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Los cuentos populares o la tentativa de un texto infinito

Antonio Rodríguez Almodóvar




ArribaAbajo Introducción

La materia y el método


Nada de lo que ocurre en un cuento popular es gratuito o superfluo. Contra lo que pueda parecer, todo en él tiene un sentido, más o menos oculto, más o menos evolucionado a partir de antiguas creencias, ritos, costumbres, a través de los cuales la humanidad se ha forjado a sí misma, dejando en la tradición oral el testimonio de un camino quizás demasiado largo para lo poco que lo estimamos.

Hábilmente engarzados en esos relatos, tan simbólicos que ya ni siquiera lo parecen, llegan hasta hoy multitud de mensajes cifrados. Algunos desde ese fondo de los tiempos que venimos llamando la Proto-Historia. Otros, desde el fondo de nosotros mismos; lo cual, bien mirado, no es sino una variante de lo anterior. En todo caso, lo único que en realidad puede hacerse con los cuentos populares es intentar descifrarlos.

Para ello existen dos procedimientos. A uno lo llamaremos el natural y a otro el científico. El procedimiento natural consiste simplemente en escuchar-aprender-repetir, cuantas veces mejor, obteniendo de los cuentos la secreta sustancia de que son portadores. Es lo que hace el niño cuando entra en tan fascinante mundo, y no de cualquier modo, pues nada tienen que ver los relatos folklóricos con ciertos alardes de fantasía aleatoria con la que están fabricadas no pocas narraciones de tiempos actuales, y por ello no me extrañaría causantes de verdaderos estragos en un delicado tejido que está haciéndose. Más parece éste demandar un modelo narrativo a través del cual ir entendiendo el mundo, en el que es sin duda el más apasionante de los juegos. Lo llamaremos, a falta de algo mejor, el juego de la imaginación constructiva, esa aguda capacidad que define, por ejemplo, la mente de los buenos científicos.

Y científico es, como decíamos, el segundo procedimiento con el que sondar en la recóndita armonía de esas viejas, aunque imperecederas historias.

Etnólogos, antropólogos, semiólogos, psicólogos, psicoanalistas, pedagogos, vienen dando muestras en los últimos años de un inusitado interés por una materia que los desborda individualmente, tomando el relevo a los folkloristas -muchas veces anclados en viejos e inservibles métodos-, y ocupando, sobre todo los antropólogos, la función que correspondería a una semiótica especializada del cuento. Con palabras de Lévi-Strauss: «La antropología ocupa, de buena fe, ese campo de la semiótica que la lingüística no ha reivindicado todavía para sí, a la espera de que, para ciertos sectores al menos de dicho dominio, se constituyan ciencias especiales dentro de la antropología»1.

Pero quizás no haya que esperar a que se constituya esa ciencia, sino profundizar en el camino de la colaboración interdisciplinar, como ya se está haciendo y parece ser inevitable en la atmósfera de eclecticismo que domina muchos ambientes científicos actuales. En realidad, el problema no es para «la cosa en sí», sino para los investigadores, que cada día han de abrirse más y adquirir nuevas destrezas en campos que antes les estaban vedados, o de los que se habían autoexcluido. La excesiva especialización, que ha presidido la actividad científica -más valdría decir académica- en lo que va de siglo, empieza a resquebrajarse cuando se enfrenta con objetos tan complejos como el de los cuentos populares, que brindan pautas de trabajo para todo el que sienta curiosidad hacia ellos, desde el dialectólogo más convencional hasta el cibernético, el psicólogo evolutivo y el lógico que investiga en inteligencia artificial2.

La primera dificultad es, por consiguiente, de orden metodológico, pues habría que contar con el método propio de cada una de las ciencias aplicables, o bien -lo que resulta más difícil- hallar un método común a todas ellas, a propósito de los cuentos. Tampoco parecería lo más adecuado proceder a una simple suma de resultados, una vez que cada ciencia hubiera dicho lo pertinente en su dominio, sino tratar de integrar en una sola lectura las distintas aportaciones. Como se ve, la tarea no es pequeña y constituye, por sí misma, un apasionante desafío.

Esa lectura unitaria que proponemos -y en la que venimos empeñados desde hace años-, ha de tomar su fundamento en el hecho objetivo de que los cuentos populares, aun siendo tantos y tan variados, han venido evidenciando comportamientos que remiten a ciertas estructuras comunes, como las que detectó V. Propp en 1928, en su etapa formalista. Ellas permiten al mismo tiempo la cohesión y la diversidad de una multitud de historias, sobre las que se tiene la sensación de que, entrando por una cualquiera de ellas, se llega a todas las demás, conforme a un atareado juego de variantes, versiones, tipos, arquetipos y ciclos, cuya primera impresión induce a pensar más en el caos que en la armonía. En efecto, la ausencia de un método mínimamente seguro ha conducido a esos admirables, y caóticos, inventarios internacionales de cuentos, de los que nos ocuparemos después.

Por otra parte, los cuentos populares acusan también una cierta universalidad, que ha llamado poderosamente la atención desde que antropólogos y etnólogos del siglo pasado fijaron su atención en ello, situándose esta vez en el callejón sin salida de la dialéctica especulativa: ¿Monogénesis o poligénesis del cuento? De nuevo Propp y Lévi-Strauss vinieron a señalar un camino más factible por el lado del materialismo dialéctico, esto es, el de las contradicciones históricas que sufren todos los pueblos y les llevan a producir historias y mitos semejantes, tanto más cuanto más próximos estén unos de otros, como fue el caso de los pueblos indoeuropeos en su amplísima dispersión geográfica.

El descrédito de los historicistas, genetistas y folkloristas, cuyo «método» no pasó nunca de un rudo comparativismo, dejó sin embargo un peligroso vacío hasta los años sesenta de este siglo, vacío que coincidió, además, con la degradación y ruptura de la cadena de la transmisión oral, motivada por la presión de la cultura de masas que ha caracterizado a nuestro tiempo. Por suerte, también nos ha caracterizado una cada día más firme voluntad de rescate de señas de identidad, en torno a eso que venimos llamando la cultura ecológica. No parece sino el último bastión contra las alienaciones del alto consumo, que a todos quiere igualarnos, cuando en realidad lo que intenta es destruirnos a todos.

Pues bien, un camino mínimamente seguro y válido, como premisa metodológica para todas las disciplinas interesadas en el cuento, parte de la necesidad de describir el objeto en sus componentes internos diferenciales, esto es, las estructuras significativas (en el sentido de distintivas), con arreglo a las cuales procederá clasificar la materia en su totalidad3. Sin esto, resulta inútil meterse por los vericuetos de los orígenes y de las transmigraciones del cuento, y mucho más intentar saber qué representan. Como dice Lévi-Strauss: «Es imposible discutir sobre un objeto, reconstruir la historia que le ha dado origen, sin saber ante todo qué es; dicho de otra manera, sin haber agotado el inventario de sus determinaciones internas»4. Por nuestra parte añadiremos que la única condición para la validez científica de esta premisa es que descanse en el principio, más bien ético, de querer averiguar verdaderamente lo que es una cosa, antes de apropiarse de ella.

En pocas actividades como sobre ésta del cuento habrá habido más apropiaciones. Y de un modo particular las de los moralistas burgueses, que desde mediados del XIX, sobre todo, han cercenado, silenciado y modificado a placer lo que la sabiduría popular había ido acumulando pacientemente a lo largo de siglos, y también transformando con arreglo a sus propias necesidades de cada etapa histórica. Por eso produce hoy esa sensación tan extraña al etnógrafo el acercarse a las recopilaciones que, desde los hermanos Grimm -y aún antes, desde Perrault- circulan por la cultura de élite, como a un algo informe, un verdadero monstruo que apenas tiene que ver con el conjunto, la variedad y la frescura del patrimonio cuentístico popular.

De ahí que, en los debates sobre la vigencia de esta narrativa, surja siempre, y con razón, la pregunta de para qué sirven hoy esas historias tan viejas. Desde luego, para bien poco si nos atenemos al repertorio mutilado y banalizado que comercializan las multinacionales de la narrativa infantil, donde el ogro es perdonado, el lobo ha dejado de utilizar el trasero para derribar las casas de los cochinitos, y el pastor ya no rinde la dignidad de la princesa hasta casarse con ella o despreciarla finalmente. Sobre todo, es esto último lo más grave: que han desaparecido drásticamente todas aquellas historias que critican o cuestionan las edificantes versiones «modernizadas» de príncipes y princesas; no digamos los divertidos cuentos de costumbres rurales donde se vapulea a la institución matrimonial, a los ricos o a las autoridades políticas. De esos no suele quedar nada. Peor suerte han corrido todavía los divertidísimos y descarnados cuentos de animales, arrinconados por las bondadosas fábulas con moraleja.

Pues bien, se trata también, en esos fundamentos metodológicos, de aplicarse sobre la totalidad del objeto, es decir, sobre todos los cuentos existentes, tratando de descubrir los rasgos diferenciales que hay entre ellos, conforme al más elemental procedimiento de sistematizar, primero en el plano sincrónico, hasta lograr un conjunto exhaustivo, coherente, sin excepciones y económico (lo más simple posible). En segundo lugar, y desde el punto de vista diacrónico, habrá que descubrir cómo el propio sistema produce otro sistema contrario a él, a partir de ciertas rupturas que van indicando los saltos cualitativos que se producen cuando una nueva etapa histórica se impone sobre la anterior5.

Según nuestros trabajos -y aunque sea resumir por adelantado lo que a lo largo de este libro discutiremos detenidamente-, los cuentos populares se sistematizan en las tres clases principales de: maravillosos, de costumbres rurales (de la cultura agraria) y de animales. Estos últimos constituyen en realidad un subsistema común a las dos primeras clases, ya sea imitándolos o contradiciéndolos. A su vez, la segunda clase de cuentos, los de costumbres rurales, se articulan como una gran parodia (contradicción) de los cuentos maravillosos. Y estos últimos contienen en su propia estructura los indicios de autodestrucción, correspondientes a la etapa de transición entre el Bajo Neolítico y el asentamiento de las sociedades agrarias con sus nuevos valores: familia nuclear exógama, vitalicia y transmisora de bienes, propiedad privada, y estratificación de la sociedad en clases conflictivas. Aquellos indicios de autodestrucción se contienen en los cuentos que llamamos semi-maravillosos, y asimilados a maravillosos, entre los cuales figuran los que componen estructuralmente el ciclo de «La niña perseguida», a saber, todas las Cenicientas y Blancanieves en su extraordinaria variedad (también reducida por la visión pequeño-burguesa a sólo dos modelos), como cuentos donde se representaba la aparición del nuevo orden social y cuyo símbolo más claro es la desaparición del objeto mágico en poder de la propia heroína. En cambio, veremos cómo para el héroe de los cuentos maravillosos (mal llamados «de hadas»), la posesión del objeto mágico, que le es entregado, resulta esencial para superar las pruebas y destruir al adversario; pero también lo es su propia audacia y/o valentía. De este primer conflicto entre él mismo y lo otro, entre su libre voluntad de vencer y la limitación que para ello le supone la necesidad del objeto mágico, surgen en realidad todos los demás dilemas de los cuentos populares. Los maravillosos representan, así, la dramática superación de un sistema social arcaico («primitivo»), el régimen de clan, basado en la triple implicación individuo-grupo social-naturaleza, hasta el punto de que incluso los muertos perviven en el sistema y sólo ellos constituyen «el más allá»6; por contra, en el nuevo orden la sociedad es una abstracción donde el individuo tiende a perderse, nada es si no tiene bienes propios, y toda explicación a cuanto le sucede se remite a después de la muerte, donde están los dioses poseedores de la verdad.

Se comprenderá ahora un poco mejor por qué han desaparecido de los repertorios burgueses incluso los cuentos de animales en los que nada más -y nada menos- se ejemplifica la cruda realidad de la lucha por la supervivencia en un mundo más hostil que solidario; donde el orden ecológico e integrador ha sido sustituido por la arbitraria ley del más fuerte. Son, sin embargo, los cuentos que más agradecen y divierten a los niños, en su secreto aprendizaje de la verdad social en la que han nacido.

Erraríamos si, con todo lo dicho, sacáramos la conclusión de que sólo hay mensajes sociales en la narrativa popular. Ni mucho menos. Junto a ello, y directamente relacionados con ello, hay que situar los contenidos psicológicos, que constituyen la aportación más moderna a la interpretación de los cuentos, aunque con algunas y evidentes exageraciones. El primer contenido psicológico se induce del ya mencionado enfrentamiento del individuo con la sociedad, una vez rota la cadena de la cultura ecológica que lo integraba con su grupo y con la naturaleza inmediata. Esa lucha revestirá íntimamente multitud de formas, todas ellas presididas por la necesidad de incorporarse a la sociedad -representada en primera instancia por el grupo familiar-, sin renunciar a su yo, y construyendo, a través de los cuentos, su propio camino imaginario. Con palabras de Bruno Bethelheim: «Poder dominar los problemas psicológicos del crecimiento -frustraciones narcisistas, conflictos edípicos, rivalidades fraternas [...] obtener un sentimiento de identidad y de autovaloración. [...] El niño necesita comprender lo que está ocurriendo en su yo consciente, y enfrentarse también con lo que sucede en su inconsciente [...] ordenando de nuevo y fantaseando sobre los elementos significativos de la historia. [...] La forma y la estructura de los cuentos de hadas sugieren al niño imágenes que le servirán para estructurar sus propios ensueños y canalizar mejor su vida»7.

Más sugerente todavía resulta la investigación sobre las relaciones del cuento, el inconsciente y los sueños, como han desarrollado los seguidores de Jung, hasta alumbrar lo que serían nexos -imperfectamente conocidos todavía- entre los procesos de simbolización social que van depositándose en el inconsciente colectivo a través de los mitos y los cuentos populares, y la formación del yo8. Se trata, por consiguiente, de una conexión entre el devenir del cuento y la construcción del ego, no meramente metafórica, sino real, que tiene su fundamento, según otros, en las pervivencias en el cuento popular de antiguos ritos de iniciación, que al niño le despiertan motivos suficientes para auto-construirse su propia actividad iniciática. Así, Mircea Elíade: «El cuento retorna y prolonga "la iniciación" al nivel de lo imaginario. Si constituye una diversión y una evasión es únicamente por la conciencia banalizada del hombre moderno. En la psique profunda, los escenarios iniciáticos conservan su gravedad y continúan transmitiendo su mensaje, operando sus mutaciones. Sin darse cuenta [...] el hombre de las sociedades modernas se beneficia todavía de esta iniciación imaginaria aportada por los cuentos»9.

La propia estructuración interna de los cuentos, y los patrones arquetípicos que hay tras su aparente desorden, hacen trabajar a la mente del niño en la percepción de ese sistema latente al que aludimos, de esa gramática del lenguaje cuentístico que el niño, al igual que nosotros, también sospecha. Por eso es tan importante no negarle el conocimiento de todos los cuentos posibles, cuantos más mejor, porque así tendrá más posibilidades de descifrar el conjunto completo, como sin duda ocurriría en las antiguas tertulias campesinas, donde los niños participaban en la escucha de toda clase de cuentos, incluso los considerados «para adultos», componiendo de este modo en su mente la diversidad de los sistemas y contrasistemas. Junto a una Cenicienta de final feliz -aunque siempre arduo- aparecía otro cuento de un matrimonio rico que mal acababa entre las burlas de un pícaro, o las divertidas andanzas del lobo y la zorra en destructiva armonía de poder y contrapoder.

Las ayudas estructurales para la memorización, como la persistencia del número tres en el desarrollo del relato -que algunos atribuyen también a la simbolización del sexo; más nos parece que tenga que ver con la relación formal entre lenguaje, símbolo y sentido-10; así como las recurrencias, más todas las determinaciones organizativas de las que nos ocuparemos al estudiar la evolución arquetípica de los cuentos, contribuyen igualmente al desarrollo de la memoria en armonía con la comprensión del relato, según un cierto modo de pedagogía natural del que mucho tendríamos que aprender.

Pero sin duda hay otras muchas derivaciones formativas en el contacto con los cuentos tradicionales, entre las cuales no es menor la del descubrimiento de la literatura misma, de una forma gozosa. Para Jean Georges, por ejemplo: «Los cuentos abren las puertas de la literatura escrita y aprender a escuchar cuentos, a leerlos, conduce inevitablemente al placer, al deseo irrefrenable de leer todos los libros»11. También ha de existir un nexo entre esta cualidad actual y el origen mismo de la literatura, si como decía Propp: «El comienzo de la literatura es folklore traducido en signos gráficos»12.

En resumen, el cuento popular viene a significar el eslabón perdido de una cadena que, por un lado nos conduce a los conflictos fundamentales de la sociedad, a lo largo de toda su historia, y, por otro, a los conflictos internos de la personalidad, existiendo razones suficientes para entender que la relación entre ambos aspectos no es metafórica, sino real. Habrá que seguir descubriendo en qué consiste esa realidad; para lo cual habrá que seguir investigando en los cuentos, en ese lenguaje cuasi universal donde los más diversos héroes tienen algo en común, como por ejemplo el ser abandonados a las aguas, recién nacidos -Sargón I, Ciro, Rómulo, Krisna, Moisés, Perseo, Amadís de Gaula, Edipo, San Andrés, Simbad el Marino, El Papa Gregorio, y numerosos personajes de cuentos populares-, lo mismo que las más diversas historias se refieren a un esquema básico del que nadie puede ni quiere sacarlas, y aun cuando cada versión oral sea única e irrepetible. Se constituye así el modelo más perfecto inventado por la humanidad como tentativa de un texto infinito, que lo diga y que lo explique todo, en cada tiempo y en cada circunstancia.

Sabiendo estas cosas, el investigador ha de proceder, en un sentido, como el arqueólogo o el geólogo, consciente de que muchas veces no hallará más que unos cuantos fósiles desperdigados o, peor aún, retocados por manos inexpertas que han hecho de ricos yacimientos una escombrera de la que ir tirando. Otras veces también se encontrará con hermosas edificaciones, consagradas por el tiempo, aunque construidas con los materiales más diversos, tal como ocurre con la arquitectura suntuaria de antiguas civilizaciones13. Aquí es donde más cuidado habrá que poner en el análisis y en la interpretación. Ha de actuarse, pues, con la tenacidad del arqueólogo, la paciencia del restaurador, y la falta de prejuicios del antropólogo de la cultura; reuniendo toda la información posible acerca de una ingente cantidad de datos sobre los que hemos transitado, acaso desde niños, como sobre una antigua vía, sin reparar que debajo mismo de nuestros pies se hallaban todos los estratos de la Historia. Pero también otras veces habremos de extraer de nuestra propia historia personal el sentido de tal o cual cuento, en la mutua iluminación del relato con aquello que deseábamos, hicimos o temíamos. Y hasta llegaremos a no distinguir muy bien si lo que vamos sabiendo se refiere sólo al pasado o también al presente, a nosotros o a nuestros ancestros. Para entonces ya estaremos atrapados por la sugestión de un mundo del que no querremos salir a ningún precio.

Antonio Rodríguez Almodóvar.
Sevilla, 1989




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Como es frecuente en todo proceso de investigación, la proximidad de los materiales de trabajo establece una relación dialéctica con el plan original, que obliga a modificar tanto la delimitación del objeto de estudio como la metodología prevista. Objeto y método, por consiguiente, se van definiendo por su mutua relación, y de un modo especial en las primeras etapas del trabajo.

En el caso que nos ocupa, las modificaciones fueron múltiples, aunque no llegaron a ser sustanciales y merecerán una explicación más detallada, pues de alguna manera han de llevar al lector al terreno propio de los cuentos populares y de su taumaturgia. Nos habíamos propuesto en un principio estudiar los cuentos populares castellanos, sirviéndonos en lo posible de la moderna metodología que rige los estudios de narrativa desde que Vladimir Propp, en 1928, publicara el primer método realmente útil para conocer la estructura de los cuentos maravillosos rusos. Una sobrecarga de bibliografía estructuralista reciente, especialmente francesa (Barthes, Todorov, Greimas, Bremond, Genette, etc.), a la que se incorpora ya el generativismo y la semiótica formal14, nos había hecho temer que la cuestión del método para estudiar los cuentos populares llegaría a ser más importante que los cuentos mismos (en nuestra investigación, se entiende), por el alto grado de interés que alcanzó la polémica extendida entre los años 1965-1975, aproximadamente, acerca de la narratividad, el universo de la significación lingüística, la relación entre semántica y sintaxis y, finalmente, la gramática del texto. Todo ello, por extraño que pueda parecerle al profano, surgía de las numerosas y riquísimas sugerencias que despertó el método inventado por Vladimir Propp y, lo que es más sorprendente aún; por la estructura misma de ciertos cuentos populares. A tal extremo llega la importancia que tiene entre los lingüistas, semiólogos y etnólogos este tema, que puede afirmarse sin temor a exagerar que, gracias a los estudios que han seguido sucediéndose en todo el mundo acerca de los cuentos populares, se ha podido avanzar en caminos que parecían definitivamente cerrados en esos dominios de la ciencia contemporánea; se ha hecho más estrecha la colaboración entre disciplinas aparentemente alejadas como la antropología cultural y la crítica literaria. Más adelante veremos cómo fue posible que de un tema, en apariencia marginal; como el de los cuentos populares rusos, y sólo una clase de ellos, los llamados maravillosos (en español de encantamiento o «de hadas», denominación imprecisa que hemos de discutir en seguida) pudo provocar tamaño despliegue de interés. La cuestión llegó a tocar incluso a la antropología norteamericana, poseedora de una gran tradición de estudios sobre culturas indias del Nuevo Continente, y alcanzó significativas manifestaciones de interés en encuentros internacionales, revistas, etc. De América, en sentido contrario, vino la influencia de Chomsky sobre el tema, ya aludida; pero también vino, aunque de la otra mitad -la hispanoamericana-, un nuevo caudal de información sobre la suerte que habían corrido los cuentos populares españoles en la atareada penetración colonial de nuestra cultura.

Y así fue como, desde una Universidad norteamericana, la de Stanford, un profesor «oriundo de Colorado, de familia española», y «uno de los más fervientes hispanistas de América»15, vino a España en 1920 y la recorrió recogiendo cuentos populares de la viva voz de buenos narradores, los que todavía podían encontrarse con cierta facilidad por aquel entonces. Se llamaba Aurelio M. Espinosa. Gracias a él, y a su hijo, del mismo nombre, que en 1936 recogió más de quinientas versiones solamente en Castilla, se pudo salvar buena parte de ese tesoro antiquísimo de la cultura de nuestro pueblo, hoy sumamente mermado en las calles y en los lugares donde fue aliciente de tertulias campesinas y motivo de asombro permanente para los mayores y para los niños.

El Consejo Superior de Investigaciones Científicas publicó entre 1923-26 los tres tomos del trabajo de Espinosa padre, consistente en 280 cuentos y un extenso y pormenorizado estudio acerca de sus procedencias, parentescos y versiones, que aunque no demasiado útil para las exigencias actuales, constituyen un monumento bibliográfico característico del infinito amor con que los filólogo-folkloristas se consagraban a estas tareas. En 1946 se hizo una reedición de este trabajo, una de las bases de nuestras investigaciones, y al que nos remitiremos constantemente.

No tuvo la misma suerte Aurelio Espinosa (hijo), cuya colección de quinientas versiones castellanas ha permanecido editada parcialmente hasta hace poco16. De las demás colecciones españolas hablaremos más adelante. Todas son inferiores a las de Espinosa padre e hijo. Distinto es si miramos el problema del lado iberoamericano, donde han proliferado colecciones de mucho interés, reflejadas en nuestra bibliografía.

Interesa resaltar en estos preliminares cómo la fecha en que el primero de estos notables estudiosos llevaba a cabo su trabajo por tierras españolas coincidía con las de Propp, en Rusia, quien ya trabajaba en su método, teniendo delante las ricas colecciones de cuentos rusos existentes en su país17. Huelga decir que no había la menor posibilidad de contacto entre ambos investigadores.

Tampoco hubo mucha suerte en años posteriores, pues los que siguieron publicando colecciones de cuentos, de ámbito regional casi siempre, apenas se preocuparon ya de método alguno; todo lo más dieron por bueno el antiguo método genético-comparatista, que, a decir verdad, revela muy poco acerca de la composición misma de los cuentos. Esta carencia es de lamentar, por cuanto, de haberse preocupado en alguna medida de las características internas de estos relatos, habrían desarrollado ese necesario instinto de los buenos folkloristas para apreciar lo auténtico y descartar lo artificioso. Aurelio Espinosa contaba, por supuesto, con esa cualidad, y por eso su colección es realmente útil, mientras en las demás conviene caminar con cautela.

Justo es reconocer que también en los demás países europeos distintos de Rusia la conciencia metodológica es bastante tardía y surge a partir de una edición inglesa del primer libro de Propp, del año 1958, que es la que debió leer Greimas (por cierto, no muy bien), y de la edición francesa de 1970. Más de treinta años habían transcurrido desde que el investigador ruso diera a conocer sus conclusiones, verdaderamente extraordinarias, sobre las leyes que rigen la estructura interna del cuento maravilloso; y de no ser por el auge del estructuralismo, acaso seguiríamos dando palos de ciego en el conocimiento directo de nuestro objeto. Más adelante hablaremos de cómo fueron los debates que se cruzaron entre unos y otros estructuralistas a propósito de Propp; también de las objeciones que éste mismo recibiera (especialmente por parte de Lévi-Strauss); de su réplica, y de otros aspectos de tan movida controversia. Procuraremos emplear los términos más comprensibles para un público medio, sin renunciar al rigor científico.

No deja de ser motivo de satisfacción que lo que ya se sabía, por comparación de rasgos, se compruebe de un modo estructural, a saber: que los cuentos populares españoles pertenecen al mismo tronco indoeuropeo, que los extendió por toda Europa, con la aclimatación propia a ciertas peculiaridades de nuestra cultura. Esto, sin embargo, nunca alcanzó a lo más sólido de esa tradición paneuropea: la estructura narrativa, el armazón del relato, el cual es inalterablemente el mismo que en Rusia, Lituania, Francia, Alemania, etc.

Somos conscientes de que nuestra aportación supone un giro de bastantes grados, por el enfoque metodológico con que reanudamos el estudio de los cuentos populares en España, al introducir los criterios de lo que podría llamarse escuela rusa, con su actualización y enriquecimiento recibidos principalmente en Francia. No quiere decirse que descartemos nuestra rica tradición folklórico-filológica, de la que tenemos en cuenta muchos hallazgos. Tal vez le faltó a esa tradición (Fernán Caballero, Antonio Machado Álvarez, Aurelio Espinosa, como miembros más destacados de otras tantas épocas bien definidas), unos hermanos Grimm, un Perrault o un Afanasiev. Como consecuencia de no haber contado con ese catalizador de cultura que es siempre el genio, hemos vivido en una dependencia excesiva del acervo cuentístico de otros países, como si aquí no hubiésemos tenido siempre una Blancanieves, una Cenicienta, un Pulgarcito, que nuestras clases medias y altas ignoraron. No los ignoró el pueblo llano, que sigue llamándolos Mariquita, Puerquecilla o Periquillo. De esta forma el pueblo, especialmente el pueblo campesino, le volvía la espalda a los que ya se la habían vuelto. Pocas veces en este país la cultura oficial ha querido saber nada de lo que ocurría en la acera de enfrente, salvo por esnobismo; paternalismo o adoctrinamiento. Este trabajo, entre otras cosas, acaricia la pretensión de patentizar en lo posible ese abismo, sabiendo que no es otro que el de las clases sociales.

En cuanto a la función social de los cuentos, tema de la máxima importancia y del que apenas nos hemos podido ocupar en esta ocasión, parece obvio que no se trata de historias para entretener a los niños o a los adultos -aunque también-, y que sus propios narradores desconocen de qué se trata. El hecho de que la mayoría de esos cuentos compartan una materia común con algún mito antiguo, plantea los mismos interrogantes de para qué sirven los mitos. A una de nuestras informantes, Ángeles Salgado, campesina de Carmona (Sevilla), le preguntábamos cuándo y por qué se contaban aquellos cuentos; por ejemplo, el de Juanillo el Oso, que nos acababa de contar. En cuanto a tiempo y lugar nos respondía que a eso de media mañana, cuando los jornaleros paraban para echar el cigarro, y todos, los hombres y las mujeres que hacían la recogida de la aceituna, pasaban el rato con esas historias. Creía ella que, en concreto, la de Juanillo el Oso se contaba para asustar a la gente haciéndoles desistir de la tentación de entrar a robar los frutos de una huerta cercana, de la que se contaban aquellas cosas. No hace sino multiplicar nuestro asombro una motivación tan baladí, viniendo de quien atesora en su mente una de las historias más populares del mundo, desde la India a Nuevo México; que aparece en mitos y leyendas del Rig Veda; en un cuento de Konon, autor griego del siglo I, y que tiene implicaciones del mito de Fausto y de Teseo.

Un folklorista del siglo XIX, don Sergio Hernández de Soto, escribía al frente de sus Cuentos populares de Extremadura18: «Por todas partes se aprestan los campeones de los estudios folklóricos a aportar su contingente para la gigante empresa de reconstruir bajo un nuevo plan la historia de la humanidad». La deliciosa ampulosidad de este lenguaje no oculta lo que podría admitirse como el extremo opuesto a la explicación de nuestra campesina andaluza. Entre lo uno y lo otro debe andar la respuesta.





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