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Ideas sobre la novela. Coincidencias y divergencias entre Antonio Rodríguez Huéscar y Julián Marías

Helio Carpintero Capell



Es un hecho bastante notorio que, en el pensamiento filosófico español contemporáneo, se ha venido prestando gran atención a la novela, y a su posición diversa en relación con el mundo de la filosofía estricta. Por lo pronto, se nos aparecen figuras como Unamuno, Ortega, Marías, o Rodríguez Huéscar, nombres destacados que, han hecho de la novela un centro básico de su consideración, y que, en ocasiones, incluso han dejado una prueba de su capacidad creadora literaria en ese terreno -tal sería el caso del primero y del último de los nombres citados.

Trataremos, en lo que sigue, de explorar esa red de reflexiones e interacciones, centrando nuestro examen en los trabajos de Marías y Rodríguez Huéscar, que cumplen una función integradora, y trataremos de perfilar los rasgos de su visión sobre el tema.






Unas vidas paralelas

Acertadamente se ha referido J. Padilla a las de Rodríguez Huéscar y Marías como unas ciertas «vidas paralelas» (Padilla, 2007). Han sido, por lo pronto, coetáneos, compañeros de estudios y amigos en grado intenso. Huéscar, manchego de Fuenllana (Ciudad Real), nació en 1912 y moriría en 1990, en Madrid; Marías, por su parte, castellano de Valladolid, y luego madrileño de adopción, nació en 1914, y falleció en Madrid en 2005. Coincidieron como alumnos de la licenciatura de filosofía en la Universidad de Madrid, en 1931, y fueron, por tanto, estudiantes de la Facultad que durante aquellos años rigió como decano Manuel García Morente, y en la que Ortega, acompañado del propio Morente, de Xavier Zubiri y de José Gaos, marcaba el rumbo del pensamiento desde su filosofía de la «razón vital». Ambos, además, asumieron personalmente esta filosofía, apropiándosela con un alto grado de autenticidad, y desde ella iban a hacer el resto de su obra, desplegando de modo original determinados aspectos y potencialidades de la misma.

Fueron también ambos personas de lealtad republicana, y durante la guerra la mantuvieron con sus actos. Marías tuvo, sobre todo en los últimos meses del conflicto, una importante actividad ideológica, apoyando a Julián Besteiro y su política en la Junta de Defensa (Carpintero, 2007, 2008); Rodríguez Huéscar, por su parte, resultó herido en el frente en una pierna y tuvo un largo tiempo de recuperación. Cuando, al acabar la guerra, hubieron de buscar cómo mantenerse, y sobrevivir, los dos optaron por dedicarse a actividades de enseñanza, si bien fuera de los marcos del mundo oficial, que entonces había ya iniciado una campaña de ataque hacia el conjunto de valores que había sintetizado la Facultad de Letras de Madrid en que ambos habían estudiado. En efecto, se condenaban su laicismo y su liberalismo, y se imponía como sustitución un pensamiento tradicional neoescolástico que iba a ser durante años el dominante en el mundo filosófico oficial del país.

Ambos vinieron a ser un caso ejecutivo de aquel «exilio interior» que se vino a crear tras la rendición sin condiciones exigida por el general Franco al ejército de la República, y la política de persecución de cuantos no habían apoyado el levantamiento nacionalista contra el gobierno legal derrotado.

Marías desarrolló una actividad extraordinaria de traducciones y clases privadas; con su mujer Lolita Franco crearon ambos un centro de enseñanza, «Aula Nueva», en Madrid, y desde allí puso en marcha cursos, así como la publicación de estudios, iniciada con la de su Historia de la Filosofía, en «Revista de Occidente», en 1941. Huéscar, por su lado, casado con Kristel Halffter, era hombre de tempo vital mucho más lento; encontró la forma de dedicarse a la enseñanza media en colegios privarlos, y destaca, entre ellos, su incorporación al cuadro de docentes del Colegio «Estudio» de Madrid (1943-1956), como profesor de filosofía, en un puesto en que, algún tiempo después de su marcha, vine yo a ocupar, en parte por recomendación suya.

Sus vidas, divergentes en su corteza social -escritor con amplísimo reconocimiento, en el caso de Marías, profesor de éxito en universidades extranjeras, principalmente americanas, y con una obra muy amplia y de muy alta calidad; Huéscar, por su parte, profesor y pensador de pocos pero hondos libros sistemáticos, profesor un tiempo en la Universidad de Puerto Rico y luego catedrático de filosofía de enseñanza media a su vuelta aquí, con excursos personales hacia la novela y la pintura-, esas vidas, insisto, eran a la vez profundamente convergentes entre sí gracias a dos factores básicos que las modulaban: su profunda amistad, y su instalación honda y creadora en la filosofía de la razón vital, de su maestro Ortega.

En sus diálogos, en sus cartas, en su trato personal, ninguno disimuló el alto aprecio hacia la persona y la obra del amigo. «Entre la inmensa bibliografía sobre Ortega habrá que señalar los escritos de Huéscar como parte esencial de la mínima indispensable», dijo Marías al prologar La innovación metafísica de Ortega de su amigo (Marías, 1982); y éste, refiriéndose a aquel, matizó: refiriéndose a la vitalidad del pensamiento de raíz orteguiana, que «su obra representa el más completo y desarrollado fruto, hasta hoy, de tan generosa cepa, la más positiva realización de una de sus internas posibilidades» (Rodríguez Huéscar, 1995). No hay necesidad aquí de añadir más confesiones ni más elogios; éstos son suficientemente claros.




La novela en el pensamiento filosófico

Es un hecho que la novela aparece como un tema central sobre el que reflexionar, al menos en las obras de varias figuras clave del pensamiento español contemporáneo. Como ha dicho Julián Marías, «quizá la mayor originalidad de la cultura española del siglo XX sea la asociación entre pensamiento -especialmente filosófico- y literatura» (Marías, 1992, 33). Esta relación no ha sido sólo cuestión de reflexión conceptual; también por en medio se entrecruzan unas cuantas novelas efectivas, y ocupa un singular lugar EL Quijote cervantino, cuya atracción ha resultado decisiva para un amplio grupo de pensadores nuestros.

En concreto, en el entorno de la Escuela de Madrid, surgida en torno a Ortega, y fuertemente influida por Unamuno, se acumula una considerable colección de ensayos y novelas, estrechamente relacionados entre sí. Piénsese, si no, en la colección de novelas, o «nivolas», de Unamuno -Abel Sánchez, Niebla, Amor y pedagogía, La tía Tula, etc.- y, junto a ellas, su extraordinaria reflexión sobre la Vida de Don Quijote y Sancho, una de las piezas clave de su pensamiento doctrinal, y su singular reflexión Cómo se hace una novela, a medio camino entre ambos extremos. A su lado, sin duda, hay que colocar las reflexiones de Ortega sobre El Quijote y la novela en general, en Meditaciones del Quijote, y más tarde sus «Ideas sobre la novela», y sus ensayos sobre varios bien conocidos novelistas en El Espectador. A todo lo cual hay que unir la novela de Rodríguez Huéscar, Vida con una diosa, y sus reflexiones sobre el género literario novelesco, a más de los varios lugares donde Marías reflexiona sobre la novela, sobre la creación unamuniana, y sobre «La novela como método de conocimiento», dando particular sustantividad a nuestro tema. (Un estudio de más amplio radio sobre el problema habría de proseguir su rastreo por diversos escritos de Francisco Ayala, o los de María Zambrano o Paulino Garagorri, e incluso los de un autor también en relación, aunque más distante, como José Ferrater Mora, pero todo ello queda ahora fuera de nuestro presente objetivo.)

Resulta evidente que estamos ante una red de interacciones e influencias y, si se prefiere, ante un sistema complejo de «maestros» y «discípulos», todos los cuales han llegado a alcanzar un claro magisterio que les ha sido socialmente reconocido, y en cuya obra intelectual aparece ese tema de la conexión tantas veces cuestionada entre la filosofía y la novela.




La recepción del legado. Julián Marías: novela y filosofía

La obra y el pensamiento de Marías deja bien a las claras el doble influjo que sobre él ejercieron Miguel de Unamuno y José Ortega. Mantuvo en relación con este último un discipulado intelectual riguroso, en las aulas universitarias y fuera de ellas, luego injertado en una profunda amistad y una colaboración, que fue particularmente manifiesta a la hora de la creación por ambos del Instituto de Humanidades (1948-1950). Pero tuvo a la vez un ojo siempre puesto sobre la obra unamuniana, algunos de cuyos temas y preocupaciones iba a hacerlos propios dándoles un nuevo perfil. Cabría decir que Marías vino a hacer una lectura «orteguiana» de la reflexión «unamuniana». Desde aquella filosofía, esta última se mostraba como un «problema». Esa relectura forma el núcleo de su libro sobre Unamuno, y de los múltiples ensayos puntuales que lo rodean y complementan.

El núcleo de la nueva metafísica orteguiana lo constituye la idea de la vida, o mejor, mi vida como realidad radical. Si ésta es aquella realidad en que toda otra radica, y donde cobran su carácter de realidades radicadas el resto de las que pueda haber, la presentación inmediata y directa, la exploración de esa vida concreta que constituye el núcleo mismo del decir novelístico, abre evidentemente el campo de una «prefilosofía» desde la que poder luego elevarse el filósofo en su reflexión. Si además, las novelas o nivolas unamunianas tratan deliberadamente de presentar dramas vitales, en su pura desnudez y esquematismo, como «ejemplos» de diversas facetas o caras de la existencia, resulta comprensible que desde un principio baya pretendido «leerlas» desde la perspectiva filosófica del raciovitalismo.

Vista en su conjunto, la obra de don Miguel de Unamuno (1864-1936) constituía para Julián Marías «un problema de filosofía» (Marías, 1960 [1938]). A su juicio, en ella se habla y piensa acerca de problemas centrales metafísicos -la contingencia, la mortalidad, el ser fundante e inmortalizador, el conocimiento racional, la comprensión imaginativa de lo humano-, al tiempo que manifiesta una voluntad de evitar el sistematismo y de recurrir a la literatura como vía de penetración en los problemas. Como dirá en alguna ocasión, la razón es enemiga de la vida, y habrá de recurrir a la imaginación, como facultad que alcanza a aprehender a los otros y a las cosas, mientras ilumina nuestra propia contingencia y nuestra ansia de perduración. En sus manos, la literatura, y muy especialmente la novela, viene a ser una vía exploratoria de la realidad de la persona y de sus inquietudes metafísicas. Esa es una enseñanza de la que Marías sacará provecho; de las reflexiones unamunianas obtendrá materia «prefilosófica» para su propio pensamiento.

De Ortega, en cambio, extrae la visión metódica de una filosofía que terminará por ser también la suya.

La inquietud orteguiana por la novela ha ido ligada, no sólo a su interés por ciertos creadores singulares, sino también a una preocupación teórica por dicho género literario. Precisamente la obra en que, en opinión de Marías, llega Ortega a la «tierra firme» de su filosofía son las Meditaciones del Quijote (1914), una parte considerable de las cuales está dedicada a hacer una teoría de la novela.

La reflexión sobre la novela no es asunto caprichoso. El filósofo busca claridad para su vida, y ésta, ya en las páginas de ese libro, consiste en una estructura del yo y su circunstancia («yo soy yo y mi circunstancia»). Por eso va a necesitar estar en claro sobre su circunstancia, («Dios mío, ¿qué es España?» [Ortega, I, 360]), y piensa que puede lograr luz sobre la realidad española analizando El Quijote (una plenitud española en que se condensa «el problema de su destino»). Pero este libro comienza por ser una novela. De ahí que se ocupe de hacer una teoría sobre la novela, como paso previo para entender el gran libro. Marías, ya en su plena madurez, consciente de que aquella meditación orteguiana había sido escasamente entendida, hará un «comentario perpetuo» de la misma (Marías, 1957).

Muy pronto, sin embargo, nuestro autor se ha dado cuenta de que la filosofía orteguiana ha llegado a considerar que la razón, órgano de comprensión, es, en su forma más radical, la misma vida, y por tanto, el «decir» de esa razón ha de ser, en su forma primaria, «narración». «La razón es la vida misma» (Marías, V, 328), y ésta es un drama, un quehacer que implica un punto de vista y que va aconteciendo con las cosas, y el relato que recoge ese acontecer es justamente la narración, que establece una esencial conexión con la narración literaria que es la novela.

La novela, por tanto, resulta ser el género literario que más se ajusta a la condición proyectiva y circunstancial de la vida humana, aquel género, ante todo, que permite «ver la vida». Eso sucede en El Quijote, y en otras grandes novelas de la literatura universal.

En 1925, Ortega da a luz La deshumanización del arte e ideas sobre la novela. Allí este género literario es caracterizado por la «visibilidad» o presencialidad de sus personajes y hechos. Lo esencial, dirá el filósofo, es que en ella hay una «autopsia» (Ortega, III, 390) que haga posible la convivencia virtual del lector con el «mundo» literario que se crea en sus páginas.

Esas dos raíces interpretativas de la novela, la unamuniana y la orteguiana, venían a converger en algunos puntos muy esenciales, por debajo de las discrepancias que sus filosofías pudieran mantener. Ambos, impulsados por la necesidad de conocer y comprender la vida humana, habrían coincidido en la necesidad de ver al hombre en su circunstancia y en la importancia de la imaginación para visualizar de modo virtual situaciones y experiencias que serían inalcanzables de otro modo. Y por esta vía, ambos venían a ver el mundo de la novela como un camino, tal vez incluso como una vía regia, para la comprensión de la vida misma. Ambos dejaban así una herencia fácilmente conciliable. Por lo pronto Marías iba a extraer muchas de sus consecuencias.

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Marías entendió en fecha muy temprana que la novela unamuniana, y en un segundo paso, toda novela, poseía un valor metódico de cara a una clarificación de la vida humana: «La novela es [...] un instrumento que hace posible el acceso a la realidad humana» (Marías, V, 488); ésta es una de las tesis centrales de su ensayo «La novela como método de conocimiento». Precisamente vio reforzada esa apreciación cuando encontró formulado en las Ideen de Husserl temáticamente afirmada la validez de las representaciones de realidades virtuales como vía para un conocimiento esencial de las mismas. Dice Husserl, en efecto, que «podemos, para aprehender una esencia en sí misma y originariamente partir de las correspondientes intuiciones empíricas, pero igualmente de las intuiciones no experimentativas, no aprehensivas de algo existente, antes bien, meramente imaginativas» (Husserl, 1962, # 4). Según esto, habría un camino abierto desde la novela al conocimiento de las esencias de las situaciones vitales; podríamos, pues, decir que ab fabula ad metaphysicam valet ilatio.

¿Qué ofrece ese método al pensador que trata de explorar la vida humana? Resumo una serie de rasgos, formulados en diversos lugares y en varios contextos (Marías, V, 489 y ss.).

Por lo pronto, la historia novelesca es siempre una abreviatura, un compendio de aquello mismo que cuenta. Al abreviar, ciertamente simplifica; con breves frases está trazado un paisaje, o presentado un personaje, o planteada y resuelta una situación. La simplificación vendría a tener como consecuencia una «transparencia» de la red de relaciones que se entrecruzan en las distintas situaciones. Pero es una transparencia lograda a través de la concreción. De una forma u otra, las acciones de los personajes acontecen en determinadas situaciones mundanas. Por otro lado, la narración lleva siempre aneja una «conceptuación» e interpretación de las situaciones; al introducirse el orden narrativo y verbalizarse el material novelesco, éste resulta en cierto modo comprendido y a la vez comprensible.

La novela hace posible una forma de «Denkexperiment», o experiencia imaginaria de ciertas situaciones que en muchos casos no cabe implementar, y en otros no se podría aplicar a sujetos reales sin contravenir nuestros principios morales. Pero no todo cabe en las situaciones imaginarias; al cabo éstas terminan por estar sometidas a cierto canon o metron, que es el criterio de verosimilitud (ibid., V, 490). Para que sea legible, la novela ha de resultar «creíble», y ha de tener al menos una lógica propia, en el sentido de que, ocurriendo ciertas cosas, otras serán compatibles, y algunas, en cambio, no.

El autor, precisamente para construir ese puñado de vidas que han de desplegar sus personajes, pone en juego su saber vital -podríamos hablar de su «experiencia de la vida»- que en su obra trasparece y se condensa. Ese saber es individualísimo y propio de cada novelista, pero lleva en su seno las ideas acerca del hombre que se dan en su sociedad y su tiempo, de manera que su obra es al cabo expresión de una cierta Weltanschauung colectiva. Por eso las novelas, que permiten acercarse indagativamente hacia la vida humana, resultan también ser vías de penetración al conocimiento de las épocas históricas y las sociedades, bien por lo que en ellas se dice, bien por los procesos creativos desde los que han sido construidas.

Y aquí topamos con una nueva cuestión; no todas las novelas responden a la misma «concepción del mundo», ni al mismo «credo antropológico», si vale la expresión. Distintas ideas del hombre han conducido a diferentes tipos de novela.

Marías menciona, sin pretensión de construir un sistema clasificatorio exhaustivo, varias formas de novelar: la novela realista, o de situaciones donde se despliegan las varias facultades y las diversas capacidades de decisión de unos personajes más o menos influenciados por su entorno; la novela psicologista, que busca presentar los conflictos psicológicos de sus personajes; también aquéllas que exploran la existencia de modo crítico -sería, tal vez, el caso de Dostoievsky o Kafka, y aquellas otras que buscan establecer una red de interacciones dominadas por un determinismo individual o social, que convierte el drama novelesco en expresión de fuerzas supraindividuales modeladoras de las conductas. Al lado de todas ellas, va a situar la novela unamuniana. Aquí se centra el interés básico de nuestro autor, particularmente atento a la realidad de la «nivola» unamuniana. Probablemente desde ella, por adiciones o supresiones, vendríamos a reconstruir el resto de la escala. ¿Y cuáles son sus rasgos distintivos?

En primer lugar, esta novela «llega al drama humano y lo narra, lo deja ser lo que propiamente es»; por eso es por lo que considera que es una novela existencial, y su misión resulta ser «mostrar la vida humana en su verdad» (ibid., V, 487).

Sus dramas novelescos dejan ver cómo se va haciendo la persona en el decurso de su vivir, pero en una acción en que se han suprimido los paisajes, las descripciones circunstanciadas, los conflictos psicológicos, para convertir todos los actos en eslabones o ingredientes del ser mismo de la persona. Queda solo en pie «lo que le pasa en verdad al personaje, lo que éste se va haciendo, lo que es» (ibid., V, 291). Las excepciones a este proceder serían Paz en la guerra, y San Manuel Buena, mártir.

Es una construcción hecha con la imaginación. Unamuno creía que ésta era la facultad sustancial que permite penetrar en la sustancia del espíritu de las cosas y de los prójimos; por eso, dirá Marías que «rescató la imaginación del olvido al que la habían condenado los novelistas de finales del siglo XIX sustituyéndola por la observación, como expresamente declaró Zola» (Marías, 1992, 46). No podía dejar de utilizarla. Había renunciado a la razón para conocer al hombre, y, habiendo centrado su preocupación en enfrentarse con la muerte y en pensar la inmortalidad, estaba remitido sin escape al futuro de la persona y del personaje, cuyo final sólo desde la imaginación se podía columbrar. La novela de Unamuno, precisa, es «meditatio mortis» (Marías, V, 298), y en su raíz misma se encuentra el problema de la vida como tiempo y limitación.

El recurso a la imaginación ha llevado esta novela más allá del realismo. Pero al tiempo, su autor ha despojado sistemáticamente al «yo» de su circunstancia; y, en su opinión, «este fue el error de Unamuno» (Marías, 1992, 45). Su tema no es la descripción de acciones físicas, ni de las simples apariencias corporales; no es tampoco la presentación de los conflictos de ideas, o de sentimientos; su tema es, en realidad, el «hacerse» o «deshacerse» de las personas, el ser de cada uno y cómo éste se va configurando, poniendo en juego en cada caso las convicciones de la eugenesia, o una falta de fe, o la agonía por creer, o sencillamente la envidia hacia un amigo, como elementos radicales de esas vidas.

Por eso, en su opinión el horizonte es, justamente, el propio de la novela «personal», o, como en sus primeros momentos dijo, de la novela «existencial» (Marías, V, 296), una denominación que, empleada en su artículo de 1938, anticiparía posteriores disquisiciones sobre el tema, lista novela no se ocupaba de introspecciones, ni tampoco de peripecias exteriores al sujeto sino de quién es su protagonista en su ser y su verdad. Como escribió el propio Unamuno, refiriéndose a sus «novelas ejemplares», «sus agonistas, es decir, luchadores -o si queréis, los llamaremos personajes- son reales, realísimos, y con la realidad más íntima, con la que se dan ellos mismos...» (Unamuno, 1970, 219).

Era consciente, además, desde el principio que la novela, aunque lleve de modo implícito una cierta visión del hombre y de lo real, no es una verdadera filosofía. «La novela no dispone de ningún sistema de conceptuación propia» (Marías, V, 304). Y para aprehender al hombre, se hace preciso «una ontología de la existencia humana» (id.). Es el límite de la novela: es lo que ésta como método ya no puede dar. La filosofía recogerá el tesoro de intuiciones que aquélla le ofrezca, pero de ahí habrá de partir para sus propias operaciones.

Volveremos enseguida para examinar el sentido que esta obra cobra a los ojos de Marías, desde sus propias pretensiones filosóficas.




El legado novelesco y la reflexión de Rodríguez Huéscar

Por todo lo que precede se comprenderá que, para una filosofía centrada sobre la vida humana, la novela resulte ser un género literario particularmente próximo y «convergente». Recuérdese, a este propósito, la definición que dio Pérez Galdós de la novela: es la «imagen de la vida» (Pérez Galdós, 1897, 11). Tal fórmula, adecuada para todos los partidarios de una concepción realista del género, valdría no obstante para otros modos de novelar, con situaciones y contenidos muy diversos.

Rodríguez Huéscar, desde su apropiación de la filosofía orteguiana, había de ver la novela como un «método» de conocimiento y de aproximación a la vida humana. Lógicamente, cabía esperar que adoptara una posición más o menos coincidente con la que Marías defendía. Pero al mismo tiempo, su interpretación del tema no podía dejar de incorporar su propia experiencia de autor de novelas. Su apropiación del legado intelectual de reflexiones sobre la novela, dejado por Unamuno y por Ortega vino, a mi juicio, a quedar condicionado por su proyecto personal de novelista.

Comencemos por este extremo. ¿Que entendía por novelista?

En la correspondencia, sumamente interesante, que mantuvo en los años de su madurez con José Ferrater Mora y que editó convenientemente José Lasaga (Lasaga, 1993), hallamos una serie de consideraciones que ambos hacen, muy atentos a sus novelas y a los problemas teóricos y prácticos de la creación narrativa, Huéscar, además, había previamente dejado unas reflexiones sobre el tema, recogidas en Con Ortega y otros escritos (1964).

En las páginas mencionadas dejó clara su idea del novelista. Este es el escritor autor de novelas. Pero escribir novelas es un quehacer vital, y responderá, por tanto, a unas determinadas motivaciones o porqués que mueven a hacerlo (Rodríguez Huéscar, 1964, 240 y ss.). Habrá que ver ese quehacer desde la propia vida del novelista.

Huéscar naturalmente recoge varios posibles casos, que apuntan a distintos motivos. Algunos como el deseo de dinero, o de fama, son claramente genéricos e inespecíficos, y apenas dicen nada del quehacer al que van referidos. En cambio, algunos otros van movidos por el deseo de ser un «imaginador de formas [...] de vida, de mundos, [...] en que se plasman "esencias" de vida real» (Lasaga, 17, 19), y eso es ya muy otra cosa.

Conviene no pasar por alto esa expresión de las «esencias de vida real». A mi juicio, ello apunta a que, al novelar, no se trata de imaginar personajes o situaciones disgregadamente, sino de construir lo que también llama «posibilidades de mundo», esto es, una estricta red de atracciones y repulsiones entre los personajes que resulte en la organización de una verdadera textura con sentido verosímil, de carácter colectivo, supraindividual.

No está de más recoger una de sus definiciones, en que termina proponiendo: que «novela significa creación de un mundo o espacio de vida ficticio, cerrado, complejo y denso, por medio de técnicas narrativas, con suficientes virtualidades poéticas para descubrirnos perspectivas nuevas, facetas y estructuras inéditas del mundo y de la vida reales, inasequibles a cualquier otro medio de conocimiento y de expresión» (Rodríguez Huéscar, 1964, 275).

El mundo del novelista no deja de tener algunos puntos de contacto con el del científico. Ortega ya habló en su momento de la conexión entre ciencia y poesía. Para Huéscar, estos mundos posibles son construidos por el novelista como «hipótesis» (Lasaga, 17, 19), que a la postre son verificadas o falsadas en la medida en que el resultado último, la novela, resulte «lograda o no» (id.), o lo que es más o menos lo mismo, que sea «verosímil». Marías, ya lo vimos, hablaba del criterio de «verosimilitud» desde el que se contempla toda novela por sus lectores; y parece evidente que la idea de obra «lograda» de que Huéscar habla, y la obra «verosímil» de Marías, se refieren a algo muy semejante, del mismo orden de magnitud. La prueba está en el hecho de que, si una obra no está lograda, Huéscar dirá que es señal de que en la creación intentada se ha infiltrado un cierto pseudos, un elemento de falsedad (Lasaga, 17, 19), que la invalida y frustra. Y si aparece alguna falsedad, será porque previamente se ha aplicado a la obra un rasero de «verdad» que la contempla desde su credibilidad, o si se quiere desde la «verosimilitud» de su mundo imaginario.

Por otro lado, al hablar de «esencias de la vida real», entiendo que se mueve en un sentido bastante próximo al fenomenológico, que ve la esencia como el conjunto de notas unidas por fundación, según la fórmula de Husserl (1962, I, 3). Esto querría decir, a mi juicio, que se trata de construir o crear unidades de sentido, cuyos elementos estén unidos por pertenecer a estructuras organizativas que los codeterminan y coimplican. Dilthey ya defendió la idea de que las situaciones vitales son «complejos de relaciones vitales», donde cada elemento cobra su sentido dentro del complejo, o Zusammenhang, en el que se halla inserto. En suma se trataría, si entiendo bien a Huéscar, de que el novelista no construiría un mundo novelesco por adición de elementos, sino por creación de estructuras, Gestalten o Zusammenhang, o si se prefiere, de esencias, que subtienden e incorporan los meros «datos» en una unidad superior -las andanzas de un anacrónico caballero andante en un mundo ya moderno, o las penalidades de un criado y lazarillo de ciego, o tantas y tantas historias que forman el universo novelístico que conocemos.

El intento final del creador, piensa Huéscar, es crear lo que llamaremos un mundo «novelado», una objetividad virtual a la que el novelista se refiere y quiere significar mediante su escritura, pero ha de hacerlo justamente edificando un complejo de significaciones que forman su propio y específico «mundo novelesco» (Rodríguez Huéscar, 1964, 249). Con ese mundo de significaciones (creación lingüística de su mundo novelesco) él pretende que los lectores conciban un mundo virtual novelado. Su creación resulta ser una «metáfora» de la realidad significada (Lasaga, 17, 20). En muchos casos, a través de cierto lenguaje trata el novelista de decir algo que sólo mediante su creación lingüística puede llegar a decir. Porque el novelista no busca sin más decir, repetir e imitar los ires y venires de personajes sin sentido, sino que aspira a crear algo que es una nueva unidad de sentido, un nuevo «mundo» que se haga visible a través de los elementos de ficción que va combinando. Y esto quiere decir que entiende que la novela no es espejo de la vida, ni tampoco imitación, sino que es ampliación o ensanche de la vida misma (Lasaga, 17, 21), enriquecimiento de su ser mediante el mundo o mundos virtuales añadidos por el novelista. Su idea es que se produce, gracias al arte del novelista, una ampliación de la realidad, a través de la póiesi, o poesía, o si se prefiere, de la ficción, y esto va más allá de la simple «exploración» de realidad, o de la vida humana, al pasar a ser más bien una consideración de sus potencialidades de nuevas formas posibles del drama de la existencia.

Su idea de novelista encaja perfectamente, et pour, cause, con la novela que escribió y llegó a ver la luz pública. En 1964 publicó Vida con una diosa, obra que quedó finalista en el Premio Nadal precedente (Rodríguez Huéscar, 1954).

¿Es una historia verosímil, o encuentra el lector en ella algún ramalazo de un cierto pseudos?

Sintéticamente, yo diría que hay varios planos en esa creación, que convendría distinguir. Primero, comencemos por tener presente su argumento, siquiera sea de modo esquemático. Aquí, un joven manchego encuentra a una mujer que se le presenta como una diosa. La encuentra primero por azar en un encuentro ocasional; después, yendo a visitar a un amigo que vive en la Mancha, y al que hace tiempo que no ve, resulta que tiene por novia la mujer-diosa; cuando la familia del joven toma cartas en el asunto y lo internan en un sanatorio mental, allí reaparece la mujer-diosa como enfermera; y cuando al fin se unen, huyen, y pasan algunas otras peripecias que no hay por qué revelar ahora, terminan por irse a Grecia, mundo al que la diosa parecía pertenecer. Luego, el manuscrito de esa historia será enviado a España, y será leído por quien luego lo trasmita a los demás.

Un segundo nivel, interesante y significativo, pero muy genérico, es el de la estructura formal de la obra, en la que apenas me voy a detener, pero que no es posible ignorar. En efecto, esta es una historia que consiste en una narración autobiográfica manuscrita, que llega a unos personajes más o menos cercanos a su supuesto autor, y que intercalan reflexiones actuales entre lectura y lectura del texto que han recibido, procedente de Grecia, a donde su autor habría huido desde España.

Hay un tercer nivel, que estaría referido al proceso de elaboración de la escritura de esa historia. Aquí nos encontramos con que casi todos los extremos básicos están escritos desde una voluntad de ambigüedad: ¿es o no diosa la mujer-diosa?, ¿lo es solo para el protagonista?, ¿cuando se habla de un crimen, es que lo ha habido realmente?

En fin, un cuarto y último plano es el marcado por lo que llamaríamos la «esencia» construida. Nos encontramos con una construcción que es esencialmente perspectivista. La diosa es diosa según cuándo y para quién -no es una «diosa sustancial e invariable» siempre y para todos. Hay una voluntad de dar forma a un mundo de realidad cuasi sobrenatural, que se injerta en la cotidianeidad, de suerte que pueda llegar a ser aceptado por los lectores como «verosímil». Como dejó muy claro en su correspondencia con Ferrater, «mi propósito expreso [...] fue [...] novelar en clave realista y de cotidiana actualidad, unos acontecimientos fantásticos cuya esencia significativa nos remite a un ámbito de mentalidad mítica y antigua; algo así como tratar de patentizar que en estratos profundos de nuestro ser perduran y pueden revivir misteriosamente estructuras espirituales pertenecientes a remotos estadios de la historia humana» (Lasaga, 16, 18). La cosa parece clara, solo que ¿se logra?

La novela, ciertamente, quedó como un notabilísimo intento de creación literaria, que no tuvo resonancia. Cuando, treinta años después, habla del libro con Ferrater, reconoce que si se reeditara sería como hacer una primera edición (Lasaga, 16, 23), porque su publicación apenas tuvo eco ni consecuencias.

No me resisto aquí a recoger, muy resumidamente, algunas de las consideraciones que esta novela ya me sugirió hace algunos años (Carpintero, 1999), y que recogí en un breve trabajo cuyas principales conclusiones traigo ahora a colación.

Sostengo en ese trabajo que esta novela tiene, inequívocamente, una dimensión de «novela quijotesca», que empieza por la fuerte presencia aquí del común mundo manchego -muy importante en este libro-, por el elemento del manuscrito, su editor, y la intrusión de planos de otros lectores que hablan sobre el texto y lo «objetivan» en cierto modo, y, en fin, por la figura de la mujer-diosa, que evoca el papel central de Dulcinea en el libro cervantino.

Tiene, además, una dimensión claramente orteguiana. Es una novela en que continuamente se plantea el tema de qué sea la realidad, siempre vista como «realidad para alguien», realidad en perspectiva dentro de una experiencia vivida, y siempre presentada como «realidad interpretada» por aquel que la está viviendo. Y es una novela donde está, una y otra vez, haciéndose presente lo que llamaré una «diosa a la vista», en recuerdo del famoso ensayo de Ortega, «Dios a la vista», donde se puede leer: «[...] cabe que el atender se fije en una línea intermedia, precisamente la que dibuja la frontera entre uno y otro mundo. Esa línea, en que "este mundo" termina, le pertenece, y es por tanto de carácter "positivo". Mas, a la vez, en esa línea comienza el ultramundo, y es, en consecuencia, trascendente» (Ortega, II, 488). ¿Cómo no pensar que esa línea, precisamente resulta ser el eje mismo de la persona de Diana Sanchís, la mujer-diosa de la novela, a un tiempo de acá y de allá, al menos para el protagonista que la trata y la vive?

Y es una novela, por tanto, de lo divino. De una divinidad que, como describía Rudolf Otto, en Lo santo (Otto, 1925), es realidad tremendum y a la vez fascinans -de modo parecido a como este ser misterioso es, en la novela, prepotente, inescrutable, a la vez que próximo y amoroso...

La complejidad de la obra, indudablemente, nos hace penetrar un poco más en la de la personalidad de su autor, en la riqueza de asociaciones que sin duda han poblado su mente, y permite a la vez entender que, al hablar de su experiencia al escribirla, admitiera a su amigo Ferrater que se hallaba en estado de «incandescencia» (Lasaga, 16, 23). ¿O fue tal vez lo que en su momento llamara el psicólogo Abraham Maslow una «experiencia pico», una vivencia plena de valores positivos que se sitúa por encima del cotidiano vivir?

Como vemos, para Rodríguez Huéscar la novela se sitúa en el marco de la vida humana, y esto de dos maneras: como algo que se da en la vida del novelista, que la imagina y crea, y, también, como realidad que aparece a los ojos del que la lee y la recrea.

Por uno de sus lados, leer una novela es «enajenarse» (Rodríguez Huéscar, 1964, 247); porque consiste en penetrar en una realidad dada por la ficción. A través de ese proceso se viene a «ensanchar la posesión» de realidad (ibid., 253); de modo que el lector penetra hacia otras formas de realidad, o hacia otras posibilidades de mundo. En otras palabras, a su juicio, la novela opera como un «aparato de óptica» (ibid., 264) aplicado a la existencia humana. Es un singular instrumento que abre a la realidad a través de la ficción. Es por lo pronto una ficción que presenta realidad, y cabría decir que, de ese modo, la «realidad novelesca» -o sea, la propia de la novela- aclara o se refiere a una «realidad novelada» -aquella objetividad presentada o aludida por el relato, el universo «metaforizado» por la obra literaria. Y para lograr esa conexión de realidades necesita poseer en su estructura una narración, que presenta acciones y sucesos en un tiempo, y no se conforma ni tampoco aspira a ser mera teoría. Ha de ser, a la vez, «novedad» y «poesía» o creación, en su sentido etimológico.




¿Dos visiones convergentes?

Las reflexiones de Huéscar sobre la novela son deudoras, en considerable medida, de los análisis llevados a cabo por Marías, en un tiempo que precede a las reflexiones de aquel, y también a su experiencia personal como creador literario. Lo dejó dicho en un documento anexo a sus análisis teóricos, al que tituló «Apéndice justificativo» (Rodríguez Huéscar, 1964, 285 y ss.).

En ese documento hace constar una singular discrepancia con las tesis de su amigo y colega, que se viene a materializar primero en torno a la apreciación que le merece la novela de Unamuno, y termina por marcar la divergencia de dos posibles rumbos, que terminarían por distinguirlos a ambos.

Huéscar entiende que Marías ha visto en la novelística del rector de Salamanca el surgimiento de un nuevo tipo de obra, la que llama Marías «novela existencial» o «novela personal», que se centraría sobre el drama existencial de sus personajes. Pero cree que lo ha hecho al precio de forjar construcciones sin circunstancia, sin mundo, dramas en cierto modo abstractos, desencarnados, y eso, justamente, es para el novelista orteguiano un defecto grave que le lleva a dar a esas novelas una valoración negativa. Marías, piensa Huéscar, tendría un juicio mucho más positivo, acerca de esas obras, de lo que él considera que es justo.

A Marías, sigue reflexionando Huéscar, esa novela existencial, aunque abstracta, le serviría para ver aspectos o rasgos importantes del vivir; sobre todo, le valdría como un paso previo para una posterior «ontologización» de ese conocimiento. Pero al filósofo novelista que él es, eso no le sirve, porque no busca tanto entrar en unas vidas típicas o genéricas, como alcanzar «esencias de mundo», formas de vida intraducibles, innovadoras, que solo pueden ser captadas por medio de la imaginación tabuladora del novelista.

Marías, por su parte, no dejó de reconocer las graves limitaciones que entrañaba el proyecto unamuniano de las «nivolas», y las sintetizó en dos, la «esencialidad» y el «utopismo», dos rasgos que apuntarían a una cierta abstracción, y a una total falta de mundo circunstancial y concreto en que siempre se da la vida humana. Ciertamente, mantuvo de modo consistente una muy distinta valoración en el caso de las «nivolas», más abstractas y esquemáticas, y el de sus dos obras preferidas, Paz en la guerra y San Manuel Bueno, mártir, donde aquel defecto habría sido minimizado.

Huéscar, en una nota, recogió esa coincidencia de Marías con su propio juicio, pero siguió percibiendo una discrepancia entre las dos teorías. A este último le interesaría el valor preteorético de la novela, su condición de método para una ontología de la persona; en cambio, su personal interés, aquello que le estaría atrayendo de la realidad novelesca, más bien, «el latido concretísimo, irrepetible, que la realidad da en la novela -quiero decir, en cada novela, y aun en cada parte de cada novela» (Rodríguez Huéscar, 1964, 292). Diríamos que es una contraposición entre aquella visión que ve en la novela una cierta «estructura de la vida humana», y aquella otra que responde a un conjunto de intuiciones, por parte del novelista, que logra en mayor o menor medida traducir mediante el lenguaje a una forma de expresión comunicable y pública. En otras palabras, Rodríguez Huéscar dirá que, para él, la novela dice lo que no se puede decir más que escribiendo novelas, que buscan captar, no tanto la «forma» de la existencia, sino «lo que podríamos llamar su pulpa», esto es, los contenidos de nuevas realidades surgidas de la ficción (ibid., 294).

Si se mira bien, se advierte que las visiones de Rodríguez Huéscar y de Marías, son profundamente coincidentes, particularmente en una serie de rasgos: en la apreciación de la novela como vía de conocimiento de la vida; en el papel esencial que tiene la ficción tanto en la vida como en la novela; en el valor del lenguaje desde el que construyen las representaciones del arte novelesco. Pero resultan, al mismo tiempo, divergentes en cuanto responden a dos proyectos básicos personales, que coinciden con los dos puntos de vista radicales sobre la novela. En efecto: uno es el punto de vista del lector, que aspira a ver un mundo, entrar en un ámbito virtual y contemplar en él el ir y venir de las vidas de los personajes, y que por tanto va a la novela a «aprender»; el otro, en cambio, resume la perspectiva del autor, que quiere dejar en las páginas originariamente en blanco aquellas visiones, convicciones y, sobre todo, formas, con que poner en pie un mundo virtual que se vaya ajustando a las vivencias originarias que le impulsaron a escribir. El escritor, en suma, delante de la novela aspira a «experimentar y hacer». Ambas dimensiones corresponden a las dos caras de la realidad novelesca, que, consistiendo en un quehacer humano, en un ergon, es por una cara «acción creativa», mientras que es por otra «realidad virtual expresada». Al lector, por ello, la novela le deja -más o menos- «ver»; al autor, en cambio, le permite «decir», «expresar», dar forma a la vivencia inarticulada que pugna por objetivarse. (Una posible tercer perspectiva, imaginada por Marías, vendría a ser la del teórico que, a través de una novela más o menos «de tesis», buscara difundir sus hallazgos entre un público ajeno a los libros filosóficos; y aquí se daría cierta interpenetración de las dos precedentes) (Carpintero, 2008, 220).

Las teorías de estos dos filósofos vienen así a dar razón cabal de la realidad de la novela, al permitir contemplarla como un singular «mensaje», que debe ser visto tanto desde el ángulo del quehacer activo del novelista como del propio de la recreación activo del lector.

Enraizados ambos en una idea de la novela como objeto de conocimiento de lo humano, los puntos de vista específicos desde los que han teorizado -el del que se acerca a la novela como lector y el que lucha con ella para darle forma y existencia- han cobrado expresión plena en estos ensayos. Y es que la novela, vista desde dentro -por el autor-, o desde fuera -por el lector-, termina por ser dos realidades diferentes, pues que la realidad se constituye siempre desde un determinado punto de vista, y este, como vemos, es en nuestro caso dual y complementario. Desde la perspectiva de la tradición de la razón vital, parece alcanzarse alguna luz acerca de la singular relación que la literatura y la filosofía tienen en la filosofía española contemporánea.






Referencias bibliográficas

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  • —— (1914): Vida de Don Quijote y Sancho, 3.ª ed., Madrid, Renacimiento.
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