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Marías y Rodríguez Huéscar: vidas paralelas

Juan Padilla Moreno





Lo que nos interesa de Julián Marías y Antonio Rodríguez Huéscar es lo que tienen en común; a saber: Ortega, la persona y la filosofía de Ortega. Para ambos es más que un punto de partida, es un proyecto vital sostenido.

Ambos son discípulos de Ortega cuando ser discípulo de Ortega es algo problemático. Ambos son además filósofos, dos de los filósofos más auténticos que ha habido en España en la confusa segunda mitad del siglo XX -medio siglo de gatos pardos cuya cercanía no contribuye ciertamente a la claridad. Son filósofos por vocación (¿por qué si no iban a serlo en la España de los años cuarenta?). Son en fin dos de los poquísimos discípulos filósofos -no nos engañemos- que Ortega ha tenido.

Antonio Rodríguez Huéscar había nacido en 1912 en Fuenllana (Ciudad Real). Julián Marías, en 1914 en Valladolid. Tras diversos avatares, ambos se encuentran en Madrid en 1931 en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras, de la que es decano Manuel García Morente, y en la que enseñan Menéndez Pidal, Asín Palacios, Gómez Moreno, Américo Castro, Sánchez Albornoz...; en la Sección de Filosofía, en la que están inscritos, Huéscar y Marías, el ya mencionado García Morente, Zubiri, Gaos y, desde luego, irradiando una poderosa autoridad intelectual y personal, Ortega. Era «probablemente», según Marías, la mejor Facultad de Europa y, sin atenuantes, «la mejor institución universitaria de la historia española, por lo menos después del Siglo de Oro».

Para ambos, Marías y Huéscar, los cinco años que pasaron en esta Facultad fueron decisivos. No solo por el excepcional equipo de profesores que coincidieron durante estos años en ella -esto es sabido y repetido- sino también por el extraordinario ambiente que reinaba entre los alumnos -cuyo tono lo marcaba su variante femenina, de raras cualidades- y, factor este no menor, el plan de estudios iniciado justamente aquel año, del que tanto podrían aprender los planes de estudios universitarios actuales.

El impacto del encuentro personal con Ortega en las aulas fue profundo y duradero. «Se lo veía pensar», dice Marías: «la reacción era más o menos esta: eso es la filosofía; la estoy viendo hacerse». Y Rodríguez Huéscar: «Desde que comencé a oír la palabra de Ortega me di cuenta de que me hallaba en presencia de algo definitivamente importante, a saber: de la filosofía misma, en vivo, y en una de sus versiones históricas plenarias. Esta percatación no hizo sino irse afirmando, haciéndose más profunda y consciente, a medida que avanzaba en mis estudios. El precipitado psíquico de esta honda evidencia -¿o tal vez su cimiento?- era un tipo de emoción bastante complejo y difícil de analizar, aunque sus dos componentes esenciales quizá pudieran rotularse con los nombres de emoción filosófica y emoción histórica».

Como además, no sólo Morente -que aunque casi coetáneo de Ortega pronto se reconoció discípulo suyo- sino también Zubiri y Gaos se habían formado con Ortega, «se daba el caso peregrino, y probablemente único en los anales de la Universidad moderna, de que, al pasar de un aula a otra», dice Huéscar, «seguíamos recibiendo a través de valiosísimas asimilaciones e interpretaciones, el influjo del mismo pensamiento (el orteguiano)».

Cuando estalla la guerra, en julio del 36, ambos acaban de licenciarse, justo a tiempo para ver cómo el mundo académico en el que con tanto entusiasmo e ilusión habían participado, se viene abajo -junto a tantas otras cosas- para siempre.

Aquel mismo año se habían licenciado también en la Sección de Filosofía: Manuel Mindán, Manuel Granell, Francisco Álvarez, Leopoldo E. Palacios y Emilio Benavent. Después de la guerra cada uno seguirá diversa suerte. Pero todos los que se dedicaron a la filosofía, en mayor o menor medida, se sintieron en deuda con Ortega y tuvieron que hacerla ajustando cuentas con su pensamiento.

Huéscar y Marías sirvieron como soldados en el ejército republicano. El trauma de la guerra en ambos fue profundo. Rodríguez Huéscar, herido en una pierna por la aviación italiana, tuvo secuelas durante toda su vida y nunca recuperó del todo el tono vital de sus ilusionados años universitarios. Marías, en cambio, que experimentó la cárcel y, sobre todo, el amargo sabor de la traición, resurgió de aquellos años negros con gran vigor.

En un panorama de ruinas, ambos se mantuvieron, pese a todo, en pie, moralmente enteros. Y ante ellos la ardua, entonces angustiosa pregunta: Quod vitae sectabor iter?

Obturados los caminos académicos ordinarios, ambos se dedicaron a labores como la enseñanza privada o las traducciones que, reconociendo la imperiosa prioridad del vivere, no impidieran por completo la satisfacción del deinde philosophari.

No podemos ni evocar someramente aquí sus peripecias vitales, del mayor interés para el que quiera saber cómo se tenía que hacer filosofía en España, cómo tenían que hacerla los que no podían o no querían salir de ella, pero tampoco podían renunciar a hacer filosofía.

Marías se pone inmediatamente manos a la obra y empieza por escribir nada menos que una Historia de la filosofía, que publica en 1941 y en la que aparecen ya, desde el primer momento, las que habrían de ser las constantes de su obra: la claridad, la agilidad expositiva, la habilidad en la captación del interés, la estructura argumental, la riqueza y acierto de las ideas, la erudición sin pedantería, el éxito editorial -todos sus libros, desde la Historia de la filosofía, cuyas ediciones se cuentan por decenas, se reeditarán continuamente. Desde este momento, y hasta su muerte, el flujo de publicaciones de Marías es constante: cien libros acaso e innumerables artículos en toda clase de publicaciones periódicas.

De Rodríguez Huéscar en cambio no aparece ninguna publicación -un artículo titulado Sobre el origen de la actitud teorética en la revista Theoria- hasta 1952. Sus libros y artículos son contados, irregulares, con escasa repercusión académica, con negra suerte editorial. Son tan pocos que pueden enumerarse aquí: una novela titulada Vida con una diosa (1954); una colección de introducciones a clásicos de la filosofía titulada Del amor platónico a la libertad (1957); una recopilación de ensayos que lleva por título Con Ortega y otros escritos (1964); Perspectiva y verdad, su admirable tesis doctoral (1966); La innovación metafísica de Ortega (1982), y un par de libros póstumos: Semblanza de Ortega (1994) y Ethos y logos (1996).

Pese a todo, no obstante la evidente diferencia de magnitud y notoriedad, son los de Antonio Rodríguez Huéscar y Julián Marías destinos y vocaciones paralelos.

En ambos se da por igual, en similares proporciones, la vocación de escritor y la de filósofo -en el caso de Huéscar también, poderosa, la vocación por la pintura. A Marías la necesidad de escribir bien se le impuso como imperativo para poder subsistir: «No podía escribir cualquier libro, el que me interesara intelectualmente. Tanto como filósofo, tenía que ser escritor. Luego vi con claridad que para ser de verdad buen filósofo es menester ser buen escritor». En Huéscar hay también, qué duda cabe, voluntad de estilo -era una herencia orteguiana casi ineludible-, y su expresión es en efecto clara, precisa y noble; pero Huéscar se muestra quizá menos dispuesto a hacer «concesiones».

Lo que ahora nos importa sin embargo es, por así decir, su destino filosófico: lo que ambos sintieron que, dentro de lo que podían, tenían que hacer con el legado orteguiano, que marcaba para ellos con toda nitidez el nivel histórico alcanzado por la filosofía.

Lo diré brevemente: ambos inventaron dos maneras inéditas, necesarias las dos en su momento, de discipulado filosófico. Ambos en efecto fueron discípulos de Ortega -es decir, se apropiaron sus doctrinas filosóficas, las hicieron propias, y filosofaron desde ellas- y no dejaron nunca de serlo. Quiero decir que nunca abandonaron, en conjunto, la doctrina filosófica de Ortega (por desengaño, superación o simplemente cansancio), lo que no impide que pensaran por y desde sí mismos (está implícito en la apropiación), no por y desde la autoridad de su maestro. De ambos se puede decir que no van más allá de la razón vital, sino que, cada uno a su manera, llevan la razón vital más allá.

Aunque Ortega ha tenido bastantes discípulos (para lo que es sólito en la historia cultural de España), han sido pocos en realidad sus discípulos filósofos, y poquísimos los que, como Huéscar y Marías, han hecho consistir su labor filosófica (y no me refiero ahora a labor académica o de erudición), con conciencia y agradecimiento constantes, precisamente en ese su discipulado. Incluso cuando ellos mismos han llegado a ser maestros.

No se trata pues de la conservación piadosa de un legado. Ni, como a veces se ha dicho, de la «divulgación» de la, por lo demás, ya bastante «divulgativa» filosofía orteguiana. Sino de la continuación de un estilo, de una manera de ver y juzgar, de un talante filosófico, de un sistema de ideas y, sobre todo, de problemas. Ambos se encuentran ante la evidencia de que la filosofía de Ortega constituye un sistema sui generis que, lejos de estar clausurado, se encuentra como ningún otro abierto a la realidad, diversa y cambiante. Y de que, a pesar de la genialidad de su maestro, o precisamente por ella, se trata de una filosofía, de un método de pensamiento que está solo en los comienzos y del que no se han recogido sino las primicias de la fecundidad que encierra.

La obra de Marías es difícil resumirla en pocas palabras. Tiene tantas vertientes (la de historiador de la filosofía, la de historiador sin más, la de filósofo académico, la de crítico literario y de cine, la de periodista, incluso la de «político», la de articulista y ensayista sobre los más variados asuntos) que es fácil olvidarse de algunas de ellas y caer en la tentación de la simplificación. Tiene además diversas etapas que es menester distinguir. Hay en él ideas filosóficas originales -es inevitable mencionar la de «estructura empírica de la vida humana», pero son muchas más- y una cantidad asombrosa de ideas históricas, sociológicas y antropológicas de rara perspicacia, veracidad y acierto. Si no en la genialidad, en la veracidad y acierto de sus ideas su obra es comparable a la de Ortega.

Frente al carácter «mundano» -entiéndase bien-, «extrovertido», volcado hacia el mundo, como la mirada, de la filosofía de Marías, la obra de Rodríguez Huéscar se nos presenta como «introvertida», vuelta no hacia el mundo, hacia las raíces subterráneas del filosofar: la idea de verdad ética («la coincidencia del hombre consigo mismo») y de verdad lógica, el ethos y el logos, y la relación entre ambos, que tanto le dio que pensar a lo largo de su vida. Si la filosofía de Marías se puede caracterizar como «visión responsable», la de Huéscar puede describirse como reflexión, no menos responsable, sobre los principios, es decir sobre el origen mismo del ver. Marías y Huéscar encarnan respectivamente, en cierto modo, el «concepto mundano» (Weltbegriff) y el «concepto escolar» (Schulbegriff) de la filosofía de que hablaba Kant.

La mejor manera de ser discípulo en filosofía, decía Rodríguez Huéscar, es cometiendo parricidio, «que es como fue platónico Aristóteles, y, de ahí en adelante, la mayor parte, por no decir todos los grandes discípulos que en el mundo han sido». Es decir, el ideal del discipulado -esto es claro- es la superación del maestro. Ninguna verdad y, por tanto, ninguna filosofía es definitiva; no porque cambie la verdad, sino porque cambia la realidad. Ni Marías ni Huéscar superan en este sentido a Ortega. No superan el nivel por él alcanzado. Lo que hacen es laborar en la toma de posesión de ese nivel. Porque el parricidio filosófico -ese ideal de todo discípulo-, además de la genialidad, sigue diciendo Huéscar «requiere la previa paternidad», y la correlativa filiación, es decir la plena toma de posesión de la herencia. Y la heterodoxia, como dice en otro lugar, implica el conocimiento, desde su raíz, de la doxa.

Lo que no hacen, ninguno de los dos -el caso no sería nuevo-, es quedarse prisioneros de las fórmulas. Por eso, aunque constituyen en cierto modo el núcleo de lo que viene llamándose la Escuela de Madrid a la muerte de Ortega, no pueden llamarse, como se les ha llamado, «escolásticos»; porque no se interesan por problemas de escuela, a la postre muchas veces solo verbales, sino por problemas reales; sin confundir fórmulas y conceptos escolares con la realidad inmediata. Ni se les puede llamar «epígonos» del orteguismo, como se ha hecho, porque eso implica una dosis de inactualidad, de mímesis, de prolongación tardía de un pensamiento (una moda, una tarea, un estilo) cuya virtualidad y vigor se han extinguido, o cuando menos han menguado notablemente. Los epígonos, como los héroes de la segunda expedición contra Tebas, viven en y del pasado, saldando cuentas antiguas. No es el caso de Marías y Huéscar, que viven plenamente instalados en el presente; sin tentación siquiera de fuga, ni hacia atrás ni hacia delante.

«La transmisión de la filosofía es siempre un contagio», dice Julián Marías, «y supone una reconstrucción de ella desde otros supuestos, desde otro nivel y, sobre todo, hacia otra cosa». Para que se produzca esta transmisión, y sea por tanto posible la historia de la filosofía, tienen que darse algunas condiciones. Por lo pronto, dice Marías, «no tener miedo al maestro, no tener que "matarlo" para ser uno mismo -lo que, si se mira bien, no contradice lo afirmado anteriormente por Huéscar-. [...] Por supuesto, no repetirlo, no fijarse en un repertorio de fórmulas, evitar todo escolasticismo; en otras palabras, tener libertad. Y la principal de todas es preferir la verdad a la originalidad (esta se da por añadidura cuando no se la busca)».

La virtualidad que encierra la filosofía de Ortega, como estricta filosofía, hay hoy cada vez más gente dispuesta a reconocerla. Sin embargo, es un hecho que muchos de los que la reconocen, y aun la subrayan, niegan valor a la obra de sus discípulos, como «desvirtuación» de un vigoroso pensamiento original. También en este destino han estado unidos Huéscar y Marías, aunque el esfuerzo para «ignorar» a Marías ha tenido que ser mucho mayor.

Sin embargo, acercarse hoy a la filosofía de Ortega, diremos a la filosofía de la razón vital, dejando fuera a Marías y a Huéscar es prescindir no de imitaciones, sino de algunas de las mejores posibilidades de esa filosofía: de un buen número de conceptos creados como instrumentos para aprehender aspectos de la realidad (de la historia del pensamiento, por ejemplo, o de la antropología) que Ortega no aclara suficientemente, o de los que simplemente no se ocupa -como el tema de Dios; de gran cantidad de ideas que son prolongación de las líneas trazadas por Ortega, que descubren en muchos casos conexiones y problemas que Ortega no percibe -en relación por ejemplo con el tema de la verdad o la ética; es privarse, en fin, de esa sabiduría inefable que sólo el discipulado directo puede transmitir.

La mayor sabiduría, el «gran brahmán», es, según Ortega, el silencio: «Hay una sabiduría, sobremanera importante, que por su misma condición está condenada al silenciamiento. La existencia de esa sabiduría y de su forzosa mudez es una averiguación que propiamente se hace solo en cierta altura de la vida. [...] No es un conocimiento puramente genérico, como lo son, en uno u otro sentido, todos los científicos (incluso los históricos), sino un concreto saber de éste y el otro y el otro individuo, que puede enriquecerse con reflexiones generales, pero que en su base es individualísimo. [...] Ese conocimiento del prójimo se produce muy lentamente, día a día. Va precipitándose en finísimas capas, como un polvo impalpable, sobre nuestro fondo». Ese conocimiento, esa honda sabiduría del prójimo que fue Ortega, tan ligada a la comprensión de su obra y que no puede transmitirse sino con el trato asiduo, se pierde irremediablemente si se prescinde de la obra de sus discípulos directos. Entre las muchas páginas dedicadas por Huéscar y Marías a repensar la obra de Ortega hay una porción de ellas que podríamos llamar de «testimonio personal», que son absolutamente irrenunciables. Están en Semblanza de Ortega, de Rodríguez Huéscar; están en La Escuela de Madrid o en Una vida presente, de Marías.

De manera indirecta, esta sabiduría está en todas sus obras. Y está, no tanto en lo que dicen, como en lo que callan; no tanto en lo que hacen, cuanto en lo que desatienden: los asuntos de los que no se ocupan, los tópicos que no repiten, las personas a las que no mencionan. Hay en el fondo de la filosofía de la razón vital, común a Ortega y a sus discípulos, un régimen de estimaciones y silencios implícito sin el cual no se puede entender la teoría más abstracta, porque se nutre de él, es su substrato. Sin él podremos saber muchas cosas sobre Ortega, y decirlas, pero no podremos saber quién era Ortega; ni él ni sus discípulos. Lo cual equivale a decir que no podremos conocer realmente, comprender en sentido pleno, su filosofía.

Rodríguez Huéscar y Marías fueron amigos de Ortega hasta su muerte. Ambos velaron el cadáver en su casa de Monte Esquinza la noche del 18 de noviembre de 1955. Y fueron desde jóvenes amigos entre sí -«sin un roce, sin una nube, sin un descontento». Sus trayectorias vitales y sus obras respectivas, tan distintas aparentemente, se encuentran en el mismo nivel (el de la razón vital hecha propia) y siguen líneas paralelas. Ambos proceden, por así decir, a una verificación del método, sometiéndolo, cada uno a su modo, a prueba: Marías aplicándolo una y otra vez a los asuntos del mundo -pragmata-, ensayando múltiples «salvaciones»; Rodríguez Huéscar practicando más bien una suerte de «ensimismamiento» filosófico. Ambos son imprescindibles. Y a ambos, como a su maestro, vale la pena hacer la experiencia de conocerlos a fondo.





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