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Antonio Di Benedetto, precursor del «nouveau roman»

Rafael Arce

El existencialismo y la novela nueva

En 1958, Alain Robbe-Grillet publica un ensayo célebre: «Nature, humanisme, tragédie», recogido en 1967 en el libro Pour un nouveau roman. Esta obra ha sido considerada el «manifiesto» del llamado nouveau roman francés. Y, en verdad, algo de manifiesto había en ella, sobre todo en las líneas programáticas que se trazaban, así como en un cierto dogmatismo en la retórica (lo que fue bien aprovechado por sus detractores1) y una contundencia acerca de lo que el nuevo relato debía ser. Para Alain Badiou, la retórica futurista del manifiesto de vanguardia obedece no tanto a un intento de apropiarse del porvenir como al más delicado objetivo de ceñir el presente instantáneo. Si el artista «clásico» piensa su temporalidad fundamentándola en el pasado, el artista de vanguardia afirma la potencia inventiva del ahora. Pero como el presente es, por definición, aquello supuesto en toda enunciación que sin embargo el enunciado nunca atrapa, el único modo de intentar aprehender la experiencia temporal del instante es proyectar un tiempo por venir. El futurismo de todo manifiesto intentaría, por anticipación, captar el puro instante del ahora en el que se funda (Badiou, 2005: 175-176). En este sentido, podemos decir que, efectivamente, Pour un nouveau roman poseía ribetes de manifiesto, pues pretendía captar parte de la experiencia narrativa de la que era contemporáneo.

En «Nature, humanisme, tragédie», Robbe-Grillet sienta su posición respecto de lo que él denomina el pacto metafísico de la novelística clásica: metafísica por la cual el lenguaje del novelista hace del mundo algo naturalmente humanizado. La ruptura de este pacto estaría en el centro de la experiencia moderna, experiencia que no es exclusiva de la literatura sino que caracterizaría a todo el arte, así como a la filosofía y al pensamiento en general. La conciencia de esta ruptura está en el centro de la práctica de la nueva novela. Programáticamente, el novelista de vanguardia debe evitar la metáfora, así como toda adjetivación antropomorfa, de manera tal que el mundo aparezca en su rarefacción esencial o, mejor, que el mundo no aparezca, de ninguna manera (ni siquiera en su extrañeza), sino que se experimente en su distancia, en su esencial no concernencia con la conciencia que lo funda o, mejor, que cree fundarlo (Robbe-Grillet, 1986: 64-65).

En este contexto, Robbe-Grillet examina las novelas L'étranger de Camus y La nauseé de Sartre. Este momento del ensayo posee toda la potencia de lo ambivalente: ¿es que la crítica de Robbe-Grillet denuncia el tradicionalismo de estas dos novelas?; ¿qué es lo que se está jugando en esa crítica? Se trata de las dos grandes obras novelescas del llamado existencialismo, cronológicamente anteriores al nouveau roman propiamente dicho. A primera vista, el gesto de Robbe-Grillet apunta a diferenciar el existencialismo del nouveau roman. En las novelas de Camus y de Sartre, la experiencia del narrador con el mundo (se trata de un narrador en primera persona) es la de una relación problemática, en la cual son conmovidas las complicidades de una supuesta comunión. La extrañeza de Mersault, la náusea de Roquentin: experiencias que anuncian lo que Robbe-Grillet llama «sentimiento trágico» (67). Lo trágico es la negativización del pacto metafísico, que deja de ser eufórico para devenir melancólico: en vez de comunión, hay ruptura, extrañamiento, náusea. Extrañamiento y náusea son la consecuencia de la ruptura del pacto.

Pero el nouveau roman pretende ir más lejos; más precisamente, no se trataría de una evolución desde la firma hacia su ruptura, sino más bien del desconocimiento del pacto. La crítica de Robbe-Grillet apunta a señalar que la consideración trágica del vínculo sigue estando enlazada al pacto, aunque por vía negativa. Lo trágico sería en este sentido la constatación del corte: dimensión negativa en la cual el pacto sigue siendo la norma. Hábilmente, Robbe-Grillet examina esta dependencia en el lenguaje de las novelas, gesto de eficacia polémica, puesto que la novela de Camus había sido elogiada justamente por la «blancura» de su prosa (es Barthes [2003, 56-58] quien habla de las prosas blancas modernas de las cuales L'étrangeres un evidente logro): pero ni el lenguaje de Camus es tan «lavado» como se pretendió, ni tampoco lo es el de Sartre. El existencialismo es todavía un humanismo, aunque fuese un humanismo trágico. Seguramente, en los reparos de Robbe-Grillet hay un eco de Heidegger, aunque la argumentación se mueva siempre en el ámbito de los procedimientos de la novela.

Ahora bien, sería ingenuo desconocer la duplicidad del ensayo y afirmar, linealmente, que Robbe-Grillet simplemente expulsa a L'étranger y La nauseé de toda tentativa novelesca de vanguardia. Es cierto que la contundencia de sus afirmaciones puede hacerlo pensar: «La tragédie apparaît donc comme la dernière invention de l'humanisme pour ne rien laisser échapper» (1986: 53-54). [«La tragedia aparece entonces como la última invención del humanismo para no dejar escapar nada»]. En todo el ensayo, la argumentación de Robbe-Grillet va en el sentido de minimizar la ruptura trágica del pacto metafísico y subrayar el antropomorfismo de la novela existencialista. Ahora bien, ¿no es verdad que Sartre mismo afirmaba el humanismo de su filosofía? Lo que Robbe-Grillet, subrepticiamente, echa en cara a Camus y a Sartre es no ir lo suficientemente lejos en su tentativa a causa del compromiso ético de sus personajes, que no es otro que el compromiso ético (y político en el caso de Sartre) de sus autores. En 1958 Robbe-Grillet ya está anticipando el antihumanismo de los pensadores franceses de los años sesenta y setenta (Blanchot, Derrida, Deleuze, Foucault). Pero si la tragedia es la «última invención del humanismo» para sostener el pacto, esto significa entonces que Camus y Sartre se hallan presos de un pensamiento del que no obstante no quieren renegar conscientemente, del mismo modo que sus personajes son recuperados éticamente cuando en realidad sus mismas características los llevaban en una dirección que hubiera podido desbordarlo: ¿o no se muestra Roquentin insobornable en su refutación del humanismo socialista del Autodidacto? ¿No es en esa célebre escena el personaje de Sartre mucho más nietzscheano que sartreano? Y en cuanto a Mersault, ya Blanchot había señalado la «falla» en la novela de Camus, falla cuya corrección hubiera arrojado seguramente el resultado de un relato mucho más cercano a la tentativa del Nouveau roman: la rebeldía final del protagonista, rebeldía ética (la rebeldía es la respuesta positiva que Camus encuentra para responder al absurdo del mundo) que no condice con la neutralidad exasperante de toda la novela. Blanchot afirma: Mersault debería haber permanecido impasible hasta el final; precisamente cuando el sentido (social, moral) pretendía recuperarlo negativamente, trágicamente, él debería no haber cedido en una neutralidad que lo convertía en un suplemento de las razones, éticas o significativas, que sancionaban su actuar (su no actuar) en el mundo. A la rebeldía final de Mersault, Blanchot opone el laconismo de Faulkner en el simétrico final de Santuario: cuando el verdugo coloca la cabeza de Popeye en la horca, este le pide que le acomode el jopo del peinado (Blanchot, 1977: 239).

Esto significa, aunque Robbe-Grillet no lo diga, que el compromiso filosófico de los autores, lo que es también en ellos un compromiso ético (y político), habría arruinado la potencialidad que de hecho poseían las dos novelas mayores del existencialismo como precursoras del nouveau roman. En este sentido, Roquentin y Mersault son, por momentos, más fieles a Robbe-Grillet de lo que Sartre y Camus hubieran admitido. El sentimiento trágico, la ruptura del pacto, lo que Robbe-Grillet llama la distancia interior o falsa distancia (56), constituyó, entonces, un acontecimiento novelesco necesario que vuelve posible la distancia exterior (65) que será uno de los rasgos programáticos del nouveau roman, al menos para Robbe-Grillet. Es esto lo que convierte a las dos novelas existencialistas en precursoras. Este carácter precursor se desprende con toda limpieza del ataque de Robbe-Grillet, aunque parezca paradójico. Pues, para ser precursor, es evidente que ante todo el texto debe ser diferente: si La nauseé o L'étranger hubieran sido cabalmente «objetivistas», no habrían sido precursoras, sino que habrían iniciado, ellas mismas, el nouveau roman. El texto precursor tiene un carácter ambivalente, doble: anticipa ciertos rasgos que serán codificados después pero, al mismo tiempo, conserva rasgos no reconocibles (o ya codificados) sin los cuales precisamente los rasgos nuevos no podrían apreciarse por contraste.

El caso de La nauseé y L'étranger es significativo. Por un lado, Robbe-Grillet se ve obligado a volver sobre sus tentativas porque ambas se erigen como obras insoslayables en el panorama de la novela francesa moderna. Pero este motivo, por sí solo, sería una mera frivolidad. Resulta también significativo que estas novelas, si uno las considera en el horizonte de la renovación novelesca del siglo XX, horizonte en el cual se inscriben esos nombres a los que Robbe-Grillet vuelve una y otra vez (Joyce, Pavese, Beckett, Svevo, Proust, Gide), parecen de un vanguardismo módico. Esto es: La nauseé y L'étranger, desde el punto de vista de los procedimientos novelescos, son poco rupturistas. Es evidente que su importancia radica en otro lugar y que ese otro lugar tiene relación con la filosofía o, de modo más general, con el pensamiento. Formalmente más convencionales que las tentativas vanguardistas que le son contemporáneas, las novelas de Sartre y de Camus tematizan, sin embargo, las preocupaciones centrales de Robbe-Grillet: el estatuto de los objetos, el problema del conocimiento del mundo, el lugar de lo perceptivo, una cierta concepción fenomenológica del narrador, las cuestiones del ente y del ser, el significado de la nada, el sentido del mundo o su falta.

La relación del nouveau roman con las dos obras capitales del existencialismo es, entonces, compleja y no está exenta de equívocos. Para el escritor latinoamericano, «existencialismo» y «nouveau roman» llegan a sus costas como «escuelas» o «movimientos». Pero la relación que establecen los novelistas, si es una relación productiva, introduce los necesarios matices en las obras y deja de lado las generalizaciones que siempre se mueven en un terreno de aniquilación de las particularidades. Es pueril preguntarse si tal escritor latinoamericano es existencialista o nouveau roman, porque las relaciones entre estas dos palabras están lejos de ser estables y dadas de una vez y para siempre. Pero no se puede soslayar que La nauseé y L'étranger constituyen momentos de la novela insoslayables para considerar la ruptura extraordinaria que provocan los primeros relatos de Robbe-Grillet.

Literatura, filosofía y cine

En 1956, dos años antes del ensayo de Robbe-Grillet, se publica en Argentina Zama de Antonio Di Benedetto. En 1973, Juan José Saer escribe un prólogo en ocasión de su reedición: este texto se hizo célebre (fue recogido en su libro de ensayos El concepto de ficción), junto con su autor, lo que contribuyó a una todavía indecisa celebridad de Di Benedetto. En ese prólogo, enfático y contundente como suelen ser sus textos críticos, Saer relaciona Zama tanto con el existencialismo como con el nouveau roman.

A mediados de los cincuenta, el existencialismo ya era en Argentina una corriente de pensamiento conocida y convertida en vulgata. Esta precisión, que Saer subraya con su mordacidad habitual, no invalida los usos legítimos que el sartrismo había encontrado, por ejemplo, en la revista Contorno. Además, ya Ernesto Sabato se había acercado al existencialismo francés y El túnel, que Camus había elogiado, había sido publicada en 1948. Los cincuenta son años en los cuales en Argentina se discute no solo el existencialismo sino también el problema de la literatura nacional y el estatuto de la estética realista. En este contexto, solamente los rasgos existencialistas de Zama (que Saer menciona pero no especifica) podían volverla legible aunque su publicación pasó prácticamente desapercibida (Saer, 2004: 46). Parece haber ahí una contradicción en la argumentación: si Zama puede ser considerada existencialista desde cierto punto de vista, aunque en el fondo se aleje de esa corriente, ¿por qué, entonces, su aparición no tuvo ninguna repercusión, dado que el existencialismo era parte del ambiente? Saer no obstante da, aunque sin matiz, una razón que diferencia la novela de Di Benedetto del existencialismo: el giro sociológico del sartrismo, que introduce «un elemento voluntarista que es extraño a la narración» (2004: 46). No está lejos de nuestro argumento anterior: el giro sociológico obedece al compromiso con el marxismo. Pero es justamente el voluntarismo del novelista, tanto en el final desencantado de La nauseé, con su esperanza puesta en la utopía negativa del arte, como en el final rebelde de L'étranger, lo que resulta problemático en el despliegue de cada una de las dos novelas.

Pero hay otro argumento que le permite a Saer alejar a Di Benedetto del existencialismo: este argumento es del orden de la evaluación. Zama sería mejor novela que las otras dos. Porque mientras las novelas de Sartre y de Camus se apoyan masivamente en la filosofía, Zama, en cambio, encuentra, espontáneamente, a la filosofía, «como Edipo a su padre desconocido en la encrucijada trágica» (2004: 47). De La nauseé, Saer afirma directamente que «ilustra» una filosofía previa, mientras que con Camus es más matizado. El juicio suena exagerado: si seguimos nuestro razonamiento tal cual lo hemos desplegado hasta acá, las novelas de Sartre y de Camus son importantes a pesar de la filosofía que ilustran que, más bien, las arruinan en el desenlace. Es un argumento purista extraño en Saer, pero que se explica porque sus intervenciones ensayísticas siempre fueron golpes de polémicas puntuales, indiferentes a la coherencia de una poética unificada: es como decir que Balzac no es tan buen novelista porque posee una «sociología» o una «fisiología» previa. Hay aquí una cuestión de límite disciplinar (el límite entre la literatura y la filosofía) que debería preocupar a la universidad y a la historia de las ideas (y Saer se muestra siempre mordaz con ellas), no al novelista (ni al crítico). No obstante, Saer afirma:

De este hecho podemos inferir una distinción precisa entre literatura y filosofía: distinción que no se encuentra en el objetivo de reflexión sino en la fase del proceso de creación o de expresión en que ese objeto se halla ubicado: anterior en el caso de la filosofía; dentro, en alguna parte, en el caso de la narración.

(2004: 47)



Esta definición de la filosofía es sorprendentemente estrecha, más todavía si consideramos que el existencialismo le debe mucho a la fenomenología que, como método filosófico, supone justamente la no anterioridad del objeto. El argumento de Saer es, en el fondo, más sociológico de lo que él mismo hubiera estado dispuesto a admitir: Zama es existencialista, pero es superior al existencialismo porque, escrita en español y en la periferia de la cultura occidental (mejor dicho: en el arrabal de su periferia; Di Benedetto, mendocino, escribe en la periferia de esa periferia que es Argentina), llega a problemas semejantes a los de Sartre y Camus, que brillan en el centro mismo de la cultura y la lengua occidentales. Más aún, dice Saer: Zama utiliza sistemáticamente la mise en abyme veinte años antes de que el nouveau roman la codificara como uno de sus procedimientos característicos (2004:48).

Claro que a Saer no le interesa entonces examinar estos vínculos en profundidad, sino contribuir a la canonización de la mejor novela de quien era también su amigo. La circunstancia de un prólogo justifica la intención y la falta de matiz. Lo que resulta extraño es que, treinta años después, se siga insistiendo en lo mismo, el rechazo o el abrazo de tal o cual filiación, como si no fuera un problema que más bien merecería ser examinado en sus implicancias novelescas específicas.

Para volver al argumento de Saer: si Zama da «espontáneamente» con la filosofía, ¿no hay que extraer de ese hecho la conclusión de que la novela argentina está pensando en sintonía con la novela francesa? ¿No sería mejor, en vez de afirmar o de negar la filiación de Di Benedetto con el existencialismo y/o con el nouveau roman, examinar los procedimientos por los cuales ciertos relatos escritos en Argentina convergen con interrogaciones, preocupaciones y problemas semejantes a los que se plantean los colegas del otro lado del océano?

En 1958 (el año del ensayo de Robbe-Grillet) se publica Declinación y ángel de Di Benedetto, con dos relatos: «El abandono y la pasividad» y el texto que da título al libro. «El abandono y la pasividad» es, según algunos, el primer relato «objetivista» de la literatura en lengua española (Solá González, 1965, citado por Néspolo, 2004: 158-159). «Declinación y ángel», por su parte, con una estética muy cercana al cine, parece también inscribirse en este gesto anticipatorio, toda vez que el nouveau roman constituyó un movimiento no solamente novelesco sino también cinematográfico, ejemplarmente en la obra de Robbe-Grillet. El problema del relato fílmico y su influencia (o no) en el relato novelesco es también en general tratado con la misma preocupación por la defensa de la «originalidad» de la literatura (o por el lamento de su falta). Cuando no, el análisis recae sobre los procesos de importación de procedimientos, con lo cual volvemos a los límites disciplinares: de un lado, el cine, del otro, la novela. Pero si algo prueba la obra de Robbe-Grillet es que la experiencia narrativa moderna no soporta esta separación disciplinar: literatura, cine, filosofía. Paradójicamente, la preocupación por lo disciplinar termina obturando la especificidad (noción que no hay que confundir, en modo alguno, con el problema, exterior, del límite disciplinar): la separación de «ámbitos» lleva a hacer recaer todo el peso de la importancia de uno de ellos en la «mezcla» con el otro. Así, la novelística de Di Benedetto se beneficia «parasitando» procedimientos propios del cine, del mismo modo que Zama «daba» espontáneamente con la filosofía (como si la novela le debiera lo vanguardista solamente al procedimiento que le viene de afuera). Habría que invertir este modo de pensar: es más bien la insistencia en el trabajo con el propio material, el material específico (novelesco), lo que desemboca en una problemática que excede lo literario (la novela). Es la búsqueda inmanente lo que lleva a la novela, al cine y a la filosofía más allá de sí mismas, poniendo en jaque el sí-mismo que las constituye, esencialmente, como tales2. Y es allí, fuera de sí mismas, donde se encuentran, donde convergen: no en el «ámbito» de la otra (noción metafísica que presupone «ámbitos del Ser»), sino en el Afuera a partir del cual cada una recomienza.

La imagen novelesca

Es Jean Ricardou, escritor de la segunda generación del nouveau roman y crítico de Tel Quel, quien ha dejado una teoría cabal y minuciosa del movimiento francés. Resulta singular que sus ensayos, laboriosos y lúcidos, no sean tenidos en cuenta en la bibliografía en lengua española a la hora de hablar sobre el nouveau roman.

Ricardou piensa la ficción narrativa como una entidad paradojal. Por un lado, todo relato postula un objeto, real o imaginario, que llamamos referencia. Por el otro, todo relato está sometido a la linealidad en la cual se genera y desarrolla, lo que llamamos escritura. Ricardou extrae de esta duplicidad una definición sencilla pero elocuente de la ficción: es el agenciamiento entre la dimensión referencial (representativa) del relato y su dimensión escritural (literal). Ricardou piensa el relato de ficción en términos productivos: el agenciamiento refiere a la tensión, irresoluble por principio, entre tendencias contrapuestas, la tendencia a la referencia (cuyo predominio desemboca en la ilusión representativa) y la tendencia a la escritura (cuyo predominio desemboca en la ilusión literal). La ficción, por lo tanto, no se confunde ni con la letra del texto ni con la referencia (real o imaginaria), sino que es la tensión misma entre las dos tendencias del relato (Ricardou, 1990: 40-43).

Ahora bien, ¿por qué la ficción sería una entidad paradójica? Porque, para Ricardou, el relato verbal se debate en una doble imposibilidad: siendo lineal, postula un objeto que excede la dimensión temporal y, presuponiendo lo espacial, está obligado a seguir el orden de la sintaxis. La descripción es el procedimiento por el que la novela se encuentra con esta paradoja (de la que el cine está liberado): ante la descripción verbal de un objeto, al lector se le presenta una doble demanda: o bien atiende a la sucesión de las palabras, con lo cual pierde la espacialidad del objeto, o bien atiende a la simultaneidad de lo percibido (mejor: de lo visto), con lo cual pierde la temporalidad de la palabra.

Dicho de otro modo, lo que se ve es simultáneo, lo que se dice, lineal. Lo que se ve es espacial, pasible de descripción; lo que se dice, temporal, fundamenta la narración. Lo que se describe se sustrae a la temporalidad: ¿qué sería de un objeto cuyo tiempo de descripción fuera también tiempo de la historia? Sería un objeto pasible de un cambio cuyas consecuencias afectarían la unidad misma de la descripción. Por su parte, la narración avanza sustrayendo la espacialidad a sus objetos, esto es, escamoteando la simultaneidad de lo que sucede, haciendo unilineal lo múltiple.

La novela del siglo XX incorpora el tiempo a la descripción (somete a la contingencia la unidad espacial del objeto) y asume la multiplicidad de lo que acaece forzando la linealidad del relato escritural. Es decir: se quiebra la convencionalidad de lo espacial mezclando el tiempo del discurso con el tiempo de la historia y se interroga la convencionalidad de lo temporal yuxtaponiendo la simultaneidad espacial de lo que acontece. El procedimiento más efectivo para la consecución de este quiasmo es la narración en tiempo presente, que las novelas y cuentos de Di Benedetto (como las de Robbe-Grillet) utilizan de manera predominante. El relato en presente crea el efecto de una simultaneidad entre lo que se narra y lo que sucede. Esto supone que el tiempo de la historia, convencionalmente lineal, se espacialice: lo que pasa antes y lo que pasa después, se determina, espacialmente, por lo que está antes y lo que está después: «Las manos del adolescente se retuercen, acuden a los ojos y los frotan. Todo ese cuerpo se estira en el asiento, desperezándose» (Di Benedetto, 2009: 190). El orden temporal de las acciones lo sugiere el orden espacial de la sintaxis: primero el retorcimiento de manos, después el frotamiento de los ojos y por último el estiramiento del cuerpo. Pero esta «sugerencia» es solo consecuencia de la cristalización de los protocolos narrativos: más bien deberíamos decir que el tiempo de la historia se diluye en el espacio de la sintaxis (nada de «tiempo real», que es solo un efecto de lectura). De ahí la casi ausencia de conectores temporales en «Declinación y Ángel». En las formas cristalizadas de la narración, la abundancia de marcas temporales termina teniendo como paradójica consecuencia la volatilización de la temporalidad: la puntualización de «antes», «después», «años más tarde», «pasaron meses», etc., lejos de hacer perceptible el tiempo, lo disimulan. Por el contrario, el escamoteo de la modalización temporal, en el relato moderno, tiene como consecuencia señalarlo, mostrarlo o, mejor, volverlo experimentable. Diluir el tiempo de la historia en el espacio de la sintaxis es el modo más efectivo de, silenciando el transcurrir temporal, volverlo sensible como tal. Esta paradoja permitiría comprender la eficacia del tan mentado laconismo dibenedettiano: habituados al énfasis narrativo y, por lo tanto, insensibilizados para su experiencia, la austeridad reactiva la sugestión sensible de lo que se escamotea.

Por su parte, la descripción engendra la convención de un espacio. La cristalización de esta convención tiene por consecuencia esa ideología de lo visible que determina de cabo a rabo la teoría narratológica, sobre todo en cierto exceso de antropomorfización de la instancia narrativa. La narración convencional hace coincidir la voz narrativa con el narrador como dispositivo lumínico cuyo ojo posibilita lo conocido-narrado: decir es ver y ver es decir. La problematización de esa convencionalidad se lleva a cabo en el siglo XX mediante numerosos procedimientos. En «Declinación y Ángel», se abre una distancia entre lo que se dice y lo se ve. De hecho, los impersonales «se ve», «se revela», «se manifiesta», etc., que abundan en el relato, ponen en funcionamiento esta reflexión sobre la visibilidad de lo que se narra. En algunos momentos, la visión se atribuye a alguno de los personajes, como en la escena de la discusión entre Cecilia y Silvia, en la cual el escamoteo del rostro de la ama se revela después como una abstención de la sirvienta a mirarla de frente (2009: 199). Esta reflexión del decir sobre el ver separa uno de otro y pone en juego su discontinuidad, su irreductibilidad: afirmar que en esto hay una transposición de mecanismos del relato cinematográfico es confundir el procedimiento con su efecto. Lo mismo vale para la utilización del tiempo presente. Desde que el aparato óptico es sometido a un examen por la instancia narrativa, es imposible que focalización y narración coincidan, coincidencia que es intrínseca al relato cinematográfico. En este sentido, el montaje que realiza la focalización debe ponerse en tensión con el montaje que asimismo realiza la frase: es esta tensión la que permite evitar tanto la ilusión referencial (en este caso, la ilusión visual, cinematográfica) como la ilusión literal (el laconismo dibenedettiano, la limpidez y sequedad de su sintaxis).

Tomemos el caso de los numerosos planos-detalle de «Declinación y Ángel». En el cine, el plano-detalle funciona en relación con el grado de visibilidad de cierto objeto. El plano-detalle es enfático: hace visible lo que en un plano general es invisible o poco nítido (es informativo, mostrativo) o busca la activación de alguna connotación (es significativo). El cuadro se acerca o bien para hacer ver o bien para connotar. Ahora bien, en «Declinación y Ángel», la insistencia en atribuir la acción de los personajes o bien a sus manos o bien a sus pies, no tiene en principio que ver ni con la visibilidad ni con la significación. Cuando en el comienzo del relato, son las manos de Cecilia (y no Cecilia) las que buscan el bolso o las manos del joven (y no el joven) las que sacan la caja de bombones, hay un complejo de montajes, visual y verbal, que trabajan desapropiando el procedimiento fílmico (2009: 190-191). Hay numerosos fragmentos en los cuales son las extremidades, y no el cuerpo entero, las que realizan las acciones; esto significa que las consecuencias de las acciones en esta historia son atribuidas a entidades extrañas que solamente el hábito nos hace pensarlas como parte de una unidad corporal: «Un dedo de mujer aprieta tres veces, en la botonera, el timbre…» (2009: 196). Leamos esta frase como una importación del procedimiento cinematográfico, el plano-detalle del dedo de Cecilia. Visualmente, el plano introduce un corte, el corte del encuadre, por el cual la percepción se ve alentada, o más bien obligada, a reponer lo que falta: la unidad del cuerpo, que no es otra cosa que la unidad del actante, del individuo o del sujeto. El encuadre corta necesariamente: está sujeto a la convención visual de la unidad corporal, es imposible no ver el dedo como una metonimia del sujeto. El espectador decodifica: «X toca el timbre». Ahora bien, la sintaxis, por su parte, no corta nada: nos dice que un dedo de mujer aprieta tres veces el timbre. Es decir que allí donde se ve un corte, al mismo tiempo se escucha una continuidad. «El cuerpo de Cecilia da media vuelta y ahora ella está despótica y fría» (2009: 198). Del dedo se pasa al cuerpo: lo decible y lo visible trabajan en la enajenación de los sujetos de sus cuerpos. Ante la mirada de la sirvienta, Cecilia es menos que un ser humano: es un cuerpo déspota cuyos impulsos tanto autoritarios como sexuales la separan de sí misma: «Ahora se ve levantarse el cuerpo de Cecilia y caminar como decapitado…» (2009: 199). Es la sirvienta quien ve así a su ama: sin cabeza. La furia de Cecilia vendrá asimismo de su cabeza, esa cabeza que está a punto de ser decapitada. La escena no es «visual»: ese plano anómalo no tiene nada de cinematográfico. Pero tampoco el narrador describe meramente la furia de Cecilia: más bien el relato hace la experiencia física de esa furia utilizando como soporte la conciencia de la sirvienta.

El cine busca connotar la imagen visual debido a su natural denotativo. La novela, el relato, buscan, por el contrario, denotar la imagen verbal debido a su natural connotativo. Las manos, los dedos y los pies de «Declinación y Ángel» son, simplemente, manos, dedos y pies, con toda la extrañeza que permite nombrarlos como separados: ni actantes ni pacientes, ni objetos ni sujetos, permanecen indecidibles entre la inocencia de las víctimas (las manos de los niños que agarran los bombones) y la culpabilidad imposible de los victimarios (el padre de Ángel, cuyas manos lascivas se inculpan por omisión, por no ser las manos que protegen a su hijo de la muerte).

Habría que entender el laconismo dibenedettiano no como pudoroso sino más bien como sustractivo. El pudor presupone que no se dice todo lo que se ve, que la escritura carece de algo en relación con la imagen visual. De ahí la correlativa teoría de la participación del lector que «llena» las «lagunas» del relato. Habría que considerar más bien la ausencia en su dimensión positiva: la falta es constitutiva de la experiencia narrativa y no presupone ninguna demanda de colmado. De nuevo, la falta viene de la cristalización de convenciones narrativas, que dictan que los personajes deben ser descritos como cuerpos enteros y no solamente en partes. Solo la presuposición de esta convención permite hablar de laconismo en sentido de falta, de carencia. Sucede que la imagen visual es un mensaje continuo. La escritura, por el contrario, es potencia de discontinuidad, de interrupción. La potencia se afirma contra la falta. El examen del aparato óptico va en la dirección de la potencia de la escritura, no de su carencia. Escuchamos la extraña complicidad erótica que se establece entre Cecilia y el muchacho del tren: probablemente, la escena filmada obturaría esa escucha.

En ocasiones, la palabra parece dirigirse más certeramente hacia una imagen visual multiplicando la figuración y no reduciéndola al mínimo, como a menudo se dice que lo propone Robbe-Grillet. En realidad, Robbe-Grillet ataca programáticamente el adjetivo calificativo que postule una analogía metafísica: no niega simplemente la figuración. En Di Benedetto, se produce una inversión por la cual la imagen visual no ayuda a precisar la expresión verbal, sino que es la palabra la que vuelve posible cierta «visión»: «Cecilia [...] responde con el gesto de la resignación: "¿Qué puedo hacer?"» (2009: 209). La frase no es redundante con respecto al adjetivo que caracteriza la expresión de Cecilia («resignada»), sino que expande su gesto, lo precisa y lo ciñe: «Cecilia [...] sonríe [...] con un aire de aceptado sacrificio» (2009: 210). Ese «aire» vuelve visible mejor que cualquier descripción presuntamente objetiva, solamente física, el rostro de Cecilia en la situación en la que se encuentra. La palabra, entonces, deja una huella en la imagen que permite captarla en un nivel que va más allá de lo visual.

En su libro Ejercicios de pudor, Jimena Néspolo se esfuerza por alejar «Declinación y Ángel» de toda tentativa de filiación con el nouveau roman, especialmente con la obra de Robbe-Grillet, quien parece causarle una antipatía tanto más innecesaria para la lectura de Di Benedetto cuanto injustificada. Néspolo afirma que «Declinación y Ángel» puede filiarse con la narrativa behavorista de John Dos Passos, con la narrativa existencialista de Sartre y Camus, y con el cine neorrealista italiano. Ahora bien, la caracterización general que hace de estas narrativas permitiría, por su misma falta de matiz, incluir perfectamente a Robbe-Grillet: «Los autores citados diseñan una específica forma de narrar, que prioriza la percepción objetiva de la realidad y erige como principal pilar de la narración a aquella subjetividad de la que es deudora la percepción» (Néspolo, 2006:137). Justamente lo que hacen la novela y el cine de Robbe-Grillet. Lo cual no es casual: el mismo Robbe-Grillet, lo vimos, reconoce en Sartre y en Camus una necesaria ruptura novelístico-filosófica sin la cual el nouveau roman no habría sido posible. Por otra parte, si seguimos a Deleuze, el neorrealismo italiano constituye uno de los goznes del cine antiguo al moderno, de la experiencia de la imagen-movimiento a la de la imagen-tiempo (Deleuze, 1987: 11-18): el cine «moderno», «experimental», el contemporáneo del estudio de Deleuze, esto es, la nouvelle vague, Resnais y Robbe-Grillet, trabaja en la brecha abierta por el neorrealismo italiano.

Pero el argumento más endeble de Néspolo es el modo en el que entiende el neorrealismo. Para definirlo, cita a Lotman, para quien el neorrealismo se caracteriza por el lenguaje popular de sus personajes. Néspolo concluye: «En la misma línea, los protagonistas del relato de Di Benedetto [...] son personas simples que viven en un mismo edificio, en una ciudad cualquiera...» (2004: 140). Contra una concepción puramente temática que define al neorrealismo a partir de la crítica social, Deleuze propone una noción más formal: el neorrealismo italiano se caracterizaría por el cuestionamiento de la imagen-acción que definió al cine clásico; esto es, por un debilitamiento del esquema sujeto-afección-acción que desembocaría en una narrativa tendiente a liberar imágenes ópticas y sonoras puras. El sujeto del relato neorrealista deja de ser actante y deviene perceptivo: se caracteriza menos por hacer que por ver, por percibir (Deleuze, 1987: 14-15).

Si trasponemos esta noción, notaremos que no solo este relajamiento del esquema sujeto-afección-acción puede caracterizar perfectamente a las narraciones de Di Benedetto, sino también a las primeras novelas del francés. La jalousie, por ejemplo, sería un caso extremo de este relajamiento que libera imágenes ópticas y sonoras puras, para no hablar de Zama, en la cual el ejercicio de la paciencia de su protagonista lo libera de toda acción sobre los sujetos y las cosas. También para Deleuze, El año pasado en Marienbad de Resnais, con guion de Robbe-Grillet, es la última de las grandes películas neorrealistas (Deleuze, 1987: 19).

En el relato que nos ocupa, la acción es ciertamente importante y dramática. Sin embargo, el debilitamiento del esquema sensomotor que caracterizaría al realismo clásico (lo que Deleuze llama el montaje orgánico que da origen al modelo narrativo realista) ya puede apreciarse en el relato de Di Benedetto. Notablemente, el pasaje del hacer al ver (o al percibir en general): lo que la instancia narrativa dice que «se percibe» (se oye o se ve) acompaña lo que también los personajes perciben. El drama del relato es más óptico, más sonoro, que propiamente «narrativo». Lo que se relaja es la conexión lógico-causal y el relato tiende a yuxtaponer imágenes óptico-sonoras presumiblemente puras. Claro que el lector puede «reponer» esa lógica, pero la instancia narrativa, esa extraña voz-ojo, se limita a montar las secuencias sintácticas: así, los sintagmas verbales tienden a ser remplazados por sintagmas nominales que permanecen indecidibles entre lo narrativo y lo descriptivo:

Chorrillos blandos de la flor del baño. Los ojos de Cecilia bañados por la lluvia, entrecerrados, para no anegarse, se levantan a ver. Los chorritos se afinan, amenguan. Últimas gotas.

Manipuleo violento de las llaves.

Zuecos de madera que van dejando rastros de agua por el camino de baldosas que antes recorrieron las piernas de la sirvienta.

(2009: 200)



Los sintagmas nominales relajan (o disuelven) la secuencia sujeto-verbo-objeto y su correlato «visual»: sujeto-acción-efecto. Al no coincidir el sujeto gramatical con el sujeto actante de la narración («ojos», «chorritos», «zuecos»), la secuencia yuxtapone actos cuya conexión queda a cargo del lector que infiere. Lo interesante es que el efecto de plano-detalle es una consecuencia de esta separación de sujetos gramaticales y sujetos actantes. Pues en definitiva, ¿quién autoriza al lector a «ver» solamente los zuecos arrastrándose por el piso y no el cuerpo entero? El narrador aprovecha la cristalización voz-luz, voz-mirada, del relato clásico o realista. No obstante, esa voz dice cosas que no se encuentran en el recorte del encuadre, como el hecho de que esas baldosas hayan sido antes recorridas por las piernas de la sirvienta. ¿Cómo funciona este dato? ¿Es una información anodina que se sobreañade al plano-detalle? Es más bien la conciencia de Cecilia, que comprueba la ausencia de la sirvienta (después de la pelea, la mujer se fue, renunciando al puesto o considerándose despedida), la que sobreimprime esa ausencia a la imagen de los zuecos sobre el piso. Esto significa que la subjetivación de la focalización no se realiza solamente por medio de encuadres subjetivos, sino también verbalizando la secuencia que amenaza con caer, por su mismo montaje, en la ilusión visual. Mientras Cecilia deja huellas húmedas (el lector decodifica: Cecilia se quiere bañar, comprueba que se queda sin agua, sale de la ducha y camina a medio secar, etc.), y esas huellas son captadas por el narrador-cámara, por el narrador-ojo, la intensidad de la imagen viene de una constatación verbal: la ausencia de la otra, el sentido ambiguo (culpa, enojo, desprecio o remordimiento) que esa ausencia provoca en los pasos de Cecilia.

Si hay una conexión entre el relato de Di Benedetto y el cine del neorrealismo italiano se debe a este debilitamiento del esquema sensomotor. A su vez, este debilitamiento no explica el carácter doble, visual-verbal, de la imagen novelesca, con lo cual el análisis del relato en relación con el cine queda incompleto si no se considera la especificidad material de la narración escritural. Por otra parte, la conexión con el neorrealismo italiano, lejos de servir al argumento contra la filiación de este relato con el nouveau roman, contribuye a combatirlo, toda vez que el neorrealismo mismo, en las posibilidades que le abre a la narración, aparece como un precursor insoslayable del nuevo cine y la nueva novela, esto es, del nuevo relato. No hay originalidad de ningún ámbito, sino convergencia, avance procedimental que impacta en el relato futuro. Deleuze mismo afirma que John Dos Passos anticipa al neorrealismo italiano3. Si, puestos a elegir, finalmente la literatura siempre está antes (aunque esto no constituya de por sí ningún mérito), esto se debe nomás a que el cine es un arte nuevo, joven. Néspolo, por el contrario, entiende la novela behavorista americana como un fenómeno directo del impacto del cine en la literatura, exactamente al revés del modo en que lo entiende Deleuze4.

Ahora bien, cuando Néspolo acepta la relación del relato de Di Benedetto con el nouveau roman, lo hace solamente para restarle originalidad a la vanguardia. En este contexto, Néspolo vincula la primera parte de «Declinación y Ángel» con La modification de Butor (Néspolo, 2004: 133-137). Pero de esta última hace una interpretación psicologista. Más aún: escamotea esta interpretación en un aparentemente objetivo parafraseo del argumento:

La novela se construye sobre la lenta transformación interior de un hombre que parte para Roma para volver con su amante, y decide por fin dejar las cosas tal como están, quedarse con su mujer y sus hijos y continuar con su actividad de viajante de comercio.

(2004: 135)



Ahora bien, bastaría con leer el minucioso análisis que realiza Ricardou de la novela de Butor para poner en cuestión la lectura psicologista de Néspolo, de cuya justificación prescinde. Ricardou demuestra de modo convincente que la «modificación» del protagonista de la novela es el resultado de la progresión espacio-temporal de su dispositivo: cuanto más avanza en el espacio el personaje, más atrás retrocede en el tiempo, de modo tal que el trayecto entre París y Roma es el itinerario de una dinámica espacial que traduce formalmente el lugar común amoroso: cuanto más lejos del objeto amado, mayor es el deseo, y viceversa (Ricardou, 1990: 50-55). Dicho de otro modo: la lectura que Ricardou hace del mecanismo muestra que Butor toma un motivo psicológico y lo pone a jugar en un sofisticado dispositivo espacio-temporal, en el cual la superposición de tiempos, en simultáneo con el traslado en el espacio, producen la modificación del plan del personaje. No hay «transformación interior», como afirma Néspolo: hay transformación productiva del relato, como demuestra Ricardou.

Entendemos que es deliberado el uso que Butor y Robbe-Grillet hacen de los motivos psicológicos de la novela. El caso paradigmático es La jalousie (que puede traducirse por La celosía o por Los celos): ¿es el marido de la mujer el que espía los encuentros mundanos en esa mansión del trópico?; ¿es un narrador omnisciente que nos quiere hacer creer que es un personaje?: ¿o no es ninguna de las dos cosas? Lo incómodo de la respuesta irritaba a Sabato que, lejos de intentar leer a Robbe-Grillet, reaccionó con la iracundia propia de un crítico tradicionalista:

Estamos ante un par de amantes o de presuntos amantes, observándolos desde la amarga posición geométrica del cornudo. ¿Qué debemos esperar, ahora? Es sabido que un señor carcomido por los celos no es el ser más apto para guardar una ecuánime actitud descriptiva del Cosmos...

(2006:42)



¡Qué lejos está Sabato de la minuciosidad analítica de Ricardou! Bastaría recordar el ensayo de Blanchot para comprender que, precisamente, lo indecidible del narrador de La jalousie está en el meollo del asunto. Como una cámara, el narrador-ojo describe lo que ve: no es, entonces, ni un narrador omnisciente ni el marido celoso, sino propiamente nadie, del mismo modo que nadie narra cuando la cámara muestra las imágenes (Blanchot, 1991: 185). Ese nadie es el vacío constitutivo de todo relato que se sustraiga a la dependencia óptico-gnoseológica que cristalizó la codificación del narrador realista: omnisciente, equisciente, infrasciente. Aquí la percepción remplaza todo «saber»: el relato no es otra cosa que lo que «aparece» ante una conciencia. Esta conciencia es sobre todo visual, porque se trata de restaurar una física de la visión ahí donde la narración tradicional fundó una metafísica, un narrador sometido al régimen epistemológico que funda la metáfora óptica.

En general, los motivos psicológicos son sometidos a esta inversión puramente óptica, exterior. Deleuze asimismo lo señala a propósito del sadismo de ciertas escenas de Robbe-Grillet (tanto novelescas como cinematográficas): el hecho de que muchas veces un personaje masculino ate a uno femenino (Le voyeur, Trans-Europ-Express), no obedece tanto al motivo psicológico de la perversión (que solamente sirve al verosímil realista), sino más bien a la necesidad de inmovilizar el cuerpo para la obtención de una imagen, pasible de descripción (Deleuze, 1987: 182). Del mismo modo podría explicarse el voyeurismo, característico tanto de Robbe-Grillet como de Di Benedetto: la visión obsesiva puede ser perversa, pero es sobre todo necesaria a la pulsión descriptiva, a esa descripción que tiende a destruir el objeto y colocarse ella misma en su lugar.

Prosopopeya y humanismo

En apariencia, el breve relato que encabeza Declinación y Ángel estaría en las antípodas del objetivismo:

«El abandono y la pasividad» no está constituido por cosas, sino por imágenes, por situaciones óptico-sonoras absolutamente dinámicas -a diferencia del estatismo de las descripciones de Robbe-Grillet- que ostentan la inocente virtud, a la manera de las películas de Michelangelo Antonioni, de apresar el tiempo en su singularidad.

(Néspolo, 2004: 160-161)



Néspolo traslada sin más la noción de «situación óptico-sonora» de Deleuze: para ella, la pretensión de Di Benedetto de construir un relato como si fuese un film permanece indiscutida. De ese modo, se pasa por alto el hecho de que «El abandono y la pasividad» no está constituido, en modo alguno, por imágenes óptico-sonoras, sino por palabras. Por otra parte, la oposición imagen/cosa atribuye a Robbe-Grillet una ingenuidad que solo puede deberse a la falta de matiz: como Robbe-Grillet insiste en sus ensayos, heideggerianamente, en la idea de «coseidad de la cosa», de eso se concluye que su pretensión es construir un relato con «puras cosas», como si la cosa fuera algo que pudiera darse por sí misma5. Pero Robbe-Grillet piensa, justamente, que para liberar la imaginación es necesaria una sustracción del sentido antropomórfico de las cosas, que escamotean su materialidad y nos entregan objetos ya constituidos, conocidos y dominados. La oposición imagen/cosa es filosóficamente ingenua: por el contrario, para el novelista, es la imagen la que libera en el objeto la experiencia cósica:

Même si l'on y trouve beaucoup d'objets, et décrits avec minutie, il y a toujours et d'abord le regard qui les voit, la pensé qui les revoit, la passion qui les déforme. Les objets de nos romans n'ont jamais de présence en dehors des perceptions humaines, réelles ou imaginaires; ce sont des objets comparables à ceux de notre vie quotidienne, tels qu'ils occupent notre esprit à tout moment.

(Robbe-Grillet, 1986: 116-117)



[Incluso si se encuentran muchos objetos, y se describen con minuciosidad, está siempre y antes que nada la mirada que los ve, el pensamiento que los intuye, la pasión que los deforma. Los objetos de nuestras novelas no tienen jamás presencia fuera de las percepciones humanas, reales o imaginarias; son objetos que pueden compararse a los de nuestra vida cotidiana, tal como ocupan nuestro espíritu todo el tiempo].

Non seulement c'est un homme qui, dans mes romans par exemple, décrit toute chose, mais c'est le moins neutre, le moins impartial des hommes: engage au contraire toujours dans une aventure passionnelle des plus obsédantes, au point de déformer souvent sa vision et de produire chez lui des imaginations proches du délire.

(117-118)



[No solamente es un hombre el que, en mis novelas por ejemplo, describe todas las cosas, sino que es el menos neutro, el menos imparcial de los hombres: comprometido siempre, por el contrario, en una aventura pasional de las más obsesivas, al punto de deformar a menudo su visión y producir para sí imágenes próximas al delirio].

Néspolo, que se apoya más en las opiniones de su autor que en el análisis de los textos, recuerda el origen del relato «El abandono y la pasividad». Esta anécdota es significativa y, curiosamente, útil a nuestra demostración. Sabato había dado en Mendoza una conferencia en la cual, militando por el humanismo en la novela moderna, humanismo que está presupuesto en su miopía para leer a Robbe-Grillet, afirmó que era imposible escribir un relato sin personajes: de esa imposibilidad, concluía el humanismo intrínseco de toda narración. Di Benedetto respondió escribiendo este relato de pocas páginas en el cual los «personajes» son los objetos que quedan en una habitación después de (deduce el lector) una separación amorosa. Por supuesto, en principio, el carácter netamente afectivo de los objetos parece exactamente lo contrario de la frialdad superficial de Robbe-Grillet: en el relato de Di Benedetto abundan las prosopopeyas y el lector infiere la historia amorosa del destino de esa habitación vacía. Parece fácil refutar la idea de que se trata de un relato precursor del nouveau roman, afirmación que en todo caso deriva de la superficial consideración de un relato «protagonizado por cosas».

Sin embargo, ¿es esta anécdota algo trivial? ¿No hay que buscar, por el contrario, un sentido teórico en esa respuesta que Di Benedetto le da, como provocándolo, al humanismo de Sabato? Este humanismo es existencialista y Sabato lo ha explicitado en sus ensayos y novelas. ¿No puede leerse en esta respuesta una distancia semejante a la que Robbe-Grillet trazaba entre su búsqueda y la de Sartre y Camus?

Dejaremos de lado el argumento acerca del «estatismo» de la descripción de Robbe-Grillet, afirmación discutible. Examinaremos, mejor, directamente el argumento de la prosopopeya, cuyo peso en «El abandono y la pasividad» parece, por sí solo, justificar la tesis de un relato que nada tiene que ver con el nouveau roman.

Di Benedetto le responde a Sabato con un relato en el cual los protagonistas son objetos. Curiosamente, Néspolo desaprovecha un argumento a su favor: si consideramos el relato solamente como encadenamiento de situaciones óptico-sonoras, nos perdemos justamente la figuración. Es el estatuto verbal del relato lo que hace jugar la prosopopeya:

Una bocanada de luz se derramó en el cajón de la ropa de hombre; pero inmediatamente fue ahogada. La luz fue entonces sobre la ropa femenina, que mudó de continente: del cajón de la cómoda a la valija, sin la pulcritud sedosa que conoció recién planchada. Un viso, despreciado, quedó marchito y encogido sobre la cama. La malla enteriza perdió la compañía de las dos piezas de bikini.

(2009: 187)



Si el humanismo se deduce aquí de la prosopopeya, la prosopopeya se apoya masivamente en lo verbal: la escena filmada no haría legible ni el «conocimiento» de la ropa femenina, ni lo «despreciado» del viso, ni la «soledad» de la malla enteriza.

Ahora bien, el rechazo de la figuración por parte de Robbe-Grillet ha sido largamente malinterpretado. Su crítica no condenaba simplemente la figuración: consideraba que el lavado de la prosa contribuiría a la sustracción de esa tropología cristalizada que permite al pensamiento apoderarse de las cosas al punto de naturalizar al mundo como esencialmente humano. Las metáforas que echa en cara a Sartre y a Camus no son las propias de una «prosa poética», sino más bien las de una mala poesía o las inveteradas. Se trata, en general, del adjetivo que califica doblemente el objeto, física y metafísicamente, o de la utilización de metáforas que den a las cosas caracteres espirituales6. Nada dice Robbe-Grillet de la prosopopeya. Entonces, ¿es correcto derivar del antropomorfismo de los objetos un humanismo del relato? ¿No es, por el contrario, inquietante que sean los objetos los que actúen y que sean los hombres los que se muestren pasivos, testigos, apáticos, meramente perceptivos? Lo dice con elocuencia Barthes en una lectura de Robbe-Grillet que sigue siendo insuperable: los objetos de Robbe-Grillet dejan de ser tales y devienen algo así como sujetos (Barthes, 1983: 47). Del mismo modo, las manos y los pies de «Declinación y Ángel» se volvían sujetos, ante todo gramaticales. Es el sujeto gramatical (y he aquí la potencia de la imagen novelesca, su carácter eminentemente verbal) el que hace de las extremidades en uno y de las «cosas» en el otro sujetos de acción y de pasión. El objeto del nouveau roman podría ser como el objeto del minimalismo en la lectura de Didi-Huberman: un cuasi-sujeto que nos habla de una humanidad sin humanismo, un volumen del cual lo único que quedan son las proporciones (Didi-Huberman, 1992: 90). El objeto minimalista impone su opacidad vacía y su estatura, su medida: del mismo modo que el objeto nouveau roman. Es de esta humanidad sin humanismo de la que nos hablan los relatos de Robbe-Grillet y de Di Benedetto.

Por lo demás, en «El abandono y la pasividad» hay una especie de exageración y multiplicación de las prosopopeyas cuyo efecto es más complejo de lo que parece. Volvamos a la cita, que es el comienzo del relato. Que la luz solar «sea ahogada» constituye una prosopopeya «cristalizada» por el uso. Esta sería una figura antipática a Robbe-Grillet, puesto que la figuración no se percibe y la luz solar se muestra naturalmente humanizada. La ropa femenina, por su parte, «mudó de continente» y «conoció» la pulcritud: aquí la prosopopeya es más evidente, aunque todavía no del todo. Permanece un poco disimulada en el abigarramiento de la prosa. Pero ya el «viso despreciado» y, más aún, la malla enteriza que pierde la compañía de la bikini, llegan a un crescendo por el cual el relato parece acceder a un umbral de fábula.

La prosopopeya va más lejos y arma familias entre los objetos:

Una piedra, una piedra vulgar de acequia, sin aviso ni apoyo de congéneres, consigue lo que antes no logró su familia menor, blanca y efímera: la del granizo.

Rasga la castidad del vidrio de la ventana y trae consigo el aire, que es libertad, pero pierde la suya, cayendo prisionera del cuarto.

Sin la unidad que contribuía a hacerlo estable, el vidrio se descuelga de prisa y arrastra en su perdición al hermano hecho vaso.

(2009: 188)



En este párrafo las prosopopeyas tienden a liberar la cosa en el objeto: la vulgar piedra de acequia, objeto trabajado por el hombre, se hace «familiar» del granizo, fenómeno natural. Esta familiaridad es material: la figuración acerca cosas que humanamente la conciencia separa. Los objetos de la civilización y de la naturaleza, alejados, se aproximan en su pura materialidad. ¿Diremos que la prosopopeya los humaniza o, por el contrario, que los aleja del horizonte de humanidad, acercándolos en su coseidad? Lo mismo pasa entre el cristal rajado, «violado», y su hermano vaso: la hermandad dice su co-pertenencia material, reenvía el objeto humano a un ámbito mineral, extraño.

La figuración, multiplicada al máximo, acentúa la trasposición de rasgos dramáticos por la cual una serie de accidentes se transforma en una historia. La fábula de los objetos desembocará en una circunstancia propiamente «humana»: la carta que al parecer uno de los amantes dejó debajo del vaso antes de partir se mojará con la lluvia y, cuando el otro vuelva (se nos habla de sus zapatos y de sus lentes, objetos que permiten el escamoteo del cuerpo), no podrá descifrar el mensaje del papel borroneado. El azar, la contingencia, atraviesan y fragmentan la necesidad de toda historia humana. Existe, sugiere este relato, un drama no humano, una vida no orgánica de las cosas, que ocurre de espaldas al hombre. Este drama es, de algún modo, una fábula, porque está concebido desde las palabras humanas, fatalmente figurativas. Sin embargo, hace sospechar una anterioridad ontológica de la «historia» como una aventura inhumana o pre-humana. Objetos, animales, niños: los sujetos del universo dibenedettiano pertenecen a una experiencia del mundo en cierto sentido ajena a lo que, sin interrogarnos demasiado, seguimos llamando, con demasiada tranquilidad, humano.

Bibliografía

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