis aproximaciones más importantes al cine. Aparte de haber colaborado con el director Catrano Catrani en la elaboración del guion para el film Álamos talados, basado en la novela del escritor Abelardo Arias.

-Y no se olvide de su labor como cronista cinematográfico.

-Es cierto: he sido crítico de cine durante treinta años en Los Andes. Y en calidad de tal o como jurado estuve en el Festival de Berlín, otra vez en el de Cannes y hasta en la entrega de los Oscar en Hollywood.

-Guionista, narrador, periodista, ¿no ha intentado incursionar en otros géneros literarios?

-En estos años, cuando estaba perdido, gracias a la generosidad de una dama que me prestó una hermosa casa en El Escorial, pasé unos días tranquilos. Allí me salieron algunas poesías, pero se mantienen inéditas.

(Al parecer Di Benedetto escribió algunos poemas en su juventud; concretamente se ha rescatado un «Casi, romance del sandiero» publicado en 1945 en un número del diario La Libertad, dedicado a la fiesta de la Vendimia).

-Una última pregunta, entre ingenua y convencional: ¿por qué escribe, Di Benedetto?

-Escribo porque me gusta narrar; escribo porque me gusta el oficio de escribir; escribo porque me gobierna una voluntad intensa de construcción por medio de la palabra; escribo para analizarme. Escribo para confesar y no ser absuelto.

Tiempo de descuento

Cuando se produjo aquel primer regreso, Antonio Di Benedetto me pareció un hombre golpeado, pero optimista, al menos con ciertos proyectos, dispuesto a insertarse en un proceso que él percibía auspicioso. Por esos días, en nuestro castigado campo cultural muchos otros intelectuales abrigaban grandes esperanzas. Bien podía entonces el escritor mendocino aspirar a un justo reconocimiento. Además, la inminente filmación de Zama, los públicos desagravios recibidos, la reposición de sus libros en el mercado nacional y el asedio periodístico eran hechos que alentaban esa legítima aspiración. Pero para mí había un hecho más categórico: varias páginas de sus Cuentos del exilio, como «Ortópteros» o «En busca de la mirada perdida», a pesar del juicio autocrítico del autor, señalaban que aún le era posible recuperar el alto nivel de su escritura.

Pero no. Nada sucedió como él lo imaginara. Según lo había prometido aquel mes de mayo de 1984, Antonio Di Benedetto volvió definitivamente al país hacia fines de ese mismo año, tras casi siete de exilio, «para poner el hombro».

Pero no. Dos años después murió. El deterioro había cumplido su cometido. Con creces. Inexorablemente.

Principios de 1985: poco después de su arribo hablé con él para intentar sumarlo a una modesta cruzada que había emprendido. Quise agregar su nombre al catálogo de la Editorial Legasa, una de cuyas principales líneas estaba marcada por los escritores del exilio. (Esa línea había arrancado con el primer libro de un autor argentino a fines de 1981: El vuelo del tigre, de Daniel Moyano, del cual poco después edité Libro de navíos y borrascas, y junto a este texto uno de los relatos más conmovedores e intensos de Héctor Tizón, La casa y el viento; simultáneamente, el catálogo se nutrió con obras de Martini y Orgambide, de Abós, Battista y Mempo Giardinelli, entre muchos otros; incluida la primera edición nacional de La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez). Con Di Benedetto fracasé. Pues durante su residencia madrileña había logrado que los principales sellos hispanos -Alfaguara, Bruguera, Alianza- publicaran sus obras en España y post 83 en la Argentina: nuevas: los mencionados Cuentos del exilio y su quinta novela, Sombras nada más, 1984; anteriores: antologías de cuentos y no menos de dos ediciones de Zama; también un proyecto de reunir la totalidad de sus cuentos en dos volúmenes. Equivocadamente, me abstuve de insistir. (Por su actitud reticente de ese momento, luego por su muerte; por el alejamiento de la única heredera, su hija Luci, que se fue a vivir a la costa californiana y por otras dificultades de parecida índole, la obra de este gran escritor se había ido borrando hasta ser, hacia fines de los noventa, casi un recuerdo. Afortunadamente, Adriana Hidalgo se propuso entonces reponer la obra del mendocino; y lo está haciendo con esmero y rigor. Además de ese trabajo sistemático en 2004 editó Ejercicios de pudor, excelente estudio de Jimena Néspolo sobre el conjunto de la narrativa de Antonio Di Benedetto).

Meses más tarde me encontré ocasionalmente con él en los pasillos de la Secretaría de Cultura de la Nación. Intercambiamos unas pocas palabras. Di Benedetto estaba muy quejoso por promesas incumplidas de las autoridades de ese organismo. Me dijo que había tenido que pelear mucho para lograr un contrato efímero y de poca monta. Obviamente la euforia alfonsinista no lo quería en sus filas. Era un hombre triste.

Unas semanas después, haciendo un esfuerzo, lo llamé. Pasé a buscarlo por la Casa de Mendoza y fuimos a un bar de Callao y Corrientes. ¿Cómo calificar esa última charla? ¿Penosa, doliente, lastimosa, ingrata? Sé que me dejó un gusto amargo; una angustia que aflora intacta cada vez que la recuerdo. En verdad se trató de un largo monólogo, que cada tanto me atreví a interrumpir. Por primera vez en nuestras conversaciones, se refirió a sus afectos, sobre todo a su hija, hacia quien sentía enorme culpa; con respecto a su obra se mostró enteramente escéptico: «ya no puedo escribir más», «estoy terminado», «nada»; le pregunté por qué permanecía en Buenos Aires y no regresaba a Mendoza, y una amarga sonrisa fue su respuesta; aunque luego deslizara una explicación, que no sería otra que la de su situación sin salida.

Porque el nudo que lo tenía atado a la Capital supuestamente era su falta de recursos, su estrechez económica. Vivía en un departamento prestado y recibía un magro sueldo como asesor cultural en la Casa de Mendoza. Pero esa situación de base se teñía profundamente con el aplastamiento de su persona: se sentía frustrado, inseguro, abandonado, sin posibilidades de una inserción digna en el contexto sociocultural de esos años ruidosos. Él, Antonio Di Benedetto, que había escrito algunos de los textos fundamentales de nuestra literatura y que había sido injustamente martirizado por la dictadura, ¿podía ser esa sombra mendicante?

No volví a verlo, no quise hacerlo. A mediados de agosto de 1986, Bajarlía me llamó para avisarme que lo habían internado en el Hospital Italiano con un fuerte derrame cerebral. No voy a ir. No fui. ¿A qué? Agoniza horriblemente. Hasta su muerte la noche del 10 de octubre. (Había nacido el 2 de noviembre de 1922).

Cuando se inhumaron los restos del escritor en el Círculo de Periodistas de su ciudad natal, hubo reconocimientos, asombros y mea culpas. Pero ya era tarde. No porque el hombre hubiese muerto, sino porque Di Benedetto había muerto antes. Tal vez, como lo dijera ese día Luis Ricardo Casnati, «comenzó a morir la noche del 21 de marzo de 1976. Después hizo lo posible por sobrevivirse y por adecuarse a una vida signada por la melancolía y el dolor». Tal vez los destiempos, que pueblan sus cuentos y novelas, encierren otras respuestas.

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